LA DEMOCRACIA EN APUROS

portada libro "LA DEMOCRACIA EN APUROS "

JUAN JOSE SOLOZÁBAL
Catedrático emérito de Derecho Constitucional (UAM)

Juan José Solozábal acaba de publicar La democracia en apuros. Anotaciones de un constitucionalista (Malpaso Barcelona 2021) donde recoge numerosas columnas que ha publicado semanalmente en el digital El Imparcial en años recientes. Se trata de recuadros que reflejan sus lecturas o que suponen acotaciones a la vida política española, llevados a cabo reflexivamente y desde la óptica de un constitucionalista. De ordinario trascienden la ocasión o el motivo al que responden y son pequeñas piezas argumentativas de teoría o pensamiento. Se muestra aquí tres recuadros del libro: el primero y el último y un comentario sobre la monarquía española elegido al azar

LA MIRADA DE UN CONSTITUCIONALISTA 
martes 8 de diciembre de 2015,   
Me llama mi editor Antonio Roche de Biblioteca Nueva para decirme que acaba de salir Ideas y nombres. La mirada de un constitucionalista y que debería pensar en unas palabras de explicación a sus posibles lectores. Se trata de un libro que recoge una antología, 130 columnas, de las que he publicado en este diario, sin faltar nunca, todas las semanas desde finales del 2011. Mis columnas no consisten, debo advertirlo, en una colaboración inocente, que sea mera reacción a lo que ocurre en la semana, esto es, un testimonio personal del tiempo que fluye. A veces pienso si no me sucede como a los personajes que evoca Jean Daniel en su libro Los míos, que dependían de la literatura, de modo que vivían pensando en lo que iban a escribir, adelantando el tratamiento que darían a lo que hacían o veían. Esas almas, dice de Jules Roy, si elegían «una mujer, una casa, una lectura, una caminata, lo hacían solo para anticipar la visión de los capítulos del libro que les dedicaría». Un académico vive leyendo y por eso muchos recuadros son reseñas de libros y lo que uno ha leído le proporciona sin duda un filtro con el que entender lo que pasa y sobre todo lo que le pasa a quien escribe. Hay, así, mucho pensamiento político en el libro, pero, diría, internalizado o utilizado, no expuesto solo de una manera objetiva e impersonal. Creo que esto es también lo que interesa al lector, que desea referencias ideológicas por decirlo así cordiales o tamizadas por su utilización concreta o singular, pues, según Goethe, amamos solamente lo individual, «de ahí la gran alegría por los retratos, las confesiones, las memorias, las cartas y las anécdotas de los difuntos, incluso de hombres insignificantes»». 
Al lector le llega la columna o el recuadro, denominación que elijo en homenaje a Azorín que así nombraba sus breves colaboraciones en la prensa, y que normalmente consiste en la exposición del núcleo esencial o alguno de los detalles más llamativos de una cuestión concreta, evitando el riesgo de la elucubración abstracta en que suelen incurrir los académicos en el tratamiento de los problemas. Quiero decir, entonces, que escribir es callar y cortar, esto es, prescindir de lo accidental o superfluo, de lo que no significa nada y sobra: también las más de las veces me limito a sugerir o evocar, evitando la rudeza de la exposición frontal de lo que quiero o pienso, prefiriendo la invitación al diálogo a la imposición de lo evidente. Ahora cuando veo algunas de las columnas reparo que habría sido muy difícil aprovechar todo el material que las sustenta, a pesar de que por su extensión no puedan ser calificadas como breves según he hecho en alguna ocasión: los comentarios sobre el libro de Safransky acerca de Goethe, este año, como el año pasado los de Martutene, la novela de Saizarbitoria, o la monografía sobre constitucionalismo antiguo y moderno de Mac Illwain resumen unas lecturas que me han ocupado durante otros tantos veranos, y que necesariamente no pueden hacer justicia a los libros a que se refieren. Lo mismo debería decir acerca del recuadro dedicado a la Universidad que refleja harto condensadamente mi opinión sobre la situación en que se encuentra esta institución, y que contó para su verificación, además de múltiples conversaciones con colegas, de la respuesta a sendos comentarios enviados por los profesores Weber y Bon, y por Isabel Giménez, en relación, respectivamente, con el acceso y promoción de los profesores en Alemania y Francia, y la situación correspondiente de los jóvenes docentes en España. En realidad, bastantes columnas deberían ser consideradas como una variación concreta sobre un tema, pero cabría formular otra versión, en diferente tono o con otro motivo próximo, pues el objeto de la reseña es inagotable: si releo el elogio de don Eduardo García de Enterría en este libro, siempre me quedan dudas sobre el acierto de las facetas del personaje que se destacan y lamento que otros aspectos hayan quedado apartados, quizás para no revelar la ocasión confidencial en que se mostraron.
 
Cuando se publicó el anterior libro con mis columnas, Patxo Unzueta dijo que se trataba de un diario de ideas, con lo que quería señalar la dependencia de la teoría política y constitucional del volumen. Ocurre también en esta ocasión que es muy frecuente la invitación a revisitar a los clásicos de siempre, hablemos de Burke, Stuart Mill, el Federalista o Aristóteles, o los clásicos de ahora, esto es, Camus, Arendt, Dworkin o Habermas. ¿Por qué? Si se trata de la justificación de la revisitación de los maestros intemporales, señalemos, en primer lugar, el placer, esto es, el gusto por la lectura o la conversación con ellos. También, porque la historia del pensamiento político es una rama de la historia, de manera que a veces las construcciones mentales son ininteligibles sin pensar en su contexto. En tercer lugar, además y sobre todo, el atractivo de la historia de las ideas reside en su potencial legitimador, pues, al final, los humanos somos «animales históricos» que asociamos la longevidad con la legitimidad, buscando en los precedentes remedio contra la fragilidad temida de nuestras instituciones. Por lo que hace al recurso a los clásicos actuales, no puede ignorarse que su referencia, sin forzamiento o manipulación, incrementa la razonabilidad de las conductas o planteamientos que son capaces de ampararse en ellos. 
En este libro con todo además de ideas hay sitios, lugares particulares en la vida del autor, y nombres, correspondientes a los clásicos ya aludidos, pero sobre todo de maestros, como ocurre con los miembros de la generación vasca de los cincuenta, no solo scholae sed vitae, o de compañeros de camino cuya andadura es paralela y superior a la del autor. 

LOS DOS CUERPOS DEL REY 
martes 30 de junio de 2015 
Desde que Walter Bagehot distinguiese en su célebre escrito sobre la Constitución inglesa, The English Constitution (1867), entre las partes eficientes y las partes simbólicas de la misma, aquellas relacionadas con el funcionamiento del sistema político (Gobierno, Comunes) y estas con su aportación a la simbología o cultura política (Monarquía y Cámara de los Lores), parece pertinente hablar de dos planos en las formas políticas. O nos movemos, respectivamente, en el nivel de la articulación, esto es, de la organización del poder, o en el plano de la integración, esto es, de la unidad espiritual del sistema. Quizá Bagehot partía de una distinción estricta de lo que era la articulación y la integración que hoy rechazaríamos: aunque la integración, como juntura moral, difiere de la articulación, como juntura preferentemente jurídica, no se trata de órdenes separados, sino relacionados, pues un sistema político caótico tiene más dificultades para ser aceptado que un sistema eficiente; y un Estado cuya legitimación no se discute tiende a funcionar mejor o a resolver sus problemas de coordinación más adecuadamente. También es cuestionable que las instituciones del sistema político se muevan necesariamente en una sola de tales coordenadas, pues contribuyen tanto al rendimiento de la integración como de la articulación. 

Tomemos por ejemplo el caso de la Monarquía en nuestro sistema constitucional. Es obvio el sentido de la intervención del monarca en el plano de la articulación del Estado, cuando, ejerciendo sus competencias, contribuye a las actuaciones típicas de los demás órganos constitucionales. Cuando el rey sanciona una ley, o expide un reglamento o procede a un nombramiento, expresa la voluntad del Estado, aunque la misma tenga su origen en la decisión que la mayoría impuso a la minoría en el órgano correspondiente. Ni la condición obligada de la intervención del monarca, sin disposición por ello de poder propio, como sucede en la forma parlamentaria española, ni su carácter formulario, pues todos los actos del rey requieren para su validez del correspondiente refrendo, se oponen a su condición perfectiva, de modo, así, que no hay ley sin sanción, sino proyecto de ley; ni tampoco pueden los titulares de un órgano constitucional tomar posesión de sus cargos sin nombramiento previo del monarca. Lo que supone que la contribución del rey al desempeño de las funciones del Estado es la objetivación de las mismas, que quedan insertas en un orden superior de regularidad, certeza y solemnidad.
 Pero más allá de esta intervención en la articulación jurídica del Estado conviene reparar en la contribución del monarca a la integración territorial. Es precisamente en los Estados descentralizados, como el nuestro, donde se retoma la función integradora del monarca como único elemento común que compartían los componentes del Reino en el Ancien Régime, y que había perdido importancia tras la Revolución y el Romanticismo, con la exaltación política de la nación como realidad independiente y homogénea. La Revolución, primero, y después el Romanticismo reforzaron la cohesión de la nación sobre los parámetros de la igualdad y la asimilación cultural, reduciendo la contribución a la unidad política del monarca constitucional, función que nuevamente se recuperará en las monarquías descentralizadas como la española. Se trata, realmente, de un vínculo personal, pero tremendamente efectivo y que constituye un elemento centrípeto de extraordinaria importancia en nuestro Estado autonómico.
 
El monarca en nuestro Estado autonómico es ese elemento compartido que actúa como la expresión y representación personal de la unidad del pueblo español, síntesis de la nación de todos y el vínculo territorial de cada cual. El rey encarna la institución del Estado que supra partes, además políticamente por fortuna de modo indiscutido, expresa la integración de la variedad territorial del pueblo español. Toda nación, y mucho más una como la nuestra, que acoge una rica variedad de culturas, lenguas y territorios, es sobre todo un ámbito de incorporación simbólica o espiritual que puede trascender, nunca negar, el nivel cordial de la pertenencia política inmediata. Aquella, la nación de todos, genera un vínculo superior de patriotismo, en el sentido de más alto pero también más construido, que no suprime sino que supera el estadio de la propia nacionalidad o región, con su correspondiente lealtad territorial. A tal espacio superior, pero más lejano, de integración, a España, en suma, que es de lo que estoy hablando, le viene bien una representación viva, que haga presente y operante, que encarne, el vínculo de pertenencia de todos los españoles al mismo. Esa noble tarea le incumbe al rey de nuestra Constitución, «símbolo de la unidad y permanencia del Estado», al que asimismo el artículo 61 CE hace garante expresamente de los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas. 
 JOSEP PLA COMO PRETEXTO 
martes 9 de enero de 2018 
1. Convendría que la decisión sobre lo urgente no nos apartase de la reflexión sobre lo importante. Lo urgente puede ser la salida de la endiablada situación actual catalana; lo importante es echar luz sobre el problema nacional español. No se trata obviamente de un problema teórico: ver qué se puede hacer con el pluralismo territorial; sino de acertar con la cuestión clave de nuestra democracia. García de Enterría lo entendió muy bien en su momento al escribir que el sistema constitucional «se la jugaba» con la suerte del Estado autonómico. Francisco Rubio creía que, más allá de la distribución competencial o las decisiones sobre la organización institucional, el arreglo constitucional, lo que Pedro Cruz llamaría la constitución autonómica, tenía una base principal, a saber, un acuerdo entre los nacionalismos identitarios moderados y el nacionalismo español. Tal pacto, pensaba mi maestro, implícito en el momento constituyente, habría de ser renovado de manera explícita, confiriendo en esa reforma constitucional una parte de la iniciativa a las Comunidades Autónomas, quizá a través de la intervención de unas conferencias ad hoc o simultaneándose la puesta en marcha del proceso de reforma por las diversas Autonomías. 
Pero ahora no me interesa entrar en detalles acerca de lo que habría que hacer en la renovación del pacto constitucional territorial, sino llamar la atención sobre su necesidad y sobre lo que debe constituir su médula, esto es, la idea de España como una comunidad plural, superior, integrada por elementos singularizados por sus características culturales, históricas o espirituales. Se trata de reforzar el pluralismo que nuestro sistema constitucional hace posible. En la idea correcta del Estado autonómico cabe el nacionalismo no soberanista y no cabe el nacionalismo independentista mientras no se reforme el sistema institucional. También son posibles compatibilidades nacionalistas formuladas en términos razonables, de modo que el vínculo nacional general, siempre que no se entienda en sentido exclusivista, es compatible con los vínculos nacionales territoriales, entendidos a su vez de manera no excluyente. Naturalmente no estoy situando fuera del sistema a las fuerzas independentistas, sino solo señalando que estas no se adecuan espiritual o ideológicamente al modelo, aunque respetando las reglas constitucionales pueden defender sus ideas e, incluso, a mi juicio, conseguir sus objetivos.
Si lo que antecede es correcto, es decir, que el modelo territorial, bien mirado, consiste antes en principios que en reglas, en símbolos más que en competencias, de ahí se sigue que el esfuerzo en la revisión constitucional ha de hacerse en el plano de la integración más que en el de la articulación. Y sucede que operar en el plano del reconocimiento es más difícil que hacerlo en el nivel de la organización: así la autonomía no es solo un espacio propio del que se dispone, esto es, capacidades o competencias que se tienen, sino una cualidad que se aprecia y respeta, con valor para todos. De este modo, por ejemplo, cuando la Constitución reconoce y ampara la foralidad, en su disposición adicional primera, no solo establece la compatibilidad con la norma fundamental de una institución de autogobierno con legitimidad o arraigo histórico, sino que la dota del valor constitucional, confiriéndole un rango y unos instrumentos de protección generales de los que antes carecía. 
Proponer que en la reforma constitucional se refuerce el reconocimiento del pluralismo, yendo más allá de lo que podría ser una opción equivocada, esto es, abrir la puerta a que los contornos de la autonomía se fijasen en los estatutos de autonomía, no es acentuar los rasgos centrífugos del sistema, sino al contrario, legitimar una amortiguación de los mismos, al aumentar la integración del con- junto asumiendo el significado común de los intereses de las partes, relevantes verdaderamente para todos. La seguridad constitucional de la garantía de la especificidad puede hacer consentir con mayor facilidad, por ejemplo, el refuerzo de los instrumentos de dirección del Estado a través de competencias económicas del Gobierno de la nación, de los que no hay por qué temer un designio asimilador o exorbitante que la protección constitucional del pluralismo hace imposible o inoperante, pues tales excesos serían imposibles por claramente inconstitucionales, u objetables mediante los correspondientes medios de impugnación si llegasen a producirse. 
No es fácil en los tiempos que corren defender que la reforma constitucional debe moverse en el plano principial, lo que Levinson llamaba la constitución de la conversación, respecto de la cual habrá que solicitar la participación de los elementos significativos del arreglo constitucional, esto es, de los nacionalistas, para fijar los contornos razonables del pluralismo, o, si se quiere decir así, su pe- rímetro correcto. No es fácil, en tiempos arduos, hablar de reformas ni, una vez que pueda aceptarse su procedencia, consentir que estas vayan más allá del nivel institucional o competencial de lo que el autor mencionado llama frame u organización del Estado. 
2. Vivimos momentos en los que casi nunca se evita la brocha gorda cuando se habla de nacionalismo. Es muy fácil, en las circunstancias actuales, incurrir en la descalificación o el exabrupto, subrayando abusivamente el etnicismo final del nacionalismo territorial, su insolidaridad, su propensión a la intolerancia o su falta de respeto por las normas procedimentales cuando no le convienen, respondiendo a la simplificación o al dislate nacionalistas, que puede venir desde donde menos se espera, como cuando uno descubre la autorreferencialidad obsesiva de algún catalanismo. Estoy hablando de Josep Pla y su dietario recién aparecido Hacerse todas las ilusiones posibles, que seguramente es la publicación más desinhibida del gran escritor ampurdanés. Lo que este libro demuestra es la condición nacionalista de Pla, asumiendo no tanto que la plenitud nacional es la condición de la felicidad personal de los ciudadanos, que según Kedourie es la tesis fundamental del nacionalismo, como que el incumplimiento de tal plenitud es la causa de su desgracia, atribuible al dominio extranjero. La incorporación de Cataluña en España no ha sido posible y ha dejado al catalán sin patria, «haciéndole un hombre enfermizo, sombrío, desconfiado, tortuoso, escurridizo, nervioso, displicente, solitario, triste». Pla concluye en un tono que no podría igualar Sabino Arana: «Se puede conquistar con un arrebato. Colonizar implica inteligencia, España». 
No he podido evitar, leyendo el libro del que hablo, pensar en la preocupación de la generación vasquista de los sesenta del siglo pasado de la que he hablado tantas veces por el País o la situación general vasca. Pero, si se puede hablar de la  radicalidad de la introspección en ambos casos, no cabe reconocer en el colectivo vasco el grado de frustración y la falta de empatía con la sociedad española que se encuentra en el caso de Pla. Azaola hablaba de Hispanoamérica para referirse a los pueblos colonizados por España en ultramar y asumía que la independencia del País Vasco supondría una gran desgracia. Arteche, en un pasaje del Abrazo de los muertos, se siente conmovido ante la desnudez del paisaje turolense. Michelena jamás fue independentista, y la obra antropológica de Caro consistió muchas veces en estudios sobre la historia general de España.
Veo que he hecho un excursus, posiblemente injusto, por otra parte, con el libro de Pla –véanse sus apuntes agudísimos sobre la capacidad narrativa de Berceo o sobre la fuerza descriptiva de Quevedo, eso sin hablar de su vena humorística o su talento como escritor moral–. Lo que quise decir es que el problema territorial es una muestra más de la actualidad del nacionalismo también en España. Como se señala en un interesante ensayo recientemente publicado en The Economist, en su Christmas double issue, «Se mire donde se mire, el nacionalismo está en auge». De la consistencia ideológica de este movimiento general podemos tratar en otro momento. 
 

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