RESUMEN

En su obra sobre el nacionalismo, Elie Kedourie establecía una conexión entre la autonomía kantiana y la autodeterminación de las naciones. Kedourie no hacía de Kant un nacionalista, pero en su argumento el concepto de libertad del célebre filósofo ilustrado habría servido, colectivizado, como núcleo de la creencia en el principio de las nacionalidades. Isaiah Berlin señalaba también esta conexión y reforzaba el argumento al mencionar en su título a Kant como fuente insospechada del nacionalismo. Muchos años después, Ernest Gellner, en su libro también clásico sobre el nacionalismo, intervino en el debate para hacer una defensa apasionada de Kant. Para Gellner, Kedourie se había ocupado de buscar culpables intelectuales del nacionalismo y, al hacerlo, había abandonado el territorio de la ciencia para dar salida a su resentimiento conservador. Kant, nos decía, no es el padre del nacionalismo sino todo lo contrario: el defensor del progreso ilustrado y cosmopolita que constituye, precisamente, la negación del nacionalismo. En este artículo expondré los argumentos del debate para después volver sobre Kant y mostrar qué nos decía este sobre las naciones. Por último, dilucidaré si el nacionalismo y el cosmopolitismo constituyen ideologías antagónicas, o si más bien pueden ir de la mano.

Palabras clave: Nacionalismo; cosmopolitismo; ideología; principio de las nacionalidades; autodeterminación nacional; Kedourie; Berlin; Gellner; Kant; Meinecke.

ABSTRACT

In his classic work on nationalism, Elie Kedourie claims to have established a connection between the Kantian concept of autonomy and the ideology of national self-determination. For Kedourie, Kant was not a nationalist, but his understanding of freedom, when collectivized, became the core belief of the principle of nationalities. Isaiah Berlin also pointed to this connection and posed Kant as an unsuspecting source of nationalism. Many years later in another classic book on nationalism, Ernest Gellner made a passionate defense of Kant, countering what he termed the unjust and mischievous charges raised against him. To Gellner, Kedourie’s search for intellectual progenitors of nationalism was moved by conservative resentment. According to Gellner, Kant is not the father of nationalism. On the contrary, he should be considered the father of an enlightened cosmopolitanism. This paper first examines the terms of this debate, before going back to Kant to highlight exactly what he had to say about nations. The paper concludes by contrasting nationalism with cosmopolitanism, in order to argue that the two concepts were connected, but not opposed, ideologies in the time of Kant.

Keywords: Nationalism; cosmopolitanism; ideology; nationalities principle; national self-determination; Kedourie; Berlin; Gellner; Kant; Meinecke.

Cómo citar este artículo / Citation: Rivero, Á. (2017). Immanuel Kant y la polémica sobre el origen del nacionalismo. Revista de Estudios Políticos, 178, 71-‍103. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.178.03

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. Bibliografía

El nacionalismo ha sido objeto de estudio desde hace al menos ciento cincuenta años, cuando John Stuart Mill y lord Acton le dedicaron los primeros ensayos relevantes en la segunda mitad del siglo xix. Entonces era visto como una doctrina nueva a la que Mill atribuía un valor positivo para las sociedades democráticas, un principio de simpatía que propiciaba la participación política, y en la que Acton veía una nueva forma de despotismo que agostaría la libertad del individuo, pues ser libre era para él ser diferente y el nacionalismo hacía de la igualación en la voluntad general su idea central. Este carácter ambiguo del nacionalismo en relación a la libertad se mantiene hasta nuestros días, pero con un sesgo diferente. Si en el pasado el nacionalismo era visto como una ideología moderna, hoy muchos quieren ver en él una rémora, un atavismo, que será superado en un mundo posnacional o cosmopolita. Es decir, el nacionalismo ha pasado de ser progresista a recibir la calificación de reaccionario. Esta percepción muestra una encomiable voluntad de poner término a los males del nacionalismo, evidentes sobre todo en el siglo xx, pero desestima la modernidad del nacionalismo y, al hacerlo, se priva de conocer las razones de su pervivencia y de su extensión. Además, esta posición fundada en el antagonismo nacionalismo-cosmopolitismo, que ahora se nos ha hecho tan familiar, ha reescrito la historia de las ideas como si este par de doctrinas que se presentan como opuestas operaran en conflicto desde el nacimiento de la modernidad misma, lo que no es verdad y necesita ser matizado. Por ello creo que vale la pena volver a una polémica suscitada en la segunda posguerra europea, la de Kant y el origen del nacionalismo, porque a través de ella, de los argumentos de sus participantes, podemos ver cómo el nacionalismo forma parte del mismo corpus intelectual que alumbró el cosmopolitismo moderno. El que esta paradoja pueda rastrearse en la obra de Kant, el campeón de la Ilustración, muestra hasta qué punto dicho antagonismo es relativo.

Los participantes principales en dicha polémica fueron Elie Kedourie, un filósofo conservador, judío, nacido en Bagdad y que culpaba a los nacionalismos árabes propiciados por Gran Bretaña, con el propósito de quebrar el Imperio otomano, de la destrucción de un mundo donde la diferencia se integraba de forma natural. Kedourie era un seguidor de la visión de Acton: el Imperio era la forma política en la que la libertad individual quedaba mejor protegida. El otro actor principal de esta polémica fue Ernest Gellner, para quien el nacionalismo forma parte esencial de los procesos de modernización, pues estos procesos desencadenan un cambio cultural radical que moviliza resistencias, pero que finalmente conducen a la creación de sociedades donde el conflicto nacionalista desaparecerá. Es decir, el nacionalismo aparece en el proceso de cambio de las sociedades tradicionales a las sociedades modernas, el nacionalismo es por tanto un fenómeno propio de la modernización, pero el nacionalismo no es moderno como ideología, el nacionalismo es una ideología reaccionaria que, paradójicamente, empuja la modernización de las sociedades tradicionales queriendo conservarlas. Es por ello que Gellner, como veremos, reaccionó de forma virulenta frente a la argumentación de Kedourie de que Kant formaba parte de la historia del nacionalismo como ideología. Más adelante detallaré la posición de ambos. Ahora basta con señalar que, para Gellner, Kant no podía formar parte del mundo del nacionalismo porque era por encima de todo un cosmopolita ilustrado.

Elie Kedourie, en su obra Nationalism, entiende este fenómeno social y político emblemático de la modernidad como una ideología. Esto es, como un sistema de pensamiento abstracto que se ha construido a lo largo del tiempo y que, instalado en la conciencia de los hombres, se ha vuelto una creencia irreflexiva capaz de modelar la acción política. Esta ideología la encuentra sintetizada en el «principio de las nacionalidades» que sostendría que la humanidad está naturalmente dividida en naciones y que, en una correcta ordenación del mundo, a cada nación le habría de corresponder un Estado propio. La realización de este principio es lo que se denomina «autodeterminación nacional», esto es, el paso de una nación prepolítica «no libre», «heterónoma», a la constitución de una nación «plena», esto es, una nación libre, «autónoma», en la medida en que se convierte, al tener su propio Estado, en un sujeto político soberano.

En tanto que historiador de las ideas, Kedourie se aplicó en su obra referida a analizar la genealogía de esta «ideología» (aunque a veces la califica de doctrina, lo que puede crear confusión). Ha de puntualizarse que el término «ideología» tal como la utilizaba Kedourie no era una categoría meramente descriptiva, sino que venía envuelta en una consideración negativa. Frente a la política constitucional que establece como su fin la mediación del conflicto buscando la concordia a través del Estado de derecho, «ideología» hacía referencia al uso de un pensamiento abstracto al objeto de modelar con violencia las realidades sociales y políticas. Esto es, la ideología no está orientada a la búsqueda del concierto en una sociedad pluralista sino a la imposición de un borrador abstracto de lo que se presumía una sociedad justa. En suma, la ideología es violencia porque obliga a una sociedad, con fuerza, a encajar en un molde predeterminado.

Puesto que Kedourie escribía en un tiempo todavía cercano a los traumas producidos por el totalitarismo en la primera mitad del siglo xx, ideología se ligaba necesariamente a esa experiencia brutal. Esto es, en lo que contaba, se traslucía que las ideologías son destructivas de las sociedades libres, constitucionales, de democracia representativa, puesto que no aceptan la diversidad y la imperfección humana y quieren construir el paraíso arrasando hasta las cenizas la sociedad existente. Para Kedourie, desde un escepticismo pesimista en relación a la realidad humana, lo único que le quedaba por hacer al teórico frente a las ideologías era constatar cómo una idea alumbrada por un profesor, apropiada y modificada por otros, divulgada por los actores sociales y culturales, se podía convertir después de correr el tiempo y el mundo en un credo político, esto es, en algo que se da por descontado y que, por tanto, no conduce a la acción reflexiva sino a una pulsión irreflexiva y, por su misma naturaleza, destructiva. Puesto que en la ideología del nacionalismo la «autodeterminación nacional» está en el corazón mismo de su ideal de libertad colectivista, al reconstruir la genealogía de la misma, Kedourie no pudo sino constatar cómo la libertad del nacionalismo derivaba colectivizada de la libertad individual formulada por Immanuel Kant.

Kedourie se ocupa de ello en el capítulo segundo de su libro, titulado apropiadamente «Autodeterminación», y aunque exonera de la acusación de nacionalista a Kant, y también le excusa de las consecuencias para el mundo político de su definición de la libertad moral del individuo, trasluce en su argumento, sin embargo, un retrato del filósofo de Könisberg en el que algunas sombras eran expuestas con cierto detalle. Estas sombras tenían relación con la manera en la que el filósofo hace de la constitución de Repúblicas, esto es, de comunidades políticas no heterónomas, el prerrequisito de la paz internacional. Inspirado por el perfeccionismo que conmueve a los alemanes al contemplar la voluntad de instaurar un mundo nuevo por parte de los actores de la Revolución Francesa, Kant habría ampliado a la esfera de la política el imperativo de la emancipación humana. Sus discípulos meramente habrían dado conclusión a esta empresa, pues, asumiendo la libertad individual como autonomía, encontraban su desarrollo lógico en la apología de la libertad de los pueblos. Eso sí, como mostraré, en esta historia de la emancipación desarrollada por los discípulos de Kant, estos pueblos eran entendidos de manera esencialista como comunidades orgánicas, y no como la reunión de los ciudadanos de un país, que se desarrollaban de manera diversa en pos de la perfección humana. Como veremos, esta concepción esencialista de las naciones también encuentra asidero en la obra de Kant.

Isaiah Berlin, cultivador como Kedourie de la «Historia de las ideas», escribió una reseña del libro de este en el año mismo de su aparición, en la que señalaba: «Que el análisis de estas ideas y de sus consecuencias es ejemplar: claro, informado y justo» (Berlin, I. (1960). Review of Elie Kedourie. Nationalism, Oxford Magazine, 1.Berlin, 1960: 1). Sin embargo, la cortesía académica de la reseña ocultaba una consideración menos favorable de la obra. Como ha señalado con cierto sesgo Dubnov buceando en la correspondencia de Berlin, este envió una carta en octubre de 1960 al historiador Jacob L. Talmon en la que le contaba que durante sus deliciosas vacaciones en Portofino había tenido ocasión de leer el libro Nationalism de Kedourie, donde se realizaba un formidable ataque a esta ideología, centrándose en el concepto de autodeterminación nacional y de sus consecuencias para la paz, el orden en los Estados y la escena internacional. Talmon, por cierto, había escrito en 1952 que Rousseau, con su libertad colectivista, «la voluntad general», era el padre del nacionalismo y en último término del totalitarismo (Talmon, J. L. (1952). The origins of totalitarian democracy. London: Secker and Warburg.Talmon, 1952).

El libro, le señalaba a su corresponsal:

Es bastante conmovedor: [Kedourie] es, como sabes, un judío de clase alta de Bagdad, que perdió su posición, sus bienes, etc., a resultas de la persecución inducida, en buena medida, por el sionismo. En consecuencia […] cree que el nacionalismo es la raíz de todos los males. […] ¡Pobre Kedourie!, le tengo cariño por los enemigos que se crea. Su vida y su sorprendente y unilateral panopticismo constituyen una prueba concreta de la tesis que sostiene que los intereses que se presentan como ideales y concepciones, están directamente afectados por la experiencia personal. […] Es un libro vigoroso, ingenuo y sincero. Muy desatinado pero prometedor frente a los que piensan que las ideas se pueden estudiar en el vacío (Berlin citado por Dubnov, A. D. (2010). Anti-cosmopolitan Liberalism: Isaiah Berlin, Jacob Talmon and the Dilemma of National Identity. Nations and Nationalism, 16 (4), 2010, 559-‍578. Disponible en: https://doi.org/10.1111/j.1469-8129.2010.00463.x.Dubnov, 2010: 560).

Resulta interesante que Berlin hable del sionismo, que Kedourie no menciona en su libro, y que lo vincule a la farhud, el progromo que en 1941 significó el principio del fin de la judería de Bagdad, cuando la motivación de esta carnicería la encuentra Kedurie en la contingencia y en el nacionalismo árabe promovido por Gran Bretaña (sobre este particular véase Rivero, Á. (2015). La actualidad de Nacionalismo de Elie Kedourie. Cuadernos de Pensamiento Político, 46.Rivero, 2015). Ciertamente, Kedourie se ocupó de la farhud –de hecho, su testimonio es uno de los más valiosos sobre esta masacre–, pero el tema apenas aparece mencionado en su obra Nationalism. Pero mucho más llamativo es que el mismo Berlin pronunciara en 1972 una conferencia, en Nueva Delhi, bajo el título «Kant as an Unfamiliar Source of Nationalism», que el infatigable Henry Hardy rescató de los cajones de su maestro y que publicó en 1998 en la obra The Sense of Reality. Studies in Ideas and their History. Berlin, hay que recordarlo, había fallecido en 1997.

La conferencia convertida en artículo principia por señalar que: «A primera vista nada puede parecer más dispar que la idea de nacionalidad y el internacionalismo sano, racional, liberal del gran filósofo de Könisberg» (Berlin, I. (1998) [1972]. Kant as An Unfamiliar Source of Nationalism. En The Sense of Reality. Studies in Ideas and their History. London: Chatto and Windus.Berlin, 1998: 232), y estas palabras van seguidas de una comparación en blanco y negro de lo que significa la Ilustración y lo que es el nacionalismo como patología romántica, utilizando para ello las figuras contrapuestas de Kant y de su discípulo también prusiano Johann Gottfried Herder: «El padre del nacionalismo cultural (y en último término el padre de todo nacionalismo) en Europa» (Berlin, I. (1998) [1972]. Kant as An Unfamiliar Source of Nationalism. En The Sense of Reality. Studies in Ideas and their History. London: Chatto and Windus.Berlin, 1998: 233). Más adelante volveré sobre la cuestión de si verdaderamente hay una oposición entre cosmopolitismo y nacionalismo, entre Kant y Herder.

Sin embargo, inmediatamente después, Berlin se apropia del argumento de Kedourie (digo se apropia porque Kedourie no es mencionado en ningún momento, y ya hemos visto que el libro no le era desconocido a Berlin): para Kant, el núcleo de la libertad moral es el autogobierno, la autonomía, y la mayor forma de despotismo es la heteronomía. Haciéndose eco del ensayo de Kant «¿Qué es la Ilustración?», nos recuerda que para este filósofo un gobierno paternalista, basado en la benevolencia de un gobernante que trata a sus súbditos como hijos dependientes, es la peor forma de despotismo imaginable. Berlin enfatiza mucho que la libertad es para Kant el rasgo esencial del hombre y que los seres que han recibido este don de la libertad no pueden conformarse con el disfrute del bienestar que les otorgan otros (Berlin, I. (1998) [1972]. Kant as An Unfamiliar Source of Nationalism. En The Sense of Reality. Studies in Ideas and their History. London: Chatto and Windus.Berlin, 1998: 238). Para Berlin, está pulsión libertaria de Kant no tiene una manifestación romántica, es decir, no tiene una dimensión de voluntad colectiva, sino que viene alimentada de una pulsión interior de tipo religioso: su pietismo luterano, el ambiente de su infancia familiar, anti ilustrado pero, al mismo tiempo, fieramente defensor de la independencia, de la autonomía y de la autodeterminación.

Sin embargo, para Berlin, Kant está a dos pasos de transitar desde su «impecable racionalismo ilustrado» a ocupar la posición del nacionalismo romántico: primero por su afirmación de que los valores universales no son válidos porque los hayamos descubierto sino que son válidos «porque son míos, porque expresan mi naturaleza interior». En segundo lugar, por la transformación del sujeto individual en un sujeto colectivo convertido en fin en sí mismo. Este paso, nos dice, lo dieron sus discípulos «románticos» Herder y Fichte. Para Berlin:

El nacionalismo es […] el sentimiento –la conciencia– de nacionalidad en un estado patológico de inflamación: el resultado de los daños infringidos por alguien o por algo en los sentimientos naturales de una sociedad, o por las barreras artificiales puestas a su desarrollo normal. Esto conduce a una transformación de la noción de autonomía moral individual en autonomía moral de la nación, de la voluntad individual en la voluntad nacional, a la cual los individuos deben someterse, con la cual han de identificarse y de la que deben ser agentes activos, entusiastas y obedientes (Berlin, I. (1998) [1972]. Kant as An Unfamiliar Source of Nationalism. En The Sense of Reality. Studies in Ideas and their History. London: Chatto and Windus.Berlin, 1998: 247).

Berlin concluye con una nota metodológica que entronca con lo que luego diré en relación a Gellner:

No digo que sean solo las ideas y las teorías las que han producido todo esto [el nacionalismo como movimiento político]: las ideas no nacen únicamente de las ideas; no hay partenogénesis en la historia del pensamiento, […] Pero tampoco ha de menospreciarse el papel de las ideas […]: las ideas que lanzó Kant a las aparentemente tranquilas aguas de la teoría moral, mezcladas con las doctrinas explosivas de Herder y Rousseau, formaron una masa crítica que, a su debido tiempo, produjo terribles explosiones. Sin embargo, nada, debo repetirlo, estaba más lejos del pensamiento de ese internacionalista amante de la paz, de ese pensador racional e ilustrado, al que preocupaban profundamente los derechos individuales y la libertad (Berlin, I. (1998) [1972]. Kant as An Unfamiliar Source of Nationalism. En The Sense of Reality. Studies in Ideas and their History. London: Chatto and Windus.Berlin, 1998: 247-‍248).

En suma, para Berlin la responsabilidad de Kant se reduce a no haber podido atajar a sus discípulos exaltados: unos prusianos que, ofendidos por la soberbia intelectual y militar francesa, habrían tomado las ideas del maestro para forjar una mezcla en la que el colectivismo de la libertad roussoniana se acomodaba a la concepción orgánica de la nación desarrollada por la mentalidad romántica y su visión de las naciones. Eso sí, Berlin no deja de reiterar que Kant era un cosmopolita preocupado por «los derechos individuales y la libertad». Sin embargo, esta enfática exoneración de Kant realizada por Berlin debe matizarse con la posición sostenida de forma perseverante por él mismo de que los males del totalitarismo encuentran sus raíces en la Ilustración, en particular en su idea de que hay una única forma de vida correcta para los hombres que ha de realizarse (Caute, D. (2015). Isaac & Isaiah. The Covert Punishment of a Cold War Heretic. New Haven: Yale University Press.Caute, 2015: 203).

El libro de Kedourie tiene la particularidad de haberse convertido en un clásico del estudio del nacionalismo y, reconocido o no, ha ejercido una enorme influencia. Pero esta aparición de Kant en el cuadro de los pensadores que sembraron las ideas sobre las que se sustentaría el nacionalismo como ideología no pasó desapercibida y suscitó, y sigue suscitando, airadas respuestas. La más conocida de ellas es la de Ernest Gellner, quien en su libro de 1983 Nations and Nationalism se emplea a fondo contra la posición de Kedourie en relación a Kant. Pero una respuesta igualmente contundente puede verse en el artículo de Fernando H. Llano Alonso (Llano Alonso, F. H. (2004). ¿Fue Kant un verdadero profeta del nacionalismo? Crítica a las lecturas pronacionalistas de Kedourie y Berlin. Anuario de Filosofía del Derecho, 21, 39-‍64.2004). Veamos primero la objeción de Gellner y después la de Llano Alonso.

Ernest Gellner dedica el capítulo noveno de su libro, titulado «Nationalism and Ideology» (Nacionalismo e ideología), a realizar una crítica severa a la metodología de la «Historia de las ideas» empleada por Kedourie; en él también se condena con acritud, en la sección «Who is for Nuremberg?», el que se haga participar centralmente a Kant en el universo de ideas que forjaron el nacionalismo. Por cierto, cargando bastante las tintas, esto es, interpretando con cierta libertad el texto de 1960. De modo que en un libro donde expresamente se deja de lado la «Historia de las ideas» por su falta de valor heurístico, Gellner convierte a Kedourie en un fiscal que acusa a Kant, al tiempo que se otorga a sí mismo el papel de defensor del filósofo de Könisberg frente a la injusta imputación de «padre» del nacionalismo. No deja de haber cierta paradoja en que para Gellner las ideas del nacionalismo carezcan de interés y, sin embargo, sea tan sensible a la fama de Kant.

La cuestión metodológica resulta interesante y relevante en relación a Kant porque para Gellner aquello que nos permitirá la comprensión del nacionalismo no radica en el estudio de su credo, en el análisis del conjunto de ideas convertidas en dogmas que se sintetizan en el principio de las nacionalidades. Además, para que no queden dudas sobre su discrepancia metodológica con Kedourie, enfatiza que tampoco se explica el nacionalismo atendiendo a la génesis y difusión de ese credo, sino estudiando las condiciones sociales en las que el credo arraiga: «Una característica sobresaliente de nuestro estudio sobre el nacionalismo ha sido la falta de interés por la historia de las ideas nacionalistas y por las contribuciones y matices de pensadores nacionalistas individuales» (Gellner, E. (1983). Nations and Nationalism. Oxford: Blackwell.Gellner, 1983: 123).

Como ya he apuntado, Kedourie no dice que Kant sea un pensador nacionalista, pero ahora lo importante es señalar el papel que Gellner concede a las ideas en los procesos sociales. Así, nos señala que él no niega que las ideas tengan alguna importancia en estos procesos y que «sistemas de creencias» como el marxismo o el cristianismo han determinado el curso de sociedades hasta el punto de que sus ideas han de estudiarse para entender estos fenómenos. Pero, inmediatamente después, aclara que este no es el caso del nacionalismo. El nacionalismo no es un «sistema» como los pensamientos o doctrinas anteriores, sino algo más bien prosaico. No solo se trata de que sus ideas tengan poca altura intelectual, sino de que en verdad no hay ningún gran pensador nacionalista de relieve y, en su mediocridad, unos pueden sustituirse por otros sin que esto entrañe diferencia alguna.

En suma, para Gellner no hay un padre del nacionalismo que haya construido un gran sistema al que dé su nombre como Cristo o Marx, sino más bien una colección de seres mediocres que, además, han dado lugar a una pobre ideología, cuyo rasgo más señalado es «la falsa conciencia»:

Sus mitos invierten la realidad: pretende defender la cultura popular cuando en realidad está forjando una cultura normalizada; pretende proteger la sociedad tradicional cuando en realidad está ayudando en la construcción de una sociedad anónima de masas, […] de modo que, hablando en general, poco podemos aprender del nacionalismo estudiando a sus profetas (Gellner, E. (1983). Nations and Nationalism. Oxford: Blackwell.Gellner, 1983: 124-‍125).

Para Gellner, el nacionalismo es un credo retrógrado que impulsa la destrucción de lo que dice defender, por lo que concluye que nada se puede aprender de unas ideas que acompañan los procesos de modernización desde la nostalgia de lo que se está destruyendo. Puesto que de los «profetas del nacionalismo» nada nos cabe aprender, se pregunta Gellner si aprenderíamos algo más estudiando a sus enemigos. Su respuesta es que poco más. Pero lo que sería desastroso, nos dice, «es seguir ciegamente a un enemigo declarado del nacionalismo como Elie Kedourie y considerar al nacionalismo como algo contingente, como una aberración que se podía haber evitado, difundida accidentalmente por unos pensadores europeos» (Gellner, E. (1983). Nations and Nationalism. Oxford: Blackwell.Gellner, 1983: 125). Es decir, el nacionalismo es, a lo sumo, una doctrina mediocre, sin padre conocido; y la fuerza del nacionalismo no radica en sus ideas, ni es algo que hubiera podido no existir si estas ideas no hubieran sido plantadas en la conciencia de los hombres. Para Gellner, «el nacionalismo –el principio de que el fundamento de la vida política son unidades culturales homogéneas; de que ha de haber una unidad cultural de gobernantes y gobernados– no está desde luego en la naturaleza de las cosas, ni en el corazón de los hombres, ni en las precondiciones, en general, de la vida social» (ibid. ). El que haya gente que piense que todo esto está en la naturaleza de las cosas, que es evidente, es una falsedad propagada por la doctrina nacionalista, pero no explica su éxito. Por el contrario, para Gellner, el nacionalismo como realidad social, no como doctrina promovida por las nacionalistas, «es la manifestación de un fenómeno inherente a un conjunto determinado de condiciones sociales, y esas condiciones, esto es lo que acontece, son las condiciones de nuestro tiempo. Negar esto es un error tan grande, al menos, como aceptar el nacionalismo en sus términos» (ibid. ). Es decir, que Gellner no concede nada a los nacionalistas, ni tiene valor su doctrina ni su éxito les corresponde. La clave de la difusión del nacionalismo radica en las peculiaridades de la modernización de las sociedades.

De modo que para Gellner resulta poco menos que estrafalario sostener que el nacionalismo, que es un fuego que surge en tantos focos simultáneos, pueda haber llegado a formar un incendio tan gigantesco con tan poco oxígeno, esto es, con el pobre combustible de las obtusas lucubraciones de unos filósofos, «para bien o para mal, nuestras ideas no tienen tanto poder» (ibid. ).

Así pues, recapitulando, para Gellner el estudio del nacionalismo no puede abordarse desde la «Historia de las ideas», sino mediante el estudio de las sociedades en las que este fenómeno prospera. Esto no quiere decir que las ideas sean irrelevantes en los procesos sociales, como, nos dice, muestran el cristianismo y el marxismo, sino que las ideas del nacionalismo son de una pobreza y falsedad extraordinarias y no explican nada. Así pues, tras esta reivindicación de la pertinencia de la sociología en el estudio del nacionalismo, y de la irrelevancia de la «Historia de las ideas», Gellner emprende la segunda tarea que se había encomendado al criticar a Kedourie: salvar a Kant de una imputación falsa.

Para Gellner, haber situado a Kant en la historia intelectual del nacionalismo es algo que «produce perplejidad» y que resulta «injusto». Es cierto que para Kant la autodeterminación es un concepto central en la validación de nuestro conocimiento moral puesto que es en el fundamento interno, frente a la heteronomía de la autoridad externa, donde encuentra su fuente legítima la obligación. Pero en Kant no hay atisbo alguno del «culturalismo particularista» del nacionalismo, más bien al contrario, Kant es un modelo del ilustrado cosmopolita al que, justamente, odian y desprecian los nacionalistas «románticos». ¿Qué relación hay, pues, entre la autodeterminación moral del individuo y la autodeterminación de las naciones? Según Gellner, más allá de la homonimia, ninguna. Entonces, ¿por qué esa crítica a Kant? Porque Kant «era un racionalista en el sentido peyorativo del término acuñado por el profesor Michael Oakeshott», esto es, porque despreciaba la tradición y la convención como fundamento del mundo político. Es decir, que el conservadurismo de Oakeshott, nos insinúa Gellner, encontraría una vía de manifestación en la crítica de Kedourie. Su filosofía conservadora le habría predispuesto contra el filósofo ilustrado. O, al menos, esto parece sugerir. Cierto es que la relación entre Michael Oakeshott y Kedourie fue muy estrecha: el primero acogió académicamente al segundo en la London School of Economics and Political Science (LSE) cuando se bloqueó la lectura de su tesis en Oxford, debido a su crítica al patrocinio del nacionalismo árabe desplegado por Gran Bretaña en Oriente Próximo, y desde luego ambos forman parte de la estirpe iniciada por lord Acton que percibe el nacionalismo no como una manifestación de tradicionalismo o reaccionarismo, sino como una ideología moderna, que comparte la fe progresista en lo nuevo y en la perfectibilidad humana con el socialismo, pero de esto me ocuparé más adelante. Gellner se limita a mencionar la conexión entre ambos y no va tan lejos. En cualquier caso, la visión crítica de Gellner puede contrastarse con la de Bernard Crick, un laborista militante, quien en su celebérrimo libro A Defence of Politics, califica a Kedourie de «sabio contemporáneo» y a su libro Nationalism de excelente y, coherente consigo mismo, lo sigue paso a paso en su contrastación del nacionalismo con la política constitucional que defiende. Para Crick, el pesimismo y la misantropía de Kedourie no empañan su argumento pues son obiter dictum (Crick, B. (1982). In Defence of Politics. London: Penguin.Crick, 1982: 75, n. 1).

Pero volviendo a Gellner, que Kedourie haya puesto a Kant en la senda del nacionalismo no solo lo considera mala fe sino que es un error intolerable, «si es que hay una conexión entre Kant y el nacionalismo, esta sería que el nacionalismo es una reacción frente a él y no su vástago» (Gellner, E. (1983). Nations and Nationalism. Oxford: Blackwell.Gellner, 1983: 134). Es decir, que Kant sería sobre todo un cosmopolita, un ilustrado, el reverso, al parecer, del nacionalismo, y que su imputación injusta es como llevar a un héroe de la resistencia a Núremberg, al tribunal que juzgó los crímenes del nazismo. Obsérvese que Gellner nos había señalado que la falsa conciencia del nacionalismo consiste en que, bajo el argumento de defender una sociedad tradicional, acompaña un proceso de modernización que transforma las sociedades. Es decir, que el mismo Gellner nos hace ver como posible un nacionalismo que conjuga progreso y diferenciación nacional; al tiempo que nos niega que la Ilustración y el nacionalismo puedan ir de la mano. Más adelante volveré sobre este punto.

En 1984, Kedourie, añadió un postfacio a su libro en el que respondía a las acusaciones de Gellner en sus dos vertientes: la cuestión de lo apropiado o no de la «Historia de las ideas» para dar cuenta del nacionalismo; y la culpa o no de Kant en relación al nacionalismo. Para ello reiteraba, de forma resumida y clara, el propósito de su obra de más de veinte años antes. Este era doble. Por una parte quería mostrar la génesis histórica del nacionalismo como «doctrina» y, por otra, quería mostrar el contexto de su aparición y las consecuencias de su aplicación. Al entender el nacionalismo como «doctrina» (lo que antes he denominado ideología), Kedourie quería señalar que el nacionalismo no es algo intemporal presente siempre y en todas partes. Tampoco es el reflejo de unas condiciones sociales. El nacionalismo ni forma parte de la naturaleza humana ni es el producto de las circunstancias: el nacionalismo es una «doctrina, esto es, un complejo de ideas interrelacionadas acerca del hombre, la sociedad y la política» (Kedourie, E. (1994) [1960]. Nationalism. Oxford: Blackwell.Kedourie, 1994: 136). Bajo este punto de vista, la «Historia de las ideas» es crucial para entender el nacionalismo porque las ideas en la vida de los hombres cambian y mutan de forma imprevisible y, al hacerlo, afectan de forma inesperada a la vida de los humanos. Concede Kedourie que se ve impelido por las críticas (en particular por las de Gellner) a hacer estas precisiones puesto que muchos se han sentido sorprendidos y escandalizados de que Kant figure «en el pedigrí del nacionalismo». Se ha enfatizado que Kant no era un nacionalista, y Kedourie dice que, en efecto, no lo era, y que el libro no lo dice. Lo que sostiene su obra es que «la idea de autodeterminación, que es el núcleo de la teoría moral de Kant, se convirtió en la idea dominante en el discurso moral y político de sus sucesores, en particular de Fichte. En manos de Fichte, […] la completa autodeterminación del individuo precisa de la autodeterminación nacional» (ibid.:137). Por supuesto, Kedourie exculpa a Kant de lo que hicieran sus discípulos, y rechaza que a los estudiosos les corresponda absolver o condenar. Observa asimismo que: «Los admiradores de Kant lo consideran una especie de santo laico, parangón de racionalidad y liberalismo. De ahí que conectarlo con el nacionalismo despierte en ellos estupor, deprecación, desaprobación y hasta indignación» (ibid.: 137-‍138), pero lo cierto es –reitera– que la conexión existe en el terreno de las ideas.

La crítica de Llano Alonso a la posición de Kedourie no resulta menos interesante y tiene el aliciente añadido que va unida a una refutación del artículo antes comentado de Berlin. Para este autor, pocos pensadores han sido «tan tergiversados como Immanuel Kant», y esto lo han hecho muchas veces escritores huérfanos de atención que buscaban en el sensacionalismo y en la falsificación una retribución y una fama. Estas impugnaciones no merecen ser contestadas, pero cuando quienes formulan las acusaciones son «investigadores de mayor prestigio, como Elie Kedourie o Isaiah Berlin», parece necesario hacerlo. Llano Alonso se ocupa primero de la posición de Kedourie respecto a Kant y el nacionalismo; después hace lo propio con Berlin; y, por último, ofrece una refutación conjunta a las dos posiciones.

Cabe empezar por hacer alguna objeción a los conceptos manejados por Llano Alonso. En primer lugar, la pregunta que estructura su artículo es si Kant fue un verdadero profeta del nacionalismo. Puesto que un profeta es quien predice acontecimientos futuros y dado que Kant no se ocupa del nacionalismo en su obra ni hace predicción alguna sobre él, de hecho el concepto no existía y por tanto no podía usarlo salvo invención suya, la cuestión de si Kant fue un verdadero profeta o un falso profeta del nacionalismo parece fuera de lugar; Kant sencillamente no fue un profeta del nacionalismo y nadie, hasta donde se me alcanza, ha dicho tal cosa. Ni Kedourie ni Berlin dicen que lo fuera. La cuestión de los profetas la introduce Gellner al criticar a Kedourie pues hace de Cristo y de Marx los profetas de las ideologías o religiones que llevan sus nombres respectivos, pero el mismo Gellner nos hace ver que el nacionalismo no tiene profetas merecedores de tal título. En suma, y esto es lo importante, ni Kedourie ni Berlin hacen de Kant un profeta del nacionalismo ni abordan el tema en sus obras. En segundo lugar, en el subtítulo se señala que el objeto del artículo es una crítica de las lecturas «pronacionalistas» de Kedourie y de Berlin. No queda claro si el pronacionalismo corresponde a Kedourie y a Berlin, o a Kant en la lectura de ambos. Ni Kedourie ni Berlin son defensores del nacionalismo (a pesar de que respecto al segundo se ha hablado de su apoyo a un «nacionalismo liberal» y de su sionismo, tema del que ahora no puedo ocuparme pero que, en cualquier caso, quien defendiera un Berlin nacionalista debería explicar cómo se compadece tal afirmación con sus claras, explícitas y rotundas condenas del nacionalismo en distintos artículos; por el contrario, no contamos con ningún texto de Berlin dedicado a la defensa del nacionalismo), y en cuanto a Kant, ni Kedourie ni Berlin le consideran defensor del nacionalismo, sino un eslabón necesario en la formulación de su credo. Hay otras dificultades conceptuales, como, por ejemplo, cuando a veces habla «del presunto protonacionalismo de Kant», un concepto de Eric Hobsbawm que no emplea ninguno de los dos autores criticados; o, para abundar más en la confusión, cuando más adelante añade un tercer concepto, después de revisar las obras de Kedourie y de Berlin, el de «prenacionalismo», lo que sin duda deja muy rebajada la acusación sobre Kant. Esto es, casi a la mitad del artículo se empieza a decir que Kant no habría sido acusado de nacionalismo por Kedourie y Berlin, sino de prenacionalismo, lo que parece algo inespecífico (Llano Alonso, F. H. (2004). ¿Fue Kant un verdadero profeta del nacionalismo? Crítica a las lecturas pronacionalistas de Kedourie y Berlin. Anuario de Filosofía del Derecho, 21, 39-‍64.Llano Alonso, 2004: 49).

Pero más interesante que estos detalles me parece la tensión que se manifiesta en el propio texto. Para el autor, si Kant es un ilustrado, no puede ser un romántico; los defensores contemporáneos de la autodeterminación nacional, como Walzer o McCormick, hacen una «pirueta imposible» al establecer su filiación kantiana; Kedourie exculpa a Kant de su responsabilidad directa en la extensión del nacionalismo, pero, al mismo tiempo, habría hecho de él un Nostradamus; Berlin reitera hasta el agotamiento el carácter ilustrado y cosmopolita de Kant pero, debido a «la visión determinista que este autor tiene tanto de la historia de las ideas como de la autonomía de las mismas» (Llano Alonso, F. H. (2004). ¿Fue Kant un verdadero profeta del nacionalismo? Crítica a las lecturas pronacionalistas de Kedourie y Berlin. Anuario de Filosofía del Derecho, 21, 39-‍64.Llano Alonso, 2004: 47), estas pueden independizarse del creador de las mismas, tal como ocurrió con la criatura del doctor Frankenstein, y alcanzar vida propia. Más adelante nuestro autor alabará el carácter prometeico de Kant. Es decir, Llano Alonso intenta encuadrar su crítica a Kedourie y Berlin en un esquema maniqueo ilustración/romanticismo, cosmopolitismo/nacionalismo, que sencillamente resulta imposible de aplicar sin violencia sobre los textos y sus autores.

En su refutación general, Llano Alonso reitera la objeción metodológica de Gellner sobre la «Historia de las ideas»; apunta, en el espíritu de Javier Muguerza, a que no puede haber autodeterminación colectiva sin autodeterminación individual, lo cual es una valiosa posición moral, pero me parece que no aborda la cuestión del credo nacionalista; y, por último, abunda con cierto detalle en la razón de su crítica a Kedourie y Berlin:

La vinculación que Kedourie y Berlin quieren establecer entre el humanismo cosmopolita de Kant y la interpretación romántica del hombre disuelto en el magma de la comunidad nacional, no solo carece de justificación, sino que además constituye una lectura forzada de su obra. […] Kant como miembro de pleno derecho de la rama prometeica del pensamiento europeo, que tuvo su apogeo en la Ilustración y que se caracterizó, sobre todo, por despreciar cualquier expresión particularista cultural o política. Como cosmopolita, Kant estaba preocupado ante todo por la promoción de un orden universal de libertad basado en el Derecho (Llano Alonso, F. H. (2004). ¿Fue Kant un verdadero profeta del nacionalismo? Crítica a las lecturas pronacionalistas de Kedourie y Berlin. Anuario de Filosofía del Derecho, 21, 39-‍64.Llano Alonso, 2004: 59).

Llano Alonso pone tanta pasión en la defensa de Kant el ilustrado perfecto que acaba por alejarse mucho de los textos que comenta. Así, termina por acusar de nacionalismo a Kedourie y a Berlin, lo que es hasta cierto punto insólito; les imputa tomarse poco en serio el estudio del nacionalismo, lo que evidentemente es injusto en ambos casos (ambas acusaciones en Llano Alonso, F. H. (2004). ¿Fue Kant un verdadero profeta del nacionalismo? Crítica a las lecturas pronacionalistas de Kedourie y Berlin. Anuario de Filosofía del Derecho, 21, 39-‍64.Llano Alonso, 2004: 60); y lo que me parece si cabe aún más grave, les acusa de sostener que «Kant profesaba inconscientemente un nacionalismo de innegable base etnocultural» (ibid.: 61), lo que no se compadece con ninguno de los textos referidos ni con el resto de obras de estos autores. Esta acusación de vinculación de Kant «con el nacionalismo etnocultural, organicista y tribal» se explicaría, para Llano Alonso, por el hecho de ser Kant «un autor de cultura germana», lo que haría al parecer fácil levantar el dedo acusador. Es decir, que Kant, habría sido hecho culpable de nacionalismo por Kedourie y Berlin por el hecho de ser prusiano de identidad alemana, aunque, eso sí, matiza que esta imputación es la de «precursor paradójico e involuntario» (ibid.: 62). Llano Alonso concluye su artículo lamentando que los autores que critica no hubieran aprovechado la «tergiversación sufrida por Kant a manos de sus discípulos» para reivindicar «la modernidad del liberalismo kantiano y el valor que tienen hoy sus enseñanzas éticas, jurídicas y políticas como claves para poder escrutar con seguridad los entresijos de las sociedades democráticas contemporáneas». Desafortunadamente, nos dice, han desaprovechado la ocasión como muestra «la grave confusión del humanismo cosmopolita kantiano con el nacionalismo etnocultural en la que incurren Kedourie, Berlin y muchos de los que posteriormente han seguido sus tesis» (ibid.: 64).

Creo que la conclusión de la crítica de Llano Alonso es que Kant sí era un profeta, pero no del nacionalismo sino de la utopía liberal moderna; que su cosmopolitismo es necesariamente incompatible con cualquier tipo de identidad particularista; que la tergiversación de la obra de Kant no es únicamente la ejecutada por Kedourie y Berlin, sino la de sus discípulos directos. Por tanto, se podría responder a Llano Alonso que Kant sí forma parte de la historia del nacionalismo debido, como él mismo señala, a la tergiversación de su pensamiento por sus discípulos. Por cierto, es justamente esto lo que dicen Kedourie y Berlin, aunque sin emplear la palabra tergiversación. En cualquier caso, lo que me parece más importante es señalar cómo en este autor el cosmopolitismo kantiano se entiende como una negación radical de todo particularismo político o cultural. Más adelante volveré sobre este tema en referencia directa a Kant.

A modo de sumario de lo visto hasta ahora vale la pena reiterar que Kedourie identifica el nacionalismo con una ideología, aparecida a comienzos del siglo xix en Europa, que sostiene la división natural de la humanidad en naciones; que a cada nación le corresponde un Estado congruente, con sus límites poblacionales y territoriales; que el único gobierno legítimo es el de los nacionales sobre sus conacionales; y, por último, que una vez realizado el principio de las nacionalidades, esto es, que cada nación tenga un Estado de forma que se realice la autodeterminación nacional, entonces sobrevendrá la paz perpetua. Kedourie dice que la ideología es por tanto relativamente reciente y, en relación a sus promesas y su cumplimiento, completamente falsa, a la vista de los hechos.

Puesto que el núcleo de la ideología del nacionalismo es la autodeterminación nacional, Kedourie introduce a Kant en la historia del nacionalismo; Isaiah Berlin hace lo propio, sin señalar su deuda con Kedourie, y añade la raíz luterana pietista de la autodeterminación moral kantiana como principio del nacionalismo; Gellner, por su parte, rechaza la utilidad de la «Historia de las ideas» para el estudio del nacionalismo y, de forma vehemente, defiende a Kant como ilustrado internacionalista frente a la violencia regresiva del nacionalismo. Siguiendo su estela, Llano Alonso afirma lo mismo. Tanto Kedourie como Berlin apuntan a los discípulos de Kant como aquellos que dieron el paso de la autodeterminación individual a la autodeterminación colectiva como fundamento de la comprensión nacionalista de la libertad. Gellner, por el contrario, recusa de forma absoluta vincular a Kant con nada que tenga que ver con el nacionalismo. Llano Alonso acaba por conceder la responsabilidad de los discípulos. Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre las posiciones de Kedourie y Berlin. Para el primero, el nacionalismo forma parte «del nuevo estilo de política» de la modernidad desencadenada por la Revolución Francesa. Ese nuevo estilo es la política ideológica, «el racionalismo en política» en palabras de Michael Oakeshott, que entiende la política no como un instrumento de mediación del conflicto, sino como un proyecto de realización de una sociedad perfecta. Para Kedourie el nacionalismo es parte esencial de la política moderna. Para Berlin, por el contrario, Kant encarna de forma positiva la promesa ilustrada de una humanidad mejor y el nacionalismo es un atavismo, una inflamación, que se manifiesta como resistencia a los excesos de la Ilustración, pero que se compadece mal con la Ilustración misma. Es decir, en este punto, Berlin estaría más cerca de Gellner que de Kedourie. Llano Alonso pone en entredicho la veracidad del reconocimiento que hace Berlin de Kant como ilustrado y le acusa de vincularlo en último término al nacionalismo etnocultural.

Por tanto, la cuestión que se hace esencial es saber si el cosmopolitismo y el nacionalismo forman parte de una misma lógica (como implícitamente aparece en Kedourie) o si, por el contrario, son principios antagónicos, como señalan Berlin, Gellner y Llano Alonso. Ciertamente, sobre esta cuestión se ha escrito mucho, pero no tanto como para haber disipado el lugar común de un antagonismo esencial entre cosmopolitismo y nacionalismo. El cosmopolitismo sería la doctrina que sostiene que los hombres son «ciudadanos del mundo» por encima de todo vínculo particular, y que esto les obliga moralmente a la humanidad, con independencia de la pertenencia nacional. El nacionalismo, lo hemos visto, sostiene que la división «natural» de la humanidad en naciones debe venir acompañada de la división política de la humanidad en Estados (congruente con la división natural), y que el gobierno «nacional» es el único legítimo.

En principio, la identificación moral con la humanidad no es incompatible con la afirmación de su división natural y política, pero se ha establecido el lugar común de que cosmopolitismo y nacionalismo ejemplifican principios antagónicos. Para hacer valer un argumento convincente que quiebre esta presunción resulta esencial el libro de Friedrich Meinecke de 1907 El cosmopolitismo y el Estado nacional (Weltbürgertum und Nationalstaat), donde se explica que el cosmopolitismo fue el instrumento que permitió el desarrollo político de la nación alemana. Dicho de forma sencilla y contundente, lo que Meinecke busca probar en su libro es que el nacionalismo alemán fue siempre y en todas sus variantes cosmopolita. El argumento puede parecer contraintuitivo pero es justamente esta cuestión la que se aborda con detalle a través del análisis del pensamiento de las luminarias ilustradas y románticas alemanas (Humboldt, Schlegel, Fichte, etc.). Es interesante ver cómo lo que era presentado por Meinecke como algo natural en la primera década del siglo xx en Alemania, se recibe con perplejidad en otros tiempos y otros contextos.

En este sentido, por ejemplo, Felix Gilbert, al prologar la traducción americana en 1970 señala:

Que la idea central del libro es mostrar que cuando surgieron las ideas de nacionalidad y de nacionalismo en Alemania, lo hicieron inmersas en una concepción universalista; y resulta chocante descubrir que Meinecke considera el desarrollo del universalismo y del cosmopolitismo hacia el nacionalismo como un progreso claro e incuestionable. El proceso que describe y que comenta con aprobación es el de la gradual renuncia a todos los compromisos con valores cosmopolitas hasta que, al final, el Estado nacional soberano es reconocido como el valor supremo y el fin último de la historia. […] Esta glorificación del nacionalismo y del Estado nacional –que nos puede parecer peligrosa y hasta repulsiva– concordaba con el clima político anterior a la Primera Guerra Mundial (Gilbert en Meinecke, F. (1970). Cosmopolitanism and the National State. Trans. Robert B. Kimer. Princeton: Princeton University Press.Meinecke, 1970: IX).

Pero la lectura de Gilbert es errada y participa del lugar común creado en la posguerra europea de que el cosmopolitismo es un antídoto contra el nacionalismo (sobre este punto, Rodríguez Aramayo, R., Muguerza, J. y Roldán, C. (eds.) (1996). La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración. A propósito del bicentenario de Hacia la paz perpetua de Kant. Madrid: Tecnos.Rodríguez Aramayo et al., 1996: 9). Meinecke en parte alguna afirma que el desarrollo del nacionalismo alemán se realiza a expensas de su cosmopolitismo originario. Todo lo contrario, para Meinecke, el desarrollo de la idea nacional alemana y el cosmopolitismo van de la mano porque el progreso de la humanidad se ejecuta a través del desarrollo del individualismo que cristaliza en el surgimiento de las grandes naciones.

De modo que en Meinecke, el nacionalismo alemán no era una reacción restauradora, sino un proyecto dirigido al futuro que vinculaba progreso y nación alemana. Frente a la idea de que:

El cosmopolitismo y el sentimiento nacional son dos formas de pensamiento que se excluyen entre sí, que batallan la una contra la otra y que buscan suplantarse, […] la mente histórica no queda satisfecha, porque tiene una conciencia más profunda de las circunstancias y porque insiste en una demostración detallada y completa de cada estadio de la evolución de las ideas. Un punto de vista más sutil, que los custodios de la cultura alemana siempre han estimado, sostiene que el más verdadero y mejor sentimiento nacional alemán también incluye el ideal cosmopolita de una humanidad más allá de la nacionalidad y que es anti-alemán ser meramente alemán (Meinecke, F. (1970). Cosmopolitanism and the National State. Trans. Robert B. Kimer. Princeton: Princeton University Press.Meinecke, 1970: 21, cursivas del autor de este artículo).

Concluye que esta interpretación de la relación nacionalismo-cosmopolitismo es la que se aproxima más a la verdad y postula una armonía entre la idea cosmopolita y la idea nacional, cuya explicación será el objeto de su libro.

Precediendo estas reflexiones es donde se encuentra la famosa distinción entre dos tipos de nación que se han vuelto un lugar común en la bibliografía sobre el nacionalismo. De nuevo nos encontramos frente a un malentendido. Para Meinecke lo que distingue a las naciones frente a la totalidad de la humanidad es que se trata de comunidades grandes, que han surgido a lo largo de la historia, y que se caracterizan por el movimiento y el cambio. La observación es interesante porque los críticos poco atentos del nacionalismo contemporáneo lo han identificado con el primordialismo, esto es, con la idea de que las naciones existen desde la creación del mundo o poco más tarde (como si descendieran de los hijos de Noé y sus familias o de la humanidad enfrentada y confundida tras Babel). Pero Meinecke deja bien claro que la nación no es algo que encontremos en el pasado sino en el presente. Es por ello por lo que nos dice que el carácter de la nación tiene siempre algo de indeterminado. Más adelante veremos cómo los caracteres nacionales son muy importantes para los pioneros alemanes del nacionalismo. Ahora basta recordar que, como nos señala el diccionario, el carácter es el conjunto de cualidades propias de una persona o colectividad que los distingue de los demás. Para Meinecke este carácter puede formarse como consecuencia de la residencia en un mismo lugar; de los ancestros comunes; de una sangre común o de una similar mezcla de sangres; de una lengua común; de una vida intelectual común, de un Estado o una federación compartidos:

Todas estas cosas pueden ser elementos o características importantes e incluso esenciales de una nación, pero eso no significa que una nación deba poseerlos todas para ser nación. Sin embargo, un núcleo natural basado en la relación de sangre ha de estar presente en toda nación. Solo sobre esta base puede desarrollarse una comunidad intelectual rica y diferenciada y una conciencia más o menos precisa de tal comunidad (Meinecke, F. (1970). Cosmopolitanism and the National State. Trans. Robert B. Kimer. Princeton: Princeton University Press.Meinecke, 1970: 9).

Como veremos más adelante, esa base biológica de la sangre como fundamento sobre el que despliegan los hombres su carácter como nación constituye una concepción que ya encontramos en Kant. Para Meinecke, cada nación tiene aspectos individuales únicos cuyo desarrollo presupone una serie de circunstancias. El primero de ellos es la posesión de una «patria», esto es, de una base territorial estable. Es en relación a la dimensión territorial donde Meinecke establece su muy repetida distinción entre naciones culturales y naciones políticas. Las primeras participan de una misma herencia cultural, y las segundas tienen como elemento aglutinador la historia política o la organización constitucional. El aglutinante cultural puede estar formado por la lengua, la literatura o la religión comunes. En contra de lo que se dice en Meinecke, estas dos categorías no señalan una división exclusiva, absoluta, sino que refieren a dos aspectos de aquello que constituye una nación: hay naciones políticas que son naciones culturales, las más desarrolladas; y hay naciones incongruentes en términos políticos y culturales. Los ejemplos que pone Meinecke de esto último son los siguientes: miembros de distintas naciones culturales pueden vivir juntos en una genuina nación política, tal como muestra Suiza; y miembros de una misma nación cultural, como muestra Alemania, pueden vivir en distintas naciones políticas como muestran Austria, Prusia, etc. No hace falta reiterar que el curso del progreso humano lo marca para Meinecke, que habla como nacionalista, la congruencia nacional, como muestran las que califica como las dos naciones más civilizadas de la tierra: Francia e Inglaterra. Por cierto, que Kant había dicho exactamente lo mismo, como veremos.

Pero para que el verdadero progreso nacional se realice es necesario que, más allá de la congruencia entre cultura y política, se exprese la voluntad subjetiva de la nación, esto es, que desee serlo y que tenga conciencia de sí misma. Esta idea la vincula Meinecke al espíritu de 1789 y las ideas de «autodeterminación y soberanía de la nación». Es decir, los franceses son pioneros en haber dado a la nación su principio de voluntad y conciencia; y él no tiene empacho en admitirlo y, celebrarlo, citando la famosa conferencia de Renan sobre qué es una nación. No deja de ser interesante que la conferencia del polígrafo francés fuera pronunciada en la Sorbona en 1882, y forma parte del nacionalismo irredentista que anhela la reintegración de las bellas provincias arrebatadas a Francia: Alsacia y Lorena (Mosela). Cuando escribe Meinecke, las provincias son territorios del II Reich germano.

En suma, para Meinecke, el progreso de la humanidad es un proceso de diferenciación nacional, de afirmación individual, en el que identidad cultural y política asumidas como voluntad colectiva se convierten en ideales cosmopolitas. En su visión, el Estado nacional es la culminación del progreso y es esencialmente moderno porque constituye la articulación colectiva de los impulsos individuales.

Así, la nación cultural en su visión no es meramente un ente preexistente en espera de su destino político, sino que, progreso y desarrollo individual mediante, se convierte en un instrumento de la modernidad, pues permite el despliegue completo del potencial humano: «Puesto que la existencia del Estado nacional moderno depende del máximo posible de actividad de la nación que forma el Estado, su existencia no puede garantizarse únicamente a través de la organización externa y de su mantenimiento» (Meinecke, F. (1970). Cosmopolitanism and the National State. Trans. Robert B. Kimer. Princeton: Princeton University Press.Meinecke, 1970: 15). Es decir, no basta la nación política, sino que es necesaria la nación cultural como principio interno que anime esa voluntad de autogobierno. Para el historiador alemán de las ideas, el desarrollo del individualismo, el desarrollo de una nación cultural, esto es, de un principio de diferenciación, carácter, y la toma de conciencia de la misma mediante la constitución como nación política señalan que el nacionalismo no es la búsqueda de la restauración del pasado, sino un proyecto progresista de desarrollo del mundo moderno mediante el despliegue del potencial individual.

Ciertamente, Meinecke es un apologeta del nacionalismo como progreso, y en esto constituye la némesis de Kedourie (este último también considera el nacionalismo una ideología moderna, pero abomina de sus terribles resultados), pero, al ensalzar lo que este condena, nos da una pista muy valiosa para relativizar el lugar común que opone nacionalismo y cosmopolitismo: en Alemania, cosmopolitismo y nacionalismo van a menudo juntos y, en particular, como ya he reseñado, se ha afirmado con autoridad que «el más verdadero y mejor sentimiento nacional alemán también incluye el ideal cosmopolita de una humanidad más allá de la nacionalidad [puesto] que es anti-alemán ser meramente alemán» (Meinecke, F. (1970). Cosmopolitanism and the National State. Trans. Robert B. Kimer. Princeton: Princeton University Press.Meinecke, 1970: 21).

Meinecke enmarca su estudio en la disciplina que ya hemos mencionado, la «Historia de las ideas», y en él hace desfilar a las luminarias del romanticismo alemán. Pero esta idea cosmopolita de la nación alemana no la circunscribe únicamente a los románticos. Advierte que su estudio se enmarca en el período de la Revolución y las guerras de liberación, en Humboldt, en Fichte y sus contemporáneos, pero deja muy claro que este concepto de nación no es patrimonio de la rama romántica-conservadora de la nación alemana (el tema de su obra), sino que también participan de él la rama liberal-democrática y hasta la socialdemócrata. Aunque mostrar esto lo deja para otro estudio. Más adelante especificaré si Kant participa de esta consideración de la idea de nación cosmopolita alemana.

Pero esta conciliación entre cosmopolitismo y particularismo no es únicamente patrimonio del nacionalista Meinecke y de los escritores románticos a los que dedica su obra. El cosmopolitismo de Kant no se estudia hoy en día mayormente dentro del horizonte de la «Historia de las ideas», que unía a Meinecke, Kedourie y Berlin en una misma disciplina, sino que se lee a Kant sobre todo como inspirador de recetas morales, políticas y jurídicas para un mundo globalizado que es el nuestro. Esta visión de Kant como prescriptor contemporáneo ha dado lugar a que se preste, en mi opinión, más atención a la congruencia de su sistema crítico que a sus opiniones particulares sobre naciones, razas y pueblos. Esta diferente consideración de Kant, como jalón en el desarrollo de las ideologías contemporáneas o como creador de un sistema vivo que todavía informa nuestra comprensión del presente, explica el apasionamiento de los kantianos frente a las respectivas «Historia de las ideas» de Kedourie y Berlin. Sin embargo, veremos seguidamente que esta conciliación entre cosmopolitismo y particularismo en el filósofo de Königsberg tiene autorizados defensores hoy en día también entre los kantianos, esto es, entre aquellos que consideran que Kant sigue siendo fuente de comprensión de nuestro presente y de orientación de nuestra acción.

De hecho, el mismo argumento de Meinecke sobre la marcha al unísono de cosmopolitismo y nacionalismo en la nación alemana puede verse, desde un punto de vista vocalmente crítico con el nacionalismo, en las obras recientes de Pauline Kleingeld, que toman como núcleo el «patriotismo cosmopolita» de Kant. Por cierto, una idea esta del patriotismo cosmopolita que toma de Meinecke (Kleingeld, P. (2003). Kant’s Cosmopolitan Patriotism. Kant-Studien, 94, 299-‍316. Disponible en: https://doi.org/10.1515/kant.2003.017.Kleingeld, 2003: 305, n. 18). En este sentido, la tesis central de su obra Kant and Cosmopolitanism: The Philosophical Ideal of World es justamente que el orden internacional de paz acariciado por Kant tiene como fundamento la autonomía política de las repúblicas y que el compromiso del ciudadano con la república no solo es compatible con ser ciudadano del mundo, sino que constituye su precondición. Por decirlo con sus propias palabras, que se es ciudadano del mundo kantiano a través del cumplimiento de los deberes de ciudadanía en una comunidad política particular. Kleingeld hace en esta obra un análisis exhaustivo de los distintos significados y dimensiones del cosmopolitismo, y pone el cosmopolitismo kantiano en contexto y diálogo con los pensadores del tiempo del filósofo de Königsberg, en un fascinante cuadro, pero es sobre todo en el primer capítulo de su obra donde expone la compatibilidad entre cosmopolitismo y patriotismo en Kant que nos interesa. Sin embargo, el tema no es nuevo en Kleingeld y, puesto que en este texto no estamos interesados tanto en la compatibilidad entre cosmopolitismo y patriotismo sino, sobre todo, en la compatibilidad entre cosmopolitismo y nacionalismo, vale la pena volver sobre obras anteriores de esta autora, donde va forjando su teoría y esta cuestión trasluce con mayor claridad.

Hasta donde se me alcanza, la primera formulación del patriotismo cosmopolita de Kant la realiza Kleingeld en el artículo «Kantian patriotism» del año 2000. Comienza dicho texto afirmando que se «presume a menudo que patriotismo y cosmopolitismo se excluyen mutuamente», pero se propone demostrar que los kantianos tienen una estrategia de compatibilidad que hace posible evitar ese dilema, y lo que es más, mostrará que un tipo particular de patriotismo constituye un deber desde el punto de vista kantiano (Kleingeld, P. (2000). Kantian Patriotism. Philosophy and Public Affairs, 29 (4), 313-‍341. Disponible en: https://doi.org/10.1111/j.1088-4963.2000.00313.x.Kleingeld, 2000: 313). De acuerdo con Kleingeld, hay tres tipos de patriotismo: patriotismo cívico, patriotismo nacionalista y patriotismo basado en determinados «rasgos». La clasificación no es muy satisfactoria e incluso puede calificarse de simplista. El patriotismo cívico es el propio del vínculo político de la ciudadanía en una república, esto es, en un Estado de derecho; el patriotismo nacionalista es la afirmación de una obligación colectivista hacia una comunidad orgánica; y el patriotismo «basado en rasgos» es el amor al propio país fundado en sus cosas buenas. Para Kleingeld habría sobre todo un deber kantiano de patriotismo en el primer tipo de patriotismo y circunstancias donde el deber moral kantiano apoyarían la defensa de un patriotismo nacionalista o de un patriotismo «basado en rasgos». Los conceptos manejados por Kleingeld son confusos y el discurso demasiado abstracto. Primero se delinean unos modelos de «patriotismo» y después se aplica la ética kantiana como sistema. Pero, al menos, hay una conclusión interesante: hay compatibilidad entre el cosmopolitismo kantiano y un comportamiento dirigido al bien de un grupo particular, que incluso se califica de deber.

Curiosamente, Kleingeld tampoco debió de quedar satisfecha con el artículo y tres años más tarde publicó otro titulado esta vez «Kant’s Cosmopolitan Patriotism» (Kleingeld, P. (2003). Kant’s Cosmopolitan Patriotism. Kant-Studien, 94, 299-‍316. Disponible en: https://doi.org/10.1515/kant.2003.017.2003). Sorprendentemente, este nuevo artículo conserva la misma estructura que el anterior y, sin embargo, incorpora algunas novedades. La clasificación de patriotismos se mantiene, pero viene precedida de una sección sobre el cosmopolitismo en la obra de Kant. Pero lo más importante es que la argumentación ya no se produce sobre una visión abstracta de la obra de Kant, sino que viene justificada por numerosas citas textuales. Además, a la bibliografía del anterior, centrada en la discusión sobre nacionalismo y republicanismo propia de aquella época, se añade la reflexión americana sobre el cosmopolitismo propiciada por Martha Nussbaum. El resultado es un artículo mucho más persuasivo y que se acerca a la posición ya definitiva plasmada en el libro de Kleingeld, P. (2012). Kant and Cosmopolitanism: The Philosophical Ideal of World Citizenship. Cambridge: Cambridge University Press.2012. También es interesante que la clasificación de patriotismos que aparecía en el artículo anterior, y que entonces era creación de Kleingeld, ahora viene justificada diciendo que en Kant hay «dos tipos de patriotismo, y quizás un tercero» (Kleingeld, P. (2003). Kant’s Cosmopolitan Patriotism. Kant-Studien, 94, 299-‍316. Disponible en: https://doi.org/10.1515/kant.2003.017.Kleingeld, 2003: 301). En relación al cosmopolitismo de Kant, Kleingeld señala que tiene dos dimensiones: una moral, por la que todos los hombres forman parte de una misma comunidad, lo que implica que tienen obligaciones hacia los demás al margen de sus diferencias; y otra política, que vendría avalada por su teoría de las relaciones internacionales, la liga de Estados, y por su doctrina del «derecho cosmopolita». En relación a la dimensión política del cosmopolitismo aparece su proyecto de paz perpetua fundado en una federación de repúblicas autónomas. Más adelante volveré sobre esto en relación a Kedourie. En relación al derecho cosmopolita, se ha entendido éste como una poderosa crítica de las prácticas coloniales y un fundamento firme para los derechos de los refugiados (ibid.: 302), pero esta autora se ve obligada a señalar discretamente que el cosmopolitismo kantiano tiene algunos límites: «Algunos textos de Kant contienen observaciones racistas que justifican que dudemos de si Kant consideraba a los integrantes de las razas no europeas como susceptibles de autonomía moral y, por tanto, como agentes morales completos» (ibid.: n. 13). Entre la bibliografía que ofrece Kleingeld sobre el racismo de Kant está el artículo de Robert Bernasconi «Kant as an Unfamiliar Source of Racism», que sigue la estela de Isaiah Berlin, como delata su título. Como era de esperar, en esta nueva versión del artículo los ciudadanos tienen un deber kantiano de obediencia hacia el Estado y el Estado tiene un deber de protección hacia los ciudadanos. En suma, el cosmopolitismo kantiano es compatible con el patriotismo cívico.

Pero lo interesante es lo que nos dice Kleingeld en relación al nacionalismo y al cosmopolitismo kantianos: «Sorprendentemente, Kant defiende una segunda forma de patriotismo, a saber, el patriotismo nacionalista. El patriotismo nacionalista no atiende a la república de la que uno forma parte como ciudadano, sino al grupo nacional al que uno pertenece. En consecuencia, no defiende el patriotismo en términos de ciudadanía, sino de pertenencia a una nación». Kleingeld no explica por qué le parece sorprendente la defensa del nacionalismo por parte de Kant, pero hemos de suponer que se debe a que este es incompatible con el cosmopolitismo. Como ilustración nos ofrece unas interesantísimas citas de Kant en las que este señala justamente lo contrario, esto es, que nacionalismo y cosmopolitismo tienen el mismo fundamento: «los comunes ancestros nacionales conducen (y deben conducir) al patriotismo». Lo «curioso» es que esos mismos ancestros comunes de todos los humanos «justifican y hacen necesario el cosmopolitismo», de modo que los comunes ancestros son el fundamento del deber de amar a los connacionales y del deber general de amor a los humanos (todas las citas precedentes en Kleingeld, P. (2003). Kant’s Cosmopolitan Patriotism. Kant-Studien, 94, 299-‍316. Disponible en: https://doi.org/10.1515/kant.2003.017.Kleingeld, 2003: 304).

La tercera categoría, la referida al patriotismo basado en rasgos o en cualidades de la nación amada, tiene ahora como ejemplo el patriotismo alemán de Kant: este amaba a su propio país (interesantemente, Kleingeld habla de país y no de nación al referirse a Alemania, que evidentemente no era un país en ese tiempo), porque «los alemanes son por naturaleza cosmopolitas» (ibid.: 305). La «naturaleza» cosmopolita de los alemanes no le merece mayor comentario a Kleingeld que señalar que Kant no pudo anticipar el desarrollo del nacionalismo alemán ciento cincuenta años más tarde. Más adelante volveré sobre esta cuestión en relación a Kant, ahora basta con recordar que estas son las mismas palabras que utilizó Meinecke para hablar de nacionalismo y cosmopolitismo en Alemania. Para concluir, Kleingeld muestra que el cosmopolitismo kantiano es compatible con el punto de vista igualmente kantiano de que los ciudadanos tienen deberes especiales hacia el Estado justo del que forman parte, deberes que no tienen hacia otros Estados o hacia sus ciudadanos (ibid.: 309). Para Kant, nos dice Kleingeld, el cosmopolitismo y el patriotismo cívico reman en la misma dirección. Sin embargo, advierte, no ocurre lo mismo en relación con el patriotismo nacionalista. La argumentación resulta en sí misma interesante: en Kant habría numerosas manifestaciones de nacionalismo, sin embargo estas serían inconsistentes con su teoría moral, por lo tanto, pueden ser descartadas desde un punto de vista kantiano. Esto quiere decir que, según esta autora, aunque Kant diga en ocasiones lo contrario, no tenemos obligaciones especiales para los miembros de nuestra nación, porque la argumentación kantiana es inconsistente en este punto.

Sin embargo, la propia Kleingeld se corrige a sí misma al matizar más adelante (ibid.: 314-315) que esta inconsistencia no significa que el nacionalismo esté «prohibido», puesto que Kant señala que se puede obrar siguiendo la inclinación siempre que esta esté «de acuerdo con el deber». Matices aparte, creo que el ejemplo de Kleingeld de alguna manera complementa el punto de vista de Meinecke: que el particularismo, llámesele patriotismo o nacionalismo, es compatible con el cosmopolitismo en el mundo alemán del cambio de siglo xviii-xix, y que, en particular en Kant, esta compatibilidad no solo existe, sino que para determinado patriotismo constituye una obligación. Sin embargo, la metodología de Kleingeld merece algún comentario. En primer lugar, las categorías que maneja son confusas y el punto de vista kantiano, que opera desde la lógica del sistema crítico, y en particular desde su estado de desarrollo final, oscurecen la realidad histórica de Kant hasta el punto que velan la circunstancia de que nacionalismo y cosmopolitismo se desarrollaron juntos en Alemania y que los discípulos de Kant, como él mismo señaló en relación a Herder, pudieron ser poco cuidadosos con la filosofía crítica, pero sin duda participaban de un mismo ambiente político en el que la naturalidad de las naciones y la artificialidad de los Estados se daban por sentados. Interesantemente, pero este es otro tema, la nación para Kleingeld es un grupo definido por rasgos culturales y no el conjunto de los ciudadanos, como muestra la siguiente y elocuente cita: «Que los límites de las naciones y de los Estados no coinciden necesariamente queda fácilmente ilustrado por un ejemplo tan conocido como el del pueblo kurdo» (Kleingeld, P. (2003). Kant’s Cosmopolitan Patriotism. Kant-Studien, 94, 299-‍316. Disponible en: https://doi.org/10.1515/kant.2003.017.Kleingeld, 2003: 312). En otras palabras, que el kantismo de Kleingeld no la ha protegido de la lengua del nacionalismo.

Volviendo a Kedourie, aunque este descarga a Kant de la acusación de nacionalismo en el postfacio de 1984 al libro ya comentado, en el texto original señala algo que va más allá de la mera autodeterminación como principio de libertad individual. En efecto, en el capítulo segundo de su libro, el dedicado precisamente a la autodeterminación, Kedourie nos señala que Kant en La paz perpetua (1794) precisa las condiciones que considera necesarias para establecer un orden internacional pacífico y estable. Así, el filósofo de Könisgberg señala en «el primer artículo definitivo para la paz perpetua por el que los Estados se obligarían a sí mismos» que la constitución de todos los Estados habría de ser republicana. «Un Estado republicano, para Kant, sería aquel en el que, al margen de la forma de gobierno, las leyes fueran o pudieran ser expresión de la voluntad autónoma de los individuos» (Kedourie, 1994: 20). Es decir, que la libertad moral de los individuos como autonomía es el fundamento de la libertad colectiva de los Estados y, en último término, de un orden internacional de paz. Resulta interesante que el pequeño opúsculo sobre la paz perpetua se ha presentado como la posición auténtica de Kant frente a posibles veleidades de nacionalismo y racismo de otras obras y artículos. La interpretación alternativa que estoy argumentado es que el cosmopolitismo y el nacionalismo no son necesariamente principios opuestos (una contextualización del opúsculo puede verse en Velasco [Velasco, J. C. (1997). Ayer y hoy del cosmopolitismo kantiano. Isegoría, 16, 91-‍117. Disponible en: https://doi.org/10.3989/isegoria.1997.i16.185.1997], y una refutación de las lecturas erradas y de las proyecciones del presente sobre dicha obra en Abellán [Abellán, J. (2015). Estudio de contextualización. En I. Kant. La paz perpetua. Madrid: Tecnos.2015]).

Creo que está meridianamente establecido que, legítimamente o no, el principio de las nacionalidades participa, de forma colectivizada, del principio kantiano de la libertad moral de los individuos. La actitud de los discípulos de Kant, sobre todo de Herder y Fichte, se ha vinculado consistentemente con el nacimiento del nacionalismo. Sin embargo, poco se ha dicho sobre lo que pensaba el propio Kant acerca de los pueblos y las naciones. Sin ánimo de ser exhaustivo, un lugar apropiado al que dirigirse es su Antropología en sentido pragmático, compendio de los cursos que impartió desde 1772-‍1773 a 1795 y que publicó en 1798. Aunque para algunos esta obra no debe ser considerada como parte del corpus científico de Kant, pues se trata del resultado de unos cursos que no formaban parte de la educación curricular universitaria, sino de los populares cursos abiertos que le dieron tanta fama como conferenciante, su valor no puede desdeñarse. De hecho, hay quien sostiene que las lecciones de antropología de Kant son producto del momento de plenitud intelectual de la madurez y que se trata de una pieza fundamental para comprender su obra crítica. Es más, otros han visto incluso el nacimiento de la antropología como ciencia en estas lecciones. Así, John Zammito se preguntó si Kant habría ocupado algún lugar en la historia del pensamiento si su obra crítica no se hubiera producido. Su respuesta es que sí y que el Kant precrítico ha sido un filósofo mucho más influyente de lo que se ha pensado hasta ahora. Esa influencia se produce a través de su relación con Johann G. Herder (1744-‍1803), padre como se ha señalado ya del nacionalismo romántico y clave en el desarrollo del Sturm und Drang. Herder, también nacido en la Prusia Oriental, se trasladó con dieciocho años a Königsberg y allí se hizo discípulo, como estudiante de teología, de Immanuel Kant. El giro crítico de Kant fue visto por Herder casi como una traición, y con la recensión que hizo su maestro de sus Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad (Herder, J. G. (1959) [1784]. Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad. Buenos Aires: Losada.1784), la distancia se tornó en mutua hostilidad. Lo que Kant reprochaba a Herder era su falta de metodología crítica, su afición por la ensoñación asistemática y literaria, pero no sus ideas antropológicas. Por cierto, también le reprocha que «no se muestre favorable a la división de la especie humana en razas –máxime cuando ésta se basa en el color hereditario-, probablemente porque no le ha sido precisado con claridad el concepto de raza» (Kant, I. (2006). Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Madrid: Tecnos.Kant, 2006: 39ss).

En lo referente a las naciones, Herder señala lo siguiente en 1784, esto es, cuando ya había sido alumno de Kant:

El Estado más natural [es] un pueblo con carácter nacional. […] Un pueblo es una planta natural, lo mismo que una familia, solo que ostenta mayor abundancia de ramas. Por consiguiente, nada se opone tanto al fin de los gobiernos como esa extensión antinatural de las naciones, la mezcla incontrolada de estirpes y de razas bajo un solo cetro. El cetro de un hombre es muy débil y pequeño para reunir partes tan heterogéneas. Se los aglutina unos con otros dentro de una máquina precaria que se llama máquina estatal, sin vitalidad intrínseca ni simpatía de los componentes. […] Así que carentes de un carácter nacional no poseen vida auténtica. […] Precisamente la política que produjo semejante aborto es también la que juega con pueblos y hombres como con cuerpos inertes; pero la historia demuestra a las claras que estos instrumentos de la soberbia humana son de arcilla y se quiebran o deshacen como toda la arcilla de esta tierra (Herder, J. G. (1959) [1784]. Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad. Buenos Aires: Losada.Herder, 1959: 285).

Estas consideraciones sobre la base natural de las naciones, el desarrollo de su carácter auténtico y la artificialidad monstruosa de los Estados incongruentes con el fundamento natural del orden político, aparecían, no por casualidad, como he reseñado, en una obra de afirmación cosmopolita, donde se presentaban materiales para la constitución de una filosofía de la historia de la humanidad. El propio Kant, en la crítica que desarrolla al colonialismo en la década final del siglo xviii, participa de iguales presupuestos sobre la naturalidad de los pueblos, lo que le sirve para condenar la expansión europea en ambiguos términos morales (Sánchez Madrid, N. (2015). Kant y la crítica en clave jurídica del colonialismo, Isegoría, 53, 727-‍736. Disponible en: https://doi.org/10.3989/isegoria.2015.053.15.Sánchez Madrid, 2015: 728). Incluso, algún lector contemporáneo de Kant señala que la oposición de este a un Estado mundial se debe a que «anularía la diversidad cultural, religiosa y lingüística querida por la Naturaleza» (Peña, J. (2016). Kant en la encrucijada del cosmopolitismo. Ethic@, 15 (3), 443-‍466.Peña, 2016: 455).

Pero esta afirmación de la división natural de las naciones desde la perspectiva de una consideración cosmopolita de la humanidad también se encuentra en Fichte. Así, Meinecke refuta la idea de que el cosmopolitismo del Fichte de 1804 hubiera dado paso al nacionalismo del Fichte de 1807. Amparándose en la autoridad de Kuno Fischer y de Windelband afirma que «el cosmopolitismo de las Wissenschafteslehre y el patriotismo de las Addresses son una y la misma cosa» (Meinecke, F. (1970). Cosmopolitanism and the National State. Trans. Robert B. Kimer. Princeton: Princeton University Press.Meinecke, 1970: 73). Fichte es un patriota y un cosmopolita porque el objetivo de toda cultura nacional es «alcanzar a toda la raza humana». Pero esto no significa soñar con una humanidad unificada: «La separación de los prusianos de los otros alemanes es artificial y se fundamenta en circunstancias arbitrarias y fortuitas; la separación de los alemanes de las otras naciones se basa en la naturaleza, esto es, en la lengua común y el carácter nacional» (Fichte, citado en Meinecke, F. (1970). Cosmopolitanism and the National State. Trans. Robert B. Kimer. Princeton: Princeton University Press.Meinecke, 1970: 75).

Es ciertamente paradójico que en Kant se encuentren las raíces de dos concepciones antagónicas en relación al estudio de los humanos: la sociología clásica alemana y su énfasis en las determinaciones sociales del actuar humano (véase Gellner, E. (1983). Nations and Nationalism. Oxford: Blackwell.Gellner, 1983); y la concepción romántica que, iniciada por Herder, enfatiza el concepto de cultura como núcleo de la actividad humana, y que ha sido determinante en la lengua del nacionalismo.

Para Kant, la antropología era inseparable de la geografía física y ambas disciplinas formaban un todo integral en sus cursos. En su concepción, la geografía tenía como objeto «la tierra y todo lo que aquella contiene». Es decir, mares, océanos, ríos, animales, plantas, minerales, y también el hombre, pues este forma parte de la naturaleza. Puesto que el hombre, nos dice, tiene dos aspectos, uno interno y otro externo, el estudio del hombre debe dividirse en dos partes. Así, a la antropología le corresponde el estudio del aspecto interno del hombre: lo psicológico y lo moral; y a la geografía, el aspecto externo del hombre: lo físico y sus manifestaciones. También es por ello que algunos han visto en la antropología kantiana, en tanto estudio fundamental que responde a la cuestión de qué es el hombre, el cimiento de la obra crítica de Kant.

La Antropología lleva como subtítulo «en sentido pragmático» y con esto se hace referencia a que el conocimiento del hombre puede entenderse en términos fisiológicos: lo que la naturaleza hace del hombre; y puede entenderse en sentido pragmático: lo que el hombre hace de sí mismo. La «antropología en sentido pragmático» refiere a la cualidad del hombre como agente moral y libre.

Para estudiar aquello que es el hombre como sujeto moral, Kant divide su obra en dos partes. La primera, la más extensa, lleva por título «Didáctica antropológica», y está dedicada a «conocer el interior. así como el exterior del hombre». Se trata de un sistemático tratado de psicología humana amenizado con numerosos ejemplos bien escogidos en la literatura universal, es decir, inglesa y francesa.

La segunda parte, «Característica antropológica», se ocupa de la «manera de conocer el interior del hombre por el exterior», y se trata de una psicología social dedicada al carácter individual y colectivo. Es en esta segunda parte donde Kant toca brevemente algunos temas delicados sobre las razas y las naciones que en la última década han dado lugar a una relectura de Kant alejada del liberal impecable que había acuñado la tradición. Es decir, es aquí donde podría resolverse la disputa de Kedourie, Berlin y Gellner sobre Kant. Eso sí, sirva como advertencia que ninguno de estos autores recurre a la Antropología para fundar su interpretación del filósofo.

En una nueva lectura del legado kantiano ahora en curso, el filósofo de Königsberg tendría el dudoso honor de haber sido el primero en formular una teoría completa de las diferencias raciales en la que la cúspide de la jerarquía racial estaría ocupada, cómo no, por la raza blanca. El texto kantiano fundamental en este sentido es «Von der verschiedenen Rassen der Menschen» (Kant, I. (2014) [1777]. Of the Different Human Races. En Jon M. Mikkelsen (ed.). Kant on the Concept of Race. Nueva York: SUNY.1777), pero Emmanuel Chukwudi Eze, que fue quien primero abrió esta línea de investigación, lo conecta con el proyecto general de la antropología de Kant.

Es también en esta segunda parte donde Kant se ocupa de los caracteres nacionales, esto es, de lo que distingue a unas naciones de otras. Ya hemos visto que lo que distingue a unas naciones de otras para los pensadores alemanes del cambio del siglo xviii al xix es un vínculo de sangre, una diferencia cultural (una lengua) y sobre todo un «carácter nacional» auténtico. Principia Kant por definir los conceptos de pueblo y nación para ocupase después de aquellas naciones que han alcanzado el desarrollo de un verdadero carácter nacional. Pueblo (populus), nos dice, es el conjunto de seres humanos reunidos en un territorio, es decir, un conjunto contingente definido por las fronteras políticas. Mientras que nación (gens) es «aquel conjunto, o parte de él, que se reconoce unido en un todo civil por un origen común» (Kant, I. (2015) [1798]. Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza.Kant, 2015: 300). Es decir, que la nación no es un mero grupo definido políticamente, sino que participa de un mismo linaje y tiene conciencia de ello. Kant rebate la idea de Hume (al que hace inglés) de que el carácter nacional es algo relativo. Para Kant, por el contrario, el carácter nacional constituye algo esencial en el conocimiento de los pueblos.

Como señala él mismo:

[...] la afirmación de que todo se reduce a la forma de gobierno tocante al carácter que tendrá un pueblo, es una afirmación infundada que nada explica; pues ¿de dónde tiene el gobierno mismo su carácter peculiar? Tampoco el clima y el suelo pueden dar la clave de ello, pues las emigraciones de pueblos enteros han probado que no han cambiado de carácter con sus nuevas residencias, sino que se han limitado a adaptarlo a estas según las circunstancias, dejando translucir siempre, empero, en la lengua, la industria, incluso el vestido, las huellas de su origen y con ello también de su carácter (Kant, I. (2015) [1798]. Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza.Kant, 2015: 303).

Ahora bien, aunque el carácter nacional para Kant tiene un fundamento natural y no artificial, basado en la sangre y no en lo aprendido, esta dimensión natural no significa que sea expresión de una autenticidad pretérita, sino que es algo que se va desarrollando naturalmente con el tiempo. Es por ello que hay pueblos con carácter nacional, propiamente naciones, y pueblos que no tienen ni tendrán dicho carácter.

El honor de tener carácter nacional le corresponde en primer lugar a los dos pueblos más civilizados de la tierra: Francia e Inglaterra (ibid.: 303-307). Pero, en tercer lugar, se encuentra el español, del que Kant nos entrega una imagen romántica y oriental: «El español, producto de la mezcla de la sangre europea con la árabe (morisca), muestra en su conducta pública y privada una cierta solemnidad, y hasta el labriego frente a sus superiores, […] cierta conciencia de su dignidad. La grandeza española y la grandilocuencia que se encuentra incluso en el lenguaje de la conversación revelan un noble orgullo nacional». Lo malo del español, nos dice, es precisamente su falta de cosmopolitismo: «El español no aprende de los extranjeros, ni viaja para conocer otros pueblos» (ibid.: 308). Como reitera en nota Kant: «El espíritu limitado de todos los pueblos a los que no acomete la curiosidad desinteresada de conocer por sus propios ojos el mundo exterior, ni menos de propagarse por él (como ciudadanos del mundo), es algo característico de ellos, por lo que franceses, ingleses y alemanes se diferencian ventajosamente de los demás» (Kant, I. (2015) [1798]. Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza.Kant, 2015: 308, nota *).

No deja de resultar algo chocante que se afirme este ensimismamiento de los españoles cuando estos aún poseían un imperio universal. Vale la pena recordarlo para cuando refiera más adelante qué entiende Kant por viajar. Esta imagen de la nación española del filósofo puede completarse con los trazos aun más duros que había empleado con los españoles en una obra publicada en 1764, al ocuparse de los «caracteres nacionales» en relación al sentimiento de lo bello y lo sublime. La cita es algo larga, pero creo vale la pena conservarla por su interés:

Nada puede ser más contrario a todas las artes y a las ciencias que un gusto extravagante, porque este falsea a la naturaleza que es el modelo de todo lo bello y lo noble. Por eso también la nación española ha mostrado en sí poco sentimiento para las bellas artes y para las ciencias. […] El español es serio, callado y veraz. Hay pocos comerciantes en el mundo más probos que los españoles. Tienen un alma orgullosa y más sentimiento para las acciones grandes que para las bellas. Puesto que en su idiosincrasia hay poco de una benevolencia bondadosa y suave, muchas veces es duro y fácilmente hasta cruel. El auto de fe [sic] no se sustenta tanto en la superstición, como en la inclinación extravagante de la nación, que se conmueve ante un cortejo venerablemente horrible, en el que se ve el San Benito [sic] pintado con la figura del demonio entregado a las llamas que ha encendido una religiosidad enfurecida. No se puede decir que el español sea más altanero o más mujeriego que cualquiera otro pueblo, pero sí es lo uno y lo otro de una manera extravagante, que es rara y desacostumbrada. Dejar parado el arado y pasear por el campo de labranza con una larga espada y una capa hasta que se ha alejado el forastero que por allí pasa, o en una corrida, donde las bellas del lugar pueden verse por una vez sin velo, anunciar con un particular saludo a la que es su dueña, y en su honor entonces aventurarse en una peligrosa lucha con un animal salvaje, son acciones desacostumbradas y raras, que distan mucho de lo natural (Kant, I. (1997) [1764]. Observaciones acerca el sentimiento de lo bello y lo sublime. Madrid: Alianza.Kant, 1997: 92-‍93).

En suma, que el español tiene para Kant un exceso de originalidad, extravagancia, que lo hace antinatural. Es decir, que ni es cosmopolita, ni apto para las ciencias ni las artes (esta última observación también interesante dada la fama de la pintura española y de la literatura del Siglo de Oro en el mundo alemán), ciertamente tiene un carácter nacional, pero es incongruente con el curso natural de la civilización.

Curiosamente, Kant, que defiende que el mundo se puede conocer sin salir de casa si uno vive en un lugar como Königsberg: con un buen puerto marino, buena conexión fluvial y una biblioteca universitaria medianamente surtida, reprochará a los pueblos no europeos y a los españoles su desinterés por el arte de viajar. En cualquier caso, el club de los caracteres nacionales, objeto de burla por parte de David Hume, cosa que molesta a Kant, se compondrá en este último por las tres naciones citadas (Inglaterra, Francia y España) más italianos y alemanes. Los rusos todavía no han llegado; los polacos han dejado de serlo; y la Turquía europea, profetiza, nunca lo será.

De modo que el cosmopolitismo kantiano no refiere a la enemistad con el nacionalismo, como nos dicen los autores contemporáneos como Gellner, sino a un interés por el conocimiento de aquello que sucede en el mundo. Pero este cosmopolitismo en modo alguno equivale a un ecumenismo en el que todos los humanos sean tratados como iguales miembros de una única comunidad. Por eso, cuando se habla de Kant como crítico cosmopolita del imperialismo, los matices son importantes. Veamos lo que dice él mismo (y recordemos lo que señalamos en Herder sobre la mezcla de naciones en un mismo Estado): «La mezcla de razas (en las grandes conquistas), que borra poco a poco los caracteres [nacionales], no es favorable al género humano, a pesar de toda la pretendida filantropía» (Kant, I. (2015) [1798]. Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza.Kant, 2015: 314). La razón que aduce por la que tal mezcla no resulta es que la naturaleza progresa a través de la diferenciación en su perfeccionamiento. Por ello remata esta afirmación señalando que:

[...] aquí [en la Antropología] se ha dado por ley de naturaleza, en lugar de la asimilación, que esta persiguió en la confusión de diversas razas, justamente lo contrario, a saber: en un pueblo de la misma raza (por ejemplo, el blanco), en lugar de hacer que en su formación los caracteres se acercasen entre sí constante y progresivamente –de donde resultaría al fin un mismo retrato, como en la impresión de un grabado de cobre–, multiplicar más bien hasta lo infinito dentro de una misma rama e incluso dentro de la misma familia y tanto en lo corporal como en lo espiritual (Kant, I. (2015) [1798]. Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza.Kant, 2015: 314).

Es decir, el progreso de la humanidad se caracteriza por la diferenciación, donde la diversidad humana señala ramas diferentes entre sí de una misma familia, pero donde cada rama (raza) se divide en naciones (caracteres nacionales), que van creando una historia de progreso hacia la perfección caracterizada por dejar a un lado las ramas degradadas y las naciones extravagantes. Sería productivo establecer una comparación entre este cuadro del progreso, las naciones y la cuestión de la epigénesis, pero el tema desborda este artículo (véase Lerussi, N. (2013). La teoría kantiana de las razas y el origen de la epigénesis. Studia Kantiana, 15, 85-‍102.Lerussi, 2013).

En este sentido, el futuro de las naciones más civilizadas, Francia e Inglaterra, es prometedor. Pero no lo es menos el de Alemania. El alemán, nos cuenta, es, de todos los pueblos civilizados, «el hombre de todos los países y climas, emigra fácilmente y no está apasionadamente encadenado a su patria»; lo que reitera al afirmar que «no tiene orgullo nacional, ni se apega, como cosmopolita que es, a su patria» (Kant, I. (2015) [1798]. Antropología en sentido pragmático. Madrid: Alianza.Kant, 2015: 310-‍311). Estas palabras, por cierto, son las que abren el libro de Kleingeld sobre el cosmopolitismo de Kant. Excuso decir que son reproducidas con arrobo y sin ápice de crítica cosmopolita. Es decir, el cosmopolitismo forma parte del carácter nacional alemán, de lo que distingue a los alemanes de otras naciones, tal como nos contaba Meinecke, pero, al mismo tiempo, ese cosmopolitismo les vincula con los pueblos más civilizados que son, recordémoslo, únicamente dos: Francia e Inglaterra.

Así pues, podemos concluir que Kant, tal como señalaban Kedourie y Berlin, está vinculado a la historia del nacionalismo. Este vínculo se puede establecer atendiendo a la «Historia de las ideas», particularmente la de autodeterminación, pero también al legado de Kant a través de sus discípulos: Herder y Fichte. Sin entrar en la discusión sobre el valor de la «Historia de las ideas» para explicar el nacionalismo, también creo haber mostrado que el cosmopolitismo aducido por Gellner como prueba de enemistad entre Kant y el nacionalismo merece una reconsideración. Cuando hoy día hablamos de cosmopolitismo, estamos relativizando la soberanía de los Estados y afirmando la universalidad de los derechos humanos. Pero este no es el cosmopolitismo kantiano. Para Kant, el cosmopolitismo es una posición moral en relación a la humanidad que señala iguales obligaciones para con todos los seres humanos. Para muchos, esta filosofía moral kantiana constituye en sí misma la mejor refutación de los pasajes menos decorosos del filósofo de Königsberg y también de sus momentos nacionalistas (véanse Santos Herceg, J. (2010). Immanuel Kant: del racialismo al racismo. Thémata. Revista de Filosofía, 43.Santos Herceg, 2010, y Sánchez Madrid, N. (2015). Kant y la crítica en clave jurídica del colonialismo, Isegoría, 53, 727-‍736. Disponible en: https://doi.org/10.3989/isegoria.2015.053.15.Sánchez Madrid, 2015); sin embargo, esto no significa que Kant no haya dicho cosas sobre las naciones en una lengua muy próxima a la del nacionalismo y que, por tanto, su cosmopolitismo moral no pueda ir acompañado de particularismo. Este particularismo puede ser benigno, como nos dice Kleingeld en relación a su republicanismo; pero puede tener claramente un carácter nacionalista, en el sentido negativo apuntado por Kedourie y Berlin respecto a esta ideología. Por supuesto, también es cosmopolita su proyecto de paz perpetua y su defensa de un derecho universal; pero en relación a la cuestión de las naciones y del nacionalismo, cosmopolitismo significa en Kant estar atentos a la evolución del progreso de la humanidad hacia una perfección basada en la diferenciación. En esta senda no son iguales todos los hombres, sino que hay pueblos que transitan por avenidas y otros están abocados a callejones sin salida.

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