Hay libros, por fuerza pocos, que marcan un antes y un después en el devenir de la producción intelectual. En general, el trabajo de los científicos sociales y de los historiadores avanza de forma pausada, a veces a paso de tortuga, por mera y paciente acumulación de datos o en virtud de la cansina reiteración de los paradigmas admitidos. Cuando se busca trascender lo ya sabido, una forma de conjurar el tedio pasa por explorar horizontes teórico-metodológicos y conceptuales ensayados por otros lares, lo cual resulta, sin duda, enriquecedor aunque no siempre se asuman los mismos con la necesaria distancia crítica.
En las últimas cuatro décadas, la historiografía española ha mirado al horizonte palpando, sucesivamente, las posibilidades de la historia del movimiento obrero, de la econometría, de las múltiples dimensiones de la historia social (las mentalidades, la vida cotidiana, la familia, los pobres y marginados, las élites…), de la historia de género, del lenguaje y el giro lingüístico, del omnipresente nacionalismo, de la historia cultural, etc. Aunque nunca se han dejado de cultivar formas más convencionales de hacer historia, toda esa exploración en virtud de las modas del momento inevitablemente se ha traducido en la merma del peso de la historia política y de la historia de las ideas, motejadas por algunos con la etiqueta un tanto abusiva de «tradicionales». No obstante lo cual, dada su fortaleza, ni una ni otra han perdido vigencia ni han resultado arrinconadas. Es más, en este tiempo tales disciplinas no han dejado de renovarse a cubierto de las ciencias sociales más afines o al bucear en los confines de la biografía, género que desde los años noventa del pasado siglo no ha dejado de brindar un goteo de aportaciones estimables.
El libro de Álvarez Tardío y Villa García que se comenta engarza con lo mejor de esa tradición, al explotar a fondo las potencialidades del método narrativo más clásico sin prescindir por ello de las aportaciones de la politología; en concreto, los enfoques electorales y las enseñanzas de la teoría política. A poco que se esté atento, en sus páginas subyace la influencia intelectual de los grandes clásicos contemporáneos de la ciencia social adscritos, en su intrínseca pluralidad, a postulados liberales, desde Hans Kelsen a Friedrich Hayek, desde Hannah Arendt a Isaiah Berlin, desde Giovanni Sartori a Juan José Linz o Angelo Panebianco, por citar tan solo algunos de los asideros de referencia que se intuyen en la formación de estos autores.
Con un título sin duda sonoro, incluso excesivo y polémico, pero con evidente gancho para el ciudadano de a pie en unos tiempos en que cada vez se leen menos libros, 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular no dejará indiferente a nadie. Y no porque se preste a la diatriba fácil o resulte susceptible de instrumentación política, que también. De hecho, nada más anunciarse el libro, sin haber llegado siquiera a las librerías, ya bullían las llamadas redes sociales presas de encendido acaloramiento. El libro no pasará desapercibido dada su solidez argumentativa, la riqueza del relato verdaderamente apasionante que se nos brinda, su impresionante despliegue documental y el rigor con el que sus autores se han aproximado a la compleja temática que abordan. Un rigor que, explícitamente, ha huido de todo determinismo, de los planteamientos teleológicos propios de no pocos historiadores cuando han transitado por este período, y, en particular, de la muy arraigada costumbre de proyectar hacia atrás la larga sombra del golpe de Estado del 18 de julio de 1936, de la Guerra Civil subsiguiente y de la interminable dictadura en la que desembocaron.
Tal es uno de los mayores méritos de este libro, haberse construido como si ese desenlace no se supiera de antemano, mayoritariamente apoyado en fuentes primarias generadas al albur de los acontecimientos, y no a partir de los relatos y recuerdos construidos a posteriori. El volumen documental sobre el que se cimenta —una veintena de archivos y numerosas cabeceras de prensa de toda laya y condición— resulta verdaderamente descomunal, como también el trabajo de chinos desplegado durante largos años y en virtud de la complejidad intrínseca al análisis electoral, cuyos fundamentos técnicos, fuera del alcance de la mayoría de los especialistas en el período, Álvarez Tardío y Villa dominan como nadie.
Ciertamente, Fraude y violencia marcará un antes y un después en la historiografía sobre la crisis española del siglo xx . En primer lugar, por la revitalización de la historia política y del método narrativo que comporta, aquí reivindicados con orgullo y sin complejos. En segundo lugar, por el conocimiento distanciado, intensivo y desapasionado de uno de los procesos políticos más complicados de nuestro pasado reciente, susceptible todavía de levantar los más enconados debates ajenos al trabajo intelectual. Y en tercer lugar, porque sin duda ayudará a cambiar nuestra percepción sobre los años treinta, apuntalando un cuadro mucho más complejo que hasta ahora, y si se quiere más crudo y crítico sobre sus protagonistas —todos sus protagonistas—. Pero un cuadro escrupulosamente fiel a las fuentes al tiempo que situado conscientemente fuera del estéril y extemporáneo debate sobre la «legitimidad» del régimen y de todos los desastres que se sucedieron después (el golpe, la guerra, la dictadura…). Desastres cuya raíz última —implícita y explícitamente se subraya— no cabe buscar en derivas supuestamente vinculadas con aquellos comicios, que ni las prefiguraron ni las determinaron. Precisamente, lo que subyace en este estudio es la importancia de la contingencia y de la libertad de la acción humana que, para bien o para mal, nunca estuvieron prioritariamente condicionadas por el desenlace de la contienda electoral.
La Guerra Civil no fue inevitable ni resultó la consecuencia obligada de la vulneración parcial de la voluntad ciudadana expresada en las urnas. En realidad, hasta el inicio del recuento, el proceso electoral resultó notablemente limpio. De hecho, cualquiera que haya estudiado un poco las tramas golpistas impulsadas en aquella primavera desde ámbitos castrenses —aunque todavía insuficientemente conocidas— sabe que sus protagonistas no repararon ni poco ni mucho ni se rasgaron las vestiduras por el fraude electoral. Sintomático al respecto resulta que la dictadura, en sus casi cuatro décadas de vigencia, no se preocupara tampoco de indagar en la rotura de urnas, la vulneración de actas o la violencia intimidatoria que alentaron los segmentos más radicalizados del Frente Popular sobre sus adversarios y las autoridades responsables de garantizar el recuento. A los golpistas de 1936, al menos a su núcleo duro, les trajo al pairo si se respetó poco o mucho la voluntad popular en aquella cita electoral y en las anteriores. Para ellos, la democracia republicana estaba condenada de antemano, cosa que ni de lejos cabe atribuir al grueso del mundo conservador, claramente afín a criterios, cuando menos, legales y posibilistas (caso del mayoritario catolicismo político) o abiertamente liberales (caso de las diferentes opciones de centro, que también sumaron muchos apoyos). Los golpistas buscaron las fuentes de su «legitimidad» en otra parte, en su papel de garantes de las esencias patrias, no en saber si aquellas elecciones resultaron más o menos limpias o si hubo más o menos fraude en la contabilización de los resultados.
Como todo buen estudio electoral, el libro de Álvarez Tardío y Villa arranca con los prolegómenos que condujeron a la consulta, situándose en las crisis de gobierno de finales de 1935 y en la imposibilidad de configurar una mayoría parlamentaria suficiente ante la negativa de Alcalá-Zamora a dar la llave del mismo a José María Gil Robles y la CEDA. A partir de tales antecedentes, se van cubriendo todas las etapas y dimensiones del proceso que culminó en la cita del 16 de febrero de 1936. Así, se bucea en la procelosa y complejísima configuración de las diferentes candidaturas en liza y sus mutuos coqueteos (conservadores, centristas, las izquierdas). Como también se pormenorizan los detalles y los discursos de la campaña, los valores que se transmitían, la apabullante movilización social que comportó, la implicación de la Iglesia o el papel del anarcosindicalismo, no tan decisivo en su participación en la contienda como se nos ha venido contando hasta ahora. Si de todo esto se sabía mucho a partir del excelente estudio colectivo pilotado por Javier Tusell hace más de cuatro décadas, y otros posteriores de carácter local o más general, no por ello dejamos de encontrar ahora precisiones originales, reflexiones sugerentes y materiales que nos enriquecen considerablemente nuestro conocimiento previo.
Con todo, un aspecto que resulta absolutamente novedoso en este libro es el llamativo alcance de la violencia detectado por Álvarez Tardío y Villa durante la campaña electoral, que el estudio de Tusell obvió y que, antes de nuestros autores, solo Rafael Cruz intuyó en parte, pero con cifras significativamente menores que las aportadas por ellos. Las mismas, que fueron muy superiores a las de las elecciones de noviembre de 1933, sumaron un mínimo de 41 víctimas mortales (más otras 9 de dudosa pero no descartable adscripción política) y al menos 80 heridos graves. No es poco como indicador objetivo de las tensiones acumuladas y los desencuentros producidos entre los adversarios en liza, al calor de las colisiones alimentadas por la rivalidad política y la virulencia verbal propia del momento, que en modo alguno eran privativas de España. Si bien, a diferencia de otras confrontaciones electorales, aquí se partía del precedente nefasto de la insurrección de Octubre de 1934 protagonizada por la izquierda obrera, experiencia que lejos de ser recusada se esgrimió como un mito movilizador dirigido a pedir cuentas a aquellos que habían preservado la legalidad constitucional frente a los que la conculcaron.
Los capítulos claves del libro son los tres últimos, los que se centran en el análisis de la jornada electoral y, sobre todo, de los días decisivos que sobrevinieron después, cuando tras la dimisión de Portela Valladares y su gobierno, el gabinete encargado de preservar un recuento electoral que duraba varios días, se produjo su desaparición de la escena —auténtica huida—, abriendo la puerta a un gobierno de Manuel Azaña. Como todo el mundo sabe, este era el líder máximo del Frente Popular, al que llamó el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, para reconducir la difícil situación que se había producido al hilo de la impresionante movilización protagonizada en la calle por sus propias huestes. Los militantes del Frente Popular, socialistas y comunistas en primera línea, se convencieron de inmediato de que su triunfo estaba cantado y que nada ni nadie podría cuestionarlo, aun cuando el recuento no había concluido, solo se sabían resultados provisionales y quedaban aún muchas circunscripciones cuyos votos, dada su mayoritaria significación conservadora, podían ser cruciales hasta el punto de dar un vuelco a las previsiones iniciales. Si esa posibilidad ni siquiera se planteó fue porque, en las citadas circunscripciones, se prolongó y acentuó hasta extremos inauditos la campaña intimidatoria y la violencia contra los adversarios políticos y las autoridades encargadas de preservar un escrutinio limpio. Tal es, a muy grandes rasgos, la tesis de Álvarez Tardío y Villa, que, por otra parte, cuestionan y demuestran que nadie ha probado las supuestas presiones golpistas alentadas durante las mismas jornadas desde medios castrenses, poco menos que en connivencia con el líder de la CEDA.
Apoyado en un recuento estadístico tan valioso como irrebatible (por primera vez se han utilizado las cifras oficiales, desde hace mucho tiempo al alcance de los investigadores aunque parezca mentira), la tesis de nuestros autores no es una tesis cerrada. Pero sí cuestiona que la victoria del Frente Popular estuviera cantada poco después de iniciarse el recuento: «[...] sin el clima de intimidación y los fraudes probados, la mayoría podría haberse decantado hacia el centro-derecha». Pero esto, a su vez, solo era una probabilidad: «La imposibilidad de reconstruir los resultados verídicos impide, sin embargo, que se pueda ir más allá de afirmar que la victoria estaba al alcance de cualquiera de los dos bloques». Lo que no ofrece duda es la conclusión última: «[...] las falsificaciones probadas inclinaron el escrutinio a favor de las izquierdas, privando de trascendencia a la inmediata segunda vuelta». Luego vino la discusión de las actas recusadas en la comisión correspondiente de las Cortes, con un sinfín de abusos por parte de los representantes del Frente Popular, que hicieron valer su mayoría sin escrúpulo alguno, y la repetición de las elecciones en Granada y Cuenca en el mes de mayo, cuyas brutales arbitrariedades —una auténtica estafa desde el punto de vista democrático— nos las cuentan Tardío y Villa con todo lujo de detalles. Si se añade la treintena de escaños (entre 29 y 33) conseguidos por las izquierdas gracias a las alteraciones de la primera vuelta electoral a los generados por la Comisión de Actas de forma abusiva (23), suma un total que bien pudiera haber cambiado el balance de los comicios, como sostienen nuestros autores.
Con todo, más allá de quién hubiera obtenido la victoria y de las dudas objetivas que el proceso descrito despierta sobre el desenlace de la pugna electoral, lo verdaderamente relevante y la más significativa aportación de este libro es la constatación del cerco a la legalidad que se produjo en varias circunscripciones durante el conteo de votos, abriendo una secuencia que se manifestó en gran parte de España, durante los meses siguientes, en ámbitos como el control del poder local, el permanente y cotidiano asedio al mundo conservador, las relaciones laborales, el orden público, las manifestaciones de anticlericalismo, etc. Al fin y al cabo, la historia del fraude electoral contaba con añejos antecedentes en la historia constitucional de España. No había nada nuevo bajo el sol, salvo el hecho no menor de que ahora el fraude se producía en un marco formal e institucionalmente democrático. Bien vista, la pretensión de acabar de la noche a la mañana con tan insana y arraigada costumbre —y en eso no han reparado mucho los historiadores— no dejaba de ser una ingenua pretensión. A los excluidos de ayer no se les podía exigir una pureza democrática en la que no habían sido socializados. En febrero de 1936 se aplicó aquello del quítate tú para ponerme yo, en la ensoñación de que habría de ser para siempre, al menos en boca de los compañeros de viaje de don Manuel Azaña, que no pareció darle mucha importancia al asunto: «Una vez más se optaba por mantener una política de exclusión de consecuencias demoledoras para la sostenibilidad de la alternancia democrática». Por otra parte, la propia coyuntura de entreguerras no lo propiciaba, dado el retroceso de la idea democrática de raigambre liberal por todos los rincones del continente y aun más allá, impugnada por sus poderosos enemigos a diestra y siniestra. En eso España tampoco fue una excepción. El balance, por tanto, resulta demoledor.
Dicho lo cual, cabe subrayar que, con todas sus limitaciones, la República que se institucionalizó en 1931 con la aprobación de la Constitución era una democracia. Se podrá discutir si tal diseño institucional fue mejor o peor, más o menos incluyente, como también se podrá poner en tela de juicio el sistema electoral por el que se optó o el papel atribuido a la jefatura del Estado. Pero nadie puede negar el perfil democrático de aquel régimen. Esta es la perspectiva desde la que escriben Tardío y Villa, cuya valoración positiva de la democracia parlamentaria recorre todas las páginas del texto, pese a las barbaridades que algunos publicistas de oficio de signo dispar o espontáneos en las redes han dejado caer al calor de la polvareda sectaria despertada por este libro. Cosa muy distinta sería adjudicar la categoría de demócratas a varios de los sectores políticos en presencia —sin duda muy importantes— y a sus muy irresponsables líderes, cuya actuación y discursos dejaron mucho que desear, como se ilustra hasta la saciedad.
Llegados a este punto, resulta obligado plantear un interrogante ineludible, que está en el meollo de las polémicas políticas que han salpicado a nuestros autores y en las que, con buen tino, se han resistido a entrar. ¿Determinó el resultado de aquella consulta electoral la Guerra Civil que estalló unos meses después? Desde la perspectiva del historiador imbuido de valores democráticos —que a todas luces es la de Tardío y Villa—, la respuesta es concluyente y negativa por todos los conceptos. Pese a constituir una innegable aberración democrática, el fraude electoral no podía justificar una monstruosidad como el golpe de Estado del 18 de julio y el océano de sangre que produjo a continuación, como tampoco la dictadura cruenta que tomó el relevo. Si casi cincuenta años de régimen constitucional liberal —con sus insuficiencias, su acusado clientelismo y su déficit representativo— no justificaron el golpe y la dictadura de Primo de Rivera (un régimen prácticamente incruento, pero que significó un retroceso en toda regla), menos aún en el caso de la democracia republicana, que al fin y al cabo consagró importantes derechos ciudadanos y apostó por avances sociales y culturales más que ambiciosos, afrontando reformas necesarias en múltiples planos. Pero incluso si tales conquistas no hubieran figurado en su haber, más le hubiera valido a este país continuar ejercitando el derecho al sufragio por más que se produjeran fraudes y flagrantes irregularidades. No fueron pocos, sin embargo, los que desde flancos diversos del ruedo político se empeñaron en dinamitar aquel edificio político.