Copyright © 2017:  Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Transcurrido un año desde su publicación, este trabajo estará bajo licencia de reconocimiento Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obra derivada 4.0 España, que permite a terceros compartir la obra siempre que se indique su autor y su primera publicación en esta revista. 

SUMARIO

  1. Notas

I

Este texto, con el que el que el profesor Aragón Reyes ha examinado el grave problema que nuestro ordenamiento tiene con la figura de los decretos leyes desde la aprobación de la Constitución, constituye un libro importante por varios motivos.

Para empezar, es el último trabajo de uno de los constitucionalistas más lúcidos que tenemos en España en estos días tan complejos para la Constitución española y para la democracia parlamentaria. Aunque parezca mentira, en este año en el que vamos a conmemorar el cuadragésimo aniversario de la aprobación de la Constitución más fructífera de la historia de España, hay juristas que plantean abiertamente desobedecerla e incumplirla. Algunos de ellos vulnerando incluso el juramento de hacerla cumplir que en el pasado hicieron al asumir altas responsabilidades de Estado. Frente a ello son muy de agradecer voces claras como las de Manuel Aragón, que llaman a respetar los principios básicos de la democracia y el Estado de derecho, y, más concretamente, los preceptos contenidos en la Constitución. Este libro constituye otra aportación más del autor en la defensa del recto cumplimiento de nuestro régimen constitucional.

Se trata también de un libro importante por la materia que trata y por la forma en que la misma es tratada: los decretos leyes y, específicamente, el abuso que se ha hecho de ellos durante cuatro décadas, claramente fuera de los estrictos límites que había establecido el texto constitucional. El tema ciertamente no es nuevo: como recuerda el propio Aragón, ya muy tempranamente, en 1979, Javier Salas Hernández advirtió de los peligros y desde entonces algunos llevamos años insistiendo, infructuosamente, en que el instrumento previsto en el art. 86 de la Constitución para que el Gobierno pueda dictar extraordinariamente normas con fuerza de ley se ha acabado convirtiendo de forma indebida en un instrumento ordinario para legislar, alternativo a las leyes aprobadas por las Cortes.

Como tuve ocasión de poner de relieve en 1985 (¡hace ya más de treinta años!), desde el inicio de la vigencia de la Constitución los Gobiernos recurrieron con demasiada frecuencia a dictar decretos leyes, muchos de ellos dudosamente fundados en un presupuesto habilitante acorde con las exigencias de la Constitución. Todos ellos superaron sin dificultad el trámite parlamentario. Y el control por el Tribunal Constitucional se enfocó desde el principio hacia una doctrina flexible y benevolente sobre todos los límites contenidos en el art. 86.

Nada ha mejorado desde entonces. Yo mismo concluí en un nuevo trabajo sobre la figura que publiqué años después, en 1989, que, a despecho de las numerosas limitaciones del uso del decreto ley acumuladas por el art. 86 CE, el propósito del constituyente «había sido un propósito fallido». Y a idéntica conclusión han ido llegando numerosos trabajos que se han ido sucediendo con los años, como los de Gallego Anabitarte, De Vega García, Carrillo López, Tur Ausina, o, más recientemente, Martín Rebollo, entre otros muchos.

Pero la llamada de Aragón a poner límite al abuso del decreto ley no es una advertencia más que pueda caer en saco roto. Varios elementos la hacen verdaderamente especial. Por una parte, el foro en que la primera presentación pública de este texto tuvo lugar. Como recuerda el autor, el origen del trabajo se encuentra en su discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, que se celebró el 6 de abril de 2016 en sesión solemne presidida por S. M. el rey Felipe VI. En tan propicio escenario y en presencia, entre otras muchas personas, de políticos y de antiguos y presentes magistrados del Tribunal Constitucional, el nuevo académico dejó meridanamente claro que no podemos seguir así, que el Gobierno no puede seguir recurriendo al decreto ley con la frecuencia que lo hace, el Parlamento no puede seguir convalidándolos como un mero trámite y el Tribunal Constitucional no puede seguir mirando para otro lado.

Decir todo esto en la Academia no es cualquier cosa. Decirlo ante semejante público, interpelado directamente, tampoco. Pero, además, a todo ello viene a sumarse que quien lo dice no es cualquiera, porque quien ha hecho esta nueva llamada a recuperar el carácter excepcional del decreto ley tal y como fue recogido en la Constitución, y cambiar la trayectoria desafortunada de abuso de esta figura normativa, es alguien que, además de sus restantes y bien conocidas credenciales, ha sido nueve años un relevante magistrado del Alto Tribunal, quien no ha tenido reparo en reconocer ahora públicamente que no pudo contribuir suficientemente a cambiar esta deriva y formula en consecuencia la correspondiente autocrítica («una jurisprudencia flexible a la que yo por cierto he contribuido por acción u omisión»). Si con todos estos ingredientes quienes tienen que escuchar tan poderosa voz no lo hacen, es que la cosa no admite ya reconducción alguna.

II

El autor ha ordenado su exposición en once capítulos, tras advertir con claridad en una breve «Nota preliminar» sobre su propósito: afrontar «un gran problema muy necesitado de urgente solución […] que ha llegado a un extremo de gravedad que nuestro ordenamiento no puede soportar».

En los tres primeros capítulos Aragón se ocupa de la teoría, repasando la noción de decreto ley o «legislación gubernamental de urgencia», sus precedentes españoles, el reconocimiento de la figura en el derecho comparado, y el régimen jurídico establecido para el decreto ley en el art. 86 de la Constitución. Como todo ello es bien conocido para los lectores de esta crónica me limito a destacar que ya en la misma introducción el autor deja claro que el legislador de urgencia no puede convertirse en legislador ordinario, no solo por prohibición constitucional, sino por el principio constitucional de que la potestad legislativa reside en las Cortes y la legitimidad democrática de la ley se basa no solo en la mayoría que la aprueba, sino también en el procedimiento parlamentario para su elaboración, mediante el debate público y plural. Hasta el extremo de que, apoyándose en los imprescindibles Fundamentos de Derecho Administrativo del profesor Santamaría Pastor, Aragón se cuestiona incluso la coherencia democrática de la figura, que suele justificarse en la «falaz» doctrina de la crisis del Parlamento.

El catedrático cordobés deja claro también que la excepcionalidad del decreto ley no se refiere a la situación a regular, sino que se predica de la norma, que solo excepcional y extraordinariamente debe usarse para legislar. Extremo que vuelve a repetir luego varias veces a lo largo del libro, en más de una ocasión para poner de relieve que el Tribunal Constitucional ha caído más de una vez en esa confusión, o, si se prefiere, en esa excusa.

Pero, sin solución de continuidad, en el corolario del mismo capítulo III pasa de la teoría a la evidencia de la práctica y se hace eco de la discrepancia entre una y otra, bajo el elocuente título «El uso desviado de los decretos leyes, los datos de la práctica». En la fecha del cierre del libro que se reseña esos datos eran tremendos: desde 1979 a noviembre 2015 se han dictado 518 decretos leyes por 1452 leyes y 341 leyes orgánicas (lo que constituye sobre el 30 % respecto del total de leyes). Desdichadamente la estadística tampoco ha mejorado desde que el autor dio su libro a imprenta. En el especialísimo año 2016, el año de las dos investiduras, se aprobaron dos leyes (ambas orgánicas y a finales de año) y siete decretos leyes. Y en 2017, hasta finales de mayo, las Cortes solo han aprobado una ley (transposición de directiva) mientras que el Gobierno ha dictado nueve decretos leyes, y ya en novimebre el balance es de nueve leyes (tres transposiciones de directivas) por quince decretos leyes.

III

El libro explica con detalle las circunstancias del problema (capítulo IV). Se ha abusado del decreto ley porque ni se ha respetado la excepcionalidad del presupuesto de hecho constitucionalmente tasado, ni se han evitado decretos con fuerza de ley sobre materias constitucionalmente vedadas, ni quienes tenían que controlar que ninguna de esas cosas ocurriera lo han hecho (en primer lugar los sucesivos Gobiernos, luego el Congreso y finalmente el Tribunal Constitucional).

Repasar las circunstancias en que muchos decretos leyes han justificado su extraordinaria y urgente necesidad muestra un auténtico museo de los horrores. Para empezar, no ha sido infrecuente que, sencillamente, el texto de la norma no haya motivado ni siquiera las razones para recurrir a este instrumento extraordinario. Prescindiendo de ello —lo que ya es mucho prescindir—, la extraordinariedad, la urgencia o la necesidad, o todo ello conjuntamente, no aparece por ninguna parte en muchos de los decretos leyes dictados. No es cuestión de extenderse en cada una de las numerosas piezas de este museo, pero basta con recordar, como ejemplos escogidos entre decenas, justificaciones que se han esgrimido, como la de dar cumplimiento a una proposición no de ley o apelar a una regulación de una materia por estar contenida en un anterior decreto ley, o extravagancias como la de aplazar meses la entrada en vigor del decreto ley, o la de fundamentar la extraordinaria urgencia en dar coherencia a un conjunto normativo —en este caso, la normativa concursal— desordenada por otro decreto ley inmediatamente anterior (RDL 11/2014, de 5 de septiembre, que viene a recuperar «la coherencia de la normativa» tras el RDL 4/2014, de 7 de marzo). Precisamente, este Decreto Ley 11/2014 es uno de los escogidos por Aragón en el capítulo IX para examinar en detalle con algunos casos concretos los vicios habituales de la decretación de urgencia y confirma, junto a tantos otros, la conclusión de nuestro autor de que lo extraordinario, lo urgente y lo necesario han ganado el marchamo de lo ordinario en nuestro cuadro de fuentes, permitiéndose que el decreto ley sea hoy un instrumento dinámico y expansivo más allá de las previsiones constitucionales.

Y todo ello sin entrar a valorar la frecuente transgresión de los límites materiales impuestos por el art. 86 CE, siendo así que se han dictado decretos leyes que expropian o que han afectado a los elementos esenciales del derecho sancionador o de los derechos presupuestario o tributario, por citar solo algunos territorios particularmente llamativos. Por no hablar de los decretos leyes que manipulan con naturalidad la estructura del ordenamiento, que prorrogan o reiteran normas, que propician delegaciones legislativas o reglamentarias, que regulan materias puramente reglamentarias, o que modifican abiertamente leyes orgánicas (por no hablar del valor sanatorio concedido a la conversión del decreto ley en ley orgánica permitido por la inconcebible STC 111/83, de 2 de diciembre). O, como destaca Aragón, de las leyes singulares aprobadas por decreto ley, que dejan a los destinatarios sin recurso al juez ordinario (capítulo VI), o la asombrosa variedad de los decretos leyes ómnibus, que regulan decenas de materias diferentes y modifican de un manotazo docenas de leyes (capítulo VII).

Para cualquier Gobierno poder dictar sin demasiados límites normas con fuerza de ley que entran en vigor al día siguiente y sin tener que debatirlas en las Cortes es, desde luego, una facultad formidable. Y lo cierto es que, tras constatar el Ejecutivo que el Legislativo no ponía mayores inconvenientes (solo tres decretos leyes no han sido convalidados en cuarenta años y dos de los mismos fueron dictados de nuevo y convalidados finalmente) y que el Tribunal Constitucional aceptaba la interpretación más flexible y benévola de los límites marcados por el art. 86 CE, no es extraño que los sucesivos Gobiernos hayan ido incrementando su entusiasmo y confianza con el paso del tiempo y la acumulación de precedentes y hayan pasado de una timidez (relativa) a la audacia ilimitada y de lo concreto a lo universal, usando la figura para desarrollar integralmente políticas enteras, para modular sectores sociales o económicos completos, para reordenar y racionalizar las Administraciones, para incidir repetidamente en los presupuestos generales del Estado o en las obligaciones fiscales de los ciudadanos, o para ocupar espacios que inicialmente se consideraron impensables con una simple lectura de la Constitución, como el de la deuda pública, la planificación económica o la financiación autonómica o local, por citar solo otros ejemplos.

En particular, la política económica, como argumento de necesidad permanente y grave, ha sido y sigue siendo, en la práctica, un gran generador de decretos leyes. Su uso permite afrontar crisis de todo orden, superar cualquier déficit, adaptar los tributos a las políticas macroeconómicas o, en sentido contrario, exprimir el provecho de los momentos de expansión. Todo ello con acumulación de medidas en cada decreto ley, justificadas genéricamente por el Gobierno, y que en ocasiones responden además a las peticiones de los propios agentes económicos y sociales —o de los lobbies—, quienes invocan el uso de esta vía expeditiva para que se ratifiquen sin premura sus acuerdos o sus peticiones.

Si malo es que el Parlamento delibere poco y adopte escasas medidas en tiempos de necesidad, peor aún es que el Gobierno use profusamente los decretos leyes para sustituir unos presupuestos simplemente aparentes, como ha ocurrido en el pasado, o para modificar sin el debido debate parlamentario la estructura del gasto público en España. Así, vía decreto ley se ha aprobado, en efecto, el gasto de miles de millones de euros, sin que el Parlamento haya intervenido nada más que para ratificar lo previamente decidido por el Gobierno. Con el agravante de que muchos de ellos tampoco se han tramitado luego como proyectos de ley.

Frente a todo ello, Aragón llama con razón la atención sobre el hecho añadido de que el legislador no haya manifestado en cuarenta años señales de reacción y el supuesto control parlamentario haya resultado inoperante (capítulo IV.1). Es cierto que puede considerarse lógico que, en un régimen parlamentario, la mayoría parlamentaria haya acompañado y arropado a su Gobierno, hasta el punto de que prácticamente todos los decretos leyes han sido convalidados y solo 113 se han tramitado luego como proyectos de ley para poder introducir enmiendas a posteriori. Pero extraña que las sucesivas oposiciones, que ocasionalmente han generado algún debate agrio sobre concretos decretos particularmente polémicos en términos políticos, no hayan puesto con carácter general en entredicho el uso que se viene haciendo de tan polémico instrumento constitucional, ni hayan planteado seriamente la responsabilidad política de un Gobierno por la utilización desviada del mismo. De hecho, como paradoja de las paradojas, se han producido incluso peticiones de los grupos parlamentarios para que el Gobierno dicte un decreto ley, por no citar también los casos, ya innumerables, en los que el Gobierno o los partidos han anunciado públicamente que están negociando los términos de un futuro decreto ley, que una vez «negociado» y publicado en el BOE pasa por el Congreso como alma que lleva el diablo.

Solo recientemente, en el acuerdo formalizado por el Partido Socialista y Ciudadanos en 2015 para propiciar la investidura del candidato Pedro Sánchez, finalmente rechazada, se ha planteado una propuesta para que el Parlamento adquiera una mayor capacidad de acción: se trataría de que en todo decreto ley, tras su convalidación parlamentaria, se produzca su tramitación como ley simplemente cuando así lo soliciten dos grupos parlamentarios o un tercio de los diputados, sin necesidad de acuerdo del Pleno de la Cámara.

En cualquier caso, con ser cierto que los Gobiernos han abusado y los parlamentarios, impasibles, lo han permitido, el trabajo de Aragón deja claramente en evidencia que el Tribunal Constitucional ha tenido una especial responsabilidad al tolerarlo. Sobre este extremo, el análisis del catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid es particularmente extenso, según veremos en el punto siguiente. Antes de entrar en ello, sin embargo, interesa comentar, aunque sea brevemente, que el libro dedica también su propio apartado a los decretos leyes autonómicos (capítulo VIII).

La posibilidad de que los Gobiernos autonómicos puedan dictar decretos leyes en las nueve comunidades autónomas que desde 2006 han recogido la figura en sus estatutos es considerada por Aragón poco oportuna, por contribuir a debilitar a los Parlamentos autonómicos y al régimen parlamentario en las comunidades autónomas y porque impide a las minorías en dichos Parlamentos impugnarlos ante el Tribunal Constitucional. Critica además su uso, al constatar que a nivel autonómico se están reproduciendo los mismos vicios que a nivel estatal, dado que entre 2007 y 2014 se ha usado ampliamente la potestad de dictarlos en las nueve comunidades que desde 2006 han recogido la figura en los estatutos (205 decretos leyes frente a 826 leyes) y con las mismas flexibilidades ya comentadas sobre el presupuesto habilitante y sobre los límites materiales, respecto de los cuales Aragón entiende que, aunque los estatutos varían en sus redacciones, deben ser al menos los previstos por el art. 86 CE.

No extraña por tanto que el autor concluya que, dado el menor alcance de las competencias autonómicas y la simplificación institucional de sus Parlamentos, el control por el Tribunal Constitucional debería ser más incisivo todavía que el de los decretos leyes estatales, posibilidad que considera enunciada pero no concretada en la STC 93/2015 (ratificada por las SSTC 230/2015 y 211/2016). Viene aquí a cuento recordar algo que escribí en su día al rechazar por inconstitucionales —como ahora hace el propio Aragón— los cinco decretos leyes dictados en 1983 en el País Vasco, sin habilitación estatutaria alguna y resucitando la vieja teoría, afortunadamente hoy bien embridada constitucionalmente, de que la necesidad es en sí misma fuente del derecho que legitima cualquier ordenanza. Dije entonces y mantengo hoy, al hilo de lo que critica Aragón, que si hay razones poderosas para restringir el decreto ley estatal al ámbito de lo excepcional, más razones hay aún a nivel autonómico, dado el tamaño y la cercanía de las Asambleas autonómicas, que pueden reaccionar con rapidez incluso ante las urgencias más extraordinarias, sin dilatar las medidas que sean necesarias. Utilizando los procedimientos parlamentarios especiales que, como la lectura única y la urgencia, dotan a los Parlamentos modernos de capacidad de reacción inmediata, sin necesidad de alterar el orden normal de las cosas mediante la sustitución del Legislativo por el Ejecutivo.

IV

Centrados ya en la actuación del Alto Tribunal, el libro refleja que hasta el 30 de noviembre de 2015 se habían examinado 58 decretos leyes por el mismo, que decidió anular en 28 casos (2 en todo y 26 en parte del decreto ley), pero solo en 15 ocasiones apreció infracción del art. 86 de la Constitución. Frente a ello, Aragón Reyes realiza un análisis merecidamente crítico de la jurisprudencia constitucional (capítulos V a VII y capítulo IX), considerando que el Tribunal no ha respetado el significado constitucional del decreto ley al permitir que lo excepcional se convierta en ordinario, que ha sentado una imprecisa consideración de su definición como norma «provisional», que ha hecho una interpretación flexible de la «extraordinaria y urgente necesidad», y que ha permitido decretos leyes tan fuera de sentido como los que regulan materia propiamente reglamentaria, los citados ómnibus o «de contenido heterogéneo», o los decretos leyes singulares.

En efecto, el Tribunal Constitucional le ha dicho al poder ejecutivo que puede recurrir al decreto ley dada la «utilidad de la decretación de urgencia en el tiempo presente» y el «amplio margen de discrecionalidad que cabe conceder al Gobierno», y que la extraordinaria y urgente necesidad puede deducirse «de la apreciación de prioridades del programa del Gobierno», siendo un instrumento útil para la acción política gubernamental. Entre otras cosas, dice el Tribunal, porque permite «dar respuesta a las perspectivas cambiantes de la vida actual». Ha dicho también que «la utilización de este instrumento normativo se estima legítima en todos aquellos casos en que hay que alcanzar los objetivos marcados para la gobernación del país que, por circunstancias difíciles o imposibles de prever, requieren una acción normativa inmediata o en que las coyunturas económicas exigen una rápida respuesta». Por todo ello, el Tribunal se ha negado generalmente a anular un decreto ley, alegando incluso la falta de prueba en contrario o su propia incapacidad para pronunciarse sobre la oportunidad técnica de las medidas.

A tenor de ello Aragón concluye que la extraordinaria y urgente necesidad, en la concepción asumida por el Tribunal desde sus primeras sentencias (STC 29/1982 o STC 6/1983), «se trata de una cláusula que deja en manos de Gobierno y Congreso la libre apreciación política de su constatación en el caso, solo limitada, jurídicamente, por el uso abusivo o arbitrario. Esto es, no un verdadero concepto jurídico indeterminado, sino un apoderamiento a los órganos políticos para actuar con discrecionalidad, lo que supone una notable flexibilización de la previsión constitucional que algunos autores —De Otto o Santolaya Machetti— sí han considerado correcta».

De hecho, sentencias posteriores como la STC 182/1997 o la STC 189/2005 han consolidado la doctrina de que la función del Tribunal es garantizar «que en el ejercicio de esta facultad, como de cualquier otra, los poderes se muevan dentro de la Constitución, de forma que el Tribunal Constitucional podrá, en supuestos de uso abusivo o arbitrario, rechazar la definición que los órganos políticos hagan de una situación determinada». Y Aragón apostilla que de este modo la limitación de la facultad gubernamental se transforma en una limitación negativa, sin que se trate de probar que se da el presupuesto de hecho habilitante, sino de controlar que la justificación no sea arbitraria.

Sentado esto, que obviamente resulta decisivo, el libro pone de manifiesto, a mayor abundamiento, otras carencias no menores de la jurisprudencia constitucional. Así, aunque el Tribunal dijo tempranamente que la extraordinaria y urgente necesidad debe motivarse por el Gobierno de manera explícita y razonada, sin acudir a meras fórmulas rituales, lo cierto es que ni el Gobierno ha evitado el uso de fórmulas genéricas (señaladamente, según se viene diciendo, la «crisis económica»), que ha usado también genéricamente para dar cobertura simultánea a una infinidad de medidas (especialmente en los «decretos ómnibus»), ni el Tribunal ha solido reprochárselo (con excepciones como la STC 68/2007 o la STC 137/2011, que sin embargo no han tenido continuidad).

También proclamó el Tribunal tempranamente que el decreto ley solo procede si la situación de extraordinaria y urgente necesidad no puede ser atendida por el procedimiento legislativo de urgencia, pero tan sensata declaración no ha producido efecto alguno en la práctica de control de más de treinta años (nuevamente excepciones como la STC 68/2007 o la STC 137/2011, que tampoco han tenido continuidad en sentencias como la STC 93/2015). Ni el Parlamento lo alega, ni el Tribunal se preocupa de indagarlo. Como esto último no es fácil, Manuel Aragón propone que la motivación del decreto ley explique por qué no cabía dicho procedimiento de urgencia. Pero ello ha sido rechazado expresamente por el Tribunal en la STC 93/2015.

No menos susceptible de crítica considera el profesor Aragón la interpretación acerca de las materias excluidas por el art. 86 CE., edificada por el Tribunal Constitucional a partir de la polémica sentencia sobre la expropiación de RUMASA. Critica así la flexibilización del término «afectar» referido a los derechos del título I de la Constitución, y critica, con una argumentación algo menos desarrollada que en otros puntos, que se haya interpretado que la limitación se refiere no ya a dichos derechos, sino al «ordenamiento» o régimen jurídico de los mismos, y que el Tribunal haya sugerido equívocamente como parámetro «el contenido y elementos esenciales de los derechos», cuando nuestro autor entiende que el decreto ley no puede afectar «a cualquiera de las facultades del contenido del derecho, aunque se trate de una facultad que no integre el núcleo más reducido del derecho, esto es, su contenido esencial».

Queda en cualquier caso nítida la crítica de nuestro autor a los decretos leyes singulares que, como el citado de expropiación de RUMASA, dejan sin tutela efectiva al afectado por el decreto ley dado que no cabe recurso contencioso ni recurso de amparo contra leyes o asimilados (capítuloVII). En este aspecto el libro refleja algunas razones existentes para la esperanza porque, aunque no expresamente dictadas sobre decretos leyes, ya se han ido acumulando sentencias que han venido a poner coto a las leyes autoaplicativas, como la STC 48/2005 y, muy principalmente, las SSTC 129/2013 y 203/2013 (reiteradas con la STC 50/2015).

En el libro se critica, en fin, justamente que la flexibilidad interpretativa haya conducido también al Tribunal a equiparar la función del decreto ley no solo con la de la ley sino con la del reglamento. Lo cual se rechaza seriamente, en línea con algunos votos particulares formulados en sentencias como las SSTC 329/2005 y 332/2005 (Casas Bahamonde), la STC 12/2015 (Ortega Álvarez) o la STC 199/2015 (Asúa Batarrita, Valdés-Dal-Ré y Xiol Ríos).

V

Capítulo propio merece la cuestión de los decretos leyes ómnibus, a los que el autor dedica expresamente el mencionado capítulo VI. La experiencia de estos últimos años está siendo devastadora, con numerosos decretos leyes que contienen decenas de medidas y modifican decenas de leyes. Hasta el punto de que la mayoría de las normas ómnibus que regulan en una sola norma inacabable diversos objetos y materias son precisamente decretos leyes. Como manifestación clamorosa de ello cabe citar el RDL 8/2010, de 20 de mayo, sobre medidas extraordinarias para la reducción del déficit público, o el controvertido RDL 8/2014, de 4 de julio, de aprobación de medidas urgentes para el crecimiento, la competitividad y la eficiencia, con sus 117 páginas debatidas en sede parlamentaria la semana siguiente, para cambiar 26 leyes con un paquete de 47 medidas económicas. Por su parte, el libro (capítulo IX) examina también como caso no menos notable el RDL 1/2014, de 24 de enero, de reforma en materia de infraestructuras de transporte y otras medidas económicas, que modifica diez leyes, y además con artículos de extensísima redacción.

En el mencionado capítulo VI, Aragón muestra su preocupación por todo ello, tanto más aún que respecto de las leyes ómnibus o de acompañamiento, dado que estos decretos leyes de contenido heterogéneo, frecuentemente muy complejo, son estudiados por los parlamentarios con escaso tiempo y pasan por el Parlamento con un único debate de lectura única (convalidación), en una sola Cámara (Congreso de los Diputados) y sin posibilidad de debatir la mayoría de sus numerosas medidas en intervenciones parlamentarias desarrolladas en turnos que no exceden de diez minutos.

Pero el Tribunal no ha sido sensible a estos argumentos, como demuestra la STC 199/2015, dictada precisamente en relación con el citado RDL 8/12014, que, como detalla Aragón, contiene una política económica completa, incluyendo medidas fiscales, laborales, administrativas, educativas, civiles, culturales, militares, industriales, de energía, sobre turismo, de navegación aérea, de puertos, de transporte ferroviario, sobre el evento «120 años de la primera exposición de Picasso» y, para remate, de apoyo a los damnificados por el terremoto de Lorca.

Esta enormidad no ha merecido el reproche del Tribunal porque «no nos compete efectuar un control sobre su calidad técnica». Día llegará en que vicios de técnica normativa tan groseros como los de este decreto ley sean tenidos en cuenta por los tribunales, aunque solo sea para hacer realidad los principios más elementales de la normación, como los recogidos hoy en las nuevas leyes administrativas 39/2015 y 40/2015. Pero al margen de ello, yerra el Tribunal al remitir esta cuestión a la calidad normativa, cuando un porcentaje abrumador de las medidas contenidas en este decreto ley (y estoy por decir en todos los decretos leyes ómnibus) no guardan relación con la extraordinariedad y la urgencia que son exigibles, no ya de la norma en su conjunto y su justificación genérica («la crisis»), sino de cada concreto mandato normativo contenido en el decreto.

Por eso el autor coincide con los tres magistrados que formularon voto particular a esa sentencia y yo no puedo menos que coincidir con el autor y con el voto, que entre otras cosas señala que el «uso notoriamente desmedido, fraudulento o abusivo de la figura del decreto ley comporta un grave desequilibrio de la arquitectura constitucional, dejando en entredicho la propia noción de democracia parlamentaria» y que «cualquier intento de localizar en el RDL 8/2014 este nexo común, esta situación de extraordinaria y urgente necesidad, resulta baldío por la sencilla razón de que no existe».

Como coincido también con Aragón sobre su conclusión final en este punto: un poder legislativo excepcional atribuido al Gobierno no lo es con carácter general, sino que solo debe usarse para materia concreta, de forma que si se precisa tratar varias materias, cada una de ellas tiene que ser objeto de decretos leyes separados. Como he escrito en otro lugar, es imposible que el ordenamiento sea mínimamente ordenado, claro y sencillo si siguen aprobándose normas ómnibus, por lo que he propuesto, para empezar, actuar sobre los proyectos iniciales con una regla similar a la del tantas veces recordado art. 158 de la Constitución de Colombia: «Todo proyecto debe referirse a una misma materia y serán inadmisibles las disposiciones o modificaciones que no se relacionen con ella». El acto de calificación parlamentaria comprendería, tal y como ha desarrollado con finura la Corte Constitucional colombiana, verificar si existe una «concatenación sustancial» con el «eje central» en relación con el cual todas las partes han de guardar coherencia y armonía, «conexidad causal, teleológica, temática, o sistemática con la materia dominante». Y todo ello debería tener como consecuencia un posterior control judicial muy riguroso con la «omnibusmanía».

Entre nosotros, ya el Reglamento del Parlamento de Cataluña ha exigido en su art. 101.1 que los proyectos y proposiciones de ley tengan un objeto material determinado y homogéneo. A nivel estatal, la LO 3/84 de Iniciativa Popular ha establecido como causa de inadmisión a trámite de estas proposiciones el que las mismas versen «sobre materias manifiestamente distintas y carentes de homogeneidad entre sí». Y el propio Tribunal Constitucional ha exigido homogeneidad en otros textos normativos, no solo en lo que se refiere a la materia electoral (STC 72/1984), sino muy especialmente a la Ley de Presupuestos (STC 76/1992 o STC 248/2007). Nada impide, por tanto, que el legislador amplíe la exigencia a cualquier proyecto de ley. Y, desde luego, que todo ello se haga especialmente extensible a los decretos leyes.

VI

El libro tiene junto al título principal (Uso y abuso del decreto-ley) un subtítulo no menos atractivo: Una propuesta de reinterpretación constitucional. Así pues, junto a la crítica fundada del status quo, propuestas concretas para retomar la senda constitucional. Propuestas que el autor incluye en un capítulo X y en un breve capítulo XI de «Conclusión», en gran parte agrupando las que, como hemos visto, ha ido formulando en los capítulos anteriores.

Me permito, para no alargar esta crónica y remitir ya al lector a tomar el libro en sus manos y disfrutar de sus numerosos detalles, dar noticia de dichas reflexiones finales agrupándolas en tres grandes renglones.

  1. El profesor Aragón no propone eliminar el art. 86 CE y con ello la facultad del Gobierno de dictar normas con fuerza de ley en casos extraordinarios y urgentes. Considera que lo imponen las exigencias a las que ha de enfrentarse el Estado de nuestro tiempo. Tampoco propone reformar la Constitución para un mejor trazado constitucional de la figura. Todo es perfectible y, de hecho, a mi juicio, en una eventual reforma constitucional no estaría de más dejar más claros los límites materiales del decreto ley. Pero el problema no está en la Constitución, sino en su aplicación.

    La Carta de 1978 ha consagrado la primariedad de la ley formal y del papel del Parlamento en su elaboración y aprobación, sin que quepa un principio de indiferencia sobre la titularidad de la facultad para legislar, ni sobre el procedimiento a seguir para hacerlo. Y al tiempo ha reconocido con realismo la posibilidad de dar respuesta urgente a necesidades extraordinarias, pero acumulando cautelas y restricciones severas, derivadas precisamente del conocimiento de la realidad, es decir, de la constatación histórica de la vocación del Ejecutivo por disputar al legislador el dominio de la capacidad normativa.

    La cuestión es que esos límites y restricciones tienen que respetarse y hacerse respetar. Eso es lo que falta y lo que hay que conseguir. Como en tantas otras cosas, dice el autor, de lo que se trata es de tomarse la Constitución en serio.

  2. Para ello resulta indispensable que el Tribunal Constitucional revise seriamente su doctrina. Y en todos sus extremos. Los expone Aragón «como un deber de colaboración intelectual que tengo con esa Institución, como constitucionalista e incluso como antiguo miembro de ella».

    Se trata de que el decreto ley, como norma excepcional, solo pueda ser usado cuando no haya otro modo normativo de actuar, bien mediante el procedimiento legislativo urgente, bien mediante la aprobación de un reglamento.

    Se trata de impedir los decretos leyes autoaplicativos (por ejemplo, los expropiatorios) y los de contenido heterogéneo.

    Se trata de que se interprete estrictamente la extraordinaria y urgente necesidad como presupuesto de hecho. Exigiendo para ello que el expediente y la exposición de motivos detallen explícitamente las razones. Con motivaciones concretas y relativas a todas y cada una de las medidas. Y dando explicación suficiente de por qué no puede recurrirse a los procedimientos legislativos de urgencia.

    Se trata de que el Tribunal no se limite a constatar que no existe arbitrariedad, sino que enjuicie la inexistencia de desproporción entre el objetivo que se persigue y el medio que se usa, interpretando restrictivamente la excepción a la potestad legislativa de las Cortes e invirtiendo la carga de la prueba, que debe recaer en el Gobierno.

    Se trata de que cada medida contenida en un decreto ley venga justificada y se adecue al fin perseguido.

    Se trata, en fin, de que la limitación material alcance a toda afectación al derecho, deber o libertad de cada ciudadano, «esto es, a la situación jurídica particular de la que es titular». (Siendo así que el profesor Aragón no incluye en ello los contenidos en el capítulo 3.º del título I).

  3. Por último, el autor reclama una mayor mesura en la práctica política. Y para contribuir a un mayor control parlamentario propone que, tras su convalidación en treinta días, las Cortes tramiten siempre los decretos leyes como proyectos de ley hasta su conversión final en ley, sin necesidad de que ello sea acordado (es decir, muy frecuentemente rechazado) por el Pleno del Congreso. Para ello habría que modificar el art. 151 del Reglamento del Congreso (propuesta ya realizada, como hemos visto, por algunos partidos). Y con la excepción de los que denomina «coyunturales», que surten efectos para una situación puramente coyuntural y pierden a continuación su sentido. Carácter coyuntural que habría de ser constatado en su caso por la Mesa del Congreso.

Vincula el autor este posible cambio del procedimiento parlamentario a su opinión de que la previsión constitucional de que los decretos leyes son una norma «provisional» debe interpretarse en el sentido de que tales normas son provisionales hasta su sustitución por la ley formal. No comparto esa interpretación y esa es una de las pocas cosas que no comparto del libro, porque entiendo que el decreto ley es norma provisional hasta que no sea ratificada por el Congreso mediante su convalidación, siendo hasta entonces una norma en precario y susceptible de no ganar fijeza y permanencia en nuestro ordenamiento. Producida la convalidación el decreto ley pasa de provisional a definitivo. Sí comparto en cambio la conveniencia de tramitarlo como proyecto de ley en la generalidad de los casos, para que las Cortes puedan introducir las enmiendas o adiciones que tengan por conveniente, ya con sosiego y sin la urgencia que ha requerido su consolidación mediante el trámite de convalidación.

VII

Paralelamente a todos los detalles que han quedado comentados sobre la figura del decreto ley, que Aragón ha diseccionado como un entomólogo, el libro deja a mi juicio dos mensajes de fondo importantes. El primero se refiere a las fuentes del ordenamiento y dice que el decreto ley puede tener identidad de rango con la ley, pero no goza de idéntica naturaleza jurídica. De lo cual deben extraerse las correspondientes consecuencias prácticas si no quiere infringirse un daño más al ordenamiento, añadido a los muchos males que ya sufre.

La segunda reflexión, obviamente ligada con la anterior, es que, si para el cuadro de fuentes no resulta razonable desnaturalizar lo extraordinario hasta confundirlo con lo ordinario, para el orden de las instituciones tampoco resulta razonable sustituir al titular de la potestad legislativa por quien no la tiene y solo es titular de una facultad para que se puedan resolver sin demora situaciones extraordinarias. En este tiempo en el que tantos proponen reformar nuestras Cortes para fortalecer la supuestamente alicaída institución parlamentaria, bueno será que empecemos por hacer cumplir lo que está vigente sobre el lugar que debe ocupar cada institución. Así pues, una razón más para la reinterpretación constitucional del decreto ley que propone Aragón es que ello debe contribuir a «reparlamentarizar» nuestro régimen parlamentario.

Por tan nutrida suma de razones, ojalá que la llamada del insigne constitucionalista se acoja con la receptividad que merece. Corren nuevos tiempos en el panorama de partidos políticos y ello puede ayudar. Es verdad que, según hemos visto, en el muy especial 2016 se han aprobado más decretos leyes que leyes, mientras las Cortes repetían investiduras. Es verdad también que el actual Gobierno en minoría tiene muy difícil aprobar leyes, cosa que solo puede hacer si le apoya la oposición. Pero quienes hayan podido pensar que esto puede mitigarlo el Gobierno acudiendo todavía con más frecuencia al recurso de aprobar decretos leyes, que no olviden que van a ser inmediatamente sometidos a su convalidación o derogación por la mayoría del Congreso, que puede luego, incluso, cambiarlo, si la mayoría del Pleno decide tramitarlo como proyecto de ley, introduciendo toda clase de enmiendas durante la subsiguiente conversión del decreto ley en ley.

Así que cada decreto ley va a tener ahora su afán, como se ha demostrado con la no convalidación del RDL 4/2017, de 24 de febrero, por el que se modifica el régimen de los trabajadores para la prestación del servicio portuario de manipulación de mercancías dando cumplimiento a la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 11 de diciembre de 2014, recaída en el asunto C-576/13 (procedimiento de infracción 2009/4052).

Por su parte, el Tribunal Constitucional parece que ha entrado, ya que no en rumbo de viraje, cuando menos en fase de mayor sensibilización. Lo cierto es que la mayoría de las sentencias que se han ocupado de la suficiencia del presupuesto de hecho en los últimos dos años han seguido manteniendo la flexibilidad conocida (ya no hablo de la cuestión de la no afectación de los derechos porque la desesperanza parece ser ya tal que ni la mencionan la mayoría de las demandas). Pero no han faltado sin embargo destellos para la esperanza, que ya empiezan a formar un pequeño cuerpo, como las SSTC 211/2015, 230/215, 38/2016, 70/2016, 125/2016, 126/2016, o 169/2016. A las que ha venido a unirse la llamativa STC de 8 de junio de 2017 sobre el RDL 12/2012, de 30 de marzo, «por el que se introducen diversas medidas tributarias y administrativas dirigidas a la reducción del déficit público», popularmente conocido como el decreto de la amnistía fiscal.

Así que, como suele concluir uno de los votos particulares que han presentado recurrentemente algunos magistrados a diversas sentencias, no cabe sino «insistir en la necesidad de recuperar el rigor exigible en el control de la constitucionalidad de los decretos leyes, a fin de que no quede difuminada su naturaleza excepcional». Para ello el Tribunal tiene bien a mano el valioso libro de Manuel Aragón Reyes.

Notas[Subir]

[1]

Comentario a la monografía de Manuel Aragón Reyes: Uso y abuso del decreto-ley. Una propuesta de reinterpretación constitucional, Madrid, Iustel, 2016, 202 págs.