RESUMEN
La autoridad es uno de los conceptos más importantes y también más controvertidos en teoría política. El objetivo de este artículo es abordar los dos principales problemas, conceptual y normativo, planteados por la noción de autoridad. En primer lugar, la indagación conceptual acerca de qué es la autoridad y cómo debería distinguirse de otros fenómenos como el poder, la coacción o la persuasión con los que a menudo se confunde. En segundo lugar, autores como Arendt hablan de la crisis de la autoridad y señalan que ha caído en descrédito en nuestros días. El ejercicio de la autoridad plantea un problema moral: cómo puede ser que un agente tenga la obligación de someterse a la voluntad y el juicio de otro acerca de lo que hacer. ¿Es la autoridad incompatible con la racionalidad y autonomía de la persona que se guía por ella? Esta es la objeción del anarquista filosófico y cualquier intento de justificar la autoridad tiene que responder a ella. Para responder al primer problema examinamos primero el análisis que hace H. L. A. Hart de los mandatos de la autoridad como razones para la acción. A continuación se aborda la concepción de la autoridad como servicio que ofrece Joseph Raz. La explicación de Raz es seguramente la más sofisticada e influyente concepción disponible hoy sobre la autoridad, pues aborda los dos problemas planteados y responde expresamente a la objeción del anarquista.
Palabras clave: Autoridad; mandatos; razones para actuar; Hannah Arendt; H. L. A. Hart; Joseph Raz.
ABSTRACT
Authority is one of the most central and disputed concepts in political theory. The purpose of this article is to address the two main problems, conceptual and normative, posed by the notion of authority. First, conceptual issues concern the definition of authority and how it should be distinguished from other phenomena, such as power, coercion or persuasion, with which it is often confused. Second, authors like Arendt talk about the crisis of authority and point out that it has fallen into disrepute. The exercise of authority raises a moral problem: how can an agent have the obligation to submit to the will and judgment of another person about what to do? Is such authority incompatible with the rationality and autonomy of the person who is guided by it? This is the objection of the philosophical anarchist and any attempt to justify authority has to respond to this challenge. In order to answer the first problem, I first examine H. L. Hart’s analysis of authority’s commands in terms of reasons for action. I then examine the service conception of authority elaborated by Joseph Raz. His explanation is surely the most sophisticated and influential contemporary conception of authority, since it addresses the two problems posed and responds expressly to the anarchist’s objection.
Keywords: Authority; commands; reasons for action; Hannah Arendt; H. L. A. Hart; Joseph Raz.
La autoridad es uno de las grandes cuestiones o, al decir de algunos, el tema de la filosofía política. Por ello es fácil centrar la atención en la autoridad política
y pensar en la autoridad en relación con los gobernantes, las leyes o los Estados
según los casos. El objetivo de este trabajo es más amplio, pues me gustaría discutir
sobre la autoridad en general y no solo de la política. Junto a la autoridad de leyes
y gobiernos, hablamos también de la autoridad de los padres o de los profesores. Es
difícil entender la relación entre profesor y alumno si no es en términos de autoridad.
La autoridad del profesor se ha convertido en un tema recurrente en las discusiones
en educación y hace unos años hubo un debate público sobre las medidas necesarias,
algunas legislativas, para reforzar la autoridad de los profesores. Francisco J. Laporta,
por ejemplo, alertaba en un artículo en prensa de hace unos años acerca del deterioro
del papel del profesor y no dudaba en hablar de «crisis de autoridad», contemplándola
como un síntoma de tendencias indeseables en nuestra sociedad ( Laporta, F. J. (2009). La autoridad del profesor. El País, 31-10-2009. Disponible en:
Aparte de profesores o padres, atribuimos también autoridad a otras personas en determinadas circunstancias. En el mundo académico se puede oír que alguien «es una autoridad en su materia» y no hace falta que se use expresamente el término para que el concepto de autoridad se presuponga en la conversación: como cuando nos preguntamos a quién consultar sobre una difícil cuestión teórica o decimos «X es quien sabe de esto». La autoridad de expertos y profesionales es de este tipo. Y eso explica que acudamos a un abogado para que nos asesore sobre un problema legal, a un médico para que diagnostique una dolencia o que un experto comparezca en un juicio como perito en cierta materia.
Es habitual en la literatura distinguir entre autoridades teóricas y prácticas. Lo que dice una autoridad teórica nos da razones para pensar de una determinada manera o creer en la verdad de una proposición; en cambio, seguir a una autoridad práctica ofrece razones acerca de cómo actuar, lo que los filósofos llaman «razones para la acción». Las autoridades políticas pertenecen, como es obvio, a la segunda categoría. Aunque prestaremos atención a la autoridad práctica, siempre es provechoso tener la autoridad teórica a la vista para tener una mejor comprensión de la naturaleza de la autoridad y lo que representa una relación de autoridad.
¿Por qué sería necesario analizar y poner en claro el concepto de autoridad? No cabe duda de que se trata de uno de los conceptos centrales de la filosofía política y legal, pero también de los más controvertidos. Es crucial en filosofía política porque concierne a la relación que tenemos con nuestros gobernantes o con la ley: quién tiene derecho o está en posición de imponernos obligaciones (o darnos permiso) y hasta qué punto estamos obligados a seguir sus mandatos e instrucciones. Al mismos tiempo se trata de un concepto controvertido, que se presta a malentendidos que pasan por alto sus aspectos característicos o distorsionan la comprensión del ejercicio de la autoridad, de modo que termina por confundirse con cosas que deberían mantenerse separadas analíticamente como el poder o la coacción, por ejemplo. Al tratarse de un concepto central en nuestro vocabulario social y político, tales errores y confusiones pueden tener importantes consecuencias acerca de cómo entendemos la autoridad legítima y cómo se relaciona con la autoridad de facto o con el simple ejercicio del poder.
Entre las voces que más rotundamente han denunciado esta sistemática distorsión de la noción de autoridad en el pensamiento contemporáneo destaca Hannah Arendt. En su ensayo «¿Qué es la autoridad?» ( Arendt, H. (1977). What is Authority? En Between Past and Future (pp. 91-141). London: Penguin.Arendt, 1977) sostiene que la confusión en torno a la autoridad responde a que esta sufre una profunda crisis, si no se ha desvanecido en la sociedad moderna («because authority has vanished from the modern world»). La crisis de la autoridad en la educación, a la que se refería Laporta, es precisamente uno de los síntomas que Arendt señala como evidencia de esta quiebra. No voy a examinar su diagnóstico del descrédito, cuyo origen político ve en la bancarrota de las autoridades tradicionales en la sociedad moderna, ni la reflexión histórica que emprende, todo lo cual nos llevaría lejos de lo que pretende ser ante todo una indagación conceptual. Pero en las observaciones preliminares de Arendt hay dos pistas valiosas que me gustaría seguir. La primera tiene que ver con la necesidad de prestar atención al propio concepto:
No obstante, en vista de la presente confusión, parece que esta aproximación limitada y tentativa debe venir precedida por algunas observaciones sobre lo que la autoridad nunca ha sido, con objeto de evitar los equívocos más corrientes y asegurarnos de que consideramos el mismo fenómeno y no un cierto número de cuestiones conectadas o desconectadas ( Arendt, H. (1977). What is Authority? En Between Past and Future (pp. 91-141). London: Penguin.Arendt, 1977: 92).
Algunas de esas observaciones trazan el hilo del que nos ocuparemos aquí. Como explica Arendt, el hecho de que la autoridad requiere obediencia ha llevado a muchos a confundirla con el poder, la coacción o hasta el empleo de la violencia, oscureciendo fatalmente su sentido. Pero, por otro lado, tampoco tiene que ver con la persuasión que supone un proceso de argumentación, de dar y pedir razones, y cierta simetría entre los participantes. En consecuencia, nos da una segunda pista acerca de cómo esclarecer el concepto:
Si la autoridad ha de ser definida, entonces debe ser por contraposición con ambas cosas, tanto con respecto a la coerción que se ejerce por medio de la fuerza como de la persuasión a través de argumentos ( Arendt, H. (1977). What is Authority? En Between Past and Future (pp. 91-141). London: Penguin.Arendt, 1977: 93).
Mi propósito en este trabajo será trabajar sobre esa clave que ofrece Arendt, sirviéndome para ello de dos destacados filósofos del derecho aunque quizá sea una etiqueta restrictiva para ambos: H. L. A. Hart y Joseph Raz. Ambos han realizado un fino análisis de la relación de autoridad y Raz además ha elaborado una sofisticada e influyente concepción de la autoridad en la filosofía práctica contemporánea.
Antes de presentar sus respectivas contribuciones, habría también que preguntarse por qué la autoridad se contempla con recelo o ha caído en descrédito en la sociedad moderna. Es una forma de introducir lo que podemos denominar el problema normativo de la autoridad: cómo podemos justificarla. Tres observaciones quiero hacer sobre la noción de justificación. Primero, cuando nos preguntamos si una acción, práctica o institución está justificada la respuesta debe mostrar que es racional o moralmente aceptable. Segundo, la justificación es típicamente un concepto «defensivo», como observa Simmons, pues la tarea de justificación de una creencia o conducta se emprende cuando hay presuntamente objeciones serias contra ella. La justificación, por tanto, tendrá éxito en la medida en que responda a tales objeciones y muestre que están mal concebidas o nos dé razones para rechazarlas ( Simmons, J. A. (2001). Justification and Legitimacy. En Justification and legitimacy. Essays on Rights and Obligations (pp. 122-157). Cambridge: Cambridge University Press.Simmons, 2001: 123-124). Y, tercero, voy a entender en lo que sigue que preguntarnos si la autoridad está justificada es lo mismo que preguntarnos si es legítima, tomando legitimidad como equivalente a justificación moral.
Tenemos así dos problemas filosóficos, estrechamente relacionados con la autoridad. Por una parte, la cuestión conceptual acerca de su naturaleza y cómo se distingue de otros fenómenos, como el poder o la persuasión. Y por otra, la cuestión normativa de cómo puede justificarse el ejercicio de la autoridad de un individuo sobre otro, lo que entraña cuál es su alcance y límites permitidos. Como veremos, mientras el planteamiento de Hart aborda el problema conceptual, Raz ofrece una concepción de la autoridad como servicio que pretende dar respuesta también a la cuestión normativa.
Podemos presentar los dos problemas mencionados con algo más de cuidado, aunque sea brevemente. Para formularlos mejor podemos considerar la situación más simple de una relación entre dos personas: aquella en que un individuo A tiene o ejerce autoridad sobre otro individuo B, al que da órdenes o instrucciones; lo que implica correlativamente que B obedece, sigue o está sujeto a las directivas de A. Así planteado, estamos hablando de A como una autoridad práctica, no teórica, puesto que sus instrucciones son tomadas por B como una razón para actuar en el sentido indicado por A. Supongamos una instrucción sencilla como «haz X», que A le dice a B con la intención de que B tome sus palabras como una razón para hacer X; por su parte, B reconoce la intención de A al decirlo, toma su orden como una razón para hacer X y hace X en definitiva.
Nos referiremos a instrucciones como «haz X» dirigidas a otros como mandatos, órdenes o directivas. La cuestión crucial en el análisis, como veremos, estará en entender qué clase de razones representan esas directivas o mandatos de la autoridad y cómo han de ser tomadas por B.
La interpretación dominante o más habitual es que la autoridad debe ser entendida como un derecho a ordenar, a dar mandatos o directivas a otro. Aquí hay una dificultad importante, pues el concepto de derecho es especialmente complicado y desde luego ambiguo. Como filósofos y juristas han sostenido, por «derecho» cabe entender diferentes relaciones normativas, o combinaciones variables de ellas, entre dos agentes. De ellas dos nos interesan especialmente aquí. Recurriendo a la influyente terminología de Hohfeld ( Hohfeld, W. N. (1919). Fundamental Legal Conceptions. Walter Wheeler Cook (ed.). New Haven: Yale University Press.1919), para entender ese derecho a mandar necesitamos tanto la idea de un derecho-exigencia (claim-right) como la de potestad o competencia normativa (power) [2]. Es bastante habitual fijarse solo en el primer sentido de derecho: si A tiene derecho a mandar o dar instrucciones a B, este tiene la obligación correlativa de obedecerle o cumplir con esas directivas. Pero eso nos daría una visión parcial si no subrayamos que la autoridad, como derecho a mandar y dar instrucciones, supone en primer lugar la capacidad normativa para crear o imponer esa obligación sobre otro, alterando su situación normativa ( Raz, J. (1975). Practical Reason and Norms. London: Hutchinson.Raz, 1975: 100-101). Como veremos más adelante, si A no tuviera la competencia normativa (normative power) para dar ordenes o instrucciones, sus directivas no serían vinculantes para B y este no tendría obligación de obedecer.
Por supuesto, eso no quiere decir que las autoridades de diferente tipo no hagan otras cosas (como dar permisos, atribuir derechos, garantizar inmunidades, conferir potestades o facultades normativas, por ejemplo), pero muchas de esas cosas dependen del derecho a imponer obligaciones ( Raz, J. (2006). The Problem of Authority. Revisiting the Service Conception. Minnesotta Law Review, 90, 1003-1044.Raz, 2006: 1012). Voy a seguir esa línea, predominante en la literatura, de centrar la atención sobre el derecho a imponer obligaciones a otros como el aspecto central de la autoridad (práctica). A lo que habría que añadir una precisión más. Aunque hablamos del derecho a mandar o dar órdenes, tales expresiones se quedan cortas cuando pensamos en parlamentos, gobiernos o en las autoridades políticas en general, pues normalmente la imposición de obligaciones consiste en hacer leyes y normas de diferente rango, así como en aplicarlas en casos concretos y decretar las consecuencias normativas pertinentes. Por ello el derecho a mandar debe ser considerado en un sentido más amplio como un derecho a gobernar (right to rule) ( Raz, J. (1990). Introduction. En J. Raz (ed.). Authority (pp. 1-19). New York: New York University Press.Raz, 1990: 2), aunque recurramos al ejemplo simple de una persona que ordena a otra. Pero vamos a ver los dos problemas con algo más de atención.
El problema conceptual. Ahora podemos reformular mejor nuestro primer problema, analítico o conceptual. Una forma de plantearlo es volver sobre las palabras de Arendt que cité anteriormente:
Si la autoridad ha de ser definida, entonces debe ser por contraposición con ambas cosas, tanto con respecto a la coerción que se ejerce por medio de la fuerza como de la persuasión a través de argumentos ( Arendt, H. (1977). What is Authority? En Between Past and Future (pp. 91-141). London: Penguin.Arendt, 1977: 93).
Visto así, nuestro problema está en deslindar la autoridad de otros fenómenos como el poder, la coacción, de un lado, y la persuasión, por otro. Y no es fácil, porque si subrayamos el carácter obligatorio de las directivas de la autoridad se asemeja entonces al poder y la coacción. Y si no lo hacemos, la relación de autoridad se diluye o vuelve demasiado débil. Veamos las dos opciones.
Por una parte, si entendemos la autoridad como el derecho a mandar sobre otros, ¿en qué se diferencia del poder? Si el ejercicio de la autoridad consiste en imponer obligaciones a otros, ¿no presenta un carácter esencialmente coercitivo? ¿Acaso las obligaciones no llevan usualmente sanciones aparejadas en caso de incumplimiento o infracción, por lo que tienen necesariamente carácter coactivo? Si recordamos que en nuestro ejemplo sencillo A no da simplemente órdenes a B, sino que tiene derecho a hacerlo, entonces cabría argumentar que la autoridad viene a ser el ejercicio legítimo del poder o la coerción justificada. La autoridad no sería otra cosa que poder con un título de legitimidad o justificación.
Por otra parte, en lugar de hablar de las directivas de A como obligatorias para B, podríamos tomarlas como una razón para actuar sin el carácter perentorio o apremiante que tiene la obligación. De seguir esa línea, cuando A le dice a B «haz X», simplemente le presenta una razón para hacer X que B añadirá a su deliberación sobre si debe o no hacer X en las presentes circunstancias. Podría terminar haciendo X simplemente porque tiene otras razones para hacerlo en su situación y el hecho de que A se lo haya dicho es una razón más a tener en cuenta; o podría darse el caso contrario, B no hace X porque tiene razones en contra de mayor peso que la instrucción de A. ¿Podríamos seguir hablando en tal caso de la autoridad de A? Si lo que A ofrece a B son razones, que B podrá tener en cuenta y que no son concluyentes para decidir si B hace o no X, ¿hasta qué punto podemos seguir hablando de la autoridad de A sobre B? Si se trata de dar razones para que el otro las tome en cuenta, de acuerdo con su propio juicio sobre lo que hace al caso, parece que estamos más cerca del consejo que del ejercicio de la autoridad.
Como se ve, la cuestión clave está en cómo entender la clase de razón que las directivas
de A representan para B y, por tanto, en el modo en que B debería tomarlas cuando
provienen de una autoridad. Debemos preguntarnos por la naturaleza de las directivas
de A, si están dotadas de autoridad Hay otra cuestión filosófica envuelta en este asunto que no me gustaría dejar de
mencionar. Planteada sin preámbulos: ¿cómo puede alguien crear razones para que otro
actúe? Si se trata de directivas o mandatos obligatorios, el asunto aún llama más
la atención: ¿cómo puede A diciendo «haz X» generar una obligación en B? ¿Cómo puede
ser que lo que diga una persona se convierta en una obligación para otra? Pero este
no es un problema exclusivo de las directivas de la autoridad, pues tiene un alcance
más general. Pensemos en las promesas, por ejemplo. También cuando promete hacer X
el agente crea intencionalmente una obligación (la de hacer X), solo que en este caso
para él mismo y no para otros, como sucede en el caso de la autoridad. Prometer, o
contraer obligaciones voluntariamente, junto con la autoridad, son dos formas de ejercer
una potestad normativa fuera del ámbito legal.
El problema normativo. Es hora de abordar lo que hemos llamado la cuestión normativa acerca de la autoridad. En cierto modo, va implícita en la pregunta anterior de cómo puede un agente A crear o imponer una obligación a otro. Solo que ahora adquiere un nuevo sentido: ¿es moralmente permisible que un agente dé instrucciones a otro acerca de lo que debe hacer, de tal modo que B esté sujeto a la obligación de cumplirlas? La cuestión ahora es si resulta moralmente aceptable que A tenga autoridad sobre B y cómo podemos justificarlo. Joseph Raz presenta el problema moral acerca de la autoridad en estos términos:
El problema moral es cómo puede ser que uno tenga una obligación de sujetar su propia voluntad y su juicio a los de otra persona ( Raz, J. (2006). The Problem of Authority. Revisiting the Service Conception. Minnesotta Law Review, 90, 1003-1044.Raz, 2006: 1012).
El interés de las palabras de Raz está en que introduce lo que constituye el tema principal en la discusión moral sobre la autoridad: el problema del sometimiento del propio juicio y la renuncia a decidir por uno mismo. Recordemos: si A tiene autoridad sobre B y le ordena «haz X», B tiene la obligación de obedecer, con independencia de lo que él piense sobre lo apropiado o conveniente de hacer X. Esto equivale a que B toma la voluntad de A como si fuera la suya propia y se guía por lo que A le ordena en lugar de examinar el caso por sí mismo. Toma el juicio de otro sobre lo que él debe hacer como guía de su conducta en vez de juzgar las cosas por sí mismo. Así entendido, someterse a la autoridad de otro significa, ni más ni menos, renunciar al propio juicio y a pensar por uno mismo. Obedecer a la autoridad representa actuar al dictado de otro en vez de decidir por uno mismo y dirigir la propia conducta.
Esta es una objeción moral significativa al fenómeno de la autoridad. Es una objeción de gran calado y de linaje claramente ilustrado, que explica en parte el descrédito de la idea de autoridad en la sociedad moderna. Me gustaría recordar el pasaje célebre con el que Kant abre su opúsculo sobre qué es la Ilustración:
La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento, sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí el lema de la Ilustración ( Kant, I. (1988). Respuesta a la pregunta «¿Qué es Ilustración?». En A. Maestre (ed.). ¿Qué es la Ilustración? (pp. 9-21). Madrid: Tecnos.Kant, 1988: 9).
El pasaje no deja lugar a dudas: la Ilustración se identifica con el lema sapere aude, con pensar por uno mismo y guiarse por el propio juicio a la hora de dirigir nuestra vida. Si la relación de autoridad significa ponerse bajo la tutela o la dirección de otro, entonces implica renunciar a la propia autonomía racional. En palabras de Kant, significa que aquel que se somete a la autoridad de otro permanece en esa situación de minoría de edad, que el filósofo no vacila en calificar de «culpable».
Esta objeción de la renuncia al propio juicio desempeña un papel destacado en la discusión contemporánea sobre la autoridad. Ha sido esgrimida con especial vigor en contra de la autoridad política por los más señeros portavoces del anarquismo filosófico como Robert Paul Wolff. En su conocido libro, In Defense of Anarchism (1970, 1ª ed.), reconoce expresamente la influencia de Kant en su filosofía política y defiende la incompatibilidad entre la autoridad política y la autonomía moral del individuo.
De hecho, esta incompatibilidad entre autoridad y autonomía individual es el argumento fundamental que esgrime para rechazar la autoridad supuestamente legítima del Estado. Si tomamos en serio la autonomía de las personas, que sean capaces de pensar por sí mismas y asumir la responsabilidad por sus propias decisiones, hay que rechazar en consecuencia la pretensión del Estado de tener autoridad sobre nosotros. A la pregunta de cuándo se puede justificar la autoridad del Estado sobre cada uno de nosotros, la respuesta de Wolff es rotundamente negativa: no hay justificación posible, lo que le lleva al anarquismo filosófico como la única posición defendible en filosofía política. Su rechazo a la autoridad política se basa según Wolff en que el anarquismo sería la única doctrina política consistente con el reconocimiento del valor de la autonomía moral de los individuos ( Wolff, R. P. (1998). In Defense of Anarchism. Berkeley: University of California Press.Wolff, 1998: 18).
Tras plantear los dos problemas filosóficos que plantea la autoridad, podemos abordar
el primero de ello, la cuestión analítica o conceptual. Para ello acudiremos a un
importante trabajo de H. L. A. Hart, «Commands and Authoritative Legal Reasons» Hay traducción al español de José Luis Pérez Triviño con el título «Mandatos y razones
jurídicas dotadas de autoridad», en Isonomía, 6 (abril 1997): 83-105.
Vamos a la noción de mandato. Imaginemos, por ejemplo, que A le dice a B «sal de la sala». Un mandato es obviamente un acto de habla con el que A comunica a B su voluntad de que B abandone la sala. Pero quizá es recomendable ver cómo opera esa comunicación y cómo se distingue de otras formas de conseguir que B salga de la sala, por ejemplo por la fuerza. Con ese mandato o directiva, A no solo habla con la intención de que B le haga caso y salga de la sala, sino que quiere que B reconozca que esa es su intención como hablante y que el reconocimiento de su intención funcione como (al menos parte de) la razón de B para salir de la sala.
En realidad, podría bastar un gesto para comunicar esa intención. Lo que importa, a juicio de Hart, es que quien hace el gesto o dice «sal de la sala» no solo expresa que quiere que B salga de la sala, sino que pretende conseguirlo de una forma específica. Quiere que B actúe como él quiere, pero que lo haga reconociendo su intención, infiriéndola de sus palabras o de su gesto, y tome esa intención como una razón para abandonar la sala. Hart plantea así lo que señalábamos al principio como cuestión decisiva: qué clase de razón para la acción representa la directiva o el mandato de una autoridad. Como observa:
[…] En el caso de un mandato hay algo bastante distintivo en la forma en que la expresión de intención pretende constituir una razón para la acción ( Hart, H. L. A. (1982). Essays on Bentham. Oxford: Oxford University Press.Hart, 1982: 252).
La pista decisiva para comprender esa clase de razón para la acción la encontró Hart
en una sugerencia de Hobbes, concretamente en el capítulo XXV del Leviatán
El pasaje de Hobbes es el siguiente: «Command is when a man saith do this or do not
do this yet without expecting any other reason that the will of him that saith it»
( Hobbes, T. (1991). Leviathan. Richard Tuck (ed.). Cambridge: Cambridge University Press.
Hart propone entender la clase de razón para la acción que supone un mandato atendiendo a dos rasgos definitorios. El primero, como acabamos de ver, es que constituye una «razón perentoria» para actuar. Hart usa la vieja expresión «peremptory», proveniente del derecho romano, para designar esta cualidad de cerrar definitivamente la deliberación sobre el caso. Quien manda no aconseja al otro sobre cuáles son sus razones para actuar; por el contrario, pretende que el otro tome su mandato como una razón para actuar que desplaza o sustituye a la propia deliberación sobre las razones que se aplican al caso.
En cuanto al segundo rasgo, Hart explica que un mandato es siempre una «razón independiente del contenido». Por ello entiende que la expresión de su voluntad ha de funcionar como una razón para actuar independientemente de la naturaleza del acto en cuestión o sus méritos. Quien manda podría ordenar una cosa o la contraria (salir de la sala o quedarse en ella) y el mandato sería una razón para la acción simplemente porque él lo manda. Usualmente nuestras razones para la acción son «dependientes del contenido» puesto que hacen relación a los rasgos o aspectos valiosos de una acción o sus consecuencias. El mandato de A de que B salga de la sala no es una razón de esta clase. Si A pretende que B tome la expresión de su voluntad como razón (perentoria) para salir, entonces lo que pretende es que B acepte esa razón por su origen o procedencia, por el hecho de que la da A y no por los supuestos méritos de la acción en sí misma.
Estos dos rasgos definen la clase de razones para actuar que son los mandatos: perentorias e independientes del contenido. Por supuesto, un mandato puede fracasar y no ser atendido. Lo interesante es preguntarse de qué forma un mandato podría ser desobedecido. La forma más obvia de desobediencia es que A le diga a B que salga de la sala y B no salga. Pero hay otras posibilidades: por ejemplo, que B salga de la sala, pero no lo haga porque A se lo ha dicho, sino porque después de considerar la situación cree que es lo mejor. En tal caso, B realiza la acción que le mandan, pero no toma el mandato como razón perentoria para hacerlo.
Y hay un tercer caso aún más interesante para nuestra indagación: si B sale de la sala, por miedo a posibles castigos, tras sopesar los pros y contras. Frecuentemente, quien manda dispone sanciones y respalda sus directivas con la amenaza de castigar, o imponer consecuencias perjudiciales, a quien no cumpla lo mandado. Las amenazas de castigo añaden una segunda línea de razones de carácter disuasorio y constituyen un último recurso, por así decir. Pero deberíamos fijarnos en que solo funcionan si el mandato no es tomado como debería. Como señala Hart, concentrar la atención sobre las amenazas de sanción que típicamente pueden acompañar a los mandatos oscurece o nubla una comprensión clara de estos. La amenaza solo funciona como razón cuando el mandato no es aceptado por aquel al que se dirige como una razón perentoria para la acción, que sustituye o excluye la propia deliberación sobre lo que hacer, independientemente de la clase de acción que sea.
¿Por qué este caso de cumplimiento por miedo a las amenazas resulta ilustrativo? Establece un interesante contraste con el caso en que el mandato es tomado como el que manda pretende que sea tomado: como una razón perentoria e independiente del contenido para la acción. Solo en este último caso, sostiene Hart, encontramos la actitud normativa específica que constituye el núcleo de la noción de autoridad. Nos proporciona la definición que buscábamos de autoridad: en nuestro ejemplo esquemático, si B reconoce generalmente que lo que A le dice que haga constituye una razón perentoria e independiente del contenido para hacerlo, entonces A tiene autoridad para B o es reconocido por este como tal. Según explica:
Tener autoridad es que la expresión de nuestra intención con respecto a las acciones de otro sea aceptada como una razón para la acción perentoria e independiente del contenido ( Hart, H. L. A. (1982). Essays on Bentham. Oxford: Oxford University Press.Hart, 1982: 258).
Esa disposición a tomar las instrucciones de otro como razones para actuar con esas
características es lo que constituye el sentido mismo del fenómeno de la autoridad
y establece la distinción necesaria con el ejercicio del poder o de la coacción. Cabe
entender el poder como una forma distinta de conseguir que los demás actúen como queremos,
que opera básicamente cambiando los incentivos de la otra persona. De este modo, A
ejerce poder sobre B para que B haga lo que él (A) quiere ofreciéndole una recompensa
por hacerlo, amenazándolo con represalias si no lo hace, o por medio de una combinación
de ambas cosas ( Taylor, M. (1982). Community, Anarchy and Liberty. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en:
El planteamiento de Hart tiene indudables méritos, empezando por su claridad analítica. Entre ellos está en que es susceptible de dos extensiones necesarias. La primera, que desarrolla en su trabajo, es la ampliación necesaria de la idea de autoridad desde el caso extremadamente simple de un individuo que manda a otro a fenómenos sociales complejos como la legislación, los tribunales o el derecho, que es en definitiva su objetivo.
Y, en segundo lugar, hasta aquí hemos hablado de autoridad práctica, pero el análisis de Hart puede extenderse también a la autoridad en materia de creencias. Según sugiere, algo similar a las razones perentorias e independientes del contenido, pero referido a las razones para creer, podría servir para dar con una explicación de la noción de autoridad teórica. El hecho de que un experto o autoridad en una materia sostenga la tesis P nos da una razón para creer que P es el caso. Tal razón no se suma simplemente a otras razones a favor de creer en P, sino que es tomada como una razón perentoria e independiente del contenido para creer en la verdad de P. Como explica Hart:
Para ser una autoridad en alguna materia un hombre debe realmente poseer algún conocimiento superior, inteligencia o sabiduría que haga razonable creer que lo que dice sobre tal materia es probablemente más cierto que el resultado alcanzado por otros a través de investigaciones independientes; por tanto, es razonable para ellos aceptar sus declaraciones dotadas de autoridad sin tales investigaciones independientes o evaluación de su razonamiento ( Hart, H. L. A. (1982). Essays on Bentham. Oxford: Oxford University Press.1982: 262).
Con independencia de sus méritos en el análisis del concepto, la propuesta de Hart
no responde al problema moral sobre la autoridad Esta afirmación debe matizarse. Para Hart, el derecho y la moral, aunque usan el
mismo lenguaje normativo, representan diferentes usos de ese lenguaje. Los mandatos
de una autoridad legal determinan lo que el agente debe legalmente hacer, pero no
implican la obligación moral de hacerlo. Por tanto, esos mandatos legales no excluirían
stricto sensu la autonomía moral del agente ( Raz, J. (1990). Introduction. En J. Raz (ed.). Authority (pp. 1-19). New York: New York University Press.
Si el reconocimiento de la autoridad de A pasa para B por tomar sus mandatos como razones perentorias e independientes del contenido, es inevitable invocar la imagen de la renuncia al propio juicio. La fuerza perentoria consiste precisamente en eso: tomar la directiva de otro como razón que descarta mi propio juicio sobre los méritos relativos de hacer o no X. Representa seguir lo que otro me dice que haga con independencia de mi propia deliberación al respecto. O peor, hacerlo sin deliberar sobre el asunto, lo que nos lleva a preguntarnos si no se pide una obediencia ciega. Y la conclusión parece clara: quien obra así parece renunciar a su autonomía para adoptar la dirección y guía de otra persona. La segunda característica que veíamos refuerza aún más, si cabe, esa impresión. En lugar de atender a los méritos relativos de la acción y sus consecuencias, a sus aspectos valiosos, tomo el mandato como una razón independiente del contenido. Asumo la directiva de otro como razón concluyente para actuar por el hecho de venir de quien viene, es decir, en razón de la autoridad que le otorgo.
El reto del anarquista filosófico, como Wolff, sigue en pie. En efecto, la autoridad parece poner en cuestión la autonomía racional y no solo moral, si es que cabe distinguirlas, de las personas. Si ponemos el énfasis sobre la racionalidad del agente, cabe plantear el siguiente dilema. Por una parte, si considero que la directiva de la autoridad está equivocada, ¿no debería seguir mejor mi propio juicio en lugar de obedecerla? Por otro, si considero la directiva apropiada o correcta, ¿no resulta entonces redundante, puesto que ya tengo razones para actuar en el sentido indicado? ( Vega Gómez, J. (2015). Autoridad. En Enciclopedia de Filosofía y Teoría del Derecho (pp. 1177-1192). México: UNAM.Vega, 2015: 1182). De acuerdo con el dilema, la autoridad resulta o bien nociva, por ser incompatible con la racionalidad y la autonomía de las personas, o bien superflua, si solo sirve para indicarles lo que ya tienen razones para hacer.
El interés de Joseph Raz por la autoridad viene de sus primeros libros ( Raz, J. (1975). Practical Reason and Norms. London: Hutchinson.1975, Raz, J. (1979). The Authority of Law. Essays in Law and Morality. Oxford: Oxford University Press. Disponible en:
Voy a centrarme en cómo Raz afronta el problema moral, aunque antes querría señalar algunos puntos generales sobre el modo en que aborda la noción de autoridad. Podríamos empezar por preguntarnos si el análisis de Hart no exagera indebidamente la supuesta renuncia al propio juicio cuando explica el carácter perentorio del mandato. ¿Realmente a la autoridad que nos manda salir de la sala le importa si deliberamos sobre el asunto y nos formamos un juicio al respecto? Parece que lo que de verdad le importa es si cumplimos el mandato que nos ha dado, no si deliberamos o nos formamos un juicio propio al respecto. Sería mejor decir que quien nos manda salir de la sala quiere que obedezcamos y salgamos de la sala, con independencia de si lo juzgamos mejor o peor. En otras palabras, pretende que nuestra obediencia no sea condicional con respecto a nuestro propio juicio sobre las razones que hacen al caso. Si solo obedecemos cuando la directiva coincide con lo que consideramos mejor o apropiado, no hay propiamente obediencia. Siendo eso correcto, de ahí no se sigue que no podamos deliberar o juzgar las cosas por nuestra cuenta. Lo único que se requiere es que no actuemos siguiendo nuestro juicio y obremos según el mandato dado.
Cabe decir que esto representa un simple matiz que en poco cambia la cuestión sustancial: nos formemos o no un juicio personal sobre lo que deberíamos hacer, lo cierto es que lo dejamos de lado para hacer lo que nos dice la autoridad. La clave de la respuesta para Raz está en que, si bien dejo de lado mi propia deliberación o mi juicio personal sobre lo que hacer cuando obedezco a la autoridad, puedo tener razones suficientes para proceder así y aceptar la autoridad de otro. Por paradójico que suene, eso supone que una persona puede tener justificación para seguir las directivas de otro en ciertos asuntos en lugar de actuar de acuerdo con su propio juicio sobre las razones que hacen al caso. Naturalmente, si tiene buenas razones para ello, entonces no sería irracional seguir las directivas de otro.
La idea de justificación remite a la cuestión de la legitimidad de la autoridad. Una autoridad es legítima si está justificado seguir sus directivas o mandatos con independencia del propio balance de razones ( Raz, J. (1986). The Morality of Freedom. Oxford: Clarendon Press.Raz, 1986: 40). Para Raz la autoridad legítima tiene derecho a dar directivas e imponer obligaciones a otros. Un mandato, o una norma decretada, solo es vinculante si procede de quien tiene la autoridad para ello; es decir, de quien posee el derecho o la potestad normativa (normative power) para mandar o hacer normas para otros. En otras palabras, una directiva es vinculante solo si aquellos a quienes se dirige tienen razones para tomarla como una razón válida para guiarse por ella ( Raz, J. (1975). Practical Reason and Norms. London: Hutchinson.Raz, 1975: 100). Aquí encontramos los dos problemas que nos interesan: por un lado, en qué consiste la autoridad, que nos remite a la pregunta de qué clase de razones válidas son las directivas de una autoridad; y, por otro, qué justifica que sigamos esas directivas, es decir, que las tomemos como razones válidas para actuar.
Pero hablar de autoridad legítima supone naturalmente que hay autoridades no legítimas;
es decir, autoridades efectivas o de facto que mandan sobre otros, pero carecen de justificación para hacerlo. Convendría prevenir
de entrada un error bastante común en torno a la relación entre autoridad legítima
y autoridad de facto. Podría pensarse que para entender qué sea la autoridad legítima hay que entender primero
en qué consiste la autoridad de hecho y considerar después cuándo esa autoridad exhibe
un derecho o justificación para su ejercicio. Raz ha insistido desde sus primeros
trabajos en que el orden de explicación funciona al revés: no podemos entender la
autoridad de facto sin atender a lo que es la autoridad legítima, pues es la primera la que presupone
a la segunda y no al contrario. Por eso su concepción de la autoridad es una explicación
de la autoridad legítima ( Raz, J. (1979). The Authority of Law. Essays in Law and Morality. Oxford: Oxford University Press. Disponible en:
Conviene que nos detengamos un momento en esta relación entre poder, autoridad de facto y autoridad legítima, que tantas confusiones genera. ¿Qué es una autoridad de facto? Simplemente aquella que pretende ser legítima y se presenta como tal, o es tomada por otros como legítima, sin serlo. Pongamos el caso de una autoridad teórica, como un experto o un investigador académico, para verlo más claro. Para tener autoridad debe acreditar un conocimiento superior en su materia, entre otros requisitos y ser reconocido por lo demás como alguien que posee las cualificaciones, el saber o la experiencia requeridos. Pero alguien puede presentarse como un experto sin tener la formación, los conocimientos o los títulos necesarios; y ser aceptado como tal por los demás como tal autoridad equivocadamente. No es cosa que no se vea con alguna frecuencia en los medios de comunicación. Lo mismo puede suceder en el caso de las autoridades prácticas: pueden pretender una legitimidad de la que carecen y ser reconocidas como si la tuvieran por otros. Así, pues, toda autoridad de facto se presenta como si fuera legítima sin tener justificación para ello. Por tanto, la autoridad de facto puede mandar efectivamente sobre otros, que creen en su pretensión de legitimidad y la toman por justificada. En la medida en que aspira a ser reconocida como autoridad legítima, la autoridad de facto solo se comprende por relación a la primera como un caso fallido o desviado.
La distinción es aún más sencilla en lo que se refiere al simple poder, como veíamos antes. Recordemos el caso del asaltante que nos amenaza con un arma en el ejemplo de Hart. Si consigue que le demos nuestro dinero, habrá tenido éxito. Nos obliga a dárselo, pero nadie pensaría que tenemos la obligación de entregárselo porque ni pretende tener derecho o justificación para mandarnos e imponernos obligaciones, ni estaríamos dispuestos a reconocérselo. Nos vemos simplemente forzados por miedo a sus amenazas a ceder a sus demandas, pero no hay la más remota sombra de autoridad legítima. Y la cuestión no radica en que el poder o la coacción estén o no justificados. Supongamos que puedo a mi vez amenazarlo para evitar el robo o emplear la fuerza para defenderme de la agresión del asaltante. Seguramente el recurso a la coacción o a la fuerza estaría justificado en casos así, pero no por ello cae bajo el concepto de autoridad.
Recapitulando, es importante entender, en primer lugar, que el planteamiento de Raz
propone una explicación de la autoridad legítima, puesto que la autoridad justificada
constituye el caso central o paradigmático, por relación al cual se comprenden los
casos desviados o fallidos. Y, segundo, para ello Raz tiene que dar cuenta del carácter
perentorio u obligatorio de las directivas de la autoridad, señalado por Hart, al
tiempo que mostrar las condiciones en las que estaría justificado aceptar el carácter
vinculante de esas directivas de la autoridad ( Raz, J. (1995). Authority, Law and Morality. En Ethics in the Public Domain (pp. 210-237). Oxford: Oxford University Press. Disponible en:
Empecemos por la racionalidad del agente, dado que para comprender la autoridad hemos visto que debemos entender qué clase de razones representan sus directivas. Y, además, la respuesta al problema moral que representa obedecer a la autoridad pasa por considerar si en determinadas circunstancias puede haber razones para no actuar de acuerdo con nuestro juicio sobre las razones que hacen al caso. En ambos casos la clave está en la idea de razones excluyentes (exclusionary reasons), que es una de las aportaciones capitales de Raz a la comprensión del razonamiento práctico.
Tomando el caso de un agente que debe resolver si hacer X o no hacerlo, solemos entender el razonamiento práctico del modo siguiente: el agente deberá sopesar sus razones para hacer X y sus razones para no hacerlo, y deberá obrar de acuerdo con lo que tiene más razones, o razones de más peso, para hacer; esto es, deberá hacer aquello que, todas las cosas consideradas, le señala el balance de razones. Las razones en conflicto que pondera el agente son razones de primer orden, razones a favor o en contra de hacer X. Pero Raz señaló la necesidad de introducir otra clase de razones, razones (de segundo orden) para no actuar por otras razones, con objeto de dar cuenta de ciertos conflictos y modos de razonamiento práctico. Por ejemplo, aquellas situaciones en las que el agente no se fía de su juicio debido al cansancio, al estrés emocional, o a fuertes presiones de otro tipo, etc., y podemos decir que tiene una razón para no actuar de acuerdo con su balance de razones. Pero su interés se extiende más allá de estos casos y Raz considera que la idea de razones excluyentes nos ayuda a desentrañar otros conceptos prácticos importantes como las decisiones, las normas obligatorias o, para el caso que nos interesa, la autoridad ( Raz, J. (1975). Practical Reason and Norms. London: Hutchinson.Raz, 1975).
Imaginemos a un empleado C al que su superior jerárquico le manda hacer Y en una gestión
complicada; supongamos igualmente que C piensa que, considerándolo todo bien, sería
mejor no hacer Y. Según Raz, el mandato funciona a la vez como una razón de primer
orden y de segundo orden excluyente, por lo que su fuerza como razón se mide en ambas
dimensiones. Es obviamente una razón para que C haga Y, pero al mismo tiempo es una
razón para que C no actúe de acuerdo con su apreciación personal de los méritos del
caso. Si toma esa orden como válida, eso implica que descarta actuar por las razones
(de más peso) que le llevarían a no hacer Y. Estamos muy cerca de las razones perentorias
de Hart: si C ve el mandato de su jefe como orden válida, no solo lo toma como razón
para hacer Y, sino que entiende que no le corresponde a él actuar de acuerdo con su
juicio personal sobre los pros y contras de hacer Y La fuerza excluyente de una razón varía según el tipo de razones de primer orden
que excluye. Es importante señalarlo, pues de lo contrario cabría pensar que la obediencia
de C ha de ser ciega. C puede pensar que, en situaciones normales, tiene una razón
para seguir las instrucciones de su superior, en vez de obrar de acuerdo con su apreciación
de los méritos del caso; pero no si su jefe le ordenara hacer algo ilícito.
Con ello tenemos una idea precisa de lo que es tener autoridad (práctica). Alguien
tiene autoridad, digamos el superior de C, si sus órdenes y directivas son aceptadas
por otros no solo como razones para actuar, sino también como razones excluyentes
( Raz, J. (1975). Practical Reason and Norms. London: Hutchinson.Raz, 1975: 63). Esta combinación de una razón de primer orden para hacer Y, en nuestro ejemplo,
y de una razón excluyente para no actuar por razones contrarias a Y es lo que da a
un mandato su carácter obligatorio. Pues una obligación es exactamente eso en el lenguaje
de las razones: una razón de primer orden, protegida por una razón excluyente contra
la competencia de otras razones en conflicto Estrictamente, una obligación no se define solo por ser una razón protegida, sino
también por su carácter categórico, esto es, por ser independiente de los deseos e
intereses del agente ( Gardner, J. y Macklem, T. (2002). Reasons. En J. Coleman y S. Shapiro (eds.). The Oxford Handbook of Jurisprudence and Philosophy of Law (pp. 440-475). Oxford: Oxford University Press.
¿Qué puede justificar que las palabras de un agente sean tomadas por otros como obligatorias? Obviamente, autoridades prácticas hay de diferentes tipos y el alcance de sus directivas, instrucciones y reglas son de lo más variado. Una explicación general de la autoridad legítima no puede entrar en los detalles de quién tiene autoridad sobre quién, con respecto a qué asuntos y en qué circunstancias. Pero sí puede establecer una línea general o condiciones generales de justificación. Y la respuesta de Raz es clara: las autoridades se justifican en términos de la tarea que cumplen o del servicio que prestan. El derecho a mandar o a gobernar a otros solo se justifica si sirve a los intereses y necesidades de aquellos a los que se gobierna, aunque Raz matiza esta afirmación. Así, la autoridad de los padres, por ejemplo, se justifica en la medida en que vela por los intereses de los hijos. En consecuencia, si estamos obligados a obedecer a una autoridad es porque de ese modo contribuiremos a servir mejor a las necesidades e intereses de aquellos a los que las autoridades tienen que servir; puesto que seguir las directivas de la autoridad es mejor modo de hacerlo que juzgar cada uno por su cuenta lo que tendría que hacer ( Raz, J. (1990). Introduction. En J. Raz (ed.). Authority (pp. 1-19). New York: New York University Press.Raz, 1990: 5).
De acuerdo con lo cual, hay dos formas obvias de justificar la autoridad: por un lado,
cuando la autoridad práctica está basada en el conocimiento o la experiencia, como
ocurre, por ejemplo, en las regulaciones públicas de los medicamentos puestos a disposición
del público o las condiciones sanitarias de productos en venta; por otro, cuando la
autoridad responde a la necesidad de coordinar la acción de múltiples agentes y facilitar
la cooperación social, que es seguramente la justificación más simple del papel que
cumplen las autoridades políticas. Ese papel de las autoridades en relación con la
coordinación social debería entenderse en sentido amplio, no solo como solución a
los problemas recurrentes de coordinación estudiados por Thomas Schelling, sino que
abarca otras situaciones estratégicas del tipo del dilema del prisionero. Por supuesto,
no son las únicas justificaciones posibles y caben otras. En trabajos posteriores
donde da forma definitiva a la concepción de la autoridad como servicio, Raz ofrece
una condición general de justificación, a la que añadió posteriormente otra, a modo
de esquema general ( Raz, J. (1986). The Morality of Freedom. Oxford: Clarendon Press.1986, Raz, J. (1995). Authority, Law and Morality. En Ethics in the Public Domain (pp. 210-237). Oxford: Oxford University Press. Disponible en:
Veamos esas condiciones en el marco de las cuatro tesis que definen la concepción de la autoridad como servicio, utilizando para ello el ejemplo que utiliza Raz reiteradamente. Se trata del caso en que las dos partes en una disputa acuerdan someterse a un arbitraje independiente para resolver el litigio. Eso significa que confieren al árbitro la autoridad para zanjar la disputa dictando un laudo o resolución que ambas partes están obligadas a cumplir. Hay dos aspectos reseñables en esa labor de arbitraje.
En primer lugar, para ser justo el árbitro tendrá que atender a las diferentes razones de las partes, sopesarlas y dictar una resolución que refleje lo mejor posible el balance de razones. Puede equivocarse, naturalmente, pero su decisión pretende ser la conclusión correcta tras considerar todas las razones que afectan al caso. Como la decisión vinculante del árbitro está basada en las razones de las partes y resulta (o pretende ser el resultado) de ponderarlas adecuadamente, Raz habla de «razones dependientes» ( Raz, J. (1986). The Morality of Freedom. Oxford: Clarendon Press.Raz, 1986: 41). Y considera que este aspecto es generalizable a las directivas de cualquier autoridad práctica, que deberían estar basadas en las razones que se aplican quienes están sujetos a ellas. De ahí la primera de sus tesis:
1. Tesis de la dependencia: las directivas de la autoridad deberían basarse, entre otras cosas, en las razones
que se aplican a quienes están sujetos a esas directivas y son relevantes en las circunstancias
cubiertas por dichas directivas ( Raz, J. (1986). The Morality of Freedom. Oxford: Clarendon Press.Raz, 1986: 47; Raz, J. (1995). Authority, Law and Morality. En Ethics in the Public Domain (pp. 210-237). Oxford: Oxford University Press. Disponible en:
Segundo, al someterse al arbitraje las partes acuerdan seguir el juicio del árbitro sobre lo que deberían hacer en lugar del suyo propio. Deben tomar la resolución como una razón que reemplaza a las razones de las que depende (y cuya ponderación pretende reflejar), de modo que ya no cabe apelar a estas una vez que la resolución ha sido dictada. El balance de razones resulta cerrado, res judicata en terminología jurídica, y las razones pertinentes que contaban en él son desplazadas o reemplazadas por la conclusión a la que llega el árbitro sobre lo que hay que hacer. Este segundo aspecto destacable del arbitraje recoge lo que señalaba Hart sobre la fuerza perentoria. Y también a lo que Raz expresaba como razón excluyente, aunque ahora habla de «pre-emptive reason» para referirse a esta razón que desplaza y reemplaza a las otras en las que se basa, o al menos algunas de ellas. Igual que el dictamen o la resolución del árbitro vincula a las partes, las directivas de la autoridad necesariamente descartan que las partes hagan su balance de razones y reemplazan a las razones de las que dependían. De ahí la segunda tesis raziana que recoge la fuerza excluyente de las directivas de autoridad.
2. Tesis del reemplazo (the pre-emption thesis): el hecho de que una autoridad exija llevar a cabo una acción es una razón para realizar
esa acción, pero esa razón no se agrega a las razones relevantes a la hora de determinar
lo que hacer, pues la directiva excluye y reemplaza a algunas de esas razones relevantes
( Raz, J. (1986). The Morality of Freedom. Oxford: Clarendon Press.Raz, 1986: 46; Raz, J. (1995). Authority, Law and Morality. En Ethics in the Public Domain (pp. 210-237). Oxford: Oxford University Press. Disponible en:
Como se ve por el ejemplo del arbitraje, los dos aspectos están relacionados: dado que el árbitro tiene que decidir basándose en las razones que se aplican al caso y son relevantes para las partes, estas no pueden volver sobre ellas después y están obligados a actuar conforme a la resolución. Es una forma de decir que al someterse a su arbitraje le cedieron la tarea de evaluar y sopesar las razones relevantes. Con las dos primeras tesis, Raz generaliza estos dos aspectos del caso del arbitraje para entender el papel de la autoridad.
Hay, sin embargo, otro aspecto significativo en ese caso que no cabe generalizar, pues en el arbitraje las dos partes litigantes acuerdan someterse al veredicto de un árbitro imparcial y aceptar su decisión final. Toda la autoridad del árbitro descansa sobre el acuerdo voluntario de los litigantes y esta situación es más bien excepcional cuando consideramos otras autoridades prácticas. El asunto es pertinente porque la legitimidad del árbitro reposa sobre ese acuerdo y desaparecería sin él. En su lugar, Raz propone la «forma normal» en que cabe justificar a la autoridad práctica, es decir, la condición que ha de cumplir una autoridad para ser considerada legítima.
3. Tesis de la justificación normal: la manera normal de justificar que un agente tiene autoridad sobre otro consiste en
demostrar que el segundo probablemente cumplirá mejor con las razones que se le aplican
si acepta las directivas del primero como vinculantes, y las sigue, que si no lo hace
y trata de seguir esas razones por su cuenta ( Raz, J. (1986). The Morality of Freedom. Oxford: Clarendon Press.Raz, 1986: 53; Raz, J. (1995). Authority, Law and Morality. En Ethics in the Public Domain (pp. 210-237). Oxford: Oxford University Press. Disponible en:
Raz admite que puede haber otras justificaciones de la autoridad según las circunstancias, pero su tesis establece el caso central de justificación de la autoridad; por eso, cuando concurren otras razones para aceptar una autoridad esas justificaciones suelen ser auxiliares o complementarias de la justificación normal, según la cual los mandatos de la autoridad nos permiten cumplir con las razones relevantes, en relación a las circunstancias cubiertas por la directiva, probablemente mejor que si actuamos por nuestra cuenta. Como es obvio, es una tesis normativa que establece la condición de legitimidad de la autoridad y con ello la razón para aceptar sus directivas o normas como obligatorias.
La explicación raziana de la autoridad se resume en estas tres tesis, por lo que convendría fijarnos en cómo se articulan. Se podría pensar que las dos primeras nos dicen en qué consiste la autoridad y que la tesis de la justificación normal añade la condición de legitimidad. Pero sería un error porque la tesis de la dependencia ya es una tesis moral acerca de cómo deberían proceder las autoridades: no dice que siempre actúen basándose en razones dependientes, sino que deberían hacerlo así. Por supuesto, hay una estrecha relación entre dependencia y reemplazo, puesto que la segunda presupone la primera, como hemos visto. La tesis del reemplazo caracteriza la fuerza perentoria u obligatoria de las directivas de la autoridad, el modo en que operan como razones para la acción. Pero ese carácter vinculante vale solo para las directivas de una autoridad legítima, esto es, la que actúa conforme a la tesis de la dependencia, de modo que sus directivas se basan en y reflejan las razones relevantes para quienes están sujetos a ellas, y por ello cumple con la condición establecida en la tesis de la justificación.
Así, el núcleo de la concepción raziana de la autoridad viene dado por las tesis de
la dependencia y de la justificación normal, pues conjuntamente presentan «una visión
completa de la naturaleza y el papel de la autoridad legítima» ( Raz, J. (1986). The Morality of Freedom. Oxford: Clarendon Press.Raz, 1986: 55). Si consideramos conjuntamente las dos tesis, resulta claro que la autoridad es
contemplada como un servicio hacia quienes están sujetos a ella. Y como la tesis de
la dependencia deja abierta la posibilidad de que la autoridad tenga que tener en
cuenta otras consideraciones aparte de las razones dependientes, pensemos en ciertos
requisitos burocráticos en el caso de autoridades públicas, la tercera tesis deja
claro que una autoridad solo se justifica en tanto que presta tal servicio. Ahora
podemos concretar de qué clase de servicio se trata y matizar la idea de que la autoridad
sirve a los intereses y necesidades de quienes se someten a ellas Si nuestras razones para actuar tuvieran que ver exclusivamente con nuestros intereses
y bienestar, no habría necesidad de matización; como Raz no lo cree así, su planteamiento
es compatible con otras clases de razones.
Cabe preguntarse si la tesis de la justificación normal no establece una condición de justificación muy estricta, que restringe severamente el ejercicio de la autoridad. Pues en último término su justificación responde a que sus directivas reflejen adecuadamente las razones dependientes en aquellas situaciones donde la autoridad está mejor colocada para hacerlo que los propios sujetos a los que se aplican las razones. La pregunta tiene la virtud de poner de relieve uno de los méritos de la concepción de Raz, de acuerdo con la cual la autoridad está necesariamente limitada si es legítima. En efecto, la tesis de la dependencia señala el modo en que la autoridad debe ejercer sus poderes para cumplir con la función de mediación a la que debe atenerse según la tesis de la justificación normal.
Esos límites están, por así decir, fijados en la propia explicación del concepto. Con posterioridad, Raz ha añadido una condición más para reforzar esos límites, a la que ha llamado «condición de independencia». Esta condición señala una importante salvedad que afecta a la aplicación de la condición establecida en la tesis de la justificación normal, pues hay asuntos en la vida con respecto a los cuales es más importante actuar independientemente que cumplir del mejor modo con las razones que se nos aplican ( Raz, J. (1990). Introduction. En J. Raz (ed.). Authority (pp. 1-19). New York: New York University Press.Raz, 1990: 13). En otras palabras, esta cláusula garantiza que el servicio que ofrece la autoridad se limita a aquellas cuestiones acerca de las cuales es mejor que el agente cumpla mejor con las razones que tiene a que decida por su cuenta y riesgo, pues hay aspectos importantes de la vida en las que no es así ( Raz, J. (2006). The Problem of Authority. Revisiting the Service Conception. Minnesotta Law Review, 90, 1003-1044.Raz, 2006: 1014). Esta condición de independencia, que pone límites a la aplicación de la tesis de la justificación normal, refuerza el sentido de los límites del ejercicio de la autoridad. Y tiene un indudable sabor liberal al recordarnos la importancia moral de la autonomía individual como ingrediente capital en la doctrina del gobierno limitado. Precisamente Raz desarrolla esa concepción del liberalismo, basada en el ideal de autonomía personal, en The Morality of Freedom.
La concepción de la autoridad como servicio de Raz da respuesta a los dos problemas filosóficos acerca de la autoridad. Responde al problema conceptual, por una parte, puesto que deslinda en qué consiste la autoridad y para ello explica qué clase de razones son sus directivas. Por otra, está pensada para ofrecer una respuesta convincente al problema moral y más concretamente a la objeción del anarquista filosófico. Como hemos visto, esta respuesta consiste en las tres tesis expuestas, junto con la condición de independencia, que fijan las condiciones para que la autoridad esté justificada. Básicamente, esa respuesta está montada sobre una visión más sofisticada de la racionalidad práctica del agente y una concepción puramente instrumental del papel de la autoridad. Si ser racional consiste en responder a las razones relevantes, las directivas de la autoridad no serían más que un método, dentro de ciertos límites, para cumplir mejor con esas razones. Por ello, la explicación de Raz solo puede serlo de la autoridad legítima y en su explicación, como sucede con muchos de nuestros conceptos prácticos, van inextricablemente unidos los aspectos analíticos y normativos.
[1] |
Este trabajo forma parte del Proyecto de Investigación I+D «Civic Constellation II: Debating Democracy and Rights» (FFI2014-52703-P). |
[2] |
«Poder» aquí se presta a equívoco si no reparamos en que tiene un sentido preciso en el análisis de Hohfeld sin relación con otros usos en el lenguaje ordinario que se refieren a la capacidad de realizar cierto tipo de acción o de influir sobre la conducta de los demás por medio de incentivos selectivos. En sentido hohfeldiano, un poder es la capacidad de un agente para efectuar intencionalmente un cambio en la relación normativa entre él y otra persona, alterando sus derechos y obligaciones ( Shapiro, S. (2002). Authority. En J. Coleman y S. Shapiro (eds.). The Oxford Handbook of Jurisprudence and Philosophy of Law (pp. 382-439). Oxford: Oxford University Press.Shapiro, 2002: 395). Estrictamente, se trata de una relación normativa de segundo orden en la que una de las partes tiene la facultad para alterar otras relaciones normativas. Una presentación breve del análisis hohfeldiano de los derechos en Toscano ( Toscano, M. (2014). «Shall Not Be Denied The Right to Use Their Own Language». A Hohfeldian Analysis of Language Rights. En J. H. Alnes y M. Toscano (eds.). Varieties of Liberalism. Contemporary Challenges (pp. 223-241). Newcastle upon Tyne: Cambridge Scholars Publishing.2014: 225-231). |
[3] |
Hay otra cuestión filosófica envuelta en este asunto que no me gustaría dejar de mencionar. Planteada sin preámbulos: ¿cómo puede alguien crear razones para que otro actúe? Si se trata de directivas o mandatos obligatorios, el asunto aún llama más la atención: ¿cómo puede A diciendo «haz X» generar una obligación en B? ¿Cómo puede ser que lo que diga una persona se convierta en una obligación para otra? Pero este no es un problema exclusivo de las directivas de la autoridad, pues tiene un alcance más general. Pensemos en las promesas, por ejemplo. También cuando promete hacer X el agente crea intencionalmente una obligación (la de hacer X), solo que en este caso para él mismo y no para otros, como sucede en el caso de la autoridad. Prometer, o contraer obligaciones voluntariamente, junto con la autoridad, son dos formas de ejercer una potestad normativa fuera del ámbito legal. |
[4] |
Hay traducción al español de José Luis Pérez Triviño con el título «Mandatos y razones jurídicas dotadas de autoridad», en Isonomía, 6 (abril 1997): 83-105. |
[5] |
El pasaje de Hobbes es el siguiente: «Command is when a man saith do this or do not do this yet without expecting any other reason that the will of him that saith it» ( Hobbes, T. (1991). Leviathan. Richard Tuck (ed.). Cambridge: Cambridge University Press.Hobbes, 1991: 176). |
[6] |
Esta afirmación debe matizarse. Para Hart, el derecho y la moral, aunque usan el mismo lenguaje normativo, representan diferentes usos de ese lenguaje. Los mandatos de una autoridad legal determinan lo que el agente debe legalmente hacer, pero no implican la obligación moral de hacerlo. Por tanto, esos mandatos legales no excluirían stricto sensu la autonomía moral del agente ( Raz, J. (1990). Introduction. En J. Raz (ed.). Authority (pp. 1-19). New York: New York University Press.Raz, 1990: 17-18). |
[7] |
La fuerza excluyente de una razón varía según el tipo de razones de primer orden que excluye. Es importante señalarlo, pues de lo contrario cabría pensar que la obediencia de C ha de ser ciega. C puede pensar que, en situaciones normales, tiene una razón para seguir las instrucciones de su superior, en vez de obrar de acuerdo con su apreciación de los méritos del caso; pero no si su jefe le ordenara hacer algo ilícito. |
[8] |
Estrictamente, una obligación no se define solo por ser una razón protegida, sino también por su carácter categórico, esto es, por ser independiente de los deseos e intereses del agente ( Gardner, J. y Macklem, T. (2002). Reasons. En J. Coleman y S. Shapiro (eds.). The Oxford Handbook of Jurisprudence and Philosophy of Law (pp. 440-475). Oxford: Oxford University Press.Gardner y Macklem, 2002: 465). |
[9] |
Si nuestras razones para actuar tuvieran que ver exclusivamente con nuestros intereses y bienestar, no habría necesidad de matización; como Raz no lo cree así, su planteamiento es compatible con otras clases de razones. |
Arendt, H. (1977). What is Authority? En Between Past and Future (pp. 91-141). London: Penguin. |
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Gardner, J. y Macklem, T. (2002). Reasons. En J. Coleman y S. Shapiro (eds.). The Oxford Handbook of Jurisprudence and Philosophy of Law (pp. 440-475). Oxford: Oxford University Press. |
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Kant, I. (1988). Respuesta a la pregunta «¿Qué es Ilustración?». En A. Maestre (ed.). ¿Qué es la Ilustración? (pp. 9-21). Madrid: Tecnos. |
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Raz, J. (1986). The Morality of Freedom. Oxford: Clarendon Press. |
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