SUMARIO
La sexta edición del Premio Internacional Ursicino Álvarez, de la Fundación de Derecho Romano del mismo nombre, recayó en el año 2017 en José Manuel Pérez-Prendes. El premio llevaba aparejada la publicación de una obra, y el propio galardonado decidió que se tratase de una recopilación de estudios sobre historia constitucional elaborados a lo largo de su dilatada y fructífera vida académica. Sin embargo, su inesperado fallecimiento truncó la posibilidad de que pudiera ver editada esta obra que, lamentablemente, se convirtió en póstuma. Gracias al empeño de Remedios Morán, el texto ha podido ver la luz tal y como lo había concebido su autor. El resultado es un homenaje para quien tanto ha aportado a la historia del derecho, y un regalo para que podamos seguir disfrutando de su magisterio.
Como todo libro recopilatorio, los Escritos de historia constitucional española carecen de esa unidad que se exige a las monografías. Pero solo en apariencia. En primer lugar, porque no concibe la recopilación de trabajos como una «republicación» de los mismos, sino que algunos de ellos han sido profundamente reelaborados, no solo formalmente, sino en su exposición, sin que por ello pierdan su esencia inicial, como él mismo dice reiteradamente al exponer al principio el proceso de cada uno; en segundo lugar, porque más allá de algunos trabajos que abarcan toda la etapa constitucional («Sobre el marco legal de los judíos en el constitucionalismo español» y «Notas sobre las dimensiones históricas del Senado en España»), la obra comprende estudios representativos de cada una de las distintas fases de nuestra historia político-constitucional. Así pues, cronológicamente el sentido de unidad resulta evidente. Se trata de un relato que abarca temporalmente todo el espectro del constitucionalismo español y que el propio Pérez-Prendes considera que se desarrolla a través de la sucesión de tres momentos: contradicción, consolidación y revisión (p. 159).
Pero, más allá de incorporar estudios de cada fase constitucional, el sentido unitario del libro se percibe por la presencia en él de una periodización inteligente, constructiva y meditada de nuestra historia constitucional, evitando la fácil solución de referirse a la mera sucesión de constituciones, calendario en mano. Pérez-Prendes nos presenta en la obra sus propia idea de las etapas por las que atravesó la historia constitucional española: el período de radicales contradicciones (1808-1834), el de supervivencia de patrones del Antiguo Régimen (1834-1868) y el rupturismo con el Antiguo Régimen del Sexenio Revolucionario (1868-1874). Más allá de estos tres períodos, explícitamente formulados como tales en su libro, es fácil concebir que Pérez-Prendes consideraba la Restauración y la Segunda República como las dos últimas etapas, caracterizadas por notas muy definidas. La Restauración supondría la etapa de triunfo final del doctrinarismo (pp. 280-286) que en realidad venía gestándose desde 1834 y que en 1876 pretende imponer su ideal de falso eclecticismo, de «justo medio» entre modernidad y tradición. Falso porque en realidad nada se «restauraba». «Nunca hubo intención restauradora» (p. 325) y esto la convierte en una etapa en sí misma, diferente a las anteriores. Por su parte, la etapa de la Segunda República es el momento de liquidación de los últimos ecos del Antiguo Régimen, lo que la convierte en una fase que él denomina con razón como «coherente» (p. 321). Un momento constitucional en el que, a diferencia de los anteriores, ni se trataban de ocultar los cambios bajo un manto de tradición (como en Cádiz) ni de buscar componendas entre historicismo y modernidad (como en 1834, 1845 o sobre todo 1876). Solo cambio, incorporando en nuestro país las «nuevas tendencias del Derecho Constitucional», como las denominara Mirkine Guetzévitch.
Pero, más allá de esa periodización personal que trasluce el libro, su lectura detenida evidencia una sólida línea de investigación y un hilo conductor que conecta todos los escritos, a pesar de los muchos años que separan unos de otros. Ese nexo se encuentra en el concepto de «constitucionalización», que Pérez-Prendes diferencia de los momentos «constitucionalizante» y «constituyente». Parece un trabalenguas… pero en realidad encierra una hábil formulación. El momento constitucionalizante entraña «introducir una Constitución donde no la hay» (p. 365). El análisis de esos procesos es precisamente en lo que se detienen la mayoría de los estudios de historia constitucional. Por su parte, el momento constituyente haría referencia a «ir haciendo cada día la realidad de lo que se ha constituido», lo cual dota al concepto de un sentido muy distinto al que le había conferido Sieyès. Comprendería las tareas legislativas de desarrollo constitucional, por lo que se trataría de un momento posterior a la fase constitucionalizante. Finalmente, la constitucionalización engloba de alguna forma a los dos conceptos anteriores, ya que se refiere a la intención de configurar una forma política principal o exclusivamente a través de reglas jurídicas destinadas a perdurar.
Esta hábil diferenciación conceptual de Pérez-Prendes supone concebir la historia constitucional desde un planteamiento poliédrico en el que coincidía, por cierto, con otro maestro de la disciplina, Joaquín Varela Suanzes. Bajo esta perspectiva, la historia constitucional no puede seguir concibiéndose como un estudio plano o unidimensional reducido a la exégesis del articulado de las diferentes constituciones. Es preciso asumir una mirada tridimensional que atienda al contexto doctrinal, político y normativo en el que se gestaron y desenvolvieron estas, único modo de elaborar una genuina historia constitucional, y no quedarse en un mero remedo de ella.
Bajo esta premisa metodológica no pueden analizarse de forma fría las constituciones históricas dejando al margen la intencionalidad con la que se gestaron para dar forma el Gobierno («contitucionalización»). Lo que supone privilegiar en primer lugar las bases doctrinales, el sustento dogmático de las constituciones. En este sentido, Pérez-Prendes rehúye el formalismo normativista kelseniano, cuya inoperancia para el historiador del constitucionalismo resulta evidente. Algo que no siempre se tiene presente cuando se trabaja en historia constitucional. Hay todavía quien se empeña en buscar en las constituciones históricas la nota de supremacía jurídico-formal, y pretende interpretarlas con los métodos hermenéuticos actuales. Todo ello conduce, como muestra sobradamente Pérez-Prendes, a una historia constitucional inútil, vacua y totalmente falsa. Sin el conocimiento del contexto histórico y doctrinal en el que se gestaron las constituciones de antaño, cualquier acercamiento a ellas no es más que una pérdida de tiempo.
La negativa a identificar las constituciones históricas con el modelo kelseniano lleva a Pérez-Prendes Pérez-Prendes a negar también otra de las premisas en las que se ha asentado el derecho constitucional en el siglo xx, a saber: considerar que sin Estado no hay Constitución, y que aquel no nace hasta la Edad Moderna, momento en el que los monarcas monopolizaron la coacción física. Pérez-Prendes niega esta idea. A su modo de ver siempre que en una comunidad se conciban en términos jurídicos intereses generales superpuestos a los particulares se puede hablar de Estado y, por tanto, de constitucionalismo. De este modo, lo que para McIlwain era «constitucionalismo antiguo», para Pérez-Prendes es constitucionalismo, sin más, porque también en la Grecia y Roma clásicas había esa intención de formar un Gobierno (constitucionalización) sobre la base de una comunidad dirigida hacia intereses generales (Estado o formas políticas, como lo denominaba en los últimos trabajos) o a sensu contrario, cuando se rompen tales principios, como el texto con el que inicia su selección de trabajos: «Alba de constitucionalidad».
Si la constitucionalización entraña esa intencionalidad de determinar la forma de gobierno a través de reglas jurídicas perdurables, no debe extrañar que Pérez-Prendes haya escogido para su libro diversos trabajos que muestran el contexto doctrinal en el que se refleja esa intencionalidad. Esto explica la inclusión del brillante trabajo «Novelistas y Constituciones», en el que realiza un repaso extraordinario del reflejo constitucional en la novela española del xix. Un capítulo así resultaría impensable para los «facedores»de historia constitucional que centran su atención apenas en el articulado, desentendiéndose del acervo intelectual que lo rodea y sin el que no tiene sentido. Pero, bajo el inteligente prisma de Pérez-Prendes, la novela, como producto cultural, delata los intereses subyacentes de determinados sectores de la sociedad, y de las propias capas cultas, que resulta muy útil para entender el entramado político del que la Constitución forma parte.
En otros casos, el sustrato ideológico es más directo, como en el caso de Francisco Martínez Marina, de quien Pérez-Prendes era un especialista. No en balde a él le correspondió en 1979 la introducción de la Teoría de las Cortes publicada por Editora Nacional, que durante mucho tiempo fue la edición canónica y a la que muchos acudimos por vez primera para leer al «sabio Marina», como lo llamaba Jovellanos. El capítulo dedicado a la Teoría de las Cortes encierra una afirmación de enorme importancia que no siempre se tiene presente en el estudio del primer constitucionalismo español: la diferencia entre los términos (las palabras empleadas) y los conceptos (las intenciones) (p. 103). Si la constitucionalización se refiere precisamente a estas últimas, es preciso mirar con ojos de un auténtico especialista —como lo era Pérez-Prendes— para saber leer los términos y hallar los conceptos que en realidad esconden. Algo particularmente importante en la producción de la Teoría de las Cortes ya que, bajo la apariencia de un discurso histórico (términos) se ocultaba en realidad una intencionalidad modernizadora que justificaba la obra gaditana (conceptos) y que ahora, después de casi cuatro décadas, se ratifica en su idea fundamental, pero se reinterpreta y reescribe.
Lo dicho vale igualmente para Agustín Argüelles, y en este sentido Pérez-Prendes se alinea con la postura —que reconozco también asumir— de que el historicismo del oriundo de Ribadesella tenía un sentido claramente deformador, ya que su pensamiento constitucional era claramente revolucionario. El de Argüelles constituye, en palabras de Pérez Prendes, «el primer metarrelato español», destinado a falsear con palabras los auténticos conceptos (intenciones) que tenía en mente el asturiano.
Martínez Marina y Argüelles escenifican, pues, la intencionalidad política revolucionaria oculta bajo discursos historicistas. El metarrelato se antoja fundamental para lograr un determinado propósito, a saber, la aceptación social de una norma novedosa como era la Constitución de Cádiz. Porque, cuando falla ese propósito, la propia Constitución queda condenada al fracaso. Así lo demuestra Pérez-Prendes con el Estatuto de Bayona, que el autor defiende —con gran acierto— como primera Constitución española. El principal motivo de su rechazo, afirma, no fue tanto su condición de extranjera (¿acaso la Constitución de Cádiz no bebía en fuentes foráneas, muy particularmente francesas?), sino su carácter de carta otorgada (p. 70). Podría decirse, siguiendo el lenguaje de Pérez-Prendes, que en este caso se trataba de una Constitución que no se correspondía con la constitucionalización (es decir, intención estructuradora del Gobierno) entonces deseada en España.
Junto al amplio espacio que el libro dedica al pensamiento político como elemento de la constitucionalización, también se incluyen trabajos orientados hacia los precedentes constituyentes y el desarrollo normativo de las constituciones históricas. Objetos de estudio indispensables para entender cabalmente la «intención» constitucional, ya que esta no se reduce al articulado de la Constitución, sino a las bases normativas sobre la que esta se gesta (momento previo a la Constitución) y a los desarrollos legislativos y reglamentarios a los que da lugar (momento subsiguiente a la Constitución).
Por lo que se refiere a los prolegómenos constituyentes, Pérez-Prendes atiende a ellos especialmente en la Constitución de 1845, analizando con gran detalle el dictamen de reforma de la Constitución de 1837, que, en realidad, dio lugar a una nueva Constitución. En este análisis encontramos presentes, una vez más, las referencias doctrinales (en este caso de Balmes y Donoso Cortés) que de un modo u otro siempre se hallan presentes en el libro. Una muestra de la importancia que tiene el conocimiento de las fuentes doctrinales para realizar auténtica historia constitucional. Pero además, Pérez-Prendes escoge este momento constitucional preciso porque muestra, más que otros, cómo el proceso «constituyente» se pone al servicio de la «constitucionalización». Bajo la apariencia de una mera reforma constitucional, lo que se oculta en esos momentos es una intencionalidad constituyente. Y solo si atendemos a esas intenciones (es decir, a la constitucionalización) entenderemos correctamente que lo que en 1845 se produjo fue una apariencia (reforma constitucional) que ocultaba el verdadero propósito (un proceso constituyente).
Como complemento indispensable de los pormenores constituyentes (el «antes» de las Constituciones), Pérez-Prendes estudia también el desarrollo normativo de las constituciones (el «después»). Así, lo hace por ejemplo con la «legislación de apoyo constitucional» que cimentó el texto de 1845 (p. 173), pero sobre todo la que se fraguó al amparo de la Constitución de 1869 (pp. 205-227), porque en ella se evidencia un programa legislativo radical en materia civil, penal, procesal, jurisdiccional y en materia de prensa (tema al que dedica un capítulo independiente), puesto al servicio de un profundo cambio en la sociedad y en el Estado del que la Constitución representaba apenas una parte. Por eso, en la Constitución del 69, más que en ninguna otra, se aprecia la idea de constitucionalizar, «como lo prueba la preocupación por impregnar con esa ida la sociedad entera» (p. 214).
También a la tarea legislativa de la Restauración dedica Pérez-Prendes unas enjundiosas páginas (pp. 289-303), en las que el autor alcanza su mayor nivel de síntesis. Y es que el análisis del desarrollo normativo se entremezcla en esta ocasión más intensamente con el estudio del trasfondo dogmático de la Constitución —en concreto, el doctrinarismo— así como del contexto político en el que aquellas reformas se orquestaron y que ellas mismas contribuyeron a moldear. De este modo, atiende tanto al pensamiento constitucional de Cánovas del Castillo —en cuanto soporte doctrinal de la Constitución del 76— como a la legislación principal de desarrollo del texto constitucional.
Pero el libro de Pérez-Prendes no es solo un acercamiento original a la historia constitucional, sino también un análisis de carácter historiográfico. Hay una búsqueda constante por contrastar y revisar muchas de las lecturas que otros historiadores antes que él realizaron de nuestro pasado constitucional: desde la inevitable referencia a Menéndez Pelayo (cuyos prejuicios lastraron hasta el infinito su enciclopédicos conocimientos) y García-Gallo, hasta el diálogo crítico con algunos de sus colegas contemporáneos, como Francisco Tomás y Valiente o Alicia Fiestas Loza.
Con la pérdida de Pérez-Prendes la historia constitucional española se queda algo más pobre. Y, triste casualidad, apenas unos meses después de Pérez-Prendes, también nos dejaba Joaquín Varela Suanzes, acrecentando más todavía ese sentimiento de orfandad. Obras como los Escritos de historia constitucional española dejan cierta sensación de desamparo, pensando en cuánto le quedaba por contarnos a Pérez-Prendes, pero también nos muestran el camino para hacer buena, genuina, historia constitucional.