RESUMEN
La fragmentación y polarización de los sistemas de partidos en Europa está dificultando cada vez más la construcción de mayorías de gobierno. En España, la crisis de 2016 ha demostrado que puede ser imposible formar un Ejecutivo al comienzo de la legislatura y que esa situación puede continuar tras unas nuevas elecciones. Parece claro que nuestro sistema electoral ya no incentiva la concentración del voto, y que nuestro régimen parlamentario no está preparado para asimilar ciertos resultados electorales, lo que facilita la reproducción de bloqueos y largos períodos de interinidad. Todo ello comporta un serio riesgo de deslegitimación del sistema político. Este trabajo analiza los errores de la regulación constitucional y los distintos factores que contribuyen a producir tales parálisis institucionales. También estudia, de cara a una futura reforma de la Constitución, las fórmulas existentes en el derecho comparado que garantizarían la designación de un presidente del Gobierno tras unas elecciones generales.
Palabras clave: Investidura; formación de Gobierno; presidente del Gobierno; monarquía parlamentaria; parlamentarismo; disolución automática.
ABSTRACT
The fragmentation and polarization of party systems in Europe is increasingly hindering the construction of government majorities. In Spain, the 2016 crisis has shown that it may be impossible to form an executive at the beginning of the legislature and that this situation may continue after a new election. It seems clear that our electoral system no longer encourages the concentration of the vote, and that our parliamentary regime is not prepared to assimilate certain electoral results, which facilitates the reproduction of blockades and long interim periods. All this entails a serious risk of delegitimation of the political system. This paper analyzes the errors of the constitutional regulation and the different factors that contribute to produce such institutional paralysis. It also studies, in prevision of a future constitutional reform, the existing formulas in comparative law that would guarantee the appointment of a President of the Government after a general election.
Keywords: Investiture; Government formation; President of the Government; parliamentary monarchy; parliamentarism; automatic dissolution.
SUMARIO
De acuerdo con las concepciones clásicas del parlamentarismo, el Ejecutivo es, en este sistema, la expresión de una mayoría parlamentaria, cuyo respaldo necesita para sobrevivir. Sin embargo, tal «mayoría de gobierno» es un fenómeno sociopolítico esencialmente contingente. Es posible que un contexto dado simplemente no exista nada parecido a una mayoría ideológicamente coherente, estable y cohesionada, capaz de erigir y sostener a un Gobierno. A veces solo es factible un Ejecutivo minoritario meramente tolerado por una Cámara fragmentada. Y en ocasiones ni siquiera puede contarse con esa tolerancia, cuando a la fragmentación se le suma una gran distancia ideológica entre partidos y profundas discrepancias no reconducibles al eje izquierda-derecha.
No pocos países europeos presentan actualmente un panorama semejante, tras la consolidación de importantes partidos de distinto signo que están excluidos de la participación en el Gobierno, ya sea porque no son considerados socios legítimos por otros grupos, porque plantean exigencias inasumibles para otras fuerzas, o bien porque se trata de movimientos antisistema que rechazan coaligarse. En esas circunstancias, la formación de Gobierno en los regímenes parlamentarios se está convirtiendo en un proceso cada vez más arduo, incierto y largo (hasta 541 días en Bélgica en 2010-2011). En algunos países es ya casi imposible aglutinar mayorías alternativas que pivoten sobre el centroizquierda o sobre el centroderecha, y la gran coalición parece ser la única alianza mayoritaria factible, como sucede en Alemania.
En determinados casos puede ser políticamente inviable articular cualquier coalición mayoritaria, con el riesgo de que únicamente se generen «mayorías negativas» irreductibles, que solo coinciden en rechazar cualquier opción de gobierno. Esta situación puede presentarse sin llegar a las dramáticas condiciones políticas que se dieron cita en la República de Weimar. En realidad basta con que el sistema de partidos no sea estrictamente bipolar y que la formación de toda mayoría numérica pase por la unión de partidos mutuamente excluyentes. Donde eso sucede, la inestabilidad puede volverse endémica.
A ese escenario se asemeja España tras las elecciones de 2015, que inauguraron un nuevo sistema de partidos más fragmentado y polarizado, aunque menos bipolar. Esta simple variación en la distribución de fuerzas condujo a la crisis de 2016: diez meses de bloqueo institucional por imposibilidad de formar Gobierno, con una legislatura fallida de por medio. En un año de interinidad nuestra vida constitucional sufrió cambios poco halagüeños: el antes discreto rol ceremonial del rey pasó a centrar la atención política y mediática, la designación de un presidente de Gobierno se ha convertido en un resultado dudoso, con la posibilidad de «repetición de elecciones» siempre encima de la mesa, y sin que la consumación de ese riesgo permita descartar una sucesiva llamada a las urnas por idéntico motivo. Como colofón, ya ni siquiera se da por seguro que siempre vaya a existir al menos un candidato a la presidencia del Gobierno.
Esta experiencia pone de manifiesto que el diseño constitucional no es neutro ni ajeno a la composición del Congreso, sino que su funcionalidad depende íntimamente del sistema de partidos. Asistimos a la visible incompatibilidad entre unas reglas que exigen mayorías a favor para acceder al Gobierno y unos Parlamentos abigarrados que solo producen mayorías en contra. El peligro de deslegitimación política que esa situación entraña solo puede ser conjurado con reformas que aseguren el normal funcionamiento del régimen parlamentario bajo cualquier correlación de fuerzas.
Hasta 2015 predominaron visiones del sistema parlamentario español muy apegadas a las circunstancias políticas del momento, que tendían a extraer de la praxis precedente conclusiones generales que, en realidad, solo tenían validez bajo cierto sistema de partidos. Ello dio lugar a la difusión de valoraciones académicas bastante ingenuas y complacientes, que daban por hecho que la regulación constitucional aseguraba una perenne sucesión de Gobiernos estables.
Pero como reconoce Revenga, la crisis de 2016 ha «alterado profundamente la percepción
que teníamos hasta ahora del funcionamiento de nuestro sistema parlamentario» ( Revenga Sánchez, M. (2017). La funcionalidad del artículo 99 de la Constitución ante
el caso de un resultado electoral fragmentado: ¿mejorar su aplicación o proponer su
reforma? Revista Española de Derecho Constitucional, 109, 97-120. Disponible en:
Sin embargo, no parece controvertible que la dificultad para alumbrar Gobiernos, tanto a nivel nacional como autonómico, se ha convertido en uno de los principales problemas de nuestra vida constitucional. Para poder abordar con fundamento su resolución debemos examinar las valoraciones doctrinales vertidas durante décadas sobre las reglas que disciplinan la formación de Gobierno y contrastarlas con la experiencia reciente. Solo de esta manera se podrá determinar en qué medida los elementos esenciales de la regulación constitucional —el papel del rey, la investidura por mayoría simple y la cláusula de disolución automática— propiciaron la crisis de 2016.
Hasta ahora, el sentido de la intervención del monarca había sido el aspecto más polémico del art. 99 CE. Prácticamente, la doctrina solo fue unánime en considerar que el Rey debe proponer candidatos viables; más allá de eso, existía una profunda división a la hora de precisar qué papel político había de desempeñar el monarca en este terreno. Algunos autores recelaban de posibles injerencias del rey en el proceso político, pretendían evitar las «intervenciones reales decisivas» ( Torres Muro, I. (1995). El refrendo de la propuesta real de candidato a la Presidencia del Gobierno. Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), 88, 145-163.Torres Muro, 1995: 153) y advertían del riesgo de contaminación política de la Corona ( Belda Pérez-Pedrero, E. (2003). El poder del Rey, alcance constitucional efectivo de las atribuciones de la Corona. Madrid: Senado.Belda, 2003: 351). Por el contrario, amplios sectores doctrinales vieron en el monarca un actor privilegiado para concitar el acuerdo de las fuerzas políticas, y esperaron de él no solo la evacuación de un trámite formal —la presentación de candidatos—, sino también la consecución de resultados políticos —la conformación de una mayoría de gobierno— en ejercicio de su función arbitral.
Entre estos últimos destacaba De Otto, que pensaba que «un cuerpo colegial amplio puede tener mayores dificultades que un órgano uninominal a la hora de generar candidaturas, y el derecho de presentación del Rey parece responder a esta circunstancia real» ( De Otto y Pardo, I. (1980). La posición constitucional del Gobierno. Documentación Administrativa, 188, 139-182.1980: 155). El mismo autor sostenía que, en caso de funcionamiento defectuoso del sistema, «el papel del Jefe de Estado consiste en […] decidir en la medida en que la Cámara no se encuentra en situación de hacerlo» ( De Otto y Pardo, I. (1980). La posición constitucional del Gobierno. Documentación Administrativa, 188, 139-182.1980: 156). También Porras Ramírez, consideraba que, en ausencia de mayorías claras, el monarca debía favorecer «mediante sus requerimientos arbitrales […] el entendimiento entre las distintas formaciones políticas minoritarias […] en torno a la persona del candidato mejor situado» ( Porras Ramírez, J. M. (1997). Monarquía parlamentaria, función regia y poder de reserva. En Estudios de derecho público. Homenaje a Juan José Ruiz-Rico, vol. I (pp. 194-209). Madrid: Tecnos. 1997: 202). Bar Cendón entendía que el rey debía jugar un «papel decisivo en la solución de la crisis» ( Bar Cendón, A. (1998). Artículo 99: nombramiento del Presidente del Gobierno. En O. Alzaga Villaamil (dir.). Comentarios a la Constitución española de 1978, t. VIII (pp. 245-306). Madrid: Cortes Generales/Editoriales de Derecho Reunidas.1998: 263), el de «sintetizador de las diferentes ofertas políticas, forzando la posibilidad de acuerdo entre ellas» ( Bar Cendón, A. (1998). Artículo 99: nombramiento del Presidente del Gobierno. En O. Alzaga Villaamil (dir.). Comentarios a la Constitución española de 1978, t. VIII (pp. 245-306). Madrid: Cortes Generales/Editoriales de Derecho Reunidas.1998: 282). En la misma línea se manifestaban, entre otros, Freixes ( Freixes Sanjuan, T. (1991). La Jefatura del Estado monárquica. Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), 73, 83-117.1991: 101 y ss.), Revenga ( Revenga Sánchez, M. (1988). La formación del gobierno en la Constitución española de 1978. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.1988: 143) o Fernández-Fontecha y Pérez de Armiñán ( Fernández-Fontecha Torres, M. y Pérez de Armiñan y de la Serna, A. (1987). La Monarquía y la Constitución. Madrid: Civitas.1987: 368).
Esta propensión doctrinal a sobredimensionar el margen de maniobra y las capacidades cognitivas y persuasivas del rey tenía como consecuencia probable que cualquier fracaso en la formación de gobierno se imputaría a la Corona. Las observaciones de López Guerra ( López Guerra, L. (1997). Las funciones del Rey y la institución del refrendo. En Estudios de derecho público. Homenaje a Juan José Ruiz-Rico, vol. I (pp. 151-162). Madrid: Tecnos.1997: 159) a este respecto eran muy elocuentes: «el fracaso parlamentario del candidato […] [m]ostrará también que el Rey no ha sabido evaluar las posibilidades reales, o las aspiraciones del Congreso de los Diputados». Y si tuviera que llegarse a la disolución de las Cortes, quedaría de manifiesto «la incapacidad o falta de voluntad del Rey de proponer un candidato aceptable en un plazo tan dilatado», lo que «supondría un severo revés para la posición del Monarca».
En 2016 se vieron defraudadas muchas de las expectativas académicas sobre la «función arbitral» del rey, pero si las lecturas expansivas de su papel quedaron desmentidas por los hechos no fue por dejadez del monarca, sino porque sus premisas eran quiméricas. El jefe del Estado no puede suplir la inacción de los partidos porque, lejos de tener un poder independiente y discrecional, el ejercicio de sus competencias puede verse enteramente mediatizado por las estrategias partidistas. Tampoco puede impulsar soluciones de consenso sin destruir a la vez el principio de neutralidad de la Corona. Es asimismo ilusorio que el monarca esté particularmente bien situado para generar candidaturas con visos de triunfar. Su capacidad para obtener información sobre las posibilidades de cada opción de gobierno no es mayor, sino mucho menor, que la de quienes le informan sobre este particular en la fase de consultas, los dirigentes de los partidos.
En contra de lo tantas veces afirmado, la intervención regia en el proceso de designación presidencial no está motivada por su supuesta funcionalidad política, sino por su componente simbólico: el art. 99 CE es solo una concesión estética a la tradición. Y esta deferencia constitucional hacia la Corona, en vez de permitir a su titular fungir de árbitro y moderador, le sitúa en una posición incómoda y comprometida cuando se presenta un escenario de fragmentación y polarización partidista.
Hasta ahora, la posibilidad de obtener la confianza por más votos a favor que en contra en segunda votación era considerada un «mecanismo flexible» ( Vintró Castells, J. (2006). La investidura parlamentaria del Gobierno: perspectiva comparada y Constitución española. Madrid: Congreso de los Diputados.Vintró, 2006: 303), en comparación con la mayoría absoluta exigida en primera votación. Pero este requisito inicial no pasa de ser un desiderátum ( Aguiar de Luque, L. (1980). La estructura del proceso de formación de Gobierno. El caso español en el marco del derecho comparado. Revista del Departamento de Derecho Político de la UNED, 6, 1980, 61-81.Aguiar de Luque, 1980: 77) que solamente retrasa el otorgamiento de la confianza. La regla relevante es la que se aplica finalmente, la mayoría simple. En la doctrina española estaba ampliamente difundida una imagen voluntarista de esta regla, a la que se veía como una mayoría «escasamente exigente» ( Porras Ramírez, J. M. (2017). La Corona y la propuesta de candidato a presidente del Gobierno: nuevas prácticas y viejas normas. Teoría y Realidad Constitucional, 40, 223-244.Porras Ramírez, 2017: 234), que prácticamente aseguraba la formación de Gobierno. Bar Cendón ( Bar Cendón, A. (1983). El Presidente del Gobierno en España: encuadre constitucional y práctica política. Madrid: Civitas.1983: 160) afirmaba que el art. 99 «tiende a facilitar la designación de un nuevo Presidente». Solé Tura ( Solé Tura, J. (1980). El control parlamentario en el periodo constituyente y en la Constitución de 1978. En Parlamento y sociedad civil (pp. 31-47). Barcelona: Universidad de Barcelona.1980: 42) consideraba que el «problema» de este precepto es que «permite la formación de un gobierno en minoría con cierta facilidad». González Hernández ( González Hernández, E. (2003-2004). Veinticinco años de relación fiduciaria entre las Cortes Generales y el Gobierno. Revista de Derecho Político, 58-59, 523-545.2003-2004: 534) sostenía que el constituyente «buscó a toda costa la formación de Gobierno». Revenga iba más lejos y aseguraba que la regla de la mayoría simple «facilita […] al máximo el acceso del candidato a la presidencia del Gobierno, hasta el punto de que difícilmente se hará necesaria la tramitación de nuevas propuestas» (1987: 220, cursivas mías). A Martínez Sospedra ( Martínez Sospedra, M. (1978). El régimen parlamentario y el sistema de partidos (nota sobre el anteproyecto constitucional). En M. Ramírez (ed.). El control parlamentario del Gobierno en las democracias pluralistas (pp. 205-214). Barcelona: Labor.1978: 208) la posibilidad de «que ningún candidato reuniera ni tan siquiera una mayoría simple» le parecía un supuesto tan remoto que, decía, «no se sabe muy bien cuál puede ser».
Sin duda, permitir la investidura por mayoría simple es una solución más flexible que requerir siempre mayoría absoluta, pero no por eso aquella es una regla poco exigente. Difícilmente puede decirse tal cosa de la que es la regla general, aplicable por defecto, en nuestro derecho parlamentario actual e histórico. Menos cierto aún es que facilite «al máximo» el acceso al gobierno. Esto último solo podría predicarse de una regla que siempre generase un vencedor. Que llegue a ser imposible investir a cualquier candidato demuestra que la mayoría simple puede suponer un obstáculo insuperable en determinadas situaciones. Tampoco es cierto que allane la formación de los Gobiernos minoritarios. La mayoría simple no posibilita por sí misma la creación de Ejecutivos de este tipo; con ella solo podrán formarse Gobiernos en minoría cuando se cuente con la benevolencia de una mayoría de la Cámara, expresada en una cantidad suficiente de abstenciones. Concretamente, para que una minoría de votos favorables devenga en «mayoría simple», es necesario que el número de abstenciones sea igual o superior al doble de la diferencia entre esa cantidad de votos y la mayoría absoluta[1]. Si las abstenciones resultan ser menos de las necesarias, no hay Gobierno minoritario posible.
Por eso es engañosa la idea de que la mayoría simple es siempre más fácil de alcanzar que la mayoría absoluta. Solo es así en un sentido estrictamente formal, pero políticamente depende de cuál sea la distribución de fuerzas. Serán las circunstancias políticas del momento las que determinen si para un candidato con 160 apoyos iniciales es más factible lograr otros 16 «síes» o 31 abstenciones. Suponer más asequible lo segundo es gratuito, ya que, por regla general, la abstención no se regala; si es decisiva, intentará intercambiarse por la mayor cantidad de contraprestaciones posible. Además, las formaciones opuestas al aspirante, aunque no puedan ofrecer una alternativa de gobierno viable, sienten como necesidad imperiosa la emisión de un voto en contra, que es un acto de autoafirmación de la identidad partidista y un símbolo de fidelidad a sus compromisos electorales. De hecho, votar en contra es la única forma de no comprometerse con el Gobierno de una fuerza rival, pues una abstención clave, que convierta a una minoría en mayoría, será interpretada por la opinión pública como un voto a favor vergonzante o solapado. Por eso tampoco son esperables las abstenciones «técnicas» para evitar nuevas elecciones. En suma, la abstención puede ser tan onerosa como un voto a favor, y la «mera» mayoría simple, casi tan inalcanzable como la mayoría absoluta.
La cláusula de disolución automática de las Cortes por imposibilidad de nombrar presidente ha solido interpretarse como un «mecanismo de presión psicológica sobre los diputados» ( Fernández Segado, F. (1992). El sistema constitucional español. Madrid: Dykinson. Fernández Segado, 1992: 696), para lograr «que se forme cuanto antes un Gobierno posible» ( De Esteban Alonso, J. y González-Trevijano, P. J. (1994). Curso de Derecho Constitucional Español, vol. III. Madrid: Facultad de Derecho UCM.De Esteban y González-Trevijano, 1994: 283). Y se creyó que sería de muy improbable aplicación, porque «es difícil que no se otorgue la confianza […] contando con la amenaza de una disolución» ( Espín Templado, E. (1983). Las funciones de las Cortes Generales. En J. de Esteban y L. López Guerra (dirs.). El Régimen constitucional español, vol. II. (pp. 128-230). Barcelona: Labor. Espín Templado, 1983: 190). También fue frecuente ver en esta medida una «sanción» a «unos Diputados que no han sabido hacer primar el interés general de la nación sobre sus intereses partidistas» ( Piqueras Bautista, J. A. (1987). Disolución de las Cortes Generales y de los parlamentos autonómicos. En Dirección General del Servicio Jurídico del Estado (coord.). Las Cortes Generales, v. 3 (pp. 1936-1989). Madrid: Instituto de Estudios Fiscales. Piqueras Bautista, 1987: 1952), además de un medio para que el cuerpo electoral arbitrara una nueva mayoría. Sobre esto último es palpable mayor escepticismo. Para algunos se trataba de «un buen mecanismo que puede […] producir en vía electoral nuevas mayorías» ( Bar Cendón, A. (1989). La disolución de las Cámaras legislativas en el ordenamiento constitucional español. Madrid: Congreso de los Diputados.Bar Cendón, 1989: 174) y que «pone fin a lo que podría ser una situación de inestabilidad permanente» ( Calvo, M. A. (1978). La relación entre el Gobierno y las Cortes. En T. R. Fernández Rodríguez (coord.). Lecturas sobre la Constitución española I (pp. 229-249). Madrid: Facultad de Derecho UNED.Calvo, 1978: 238), pero otros reconocieron que podría ser «inútil a efectos de posibilitar la formación de una mayoría parlamentaria homogénea, ya que en tan corto espacio es muy difícil que varíe la opinión del cuerpo electoral» ( Santaolalla López, F. (2001). Comentario al artículo 99. En F. Garrido Falla (dir.). Comentarios a la Constitución (pp. 1537-1561). Madrid: Civitas.Santaolalla, 2001: 1558), y advirtieron de que quizá tuviera la nociva consecuencia de «haberse ahondado en las diferencias partidarias durante la campaña electoral» ( Alzaga Villaamil, Ó. (1978). La Constitución española de 1978. (Comentario sistemático). Madrid: Ediciones del Foro.Alzaga, 1978: 629).
La caracterización de la disolución automática como instrumento de presión para formar Gobierno es heredera de la teoría clásica de la disolución discrecional como medio para lograr la estabilidad gubernamental, que presumía que la mera existencia de ese mecanismo disuadiría a los diputados de censurar al Gobierno. Así resumía Hauriou esta visión: «La Cámara sabe que, si amenaza con derribar el Consejo de Ministros, corre el riesgo de ser disuelta. Cada uno reflexiona, muchas crisis ministeriales se evitan y se obtiene la estabilidad gubernamental» ( Hauriou, M. (1929). Précis de Droit Constitutionnel. Paris: Librairie du Recueil Sirey.1929: 459). Esta construcción teórica presupone que todos los partidos desean evitar nuevas elecciones por miedo a un revés electoral. Pero ese temor solo sería compartido si nadie pudiera intuir el resultado de esos posibles comicios, algo que quizá sucedía cuando se puso en circulación esta teoría, hace más de un siglo, momento en que la demoscopia aún no había dado sus primeros pasos. Sin embargo, hoy en día los sondeos de opinión permiten anticipar con bastante precisión la probable nómina de favorecidos y perjudicados por una eventual llamada a las urnas. Por ello, los partidos que se vean capaces de rentabilizar un nuevo proceso electoral tendrán un perverso incentivo para mantener posturas inamovibles. Es más, incluso los partidos contrarios a la disolución carecerán de estímulos para negociar si aquella fuere el escenario más probable. Con esos ingredientes, no puede extrañar que la sesión de investidura pueda convertirse en el primer acto de la siguiente campaña electoral.
La idea de que la disolución es una sanción a los parlamentarios cae por su propio peso cuando se contempla que algunos grupos pueden tener gran interés en ser sancionados y que el electorado no necesariamente castigará a los partidos más intransigentes, que quizá sean percibidos por muchos como los más leales a sus principios. Al fin y al cabo, ninguna fuerza política es culpable de la imposibilidad de formar Gobierno en general; cada grupo solamente es responsable de obstaculizar la victoria parlamentaria de alguno de los aspirantes a ocupar la Moncloa. Por eso, desde la perspectiva de cualquier formación, los responsables del fracaso serán siempre otros partidos, sea por exigir demasiado, por no ceder lo suficiente o por no querer negociar. Así las cosas, difícilmente podría tener efectos «sancionadores» una convocatoria electoral que sobreviene como resultado inevitable de una incapacidad colectiva de los diputados. Al pretender «responsabilizar a todos los protagonistas de la vida política, desde el líder político más preeminente hasta el último diputado» ( Alzaga Villaamil, Ó. (1978). La Constitución española de 1978. (Comentario sistemático). Madrid: Ediciones del Foro.Alzaga, 1978: 629), lo que en realidad consigue la disolución automática es diluir la responsabilidad del fracaso a lo largo y ancho del arco parlamentario.
Lo anterior también deja en entredicho la supuesta aptitud de la disolución automática para generar mayorías. Esta idea deriva de otra teoría clásica sobre la disolución, la que interpreta este dispositivo como una suerte de arbitraje popular para resolver conflictos entre poderes. En palabras de Duguit ( Duguit, L. (2005). Manual de derecho constitucional. Granada: Comares. 2005: 147), el cuerpo electoral es «el soberano llamado a juzgar el conflicto», «ante cuyo inapelable veredicto todos los cuerpos del Estado deben inclinarse y someterse». Pero que el pueblo emita un «inapelable veredicto» en forma de una mayoría clara no es una consecuencia forzosa de la disolución, solo una posibilidad. Y bastante improbable, pues «en los sistemas proporcionales el sistema de partidos no suele variar demasiado de elección a elección» ( Bar Cendón, A. (1989). La disolución de las Cámaras legislativas en el ordenamiento constitucional español. Madrid: Congreso de los Diputados.Bar Cendón, 1989: 37). Unas nuevas elecciones dan la oportunidad al electorado para que «deshaga, si puede y quiere, el impasse creado por los partidos» ( Molas, I. y Pitarch, I. (1987). Las Cortes Generales en el sistema parlamentario de gobierno. Madrid: Tecnos.Molas y Pitarch, 1987: 26). Y lo previsible es que el grueso de los electores quiera repetir papeleta por las razones ya apuntadas y porque no estamos ante una segunda vuelta que obligue a concentrar los sufragios en pocas opciones.
En resumen, la disolución automática no es realmente una «sanción» a los diputados, ni un eficaz mecanismo de presión psicológica, ni un expediente efectivo para clarificar mayorías. Su aplicación, lejos de ser esporádica, puede convertirse en rutinaria si el electorado insiste en dispersar sus sufragios entre partidos mutuamente incompatibles. Tampoco es cierto que la disolución automática rompa «una situación de interinidad […] que podría alargarse indefinidamente» ( Bar Cendón, A. (1983). El Presidente del Gobierno en España: encuadre constitucional y práctica política. Madrid: Civitas.Bar Cendón, 1983: 159); pues esta puede perdurar a lo largo de varias legislaturas frustradas, mediando varias disoluciones automáticas consecutivas. Este último escenario no se contempló como posibilidad real hasta 2016, cuando se tomó conciencia de que en el corto lapso de un año podrían encajar sin problemas tres elecciones generales. Entonces hizo fortuna la expresión repetición de elecciones, término técnicamente incorrecto pero muy expresivo, que evoca la contingencia que propiamente podría llamarse así —la convocatoria subsiguiente a la anulación contenciosa de una votación por irregularidades invalidantes—. Como advirtió Revenga ( Revenga Sánchez, M. (1988). La formación del gobierno en la Constitución española de 1978. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.1988: 312), la disolución automática «supone de hecho anular la validez del sufragio de cada elector y la de todo un proceso electoral». Si la opinión pública llegara a tal conclusión, la legitimidad del sistema constitucional podría verse seriamente comprometida.
De las reglas constitucionales sobre la formación de Gobierno pueden inferirse tres premisas equivocadas. En primer lugar, la estimación optimista de que siempre será posible un Gobierno mayoritario —al menos de mayoría simple— o, si extrañamente no lo fuere en una concreta legislatura, bastaría con acudir de nuevo al cuerpo electoral para obtener unos resultados susceptibles de transformarse en mayoría de gobierno. En segundo lugar, la creencia simplista de que lograr una mayoría en la votación de investidura significa disponer de una base de apoyo suficiente. Y finalmente, la suposición pesimista de que un Congreso incapaz de designar presidente por mayoría simple tampoco podrá ejercer el resto de sus funciones, por lo que deben desecharse las legislaturas en las que ningún aspirante logre un saldo favorable de votos afirmativos.
La primera premisa es errónea porque casi cualquier sistema electoral puede dar lugar a una distribución de fuerzas que impida formar mayorías coherentes, y es más probable que eso suceda bajo un sistema proporcional que bajo uno mayoritario. Salvo que el sistema electoral genere mecánicamente mayorías absolutas monocolores, nada obliga a que los resultados electorales guarden una mínima congruencia en su orientación, por mucho que se repitan las elecciones. Asumir esa realidad obligaría a reconocer que, en determinadas circunstancias, el único Gobierno posible es minoritario, porque la alternativa no es uno mayoritario sino la ausencia de Gobierno.
Es igualmente equivocada la suposición de que obtener un respaldo mayoritario en la investidura «asegura que quien sea elegido cuente […] con una mayoría suficiente […] para poder gobernar» ( Bar Cendón, A. (1983). El Presidente del Gobierno en España: encuadre constitucional y práctica política. Madrid: Civitas.Bar Cendón, 1983: 139). Es previsible que lo primero no conlleve lo segundo cuando, siendo necesarias más de dos formaciones para sumar una mayoría, la agregación de votos no se logre mediante una negociación multilateral entre todos los partidos implicados, sino a través de varias negociaciones bilaterales entre el grupo del candidato y otras fuerzas menores, como es habitual en España. Cuando así se procede, es posible que cada una de estas repudie las promesas hechas por el presidenciable a los demás grupos que le apoyan. Esto puede deparar el paradójico resultado de que las iniciativas gubernamentales que pretendan aplicar el programa de gobierno sean rechazadas por el mismo Congreso que lo ratificó mayoritariamente en la investidura. Por lo demás, como sabemos, la confianza parlamentaria puede haberse logrado gracias a una abstención «técnica» e in extremis de un partido rival que inmediatamente pasa a la oposición. Aunque ese sea un supuesto excepcional que difícilmente se repetirá, también evidencia que la «mayoría» que se manifiesta en la investidura puede desaparecer tan pronto como termina la votación.
Por último, es igualmente falsa la idea de que la inexistencia de mayorías positivas para la investidura implica que tampoco las habría para cualquier otro asunto. En realidad, es «más factible conseguir acuerdos a lo largo de la legislatura sobre temas concretos que un acuerdo de investidura» ( Gómez Sánchez, Y. (2016). La monarquía parlamentaria en la Constitución de 1978: valoración y propuestas de reforma constitucional. En T. Freixes Sanjuan, T. y J. C. Gavara de Cara (coords.). Repensar la constitución. Ideas para una reforma de la constitución de 1978: reforma y comunicación dialógica. Parte primera (pp. 73-100). Madrid: BOE.Gómez Sánchez, 2016: 96). Hay varias razones que lo explican. En primer lugar, mientras que el respaldo a un proyecto de ley solo compromete con ese texto, emitir un «sí» en la sesión de investidura es escenificar un compromiso global con un programa y un candidato de otra formación, algo que quizá algunos partidos minoritarios no estarían dispuestos a hacer, o solo lo harían con condiciones inasumibles para sus posibles socios. En segundo lugar, a la hora de negociar la investidura de un candidato, puede ser inviable satisfacer al mismo tiempo las exigencias programáticas irrenunciables de varios grupos necesarios, mientras que la formación de mayorías ad hoc para asuntos específicos es más hacedera porque reduce los posibles puntos de conflicto entre partidos. En tercer lugar, es determinante el hecho de que los partidos que imposibilitan la formación de Gobierno tengan preferencias divergentes sobre legislación y gasto, lo que puede permitir a un Ejecutivo en minoría apoyarse en unas u otras fuerzas en función de los temas. Por esa razón puede ser más fácil conseguir el respaldo de un partido a los presupuestos que su abstención para la investidura, pues un acuerdo de gobierno está constituido por compromisos de cuyo cumplimiento la formación bisagra puede dudar, mientras que unos presupuestos permiten visualizar compensaciones más tangibles y seguras.
En definitiva, la investidura es un momento propicio para que se produzcan mayorías negativas que, sin embargo, podrían desaparecer en otras votaciones. Por eso, el diseño constitucional comete un error al prejuzgar la viabilidad de cada opción de gobierno a partir del resultado de una votación que quizá nadie sea capaz de superar en una legislatura dada. El art. 99 CE incurre así en el absurdo de preferir la ausencia de Gobierno a la formación de un Ejecutivo minoritario. Que un presidente en minoría logre o no vadear la legislatura dependerá del contexto político de cada momento, no de cuál haya sido el resultado de su votación de investidura. El derecho constitucional debería dar a las imprevisibles circunstancias políticas una respuesta más flexible que la liquidación sistemática de las legislaturas en las que no brotara una mayoría neta a favor de un candidato. Más prudente sería asegurar la formación de Gobiernos minoritarios en ausencia de mayorías, de modo que fueran los agentes políticos los que valorasen empíricamente, en cada caso, la viabilidad del Gobierno y de la legislatura.
Como apuntó Espín Templado ( Espín Templado, E. (1983). Las funciones de las Cortes Generales. En J. de Esteban y L. López Guerra (dirs.). El Régimen constitucional español, vol. II. (pp. 128-230). Barcelona: Labor. 1983: 189), de no permitirse la formación de Gobiernos minoritarios, «podría producirse un grave bloqueo del sistema político en la hipótesis, en modo alguno extraordinaria, de que ningún partido alcance la mayoría absoluta de escaños, ni los partidos ideológicamente próximos lleguen a un acuerdo de gobierno por las razones de orden político que sean», y «si unas nuevas elecciones no alterasen la relación de fuerzas, podría darse la absurda situación de estar constitucionalmente impedida la formación de un Gobierno minoritario, que quizá pudiera ser débil, pero que en cualquier caso sería siempre mejor que un impasse político de incalculables consecuencias». Así defendía este autor la posibilidad constitucional de Ejecutivos designados por mayoría simple, frente a quienes estimaban que debería exigirse mayoría absoluta en todo caso. Curiosamente, esas mismas palabras pueden utilizarse hoy para criticar la investidura por mayoría simple, y para defender reformas que aseguren la designación de un presidente cualquiera que sea la distribución de escaños y eviten así una parálisis crónica.
A pesar de lo hasta ahora expuesto, buena parte de la doctrina sigue teniendo por
acertada la regulación constitucional, al menos en términos generales. Aunque desde
2016 han proliferado propuestas de reforma de este precepto, en la mayoría de los
casos se postulan ajustes menores. Lo que sugieren quienes promueven un cambio limitado
del art. 99 CE es sustituir la primera investidura fallida como dies a quo para la disolución automática por otra referencia temporal, ya sea la jornada electoral
( Hernández Bravo de Laguna, J. (2016). La reforma del artículo 99 de la Constitución
y el papel del Rey en la investidura. El Notario del Siglo XXI, 67. Disponible en:
La finalidad de estas propuestas es reconocida de una u otra forma por sus propios
autores: tratan de hacer frente a una posible falta de candidatos. «No resulta conveniente
seguir manteniendo una regulación que parte de una presunción en la que [sic], al menos, un candidato a la presidencia del Gobierno se haya tenido que someter
a la sesión de investidura», afirma Mateos y de Cabo ( Mateos y de Cabo, Ó. (2017). La elección parlamentaria del presidente del Gobierno
en España: análisis normativo, estabilidad institucional y propuesta de reforma del
artículo 99.5 de la Constitución española. Revista Española de Derecho Constitucional, 110, 155-184. Disponible en:
Tanto afán doctrinal por dar tratamiento jurídico a la hipótesis de que ningún presidenciable quisiera ser candidato a la presidencia indica que aún no se ha comprendido bien lo que denotaría ese supuesto. Si en una legislatura no hubiera candidatos sería porque la sola lectura de los resultados electorales haría evidente la imposibilidad de articular cualquier mayoría y, por ende, la esterilidad de iniciar negociaciones encaminadas a ese fin. En consecuencia, la negativa de los aspirantes a ser nominados no es más que un posible efecto secundario de la incompatibilidad manifiesta entre cualesquiera fuerzas políticas que pudieran sumar una mayoría numérica. Y una buena reforma no debe paliar el síntoma —la falta de candidatos—, sino tratar directamente la perturbación que lo origina —la imposibilidad de conformar mayorías—.
La inexistencia de candidatos no es una laguna constitucional que deba ser colmada, sino una situación patológica con gran potencial deslegitimador que el ordenamiento debería erradicar en vez asimilar. Remendar el art. 99 con un parche consistente en acelerar la disolución de las Cámaras recién constituidas significaría avalar la abdicación de responsabilidades e incorporar el fracaso de las instituciones a la rutina constitucional. Y además sería un zurcido inútil que no evitaría que en cada nueva legislatura persistieran las mayorías negativas. ¿No sería más razonable garantizar que tuviera lugar una votación de investidura exitosa y no una nueva disolución? Cuando se tiene presente todo lo anterior, es difícil no concluir que el art. 99 CE reclama un replanteamiento completo.
Si se reconoce que el ejercicio de esta competencia puede poner en apuros al monarca,
¿no sería más coherente descargar definitivamente al rey de esta pesada misión, en
vez de exonerarle de ella circunstancialmente, en función de los resultados electorales?
Así lo creen Ruiz Robledo ( Ruiz Robledo, A. (2016). Un nuevo papel para el rey en la investidura. El País, 21-7-2016.2016), Giménez Gluck ( Giménez Gluck, D. (2017). El bloqueo, evitable, de la formación del Gobierno: una
propuesta de reforma del procedimiento de investidura. Revista de Derecho Político, 99, 301-324. Disponible en:
Pero la Corona es en sí misma un «engarce historicista» y su preservación aconseja
no endosar a su titular obligaciones simbólicas que, sin embargo, pueden fácilmente
desgastar el simbolismo de la institución. Cuando los resultados electorales someten
al rey al amargo trance de proponer candidatos condenados a la derrota y, meses después,
levantar acta de defunción de la legislatura, es difícil que alguien pueda pensar
que la aportación del monarca al proceso político sea fundamental para el buen funcionamiento
de las instituciones. Acierta Solozábal ( Solozábal Echavarría, J. J. (2017). La problemática constitucional de la formación
del Gobierno y la intervención del monarca en nuestro régimen parlamentario. Revista Española de Derecho Constitucional, 109, 35-61. Disponible en:
Por tanto, la idea de alterar el sujeto proponente va bien encaminada. No obstante, limitarse a subrogar al presidente del Congreso en las funciones regias solo serviría para preservar al monarca de una implicación involuntaria en la política partidista, pero no evitaría que se produjeran futuras crisis como la de 2016. Prueba de ello es que en 2015 se vivieron en varias comunidades reiteradas investiduras fallidas que ya presagiaban lo que iba a suceder a nivel nacional el año siguiente, y en nada afectó que el derecho de nominación correspondiera al presidente del Parlamento. Tal sustitución ni siquiera conjuraría el temido escenario de la falta de candidatos, como demuestra el sonado caso de la Asamblea de Madrid en 2003. Si, en última instancia, lo que determina el éxito y la misma existencia de las candidaturas es la composición de la Cámara, el presidente del Congreso no puede hacer al respecto más de lo que hace el rey.
Siendo así las cosas, lo lógico sería trasladar a las propias fuerzas políticas la responsabilidad de proponer candidatos. Pero si se mantiene el requisito de la mayoría simple, este cambio tampoco servirá para evitar futuras parálisis institucionales. Los resultados electorales pueden impedir la constitución de un Gobierno mayoritario, pero no impiden por sí mismos la designación de presidente. Es la exigencia de que los «síes» superen a los «noes» en la investidura lo que ocasiona que la imposibilidad de formar una mayoría coherente desemboque en la imposibilidad de formar cualquier Gobierno; y esta última circunstancia, a su vez, es la que podría provocar la negativa de todos los presidenciables a ser nominados y la consiguiente incapacidad del rey para ejercer sus funciones. En suma, el requisito de la mayoría simple es el principal obstáculo a la formación de Gobierno y la fuente de las demás disfuncionalidades. Por eso, la solución no consiste en limitarse a proteger a la Corona frente a eventuales crisis como la de 2016, sino en evitar que estas tengan lugar, y así salvaguardar la legitimidad del sistema constitucional en su conjunto. Y para tal fin, el cambio del sujeto impulsor de las candidaturas es menos importante que alterar la regla de decisión; esto último es lo decisivo.
Sería precipitado concluir que ninguna regulación constitucional puede resolver todos los supuestos de hecho posibles, pues en realidad solamente es necesario prever y remediar dos situaciones: la persistencia de mayorías de rechazo y la posibilidad de que más de un candidato reúna los requisitos que dan acceso a la presidencia. Para ello sería preciso adoptar un procedimiento de investidura que, respetando el principio mayoritario, evite que se manifiesten eventuales mayorías negativas y produzca indefectiblemente la designación de un presidente del Gobierno. La única forma de cumplir todas esas condiciones pasa por sustituir la regla de la mayoría simple por la de la mayoría relativa.
Las expresiones «mayoría simple» y «mayoría relativa» tienden a usarse como sinónimos sin serlo. Mayoría simple y mayoría relativa son reglas de decisión diferentes, que suponen tipos de voto y formatos de votación distintos. La mayoría simple implica un voto de aceptación o rechazo —sí o no— y votaciones separadas de cada propuesta, resultando aprobada cualquiera que obtenga más votos a favor que en contra. La mayoría relativa supone un voto nominativo —es decir, consistente en la expresión del nombre de un candidato— y la votación conjunta y simultánea de las distintas propuestas, siendo aprobada aquella que consiga mayor número de adhesiones. En resumen, la mayoría simple comporta un voto de ratificación, mientras que la mayoría relativa entraña una verdadera elección.
La diferencia práctica entre ambas reglas es crucial. Bajo la regla de la mayoría relativa las abstenciones son política y jurídicamente neutras —denotan indiferencia o idéntico rechazo a todos los candidatos, y no afectan al resultado final—, mientras que con la regla de la mayoría simple las abstenciones rebajan el umbral de la victoria y, por tanto, pueden considerarse constitutivas de la mayoría. La consecuencia de ello es que la exigencia de mayoría simple convierte la designación del jefe de Gobierno en un hecho incierto, al depender exclusivamente de una contingente concurrencia de voluntades. Por contra, con el requisito de mayoría relativa, la elección de presidente es un resultado seguro que la propia regla de decisión garantiza. Es fácil nadie logre más «síes» que «noes» por acumulación de vetos cruzados entre partidos, pero siempre habrá alguien con mayor número de adhesiones, salvo en caso de empate —que es tanto más improbable cuanto más numerosa sea la Cámara—. Y ni siquiera es necesario que haya varios candidatos para la aplicación de esta regla: si hay uno solo, este será, por definición, el que coseche el mayor número de votos. En suma, la regla que facilita «al máximo» la investidura y evita sucesivas votaciones no es la mayoría simple, sino la mayoría relativa.
La elección por mayoría relativa es el modelo de investidura vigente en Asturias y en el País Vasco. En el extranjero está establecida en Finlandia, Andorra o Japón. Y lo que es más significativo: también en Alemania. No es casualidad que el país que inventó la moción de censura constructiva prevea asimismo en su Ley Fundamental, como último recurso, la elección del canciller por mayoría relativa[3]. Se trata de dos dispositivos que responden a la misma lógica procesal: el formato de elección configura una «investidura constructiva», ya que la única manera de pronunciarse contra una opción de gobierno es hacerlo a favor de otra. Pero la razón que reúne estos dos mecanismos en el mismo texto constitucional es la necesaria coherencia teleológica. En efecto, la censura constructiva solo tiene sentido combinada con la elección del jefe de Gobierno por mayoría relativa, pues un artificio que casi asegura la inamovilidad del Gobierno ya formado sirve de poco si no está garantizada en primer lugar la propia formación de Gobierno.
Pese a sus ventajas y a su congruencia con nuestro diseño institucional, entre nosotros esta forma de investidura ha recibido hasta ahora escasos elogios y bastantes críticas, la mayoría de las cuales suponen una impugnación total. Para Pendás ( Pendás García, B. (1988). Gobierno y forma de gobierno de las comunidades autónomas. Reflexiones sobre el dogma de la homogeneidad y sus límites. Documentación Administrativa, 215, 85-136.1988: 100), con la presencia de varios candidatos, «el debate y votación de investidura pueden llegar a complicarse hasta límites insospechados». En la misma línea, Marco ( Marco Marco, J. J. (1997). La investidura del presidente de la Generalidad. Su problemática. Corts: Anuario de Derecho Parlamentario, 3, 173-192.1997: 182) señala que el debate puede convertirse «en una especie de “fuego cruzado”» entre candidatos. Porres Azkona ( Porres Azkona, J. (1983). La posición institucional del Lehendakari. En Primeras Jornadas de Estudio del Estatuto de Autonomía del País Vasco, t. II (pp. 933-982) Zamudio: Gobierno Vasco, Instituto Vasco de Administración Pública. 1983: 960) objeta que con este sistema «el voto puede dispersarse de tal manera, entre los distintos candidatos, que puede resultar designado […] un candidato con apoyo tan reducido que le haga incapaz de superar una moción de censura a los pocos días». Por su parte, Vidal Prado ( Vidal Prado, C. (1996). Un problema pendiente. La modificación del sistema de elección del presidente de la Diputación en el Amejoramiento del Fuero de Navarra. Revista de las Cortes Generales, 38, 101-152.1996: 108) asevera que «este sistema no garantiza la formación de gobiernos estables» y puede generar «una situación de bloqueo e inestabilidad, en la cual un Gobierno que no puede aprobar sus leyes se ve obligado a gestionar las leyes que le aprueba la oposición».
Estos inconvenientes son secundarios al lado de sus ventajas o bien no son inconvenientes en absoluto. Es difícil sostener que la investidura se ve complicada con un procedimiento que resuelve la formación de Gobierno en pocos días, eliminando la tediosa obligación de celebrar sucesivas consultas, debates y votaciones. El «fuego cruzado entre candidatos» no es algo muy distinto a lo que sucede en los debates de investidura con un solo candidato, en los que los líderes opuestos al aspirante confrontan sus respectivos proyectos con el plasmado en el programa de gobierno. Y poco importaría que la escenografía de una sesión con varios candidatos quedara deslucida, cuando a cambio se obtiene la rápida y segura elección de un presidente.
Afirmar que la elección por mayoría relativa facilita la dispersión del voto o que no garantiza Gobiernos estables es confundir las consecuencias con las causas. La fragmentación parlamentaria es una cuestión de hecho previa y ajena a la regulación constitucional. No es un procedimiento de investidura lo que genera Gobiernos con pocos apoyos, sino el sistema de partidos, y en última instancia, el voto de los ciudadanos. Cada Gobierno tendrá la cantidad de apoyos que sea posible en cada momento. Que un procedimiento de investidura solo permita formar Gobiernos mayoritarios lo que en realidad significa es que cuando no exista una mayoría no se podrá formar Gobierno. La posibilidad de que se rechacen iniciativas gubernamentales o de que se aprueben las presentadas por la oposición no es un dramático escenario de bloqueo e inestabilidad, sino una situación de relativa normalidad, en la que existen un Parlamento y un Gobierno en plenitud de funciones.
Especial atención merecen los argumentos de Bastida Freijedo, el mayor crítico de este sistema. Este autor empieza por negar que la elección por mayoría relativa sea un tipo de investidura, término que él reserva para los sistemas de ratificación. Entiende que el objeto de la elección por mayoría relativa «no es establecer formalmente entre Parlamento y Presidente una relación de confianza» ( Bastida Freijedo, F. J. (1993). Investidura de los Presidentes autonómicos y parlamentarismo negativo. Revista Jurídica de Asturias. 17, 1-31.1993: 16), y que «con la votación conjunta por mayoría relativa la confianza es presunta […] por el contrario, con la votación (separada o individualizada) por mayoría simple la confianza es expresa» ( Bastida Freijedo, F. J. (2001). De nuevo sobre el modo de designación de los Presidentes autonómicos y la forma de gobierno. Parlamento y Constitución, 5, 39-70.2001: 58).
Identificar «investidura» con «ratificación» es mezclar dos planos conceptuales distintos. Ratificación y elección son meros formatos de votación, utilizables en diversos procedimientos, mientras que la investidura es un tipo de procedimiento que se define por su objeto —el otorgamiento de la confianza parlamentaria— y que no supone ni excluye un tipo de votación o una regla de decisión. Es destacable que la expresión «investidura» como votación inicial de confianza tiene escasa difusión en el extranjero —en el resto de Europa, solo lo emplea actualmente la Constitución rumana—; lo más habitual en el derecho comparado es llamar «elección» a esta operación, con independencia de cómo se configure técnicamente. Así sucede en algunas comunidades autónomas, cuyos estatutos hablan de la «elección del Presidente», aunque configuren su designación como un voto de ratificación. En otras palabras, el nombre no hace a la cosa. Pero es indudable que tanto una elección como una ratificación sirven para «investir de la confianza parlamentaria» —es decir, para otorgarla— y lo hacen con los mismos efectos jurídicos. Una y otra solo se diferencian en la mayor o menor dificultad para entablar la relación fiduciaria.
Bastida Freijedo es especialmente incisivo en su crítica al «modelo puro» de elección, aquel en el que «haya un candidato o haya varios, la forma de votación es siempre la misma» ( Bastida Freijedo, F. J. (1993). Investidura de los Presidentes autonómicos y parlamentarismo negativo. Revista Jurídica de Asturias. 17, 1-31.1993: 18). Sin embargo, es más indulgente con el «modelo híbrido», en el que se realiza una elección por mayoría relativa si hay varios candidatos, pero de haber uno solo se transforma en una ratificación por mayoría simple. Afirma que el modelo puro es incoherente, porque hace inevitable que un candidato único llegue a presidente, ya que solo es posible votar por él o abstenerse, por lo que hipotéticamente podría ser designado con su solitario voto ( Bastida Freijedo, F. J. (1993). Investidura de los Presidentes autonómicos y parlamentarismo negativo. Revista Jurídica de Asturias. 17, 1-31.1993: 18).
Lo que Bastida llama «modelo híbrido» no es otra cosa que la previsión de dos modelos de investidura diferentes, que se aplican alternativamente en función del número de candidatos, solución insólita en el derecho comparado. Y lo incoherente es que los requisitos de acceso a un cargo varíen en función de la cantidad de aspirantes presentados, pues las reglas deben ser siempre las mismas para todos. Además, el «modelo híbrido» facilita el obstruccionismo de mayorías negativas casi en la misma medida que el sistema del art. 99 CE. Con un «modelo híbrido», los partidos previsiblemente perdedores e incompatibles entre sí podrían alterar circunstancialmente las reglas del juego mediante el expediente de no presentar o retirar a sus candidatos, impidiendo así la formación de Gobierno, justo lo que la regla invariable del mayor número de votos trata de evitar.
Por lo demás, no es problemático que un candidato único sea inevitablemente investido. Ello solo sucedería cuando los demás presidenciables constatasen que no tienen ninguna posibilidad de resultar elegidos. De modo que la hipótesis de que el candidato único pudiera ser investido con su solo voto es irreal, porque en tal situación se habrían presentado con seguridad dos o más candidatos, y habría resultado investido alguien con mayor número de apoyos. Lo que el supuesto de la candidatura única permite presumir es que la Cámara considera —puede decirse que unánimemente— que hay una sola persona legitimada para asumir la presidencia.
De la similar opinión que Bastida son Presno Linera y Satrústegui, quienes critican
este modelo de investidura con argumentos normativos sobre los derechos de los diputados.
Para el primero ( Presno Linera, M. A. (2016). Asturias: algunas propuestas de reforma institucional.
La Voz de Asturias, 7-9-2016. Disponible en:
Sobre las consecuencias políticas del sistema puro de elección, Bastida ( Bastida Freijedo, F. J. (2016). Investidura o elección presidencial. La Nueva España, 11-9-2016.2016) estima que «no incita al partido con más escaños a buscar apoyos para tener una mayoría de gobierno, ya que sabe que su candidato será presidente al no poder los diputados votar en su contra. El sistema está diseñado precisamente para […] evitar al candidato de la lista con más escaños tener que pactar la Presidencia del Gobierno». Pero eso solo sucederá cuando no existan otros partidos afines entre sí que sumen más diputados que la primera fuerza; de haberlos, esta tendría que buscar apoyos externos para poder superar a esa coalición. También puede argumentarse, en sentido contrario, que el sistema de elección incentiva la moderación de las formaciones minoritarias, mientras que el sistema de ratificación estimula que adopten posturas maximalistas, ya que pueden reiterar su voto en contra de todos los candidatos hasta que alguno de ellos asuma todas sus exigencias. Es más, los sistemas de ratificación facilitan a tales grupos la tarea de legitimar ante sus votantes su intransigencia en las negociaciones. La razón es clara: para los partidos menores es relativamente fácil defender un «no» momentáneo contra el candidato de una fuerza afín, por no haber hecho suficientes concesiones programáticas, mientras que difícilmente pueden justificar su abstención en una elección decisiva entre el aspirante del partido más próximo ideológicamente y el de una formación opuesta, pues esto indicaría que le merecen la misma opinión ambos proyectos, postura seguramente inaceptable para gran parte de su electorado.
En definitiva, configurar la investidura como una elección por mayoría relativa obligaría a los diputados a hacer una contribución positiva a la formación de Gobierno, lo que no solo tendría la virtud de llenar rápidamente vacíos de poder y vencer el obstruccionismo de mayorías negativas, sino también, previsiblemente, la de incitar comportamientos responsables y cooperativos en las formaciones parlamentarias.
Para el supuesto de imposibilidad de investir a un presidente existe una opción más razonable que la disolución automática del Parlamento: la llamada «designación automática», «investidura automática» o «nombramiento ex lege». Se trata de una cláusula que dispone que, si la Cámara no lograra designar presidente de Gobierno, se nombrará como tal al candidato del partido con más diputados. Este procedimiento supletorio de designación estuvo vigente en Navarra hasta 2001 y en Andalucía hasta 2007. En la actualidad la única comunidad que lo mantiene es Castilla-La Mancha. Una variante del mismo —el nombramiento del candidato del partido con mayor número de sufragios populares— se aplica en la elección de alcaldes (art. 196.c LOREG).
Esta cláusula ha recibido un sinfín de severos ataques doctrinales desde el doble frente de la teoría constitucional y de la conveniencia política. Desde el punto de vista teórico, se impugna por atentar contra el núcleo del parlamentarismo, al entender que su aplicación conllevaría la inexistencia de relación fiduciaria entre Gobierno y Parlamento. De esta opinión son Pendás ( Pendás García, B. (1988). Gobierno y forma de gobierno de las comunidades autónomas. Reflexiones sobre el dogma de la homogeneidad y sus límites. Documentación Administrativa, 215, 85-136.1988: 97), Ruiz-Rico ( Ruiz-Rico Ruiz, G. (1997). La forma de gobierno autonómica en España. En G. Ruiz-Rico y S. Gambino. Formas de gobierno y sistemas electorales (pp. 525-579). Valencia: Tirant lo Blanch. 1997: 535), Torres del Moral ( Torres del Moral, A. (2003-2004). Veinticinco años de liderazgo presidencial. Revista de Derecho Político, 58-59, 547-566.2003-2004: 566), Cámara Villar ( Cámara Villar, G. (1990). El poder ejecutivo de la Comunidad Autónoma de Andalucía. En J. J. Ruiz-Rico Ruiz y A. Porras Nadales (dir. y coord.). El Estatuto de Andalucía, Estudio sistemático (pp. 130-151). Barcelona: Ariel. 1990: 135) o Montilla Martos ( Montilla Martos, J. A. (2003). El sistema de gobierno de Andalucía en la interrelación de ordenamientos. En M. L. Balaguer Callejón (coord.). El sistema de gobierno de la Comunidad Autónoma de Andalucía (pp. 1-27). Granada: Parlamento de Andalucía.2003: 7). Esta posición confunde confianza con investidura, o da por supuesto que aquella necesita de esta. En realidad, la investidura es un elemento accidental y meramente instrumental en el parlamentarismo, que no se contempla en todos los regímenes parlamentarios, ni es necesaria para verificar la relación fiduciaria, para lo que basta que exista la moción de censura.
Mejor formulada parece la objeción Pérez Royo, que considera inconstitucional esta disposición porque impone el nombramiento de un candidato «contra el que se pronuncia expresamente la mayoría de la Asamblea» ( Pérez Royo, J. (1986). Reflexiones sobre la contribución de la jurisprudencia constitucional a la construcción del Estado Autonómico. Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), 49, 7-32.1986: 16), anulando así una declaración de voluntad de la Cámara. No obstante, este argumento es un tanto formalista y no contempla el funcionamiento real de las instituciones. Si se tiene en cuenta este, la aplicación del dispositivo comentado aparece más bien como una manifestación indirecta de la voluntad del Parlamento: dado que los diputados conocen de antemano la consecuencia de no investir a algún candidato, al negarse a otorgar su confianza están aceptado tácitamente la designación del aspirante del primer partido.
En cuanto a las críticas que cuestionan su utilidad política, vienen a coincidir sustancialmente con las que se hacen al modelo de investidura mediante elección. A juicio de López-Medel ( López-Medel Báscones, J. (1997). Disolución y elecciones en los parlamentos autonómicos. En IV Jornadas de Derecho Parlamentario. Reflexiones sobre el régimen electoral (pp. 835-855). Madrid: Congreso de los Diputados.1997: 840), «bajo la apariencia de una mayor estabilidad y racionalidad del gasto electoral, lo único que puede generarse es […] una inestabilidad prolongada». Para Montero Gibert y Morales Arroyo ( Montero Gibert, J. R. y Morales Arroyo, J. M. (1985-1986). Sistema parlamentario y crisis de gobierno en las Comunidades Autónomas: la experiencia andaluza. Estudios Regionales, 15/16, 59-116.1985-1986: 95), el Gobierno así formado sería «susceptible de […] dimitir o ser derribado en un plazo de tiempo previsiblemente breve». En opinión de M. L. Balaguer Callejón ( Balaguer Callejón, M. L. (1989). Derecho de disolución e investidura automática en las Comunidades Autónomas. Revista de las Cortes Generales, 18, 269-277.1989: 276 y ss.), la aplicación de este mecanismo produciría «resultados previsiblemente más disfuncionales» y generaría una situación «mucho menos deseable que la que pueda derivarse de una nueva convocatoria electoral».
Culpar a la designación automática de la debilidad del Ejecutivo supone olvidar que la aplicación de esta cláusula es consecuencia, no causa, de la ausencia de una mayoría de gobierno. Y como recuerda López Guerra ( López Guerra, L. (1988). Funciones del Gobierno y dirección política. Documentación administrativa, 215, 15-40.1988: 22), también la investidura por mayoría simple «hace posible (y aun altamente posible) la formación y el mantenimiento de un Gobierno cuya orientación política no sea compartida por la mayoría de la Cámara». De modo que, si el problema es que puedan coexistir un Legislativo y un Ejecutivo enfrentados, es irrelevante que la Cámara haya aprobado o no el nombramiento del presidente. El resultado de una votación de investidura no pasa de ser un dato histórico o biográfico, que por sí solo no asegura ni niega la viabilidad política del Gobierno. Los recelos sobre la estabilidad de un Ejecutivo así designado son injustificados, pues, como apunta Pulido Quecedo ( Pulido Quecedo, M. (1992). Comentario al artículo 29. En A. Santamaría Pastor (coord.). Comentarios al Estatuto de Autonomía de la Comunidad Autónoma de Navarra (pp. 285-292). Madrid: Ministerio para las Administraciones Públicas.1992: 291), «la imposibilidad de obtener una mayoría siquiera simple es el mejor indicio de la también imposibilidad de hacer triunfar en breve plazo una moción de censura».
En vista de lo anterior, ¿es realmente más disfuncional y menos deseable el nombramiento ex lege del líder del primer partido que una nueva convocatoria electoral? Si contemplamos la peor hipótesis imaginable —que las mayorías negativas sean constantes— difícilmente llegaremos a esa conclusión. En tal circunstancia, el nombramiento automático se convertiría en la forma ordinaria de designar presidentes. Enfrentada con el mismo escenario, la disolución automática provocaría una cadena incesante de elecciones semestrales. La designación automática al menos da una salida al bloqueo, mientras que el recurso al electorado puede eternizarlo.
Con frecuencia se pone el caso navarro como ejemplo de las disfuncionalidades que se achacan a este dispositivo, al que se llegó a culpar de ser «el principal generador de una permanente crisis institucional en Navarra» ( Allué Buiza, A. (2001). Relaciones gobierno-parlamento en el ámbito autonómico. En P. Oñate Rubalcaba (ed.). Organización y funcionamiento de los parlamentos autonómicos (pp. 209-252). Valencia: Tirant lo Blanch. Allué Buiza, 2001: 226). Durante los casi veinte años que estuvo en vigor, se expidieron seis decretos de nombramiento de presidente foral, de los cuales cuatro fueron en aplicación de esta cláusula de desbloqueo. Si algo demuestra tan frecuente empleo de un procedimiento subsidiario de designación es que lo verdaderamente disfuncional era el sistema de investidura por mayoría simple vigente en esa comunidad. Fue precisamente este impopular mecanismo el que evitó «una permanente crisis institucional» en la Comunidad Foral, e hizo posible un régimen parlamentario con sistema proporcional en una sociedad tan ideológicamente fragmentada como la navarra, que durante lustros fue incapaz de arrojar unos resultados electorales susceptibles de transformarse en un Gobierno mayoritario. Sin nombramiento automático o solución análoga, la repetición de elecciones habría sido rutinaria por la persistencia de mayorías negativas. Lo que la experiencia navarra muestra es que los árboles no dejaron ver el bosque.
Sin embargo, algunos aseguran que no son las mayorías negativas las que conducen a aplicar la designación automática, sino que es este procedimiento lo provoca la falta de mayorías. Según Cámara Villar ( Cámara Villar, G. (1990). El poder ejecutivo de la Comunidad Autónoma de Andalucía. En J. J. Ruiz-Rico Ruiz y A. Porras Nadales (dir. y coord.). El Estatuto de Andalucía, Estudio sistemático (pp. 130-151). Barcelona: Ariel. 1990: 136), el nombramiento automático «lejos de facilitar la negociación la dificulta, permitiendo […] posturas de intransigencia […] por el contrario, la perspectiva de la disolución forzaría a los grupos políticos a negociar». Este razonamiento presupone que todos los partidos temen la amenaza de nuevos comicios cuando, en realidad, ese horizonte puede crear la expectativa de mejorar resultados. Por eso los efectos esperables son justo los contrarios: la disolución por falta de investidura fomenta la intransigencia de las formaciones que se vean como probables beneficiarias de un sucesivo proceso electoral. En cambio, el nombramiento automático crea incentivos para la formación de una mayoría contraria a la primera fuerza y, cuando ello no es posible, fomenta que se moderen las exigencias de las formaciones bisagra, que saben que el primer partido puede conseguir el gobierno sin su apoyo.
La designación automática no está exenta de inconvenientes, pero estos se derivan principalmente de su engarce con el modelo de investidura. Esta cláusula tiene un difícil encaje en el modelo de ratificación, mientras que se ajusta perfectamente al modelo de elección, como reconoce el mayor crítico de este, Bastida Freijedo ( Bastida Freijedo, F. J. (1993). Investidura de los Presidentes autonómicos y parlamentarismo negativo. Revista Jurídica de Asturias. 17, 1-31.1993: 28). Y precisamente las tres comunidades que adoptaron la designación automática tenían un modelo de ratificación, lo que explica parte de los problemas habidos en Navarra —el resto se debe a una redacción legislativa defectuosa—. En cambio, a nivel municipal, la combinación de elección y designación automática del alcalde no ha ocasionado ninguna complicación reseñable.
Uno de los inconvenientes de la combinación de investidura por mayoría simple y designación automática subsidiaria es que genera un sesgo sistemático a favor del partido más votado —que puede ser siempre el mismo—, y no necesariamente otorga el gobierno a la opción con más respaldo parlamentario, cosa que sí hace el modelo de elección. Por eso el nombramiento automático es una mala alternativa a la elección, pero un buen complemento de esta. Si se combina con la elección por mayoría relativa, la designación automática apenas se aplicará, pues será solo una regla para dirimir empates, análoga a la que establece el art. 88.2 del Reglamento del Congreso para desempatar votaciones en comisión mediante el criterio del voto ponderado. Con ello se soluciona la objeción de Pérez Royo, ya que con este arreglo nunca se nombrará a un candidato contra el que se haya pronunciado la asamblea.
Las soluciones examinadas en este trabajo son discutibles, pero el problema que pretenden resolver no lo es. Si durante más de tres décadas se pudo formar Gobierno sin dificultades reseñables fue por una afortunada coincidencia: que el cuerpo electoral —estimulado por la ley ídem— tuvo a bien concentrar sus votos en dos grandes partidos y en pequeñas formaciones bisagra dispuestas a pactar con alguno de ellos. Esas son las condiciones sociopolíticas óptimas para la aplicación del art. 99 CE; cuando nos alejamos de ellas, el bloqueo está servido.
Pese a los intentos de eximir a este precepto de toda responsabilidad por la crisis de 2016, es indudable que otra regulación constitucional la habría evitado. Ello evidencia que la imposibilidad de formar Gobierno no es culpa ni de las fuerzas políticas, que no se coaligan en número suficiente, ni de los ciudadanos, que dispersan sus votos entre formaciones incompatibles. La ausencia de acuerdos para constituir un Gobierno mayoritario es un problema político, pero que la norma suprema no dé solución a esa contingencia es un problema constitucional. De hecho, la «incapacidad del Congreso para investir a un presidente» no es más que la incapacidad de las reglas vigentes para asimilar ciertos resultados electorales y transformarlos en Gobierno.
Las irreductibles voluntades de los agentes políticos son imponderables que escapan al control del derecho, pero el derecho no está inerme frente a ellas. El ordenamiento puede encauzarlas mejor o peor, puede crear incentivos adecuados, ineficaces o contraproducentes, puede establecer cautelas o prescindir de ellas; todo ello influye en el resultado final. La persistencia de Parlamentos fragmentados sin mayorías claras plantea la siguiente disyuntiva: ¿debe un sistema constitucional fiar su funcionamiento básico a una incierta concurrencia de voluntades en una Cámara cuya composición es asimismo aleatoria o, por el contrario, debe prevenirse de posibles obstrucciones, vacíos de poder y callejones sin salida?
Para asegurar el normal funcionamiento de un régimen parlamentario solo hay dos caminos: la fabricación de mayorías homogéneas vía sistema electoral, o bien un procedimiento de investidura que garantice la formación de Gobierno, aunque sea en minoría. Es coherente defender lo primero si se entiende que el parlamentarismo no puede funcionar sin mayorías estables. Es coherente defender lo segundo si se estima que el sistema proporcional es una conquista irrenunciable. Cualquiera de estas dos opciones sería más lógica que las potenciales secuelas del statu quo constitucional, aunque hoy por hoy, solo la segunda alternativa parece políticamente viable. En todo caso, lo que no es lógico es defender un modelo de investidura como el vigente y, al mismo tiempo, pretender mantener o incluso incrementar la proporcionalidad, combinación que puede conducir a que ningún candidato sea capaz de superar el listón de la mayoría simple.
Las objeciones que se pueden hacer a los sistemas analizados también son objetables. Evitar una repetición de elecciones puede que no nos libre de un adelanto electoral poco tiempo después. Pero ¿qué riesgo es preferible asumir? ¿La posibilidad de legislaturas de un año (art. 115.3 CE) o la concatenación de legislaturas fallidas y elecciones semestrales? Es cierto que garantizar la formación de Gobierno no asegura la gobernabilidad, pero ¿debemos renunciar a lo primero solo porque lo segundo sea dudoso? Incluso un Ejecutivo inoperante, cuyas iniciativas se rechacen mecánicamente, sería un escenario preferible a la imposibilidad de formar Gobierno, pues aquel solo se deslegitimaría a sí mismo, mientras que esta situación podría deslegitimar a todo el sistema. Realmente, «¿hay Gobierno peor que no tener Gobierno?» ( García Escudero, J. M. y García Martínez, M. A. (1998). La Constitución día a día. Madrid: Congreso de los Diputados.García Escudero y García Martínez, 1998: 164).
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Si la Cámara tiene un número par de miembros, basta con que las abstenciones equivalgan al doble de la diferencia menos uno. |
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Tomar la fecha de las elecciones o la de la constitución del Parlamento como dies a quo supone olvidar que no toda votación de investidura tiene lugar tras un proceso electoral. Los vigentes estatutos de autonomía de Asturias (art.32.1), de Navarra (art. 29.4) y de Aragón (art. 48.3) se decantan por estas opciones, con lo que la cláusula de disolución automática será inaplicable en estas comunidades si la imposibilidad de formar Gobierno acontece mediada la legislatura. |
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Véase el art. 63.4 LFB. Las traducciones de la Ley Fundamental de Bonn al español suelen transcribir erróneamente este precepto de la siguiente manera: «Será elegido quien obtenga la mayoría simple de votos». Pero lo que dice el texto original es: «Será elegido quien obtenga el mayor número de votos». Esto conduce a habituales confusiones en la doctrina española, que tiende a interpretar el modelo alemán de investidura como más rígido que el del art. 99 CE, cuando en realidad es más flexible. |
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