Como magistralmente ha descrito en El sueño constitucional Juan Luis Requejo Pagés, el momento clave en el lento y laborioso proceso de juridificación y abstracción del poder político vino constituido por el tremendo empuje que a tales objetivos dieron las revoluciones liberales. Si primero fueron las monarquías llamadas absolutas las que consiguieron pacificar el interior de lo que luego, y gracias a ello, se convertirían en Estados-nación, el liberalismo lograría, una vez derribado el rey legibus solutus, sustituir este por la abstracción del derecho como transustanciación del propio Estado. La despersonalización de su poder permitió, al tiempo, la extensión del mismo y la potenciación subsiguiente del paradigma de «la Nación» como sustrato holístico en que fundar la legitimidad del nuevo marco estatal.
Ahora bien, tal irrupción de la nueva concepción de lo político no podría haberse dado si, previamente, las monarquías no hubieran llevado a cabo un proceso constante de laminación de los poderes intermedios y corporativos que las constreñían. El abandono del pactismo y el rechazo a los contralímites fundados en la tradición o la religión por parte del rey absoluto devenido en despótico fue precondición necesaria para la concentración, unificación y progresiva uniformidad del poder estatal; bases sobre las que, al instante, el proyecto liberal se asentaría desde su pretendida abstracción jurídica y su deseado universalismo individualista. En torno a esa dialéctica continuidad-ruptura que eclosionó a finales del setecientos y principios del ochocientos, la lucha por la conquista de los significados constitución y política ocuparía un lugar central en un tiempo de crisis y cambios profundos en las estructuras sociopolíticas. Sobre ese tiempo, sobre esa lucha, se proyecta el objeto de la excelente obra que aquí recensionamos y que intenta perfilar, lográndolo, el alcance de la profunda transformación que se produjo en la Monarquía Hispánica durante el cambio de siglo y de época. El libro, coordinado por las profesoras de la Universitat de València Ivana Frasquet y Encarna García Monerris, cuenta con diez contribuciones de diferentes profesores e investigadores que analizan, desde distintas perspectivas y paradigmas, experiencias tanto geográficas (ultramar y península) como políticas (liberalismo y reacción) muy dispares pero que tienen como eje central, e hilo conductor, las mutaciones sobre las que se basará la moderna sociedad liberal.
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La primera parte de la obra, dedicada a la teoría y praxis del constitucionalismo y sus cambios, toma como base la constatación de que la deriva autoritaria de la monarquía a finales del siglo xviii había ya debilitado el complejo equilibrio de poderes existente durante el absolutismo. La concentración de poder en manos del rey despertó un renovado interés por el historicismo en el seno de la Ilustración española, que intentaba encontrar en los arcanos insondables de la historia patria (sobre todo, en los de la Corona de Aragón) los límites adecuados para la nueva realidad política. La llamada «constitución gótica» servía de justificación pretendidamente histórica a unos y otros para reforzar sus categorías y visiones, y su reivindicación se mezclaba constantemente con la irrupción del iusracionalismo de corte francés. A la defensa liberal de una constitución racional-normativa en la que se encajara, para controlarla, la figura del rey, se sumaban las posturas conservadoras que veían en el pactismo de las antiguas leyes fundamentales del reino el mejor baluarte contra el despotismo. De ahí que, como Fernández Sarasola describe en el primer capítulo de la obra, en los seminales proyectos constitucionales españoles pervivieran elementos historicistas con las modernas pretensiones racional-normativas. El profesor de la Universidad de Oviedo analiza tales proyectos, hoy muy desconocidos para el gran público y aun para parte de la historiografía, pero que en ocasiones contienen presupuestos constitucionales muy novedosos y rupturistas para la época. De hecho, el primer gran proyecto, el de Manuel de Aguirre, se presentaría en 1786, es decir, un año antes de que la Constitución Federal de los Estados Unidos viera la luz. En él Aguirre incorporaría elementos racionalistas sobre un modelo claramente inspirado por la moderación inglesa, donde el equilibrio de poderes en el Parlamento se vertebraría a través de su división y del papel accesorio del monarca, con una parte dogmática, además, muy desarrollada.
Por su parte, el proyecto de León de Arroyal, muy tratado por Sarasola en trabajos previos, puede considerarse ya como verdadero precursor del constitucionalismo liberal español. Y aunque no tendría apenas influencia en la Constitución de Cádiz, Arroyal se adelanta en la mayor parte de sus previsiones relevantes. Mezcla, nuevamente, de historicismo y racionalismo, el pensador valenciano elevaría a las Cortes como órgano unicameral, al Parlamento, en el centro de la acción política del nuevo Estado, reduciendo el papel del rey y circunscribiéndolo a férreos límites constitucionales.
Por último, el profesor Sarasola analiza el que quizá sea el proyecto constitucional anterior a Cádiz más elaborado y, sobre todo, más liberal. El de Flórez Estrada, escrito y publicado en plena guerra de Independencia y en medio del clima de libertad de pensamiento que la ausencia del monarca posibilitaba, se inspira directamente en la Revolución francesa, Rousseau y el iusracionalismo, rechazando con ello el historicismo de la atávica «constitución gótica». Una de las principales novedades del texto reside, además, en su defensa a ultranza de la descentralización política, aventurando un modelo pseudofederal en el que las juntas provinciales creadas durante la guerra venían a constitucionalizarse y a elevarse en entes subestatales de primer orden. Por su parte, el Parlamento, bicameral, podía incluso destituir al rey por mayoría cualificada de 2/3, estando el papel del monarca reducido al máximo. El proyecto recogía, asimismo, una declaración de derechos relativamente bien sistematizada que adelantaría a Cádiz al reconocer, por un lado, la libertad religiosa y la tolerancia de confesiones y, por otro, el principio de igualdad con unas connotaciones, sorprendentemente, muy sociales y avanzadas hasta para las aventuras más liberales del momento en Europa.
En este primer constitucionalismo la obra se traslada al contexto latinoamericano de la mano del historiador Justo Cuño, quien nos describe la situación en la que se encontraba la Monarquía Hispánica en el virreinato de Nueva Granada antes y durante la eclosión constitucional. En contra de la creencia generalizada hasta ahora, y que la historiografía está revisando, de que la población criolla era mayoritariamente indolente frente a los cambios políticos que la Ilustración finisecular acarreaba, el profesor Cuño demuestra que la voluntad política de las élites neogranadinas de hacerse con el poder era más fuerte y cohesionada de lo que pudiera parecer. El clima de efervescencia política, con la impresión y difusión de pasquines sediciosos, estaba asentado mucho antes del estallido de 1810, si bien se reducía, claro está, a la clase dirigente y burguesa criolla, no a los sectores populares. Estos, excluidos en gran medida de la conformación de los nuevos proyectos estatales, serían en todo momento, sin embargo, rehenes de sus resultados, los cuales dependían, muchas veces, no tanto de las resistencias monárquicas provenientes del otro lado del Atlántico como de las tensiones internas de los próceres independentistas. En efecto, los conflictos entre federalistas y centralistas, conservadores y liberales, realistas constitucionalistas y realistas reaccionarios, criollos y peninsulares, se sucederían y recrudecerían a lo largo del primer ochocientos. Dichas tensiones recorrerán los primeros textos constitucionales, muy elitistas y reacios a la soberanía popular (y a los indígenas) al consagrar sufragios altamente censitarios, que serían justificados con las mismas presuposiciones que previamente había utilizado la Corona para mantener la situación colonial. La concurrencia de intereses y visiones contrapuestas llegaría al máximum en la futura Colombia, donde las primeras constituciones republicanas en los territorios que la conformarían (especialmente, la de Tunja) se alternaban con la monárquica y conservadora de Cundinamarca. Tras la independencia y la armonía entre textos constitucionales conseguida por Nariño, sin embargo, se volvería a producir un repliegue conservador al no necesitar mantener las cesiones a los sectores populares, principales respaldos durante la guerra. Este momento de confusión para la política y la Constitución tendría también uno de sus paradigmas en la Constitución de Quito de 1812, la primera carta magna ecuatoriana que, curiosamente, establecía la pertenencia del nuevo Estado a la Monarquía Hispánica pero, a su vez, no reconocía la autoridad de los virreinatos de Perú y Nueva Granada, enmendando unilateralmente, por ende, la estructuración territorial de aquella.
Sobre dicha estructuración versa, de hecho, el siguiente capítulo, obra de la propia codirectora del libro Encarna García Monerris. La profesora de la Universitat de València analiza aquí los ayuntamientos como espacios políticos de cambio durante el primer liberalismo español. Pues si bien la tendencia a la concentración y uniformidad del poder era latente en el proyecto liberal, no lo era menos la necesidad de compaginar los intereses particulares y los generales, y para la articulación de dicha armonía los ayuntamientos y provincias podían constituirse en óptimos vectores. El compromiso con lo público, con lo político del nuevo Estado impersonal que nacía, comenzó a notarse también, y de forma muy destacada, desde el nivel municipal, hasta el punto que la Constitución de Cádiz le dedicaba un título entero (el VI) en el que se contenía la previsión, trascendental en la historia del municipalismo español, de que todo municipio con más de 1000 habitantes debía constituirse en ayuntamiento propio. Tal mandato constitucional conllevó, durante los diversos tiempos en que estuvo en vigor el texto de Cádiz, tensiones de diferente naturaleza, de las que la profesora Monerris destaca la producida entre la ciudad de Valencia y los municipios adyacentes. En un tiempo de cambios, en un tiempo de confusión y de solapamiento de categorías, es muy interesante constatar cómo los recelos atávicos del alfoz valenciano para con la capital despertaron en esta un furibundo rechazo a la posibilidad, constitucionalmente amparada, de que tales municipios se segregaran del sometimiento capitalino. Para ello la ciudad y sus élites liberales obstaculizarán sobremanera el cumplimiento mismo de la Constitución escudándose paradójicamente, y ya durante el Trienio, en viejas categorías de un absolutismo fenecido.
Muy lejos de la huerta valenciana, en la región que entonces recibía el nombre de la Cisplatina, los grandes imperios se disputaban la plaza de Montevideo. La confusión teórica en la política y la Constitución bajaba en esta Banda Oriental a la desnuda roca de los intereses espurios, la guerra y el cambio continuo de soberanía. La investigadora Laura Martínez Renau nos transporta a ese espacio de mutación, a una ciudad, Montevideo, estratégicamente situada en la desembocadura de grandes ríos y frente a Buenos Aires. La región había sido tomada por las tropas lusobrasileñas en 1817, uniéndose de facto al Reino Unido de Portugal, Algarve y Brasil. Aunque cultural y lingüísticamente más alejada que de las Provincias Unidas del Río de la Plata o de la Monarquía Hispánica, las élites de la Banda dieron la bienvenida, rápidamente, a la presencia portuguesa porque les aseguraba, sin apenas contrapartidas, estabilidad y una rápida pacificación, así como el acceso a los jugosos mercados de un imperio transatlántico. Imperio que, no obstante, comenzaba ya entonces a desmoronarse, impelido por la confusión misma entre colonia y metrópoli que el traslado de la Corte portuguesa había generado. La Revolución liberal de Oporto de 1820, trasunto de nuestro Trienio, vendría a ser la embestida final al Imperio de ultramar, tras separar al rey Juan de su hijo, Pedro, que declararía en 1822 la independencia de Brasil y se proclamaría, él mismo, emperador. Montevideo, obligado a posicionarse, y ante la práctica anuencia del Portugal liberal y el poco interés de un Buenos Aires volcado en sus propios conflictos, terminaría formando parte de la nueva aventura del joven emperador bajo la bandera brasileña.
Antonio Filiu-Franco Pérez, por su parte, aborda magistralmente la controversia suscitada en la constituyente de 1836-1837 en torno a la representación de los territorios de ultramar que España conservaba. Cuba, Puerto Rico y Filipinas, los últimos bastiones de un Imperio hispano ya caduco, querían verse amparados en el nuevo marco constitucional que se estaba diseñando entre liberales y moderados y, por ende, en el nuevo Estado isabelino. Como quiera que la constituyente fuese convocada bajo las previsiones de la Constitución de Cádiz, restaurada tras la asonada militar, las colonias debían tener presencia en las Cortes y, si la nueva Constitución seguía el espíritu de la que en teoría pretendía reformar, también debían jugar en plano de igualdad respecto a los territorios peninsulares. Sin embargo, los recelos de las élites españolas, que deseaban evitar a toda costa la posibilidad de que el fuego insurreccional e independentista estallara en sus últimos dominios ultramarinos, indujo a una operación ilegal de desposesión de tal representación política y el sometimiento final de las (ahora sí) colonias a leyes especiales, diferentes de las previsiones del nuevo texto constitucional. El rechazo a tratar en pie de igualdad a los territorios americanos, en el que diputados tan destacados como Argüelles serían protagonistas, marcaría el devenir del resto del siglo xix en torno a la problemática, irresuelta hasta el final, del encaje constitucional y político de las últimas colonias españolas.
Por último, y sin abandonar el espacio americano, la profesora Marta Irurozqui proyecta una visión renovada sobre la revolución liberal boliviana que determinó la segunda independencia del país. El congreso constituyente de 1839 rechazaría tanto la confederación con el Perú como el ejercicio personalista del poder político, protagonizado hasta entonces por el despotismo del general Santa Cruz, y lo haría en un contexto sociopolítico en el que el liberalismo era entendido como una categoría dinámica que mezclaba iusnaturalismo, republicanismo y pretensiones constitucionalistas. Frente al temor a dictaduras o autocracias como la crucista, la nueva Bolivia liberal se distanciaría de los modelos hiperpresidencialistas de su entorno para adentrarse en la senda del parlamentarismo mediante una Constitución, la de 1839, muy avanzada para la época y que llegaba a reconocer, con ciertos matices, la soberanía popular. Y aunque mantenía el sufragio censitario, expulsando del ejercicio de los derechos políticos a la mayor parte de la población (sobre todo a la indígena, claro está), ampliaba el derecho y el deber de resistencia al conjunto del pueblo, que se identificaba así como el depositario último, sin compartimentación nacional, de la legitimidad del poder político constituido. Innovaciones que se desarrollaban, repetimos, en un escenario de temor hacia el regreso del absolutismo bajo espadones de diversas raleas, y que hace de este proyecto constitucional uno de los más interesantes del ochocientos americano.
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La segunda parte del libro, dedicada a analizar las experiencias y teorías antiliberales que surgieron con la irrupción revolucionaria finisecular, es iniciada por el profesor Antonio Calvo Maturana con un interesante estudio sobre las concepciones políticas reinantes durante el reinado de Carlos IV. Un rey que ha tendido a verse oscurecido por la historiografía oficial debido a sus propias taras personales, pero sin cuyo reinado no puede entenderse la consolidación del Estado en los estertores de la monarquía absolutista. La tendencia imparable a la concentración del poder, a la que hacíamos referencia al principio de esta recensión, encuentra en Carlos IV un firme impulsor, aupado como estuvo por las teorías regalistas que rechazaban cualquier concepción pactista del poder. Frente al historicismo del modelo aragonés, que algunos conspicuos ilustrados, como vimos, admiraban, el rey llevaría a cabo una profusa labor de autojustificación de su renovado despotismo mediante el uso, y abuso, de los monopolios de difusión y de una intelectualidad orgánica presta, en todo momento, a la venalidad. Aunque luego el liberalismo no hiciera tal distinción, una parte considerable de la resistencia frente a la concentración máxima de poder que pretendía el monarca vino protagonizada, en sus diversos matices, por autores conservadores que defendían a ultranza un modelo historicista, mitificado, en el que el pacto rey-reino constituía la base de lo político y de una constitución, las leyes fundamentales, lejana aún de toda concepción racional-normativa. Un rechazo que vino motivado, como dejábamos entrever, por el renovado desprecio que el rey mostraba hacia los límites tradicionales del poder regio. Primero, derogaría la necesidad de convocar Cortes en la Novísima Recopilación (1805), y posteriormente, comenzaría a distanciarse de la forma de gobierno polisinodial que había sido la característica de la Monarquía Hispánica desde los Austrias mayores, para beneficiar y volcarse en una forma ejecutiva o departamental en la que secretarios como Godoy, aupados al poder por decisión regia, sustituirían las labores y funciones de los Consejos. Estos, copados por la alta aristocracia, el clero y las clases tradicionalmente anejas a la Corte, vieron con indisimulada furia cómo el rey, a través de sus altos funcionarios y servidores, se convertía en la cúspide de un país al que comenzaba a identificarse con categorías abstractas tales como «patria» o, incluso, «nación». Las obras de Peñalosa y Villanueva, influidas por el ideario de Bossuet y directamente financiadas y encargadas por el monarca, venían a justificar en el plano teórico la nueva realidad de un absolutismo verdadero, sin poderes intermedios, sin leyes fundamentales que lo limitaran y sin presupuestos religiosos o morales que lo constriñeran.
El hijo de Carlos, Fernando, se convertiría sin embargo en el referente para los sectores conservadores que aún creían en el pactismo y en las formas historicistas de control como últimos baluartes frente a la tiranía real. El motín de Aranjuez (1808), que alzaría al joven príncipe hacia el poder, no dejaría de ser así, según la interpretación de Calvo Maturana, el trasunto del de Esquilache (1766), pues en ambos el rechazo al revigorizado absolutismo se haría desde presupuestos conservadores y, en el fondo, de corte pactista. De ahí que las clases altas, la aristocracia y el clero, apoyaran la causa fernandina en la creencia de que esta se identificaba con la restauración del pacto rey-reino y con el consiguiente rechazo a las nuevas formas de gobierno de Carlos IV…, claro que, pronto se percatarían de la verdadera naturaleza de un rey, Fernando VII, tan deseado como detestado.
El antiliberalismo de algunos pactistas tenía su correlato en las Américas, fenómeno que analiza el profesor Víctor Peralta Ruíz en el contexto del gran virreinato del Perú. En él, con la revolución gaditana y durante el Trienio, se iría forjando una intelectualidad y una clase antiliberales de distinta procedencia sobre las que, nuevamente, se proyectaría la confusión del cambio de siglo y de las nuevas categorías. En el Perú de entonces podíamos encontrar realistas constitucionalistas, defensores de Cádiz y liberales frente a absolutistas y reaccionarios. Los dos grandes períodos de gobierno, los correspondientes al virreinato de Abascal y el de Pezuela, se caracterizaron por un progresivo rechazo a las ideas liberales que se impulsaban en y desde la Península, hasta el punto de rozar un verdadero fanatismo católico que ya comenzaba a olvidarse en la antigua metrópoli.
Por su parte, la profesora de la Universitat de València y codirectora de la obra, Ivana Frasquet, regresa al corazón de la Monarquía Hispánica para analizar la persecución contra los liberales de Cádiz de un Fernando VII restaurado bajo el palio del absolutismo. Y lo hace, además, desde una perspectiva nueva y sumamente interesante, la de los descargos que realizaron los diputados apresados durante la represión y los argumentos que utilizaron para intentar conseguir el favor real y, por ende, su liberación. El interés principal reside en que tales argumentos se hilan en una justificación teórica general y conjunta, elaborada desde la cárcel por notables liberales como Muñoz Torrero, y que aun pretendiendo obtener la libertad que solo Fernando podía conceder, deja entrever de forma constante el verdadero ideario, de fondo, que los diputados no estaban dispuestos a renunciar. La mixtura entre postulados historicistas, tendentes a la autojustificación, y las pulsiones iusracionalistas y liberales que laten es una nota común a lo largo de los descargos realizados. La causa contra los diputados, excesivamente compleja por la injerencia permanente del monarca en el proceso y sus patentes arbitrariedades, terminaría siendo resuelta de forma personal por el vengativo rey, condenando a un reducido pero muy destacable grupo de diputados doceañistas a penas de entre seis y ocho años de inhumana reclusión.
El grueso de los intentos argumentales que los diputados realizan en pos de su malograda liberación pivota en torno a un liberalismo historicista genuino. Los apresados aducían, en su defensa, que la intención de las Cortes de Cádiz no fue nunca la de instaurar un gobierno democrático ni la de desposeer al rey de sus derechos históricos, sino la de mejorar el régimen de gobierno y las antiguas leyes fundamentales del reino, pretensión que se veía reforzada ante la ausencia del monarca en medio de los convulsos acontecimientos por los que aquel atravesaba. A pesar de los retorcimientos retóricos, los diputados son en todo momento incapaces de alejarse de la intención de cambio estructural y profundo que subyacía al texto constitucional de 1812 y apenas ocultan, bajo las florituras del lenguaje y de viejas concepciones, que la idea contemporánea de poder constituyente ya había triunfado.
Por último, cierra la obra el investigador Josep Escrig Rosa con su acercamiento a la figura de uno de los más destacados pensadores reaccionarios y antiliberales del primer ochocientos español, el padre fray Rafael de Vélez. Fiel seguidor de De Bonald, y anticipo él mismo de las concepciones políticas de Donoso Cortés, fray Vélez se convertiría en el ejemplo paradigmático de la reacción eclesiástica ante el proceso revolucionario abierto en 1808 y continuado, no sin sobresaltos, durante el Trienio. Desde su obispado de Ceuta, el padre capuchino denunciaría las para él impredecibles desviaciones humanas de un liberalismo de tendencias anarquizantes y contario a la moral y fe católicas. Tal y como constata Escrig Rosa, en la obra más famosa de fray Vélez, Apología del Altar y del Trono, lo que subyace es una defensa cerrada de un régimen teocrático y dominado por la centralidad de la Iglesia, frente tanto al liberalismo revolucionario como al regalismo absolutista. El carácter puramente reaccionario del sacerdote no solo chocaría, en consecuencia, con las autoridades del Trienio, que ordenarían su persecución y malograda detención, sino también con el propio Fernando VII de la Década Ominosa, al rechazar el monarca la reinstauración de la Inquisición y reafirmarse en el absolutismo y en el regalismo de los que su padre, Carlos IV, ya había hecho gala. No es de extrañar, en consecuencia, que nuestro particular antiliberal terminara en las filas del carlismo, pues desde él podía seguir defendiendo sus ideas ultramontanas y tradicionalistas.
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En definitiva, la obra aquí recensionada arroja luz sobre un tiempo convulso en el que las categorías de constitución y de política se vieron profundamente alteradas. El tránsito del absolutismo y sus contradicciones al Estado liberal no fue sino un salto cualitativo, y de hondas repercusiones en todos los órdenes, en el proceso gradual de concentración y abstracción del poder político. La existencia de los ulteriores Estados-nación, y de todos los expedientes a ellos anejos, no puede entenderse sin el proceso previo de uniformización que la monarquía absoluta llevó a cabo y que sentó las bases para su propia destrucción. La Ilustración española, tan despreciada a veces por sectores inicuos, estuvo repleta de tensiones internas que afloraron en una etapa de convulsas mutaciones y radicales transformaciones. La coexistencia de ideales racionalistas con presupuestos historicistas, del pactismo con el regalismo, de los liberales con los absolutistas y de los reaccionarios contra todos da buena cuenta de la complejidad de un período histórico clave en la conformación de muchas de las categorías que hoy presiden nuestro hacer social y político. De ahí que libros como Tiempo de política, tiempo de Constitución sean tan necesarios y convenientes, y más si, como el presente, aúnan de forma tan armoniosa la erudición y rigurosidad académica con el más firme propósito divulgativo. La máxima de que el conocimiento es la única riqueza que no se pierde al transmitirla se cumple en esta obra a través de los distintos estudios que despliega sobre una monarquía, la hispánica, que logró pervivir entre la revolución liberal y la reacción conservadora.