RESUMEN
Este artículo defiende el interés que para la sociología tiene la teoría social ilustrada y presenta una interpretación de esta a partir del análisis teórico de la obra de algunos de los autores más importantes de la Ilustración francesa, así como de algunos escoceses y de Kant en el caso alemán. Dicho análisis se traduce en tres propuestas. En primer lugar, identificamos las perspectivas desde las que se desarrolló la teoría social durante el siglo xviii: una derivada de la teoría política iusnaturalista, otra de carácter dramatúrgico y una última vinculada a la idea de progreso. En segundo lugar, establecemos cuatro rasgos compartidos por las visiones de la época: su sentido histórico, su realismo social, la perspectiva sociológica y su carácter asistemático y especulativo. Por último, revisamos las respuestas brindadas a tres cuestiones que serían centrales para la teoría social posterior: la dialéctica acción-estructura, los fundamentos de lo social y la conflictividad de los fenómenos colectivos. Se pone así de manifiesto la riqueza y complejidad de la teoría social iluminista frente a algunas recepciones que la han considerado nominalista y contractualista.
Palabras clave: Teoría social; Ilustración; iusnaturalismo; sociabilidad; idea de progreso; sociología dramatúrgica.
ABSTRACT
This article defends the interest for Sociology of the social theory of the Enlightenment, starting from an analysis based on the works of some of the most important authors of the French Enlightenment, the Scottish thinkers and Kant for the German strand. This analysis results in three proposals. First, we identify analytical perspectives developed by social theory in the 18th century: a perspective derived from the political theory of Natural Law; a dramaturgical approach; and finally an approach related to an idea of progress. Second, we identify four features shared by perspectives of that period: their historical meaning, their social realism, their sociological perspective, and their unsystematic and speculative character. Finally, we review their responses to three central questions for later sociological theory: the dialectics of agency-structure, the foundations of society, and conflict in collective social phenomena. The richness and complexity of the social theory of the Enlightenment are highlighted against alternative approaches that consider it to be nominalist and contractualist.
Keywords: Social theory; Enlightenment; Natural Law; sociability; idea of progress; dramaturgical approach.
SUMARIO
La reflexividad crítica ha sido una actitud característica de buena parte de la sociología, resultando especialmente acentuada en el ámbito de la teoría social. Esta disposición ha promovido un apreciable grado de conocimiento de la historia de la disciplina entre sus filas, lo que ha refinado la producción sociológica desde diversos puntos de vista. Sin embargo, la autocrítica ha tenido algunos puntos ciegos, entre ellos cierto descuido respecto al complejo desarrollo de la teoría social durante el siglo xviii.
En efecto, salvo excepciones, el campo sociológico ha mostrado un relativo desinterés respecto a la configuración que asumieron las categorías y análisis sociales durante la Ilustración. Así se manifiesta en el escaso dominio que tienen de este período de la historia de la sociología quienes pasan por las facultades del ramo, lo que contrasta con la valoración mostrada por la misma disciplina hacia autores y teorías del siglo xix y con la consideración que otras ciencias han dispensado a sus clásicos del xviii, ofreciendo la ciencia política y la economía un claro contrapunto.
Esta actitud ha podido verse agudizada por la divulgación de ciertas interpretaciones
del pensamiento social de la Ilustración, recepciones que siguieron la estela de la
reacción conservadora, que podemos denominar asociológicas y/o contractualistas y que gozaron de una notable extensión en nuestro país pese a lo desacertado de algunas
de sus tesis[1]. Ahora bien, frente a lo que se sostenía desde estos planteamientos, durante el siglo
xviii más bien se desarrollaron concepciones sociales de la naturaleza humana, se naturalizaba
la vida en sociedad e incluso se dieron visiones de los fenómenos colectivos de relativa
complejidad e influencia en correspondencia con las complejas transformaciones sociales,
económicas, demográficas, políticas y culturales que atravesaban la sociedad europea
de la época Los aciertos de la teoría social ilustrada son en buena medida deudores de un privilegiado
contexto histórico: un momento en que el Antiguo Régimen decaía inexorablemente y
emergía la nueva sociedad moderna. En general, entendemos que la comprensión de toda
teoría solo es posible atendiendo a las características de la sociedad en la que se
formula, si bien la limitación de espacio impide presentar aquí como sería deseable
la relación teoría-praxis.
Creemos que no debería haber dudas respecto al cariz sociológico de la teoría social
del siglo xviii, tampoco respecto a su influencia, pues forjó las bases que facilitaron el trabajo
de las dos grandes generaciones de la sociología clásica en el período comprendido
entre 1840 y 1920. Pretendemos justamente contribuir a asentar esta tesis, promover
un interés por la teoría social ilustrada ajustado a su valor y profundizar en su
conocimiento y comprensión. Afortunadamente, contamos con investigaciones que ya hicieron
suyos estos objetivos y realizaron valiosas aportaciones al conocimiento de la teoría
social del siglo xviii, destacando las de Durkheim ( Durkheim, E. (2000). Montesquieu y Rousseau, precursores de la Sociología. Madrid: Tecnos.2000), Elias ( Elias, N. (1987). El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. Madrid: Fondo de Cultura Económica.1987), Bryson ( Bryson, G. (1945). Man and Society: The Scottish Inquiry of the Eighteenth Century. Princeton: Princeton University Press.1945), Merton ( Merton, R. K. (1984). Ciencia, tecnología y sociedad en la Inglaterra del siglo xvii. Madrid: Alianza Universidad.1984), Althusser ( Althusser, L. (1972). Sobre el Contrato Social. En C. Lévi-Strauss et al. Presencia de Rousseau (pp. 57-102). Buenos Aires: Nueva Visión.1972), Hirschman ( Hirschman, A. O. (1999). Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos
a su triunfo. Barcelona: Península.1999), Bock ( Bock, K. (1988). Teorías del progreso, el desarrollo y la evolución. En T. Bottomore
y R. Nisbet (comp.). Historia del análisis sociológico (pp. 59-104). Buenos Aires: Amorrortu.1988), Bury ( Bury, J. (2009). La idea de progreso. Madrid: Alianza Universidad.2009), Habermas ( Habermas, J. (1987). Teoría y praxis. Madrid: Tecnos.1987), Meek ( Meek, R. L. (1981). Los orígenes de la ciencia social. El desarrollo de la teoría de los cuatro estadios.
Madrid: Siglo xxi.1981), Berry ( Berry, C. J. (1997). Social Theory of the Scottish Enlightenment. Edinburgh: Edinburgh University Press.1997) y, en España, Gómez Arboleya ( Gómez Arboleya, E. (1954). La sociedad moderna y los comienzos del saber sociológico.
Anuario de Filosofía del Derecho, tomo II, 179-294.1954), García Pelayo ( García Pelayo, M. (1949). La teoría social de la fisiocracia. Moneda y Crédito, 31, 18-43.1949), Pascual ( Pascual López, E. (1996). Bernard Mandeville: la legitimación de la fantasía. Política y Sociedad, 21, 35-55.1996) y Wences ( Wences, I. (2007). Teoría social y política de la Ilustración escocesa. Madrid: CSIC; Plaza y Valdés.2007; Wences, I. (2010). La relevancia sociológica de la Ilustración escocesa. Revista Internacional de Sociología, 68 (1), 37-56.2010). En la estela de estos trabajos, procedemos a presentar nuestro análisis de la teoría
social contenida en la obra de autores de la Ilustración. Una parte importante de
ellos son franceses —Montesquieu (1689-1755), Voltaire (1694-1798), Jaucourt (1704-1779),
Rousseau (1712-1778), Diderot (1713-1784), Holbach (1723-1789), Turgot (1727-1781)
y Condorcet (1743-1794)—; también abordamos una representación de los escoceses —Locke
(1632-1704), Hume (1711-1776), Smith (1723-1790) y Ferguson (1723-1816)— y a Kant
(1724-1804) para el caso alemán Dada la imposibilidad de mencionar explícitamente la aportación de cada uno de los
autores citados, optamos por escoger en cada caso las referencias de mayor interés
para la teoría social. Sí hemos dejado constancia en el texto de las ocasiones en
que algún autor no se ajustaba a nuestras tesis.
Entendemos que cualquier selección de autores puede resultar cuestionable, pues son
muchos los que podrían sumarse a esta relación. No obstante, la incorporación de nuevas
obras a nuestra investigación no ha supuesto una modificación de las conclusiones
aquí presentadas, lo que parece revelador. Por ejemplo, la defensa de García Pelayo
de la contribución de los fisiócratas a la sociología es muy pertinente, pero dicha
contribución se ajusta a la caracterización de la teoría social que defendemos.
La teoría social ilustrada se canalizó a través de tres perspectivas analíticas diferentes: la perspectiva iusnaturalista, la dramatúrgica y la progresista. Estas perspectivas fueron plurales y pudieron presentarse amalgamadas entre sí en la obra de ciertos autores, pero ello no impide su distinción.
El iusnaturalismo contaba ya con una vasta historia al llegar el siglo xviii. Su origen se remonta al estoicismo, pero habiendo obtenido un papel importante en la Antigua Roma ( Weber, M. (1964). Economía y Sociedad. México: Fondo de Cultura Económica.Weber, 1964: 640; Dilthey, W. (1978). Hombre y mundo en los siglos xvi y xvii. México: F.C.E.Dilthey, 1978: 24-25) fue capaz de adaptarse a la cristiandad durante la Edad Media, alcanzando finalmente el pensamiento moderno. Hablamos del iusnaturalismo en un sentido amplio para referirnos a aquellas propuestas normativas que disponen la naturaleza tal y como esta se revela a la cognición humana como fundamento del deber ser ( Weber, M. (1964). Economía y Sociedad. México: Fondo de Cultura Económica.Weber, 1964; Habermas, J. (1987). Teoría y praxis. Madrid: Tecnos.Habermas, 1987; Bobbio, N. (1991). El modelo iusnaturalista. En N. Bobbio y M. Bovero. Origen y fundamentos del poder político (pp. 67-93). Barcelona: Plaza & Janés.Bobbio, 1991), siendo la política o el Estado la modalidad de deber ser más habitual, aunque no la única. En correspondencia con esta dialéctica entre ser y deber ser, dichas teorías suelen ordenar su desarrollo en dos fases: una primera, de carácter fundamental, ontológico y analítico y, otra subsiguiente, en que se articula una propuesta (política, pedagógica, etc.) canónica en relación con los principios fijados en la primera fase o, en términos weberianos, racional respecto a estos ( Weber, M. (1964). Economía y Sociedad. México: Fondo de Cultura Económica.Weber, 1964: 639-640). Así definido se trata de un modelo de teoría política extremadamente amplio, capaz de legitimar órdenes políticos muy diferentes, pues toda variación en el ámbito de la realidad que se dispone como fundamento natural del sistema, o aun en su simple caracterización, da lugar a propuestas positivas muy distintas, si bien todas ellas son iusnaturalistas. Esta versatilidad facilitó la longevidad del paradigma, lo que nos lleva a considerar el iusnaturalismo como una orientación general de teoría política y no tanto como una escuela de pensamiento en sentido estricto.
El iusnaturalismo fue la estrategia filosófica característica de la teoría política moderna y, por ende, de la Ilustración, algo que no sorprendería a Weber, pues «la invocación al “derecho natural”» ha sido uno de los tipos de legitimidad característicos de «las clases que se rebelaban contra el orden existente» (ibid.: 640).
El estudio de Habermas ( Habermas, J. (1987). Teoría y praxis. Madrid: Tecnos.1987), fiel a las tesis de Vico, subraya la discordancia existente entre la teoría política
clásica y el iusnaturalismo, considerado como paradigma de la teoría política moderna.
De hecho, subraya el alemán, la articulación de la teoría política moderna resultaba
de la transformación de la teoría política clásica en tres aspectos importantes que
remiten al ethos del iusnaturalismo moderno. En primer lugar, respondería de manera cada vez más acusada
a la pretensión de concebir «las condiciones del orden estatal y social correcto en
general», es decir, a una mirada universalizante de lo político en buena medida extraña
al pensamiento clásico. En segundo lugar, el problema político se iría abordando cada
vez más como un problema técnico que ante todo debe determinar los medios eficaces
para la consecución de fines. Por último, y como consecuencia de esta última transformación,
se produciría la progresiva desmoralización de la teoría política, su alejamiento
de la ética: «Los ingenieros del orden correcto pueden prescindir de las categorías
del trato moral y limitarse a la construcción de las circunstancias bajo las cuales
los hombres, en tanto que objetos naturales, están forzados a una conducta calculable»
(ibid.: 51). Es central para nosotros que, como defiende Habermas, gracias a esta transformación
«la política se convirtiera en filosofía social», lo que refuerza la tesis de la existencia
de un cauce iusnaturalista de teoría social García Pelayo había apuntado anteriormente la existencia de una relación entre iusnaturalismo
y sociología.
En efecto, se observa que los autores modernos habían ido gestando un modelo singular
de teoría política iusnaturalista El iusnaturalismo marcó la estrategia intelectual a seguir en el conjunto de la Ilustración,
aunque la adopción de este en algunos autores fuera compleja (por ejemplo, en Rousseau,
Diderot o Hume). El caso de Hume es muy ilustrativo, pues, pese a sus objeciones al
respecto, desarrolló igualmente un ensayo sobre la naturaleza humana. En dicho texto
encontramos sus aportaciones a la teoría social, como en la inmensa de la mayoría
de los ilustrados.
El problema del orden social se impuso desde el principio entre los iusnaturalistas
modernos como problema capital (en buena medida gracias a Hobbes) Sobre la importancia de Maquiavelo en este proceso, afirma Hirschman: «Maquiavelo
consideró que una teoría realista de la naturaleza del Estado requería un conocimiento
de la naturaleza humana, pero sus observaciones en este aspecto, aunque siempre agudas,
están esparcidas y no son sistemáticas» ( Hirschman, A. O. (1999). Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos
a su triunfo. Barcelona: Península.
Las cursivas son nuestras.
Podemos afirmar, pues, que la modernización de la teoría política entrañó una relativa socialización de la misma, proceso que ayuda a comprender el devenir del pensamiento social en el siglo xviii. Consideramos la obra de Rousseau como la culminación de dicha tendencia, pues con él los principios del derecho político no se fundarían ya en la naturaleza humana, sino contra la moderna sociedad, identificada en el Discurso sobre la desigualdad como la causa del desorden y la depravación generalizados ( López Yáñez, A. (2006). La sociedad y el miedo. Revista de Estudios Políticos, 131, 144-166.López, 2006). Observamos, además, que el contrato social no trataba de fundar la sociedad, sino de resolver sus problemas más acuciantes, revelando su naturaleza política.
Supongo a los hombres llegados a ese punto en que los obstáculos que se oponen a su conservación en el estado de naturaleza superan con su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado. Entonces, dicho estado primitivo no puede ya subsistir, y el género humano perecería si no cambiara su manera de ser ( Rousseau, J. J. (1982) [1762]. Del Contrato Social. En Del Contrato Social. Discursos (pp. 5-141). Madrid: Alianza Editorial.Rousseau, 1982 [1762]: 21).
La transformación de la teoría política condujo, pues, a la apertura de un cauce de teoría social, si bien este tuvo como horizonte y motivación principal la búsqueda del mejor gobierno y no el puro conocimiento de la sociedad. Esto revela la filiación política de la sociología, vínculo que acarrearía ciertos inconvenientes a la incipiente ciencia social, al verse comprometida desde sus orígenes por la cuestión política. De un lado, la teoría política encontraría en la sociología un examen científico de lo social en que fundamentarse, si bien queda la sospecha de que la apelación a leyes sociales por parte de la teoría del Estado sirve más bien para ocultar y legitimar posiciones políticas preconcebidas. En este sentido, Habermas señaló el riesgo de sesgos en la representación de la naturaleza humana desarrollada desde el iusnaturalismo, lo que puede hacer del estudio antropológico un mero disfraz cientificista con que legitimar principios políticos articulados en realidad por otros intereses ( Habermas, J. (1987). Teoría y praxis. Madrid: Tecnos.Habermas, 1987). De otro lado, y por lo dicho, la filiación entre filosofía política y teoría social obligaría a esta última a no perder ya nunca de vista las implicaciones políticas de sus propuestas, soportando en adelante con mejor o peor fortuna el estigma de la parcialidad, lo cual sería objeto de algunos de los mejores escritos de Max Weber.
¿Qué rasgos presenta la teoría social derivada de esta perspectiva? Lo que nos ha revelado nuestra investigación es que, salvando el complejo caso de Rousseau, esta abordó sobre todo el estudio de los niveles de lo social conformados por la sociabilidad y la socialidad humanas, de modo que la conceptualización de las grandes estructuras sociales o de la sociedad como totalidad quedó lejos de su programa. De ello daremos cuenta en la segunda parte de este artículo.
La perspectiva a la que hemos denominado «dramatúrgica» por su semejanza con la visión escénica de la vida social —que mucho más tarde se vincularía al sociólogo Erving Goffman (1922-1982)— constituye un valioso cauce de reflexión sobre lo social que, lamentablemente, pasaría relativamente inadvertido para la sociología posterior. Sí disfrutó de difusión en los siglos xvii y xviii en Europa, infiltrándose en la filosofía social, especialmente en autores de la perspectiva iusnaturalista, y logrando un notable desarrollo en el ámbito literario.
La teoría social dramatúrgica asumió durante la Ilustración una impagable profundidad gracias sobre todo a la experimentación de las contradicciones de la emergente sociedad, en particular de la sociedad cortesana, por quienes todavía se hallaban impregnados de valores cristianos o estoicos. Es cierto que también obtuvo importantes contribuciones de los profetas de la nueva sociedad burguesa —no solo de sus críticos—, destacando entre sus antecedentes Bayle (1647-1706) y Defoe (1659/61-1731) y revelándose Mandeville como primera gran figura: «La imaginación es para Mandeville productora de quimeras, de vanidad, con la que engañamos a los demás a través de una puesta en escena que es, sobre todo, autoengaño» ( Pascual López, E. (1996). Bernard Mandeville: la legitimación de la fantasía. Política y Sociedad, 21, 35-55.Pascual, 1996: 47). Ahora bien, el sentido dominante de las visiones dramatúrgicas de la vida social fue la denuncia de la desmoralización creciente que hoy podemos atribuir a la modernización (y en especial a la secularización). Esta había ido alterando radicalmente las formas de vida del Antiguo Régimen, configurando nuevas personalidades e induciendo cambios notables en las relaciones humanas. Nuevas metas y horizontes creaban dinámicas sociales desconocidas hasta la fecha.
[…] este ímpetu arrollador de las fuerzas nuevas no ha encontrado todavía las vías ordenadas por las que discurrir, como hoy, canalizado. Una irrefrenable fuerza individual irradian los descubridores e inventores de la época. Se manifiesta también en la nueva política de los soberanos y en el orgullo de los burgueses de la ciudad, en cada esfuerzo contra la opresión, en las heroicas figuras de bronce de Donatello, Verocchio y Miguel Ángel, en el pulso febril de las acciones y de los héroes dramáticos de Kyt, Marlowe, Shakespeare, Massinger […] ( Dilthey, W. (1978). Hombre y mundo en los siglos xvi y xvii. México: F.C.E.Dilthey, 1978: 27).
Es cierto que estas transformaciones provocaron un sentimiento de liberación en algunos grupos, pero suscitaban rechazo, extrañamiento, miedo y condena moral a la mayoría ( Gómez Arboleya, E. (1954). La sociedad moderna y los comienzos del saber sociológico. Anuario de Filosofía del Derecho, tomo II, 179-294.Gómez Arboleya, 1954), lo que alentó la visión dramatúrgica de la vida social, su concepción como una escena falsa e inmoral. Esta recurrió reiteradamente a dos argumentos para problematizar el cambio histórico: el extravío de las pasiones humanas y la opacidad social. Nos detendremos en ambos.
La represión de las pasiones humanas había sido facilitada durante muchos siglos por
las formas de vida y por los principios religiosos y filosóficos, marcados por el
cristianismo. Sin embargo, la modernización alteraría radicalmente este escenario,
favoreciendo el desarrollo de las pasiones e induciendo una transformación lenta pero
implacable de las personalidades perceptible en la aparición de individualidades potentes ( Gómez Arboleya, E. (1954). La sociedad moderna y los comienzos del saber sociológico.
Anuario de Filosofía del Derecho, tomo II, 179-294.Gómez Arboleya, 1954: 184) que complacían a los nuevos humanistas, pero despertaban recelo y condena en muchos
círculos Hirschman destaca en Las pasiones y los intereses que el moderno problema de las pasiones es heredero de «la sensación, nacida en el
Renacimiento y convertida en convicción en el siglo xviii, de que ya no se podía confiar a la filosofía moralizadora y a los preceptos religiosos
la restricción de las pasiones destructivas de los hombres» ( Hirschman, A. O. (1999). Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos
a su triunfo. Barcelona: Península.
Por supuesto, hubo filósofos sociales que compartieron la visión crítica de las pasiones humanas propia de este enfoque (Rousseau es un ejemplo nítido), pero la postura dominante entre estos no fue tanto la condena de las pasiones como la propuesta de conducción de estas, lo que alejó a las luces del maniqueísmo de la moral cristiana. Las pasiones requerían dirección, pero no debían ser extirpadas por completo del alma humana. Holbach adoptaba este planteamiento en 1776, preludiando el concepto de insociable sociabilidad kantiano de 1784.
Un hombre libre de pasiones o deseos, lejos de ser un hombre perfecto, como algunos filósofos han pretendido, sería inútil para sí mismo y para los otros, y contrario a la sociedad. El que no fuese susceptible ni de amor ni de odio, ni de temor ni de esperanza, ni de placer ni de dolor; en una palabra, el sabio del Estoicismo, sería una masa inerte, incapaz de acción y movimiento. […] La ciencia del Político del Moralista […] consiste en mover, dirigir y arreglar las pasiones de los hombres de un modo que conspiren por ellas a su bien y mutua felicidad. No hay pasión alguna que no pueda ser útil al cuerpo social, y que no sea necesaria a su conservación y mayor bien ( Holbach, P. H. D. (1840) [1776]. La Moral Universal. O los deberes del hombre fundados en su naturaleza. Madrid: Oficina de Establecimiento Central.Holbach, 1840 [1776]: 18).
La segunda de las temáticas, la de la opacidad social, estuvo estrechamente vinculada a la anterior y también se articuló en obras impregnadas de consideraciones y advertencias morales. Se traducía en la denuncia de la escisión entre el ser y el parecer característica de la vida moderna, particularmente de la sociedad cortesana: la sociedad aparecía como una escena ficticia en la que nadie sabe quién es quién, en la que nadie deja ver su verdadero yo y sus verdaderas metas. Les Liaisons dangereuses, de Pierre Choderlos de Laclos, y las Máximas, de La Rochefoucault (1613-1680), serían dos de los ejemplos literarios más célebres, mientras que Rousseau sería su principal exponente en el ámbito de la filosofía social, pues con él la temática de la vida social como representación desembocó en la que quizá sea la primera teoría de la alienación social de la historia. He aquí una prueba.
[...] al desvanecerse gradualmente el hombre original, la sociedad no ofrece ya a los ojos del sabio más que un conjunto de hombres artificiales y de pasiones ficticias que son obra de todas estas nuevas relaciones y que no tienen ningún fundamento verdadero en la naturaleza. [...] al reducirse todo a las apariencias, todo se convierte en ficticio y fingido: honor, amistad, virtud, y con frecuencia hasta los vicios mismos, de los que finalmente se encuentra el secreto de glorificarse […] en medio de tanta filosofía, humanidad, educación y máximas sublimes, no tenemos más que un exterior engañoso y frívolo, honor sin virtud, razón sin sabiduría, y placer sin dicha ( Rousseau, J. J. (1982) [1755]. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. En Del Contrato Social. Discursos (pp. 177-334). Madrid: Alianza Editorial.Rousseau, 1982 [1755]: 286-287).
Las dos temáticas confluyeron en esta visión dramatúrgica de los fenómenos sociales, articulando una perspectiva valiosa para el desarrollo intelectual europeo y para la teoría social, pues descubría aspectos importantes del cambio de dichas sociedades y retrataba dimensiones fundamentales de la acción, las relaciones y los grupos sociales en muy diversos entornos de interacción públicos y privados. Su tesis central, la distancia o disparidad existente entre los verdaderos significados y motivaciones de los actores y la acción real de estos, implicaba una comprensión social de los sujetos e incluso una afirmación del ascendente de la vida social sobre los comportamientos individuales al establecer que los actores consideran de continuo el medio social en que se inscriben. Dicha perspectiva facilitó en ciertos casos una visión socialmente reflexiva de la vida humana que entiende que esta es construida por la mirada ajena. Todo ello dejaría una huella no reconocida pero diversa en la teoría social perceptible en el modelo dramatúrgico mismo (Goffman), en las teorías del malestar en la cultura (desde Freud a Elias), en las teorías de la alienación social, en la teoría de las élites, en las teorías constructivistas y en el interaccionismo norteamericano.
Además, la temática de las pasiones permitiría una comprensión más profunda de los resortes y la complejidad de la acción humana, lo que facilitaría la superación del dualismo moral cristiano y el análisis posterior de las raíces sociales de dichas pasiones. Por todo ello, sería deseable que la crítica sociológica dispensara a este cauce de teoría social el reconocimiento que, a nuestro juicio, merece.
Hemos denominado perspectiva progresista al cauce de teoría social abierto con el
desarrollo de la idea de progreso. Como es sabido, esta idea es una creación intelectual
del siglo xviii que rompió en muchos sentidos con las concepciones anteriores del cambio y del tiempo.
Obtuvo pronto un enorme éxito, convirtiéndose en un elemento central del programa
ilustrado, en parte gracias a su capacidad para satisfacer dos necesidades espirituales
sobrevenidas a las gentes de la época: la de reforzar una imagen del género humano
como sujeto de la historia y la de aportar una justificación trascendente de la vida
que, aun siendo de carácter intramundano (un futuro mejor en este mundo), suplía de
algún modo el vacío dejado por la pérdida de la fe en un paraíso celestial ( López Yáñez, A. y E. Martínez Gutiérrez. (2016). La dimensión utópica de la idea de
progreso. Ponencia presentada en el XIV Coloquio Internacional de Geocrítica. Las utopías y la construcción de la sociedad
del futuro. Disponible en:
Es obvia la relación existente entre la idea de progreso y la teoría social, pues la idea constituye una teoría de la sociedad en toda regla: una teoría general del cambio social que se acompañaba a menudo de visiones holísticas de la sociedad en las que se subraya la relativa integración existente entre las distintas esferas sociales, integración que la mayoría de las veces se explica por la acción de un principio fundamental.
La tesis principal de la idea es la del perfeccionamiento continuado de la humanidad a lo largo de la historia: «La masa total del género humano, con alternativas de calma y de agitación, de bienes y males, marcha siempre —aunque a paso lento— hacia una perfección mayor» ( Turgot, A. R. J. (1991) [1750]. Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano. En Discurso sobre el progreso humano (pp. 35-65). Madrid: Tecnos.Turgot, 1991 [1750]: 36). Ahora bien, esta tesis se basaba en un conjunto de subtesis. Consideraremos las tres más importantes.
La primera es la definición de la humanidad como sujeto de la historia, una humanidad concebida como comunidad transhistórica resultante del encadenamiento entre generaciones. Los individuos singulares pueden ser beneficiarios del progreso, pero sujeto de este solo puede ser el género humano en su conjunto:
[...] cada hombre, tendría que vivir un tiempo desmedido para poder aprender cómo
usar a la perfección de todas sus disposiciones naturales; o, si la Naturaleza ha
fijado un breve plazo a su vida (como ocurre), necesita acaso de una serie incontable
de generaciones que se trasmitan una a otra sus conocimientos para que, por fin, el
germen que lleva escondido la especie nuestra llegue hasta aquella etapa de desarrollo
que corresponda adecuadamente a su intención ( Kant, I. (1997) [1784]. Idea de una Historia Universal en sentido cosmopolita. En
Filosofía de la Historia (pp. 39-65). Madrid: Fondo de Cultura Económica.Kant, 1997 [1784]: 43) Otros ejemplos de este planteamiento los tenemos en Turgot ( Turgot, A. R. J. (1991) [1750]. Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu
humano. En Discurso sobre el progreso humano (pp. 35-65). Madrid: Tecnos.
Condorcet, N. (1980 [1795]). Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid: Editora Nacional.
Bury, J. (2009). La idea de progreso. Madrid: Alianza Universidad.
La segunda subtesis remite a una particular concepción universalista e infinitista del género humano ( Pérez Herranz, F. (1993-1994). Historia e «historia»: en torno al propuesto «fin de la historia». Anales de la Universidad de Alicante. Historia Contemporánea, 10-11, 169-190.Pérez, 1993-1994), una visión muy optimista de nuestras posibilidades de perfección que había ido fortaleciéndose lentamente ( Villaverde, M. J. (1987). Rousseau y el tiempo de las Luces. Madrid: Tecnos.Villaverde, 1987: 125-131) y que en la mayoría de los casos suscribe cierta indeterminación constitutiva de nuestra especie. Así lo expresaba Condorcet:
[...] que la naturaleza no ha puesto límite alguno al perfeccionamiento de las facultades humanas; que la perfectibilidad del hombre es realmente infinita: que los progresos de esta perfectibilidad, de ahora en adelante independientes de la voluntad de quienes desearían detenerlos, no tienen más límites que la duración del globo al que la naturaleza nos ha arrojado ( Condorcet, N. (1980 [1795]). Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid: Editora Nacional.Condorcet, 1980 [1795]: 82).
La tercera subtesis, verdadera piedra angular de la idea de progreso, plantea la naturaleza
del motor del progreso, el cual localizaba en la ciencia y en el uso de esta para
la resolución de todos los problemas humanos. Esta idea partía de la convicción en
el progreso específico de la razón-ciencia a lo largo de la historia ( Bury, J. (2009). La idea de progreso. Madrid: Alianza Universidad.Bury, 2009: 122, 136, 143), un progreso que habría adquirido con la Ilustración un impulso definitivo. En realidad,
la configuración de la idea de progreso general requería que se formulara y aceptara
previamente esa idea específica del progreso del conocimiento. Un buen número de autores
preparó el terreno durante el siglo xvii, destacando la aportación de Fontenelle: «Un espíritu cultivado está formado por todos
los espíritus de los siglos precedentes, no es sino un único espíritu cultivado durante
toda la historia La traducción es nuestra, el texto original reza: «Un bon esprit cultivé est, pour
ainsi dire, composé de tous les esprits des siècles précédents, ce n’est qu’un même
esprit qui s’est cultivé pendant tout ce temps-là».
Una vez articulada, la idea de progreso gozó de un gran desarrollo. De este destacamos aquí, por su gran repercusión sobre la teoría social, la elaboración de periodizaciones de la historia de la humanidad que pretendían establecer u ordenar el curso natural del progreso ( Meek, R. L. (1981). Los orígenes de la ciencia social. El desarrollo de la teoría de los cuatro estadios. Madrid: Siglo xxi.Meek, 1981; Bock, K. (1988). Teorías del progreso, el desarrollo y la evolución. En T. Bottomore y R. Nisbet (comp.). Historia del análisis sociológico (pp. 59-104). Buenos Aires: Amorrortu.Bock, 1988; Villaverde, M. J. y Sastre, J. L. (eds.). (2015). Civilizados y Salvajes. La mirada de los ilustrados sobre el mundo no europeo. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Villaverde y López, 2015). Con ellas se daba respuesta a una de las insuficiencias de la idea, a saber, a la paradoja existente entre, de un lado, un planteamiento universalista que presupone la existencia de un único género humano y de un curso histórico también unitario y, de otro lado, la innegable variedad de formas de vida observable a través del tiempo y la geografía ( Bock, K. (1988). Teorías del progreso, el desarrollo y la evolución. En T. Bottomore y R. Nisbet (comp.). Historia del análisis sociológico (pp. 59-104). Buenos Aires: Amorrortu.Bock, 1988: 72). El persistente problema de las causas de la diversidad humana, planteado ya en el mundo clásico, tendría su particular respuesta durante el siglo xviii: la teoría de un curso histórico natural común a toda la especie, aunque conformado por distintas fases también naturales, cuya sucesión supone la realización gradual del progreso. Así, a partir del estudio de los relatos y documentos sobre sociedades lejanas que venían siendo objeto de difusión desde hacía tiempo gracias a la proliferación de la literatura de viajes, se fueron determinando las etapas de la historia natural humana. La heterogeneidad conocida de las formas de vida era explicada entonces por la adquisición de grados desiguales de progreso, base de las periodizaciones progresistas de la historia que distinguen diferentes edades de la humanidad, cada una con su propia naturaleza. Se suponía —en general— que se pasa necesariamente de un estadio al siguiente, siendo cada estadio necesario (no se producen «saltos» en la historia), que el progreso es acumulativo y que se trata de un curso irreprimible en su conjunto, el cual puede demorarse, pero no detenerse (véase Bock, K. (1988). Teorías del progreso, el desarrollo y la evolución. En T. Bottomore y R. Nisbet (comp.). Historia del análisis sociológico (pp. 59-104). Buenos Aires: Amorrortu.Bock, 1988; Meek, R. L. (1981). Los orígenes de la ciencia social. El desarrollo de la teoría de los cuatro estadios. Madrid: Siglo xxi.Meek, 1981; de la Nuez, P. de la (2015). Civilizados, bárbaros y salvajes en la Teoría del progreso de Turgot. En M. J. Villaverde y J. L. Sastre (eds.). Civilizados y Salvajes. La mirada de los ilustrados sobre el mundo no europeo. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Nuez, 2015: 201).
La importancia que para la teoría social tendrían estas periodizaciones difícilmente puede ser exagerada. Es cierto que en correspondencia con el limitado desarrollo de la ciencia histórica de la época dieron lugar a relatos imprecisos de la historia en los que no se registraban sino los grandes avances civilizatorios (escritura, aritmética, cálculo…), llegando a establecer una relación con instituciones o formas de organización social y política (división del trabajo, propiedad privada, instituciones políticas…). Ahora bien, estas igualmente entrañaban un enorme avance en la comprensión del cambio social, avance que transcendió el contexto del siglo xviii. No en vano, muchos de los autores más emblemáticos de la sociología del siglo xix indagaron después en la sucesión de esos grandes tipos de sociedad. Las propuestas de Saint-Simon, Spencer, Comte o Marx configuraron una era, la de los organicismos evolucionistas, claramente deudora de las teorías progresistas de los estadios históricos. Por ello, el examen de la aportación de la idea de progreso al ámbito de la teoría social que aquí comenzamos se inicia considerando su valor. Estas asumían la perspectiva necesaria para revelar la historicidad de los fenómenos sociales, lo que constituye de por sí una aportación inestimable, pero además permitieron que desde la idea de progreso se transcendiera el carácter abstracto y ahistoricista de la teoría social ilustrada de corte iusnaturalista, facilitando la posterior alianza entre teoría social e historia que llevaría a fundamentar la primera en el terreno concreto y empírico de la realidad humana conocida (alejándola a la larga de la mera especulación) y dejando al descubierto la interconexión existente entre los distintos períodos de la historia: «Todas las edades —señalaba Turgot— están encadenadas las unas a las otras por una serie de causas y efectos, que enlazan el estado presente del mundo a todos los que lo han precedido» ( Turgot, A. R. J. (1991) [1750]. Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano. En Discurso sobre el progreso humano (pp. 35-65). Madrid: Tecnos.Turgot, 1991 [1750]: 36).
La idea de progreso también propició una comprensión holística de los fenómenos colectivos,
pues, como ya hemos subrayado, cada etapa histórica parecía obedecer a un principio
rector específico. Despuntaba con ello la percepción de que la sociedad es organizada
por uno o varios principios y, por tanto, la tesis de la interdependencia reinante
entre las distintas esferas de la vida humana, lo que posteriormente llevó al estudio
de aquellos ámbitos potencialmente determinantes de esa totalidad Esta labor había sido adelantada por Montesquieu (1689-1755), aportación que le
sirvió para ser considerado precursor de la sociología ( Durkheim, E. (2000). Montesquieu y Rousseau, precursores de la Sociología. Madrid: Tecnos.
Bury, J. (2009). La idea de progreso. Madrid: Alianza Universidad.
Son realistas aquellas concepciones sociales que entienden que los fenómenos colectivos constituyen
alguna forma de realidad, postura opuesta al nominalismo de quienes les niegan existencia.
Son monistas aquellas teorías sociales que asimilan lo social a la realidad individual, mientras
que son dualistas aquellas concepciones que conciben lo individual y lo social como esferas distintas,
estableciendo alguna forma de ruptura entre ellas.
Por último, señalamos que la idea de progreso supuso un antes y un después en lo que respecta al reconocimiento del papel de los fenómenos culturales en la configuración de las sociedades. El logos y la ciencia asumían aquí la condición de variable fundamental de la vida social. Las edades de la humanidad eran ante todo las edades de la inteligencia humana, lo que pronto desembocaría en una visión histórica y socialmente relativista de los contenidos de la cultura que, junto a la creencia en la adaptabilidad de nuestra naturaleza humana, haría posible la concepción de la cultura humana como segunda naturaleza que está en la base de las ciencias sociales contemporáneas.
Constatamos, en definitiva, la gran importancia que la idea de progreso tuvo para la historia de la teoría social. Las justas críticas que la misma ha podido recibir por parte de multitud de perspectivas (por ejemplo, de primitivistas como Rousseau, de historicistas como Weber o Boas o de estructuralistas como Levi-Strauss) no menoscaban su valor. Además, su contribución a la teoría de la sociedad no se cifra únicamente en lo que se afirmaba desde sus filas, sino también en lo que provocó —a favor y en contra— en las décadas posteriores. Por ello, podemos afirmar que la idea de progreso estableció los «fundamentos» o «posibilidades teóricas» ( Zubiri, X. (1963). Naturaleza, Historia, Dios. Madrid: Editora Nacional.Zubiri, 1963) del pensamiento social del siglo xix.
Es necesario revelar el sentido que la reflexión sobre la sociedad en la Ilustración asumió en relación con la realidad histórica. Se distinguen dos sentidos mayoritarios: el deseo de apropiación y el miedo. Ambos guardan relación con el avance de la modernización en Occidente, si bien de maneras opuestas. El primero reflejaba el desarrollo de la voluntad de poder, a la que ya hemos aludido anteriormente, y ponía de manifiesto el sentimiento de libertad ante el desvanecimiento de los viejos límites a la libertad humana propiciado por la sociedad burguesa. El segundo mostraba la reacción de quienes rechazaban esos profundos cambios. ¿Cómo se plasmaron ambos en el ámbito de la teoría social?
El deseo de apropiación animaba sobre todo los cauces iusnaturalista y progresista, perspectivas desde las que se participaba activamente en el cambio histórico, que alimentaban la esperanza en una transformación radical de las formas de vida y de organización social. En el caso del iusnaturalismo la apropiación se plasmaba en la búsqueda de los buenos fundamentos para el nuevo orden político; en el caso del progresismo, denunciando los errores del pasado y defendiendo la ciencia como principio a adoptar para el progreso futuro.
El miedo o extrañamiento ante lo social también desempeñó un papel importante en una parte de las teorías sociales del siglo xviii, especialmente en el sentido que daría después Tönnies a la noción de Gesellschaft. Este estado de ánimo fue muy palpable en la perspectiva dramatúrgica —la cual desembocó casi siempre en una visión oscura de la modernidad—, aunque estuvo presente también en algunas versiones del iusnaturalismo, principalmente a partir de —y gracias a— Hobbes.
La inmensa mayoría de las propuestas intelectuales del siglo xviii fueron realistas. Para la teoría social son realistas aquellas concepciones que atribuyen alguna forma de realidad a los fenómenos colectivos, postura opuesta al nominalismo de quienes conciben la sociedad como un mero significante con que referirse a una suma de individuos. Ilustraremos más adelante este realismo, si bien debemos hacer valer ahora que este derivaba del hecho de que, con la compleja excepción de Rousseau, los ilustrados consideraran la sociabilidad como un rasgo consustancial al ser humano y, en correspondencia, la sociedad como forma de vida natural de la especie. Cuestión distinta es que la mayoría de iluministas creyera que dicha disposición social debía y podía ser mejorada a través de un pacto que convertiría la sociedad natural en sociedad civil, planteamiento que no entrañaba un cuestionamiento de lo social como universal humano, sino que respondía a la creencia —extendida en el movimiento ilustrado— de que las disposiciones sociales naturales podían elevarse gracias al orden político.
Fue durante el siglo xviii, y no en el siglo xix, que se completó la articulación de la perspectiva sociológica, aquella que aborda la explicación de la vida social priorizando los factores sociales al advertir el mayor poder explicativo de estos en relación con las prácticas humanas. Esta perspectiva animaba claramente aquellas teorías sociales del siglo xviii que además de realistas eran socialmente dualistas, no monistas, lo que remite a los cauces teóricos dramatúrgico y progresista: al cauce dramatúrgico, pues perfilaba la sociedad como una realidad opaca y adversa a los sujetos que obedece a sus propios principios y que condiciona el devenir individual; al cauce progresista, porque el principio característico de cada etapa social sería considerado trascendente en relación con los sujetos.
Debemos hacer mención a los aspectos formales y metodológicos de la teoría social del siglo xviii. Destacan dos rasgos muy evidentes. En primer lugar, su carácter especulativo o ensayístico. Las diversas propuestas de teoría social no se basaban en investigaciones empíricas o sistemáticas, sino que más bien asumieron una forma dispersa. Además, se plasmaron en discursos filosóficos o ensayos político-humanísticos, también en forma literaria, aunque no por ello carecían de valor y cierta objetividad. En segundo lugar, observamos la acusada indeterminación disciplinar de los escritos. Junto con los aspectos sociales, estos textos abordaban también cuestiones políticas, morales, antropológicas, económicas o pedagógicas. La teoría social no adoptó la estructura del tratado sistemático especializado y, por lo tanto, su análisis requiere muchas veces una reconstrucción previa a partir de obras donde se confunde o late junto con consideraciones de muy diversa índole. No sería hasta el siglo siguiente que la especialización académica avanzaría hasta el punto de promover tratados estrictamente sociológicos y de fundar estos en la investigación empírica.
A partir del marco establecido en los puntos anteriores, procederemos ahora a mostrar las respuestas iluministas a tres de las cuestiones que serían clave para la tradición sociológica posterior: la de los fundamentos de lo social, la tensión acción-estructura y la conflictividad de los fenómenos colectivos.
Durante el Siglo de las Luces se reconocieron los dos principales fundamentos de lo
social que consideraría la sociología clásica posterior: la sociabilidad humana innata
y la interdependencia de carácter ecológico obligada por la lucha por la vida ( García Pelayo, M. (1949). La teoría social de la fisiocracia. Moneda y Crédito, 31, 18-43.García Pelayo, 1949: 28-29; Berry, C. J. (1997). Social Theory of the Scottish Enlightenment. Edinburgh: Edinburgh University Press.Berry, 1997: 23-48). Un siglo más tarde, Durkheim consolidaría la herencia ilustrada al articular una
teoría general de la evolución social que establece la existencia de dos grandes principios
cohesivos: la solidaridad mecánica y la solidaridad orgánica ( Durkheim, E. (1987). La División del Trabajo Social. Madrid: Akal.Durkheim, 1987) La idea contenida en la noción durkheimiana de «solidaridad orgánica» estaba extendida
en la Ilustración, pero no así la idea de «solidaridad mecánica». Rousseau constituye
una excepción, pues en el Discurso sobre la desigualdad, el tránsito desde el tiempo de las familias a la sociedad moderna bosqueja en lo esencial el paso de la solidaridad mecánica a la orgánica. Véase López Yáñez, A. (2005). La teoría social de Jean-Jacques Rousseau. Revista Internacional de Sociología, 42, 181-199. Disponible en: https://doi.org/10.3989/ris.2005.i42.202.
La defensa de la sociabilidad humana innata fue desarrollada generalmente en los ensayos sobre el estado de naturaleza humano propiciados por la perspectiva iusnaturalista. La mayoría de los grandes nombres de la Ilustración hizo su aportación a este género filosófico, produciendo una especie de tocata y fuga colectiva cuyo horizonte lejano y referencia a batir era el Leviatán de Hobbes. Como él, pero contra él, y apartándose de las versiones antiguas de iusnaturalismo, las propuestas partieron inicialmente de lo que se consideraba la unidad última de vida humana: el individuo. Al proceder a su caracterización, los autores coincidieron en una serie de rasgos, aunque pudiera haber ciertas diferencias en la comprensión de estos. Estos rasgos antropológicos más habituales fueron las pasiones, la racionalidad, la igualdad, la libertad, la bondad, la adaptabilidad, la perfectibilidad y la sociabilidad.
Respecto a la visión de la sociabilidad humana durante la Ilustración puede hacerse una afirmación general de la que Rousseau sería la única excepción: la sociabilidad era concebida como un rasgo antropológico central. Se argumentaba que los seres humanos nos caracterizamos por una apertura consustancial hacia los otros, rasgo que compartimos en distinto grado con un buen número de especies animales. Además, muchas veces se reconocía al sujeto propenso, sensible y plástico en relación con el medio social. Revisaremos la forma asumida por la defensa de la sociabilidad en una selección de autores.
Hume se rebelaba contra la idea de un estado natural ajeno a la sociedad, toda vez que «la sociedad se da con el hombre y su realidad se deriva de la vida más profunda de éste». Este autor localizaba el impulso social en la simpatía:
[…] los hombres, por ser las criaturas del universo que poseen el más ardiente deseo de sociedad y están dotados con las mayores ventajas para ella […]. Sean las que sean las pasiones que nos dominan —orgullo, ambición, avaricia, curiosidad, venganza, codicia—, la simpatía es el alma del principio animador de todas ellas ( Hume, D. (2001) [1740]. Tratado de la naturaleza humana. Albacete: Servicio de Publicaciones de la Diputación de Albacete.Hume, 2001 [1740]: 267).
Montesquieu afirmó que el hombre «ha nacido para vivir en sociedad», y consideró la sociabilidad y la sociedad humanas como una «ley natural» fundada en dos disposiciones relativamente contradictorias entre sí, el temor recíproco y el placer del trato social: «Los signos de un temor recíproco y, por otra parte, el placer que el animal siente ante la proximidad de otro animal de su especie, les llevaría al acercamiento […]. Y el deseo de vivir en sociedad es la cuarta ley natural» ( Montesquieu (1995) [1748]. Del espíritu de las leyes. Madrid: Tecnos.Montesquieu, 1995 [1748]: 9).
Adam Smith realizó también una clara defensa de la sociabilidad humana. Como Hume, también nos atribuía ese rasgo llamado «simpatía», una síntesis entre la tendencia al contagio emocional y la capacidad de ponernos en el lugar del otro: «Por medio de la imaginación, nos ponemos en el lugar del otro, concebimos estar sufriendo los mismos tormentos, entramos, como quien dice, en su cuerpo, y, en cierta medida, nos convertimos en una misma persona» ( Smith, A. (1979) [1759]. Teoría de los sentimientos morales. México: Fondo de Cultura Económica.Smith, 1979 [1759]: 32). Destacamos que esta disposición, según Smith, nos hace sociables en un sentido que sería apropiado por la sociología a partir de George H. Mead (1863-1931), esto es, de una manera reflexiva y constituyente de la personalidad:
Así como los espectadores constantemente se ponen en la situación del paciente […] así el paciente constantemente se pone en la de aquéllos para concebir cierta frialdad con que miran su suerte […]. Y como la pasión reflejada, así concebida por él, es mucho más débil que la original, necesariamente disminuye la violencia de lo que sentía antes de estar en presencia de los espectadores ( Smith, A. (1979) [1759]. Teoría de los sentimientos morales. México: Fondo de Cultura Económica.Smith, 1979 [1759]: 59-60).
Especialmente avanzado nos resulta el artículo «Sociedad» redactado por Jaucourt para la Enciclopedia, pues en él la visión de la sociabilidad humana es radical: al efecto de positivos sentimientos sociales («el corazón») el autor unía la consideración de la sociedad como condición de la hominización de los sujetos:
Los hombres han nacido para vivir en sociedad [...] es tal la naturaleza y la constitución del hombre que no sabría subsistir lejos de la sociedad, ni desarrollar y perfeccionar sus facultades, ni procurarse un bienestar auténtico y seguro [...] nuestro corazón se inclina naturalmente a desear la compañía de nuestros semejantes y a temer la total soledad como un estado de abandono y postración (de Jaucourt, L. de. (1992b) [1759-1765]. Sociedad (Moral). En D. Diderot y J. D’Alembert (1992). Artículos políticos de la «Enciclopedia» (pp. 199-225). Madrid: Tecnos.Jaucourt, 1992b [1759-1765]: 199-202).
Voltaire también concibió la sociabilidad como un rasgo consustancial a la especie. En su caso la disposición que haría posible el instinto social era el amor: «Todos los hombres viven en sociedad: [...] siempre ha tenido el mismo instinto, que lo lleva a amarse en sí mismo, en la compañera de su placer, en sus hijos, en sus nietos, en las obras de sus manos» ( Voltaire (1990) [1765]. Filosofía de la historia. Madrid: Tecnos.Voltaire, 1990 [1765]: 35).
La inmensa mayoría de autores del siglo xviii reconoció un segundo principio de la vida social: la mutua necesidad entre personas impuesta a la especie humana por la lucha por la supervivencia. Esta concepción adoptó dos expresiones diferentes de desigual trascendencia y madurez desde el punto de vista de la teoría social: en unos casos, se asumía el argumento del proverbio la unión hace la fuerza, aludiendo a la mera congregación demográfica como garantía para la supervivencia, como medio de compensar las disminuidas posibilidades naturales de un ser humano aislado (argumento de la agrupación); en otros casos, y a veces junto con el argumento anterior, se identificaba la división social del trabajo como fundamento de la vida social, toda vez que se consideraba que aquella favorece de modo particular la adaptación de la especie. Evidentemente, la segunda expresión preparaba la teoría de la evolución y constituía un enorme avance en el conocimiento de los fenómenos colectivos.
La tesis de la división social del trabajo asumió a su vez formas diferentes en virtud de los rasgos atribuidos a esta: en unas ocasiones, se señalaba la desigualdad natural entre los hombres como causa de dicho proceso; mientras que en muchas otras se vislumbraba que la desigualdad era resultado, no causa, de la división del trabajo misma, lo que entraña una comprensión más avanzada de los fenómenos sociales, especialmente de su poder sobre los sujetos y de sus tendencias de cambio. El avance en la época de la división social del trabajo encontraba su correlato en el plano intelectual. Revisaremos distintos casos.
En la obra de Montesquieu no podemos encontrar un uso explícito de las nociones de
división del trabajo y complejidad social, pero los escritos del autor reflejan una
clara conciencia de estos hechos: «Dos naciones que negocian entre sí se hacen recíprocamente
dependientes: si a una le interesa comprar, a la otra le interesa vender; y ya sabemos que todas las uniones se fundamentan en necesidades mutuas Las cursivas son nuestras.
En la Enciclopedia, Jaucourt perfilaba la división del trabajo como fundamento de la sociedad, principio emanado de la lucha por la supervivencia que en su caso se concebía como el resultado de la desigualdad natural de aptitudes entre los seres humanos:
[…] la naturaleza ha querido repartir y distribuir de forma distinta el talento entre los hombres [...]. Así, si las necesidades naturales de los hombres les hacen depender unos de otros, la diversidad de aptitudes les hace más propensos a ayudarse mutuamente, los integra y los une. Son otras tantas pruebas evidentes del destino del hombre hacia la sociedad (de Jaucourt, L. de. (1992b) [1759-1765]. Sociedad (Moral). En D. Diderot y J. D’Alembert (1992). Artículos políticos de la «Enciclopedia» (pp. 199-225). Madrid: Tecnos.Jaucourt, 1992b [1759-1756]: 201).
En el Discurso sobre la desigualdad de Rousseau ( Rousseau, J. J. (1982) [1755]. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. En Del Contrato Social. Discursos (pp. 177-334). Madrid: Alianza Editorial.Rousseau, 1982 [1755]), la aparición de la división social del trabajo se concibe como un hecho histórico relativamente azaroso, aunque de enorme trascendencia y malignidad para el género humano: detonante en primer término de la desigualdad y la opacidad sociales, desencadenaría una profunda transformación histórica que supondría el tránsito desde el «tiempo de las familias» a la moderna sociedad, un cambio que llevaría a la humanidad al despotismo y a la decadencia moral. El autor reconocería también esos efectos particulares de la división del trabajo a los que la sociología posterior llamaría esferas (Weber) o subsistemas (Parsons), si bien la expresión de la idea no podía sino ser mucho más inmadura, limitándose a trasladar el modelo organicista al cuerpo político (y, por ende, al social).
El cuerpo político, individualmente considerado, puede entenderse como un cuerpo organizado, vivo y similar al del hombre. El poder soberano representa la cabeza; las leyes y costumbres son el cerebro […] el comercio, la industria y la agricultura son la boca y el estómago […] las finanzas públicas son la sangre de una sabia economía que, desempeñando las funciones del corazón, distribuye por todo el cuerpo el alimento y la vida; los ciudadanos son el cuerpo y los miembros que hacen que la máquina se mueva, viva y trabaje ( Rousseau, J. J. (1985) [1754]. Discurso sobre la Economía Política. Madrid: Tecnos.Rousseau, 1985 [1754]: 8-9).
Smith, referencia obligada en el estudio de la división del trabajo, formuló una visión contrapuesta a la de Rousseau. En su caso, la división del trabajo aparece como una consecuencia cuasinatural del desarrollo histórico, más en particular como reflejo de la «facultad de permutar»: «El hombre se halla casi siempre constituido en la necesidad de la ayuda de su semejante […]. Cualquiera que en materia de intereses estipula con otro, le propone lo que sigue: “Dame tú lo que me hace falta, y yo te daré lo que tú necesitas”» ( Smith, A. (1958) [1776]. Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. México: Fondo de Cultura Económica.Smith, 1958 [1776]: 25-26). Además, Smith supo ver que la división del trabajo no es el resultado de las diferencias naturales entre individuos, pues es la especialización misma la que provoca estas diferencias: «La diferencia de los talentos naturales en hombres diversos no es tan grande como vulgarmente se cree, y la gran variedad de talentos que parece distinguir a los hombres de diferentes profesiones, cuando llegan a la madurez es, las más veces, efecto y no causa de la división del trabajo» (ibid.: 18).
Holbach también consideró la división del trabajo como fundamento de la sociedad, pero, al igual que Jaucourt, localizó su causa en la complementariedad de habilidades y capacidades naturales de orden individual:
Es la diversidad de sus facultades y la desigualdad que ésas producen entre ellos la que hace a los mortales necesitarse, sin lo cual vivirían aislados. Esta desigualdad, de la que a menudo nos quejamos equivocadamente, y la imposibilidad en la que se encuentra cada uno de nosotros de trabajar eficazmente a solas, conservarse y procurarse bienestar, nos obliga felizmente a asociarnos, a depender de nuestros semejantes, merecer sus ayudas, favorecerles y atraérnoslos ( Holbach, P. H. D. (1982 [1770]). Sistema de la naturaleza. Madrid: Editora Nacional.Holbach, 1982 [1770]: 190-191).
Condorcet reconoció la especialización de funciones como principio de cohesión social, ofreciendo una visión sociológica de la misma —si se nos permite el anacronismo— al señalar de qué modo esta produce diversidad social. De hecho, el autor ofrecía una prueba histórica de este argumento al señalar que la división social del trabajo solo podía darse en la historia cuando se alcanza un cierto grado de desarrollo humano, lo que excluía que fueran las diferencias naturales entre sujetos las que produjesen per se la división del trabajo:
En los dos primeros estados de la sociedad, todos los individuos, todas las familias por lo menos, ejercían aproximadamente todas las artes necesarias […]. Pero, cuando hubo hombres que, sin trabajo, vivieron del producto de su tierra, y otros, de los salarios que les pagaban los primeros; cuando los trabajos se multiplicaron, cuando los procedimientos de las artes se extendieron y se hicieron más complicados, el interés común no tardó en imponer la necesidad de dividirlos ( Condorcet, N. (1980 [1795]). Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid: Editora Nacional.Condorcet, 1980 [1795]: 102).
Además, Condorcet alcanzaba a comprender otras consecuencias importantes del proceso: el aumento de la productividad y la riqueza, la tendencia creciente a la especialización, el aumento de la complejidad social y la ampliación de la unidad productiva humana, es decir, del tamaño de las sociedades. El análisis de Condorcet preludiaba así la teoría de la evolución social formulada por Herbert Spencer entre 1857 y 1862: «[…] la habilidad de un individuo se perfeccionaba más, cuando se ejercía sobre un menor número de objetos […] mientras una parte de los hombres se dedicaba a los trabajos del cultivo, otros preparaban sus instrumentos […]. El comercio se extendió, abarcó un mayor número de objetos sacándolos de un territorio mayor» (ibid.: 102).
Mostraremos ahora de qué modo se planteaba en la Ilustración lo que posteriormente la sociología denominó tensión acción-estructura y que aborda cuestiones como la articulación de la acción individual en el mundo social (pues lo social puede aparecer como una instancia irrelevante o, por el contrario, determinante de la acción individual); el problema del estatuto relativo de individuo y sociedad (ya que pueden considerarse realidades idénticas, contiguas o sustancialmente distintas) o, finalmente, la cuestión de la existencia sui generis de la realidad social.
Ya señalamos que los ilustrados adoptaron en general una filosofía social realista, pero su realismo fue diverso, pues podemos encontrar tanto planteamientos individualistas, que consideran que los fenómenos colectivos están supeditados a las voluntades individuales (postura más habitual en el cauce iusnaturalista), como propuestas dialécticas, en que se reconoce al tiempo la importancia de los actores y de la sociedad, y por último, enfoques holísticos, que conciben lo social como una realidad compleja y mucho más poderosa que los sujetos (visión muy frecuente en los cauces dramatúrgico y progresista). En los primeros casos se tendió hacia teorías monistas que asimilan lo social a lo individual, mientras que en el segundo se facilitó el desarrollo de concepciones dualistas que establecen que la sociedad tiene una entidad y principios de funcionamiento distintos a los de los sujetos. Como ya defendimos, sería especialmente en estos últimos casos en los que se observaría la constitución de la perspectiva sociológica, considerada aquí una aportación muy valiosa de la Ilustración a la teoría social. Estos planteamientos se plasmarían en la variedad de categorías utilizadas para apelar a lo social. Las más comúnmente utilizadas serían, entre las de mayor alcance, las de civilización, género humano, especie o nación; entre las referidas a períodos sociales, generación, edad, estado de cultura o estado del mundo; entre las que aluden a formaciones sociales, nación, pueblo, sociedad o cuerpo organizado; y entre las que se referían a hechos sociales más puntuales, usos, costumbres o grupo.
Locke mantuvo una concepción realista, individualista y monista: la sociedad existe, pero sus fundamentos descansan en la acción individual. El individuo hace la sociedad y esta consiste en la suma de esas acciones y voluntades individuales. Encontramos en este autor, pues, una visión reductora del poder de lo social para la que los sujetos no aparecen sustancialmente determinados por los vínculos colectivos: «Los niños, debo confesarlo, no nacen en este estado de igualdad, si bien a él están destinados […] la edad y la razón, a medida que van creciendo, aflojan esas ataduras hasta que por fin las deshacen del todo y queda el hombre en disposición de decir libremente por sí mismo» ( Locke, J. (1990) [1690]. Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del Gobierno Civil. Madrid: Alianza Editorial.Locke, 1990 [1690]: 83-84).
Montesquieu se sitúa en la posición opuesta, la de los holísticos y dualistas sociales. Ya en las Cartas Persas ( Montesquieu (1994) [1721]. Cartas persas. Madrid: Tecnos.Montesquieu, 1994 [1721]) el autor había logrado plantear una visión holística de la sociedad gracias a la adopción de la perspectiva del extranjero, pues el juicio que el foráneo se construye de una tierra extraña tiende a ser totalizador. Ahora bien, en Del Espíritu de las leyes dicha visión alcanzaba una madurez incuestionable: la obra trataba de descubrir «cómo pueden contribuir las leyes a formar las costumbres, los hábitos y el carácter de una nación» ( Montesquieu (1995) [1748]. Del espíritu de las leyes. Madrid: Tecnos.Montesquieu, 1995 [1748]: 214), cuestión para la que Montesquieu consideraba necesario conocer los principios rectores de cada sociedad, toda vez que presuponía la existencia de una interrelación efectiva entre las leyes humanas y el resto de dimensiones del medio social y cultural (ibid.: 205): «Si el pueblo en general tiene un principio, las partes que lo componen, o sea, las familias, lo tendrán igualmente. Las leyes de la educación serán pues distintas en cada tipo de Gobierno» (ibid.: 25). Las sociedades aparecen en su obra, pues, como totalidades integradas de acuerdo con un principio motor, distinguiéndose tres principios, todos ellos de carácter político (democracia, aristocracia y monarquía) y resultado de la acción de muy diversas fuerzas: «Las leyes guardan estrecha relación con el modo en que el pueblo se procura el sustento. Un pueblo que se dedica al comercio y al mar necesita un código de leyes más extenso que uno que se dedica a cultivar sus tierras» (ibid.: 192).
Rousseau había dado por sentada nuestra asociabilidad innata, pero también el hecho histórico de la vida en sociedad, la cual —a su entender— había desfigurado por completo nuestros rasgos consustanciales.
[…] al alterarse insensiblemente el alma y las pasiones humanas, cambian por así decir de naturaleza; […] al desvanecerse gradualmente el hombre original, la sociedad no ofrece ya a los ojos del sabio más que un conjunto de hombres artificiales y de pasiones ficticias que son obra de todas estas nuevas relaciones y que no tienen ningún fundamento verdadero en la naturaleza ( Rousseau, J. J. (1982) [1755]. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. En Del Contrato Social. Discursos (pp. 177-334). Madrid: Alianza Editorial.Rousseau, 1982 [1755]: 285).
Esta radical transformación de nuestra constitución llevó a Rousseau a explicar los hechos del estado social en relación con las dinámicas de la sociedad misma, no en consideración a la naturaleza humana. El asociologicismo antropológico de partida desembocaba así en un dualismo teórico radical que considera que los fenómenos sociales imponen su lógica en la historia, tanto en el ámbito de la acción como en el de las estructuras. En el primer caso, porque se concebía a los sujetos guiados por el amour propre, y, por tanto, atentos sobre todo a la aprobación de los otros (lo que suponía una visión socialmente reflexiva de la acción); en el segundo, porque se establecía que la desigualdad determina de manera radical las posibilidades y las estrategias de los actores. Todo ello suponía el cierre de la perspectiva sociológica por parte de Rousseau.
La postura de Adam Smith puede considerarse dialéctica en lo que a la relación acción-estructura se refiere, pues este autor reconocía la eficacia tanto de la esfera social como de la individual. De un lado, la mano invisible se presenta como un poder que emerge independientemente de la voluntad y de los actos de los hombres: «Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público, ni sabe hasta qué punto lo promueve […] es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones» ( Smith, A. (1958) [1776]. Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. México: Fondo de Cultura Económica.Smith, 1958 [1776]: 402). Ahora bien, los sujetos actúan guiados por sus propios fines, lo que apunta a una conciliación de la esfera individual y la esfera colectiva. Daremos cuenta de ello a continuación.
Multitud de factores hicieron del problema del orden social una materia obligada en las discusiones cultas del siglo xviii. Las circunstancias históricas jugaron un papel fundamental, pues la creciente alteración de las formas de vida y de convivencia desatadas por el avance de la modernidad había provocado la aparición de nuevas formas de conflicto social. También el impacto de determinados acontecimientos fue importante, destacando en este sentido las guerras de religión. Por último, diversos factores intelectuales impusieron la temática del conflicto, destacando al respecto la recepción de la obra de Hobbes, ya que la afirmación hobbesiana de que el hombre es un lobo para el hombre supuso un aguijón para las inteligencias del momento. Todo conducía a plantear el problema del conflicto, lo que explica que durante el siglo xviii se reflexionara reiteradamente sobre el desorden colectivo y sobre los sinsabores de nuestra condición social. Hemos identificado distintos planteamientos al respecto.
En primer lugar, encontramos un planteamiento derivado del cauce iusnaturalista (a menudo fusionado con el dramatúrgico) en que confluyen visiones que en principio tendían a remitir el problema del orden social a la naturaleza humana, pero que poco a poco fueron abriéndose a considerar el papel de la sociedad. Aquí la influencia de Hobbes se acusó especialmente, por lo que el debate en torno a las pasiones estuvo muy presente, si bien las propuestas fueron finalmente diversas. Por ejemplo, algunos autores fueron absolutamente contrarios a la negatividad manifestada por Hobbes, lo que se expresó en enfoques tan optimistas del orden como el de Jaucourt en la Enciclopedia. «No es necesario, por tanto, confundir el Estado de naturaleza y el Estado de guerra; estos dos Estados me parecen tan contrarios como lo es un estado de paz, auxilio y mutua conservación, respecto a un Estado de enemistad, violencia y destrucción recíprocas» (de Jaucourt, L. de. (1992a) [1759-1765]. Estado de Naturaleza (Derecho Natural). En D. Diderot y J. D’Alembert (1992). En Artículos políticos de la «Enciclopedia» (pp. 53-59). Madrid: Tecnos.Jaucourt, 1992a [1759-1765]: 56).
Otros pensadores, por el contrario, no se alejaron tanto del pesimismo hobbesiano. Es el caso de Montesquieu, quien reconoció sin reservas la discordia como rasgo de la sociedad humana:
Cada sociedad particular se hace consciente de su fuerza, lo que produce un estado de guerra de nación a nación. Los particulares, dentro de cada sociedad, empiezan a su vez a darse cuenta de su fuerza y tratan de volver en su favor las principales ventajas de la sociedad, lo que crea entre ellos el estado de guerra. Estos dos tipos de estado de guerra son el motivo de que establezcan las leyes entre los hombres ( Montesquieu (1995) [1748]. Del espíritu de las leyes. Madrid: Tecnos.Montesquieu, 1995 [1748]: 9-10).
Ciertos autores procedieron inicialmente a rebatir las tesis del autor del Leviatán, pero finalmente no pudieron evitar una asimilación parcial de su negativismo, incurriendo así en una contradicción que en algún caso resultó comprometida, pues a la escenificación de una ruptura radical siguió una aceptación al menos parcial de los postulados hobbesianos. Este fue el caso de Locke, quien recurrió como principio de necesidad y de legitimidad del gobierno civil al supuesto de un estado de guerra que no deja de parecer sorprendente en tanto era descrito como desenlace de un estado de naturaleza relativamente apacible.
Aquí se gravitó igualmente sobre el problema de las pasiones, especialmente en relación con los efectos de la modernidad histórica. Rousseau realizaría una de las aportaciones más significativas a la teoría social al localizar los fundamentos del desorden humano en la sociedad, no en la naturaleza humana. Como es sabido, para Rousseau uno de los efectos centrales de la vida en sociedad era la alteración de nuestra naturaleza, la transformación del amor de sí (es decir, el impulso a la supervivencia que nos es consustancial) en amor propio, una pasión social que nos torna débiles y necesitados de la estima ajena. El amor propio explicaba que la acción social típica estuviera motivada por principios egoístas, en particular por el deseo de enaltecer la propia imagen social, lo que erigía así un sistema de relaciones sociales ficticio y aparente que terminaba —según el autor— por desencadenar el conflicto. A ello se añadían los efectos negativos de la sociedad moderna: la aparición de la propiedad privada, de la división del trabajo y de lo que podríamos considerar el orden del mercado. La conjunción de esas estructuras sociales con el narcisismo del hombre social conducía a la más extrema desigualdad, a la aparición de un sistema político articulado para defender los intereses de los poderosos y de ahí finalmente a un despotismo desatado, es decir, a la realización más extrema del desorden y la desmoralización sociales. El mal se revelaba como un producto social.
Aquí es donde todos los particulares vuelven a ser iguales porque no son nada [...]. Aquí es donde todo vuelve a la sola ley del más fuerte y por consiguiente a un nuevo estado de naturaleza, diferente de aquél por el que hemos comenzado en que uno era el estado natural en su pureza, y este último es el fruto de un exceso de corrupción ( Rousseau, J. J. (1982) [1755]. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. En Del Contrato Social. Discursos (pp. 177-334). Madrid: Alianza Editorial.Rousseau, 1982 [1755]: 284-285).
La visión negativa de las pasiones convivió con una concepción opuesta No necesariamente formulada desde el cauce dramatúrgico.
Adam Smith desarrolló este planteamiento magistralmente. Hemos revisado ya su análisis sobre la división del trabajo social y el intercambio a través del mercado como garantes del bienestar y el equilibrio económico de un país, efecto que nada tenía que ver con la puesta en práctica de las virtudes individuales, sino más bien con la acción de pasiones como son el egoísmo y la avaricia: «No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas» ( Smith, A. (1958) [1776]. Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. México: Fondo de Cultura Económica.Smith, 1958 [1776]: 24).
Holbach había defendido ya una visión positiva y progresista del conflictivismo inherente a la naturaleza humana: «Si todos los hombres fueran perfectamente contentos ya no habría actividad en el mundo». A ello añadía el autor: «De esta discordancia resulta la armonía que mantiene y conserva a la raza humana» ( Holbach, P. H. D. (1982 [1770]). Sistema de la naturaleza. Madrid: Editora Nacional.Holbach, 1982 [1770]: 190 y 315).
Como Holbach, Kant mantendría una actitud positiva hacia las pasiones individuales. En Kant la conflictividad aparece como parte de la propia naturaleza del hombre, pero es este un rasgo positivo, pues su desenlace final es una elevación del sujeto y del grupo. La insociable sociabilidad se perfila como el motor que permite el desarrollo de las potencialidades del hombre. Los perversos fundamentos se invierten en buenos desenlaces, tal es la condición paradójica del progreso: «[…] esas mismas inclinaciones producen el mejor resultado; como ocurre con los árboles del bosque que, al tratar de quitarse unos a otros aire y sol, se fuerzan a buscarlos por encima de sí mismos y de este modo crecen erguidos […]» ( Kant, I. (1997) [1784]. Idea de una Historia Universal en sentido cosmopolita. En Filosofía de la Historia (pp. 39-65). Madrid: Fondo de Cultura Económica.Kant, 1997 [1784]: 49-50).
Los progresistas plantearon en términos muy distintos la comprensión del conflicto social. Sus teóricos tendieron a explicar el desorden en relación con el medio histórico-social. Se lograba así eludir en muchos casos el planteamiento hobbesiano. El desorden colectivo en cualquiera de sus formas era considerado una resultante de la historia y, por lo tanto, como un fenómeno no necesariamente universal. El desorden reflejaba el grado de progreso de la sociedad, de modo que a mayor nivel de civilización, el desorden sería menor. El mal aparecía entonces como consecuencia de la humana falibilidad en el camino hacia el bien. Especialmente para los autores de la llamada Ilustración moderada ( Israel, J. (2012). La ilustración radical. México: Fondo de Cultura Económica.Israel, 2012), los errores eran inevitables, como lo son en todo proceso educativo. «No, por apartadas que sean las rutas por las que conduce Dios a los hombres, su felicidad es siempre el fin [...]. La masa total del género humano, con alternativas de calma y de agitación, de bienes y males, marcha siempre —aunque a paso lento— hacia una perfección mayor» ( Turgot, A. R. J. (1991) [1750]. Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano. En Discurso sobre el progreso humano (pp. 35-65). Madrid: Tecnos.Turgot, 1991 [1750]: 2, 36).
De este modo, el progresismo explicaba acontecimientos históricos tan negativos como las guerras sin contradecir la idea de progreso. Más bien al contrario, la alusión a los males del pasado fundamentaba una visión optimista del futuro de la humanidad.
Creemos haber aportado pruebas suficientes del carácter sociológico de la teoría social ilustrada y del error de quienes la calificaron como nominalista y contractualista con posterioridad. Hemos comprobado que durante el iluminismo se defendió una consideración social del ser humano que no impidió desarrollar una visión crítica de lo social, revelando los sinsabores de unas relaciones sociales cada vez más opacas. Además, se determinaron los fundamentos últimos de la sociedad (la sociabilidad humana innata y la división social del trabajo), los mismos que después asumiría la sociología. También se expusieron concepciones de gran alcance sobre el cambio social que bosquejaron la existencia de esferas sociales distintas pero interrelacionadas en una misma sociedad, visiones holísticas que percibieron la superioridad de las dinámicas colectivas sobre la voluntad individual. De este modo, las luces fueron configurando eso que posteriormente se llamaría perspectiva sociológica y que se había ubicado en el siglo xix.
Comprobamos así que la teoría social ilustrada no fue nominalista y contractualista, sino claramente realista y diversa gracias en buena medida a la confluencia de los tres cauces teóricos identificados: el iusnaturalista, el dramatúrgico y el progresista. Cada uno de ellos trataba de resolver distintos desafíos planteados en la época por profundos cambios históricos. Terminamos nuestra exposición con estos cauces de pensamiento porque en el plano intelectual fueron los que facilitaron el pensamiento sobre lo social durante el siglo xviii, lo que los perfila como las fuentes originales de la moderna teoría de la sociedad y el fundamento de la teoría sociológica posterior.
[1] |
Nos referimos a las tesis sobre la teoría social ilustrada de figuras que, sin embargo, realizaron aportaciones incuestionables al estudio del iluminismo y/o de las ideas políticas, como es el caso de Cassirer ( Cassirer, E. (1993). Filosofía de la Ilustración. Madrid: F.C.E.1993) o de Bobbio ( Bobbio, N. (1991). El modelo iusnaturalista. En N. Bobbio y M. Bovero. Origen y fundamentos del poder político (pp. 67-93). Barcelona: Plaza & Janés.1991). En España destacan Gómez Arboleya ( Gómez Arboleya, E. (1954). La sociedad moderna y los comienzos del saber sociológico. Anuario de Filosofía del Derecho, tomo II, 179-294.1954) y Conde ( Conde, F. J. (1951). Sociología de la Sociología. Los supuestos históricos de la Sociología. Revista de Estudios Políticos, 58, 15-29.1951). A nuestro juicio, esta inadecuada comprensión de la teoría social ilustrada, lejos de responder a carencias en el conocimiento del pensamiento del siglo xviii, obedece especialmente a limitaciones en su concepto de sociedad y, en particular, a la reducción de lo social a sus expresiones burguesas. Fue partiendo de esta concepción restrictiva de la sociedad que un autor tan reputado en nuestro país como Conde pudo defender la inexistencia de sociedad en la Edad Media ( Conde, F. J. (1951). Sociología de la Sociología. Los supuestos históricos de la Sociología. Revista de Estudios Políticos, 58, 15-29.Conde, 1951: 20). Cierta recepción equivocada de El contrato social de Rousseau también está en la raíz del problema. Este se interpretó en ocasiones como una teoría sobre el origen de la sociedad que, por lo tanto, negaba la existencia de una sociedad natural anterior al contrato, aunque en realidad en dicha obra se plantea una propuesta enteramente política (de ahí el subtítulo de la obra, Principios de derecho político), aspecto al que nos referiremos más adelante. |
[2] |
Los aciertos de la teoría social ilustrada son en buena medida deudores de un privilegiado contexto histórico: un momento en que el Antiguo Régimen decaía inexorablemente y emergía la nueva sociedad moderna. En general, entendemos que la comprensión de toda teoría solo es posible atendiendo a las características de la sociedad en la que se formula, si bien la limitación de espacio impide presentar aquí como sería deseable la relación teoría-praxis. |
[3] |
Dada la imposibilidad de mencionar explícitamente la aportación de cada uno de los autores citados, optamos por escoger en cada caso las referencias de mayor interés para la teoría social. Sí hemos dejado constancia en el texto de las ocasiones en que algún autor no se ajustaba a nuestras tesis. |
[4] |
Entendemos que cualquier selección de autores puede resultar cuestionable, pues son muchos los que podrían sumarse a esta relación. No obstante, la incorporación de nuevas obras a nuestra investigación no ha supuesto una modificación de las conclusiones aquí presentadas, lo que parece revelador. Por ejemplo, la defensa de García Pelayo de la contribución de los fisiócratas a la sociología es muy pertinente, pero dicha contribución se ajusta a la caracterización de la teoría social que defendemos. |
[5] |
García Pelayo había apuntado anteriormente la existencia de una relación entre iusnaturalismo y sociología. |
[6] |
El iusnaturalismo marcó la estrategia intelectual a seguir en el conjunto de la Ilustración, aunque la adopción de este en algunos autores fuera compleja (por ejemplo, en Rousseau, Diderot o Hume). El caso de Hume es muy ilustrativo, pues, pese a sus objeciones al respecto, desarrolló igualmente un ensayo sobre la naturaleza humana. En dicho texto encontramos sus aportaciones a la teoría social, como en la inmensa de la mayoría de los ilustrados. |
[7] |
Sobre la importancia de Maquiavelo en este proceso, afirma Hirschman: «Maquiavelo consideró que una teoría realista de la naturaleza del Estado requería un conocimiento de la naturaleza humana, pero sus observaciones en este aspecto, aunque siempre agudas, están esparcidas y no son sistemáticas» ( Hirschman, A. O. (1999). Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo. Barcelona: Península.Hirschman, 1999: 37). |
[8] |
Las cursivas son nuestras. |
[9] |
Hirschman destaca en Las pasiones y los intereses que el moderno problema de las pasiones es heredero de «la sensación, nacida en el Renacimiento y convertida en convicción en el siglo xviii, de que ya no se podía confiar a la filosofía moralizadora y a los preceptos religiosos la restricción de las pasiones destructivas de los hombres» ( Hirschman, A. O. (1999). Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo. Barcelona: Península.Hirschman, 1999: 39). |
[10] |
Otros ejemplos de este planteamiento los tenemos en Turgot ( Turgot, A. R. J. (1991) [1750]. Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano. En Discurso sobre el progreso humano (pp. 35-65). Madrid: Tecnos.1991 [1750]) y Condorcet ( Condorcet, N. (1980 [1795]). Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Madrid: Editora Nacional.1980 [1975]: 82). Sobre la importancia de este supuesto en la historia de la idea, véase Bury ( Bury, J. (2009). La idea de progreso. Madrid: Alianza Universidad.2009: 116). |
[11] |
La traducción es nuestra, el texto original reza: «Un bon esprit cultivé est, pour ainsi dire, composé de tous les esprits des siècles précédents, ce n’est qu’un même esprit qui s’est cultivé pendant tout ce temps-là». |
[12] |
Esta labor había sido adelantada por Montesquieu (1689-1755), aportación que le sirvió para ser considerado precursor de la sociología ( Durkheim, E. (2000). Montesquieu y Rousseau, precursores de la Sociología. Madrid: Tecnos.Durkheim, 2000), si bien Montesquieu no se integraría plenamente en la corriente progresista al no ordenar cronológicamente y en una trayectoria ascendente los distintos tipos de sociedad ( Bury, J. (2009). La idea de progreso. Madrid: Alianza Universidad.Bury, 2009: 155). |
[13] |
Son realistas aquellas concepciones sociales que entienden que los fenómenos colectivos constituyen alguna forma de realidad, postura opuesta al nominalismo de quienes les niegan existencia. |
[14] |
Son monistas aquellas teorías sociales que asimilan lo social a la realidad individual, mientras que son dualistas aquellas concepciones que conciben lo individual y lo social como esferas distintas, estableciendo alguna forma de ruptura entre ellas. |
[15] |
La idea contenida en la noción durkheimiana de «solidaridad orgánica» estaba extendida
en la Ilustración, pero no así la idea de «solidaridad mecánica». Rousseau constituye
una excepción, pues en el Discurso sobre la desigualdad, el tránsito desde el tiempo de las familias a la sociedad moderna bosqueja en lo esencial el paso de la solidaridad mecánica a la orgánica. Véase López Yáñez, A. (2005). La teoría social de Jean-Jacques Rousseau. Revista Internacional de Sociología, 42, 181-199. Disponible en:
|
[16] |
Las cursivas son nuestras. |
[17] |
No necesariamente formulada desde el cauce dramatúrgico. |
Althusser, L. (1972). Sobre el Contrato Social. En C. Lévi-Strauss et al. Presencia de Rousseau (pp. 57-102). Buenos Aires: Nueva Visión. |
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