SUMARIO
Cumplidos cuarenta años de existencia constitucional en España, se acumulan los materiales para un análisis de nuestra Norma Fundamental. Por lo general, dichos materiales parten de una ambición evaluativa, tendente a considerar las cosas que han funcionado bien o mal de la Constitución de 1978, para después entrar a analizar las posibilidades de una reforma que parece reclamarse tanto desde una perspectiva política como doctrinal. El presente ensayo, escrito por Josep María Castellà, se construye en torno a la dialéctica aludida, enfrentándose con un ánimo divulgativo, pero gran capacidad de síntesis, al asunto constitucional que más frustración causa entre nosotros hoy en día: la construcción, evolución y reforma del Estado autonómico.
En gran medida, el problema del Estado autonómico no pasaría de ser una cuestión técnico-política si no fuera por la incidencia de los nacionalismos. El profesor Castellà es plenamente consciente de esta realidad, por lo que comienza el libro con una idea con la que estoy plenamente de acuerdo: las dos últimas décadas, marcadas por la crisis territorial devenida de las reivindicaciones nacionalistas, han producido un «momento constitucional» (Ackerman) que cambia las condiciones de existencia de la comunidad política, generándose nuevos consensos sociales que obligan a adaptar o modificar el ordenamiento constitucional para que las normas sigan disfrutando de un contexto favorable a su observación. Así las cosas, se aprecia en España una situación en la que la ciudadanía parece poner en cuestión las bondades de la descentralización y los partidos con representación parlamentaria exhiben proyectos políticos muy dispares en torno a su evolución (centralismo, federalismo, confederalismo, secesionismo).
Este es un panorama ciertamente complejo, por ello el autor se muestra cauto con las posibilidades de la reforma constitucional, haciendo hincapié en que lo mejor que se puede hacer por ahora es tratar de diagnosticar problemas y establecer las condiciones políticas y metodológicas para que los partidos sean capaces de alcanzar un pacto de amplio espectro. Un pacto de este tipo puede llevar a reformas constitucionales aunque no necesariamente, llamándose la atención sobre la posibilidad de que algunos de los problemas sean resueltos mediante modificaciones legislativas y la consolidación de una determinada cultura política. Porque si no fuera por la crisis secesionista, reconozcamos que el Estado autonómico sería hoy una historia de éxito moderado que necesitaría algunos cambios, probablemente constitucionales, destinados a mejorar no tanto la integración como la articulación organizativa entre el centro y la periferia. El reto actual, por tanto, consiste en la capacidad de amalgamar en un Estado que siga llamándose constitucional las aspiraciones de nacionalismos que no tienen interés en mantener el sujeto político sobre el que se asienta la Constitución española: el pueblo español (art. 1.2 CE).
El Estado autonómico ha tenido tres fases distintas: creación, desarrollo y crisis (p. 44). Incide el autor en que no hay motivos para afirmar que el sistema de descentralización esté «desconstitucionalizado». Los fundamentos y los principios que presiden tal sistema son claros: la soberanía reside en el pueblo español, como acabamos de decir, las nacionalidades y regiones ostentan un «derecho» a la autonomía, mientras que las comunidades ya constituidas y el Estado se relacionan a través de los elementos que presiden todo modelo federal desde la Norma Fundamental (distribución de competencias, cláusulas de relación entre ordenamientos, garantía constitucional de la autonomía y reconocimiento de la unidad en la diversidad). Si existen unas bases constitucionales más o menos claras para desplegar el Estado autonómico, resulta entonces necesario preguntarse por qué el discurso dominante hoy en día bascula entre el fracaso y el pesimismo.
Acaso, para empezar, hemos dado poca importancia a la ausencia de una formulación estatal clara cuando la Constitución aborda su dimensión territorial (Cruz Villalón). Creo que pocos pueden dudar del valor que la formulación «Estado social y democrático de Derecho» (art. 1 CE) ha tenido a la hora de dotar de una dimensión objetiva al ordenamiento jurídico, tanto desde el punto de vista del legislador como del máximo intérprete de la Constitución. Cierto es que ello no ha impedido que el Tribunal Constitucional y los actores políticos hayan realizado importantes y decisivas aportaciones a la hora de poner en marcha las iniciativas autonómicas. Ahora bien, me parece que la definición del Estado, como federal o autonómico, reforzaría el papel de la Constitución como elemento de vertebración de la comunidad política, permitiendo establecer con claridad los límites del campo de juego institucional. Ello, independientemente de que, como señala el autor, España pueda caracterizarse como un Estado compuesto donde se identifican sin dificultad rasgos propios de los Estados federales y regionales comparados.
Parece apuntarse, en este sentido, que la ausencia de una definición constitucional, junto con la inserción de disposiciones que dotan al proceso de descentralización de un carácter devolutivo (pensemos en la disposición adicional 1.ª y en la disposición transitoria 2.ª), ha propiciado dos interpretaciones divergentes en torno al Estado autonómico entendido como proceso: la racional-federal y la histórico-identitaria (Solozábal). Este es un bucle del que no ha conseguido salir nuestro país, porque la exégesis histórico-identitaria no siempre se adapta bien al objetivo constitucional de garantizar una igual libertad para los ciudadanos de todas las comunidades autónomas. Como es de todos conocido, la tarea de homologación institucional y competencial para dar cumplimiento a dicho objetivo contó con la inestimable ayuda de los partidos políticos nacionales (UCD, PP y PSOE) y del propio Tribunal Constitucional.
El libro destaca acertadamente que los pactos de 1981 y 1992, tendentes a equiparar el suelo institucional y las competencias de las comunidades autónomas, siguieron una formulación top-down que permitió que la visión de Estado predominara frente a los intereses particulares. Las dos primeras etapas del Estado autonómico (que abarcan prácticamente las décadas de los ochenta y noventa, respectivamente) supusieron la consolidación de un autogobierno de carácter federal en el sentido de que una Constitución fundada en el principio democrático no podía desarrollar en su interior comunidades políticas con distintos grados de autonomía. Durante esas dos etapas, especialmente importante fue el papel del Alto Tribunal, que garantizó dicha autonomía tejiendo un equilibrio interno —y por ello, poco visible— entre el Estado y las comunidades autónomas. Por un lado, impidió que el primero pudiera deformarla mediante técnicas de armonización administrativa (LOAPA) y negó eficacia a la cláusula de supletoriedad del derecho estatal (art. 149.3 CE). Por otro, sentó una doctrina sobre la legislación básica y las competencias horizontales que otorgaba al poder central gran capacidad de incidencia en términos de reproducción socioeconómica (p. 44).
A comienzos de la década de los años 2000, aparece consolidado un Estado compuesto en España. Los estatutos son las normas rígidas que organizan el sistema de fuentes del derecho y articulan sistemas políticos autonómicos que, aunque poco dados a la imaginación institucional, propician Gobiernos de coalición y dinámicas parlamentarias plurales. El sistema competencial, aunque confuso, permite con sus mecanismos de apertura una relación equilibrada, no exenta de tensión y conflictividad, entre el centro y la periferia. Por último, se pone en marcha un sistema de financiación autonómica tendente a garantizar más suficiencia en el gasto que responsabilidad fiscal, en un entorno supranacional donde se termina exigiendo constitucionalmente el equilibrio presupuestario (art. 135 CE). El libro destaca igualmente la consolidación de Administraciones autonómicas, el fortalecimiento de contrapoderes que han servido para limitar los excesos del poder central, la recuperación de un autogobierno para proteger el patrimonio cultural y lingüístico y la apertura de escenarios de experimentalismo democrático para dar soluciones inteligentes a problemas complejos. Creo que no siempre se destaca, como este libro hace, la aportación del Estado autonómico «como producto» a la modernización de España desde que se inició la andadura constitucional en 1978 (p. 45).
Quizá sea porque, como se señala, desde ese inicio ha estado sometido a fuertes críticas y controversias (p. 63). Críticas que a mi modo de ver evidencian que no hay un consenso constitucional en torno al modelo de descentralización política que queremos. El esfuerzo de igualación institucional y competencial, acompañado de la generalización del Estado social, hizo muy difícil la integración de nacionalismos periféricos que se inspiran en modelos confederales. A partir de la década de los noventa, se pone en circulación la tesis de los «hechos diferenciales», con el objeto de refutar el desarrollo racional-federal del Estado autonómico. El famoso «café para todos» habría implicado una decidida voluntad del poder central por desactivar la riqueza cultural y económica de territorios con mayores ansias de autogobierno que el resto. Así las cosas, llegaron reformas que, supusieron un intento de reconstrucción y protección de los hechos diferenciales a partir de la transformación del propio estatuto, no de la Constitución en su conjunto.
Sin duda, el plan Ibarretxe constituyó el paradigma de la mutación confederal del Estado, al poner negro sobre blanco la vieja aspiración foralista del PNV, esto es, permanecer en España sin que la Constitución se aplicase plenamente al País Vasco (Portillo Valdés). En Cataluña la reforma del Estatuto no fue tan lejos, aunque se llevó a cabo rompiendo el consenso de los dos grandes partidos nacionales (PP y PSOE) y reformulando temas hasta ese momento constitucionalmente consolidados, como era el caso de la política lingüística, los derechos históricos como fuente de legitimidad exclusivamente foral, la distribución competencial o la definición de los sujetos con derecho a la autonomía prevista en la Constitución (nacionalidades y regiones). Como se sabe, el Estatuto catalán fue recurrido ante el Tribunal Constitucional, y este optó por aplicar una hermenéutica de continuidad jurisprudencial frente a los intentos de cambio, observados como desbordamientos encubiertos de la Constitución. Desde entonces, el Estado autonómico atraviesa un período de impasse, provocado por la fuerte crisis económica sufrida por España a partir de 2010 y, sobre todo, la deriva secesionista del nacionalismo catalán (p. 44).
Se abre entonces la posibilidad de una reforma. Existe un grado notable de acuerdo entre la doctrina sobre la necesidad de la reforma constitucional del Estado autonómico. Según el autor, la razón de ser de tal posición es el agotamiento, insuficiencia o inadecuación de otras vías legislativas ya ensayadas —la reforma de los estatutos, de la LOFCA, del tratamiento de lo básico— o incluso de una posible (re)interpretación llevada a cabo por el Tribunal Constitucional para la actualización del Estado autonómico. En cualquier caso, diríamos que la posición del profesor Castellà con respecto a este tema es netamente desmitificadora.
Primero, porque apunta con rigor que la costumbre comparada de reformar constituciones es relativa y atiende a diferentes concepciones en torno a la teoría de la Constitución. En este sentido, el libro aquí comentado parece decantarse por una opción metodológica mínima, que atribuye a la Norma Fundamental la función de expresar acuerdos políticos básicos con límites claros, con el objetivo de que el proceso político y el Tribunal Constitucional sigan jugando un papel importante a la hora de adaptar aquella a la realidad (p. 103). En segundo lugar, se llama la atención sobre la distorsión que el proceso secesionista pueda producir en el propio proceso de reforma. El convencimiento de que cambiar la Constitución pueda servir para que los ciudadanos y partidos independentistas puedan «sentirse más cómodos» en España puede chocar con la posibilidad de que dicho cambio sea visto en el resto del país como una compensación por el alto grado de deslealtad mostrado hacia el Estado y sus instituciones. Así las cosas, Castellà cree que la mejor manera de superar esta contradicción es plantear la reforma constitucional más allá del tema territorial, vinculando a la misma temas que puedan servir para superar el malestar presente en el conjunto de la sociedad española (regeneración democrática), y, sobre todo, enmarcándola en un proyecto de vida común que vuelva a generar una ilusión colectiva como la vivida en 1992 con las Olimpiadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla.
En el libro se destaca con acierto que es preciso diferenciar entre proceso y procedimiento de reforma (p. 106). Y es cierto que, aunque, de acuerdo con los números, sería posible lograr acuerdos de lo que en el momento de escribir el libro se llamaba «bloque constitucional» (PP, PSOE y Ciudadanos) para sumar los diputados y senadores exigidos por los arts. 167 y 168 CE, lo cierto es que el autor prefiere decantarse por una negociación bien armada que conduzca, al menos, al mismo consenso que el alcanzado en el período constituyente. Con ello se reconoce implícitamente la excepcionalidad histórica de la Constitución de 1978 y la necesidad de ser cautelosos con la intención de sacar aritméticamente a las distintas familias políticas, también las nacionalistas, del consenso constitucional. Ahora bien, España vive en la actualidad una situación de intensa polarización, donde distintos movimientos y partidos se posicionan ya al margen de la Constitución, a la que consideran negadora de sus derechos nacionales o incapaz de concitar legitimación alguna en las nuevas generaciones. Las crisis políticas suelen ser portadoras de nuevas constituciones, pero, si van acompañadas de polarización, lo que traen son constituciones de partido: de eso tenemos una larga tradición en España (Pérez Royo).
Esta tensión entre lo constituyente y lo constituido recorre la última parte del libro, cuando se abordan los «temas para el debate» (p. 113). Aquí Castellà se muestra muy cauteloso a la hora de aportar soluciones imaginativas a las que tanto nos hemos acostumbrado desde la doctrina constitucional. En esta línea, su opción pasa por ser escrupulosamente reformista: apuesta por la mejora y consolidación del Estado autonómico, forma política que considera propia, valiosa y posibilista para organizar territorialmente España. Cuando se van desgranado las cuestiones centrales que podrían incluirse en una futura reforma constitucional o legal para mejorar los mecanismos de integración o de articulación institucional, me parece que en el libro se abre paso la idea de equilibrio, sin la cual resultaría imposible alcanzar un amplio consenso.
En primer lugar, se aborda la articulación institucional, ámbito donde se sitúan los instrumentos para mejorar funcionalmente la descentralización política. Aquí se repasan con gran precisión y ecuanimidad las opciones que los distintos proyectos de reforma han ido barajando con respecto a la posición que el estatuto debe jugar en el ordenamiento jurídico, la transformación del Senado a la hora de organizar las relaciones entre el Estado y las comunidades autónomas, la reforma del sistema de financiación o la mejora de la cooperación intergubernamental. A juicio del autor, todos estos aspectos tienen encaje en una reforma constitucional, aunque pueden ser perfeccionados siguiendo vías infraconstitucionales y, sobre todo, arraigando una cultura política de tendencia federal. En este contexto, quizá pudiera haberse planteado si los cambios funcionales pudieran tener incidencia en la mejora de la integración simbólica, esto es: si el avance hacia un enfoque más competitivo y menos cooperativo, que a mi modo de ver es muy adecuado para enlazar con la constante traslación de poder a la Unión Europea, podría servir en alguna medida para lograr un mejor «acomodo» de los nacionalistas en el Estado.
Porque Castellà se muestra contrario a la dinámica de tratar de integrar la cuestión nacionalista a través de la «desconstitucionalización» del Estado autonómico (p. 128). Me explico: nada empecería si con el acuerdo de todos los actores políticos, sobre todo partidos y comunidades autónomas, se modificara la Norma Fundamental para reconocer «estatutos especiales», del mismo modo que se hace, por ejemplo, en el caso italiano. Ello podría implicar también el reconocimiento de distintas subjetividades en la Constitución, incluso la recepción de la diversidad cultural y lingüística en normas estatales, como se viene apuntando desde distintas posiciones. Ahora bien, este propósito no puede desembocar en la reconstrucción de un sistema basado en los famosos «blindajes», técnica que depara una minoración de los efectos de la Constitución en algunas comunidades autónomas, en virtud de hechos diferenciales. Con ello, ciudadanos y minorías (o mayorías minoritarias) quedarían sin las garantías jurídicas que ofrece la Constitución, pasando España a ser un Estado confederal donde no se dan unos niveles aceptables de igualdad jurídica que permitan seguir definiéndonos como democracia.
En tal sentido, quizá debieran haberse al menos explorado las consecuencias que los «estatutos diferenciados» que ya reconoce la Constitución han tenido para la consolidación de dicho modelo democrático. Nadie duda de que la disposición adicional 1.ª ha tenido un éxito extraordinario a la hora de aquilatar las demandas del nacionalismo vasco y el foralismo navarro, pero sería miope no reconocer que esta cláusula histórica ha funcionado como una fórmula de agravio con respecto a otros nacionalismos, como es el caso catalán. La garantía constitucional de los derechos históricos plantea un dilema irresoluble cuando se trata de solucionar el «tema catalán», precisamente porque ya no estamos en un esquema constituyente. Más si se llama la atención, como hace el profesor Castellà en el magnífico epílogo, sobre las condiciones políticas e institucionales del uso de la autonomía en Cataluña los últimos años. Y es que la gran pregunta que sobrevuela hoy, a la hora de buscar una solución satisfactoria a nuestra crisis territorial permanente, es cómo conciliar la mejora de tal autonomía, en aspectos que van desde el reforzamiento competencial al aumento de la disponibilidad financiera, con un movimiento político que ha utilizado el poder del que dispone para realizar un proceso secesionista que culminó en una declaración unilateral de independencia el 27 de octubre de 2017.
En fin, como acabamos de ver, la tarea que tiene la clase política y académica por delante es apasionante y titánica. Obras como la aquí comentada contribuyen al diálogo sereno y desapasionado de problemas con un alto componente emocional, proporcionando materiales y razones para la consecución de un objetivo que necesitará también grandes dosis de responsabilidad, lealtad y generosidad. No puedo terminar este comentario sin felicitar a la editorial Marcial Pons y al director de la colección, José Tudela Aranda, por la iniciativa de renovar, a los cuarenta años de su aprobación, todos los nuevos y viejos debates relacionados con la Constitución de 1978. Porque su pervivencia también depende de la regeneración doctrinal.