La publicación por la editorial colombiana Temis del libro de John Pocock Virtud, comercio e historia, es una noticia especialmente reseñable para la cultura política que habla nuestra lengua por tres motivos fácilmente identificables: porque pone a disposición de la literatura científica que se maneja en español un texto clave de historia política que estudia el pasado desde un conocimiento plenamente consciente de los graves desafíos del presente postmoderno; porque supone una investigación en profundidad sobre la génesis intelectual de la modernidad política o, lo que es igual, acerca del ascenso hegemónico de una cultura política británica que hoy hace aguas por todos lados sin que se atisben claramente las causas y sus posibles remedios, y porque, en medio de semejante panorama, su estudio nos incita a volver la mirada hacia la comunidad cultural que resultó derrotada en el siglo xviii, la hispánica, que débil en ideas pero fuerte en hechos, tiene por delante una chance que está por ver cómo concluirá.
En relación con la primera cuestión y desde la tranquilidad que da no hablar de uno mismo, parece obligado empezar advirtiendo que Laura Adrian, la traductora, ha construido una excelente versión del texto original, completamente limpia de anglicismos, que incluso mejora en su ritmo expresivo, que se lee de corrido en castellano y que aporta potencialmente a nuestro debate un libro que la gran crítica mundial considera referente inexcusable para el conocimiento de las ciencias sociales en cuyas fronteras se incluyen los dominios del derecho constitucional —pese a que nuestra doctrina mayoritaria, anclada en la exégesis de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, se desentienda escandalosamente de las consecuencias que de tal adscripción derivan—.
Así pues, no es incurrir en ninguna exageración afirmar que estamos ante un logro casi milagroso para un autor tan abstruso como John Pocock, en cuya enredada escritura confluyen la densidad de saber y la erudición de un scholar que se expresa en un lenguaje literalmente pegado a sus más arcaicas raíces anglosajonas, junto a la complejidad que deriva de una relectura profundamente innovadora de discursos del pasado aparentemente ya conocidos, que ahora, a la luz de la nueva técnica reconstructiva de la escuela de Cambridge, cobran un diferente sentido coherente con las más palpitantes preocupaciones del mundo postmoderno. No en balde, John Pocock domina con magistral soltura el arte de hacer historia política sin renunciar a afrontar lo ocurrido desde un presente autoconsciente de su propia contemporaneidad (como acredita, por ejemplo, el ensayo sobre Hume, capítulo VII) y que por ello se involucra de lleno en una problemática abiertamente cuestionadora de conquistas presuntamente consolidadas de la personalidad moderna (que incluso está viendo amenazada su estabilidad como identidad humana); algo que sutilmente lleva aparejado poner en tela de juicio nuestro entendimiento de la política e indirectamente de la categoría de Constitución normativa que desde 1978 nos gobiernan.
En segundo lugar, y en lo que se refiere a su contenido, Virtud, comercio e historia es un libro enfocado al análisis de los distintos discursos que, a partir del siglo xvii, acompañaron y dieron lugar al nacimiento del pensamiento político de la Inglaterra moderna y que encuentra su centro de gravedad en los retos y debates planteados en la Revolución y la guerra civil que se inicia en 1640, pero que sitúa su punto de inflexión en la Restauración de 1660. A partir de aquel momento, Inglaterra empezará a ser la comunidad política que con el triunfo de la Ilustración construye su propio «tiempo político» (lo que equivale a decir su tiempo colectivo público, un tiempo histórico compartido, capítulo V). El hecho que supuso, de una parte, la irrupción de la Gran Bretaña heredera del sistema capitalista y del modelo de mercado concebido en la praxis mercantil y guerrera que pusieron en marcha los holandeses para la conquista del Océano; y que, de otra, determinó la aparición de una cultura que, en una suerte de mitosis político-cultural sin paragón en la modernidad, consiguió replantarse en los Estados Unidos de América. Una nación que aun siendo independiente y reclamándose radicalmente nueva, no llegaría a romper nunca con la cultura anglosajona sino que, en un proceso de emancipación que recuerda en mucho lo que fue la colonización griega, pasaría a ampliar las fronteras de la Commonwealth desde la asunción como propias de algunas de las opciones políticas y sociales que se gestaron en la Inglaterra de la premodernidad.
Por mucho que nada diga Pocock expresamente —que no se resiste, sin embargo, a lanzar un guiño al respecto en la presentación de la edición en español—, no es difícil hacerse una idea de la repercusión que todo este proceso tuvo sobre nuestra particular versión de la modernidad política, ya que Gran Bretaña y los Estados Unidos serían los patrones desde los que se conformarían las instituciones que presidirán la vida social y política del constitucionalismo continental europeo y del ultramar ibérico. Ello pese a que la importación se redujera únicamente a materiales procedentes de aquello que Marx concebía como superestructura, es decir, y que consistiría exclusivamente en trasferir argumentos, categorías conceptuales, instituciones y un nuevo lenguaje que se insertaría en un contexto político-sociológico completamente diferente del británico, heredero a medias de la Revolución y del antiguo régimen, y marcado por sus peculiares circunstancias, que terminará desembocando en nuestra actual realidad constitucional.
En el mismo sentido, importa insistir en que, aun cuando el libro no recoge ninguna alusión directa, entre líneas se percibe muy bien que Pocock nunca pierde de perspectiva que la emergencia de la modernidad estuvo unida a la definición de unas premisas que en el presente se encuentran amenazadas por un decaimiento de la cultura política moderna que también conlleva el agotamiento del mundo anglosajón. Un decaimiento que, a su vez, es tanto la expresión de la incapacidad del hombre y la política moderna para dar una respuesta estable a los nuevos retos que a su albur han surgido, como el paradójico resultado de su éxito y de su expansión en forma de globalización.
Es así como las páginas que contienen Virtud, comercio e historia, se ordenan en tres apartados secuenciales distintos precedidos de una explicación dirigida a abordar la descripción de la situación del debate a que daría lugar la aparición de la escuela de Cambridge (capítulo I). Esta explicación opera como una introducción a la que sigue la primera parte del libro, especialmente memorable por lo brillante de sus planteamientos (capítulos II, III y IV), destinada a analizar los modelos de pensamiento político en que se desenvolverían los lenguajes de que la sociedad inglesa disponía en aquel tiempo inicial para la discusión de sus acuerdos, su historia y su sociedad política. Tomando como hipótesis de partida el hecho de que teoría política e historia del pensamiento político que se desarrolla en forma de discurso, son realidades completamente diferentes, Pocock afronta el estudio de episodios intelectuales tan relevantes como la transformación de la virtú republicana clásica en virtud social, la irrupción de la noción de crédito público y la asunción por los Estados Unidos de su autoconciencia de imperio comercial en el mismo instante que Gran Bretaña iniciaba el camino de la evolución singular (un tránsito para el que, añadimos nosotros, resultaría crucial la institución de la disolución parlamentaria por el premier) que le llevaría a la reforma del Parlamento y al asentamiento de la representación ideológica.
Este análisis tiene su proyección, en la parte segunda, en un capítulo V en el que, tras una muy aguda reflexión —de lectura especialmente aconsejable— sobre el tiempo y lo público como categorías instrumentales a través de las cuales una sociedad toma conciencia de su existencia colectiva y de su capacidad de acción —léase dominio— sobre la realidad común —política— (páginas 115 y ss.), Pocock expone sintéticamente los tres patrones alternativos de organización al alcance del hombre inglés premoderno. El capítulo VI se ocupa de las transformaciones que sufrirá la noción de propiedad desde su conversión en propriety y que ampararán el surgimiento de una nueva forma de propiedad inmaterial relacionada con el gobierno y basada en un intercambio y una confianza (trust) que, a su vez, tienen su principal soporte en la imaginación-fantasía, de todo lo que, a mayores, se colige el papel del Parlamento británico del xviii como mecanismo de legitimidad output que actuará a través del reparto de influence y no como la instancia de representación política en que se convertiría más tarde haciendo realidad lo que en el discurso de Bristol de Burke era poco menos que una propuesta de lege ferenda. Por su parte, el capítulo VII está dedicado al Hume historicista que proclamaría con arrojo: «O la nación destruye el crédito público, o el crédito público destruirá la nación». El VIII está reservado a Gibbon y a su discurso sobre la decadencia y el IX trata de Tucker como polemista frente a Burke, Locke y Price. Burke y la economía política como argumento de crítica a la Revolución francesa, es el tema por el que se interesa el capítulo X.
Finalmente, el apartado último, compuesto por un solo capitulo, el XI, está consagrado a estudiar la evolución del pensamiento whig.
Para concluir y como tercer punto de reseña, quedaría el hito de que esta obra ha sido publicada en Colombia por una vieja editorial jurídica tan prestigiosa como Temis, que de este modo acredita que también en el otro hemisferio que habla español hay interés por esta nueva forma de hacer historia del pensamiento que hemos venido en llamar «historia intelectual» y que sirve para atestiguar que ese interés se debe a que Colombia, como otras naciones hispanas de América, comienza a preguntarse por su identidad y a construir sus propias formulaciones mentales en el mundo postmoderno.
Así las cosas, nada tiene de especial que si «hablar es ejercer poder», en la Colombia que asume su contemporaneidad vital con el universo globalizado, esté surgiendo la autoconciencia de la necesidad de dotarse del utillaje intelectual imprescindible para construir un discurso capaz de imponerse a la realidad y dominar el existir colectivo. La publicación de este libro es, por consiguiente, un primer e importante eslabón en esa tarea en la que todavía queda mucho por hacer a una cultura que tiene por delante el enorme reto de clarificar si es una realidad común o una simple colección de compartimentos individualizados que tan sólo coinciden en el hecho de utilizar el mismo léxico y la misma gramática.