SUMARIO

  1. 1. EL ORIGEN DEL PRESENTE ARTÍCULO
  2. 2. UNA REFERENCIA A LA LEGITIMIDAD EN LA TEORÍA DEL ESTADO Y EN EL DERECHO PÚBLICO
  3. 3. LEGITIMIDAD DE ORIGEN Y LEGITIMIDAD DE EJERCICIO: GOBIERNO POR NORMAS EN LA CASA DEL REY
  4. 4. LA EXIGENCIA DE UNA CONDUCTA EJEMPLAR CONCRETADA EN NORMAS
  5. NOTAS
  6. Bibliografía

1. EL ORIGEN DEL PRESENTE ARTÍCULO[Subir]

El presente artículo tiene un origen concreto, la publicación de la obra de Luis María Cazorla Prieto sobre Legitimidad Monárquica y gestión económica de la Corona. La citada obra ha llevado a cabo un análisis detallado, con la atención puesta en uno de los aspectos menos conocidos de la Corona, la organización administrativa y la gestión económica de la misma. No lo ha hecho desde la perspectiva externa de los poderes del rey en la Constitución de 1978, del orden sucesorio, o de la inviolabilidad, sino estudiando la organización de la Casa del Rey, definida en las normas vigentes como organismo de apoyo a las actividades del rey que se deriven del ejercicio de sus funciones como jefe del Estado.

Partiendo de la base de la formación del autor de la obra como catedrático de Derecho Financiero y Tributario, y de su experiencia durante años como abogado del Estado y como letrado de las Cortes Generales, tanto en el Ministerio de Hacienda como en el Congreso de los Diputados, ha tenido conocimiento directo de los problemas principales que plantean las organizaciones al servicio de los órganos constitucionales, pues no en vano ha sido secretario general del Congreso de los Diputados y letrado mayor de las Cortes Generales, en los que también existe la problemática de la existencia de un órgano principal, entre los que se incluyen Congreso de los Diputados y el Senado, y de una organización que se ha dado en llamar servicial, de forma algo convencional.

Luis Cazorla ofrece en su obra una nueva visión de la organización instrumental al servicio de la Corona, donde son las categorías del derecho administrativo y especialmente las del derecho presupuestario las que utiliza como herramientas, como se pone de manifiesto en las páginas 55 y siguientes, con la importante particularidad de hacer una referencia explícita al gobierno de la Casa del Rey por normas y a una propugnada normativización de los comportamientos personales Siendo cierto que la Historia demuestra que la organización de apoyo al jefe del Estado, órgano unipersonal del Estado, su dimensión y las personas que la integran, o, incluso, su inexistencia, puede ser determinante en cuanto a las decisiones que se tomen ( ‍Turner, H. A. (2000). A treinta días del poder. Barcelona: Edhasa.Turner, 2000), lo que la mencionada obra pone de manifiesto desde su inicio es el aspecto de la conexión entre el origen del poder regio y el cómo de su ejercicio, la diferencia entre una legitimidad de origen y una legitimidad de ejercicio, que afecta tanto al comportamiento del rey y de su familia como a la organización que sirve de soporte a la acción de ese órgano.

No se trata entonces de explicar desde el formalismo la naturaleza jurídica de la Casa del Rey, o el régimen de sus actos, sino de valorar la organización como aparato del Estado, resaltando su organización y funcionamiento correctos como un medio de legitimidad añadido y diferente al que ya se tiene, en virtud de la definición constitucional de la Jefatura del Estado y de sus atribuciones. Esta cuestión no es por tanto una cuestión estrictamente relativa a la parte orgánica de la Constitución, sino que fundamenta la justificación de la acción de un órgano constitucional en la idea general de modelo de comportamiento, organizativo y personal, aspecto totalmente novedoso. En base a ese principio, estructural en Legitimidad monárquica y gestión económica de la Corona, que se centra en lo que se denomina legitimidad monárquica funcional o de ejercicio, el capítulo II formula un conjunto de principios que no se atiene a una exclusiva aproximación propia del formalismo, sino que, al ampliar el campo del estudio, también se pronuncia sobre aspectos sociológicos, politológicos e incluso organizativos vinculados a valores. Ese modelo se va a referir a un adecuado ejercicio de la función de jefe del Estado, reforzado en 2014 con una incipiente norma sobre conflicto de intereses y conducta, que a pesar de ser un buen principio debe en mi opinión ampliarse, como debe prestarse una especial atención reguladora a la ejemplaridad en el comportamiento personal del jefe del Estado, de la familia real y de la Casa.

Se parte en la obra de una idea esencial, que hay que destacar, que es la vinculación de la ejemplaridad personal con la organizativa. En Legitimidad monárquica y gestión económica de la Corona esta idea es clave, como revela el contenido del capítulo IX al ponderar adecuadamente los pasos dados. No es solamente cuestión de ejercicio constitucional de las funciones, sino también de una administración responsable y trasparente. Lo que se le exige a una organización instrumental no es menos que lo que se le exige a la Administración del Estado, y consiste en la obligación de actuar conforme a la Constitución y a las leyes.

De particular relevancia en el enfoque de la obra de Luis María Cazorla, y como síntesis que puede calificarse de exhaustiva y conceptualmente ordenada, es tanto la impecabilidad jurídica como la impecabilidad económica, añadiendo en ese capítulo, como parte esencial de los elementos que contribuyen a conformar la legitimidad monárquica funcional o de ejercicio, la ejemplaridad personal y su correspondiente reflejo normativo.

Esta introducción anticipa lo tratado en los siguientes capítulos de la obra, que, con arreglo a esa capital distinción en el contexto de una doctrina que hasta ahora ha hecho un análisis estrictamente jurídico-formal y organizativo, se referirá, partiendo de una consideración general sobre la juridificación creciente; (i) a las técnicas y procedimientos rectores de la gestión del Sector Público, en lo presupuestario, en materia de personal, asesoramiento jurídico, contratación y asistencia en materia comercial; (ii) al control en materia económica, distinguiendo entre el control político y el control económico-financiero, planteándose la cuestión del posible doble control económico-financiero externo, así como al control jurisdiccional: (iii) a la transparencia; (iv) a lo que denomina la plasmación de la ejemplaridad en otros documentos, donde se refiere a los criterios de 2014 y 2015 sobre las actividades de los miembros de la familia real y de los miembros de la Casa del Rey, (v) a la adaptabilidad al tiempo social y (vi) a unas conclusiones finales.

2. UNA REFERENCIA A LA LEGITIMIDAD EN LA TEORÍA DEL ESTADO Y EN EL DERECHO PÚBLICO[Subir]

La legitimidad es un concepto clave de la teoría del Estado y del derecho constitucional. Concepto de difícil sistematización y sobre el que se ha escrito torrencialmente y en el que a pesar de que intentaremos fijar un mínimo, siempre queda la duda de si se está sobre bases firmes o, en la versión escéptica, si lo que único que se puede alcanzar es una sistematización de sus modalidades, siempre en la senda de Max Weber.

La legitimidad del Gobierno es una de las nociones más confusas y menos consensuadas de la ciencia política. No hay un acuerdo mínimo sobre el significado y las consecuencias de un concepto que encuentra su justificación, según una parte de la doctrina, en constituir o añadir algo diferente a la simple legalidad, más que en un contenido cierto. Si bien el sentido coloquial del término apela a una definición autorreferencial, «conformidad de los gobernados con el poder que se ejerce», la citada definición, que puede servir de concepto provisional, no resuelve ninguna de los cuestiones que se plantean, pues parece trasladar de sitio el problema al apelar a una conformidad que debe ser interpretada para que sea significativa ( ‍Beetham, D. (1991). The legitimation of power. (Issues in political theory). Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1007/978-1-349-21599-7Beetham, 1991: 16).

Es conocida la clasificación de las razones o motivos de tal conformidad en la obra de Max Weber, que distinguirá entre tres tipos de dominación política legítima. El fundamento primario de su legitimidad puede ser de naturaleza racional, que descansa en la creencia en la legitimidad de ordenaciones estatuidas conforme a los principios de la razón; de naturaleza tradicional, que descansa en las tradiciones y prácticas que rigieron la actividad política en el pasado y en los señalados por esa tradición para ejercer la autoridad, y, en el tercer apartado de esa clásica formulación, de naturaleza carismática.

Otra visión más actual y, sobre todo, realista, es la que distingue entre tres niveles de legitimación; la legitimación como respeto de la legalidad, la legitimación como actuación del Gobierno con arreglo a creencias compartidas y la legitimación como existencia de un consentimiento por parte de los gobernados. Estas son y pueden así ser calificadas como categorías contemporáneas de la legitimidad. Cada una de esas tres categorías tiene sus opuestas. La primera es la ilegalidad, la segunda es la pérdida o la previa ausencia de las creencias compartidas, y la tercera, la revocación, pérdida de vigencia u otras fórmulas de desaparición del consentimiento otorgado. Esta visión se acerca con mayor precisión al problema, pues la tradicional división de Weber pone su atención en la racionalidad, mientras que las tesis citadas lo hacen en el consentimiento, elemento esencial en la dinámica de la legitimación. En estos enfoques, el concepto de Gobierno se tiene que ver acompañado por el crucial concepto contemporáneo de gobierno por consentimiento de los gobernados, lo que lleva directamente al reconocimiento de la legitimidad de ejercicio junto a la clásica legitimidad de origen.

En el régimen político de los absolutismos y las formaciones anteriores, legítimo es lo que está constituido según las costumbres y el derecho consuetudinario, no por el consentimiento, aunque el poder real no está limitado y la separación de poderes es inexistente. A la legitima auctoritas o potestas se oponía un acceso al poder de forma contraria a la ley y al derecho consuetudinario, confundiendo en cierto modo el origen y el modo de ejercicio del poder, pero en todo caso apareciendo siempre como legitimidad tradicional sin conexión con el pueblo, basada en fundamentos religiosos. La legitimación religiosa o tradicional domina esta época, sin que al poder tradicional se oponga un poder que actúa por consentimiento. Ese concepto era completamente desconocido.

La idea de gobierno por consentimiento comienza a teorizarse al final de la Edad Media, con fundamento en nuevas doctrinas políticas que se extienden desde la nueva política de Maquiavelo a la doctrina sobre comunidad política, y que validan tanto el ejercicio del poder como la propia titularidad del mismo, con Marsilio de Padua y Althusius como predecesores de la teoría del consentimiento de los gobernados, y que supone en este inicio de la historia constitucional una novedad absoluta en cuanto a la legitimación de origen o designación.

La distinción entre legitimidad de título y legitimidad de ejercicio tiene su origen más identificable en la obra del jurista Bartolo, quien habla de dos formas de ilegitimidad: una ex defectu tituli y otra ex parte exercitii ( ‍Bastid, P., Polin, R. y Passerin, A. (1967). L’idée de légitimité. (Annales de Philosophie Politique, 7). Paris: Presses Universitaires de France.Bastid et al., 1967). El tema de la legitimidad de origen, o cómo se constituye la autoridad legítima de un Estado, se convierte en una de las claves del pensamiento político moderno. La legitimidad dejará de ser un concepto estático y vinculado con seculares tradiciones para poner el acento en una actividad dirigida a la gestión del bien común, que se comienza a diferenciar efectivamente del interés del rey como titular de un poder de naturaleza patrimonial.

En esta misma línea, aunque referido a la representación, Eric Voegelin ( ‍Voegelin, E. (2006). La nueva ciencia de la política. Una introducción. Buenos Aires: Katz editores.2006: 69) distinguirá entre la representación formal, la representación existencial y la representación de la idea sobre la base de determinados valores, que en el caso del tercer modo se aproxima a la legitimidad de ejercicio ‍[2]. Para este autor, la clave de la segunda categoría, sobre la representación existencial, es la aguda observación de que quien actúa representa inevitablemente, por el simple hecho de ejercer el poder, es decir, de la utilización de la capacidad de imposición, a la que hacía referencia Bertrand Russell, en una situación de hecho, sin referencia alguna al contenido. Frente a esa representación aparece la representación de la idea como determinante del contenido, vinculado a valores y por tanto a la llamada legitimidad de ejercicio, si bien el enfoque es diferente, pues de lo que se trata es de esclarecer el auténtico misterio de por qué unos representantes pueden vincular a los ciudadanos.

El problema se plantea hoy día, tanto en el aspecto de representación como de legitimidad, como un modelo procedimental de democracia participativa, donde se transita de una mera participación periódica en los procesos electorales a una participación constante en el proceso de toma de decisiones, con especial atención a las minorías alejadas de los centros de ejercicio del poder y con difícil acceso a los tribunales ( ‍Beetham, D. (1991). The legitimation of power. (Issues in political theory). Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1007/978-1-349-21599-7Beetham, 1991: 47). A esta corriente pertenece desde el punto de vista de la actividad judicial la tesis de Ely, que considera que la citada actuación está destinada a compensar los defectos de la representación, sobre todo en el caso de minorías aisladas, citado en la famosa nota a pie de página de la sentencia de United States v. Carolene Products.

Existen hoy día tesis procedimentales a las que ya hemos hecho alguna referencia. Para Rawls, el ejercicio del poder político es legítimo cuando existe un catálogo de derechos fundamentales garantizados plenamente y cuando, partiendo de una situación que el citado autor llama «velo de la ignorancia», las instituciones determinan la división de cargas y ventajas provenientes de la cooperación social, adoptando medidas efectivas de igualación de las condiciones de salida. Por su parte, Habermas extiende su reflexión sobre la acción comunicativa y el problema del lenguaje a una legitimidad como consenso, en la misma línea seguida por los pragmatistas cuando definen la verdad como consenso o conformidad de una comunidad infinita de investigadores.

3. LEGITIMIDAD DE ORIGEN Y LEGITIMIDAD DE EJERCICIO: GOBIERNO POR NORMAS EN LA CASA DEL REY[Subir]

La existencia y el régimen de actuación de organizaciones de apoyo de ciertos órganos constitucionales también ha dado lugar a profundizar en el entendimiento de la polémica cuestión del Estado-Ordenamiento y su personificación, que han impulsado la renovación de una doctrina que, anclada en la única figura de la Administración persona jurídica, carecía de determinadas respuestas. De ahí deriva la que se ha llamado puesta en crisis de la concepción estatutaria y reactivación de la discusión sobre los conceptos de Estado, Ordenamiento y Administración, crisis que se ha acentuado con la huida del derecho Administrativo, la figura de las Administraciones independientes y una adopción de un modelo de judicial review ( ‍Garrido Falla, F. (1982). Reflexiones sobre una reconstrucción de los límites formales del Derecho Administrativo Español. Revista de Administración Pública, 97, 7-30.Garrido Falla, 1982 y  ‍García de Enterría, E. (1992). El concepto de personalidad jurídica en el Derecho Público. Revista de Administración Pública, 129, 195-207.García de Enterría, 1992). Esto obliga a partir de la base de la formalización del análisis jurídico de las Administraciones impropias, también conocidas como organizaciones estatales no administrativas o, en el caso de otros autores, de instituciones administrativas.

Conviene hacer antes mención a la singularidad del comentario constitucional cuando se analiza un órgano constitucional unipersonal. Entendemos por tal aquel que no está integrado en complejos de responsabilidad más amplios, y, a su vez, con competencias atribuidas por cláusula general, como le ocurre al presidente del Gobierno en su relación con el Parlamento, y respecto a las amplias funciones del art. 97.

Como destaca Luis María Cazorla en las páginas 38 y siguientes de su libro, no hay margen en las funciones a desempeñar por el jefe del Estado-rey, donde toda actuación está limitada por unos poderes enumerados, pero sí hay un modo de ejercicio, un estilo de gobierno y un comportamiento personal del rey como entidades diferenciadas y diferenciables, donde al correcto ejercicio de la competencia se añade la ejemplaridad. Hay un ejercicio formal de las competencias de poder que se rodea de asesoría, consejo o informe, pero la actuación es del rey y su conducta es estrictamente personal. El refrendo no cambia ese carácter ni altera la condición personal e insustituible de la función, con la excepción de la regencia.

Es conocida la evolución de los poderes del rey hasta la concepción de la Corona como sole corporation, o corporación de un solo hombre o mujer, sobre el que se constituirá la Corona en cuanto persona jurídica distinta de la persona del rey, que es solo un representante suyo ( ‍García de Enterría, E. y Fernández Rodríguez, T. R. (2011). Curso de Derecho Administrativo. Madrid: Civitas.García de Enterría y Fernández Rodríguez, 2011: 385), y que más tarde será utilizada como denominación anglosajona del Estado. En el caso de España, esta circunstancia tiene hoy su eco presente en el concepto de Corona como órgano constitucional. Si bien estas diferencias entre titular y órgano constitucional, entre Corona y jefe del Estado, no han sido objeto de demasiada atención doctrinal, pues se ha puesto la atención en el jefe del Estado, lo cierto es que el título II se refiere al órgano, y entre ambas referencias se sitúa precisamente la existencia de aparatos administrativos instrumentales, por la vinculación de su eficacia al desarrollo de los poderes del titular del órgano.

En Legitimidad monárquica y gestión económica de la Corona se asume ese carácter personal de la función, pero no se detiene ahí. En la Casa del Rey se producen actos muy relevantes destacados en la obra de Luis María Cazorla Prieto, como los relativos a la gestión del personal, al control jurídico-contable y a la contratación administrativa, lo que permite hablar de una estructura «plenamente» racionalizada, también en lo económico, que se rige y se gobierna por normas, como queda de manifiesto en la obra. En consecuencia, el libro también asume que esta estructura está por completo integrada en el esquema estatal a través de una regulación constitucional y normativa, respetuosa con las exigencias del sometimiento de toda institución al derecho y a su sistema de responsabilidades, y, desde luego, también en busca de coordinación y efectividad.

Es de especial interés el capítulo VI en sus apartados A, B y C, donde como experto en la materia Luis Cazorla examina los principales conceptos presupuestarios, expuestos con detalle. Se concreta el límite del principio de autonomía presupuestaria, derivado del art. 65 de la Constitución, distinguiendo entre la consignación en los Presupuestos Generales del Estado —y la obligada autorización por las Cortes Generales— y la cuestión relacionada sobre si se trata solamente de una cantidad global exenta de procedimiento en la ejecución, la auditoría y el control, o bien le son de aplicación los principios de especialidad y unidad, solución esta última que el autor sostiene. A ellos añade en el citado apartado una reflexión sobre la austeridad presupuestaria y sobre los límites de la libertad respecto a la distribución de la asignación.

Como señala la muy citada STC 112/1984, en una de las escasas referencias sobre la Casa del Rey, la organización de la Casa Real se diferencia de las Administraciones públicas, con fundamento constitucional en el art. 65 de la Constitución, y esto tiene consecuencias respecto a la independencia que debe rodear a la gestión de dicha Casa. De ello se concluye que cabe la regulación con especialidades del estatuto jurídico del personal de la Casa y que los actos dictados por los órganos de la misma puedan someterse al control jurisdiccional, a través de la vía contencioso-administrativa y, en su caso, al recurso de amparo constitucional. Este pronunciamiento, si bien justificaba la distinción entre Casa del Rey y Administraciones públicas, no excluía a la misma del sistema de recursos procedentes contra sus decisiones.

Las competencias a las que hemos hecho referencia deben alcanzar un determinado estándar primario o básico de actuación. La citada condición supone en primer lugar la sujeción a la Constitución y a las leyes, en la versión del principio de legalidad en su sentido positivo, del mismo modo que el resto de los poderes públicos. Entre esas normas vinculantes se pueden incluir normas organizativas, procedimientos, recursos y responsabilidad, desde el punto de vista objetivo, y comportamientos y conductas vinculados a las normas de conflicto de intereses pero que no salen del ámbito objetivo normativo relacionado con la función administrativa, a diferencia de las normas de conducta personal, que tienen otra naturaleza y a las que se dedica especial consideración en Legitimidad monárquica y gestión económica de la Corona.

Conectando lo hasta aquí señalado con la tesis del libro, de todos los conceptos enunciados cabe señalar en primer lugar que la obra asume, desde su enfoque racionalizador, que la legitimidad de origen del rey, como órgano constitucional, proviene de la Constitución, que es el origen de su existencia y de sus poderes. Esta es una asunción fundamental. Si bien existe una clara referencia a la dinastía histórica, esto no supone que la monarquía se fundamente en la legitimidad tradicional, en las categorías de Weber. La referencia no empaña el origen constitucional del poder, que se concreta en una referencia a la forma del Estado como monarquía parlamentaria. No hay un poder de origen previo a la Constitución, sino una realidad previa a la misma que es tenida en cuenta al aprobar la misma.

Esa realidad primera no es arbitraria, pues existe una continuidad en el tiempo que es representada por la existencia de España como unidad política, origen de la Constitución, con elementos históricos y jurídicos que se han constitucionalizado. Por tanto, en el primer aspecto la legitimidad a la que debemos referirnos es la legitimidad racional-legal, concretada en el Estado democrático de derecho, auténtico principio fundante de la Constitución.

La organización al servicio del rey, desde esta perspectiva de la racionalidad, no tiene por objeto las mismas finalidades que la de las competencias regias, pues estas son principales y las otras instrumentales —no accesorias, pues no lo son—, pero son actos de la Casa. Esto es innegable. En las primeras el rey ejerce sus competencias personalmente y sin posibilidad de delegación, mientras que los órganos auxiliares tienen la función de un ente instrumental, que se distingue del rey-jefe del Estado, rigiéndose por normas propias y también por normas generales del ordenamiento jurídico y en el que cabe el ejercicio de poderes o competencias por el rey sobre las funciones de la Casa, junto al ejercicio de competencias por el personal de la Casa.

Como explica el autor en la obra, la Casa del Rey es una organización de establecimiento necesario, no por una decisión del rey, que incluye la organización de la misma, los nombramientos y ceses libres de su personal y las atribuciones relacionadas con la gestión económica. Estas pueden ser ejercidas por el rey, o por otras personas de la misma, supuesto este último en que más que hablar de delegación hay una atribución competencial y un fenómeno de representación orgánica, aunque ello no excluye la delegación en algunos supuestos en que la norma vigente expresamente lo contemple.

La existencia de una normativa consistente en el Real Decreto 434/1988, de 6 de mayo, varias veces reformado, y de normas que pueden calificarse inequívocamente de normas de desarrollo, supone que los elementos fundamentales de la misma deben buscarse por el intérprete en esa norma, cualificada por una muy singular y original atribución de la competencia al rey del art. 14 de disponer sobre su objeto para el futuro, salvo en lo que afecte a la Administración pública, en el que cabe plantear si incluye esa habilitación una potestad normativa y organizativa con la capacidad de dictar normas generales, caracterizadas por la condición de incorporar nuevos derechos o deberes o ser reiterables en una pluralidad de casos.

La organización de la Casa del Rey y de la dotación de la Corona son respuestas instrumentales a las cuestiones más altas de la organización y el procedimiento de un órgano constitucional, la naturaleza de sus actos jurídicos y el régimen de responsabilidad derivado de aquellos. No son un fin en sí mismas, ni se justifican por algún tipo de obligación de contenido o efecto externo, a diferencia de las Administraciones públicas, sino que son reflexivas, pues tienen por finalidad el apoyo al propio funcionamiento de la Corona y, solamente en función de tales finalidades, se establecen relaciones con otras personas físicas o jurídicas regladas por el derecho.

La reflexión sobre estas cuestiones de la obra de Luis Cazorla pone el acento explícitamente en las funciones económicas y en los comportamientos, sin que se requiera que lleve a cabo un resumen de las conclusiones dogmáticas sobre los poderes del rey o su responsabilidad. Sin embargo, hay que añadir, al hilo del citado comentario, y aunque el tema no es expresamente abordado por la obra, pues no es el lugar, que según mi opinión la Casa del Rey, y el personal al servicio de esta, no son organizaciones destinadas a excluir la responsabilidad del rey en los actos que él dicte en relación con la misma, como se ha sostenido en la doctrina ‍[3]. La Casa del Rey, como toda organización instrumental de fines limitados, que la diferencia de las Administraciones públicas reconocidas en España, actúa en un ámbito muy reducido. Si bien el rey es el que dispone sobre determinadas cuestiones de la Casa, actuando libremente como señala la Constitución, no todo lo firma él mismo, sino que existen actos de la Casa que firman otras personas.

La interpretación que se hizo en la doctrina ( ‍Cremades García, F. J. (1998). La Casa de su Majestad el Rey. Madrid: Civitas. Cremades García, 1998) sobre la competencia del jefe de la Casa de firmar los contratos de la misma desde la regulación inicial de la Casa del Rey, como evidencia de una supuesta necesaria cobertura de la responsabilidad del rey, y que incluso ha llevado a algunos autores a recomendar el refrendo de los actos en relación a la Casa del Rey, en mi opinión no puede aceptarse. Si existe la irresponsabilidad ello alcanza a los actos del rey incluidos en el ámbito de actuación del art. 65 de la Constitución, pues la irresponsabilidad o es entera o no lo es. Aunque no se refiera expresamente a este aspecto, en Legitimidad monárquica y gestión económica de la Corona hay una mención a la irresponsabilidad y su fundamento muy acertada, en relación con el símbolo, citando a Pedro de Vega, en la página 28.

Si la irresponsabilidad debe ser total, tampoco cabe sostener que para esos actos el rey necesite refrendo. El art. 65 es una norma especial de actuación, aplicable a la organización, los nombramientos, el personal o las normas de funcionamiento secundarias, que determina una actuación libre, en cuanto a la innecesariedad del refrendo, pero que no elimina la inviolabilidad y la no sujeción a responsabilidad. Y tampoco cabe hablar de cobertura de la responsabilidad del jefe del Estado, puesto que nada hay que cubrir y menos aún por el jefe de la Casa del Rey, quien, según esa tesis, asumiría una responsabilidad extraña e inexistente en el resto del régimen jurídico de las autoridades y funcionarios. El jefe de la Casa tiene la responsabilidad de otro funcionario y le alcanza, como al resto de los funcionarios, la responsabilidad en relación con la responsabilidad patrimonial del Estado y con la responsabilidad de las autoridades y funcionarios.

El cumplimiento de los deberes primarios, derivados del cumplimiento de las leyes, no es sino una consecuencia del art. 9.1 de la Constitución. Pero al lado de este deber primario, y esta es una de las novedades del libro de Luis María Cazorla, la organización y la gestión económica de la Corona debe regirse por criterios cuyo cumplimiento es adicional respecto de los deberes legales, que el libro desarrolla sistemáticamente, vinculándolos expresamente con la doctrina sobre la irresponsabilidad (página 88 y siguientes). Se afirma en la completa exposición de Legitimidad monárquica y gestión económica de la Corona una legitimidad de procedimiento, acogiendo la expresión de Ely en Democracy and distrust, que se dirige precisamente a contribuir al correcto ejercicio de la función del jefe del Estado.

En el ámbito presupuestario, económico y patrimonial, tratado en el mencionado libro en los capítulos VI y VII, se definen varios principios semejantes a los que se han citado respecto de la contratación, aunque ahora centrados en la idea de control interno, fiscalización y trasparencia. La descripción de los aspectos organizativos en relación con la gestión económica y presupuestaria, según el libro, asume una fuerte tendencia a la identidad con las Administraciones públicas, reproduciendo el esquema de ordenación del gasto y de ordenación del pago de la legislación presupuestaria, así como la figura de la intervención o fiscalización crítica. Estos elementos son potenciados por un elemento de publicidad y trasparencia, que ha dado lugar a la obligación de entrega de los documentos que se soliciten, al amparo de una ley y de un procedimiento en que las excepciones a la información son mucho más limitadas que en la anterior legislación.

Las circunstancias de los últimos años y de la crisis económica sufrida han puesto en primer plano el destino del gasto público, incluso el gasto que los Presupuestos Generales del Estado han asignado a la Corona. Este ha sido un efecto concreto de la exigencia de austeridad, economía y eficiencia que han sido el correlato de los movimientos políticos y sociales más recientes, y que se reflejan en el art. 31.2 de la Constitución, en su referencia a la asignación equitativa de los recursos públicos y programación y ejecución de los mismos respondiendo a los criterios de eficiencia y economía, precepto que introduce un verdadero derecho, aunque la doctrina haya insistido en la diferencia con los derechos de la sección primera del capítulo segundo del título I de la Constitución ( ‍Aguallo Avilés, A. y Bueno Gallardo, E. (2008). Comentario al artículo 31. En M. Bravo-Ferrer (dir.). Comentarios a la Constitución española. Madrid: Wolters Kluwer.Aguallo y Bueno, 2008: 1095). No es derecho fundamental pero es un derecho constitucional. La citada eficiencia y justificación del gasto ha ido pareja con las políticas de ingresos, regidas por las reglas de equidad en otros preceptos de la Constitución.

A ello ha de unirse la política de trasparencia, abordada en el capítulo VIII del libro. La nueva legislación sobre la transparencia va más allá de la regulación de acceso a archivos y registros de la Ley 30/1992, que establecía demasiadas limitaciones, exclusiones y excepciones para que se pudiese hablar de un derecho efectivo. La exigencia de la trasparencia es una de las señas de identidad de la Administración pública del tiempo presente y ha sustituido a un principio o regla general de reserva de la misma, que existía en la anterior legislación y que constituía un verdadero obstáculo para la existencia del derecho de acceso. La trasparencia voluntaria se ve completada por un procedimiento de solicitud de información de trámite más ágil, sometido a menos requisitos y de posible exigencia ante un ente independiente y en la vía judicial, en la línea de las primeras leyes sobre libertad de información y acceso a los archivos. Todo esto viene detallado, en su aplicación a la Casa del Rey, en el citado capítulo VIII.

4. LA EXIGENCIA DE UNA CONDUCTA EJEMPLAR CONCRETADA EN NORMAS[Subir]

Las cuestiones relativas al comportamiento y a la noción de ejemplo o ejemplaridad, como una novedad de Legitimidad monárquica y gestión económica de la Corona, forman parte de un estándar diferente al que hemos llamado estándar primario, de obediencia a las normas o racional-organizativo. Se trata de un estándar de orden superior, de tal modo que aunque se pueden concretar algunos aspectos de carácter formal, lo que se exige es el comportamiento ejemplar, como comportamiento precisable, como lo son algunos conceptos generales del Código Civil

Es clásica la referencia al buen padre de familia.

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Son estas unas determinaciones vinculadas con el ejemplo del gobernante y su solidaridad con el pueblo, sobre todo en las crisis, que se refieren en los capítulos IX y X, como ancla de legitimidad funcional o de ejercicio de la Corona. Destaca en primer lugar en los criterios de 2014 y 2015 la novedad de la aprobación de los mismos, en cuanto afecta su regulación a la actuación de los miembros de la familia real y de la familia del rey, a la cuestión de los regalos a miembros de la familia real y, en algún caso, de la familia del rey, y a las actividades de los miembros de la Casa del Rey. La cuestión no es tanto considerar la naturaleza de los citados criterios, sino coincidir (i) en que una regulación como la aprobada y publicada vincula y obliga a sus destinatarios y (ii) que es ampliable, entendiendo por mi parte que es una obligación su ampliación.

La base legal tiene un fundamento en la habilitación que el real decreto realiza a la potestad del rey para ordenar los aspectos citados, al señalar el art. 14 del citado Real Decreto 434/1988, de 6 de mayo, que «en lo sucesivo, cualquier modificación de la Casa de Su Majestad que no afecte a la Administración Pública, y a tenor de lo previsto en el artículo 65 de la Constitución, será resuelta libremente por S.M. el Rey, ya de una manera directa, ya en nombre suyo por el Jefe de Su Casa», añadiendo que el jefe de la Casa dictará las normas de funcionamiento interno necesarias para la aplicación del presente real decreto.

Esta es una disposición que, aunque recuerde a la deslegalización y al desarrollo reglamentario, además de tener una relevancia esencial en el análisis de la citada Casa y de los poderes del rey en relación con la misma, es completamente singular como forma jurídica, pues lleva a cabo una habilitación hacia el futuro, con la limitación de no afectar a la Administración pública. En este acto de habilitación, como fuente de poderes normativos y de cumplimiento obligatorio, se pueden sustentar los «Criterios de actuación de la Familia Real y del personal de la Casa de S. M. el Rey» publicados el día 24 de junio de 2014, y la normativa aprobada en su desarrollo. La citada regulación supera un periodo muy extenso durante el que se ha defendido —casi siempre sin fundamento y con cierta rutina— no regular determinadas figuras o procedimientos, teniendo únicamente por argumento que es mejor el criterio pragmático de dejar los cosas como están. La ausencia de regla alguna de comportamiento no es una garantía de buen hacer, pues la no regulación no actúa precisamente como una señal correcta.

La ejemplaridad está vinculada a la legitimidad de ejercicio, lo que constituye uno de los puntos centrales del libro que se comenta. La regla de conducta privada se objetiviza reconociendo una manifestación de la probidad y de la ejemplaridad en la vida pública y privada, del mismo modo que en el derecho histórico existían supuestos de negación institucional de la misma, como los casos de indignidad. Probidad es una cualidad del actuar personal, no de la organización, y debe ser seguida por el rey, principalmente, y por la familia en cuanto vinculada al orden de suceder, justificado este caso por la existencia de obligaciones, actualizadas o no, pero impuestas por el simple hecho de incluirse en el citado orden. En ese sentido, el art. 58 se refiere a la prohibición de ejercicio de funciones constitucionales por el consorte, salvo la regencia, precepto clásico que tiende a evitar zonas de influencia indebida, lo que puede hacerse extensible a la familia real y a la familia del rey, del mismo modo que el art. 57.4 reconoce un supuesto de conducta que determina la exclusión en la sucesión a la Corona, por sí y sus descendientes.

El alcance de esas medidas, así como de las nuevas que se dicten sobre el conflicto de intereses, encuentra su justificación en el orden de suceder, auténtica situación jurídica in fieri, que se debe al parentesco y que, aunque tenga un carácter de expectativa, simplemente obliga por esa condición. Esa pertenencia en sí misma considerada, en los términos que establece el art. 57 de la Constitución, es título suficiente para que la citada condición pueda alcanzar a los integrantes de la familia del rey y no solamente a la familia real, pues la obligación está determinada por la posibilidad de acceder al cargo, en función de muchas circunstancias que pueden dar lugar incluso a la llamada de un pariente menos cercano, como está implícito en la inexistencia de límites en la llamada por el grado, que es de una importancia trascendental en el análisis de la monarquía en España.

El citado planteamiento de legitimidad funcional o de ejercicio, en la terminología de la obra, se extiende también a la responsabilidad por los actos en que interviene la Casa del Rey, porque la legitimidad de ejercicio también alcanza a la tutela de los derechos de quien está empleado por la misma o se relaciona de uno u otro modo con ella. Las actuaciones de la Casa del Rey o del personal de la Casa pueden generar responsabilidad por su actuación, sea acto o negocio jurídico, lícito o ilícito, con relación contractual previa o estricta modalidad extracontractual.

Reconocido en estos casos el derecho a la tutela judicial efectiva, pues no está en absoluto excluido en los supuestos de organizaciones instrumentales, la norma de aplicación al caso será la norma general del ordenamiento jurídico en vigor. Es decir, la organización puede ser propia y característica de la Casa, pero ello no justifica ni legitima una solución diferente a la que resulta de la aplicación de las normas administrativas, laborales o civiles. No existe una autonomía normativa, sino la vigencia de las normas de aplicación general.

Por ello, en la llamada autonomía administrativa no se incluye el establecimiento de normas materiales propias de la Casa del Rey, que sustituyan o modifiquen a la normativa general vigente en materia de contratación, relaciones jurídicas con el personal, patrimonio en menor medida y actividades puramente materiales, como las detalladas minuciosamente en los capítulos VI y VII como un supuesto de utilización de la técnica de la autonomía en un sentido restringido, pues los ordenamientos generales, como hemos visto, limitarían la autonomía de ejecución en cuanto al fondo o contenido material de la actuación. Tal facultad de ejecución o, si se quiere, de ejercicio de una autonomía administrativa se sujetará en la mayor parte de los casos a las normas del ordenamiento general derivado de la propia Constitución. No es excepción la responsabilidad que siempre acompaña a la infracción de una norma con un resultado dañoso.

Las cuestiones son muchas, todas ellas trascendentes y están bien planteadas y resueltas en el libro de Luis María Cazorla Prieto Legitimidad y gestión económica de la Corona, de gran interés y novedad en la doctrina, obra que tiene el acierto de vincular conceptualmente una legitimidad de ejercicio a la vigencia de normas organizativas, de regulación y de control sobre la organización administrativa de la Corona. Sobre una base rigurosa de tratamiento con orden conceptual y desarrollo progresivo, la citada obra distingue con gran acierto entre una legitimidad de origen, sobre la que se ha puesto histórica y políticamente la atención prioritaria, y una legitimidad de ejercicio, vinculada con los principios constitucionales, que actualiza según el tiempo social los contenidos de una institución, mediante la incorporación de elementos de organización, gestión y administración y de conducta personal que son esenciales para la Corona. El enfoque es original, pues no se sigue el esquema habitual del comentario de los arts. 56 a 65 de la Constitución, aunque sin ninguna duda incide en su estricta interpretación y cumplimiento, y va más allá de los deberes de procedimiento, enfoque que, sin duda, había sido solo parcialmente atendido. El libro lo pone de manifiesto en múltiples y variados aspectos y con diversos niveles de exigencia, y contribuye a la propia legitimidad de ejercicio.

Bibliografía[Subir]

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