RESUMEN

Los llamamientos al empleo de la violencia política tienen diversos orígenes. Algunos de ellos están firmemente anclados en ideologías muy presentes en nuestras sociedades. De hecho, pueden estarlo en las defensas más contundentes de la democracia o de la justicia social, especialmente en sus formatos comunistas y anarquistas. Este artículo asume que tras todas ellas existen proyectos de sociedad distintos. Su objetivo no es recordar tales diferencias. Por el contrario, a partir de esa constatación rastrea e identifica el denominador común de esas ideologías: las narrativas que tratan de legitimar el empleo de la violencia. Para ello se lleva a cabo un análisis comparado de las tesis de sus principales referentes intelectuales, con la mirada puesta en identificar los discursos que fomentan la radicalización. Finalmente, en las conclusiones se recogen los principales resultados, que pueden ser útiles para enriquecer las políticas de prevención de la radicalización en la medida en que contribuyan a establecer mecanismos de alerta temprana contra la misma.

Palabras clave: Ideologías; violencia; radicalización; enemigo; mito; revolución.

ABSTRACT

Appeals to the use of political violence have diverse sources. Some are firmly anchored in ideologies that remain very present in our societies. In fact, they can exist in the strongest defenses of democracy or social justice, especially in their communist and anarchist forms. This article assumes that distinct societal projects lie behind all such calls to violence. Our goal is not to point out such differences. On the contrary, based on this general observation, this article traces and identifies the common denominator within these ideologies: narratives that attempt to legitimise the use of violence. To this end, a comparative analysis of the principal intellectual referents of each ideology is carried out, with the aim of identifying discourses that foster radicalisation. To conclude, we summarise our results and point out how they can usefully enrich radicalisation prevention policies, insofar as they contribute to establishing early warning mechanisms.

Keywords: Ideologies; violence; radicalization; enemy; myth; revolution.

Cómo citar este artículo / Citation: Baqués Quesada, J. (2019). El discurso de la radicalización en la obra de los teóricos de la revolución. Revista de Estudios Políticos, 185, 13-‍43. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.185.01

SUMARIO

  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. AMIGOS Y ENEMIGOS
    1. 1. La política según Carl Schmitt
    2. 2. Precedentes del maximalismo schmittiano, en nombre del pueblo…
    3. 3. …Y en nombre de la clase
  5. III. DE MITOS Y VIOLENCIAS DIVINAS
    1. 1. El mito en la obra de Sorel
    2. 2. La violencia divina en la obra de Benjamin
  6. IV. LENGUAJE (PSEUDO)PACIFISTA, A PESAR DE TODO
  7. V. DISCREPANCIAS REVOLUCIONARIAS
  8. VI. CONCLUSIONES
  9. NOTAS
  10. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

No sería difícil consensuar una lista de pensadores habitualmente tildados de revolucionarios o de radicales o de ambas cosas a la vez. Puede que se discuta que algún nombre concreto ingrese —o no— en esa lista, pero la mayoría de los que aparecerán citados en este artículo formarían, sin duda, parte de ese núcleo duro (Robespierre, Heinzen, Marx, Bakunin, Kropotkin, Lenin, Sorel, Benjamin, etc.), sin perjuicio de que esta relación pueda y deba ser engrosada.

Sin embargo, no es menos cierto que muchos de estos autores discutieron entre sí o en relación con la interpretación más adecuada que merecían las obras de los demás. Es decir, los proyectos políticos que están detrás de cada uno de ellos son distintos como, en parte, será evidenciado en este artículo. Efectivamente, sostienen diversos puntos de vista en relación con la estrategia concreta trazada para alcanzar el poder (o, en su caso, para destruirlo) o con respecto al modo como debería orientarse una hipotética sociedad futura (en relación con los mecanismos de adopción de decisiones o en relación con el reparto de la riqueza). Por lo tanto, esta aproximación se plantea para establecer un terreno de juego susceptible de enmarcar el ulterior análisis, que no va a centrarse en la discusión de la sociedad soñada por cada quien.

El problema subyacente, a efectos analíticos, es que mientras esas diferencias sobrevuelan nuestra imaginación y mientras las etiquetas antes citadas (revolucionarios, radicales) suelen ser empleadas casi por inercia, todavía conviene precisar las razones por las cuales se puede hablar de autores que, a fuer de ser revolucionarios o radicales, pueden fomentar (o incluso desean profundizar) procesos de radicalización.

Es decir, conviene aclarar qué elementos de sus obras son susceptibles de aportar argumentos para esa radicalización (del pueblo o de los oprimidos o de los explotados o de la multitud, pues el lenguaje oscila). El objetivo último será establecer si existe un denominador común y cuál es su contenido, enfocado no desde el punto de vista del proyecto final pergeñado por cada autor, sino desde la perspectiva del discurso empleado para enfrentar a los ciudadanos entre sí y con el poder.

Por lo demás, las tesis de Carl Schmitt aparecerán de modo recurrente en este análisis, empezando por el siguiente epígrafe, que hará las veces de marco teórico. De nuevo, ello no presupone pretensión alguna de integrarlas con las propuestas de los demás autores en aquello que las mismas tengan de sustantivo

Empleo la palabra «sustantivo» en el sentido de proyectos o modelos de sociedad deseados: distribución de propiedades e ingresos, control sobre los recursos naturales, debate sobre las instituciones políticas formales, etc. (

Smulewicz-Zucker, G. y Thompson, M. (eds.) (2015). Radical Intellectuals and the subversión of Progressive Politics. London: Palgrave Macmillan. Disponible en: https://doi.org/10.1057/9781137381606

Smulewicz-Zucker y Thompson, 2015: 2-‍7
).

‍[1]
. Sin embargo, las lecturas que han dado pie a este artículo delatan no pocas similitudes de enfoque en aspectos esenciales para nuestro objeto de estudio, especialmente en su aparato crítico de los modelos jurídico-políticos al uso, tanto como en el modo de entender las relaciones entre actores políticos y entre estos y el poder establecido.

II. AMIGOS Y ENEMIGOS[Subir]

1. La política según Carl Schmitt[Subir]

Se atribuye a Carl Schmitt haber elevado a la categoría de concepto o fundamento básico de lo político la no tan inusual distinción entre amigo y enemigo. Esa distinción se suele aplicar, por ejemplo, a las relaciones internacionales para enfatizar la relación de antagonismo entre Estados que pugnan por algún derecho, prerrogativa o poder en un mundo esencialmente anárquico. Anárquico por naturaleza ( ‍Waltz, K. (1988) [1979]. Theory of International Politics. Buenos Aires: Grupo Editorial Latinoamericano. Waltz, 1988) o porque lo hemos construido como tal ( ‍Wendt, A. (1999). Social Theory of International Politics. Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/CBO9780511612183Wendt, 1999). La novedad reside en el establecimiento de un nivel similar de antagonismo puertas adentro de cada Estado, al que se supone no-anárquico (por definición). Es más, aunque Schmitt analiza casos diversos, centra su foco en Estados democráticos o Estados de derecho, a los que en ocasiones cataloga como «Estados legislativos» ( ‍Schmitt, C. (1971) [1932]. Legalidad y legitimidad. Madrid: Aguilar.1971: 11-‍12). De modo que esa dialéctica también aparece en su seno, con toda su crudeza.

Más allá de su conocida y muy citada idea según la cual la distinción entre amigo y enemigo en política es equivalente a la distinción entre lo bello y lo feo en estética, o entre lo bueno y lo malo en moral, o entre lo rentable y lo que no lo es en economía ( ‍Schmitt, C. (2009) [1932]. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Universidad. Schmitt, 2009: 56), lo realmente significativo es la consecuencia de establecer tal parámetro; porque esa diferencia lleva implícita la que existe entre el hostis (enemigo público) y el mero inimicus (adversario privado) así como que la hostilidad (en sentido estricto) supone la «posibilidad real de matar físicamente», dado que fomenta un «contexto de guerra civil» propio de una «confrontación armada» (ibid.: 58-59, 62-‍63).

Ello es así debido a que el concepto «enemigo» reflejaría una «realidad óntica» que «marca el grado máximo de intensidad de una unión o separación» (ibid.: 57). Lo cual equivale a un «concepto existencial de la política que aboca a un estado de guerra permanente» ( ‍Gonzalo, L. (2007). Anatomía del intelectual reaccionario. Madrid: Biblioteca Nueva. Gonzalo, 2007: 104). Alguno de los principales adalides de la revolución en nuestros días ha calificado la tesis de Schmitt como «ultrapolítica», añadiendo que eso conlleva «llevar el conflicto al extremo, mediante la militarización directa de la política» ( ‍Žižek, S. (2011). Carl Schmitt en la era de la post-política. En Ch. Mouffe (comp). El desafío de Carl Schmitt (pp. 35-59). Buenos Aires: Prometeo.Žižek, 2011: 49). Se podría afirmar, en definitiva, que Schmitt revierte a Clausewitz, de modo que concibe la política como la continuación de la guerra por otros medios. Pues bien: eso es lo que define una situación como política a ojos de Schmitt.

Así, el concepto manejado por el intelectual alemán apela a la confrontación violenta, por causas de política interna, en el marco de un Estado de derecho que le resulta insatisfactorio, con la mirada puesta en construir una nueva relación entre el pueblo y las instituciones. Las alternativas, a grandes trazos, estarían servidas

Schmitt alude al Estado «jurisdiccional», al Estado «gubernativo» y al Estado «administrativo», de modo que un ejemplo del primer tipo es un Estado confesional, guiado por criterios de derecho natural que subordina al positivo; en el segundo se refiere al supuesto del jefe de Estado que crea la ley, y el tercero, por el que muestra cierta simpatía, es un Estado volcado con las «grandes transformaciones» basadas en criterios de «conveniencia y utilidad» (

Schmitt, C. (1971) [1932]. Legalidad y legitimidad. Madrid: Aguilar.

Schmitt, 1971: 11-‍13
). Cita como ejemplo los criterios de «justicia material» (ibid.: 44-45).

‍[2]
. Lo importante, a nuestros efectos, es tomar nota de que se parte de un rechazo a la democracia, entendida como suele serlo en los Estados más avanzados, esto es, en términos de democracia representativa.

De hecho, las reglas de la democracia representativa y del Estado de derecho, incluyendo especialmente la necesidad de respetar sus procedimientos y sus mayorías (tanto simples como, en su caso, cualificadas —en función de la relevancia del tema abordado—), se le antojan demasiado superficiales además de limitativas

Solo las aceptaría en casos de sociedades dotadas de una «homogeneidad sustancial de todo el pueblo» (ibid.: 42). La tendencia a forzar esa homogeneidad delata el carácter antiliberal (a fuer de antidemocrático) de la obra del alemán, que nunca escondió que el liberalismo era el modelo a batir (

Schmitt, C. (2009) [1932]. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Universidad.

2009: 97-‍98
). Su estrategia pasa por suprimir la distinción entre Estado y sociedad civil mediante una repolitización de esferas de actividad que sean (al menos parcialmente) no-estatales y no-políticas, como la economía, la religión o la cultura (ibid.: 53). Sus críticas a los teóricos pluralistas más relevantes de su época. como Laski o Cole, son significativas y les acusa de destruir la «unidad de la comunidad» e incluso de negar la idea misma de «comunidad» (ibid.: 74).

‍[3]
, ya que Schmitt solo concibe la paz social tras la neutralización del hostis

A lo sumo, el soberano puede tolerar al enemigo, pero solo hasta que pone en cuestión su soberanía. Por esto la guerra siempre está presente bien virtual o realmente: en los periodos normales de paz, la guerra es virtual.

‍[4]
.

Cuestión distinta es que quien obtenga una mayoría de apenas el 51 % aproveche la oportunidad para convertirse en el «Estado mismo» (dejando de ser un mero partido) gracias a una «plusvalía política adicional» o «prima super-legal» que le permita ilegalizar a esa oposición (anulando la posibilidad de que emplee las instituciones representativas) que previamente ha sido tildada de «enemiga» ( ‍Schmitt, C. (1971) [1932]. Legalidad y legitimidad. Madrid: Aguilar.Schmitt, 1971: 46, 49). Pero, como añade a renglón seguido (ibid.: 52-53), eso conculca las reglas básicas de respeto al otro que decía defender el Estado de derecho (y que era su razón de ser). Ese Estado despectivamente denominado «Estado legislativo» —que él contempla como callejón sin salida— provocará que Schmitt busque una solución radical al entuerto planteado.

Nótese, en todo caso, que su empeño en soslayar las reglas del juego propias de ese Estado legislativo se antoja poco coherente con la apelación a que quienes vayan a ocupar la posición de un Estado con visos totalitarios

Schmitt apunta que el Estado «total» sería, a la sazón, el último peldaño en la evolución del Estado, tras la etapa absolutista y la del Estado «neutral» del siglo xix (ibid.: 53-54).

‍[5]
sean, de hecho, una mayoría, cuanto menos en el momento de hacerse con el poder. Porque si realmente lo fueren, podrían acceder al poder de un modo compatible con las reglas que luego pretenden cambiar y a pesar de ostentar dicha pretensión. Sin embargo, leyendo la obra de Schmitt aparece recurrente la sospecha de que tal mayoría es puramente imaginaria (aunque quizá también sea imaginada en su sustancia concreta) o, al menos, de que no es indispensable constatar que existe tal mayoría para cubrir los objetivos trazados.

De este modo, la actividad fundamental del soberano consiste en definir la relación de enemistad y en decidir si se da —o no— ese caso ( ‍Schmitt, C. (2009) [1932]. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Universidad. Schmitt, 2009: 65; cursiva mía). A ojos de Schmitt los «enemigos» son «todos los que no comparten la identidad establecida por el soberano» ( ‍Agapito, R. (2009). Introducción a El concepto de lo político. En C. Schmitt. El concepto de lo político (pp. 13-47). Madrid: Alianza Editorial. Agapito, 2009: 26). Es más, el soberano se constituye como tal a partir de esa decisión: la que fija el «enemigo interior»

De hecho, llega a afirmar que solo es tal soberano si culmina esa tarea con éxito (

Schmitt, C. (2009) [1932]. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Universidad.

2009: 69
).

‍[6]
( ‍Schmitt, C. (2009) [1932]. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Universidad. Schmitt, 2009: 75-‍76). No antes. No hay soberanía sino a través de dicha decisión ( ‍Villacañas, J. L. y García, R. (1996). Walter Benjamin y Carl Schmitt: soberanía y estado de excepción. Revista de Filosofía, 13, 41-60. Villacañas y García, 1996: 57). Lo cual sugiere que, en la teoría de Schmitt, el hecho en sí es más importante que el actor que lo genera

Mouffe avala esta interpretación cuando advierte que lo importante es la posibilidad de trazar una línea de demarcación entre aquellos que pertenecen al demos y los excluidos, siendo secundaria la cuestión de «la naturaleza de la similitud en la cual se basa la homogeneidad» (

Mouffe, Ch. (2011). Carl Schmitt y la paradoja de la democracia liberal. En Ch. Mouffe (comp). El desafío de Carl Schmitt (pp. 61-79). Buenos Aires: Prometeo.

Mouffe, 2011: 65
).

‍[7]
.

Aparentemente, el soberano se asoma a una posible identificación con el pueblo, que se erige en oposición al hostis; pero el soberano es, en realidad, quien constituye al pueblo a través de su decisión. Decisión que en la obra de Schmitt se opone a discusión ( ‍Hirst, P. (2011). El decisionismo de Carl Schmitt. En Ch. Mouffe (comp). El desafío de Carl Schmitt (pp. 19-33). Buenos Aires: Prometeo.Hirst, 2011: 22, 29). La presencia (siquiera sea virtual) del hostis es la condición de posibilidad del pueblo, como lo es del soberano. No obstante, el problema es conceptual: para Carl Schmitt los números son lo de menos.

Lógicamente, la gran trampa de la tesis del alemán radica en que con este juego de palabras logra excluir del pueblo a una parte del mismo (que quizá hasta sea mayoritaria). La primera aniquilación es conceptual. La decisión delimitará quién es o no alemán. Pero, más allá de la evidencia de dicha trampa semántica, lo relevante es tomar nota de que, rectamente entendida su teoría, ese «pueblo» ni siquiera existe a priori, sino que es el producto de un acto de construcción social a posteriori (o de construcción política

Empleo «construcción social» para conectarlo con las tesis de autores recientes, como Deutsch o Wendt, que insisten en lo artificial de estas oposiciones amigo/enemigo y de muchas construcciones de «pueblos», como también en el potencial desestabilizador de las mismas, ya que suelen generar casos de profecía autocumplida. Es decir, quienes no eran tales «enemigos», en el sentido de Schmitt, han terminado siéndolo como mecanismo defensivo/disuasorio frente a quienes los habían declarado como hostis.

‍[8]
, como diría Schmitt).

2. Precedentes del maximalismo schmittiano, en nombre del pueblo…[Subir]

Aunque Schmitt pasa por ser el gran teórico de la dialéctica indicada, el contenido y la fecha de sus textos indican que, razonablemente, ni fue el primero ni el más original de quienes optaron por esta estrategia de confrontación. De hecho, entre los grandes teóricos de la violencia política se encuentran varios precursores, entre los que destacan autores como Georges Sorel y Walter Benjamin. Ambos elaboraron aproximaciones destinadas a realizar otras tantas apologías del fenómeno, con la mirada puesta en forzar grandes cambios políticos. Claro que, yendo algo más atrás en el tiempo, podemos comprobar que revolucionarios exitosos hilvanaron apologías de la violencia a partir de los discursos o artículos cortos con los que trataron de justificar su propia práctica política, siendo Robespierre el caso más sobresaliente en esta dirección.

Lo que les une no es su proyecto político. Más bien, los une su modo de entender la política. Esa que luego recogerá (pero no inventará) Carl Schmitt: la tentativa de dividir la sociedad (su propia sociedad) en polos opuestos que, además, sean inconciliables, marcando líneas rojas y exigiendo la aniquilación (conceptual primero y finalmente física) del «otro», hasta el extremo de convertirse en la condición previa para alcanzar la paz social.

El de Arras añade un elemento interesante a su aproximación, que no es otro que justificar el genocidio ideológico a partir de una defensa enfática de la democracia más pura. Democracia, por lo tanto, rousseauniana antes que representativa. Aunque el lenguaje del mito aún no estaba bien establecido, la voluntad general jugaba ese rol. De hecho, la excusa más recurrente para administrar la pena capital era la acusación de defender «intereses particulares» que iban contra el «interés general» ( ‍Castro, D. (2013). Robespierre. La virtud del monstruo. Barcelona: Tecnos. Castro, 2013: 141). Ahora bien, uno de los más grandes problemas que asolaron a Robespierre, antes de ser víctima de su propia medicina, fue definir quién es el amigo y quién el enemigo.

Solo lo logró en un plano abstracto: el «pueblo» constituye el polo de la amistad, mientras que el «enemigo» está formado por quienes no encajan en la definición de «pueblo». Si esto se antoja tautológico, podría añadirse que el «pueblo» es la suma de gente que comparte (o constituye) la voluntad general, mientras que el «enemigo» está formado por quienes, no integrándose en su seno, tampoco hacen suyo el consejo de Rousseau: aceptar que estaban equivocados ( ‍Rousseau, J. J. (1980) [1762]. El contrato social. Madrid: Alianza Editorial. 1980: 109-‍110).

La concreción de esa dicotomía fue un quebradero de cabeza para Robespierre, agravado por la marcha de los acontecimientos. Aun basando su política en la «dialéctica del nosotros y ellos» ( ‍Castro, D. (2013). Robespierre. La virtud del monstruo. Barcelona: Tecnos. Castro, 2013: 127), así como en la permanente represión de la disidencia, para lo que no escatimaba esfuerzos, la «frontera (antagónica) interna»

Empleo esta palabra en el sentido que le da Laclau en su análisis de los populismos (

Laclau, E. (2005). La razón populista. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.

2005: 114, 195
). Aunque el problema de Robespierre, si contrastamos su obra con el marco teórico ofrecido por Laclau, sea que esa «frontera interior» se movió en la dirección equivocada: cada vez reunía menos adeptos, mientras que al otro lado aglutinaba más enemigos.

‍[9]
—auténtico juego de suma cero, aunque voluble por sus vaivenes— acabó dejando fuera a cada vez más capas de la población francesa.

De esta manera, Robespierre, el «amigo del pueblo», el «más benevolente hombre de Estado», el individuo dotado del «carácter más humano», a decir de otros defensores de la democracia más pura ( ‍Heinzen, K. (2006) [1849]. Murder and Liberty. A contribution for the «Peace-League» of Geneva. En D. Rapaport (comp). Terrorism. Critical Concepts in Political Science. Vol. 1. The first or Anarchist Wave (pp. 96-113). London; New York: Routledge. Heinzen, 2006: 102); el hombre merecedor de los elogios de Carl Schmitt por ser capaz de poner de rodillas al Estado de derecho en nombre del pueblo ( ‍Schmitt, C. (2009) [1932]. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Universidad. 2009: 76), empezó arengando a la población para que «castigara» a los monárquicos y terminó enviando a la guillotina a los integrantes de heterogéneas categorías sociales: desde nobles, vandeanos

Pidió públicamente el «exterminio» de los ciudadanos de la Vendée (

Castro, D. (2013). Robespierre. La virtud del monstruo. Barcelona: Tecnos.

Castro, 2013: 140
). Se calcula en unos 100 000 el número de muertos entre los contrarrevolucionarios de la Vendée, lo que equivale aproximadamente a un 15 % de su población en esa época.

‍[10]
, monjas

Si asistían a misas católicas (por oposición a la tentativa revolucionaria de crear su propia religión de Estado).

‍[11]
, moderados y/o neutrales

Žižek elogia a Robespierre destacando esa idea, muy del francés, de que quienes tiemblan o se soliviantan ante la furia de la violencia revolucionaria se delatan, «son culpables» y deben ser «castigados» (

Žižek, S. (2016) [2007]. Slavoj Zizek presenta a Robespierre. Virtud y Terror. Madrid: Akal.

Žižek: 2016: 18
).

‍[12]
, girondinos

Fueron liquidados como grupo opositor en mayo-junio de 1793, con apoyo de los sans-culottes, que ocuparon la Asamblea Nacional y se mezclaron con los diputados electos en los debates que dieron pie a ese dramático episodio de la eliminación física del «enemigo» (

Castro, D. (2013). Robespierre. La virtud del monstruo. Barcelona: Tecnos.

Castro, 2013: 306-‍309
).

‍[13]
y jacobinos contrarios a sus ideas

Hébertianos, dantonistas, etc

‍[14]
, así como también comerciantes

Desde finales de 1792 hubo casos de guillotinados bajo la acusación de négociantisme (

Castro, D. (2013). Robespierre. La virtud del monstruo. Barcelona: Tecnos.

Castro, 2013: 286
). Aunque los linchamientos de panaderos —impunes para el poder revolucionario— son anteriores.

‍[15]
y amas de casa que seguían pidiendo pan cuando él ya gobernaba

La reclamación de pan a buen precio fue uno de los desencadenantes de la Revolución. Pero el pan siguió siendo caro tras la Revolución. Así que Robespierre entendía que quienes en esos momentos reclamaban eso no merecían ser incluidos en el «pueblo», ya que formaban una «siniestra trama antirrevolucionaria» (ibid.: 292).

‍[16]
. Cuando tras la violencia desatada en agosto de 1792 es interpelado por la sangre derramada, Robespierre simplemente responde: «Ciudadanos ¿queréis una revolución sin revolución?» ( ‍Robespierre, M. (2016) [1792]. Respuesta a la acusación de Louvet. En S. Zizek. Slavoj Zizek presenta a Robespierre. Virtud y Terror (pp. 117-130). Madrid: Akal. 2016: 123). Es decir, la violencia no es una opción: es consustancial a la revolución.

Heinzen optará por señalar como «enemigos» de la revolución democrática a los líderes de países como Rusia, Austria o Prusia, es decir, a monarcas. Llegó a alentar el atentado contra Napoleón III… aunque este había triunfado en las urnas ( ‍Heinzen, K. (2006) [1849]. Murder and Liberty. A contribution for the «Peace-League» of Geneva. En D. Rapaport (comp). Terrorism. Critical Concepts in Political Science. Vol. 1. The first or Anarchist Wave (pp. 96-113). London; New York: Routledge. Heinzen, 2006: 102-‍104, 113). No muchos lustros más tarde, los anarquistas recogerán el guante. Las pulsiones al estilo de Robespierre no tardan en aparecer en su obra. En su opinión, quienes piensen que se puede hacer una revolución sin emplear la violencia son tildados de «traidores» y de «amigos de los reaccionarios», de modo que Heinzen (también) propone su eliminación mediante lo que da en llamar «asesinatos democráticos» (sic). Es más, tal como ya anticipaba Robespierre y como luego recupera Carl Schmitt, Heinzen cree que se trata de un requisito indispensable para llegar a vivir en paz. El problema que tuvieron los jacobinos, según Heinzen, es que no hubo suficientes «carnicerías» para culminar su reto (ibid.: 102).

El experimento del Terror (ultra-)democrático salió mal. Quizá porque esa revolución estaba repleta de contradicciones. De modo que fue desbordada por un izquierdismo sans-culotte y enragé insatisfecho con la moderación de los jacobinos en cuestiones socioeconómicas y desengañado ante la sospecha de que la revolución no dejara de ser una plataforma más del proyecto burgués ( ‍Guérin, D. (1974). La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa, 1793-1795. Madrid: Alianza Editorial. Guérin, 1974

Guérin destaca, para enfatizar el carácter de clase (burguesa) del llamado Incorruptible, el hecho de que desde finales de 1793 trató de frenar la eliminación de los restos de religión del escenario político (

Guérin, D. (1974). La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa, 1793-1795. Madrid: Alianza Editorial.

1974: 32
), aunque admite que Robespierre era a lo sumo un deísta, alejado de cualquier ortodoxia. Llama la atención este énfasis, ya que cuando Bakunin critica con contundencia a Robespierre por su «culto al Estado», le reconoce el mérito, desde su perspectiva, de haber «apartado las nubes de la religión» (

Bakunin, M. (2003) [1868]. Federalismo, socialismo y anti-teologismo. Antorcha. Disponible en: https://bit.ly/2ynbwND

Bakunin, 2003: 7, 16
). Lo que se deduce, a fuer de la inquina de los revolucionarios con la religión, es la necesidad de definir más contundentemente al «enemigo» como posible causa del fracaso revolucionario. Es decir, se larva un salto hacia adelante.

‍[17]
;  ‍Soboul, A. (1987). La revolución francesa. Principios ideológicos y protagonistas colectivos. Barcelona: Crítica. Soboul, 1987). En definitiva, para los intelectuales más radicales del siglo xix se impone una nueva oleada revolucionaria que refleje los intereses reales de un «pueblo» que en esta ocasión deberá ser definido, directamente, con parámetros de clase.

3. …Y en nombre de la clase[Subir]

A finales del siglo xix y principios del xx, aparecen varios intelectuales partidarios de romper con el orden burgués a partir de planteamientos de clase. En ocasiones son partidarios de establecer una fase de transición o dictadura del proletariado (Marx y Lenin) antes de alcanzar su meta. Otras veces plantean el paso del capitalismo al socialismo (Bakunin) o al comunismo (Kropotkin)

Mientras Bakunin defiende que la distribución de la producción debe tener en cuenta la aportación de cada individuo al resultado final («a cada cual, según su trabajo»), Kropotkin entiende que esa posibilidad todavía se corresponde con un sistema de salario (

Kropotkin, P. (1977) [1892]. La conquista del pan. Barcelona: Ediciones 29.

1977: 57
). Por su parte, plantea la conveniencia de que la retribución quede totalmente desconectada de cualquier criterio meritocrático, asumiendo que el único parámetro para la asignación de bienes son las necesidades de cada individuo (ibid.: 149), siendo eso lo que identifica como «comunismo» (ibid.: 160). Nótese, por otro lado, la simetría entre el argumento de Kropotkin y el de Marx en la Crítica del Programa de Gotha, ya que el alemán emplea exactamente la misma distinción para marcar las diferencias entre la fase meramente socialista y la auténticamente comunista de la revolución llamada a terminar con el orden capitalista (

Marx, K. (1973) [1875]. Crítica al Programa de Gotha. Moscú: Editorial Progreso.

Marx, 1973: 333-‍334
). Un orden que tanto Kropotkin como Marx —no así Bakunin— identifican con el principio «a cada cual según sus necesidades» (

Marx, K. (1973) [1875]. Crítica al Programa de Gotha. Moscú: Editorial Progreso.

1973: 335
).

‍[18]
sin tener que comulgar en el ínterin con un Estado con atribuciones reforzadas. Sin embargo, todos ellos fomentan discursos tendentes a movilizar a las masas en nombre de la lucha de clases o, en su caso, mediante la retórica (más antigua) de la lucha entre explotadores y explotados. Así, el concepto de pueblo progresivamente es sustituido por el de clase, pero con dos matices. En primer lugar, la clase oprimida aspira (como mínimo y en primera instancia) a representar los intereses (reales, es decir, con independencia de los niveles de conciencia de cada actor) de todo el pueblo. En segundo lugar (como máximo y en última instancia), la clase aspira a ser ella misma el único pueblo conceptualmente posible, de modo que el resto de clases deben desaparecer como tales (de nuevo, a nivel conceptual y, si hay resistencia, también físico). Por otra parte, los viejos problemas de Robespierre se mantienen latentes y emergen de modo constante porque el debate acerca de quién compone la clase dominada y, por ende, qué caracteriza al «pueblo», sigue sin resolverse de modo satisfactorio.

Bakunin ( ‍Bakunin, M. (2003) [1868]. Federalismo, socialismo y anti-teologismo. Antorcha. Disponible en: https://bit.ly/2ynbwND2003: 22), por ejemplo, aspiraba a atraer a su causa a sectores de la pequeña burguesía, especialmente comerciantes y artesanos, siempre que aceptaran el liderazgo de los obreros (en Europa Occidental) o bien de los campesinos (en los países eslavos). Eso significa que, al menos potencialmente, esas capas medias de la sociedad no serían parte del «enemigo». Podrían ser consideradas como meras «adversarias». Esa decisión (en el sentido schmittiano de la palabra) es muy relevante porque la inquina baja de nivel para los adversarios y tiene consecuencias sobre la seguridad de las personas

Algunos comunicados de ETA constituyen un buen ejemplo de este juego de palabras (y de conceptos). Por ejemplo, en la relación entre los terroristas y el PNV. Un texto de 1985 indicaba que el PNV (un partido burgués, a ojos de ETA, pero potencialmente útil para los objetivos de la banda) no era el «enemigo», sino solo el «adversario» (

Casanova, I. (2017). ETA, 1958-2008. Orkoien: Txalaparta.

Casanova, 2017: 313
). Ni que decir tiene, sin embargo, que empresarios vinculados al PNV, policías vascos a las órdenes de gobiernos del PNV y militantes del PNV también fueron asesinados por ETA… lo cual muestra una vez más la volubilidad de estas categorías.

‍[19]
. Ahora bien, no resuelve el problema ya que sigue habiendo enemigos a la vista. De hecho, la pugna entre explotadores y explotados continúa apareciendo en el horizonte conceptual de estos autores como una frontera que «divide la humanidad en dos campos hostiles» y promete hacerlo en forma de una «guerra perpetua» ( ‍Kropotkin, P. (2006) [1880]. El espíritu de la Revolución. En D. Rapaport (comp). Terrorism. Critical Concepts in Political Science. Vol. 1. The first or Anarchist Wave (pp. 115-121). London; New York: Routledge. Kropotkin, 2006: 116).

Por lo demás, sea cual sea la definición de clase escogida para liderar la revolución, Kropotkin es muy consciente de que solo cuenta con apoyos minoritarios, al menos en los primeros compases del proceso. Esto se deduce de cuestiones ya comentadas, pero que conviene aclarar en este momento. Ocurre que el sujeto revolucionario (sea cual sea su definición) se postula como el todo (el pueblo). Sin embargo, tiene un problema: no lo es. En términos arendtianos, diríamos que el sujeto revolucionario carece de poder (al carecer de suficiente apoyo social) y eso es, precisamente, lo que lleva a quienes lo lideran a postular el empleo de la violencia para forzar el cambio deseado ( ‍Arendt, H. (2011) [1969]. Sobre la violencia. Barcelona: Institut Català Internacional per la Pau.Arendt, 2011: 66, 119). La atrevida sinécdoque a través de la cual se identifica dicho sujeto revolucionario con el pueblo se explica tanto por la previa eliminación conceptual de quienes no están de acuerdo con esta postura, como por la convicción subjetiva de que los revolucionarios hacen lo que conviene a la mayoría. Mayoría que, claro está, es incapaz de saber lo que le conviene debido a los niveles de falsa conciencia que ha ido interiorizando a lo largo de los años. Esta es, al menos, la narrativa estandarizada.

Es interesante constatarlo, por cuanto demuestra, una vez más, el tono claramente antidemocrático de la tentativa

Excluir por este motivo implica, lógicamente, que los revolucionarios también podrían ser calificados como inconscientes de su verdadero interés, dada la sobrecarga demagógica sufrida en su proceso de radicalización.

‍[20]
. Pero Kropotkin tiene una solución para convertir la minoría en mayoría, que no es otra que provocar a los defensores del status quo, para que desplieguen una «represión salvaje» ( ‍Kropotkin, P. (2006) [1880]. El espíritu de la Revolución. En D. Rapaport (comp). Terrorism. Critical Concepts in Political Science. Vol. 1. The first or Anarchist Wave (pp. 115-121). London; New York: Routledge. 2006: 119). Lo que propone, en definitiva, es una de las primeras versiones conscientemente articuladas de la lógica «acción-reacción-acción», de modo que la minoría revolucionaria provoque al Estado y este, a través de la persecución de los primeros revolucionarios, genere un efecto rechazo que vaya sumando huestes al campo anarquista (ibid.: 117-120).

Los debates sostenidos en el seno del marxismo por esta cuestión son interminables e imposibles de abordar en estas páginas. Marx parte del entendimiento de la historia como lucha de clases que mantienen entre sí una relación de antagonismo, hasta el punto de que el gran objetivo de Marx es la desaparición de las mismas. O, lo que es lo mismo, la desaparición de la clase dominante —propietaria de los medios de producción— como condición de posibilidad de la emancipación de la humanidad, para así convertir en irrelevante el análisis de las clases sociales una vez alcanzado el final de la historia.

Para alcanzar esa meta, la violencia nunca fue descartada o hasta fue asumida como parte ineludible del proyecto. Las citas serían muy numerosas, ya que jalonan toda su obra: «El arma de la crítica no puede sustituir a la crítica por las armas», en la «Introducción para la Crítica a la Filosofía del derecho de Hegel» (1844); «Lucha sangrienta o nada, tal es el dilema inexorable», en Miseria de la Filosofía (1847); «Los comunistas [… ] proclaman abiertamente que sus objetivos solo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente», en el Manifiesto comunista (1848); «La violencia es la partera [o comadrona, según traducciones] de toda sociedad vieja preñada de la nueva», en El Capital (1867), o la revolución «por la fuerza de las armas» de la Crítica del Programa de Gotha (1875). En fin, no creo necesario perseverar en la evidencia, quedando el debate posible ceñido a si esa violencia a la que Marx apela sin ambages es causa o solo es mera consecuencia de la emergencia de una nueva sociedad ( ‍Arendt, H. (2011) [1969]. Sobre la violencia. Barcelona: Institut Català Internacional per la Pau.Arendt, 2011)

En opinión de Arendt y en puridad de conceptos, Marx nunca creyó que la nueva sociedad surgiera del empleo de la violencia, de la misma forma, dice, que el dolor de un parto no puede ser considerado como el factor causal del mismo (

Arendt, H. (2011) [1969]. Sobre la violencia. Barcelona: Institut Català Internacional per la Pau.

Arendt, 2011: 36
). Ahora bien, Arendt no puede menos que admitir que la violencia es consustancial al proyecto marxista, además de ser muy crítica con el marxismo (y sus derivados soviéticos) al sospechar que el advenimiento de la nueva sociedad traerá de la mano la clausura del debate político (ibid.: 48), añadiendo que ese tipo de proyectos, poco dados a asumir una res publica inclusiva, difícilmente pueden ser calificados como no violentos (ibid.: 105). En última instancia, la clave de este argumento hay que buscarla en otra obra de la misma autora, en la que se enfatiza la tendencia de estos movimientos a generar dinámicas totalitarias, basadas en la imposición del terror (

Arendt, H. (2017) [1948]. Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza Editorial.

Arendt, 2017
).

‍[21]
.

Pero aún tenemos que saber quién es qué en la obra de Marx. Él solía agrupar en el polo de los explotadores a grandes terratenientes y capitalistas, pero está bastante menos claro quién conforma, además del «proletariado urbano», el polo de los oprimidos llamados a hacer la revolución. En teoría, según sus propias palabras, ese proletariado urbano es presentado como «aliado y jefe natural» de los campesinos ( ‍Marx, K. (2003b) [1871]. La guerra civil en Francia. Madrid: Fundación Federico Engels.Marx, 2003b: 111), pero esa es simplemente la teoría. En realidad, Marx se siente muy defraudado por la postura conservadora de los campesinos, capaces de votar sistemáticamente por opciones contrarrevolucionarias, hasta el punto de afirmar lacónicamente que «el campesino francés eligió a Luis Bonaparte presidente de la república» ( ‍Marx, K. (2003b) [1871]. La guerra civil en Francia. Madrid: Fundación Federico Engels.Marx, 2003b: 73). Asimismo, se muestra contrariado ante la falta de compromiso de esos «republicanos burgueses» que, tan pronto asumen el poder, solo piensan en «asegurar la sumisión» de los obreros (ibid.: 62). Sus opiniones acerca del papel jugado por el lumpenproletariado son similares. Todo lo cual anticipa que las dudas acerca de la delimitación del sujeto revolucionario (e incluso acerca de su mera posibilidad) se prolongan entre los seguidores de sus tesis hasta llegar a nuestros días ( ‍Arendt, H. (2011) [1969]. Sobre la violencia. Barcelona: Institut Català Internacional per la Pau.Arendt, 2011)

Hannah Arendt admite y recalca ese aspecto y, a fortiori, a la luz de las experiencias de los años sesenta del siglo xx añade la brecha entre el sector de los estudiantes universitarios (colectivo muy minoritario en los tiempos de Marx) y los «trabajadores de todos los países». Tanto es así que ella llega a aludir a una «hostilidad» entre ambos colectivos (

Arendt, H. (2011) [1969]. Sobre la violencia. Barcelona: Institut Català Internacional per la Pau.

2011: 50
).

‍[22]
… y no siempre están avaladas por el optimismo.

El mismo Lenin necesitará disponer de una elite diferenciada para dirigir la revolución. De este modo, plantea que una «vanguardia» de los oprimidos se organice en la dictadura del proletariado para «aplastar a los opresores» ( ‍Lenin, V. (1986) [1917]. El Estado y la Revolución. Barcelona: Planeta-Agostini. Lenin, 1986: 130). El despliegue de la violencia física aparece otra vez como consustancial a esa dinámica, aunque admite que la revolución será más «sangrienta» al principio —en la fase de toma del poder—, de manera que la represión debería disminuir paulatinamente, a medida que se vayan sumando «masas armadas» a la iniciativa de esas vanguardias ( ‍Ouviña, H. y Cortés, M. (2007). Lenin y la revolución permanente contra el Estado. El problema de la transición hacia el comunismo. En M. Rey (ed.). Estado y marxismo: un siglo y medio de debates (pp. 93-128). Buenos Aires: Prometeo.Ouviña y Cortés, 2007: 104-‍107). Por lo demás, el ideal del «pueblo en armas» (léase: contra el enemigo interior) contiene claros resabios rousseaunianos.

En la obra de Lenin, la necesidad de contar con una capa dirigente revolucionaria que lidere un proceso al margen de la opinión de los liderados es perentoria. Lo es, debido tanto a las condiciones objetivas para lanzar la revolución (en un Estado esencialmente agrario) como a la débil conciencia de clase de los revolucionarios (con escasa presencia de obreros industriales). Lenin lo sabe. Por ello no está dispuesto a someter su proyecto a la aprobación de mayoría democrática alguna, sino que hará bandera de la negación de esta premisa, digamos, burguesa. Suya es la idea de que no hay que esperar a convocar un referéndum para obtener el 55 % de los votos ya que el revolucionario «ne s´autorise que de lui-même» ( ‍Žižek, S. y Daly, G. (2004). Conversations with Zizek. Cambridge: Polity Press.Žižek y Daly, 2004: 164). Idea, por cierto, que los revolucionarios de nuestros días, como el propio Žižek, hacen suya ( ‍Žižek, S. (2016) [2007]. Slavoj Zizek presenta a Robespierre. Virtud y Terror. Madrid: Akal. 2016: 32). En el fondo, Lenin comparte los problemas del resto de marxistas para definir el amigo, agravados por las peculiares circunstancias rusas. ¿Obreros, soldados, intelectuales, campesinos? ¿Y qué hacer con la pequeña burguesía? ¿Cuáles de ellos deberían engrosar la lista de enemigos de la revolución? ¿Quiénes podrían ser considerados meros adversarios con los que se pueda contar en ciertas fases de la revolución antes de quedar disueltos en el magma comunista? Déja vu…

Quizá por ello Balibar, uno de los principales avaladores de la interpretación de la dictadura del proletariado basada en la confluencia de La crítica del Programa de Gotha (1875) y El Estado y la Revolución (1917), en una línea que condensa la ortodoxia marxista-leninista (tan alejada del eurocomunismo como del estalinismo), añade un comentario relevante para nuestro objetivo. A saber: que aunque la idea inicial de Marx para esta etapa de transición era ir sumando a pequeño-burgueses, campesinos e intelectuales bajo la hegemonía del proletariado hasta llegar a confluir en un colectivo que pueda ser mayoritario ( ‍Balibar, E. (1977). Sobre la Dictadura del proletariado. Barcelona: Siglo xxi. Balibar, 1977: 101-‍102), no es menos cierto que este colectivo solo quedaría constituido como «clase» una vez se haya constituido como «clase dominante» ( ‍Balibar, E. (1977). Sobre la Dictadura del proletariado. Barcelona: Siglo xxi. 1977: 70). De nuevo, pues, subyace la idea de que la revolución no es la culminación de ninguna mayoría en acción. Ni siquiera de un sujeto revolucionario predefinido. Como mucho, podría ser el reflejo de una mayoría imaginaria y, quizás (solo quizás) imaginada.

III. DE MITOS Y VIOLENCIAS DIVINAS[Subir]

1. El mito en la obra de Sorel[Subir]

Sorel interpreta las dificultades relatadas en el epígrafe anterior como un factor de estancamiento para la causa revolucionaria y, como consecuencia de ello, establece su mayor aportación a nuestro objeto de estudio: la teoría del mito. Teoría, dicho sea de paso, muy de su época, pues conecta a la perfección con los incipientes estudios sobre la psicología de las masas ( ‍Le Bon, Gustave (2000) [1895]. La psicología de las masas. Madrid: Morata.v. gr. Le Bon, 1895).

Si la inconmensurabilidad del pueblo había llevado a teorizar el concepto de clase, ahora se aprecia un regreso a planteamientos que diluyen intencionadamente el sujeto revolucionario (o, al menos, su concreción). Lo cual no significa que estemos ante algo vacío de contenido porque Sorel, como Marx, sentía bastante más aprecio por el proletariado urbano que por el campesinado ( ‍Sternhell, Z. (2016). Georges Sorel: revisión del marxismo y nacimiento del fascismo. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 107-121). Torredembarra: FIDES.Sternhell, 2016: 116) y, también como Marx, sentía desdén por la burguesía, con especial inquina cuando se trata de valorar la ética de los «comerciantes» ( ‍Kolakowski, L. (2016). Georges Sorel ¿un marxista heterodoxo? En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp.79-105). Torredembarra: FIDES. Kolakowski, 2016: 100). Pero lo que sí significa es que se da prioridad a otra cosa, que aparece en otro nivel de análisis. Esa otra cosa es el mito, como tal, porque está llamado a ser, siempre según Sorel, lo único capaz de convertir una mera revuelta en una auténtica revolución ( ‍Sorel, G. (1973) [1906]. Reflexiones sobre la violencia. Buenos Aires: La Pléyade. 1973: 37)

Es significativo que en este párrafo Sorel no aluda como protagonista del evento ni al «pueblo» ni a la «clase», sino simplemente a una «multitud (apasionada)».

‍[23]
. De hecho, Sorel solía postularse como un marxista que había llegado a resolver la principal incógnita de la teoría de Marx, es decir, el medio a través del cual se podría desencadenar la revolución. La mecha que encienda el fuego, pero también, de alguna manera, la ilusión que ilumine el camino de los revolucionarios. Por eso, su intención no era «comentar», sino más bien «completar» la obra de Marx ( ‍Marx, K. (1973) [1875]. Crítica al Programa de Gotha. Moscú: Editorial Progreso. 1973: 40, 142, 152, 182).

¿Qué es, en definitiva, el mito soreliano? Se trata de una «explosión de la voluntad». Apela al sentimiento, no a la razón; pero esa explosión no es aleatoria, sino que se halla apegada a un motor de cambio. El mito no remite al pasado, sino al futuro, e incluso a la eternidad ( ‍Freund, J. (2016). Introducción a G. Sorel: el primer revolucionario conservador. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 21-43). Torredembarra: FIDES. Freund, 2016: 22). Eso, que puede parecer excesivamente etéreo o hasta pretencioso, tiene sus ventajas en términos domésticos. Por ejemplo, de ese modo el mito nunca es falso, sencillamente porque no puede ser refutado

Que eso sea poco científico (desde luego es algo que soliviantaría a Popper) a Sorel no le preocupa lo más mínimo, ya que el francés siempre abominó de lo que él llamaba despectivamente «pequeña ciencia» (positivista y empirista) (

Marx, K. (1973) [1875]. Crítica al Programa de Gotha. Moscú: Editorial Progreso.

1973: 151
). Aunque Marx también es crítico con esa ciencia empirista y positivista (a la que califica de burguesa) apuesta por el materialismo para superar esos enfoques en aras a lograr una mejor comprensión de la sociedad. Eso es algo que fue igualmente cuestionado por Sorel ya que, en su opinión, seguía tratándose de una «falsa ciencia» (

Sazbon, D. (2016). Georges Sorel. La descomposición del marxismo. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 175-188). Torredembarra: FIDES.

Sazbon, 2016: 184
). En este sentido, el francés se sitúa lejos de Marx, si no en el resultado (Marx fue objeto preferente de las diatribas de Popper, por similares motivos), sí al menos, en sus pretensiones.

‍[24]
. Lo que el mito evoca en la mente de las masas son imágenes, pero también sentimientos instintivos. «Imágenes» e «instinto» … la sombra de Le Bon se aprecia rápidamente ( ‍Le Bon, Gustave (2000) [1895]. La psicología de las masas. Madrid: Morata.2000: 38, 78-‍83, 141). De hecho, Sorel desprecia a las masas al decir cosas como que «los votantes franceses no comprenden nada de cuanto ocurre en política» o como que «la mayoría no está habituada a pensar» ( ‍Sorel, G. (1973) [1906]. Reflexiones sobre la violencia. Buenos Aires: La Pléyade. 1973: 78, 198). Su particular drama es que, a diferencia de otros intelectuales que compartan esas sensaciones, Sorel las necesita para su revolución.

El carácter eminentemente no democrático de su proyecto se desvela muy pronto. Sorel tiene que apoyarse en una minoría, que es la que sí comprende las cosas y la que sí piensa por sí misma (sic). Sin embargo, necesita más cosas: requiere que algo (¿algún milagro?) contribuya a que a esa minoría se le sumen ciudadanos hasta entonces inconscientes de la realidad que los envuelve.

Pues bien, el mito tiene encomendada esa labor milagrosa. El mito socialista es la huelga general revolucionaria. Una huelga violenta, sí o sí

Sorel pone especial cuidado en distinguir esta huelga revolucionaria de la típica huelga que busca lograr ventajas para los trabajadores, que denomina «huelga política». En este sentido, afirma que la primera es siempre violenta, mientras que la segunda puede serlo o no (

Sorel, G. (1973) [1906]. Reflexiones sobre la violencia. Buenos Aires: La Pléyade.

1973: 173
).

‍[25]
, que busca —al estilo de Kropotkin— que el Estado sea más duro para poder sumar adeptos. Llama la atención que Sorel se queje de lo moderados que son los Gobiernos burgueses, así como sus fuerzas de policía, llegando a calificarlos de «tímidos», «pusilánimes» y «cobardes» (ibid.: 72-74)

Freund destaca que Sorel no solo era crítico con la democracia representativa y el estado de derecho por considerarlos un obstáculo a su proyecto revolucionario, sino también al estar convencido de que la democracia «ablanda las almas» (

Freund, J. (2016). Introducción a G. Sorel: el primer revolucionario conservador. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 21-43). Torredembarra: FIDES.

Freund, 2016: 37
).

‍[26]
. Sorel desea más «represión» por parte del Estado para que el mito pueda hacerse realidad (ibid.: 88 y 95). De nuevo, la lógica acción-reacción-acción aparece con toda claridad.

Dándose esas condiciones, plantea esta huelga como un «drama» que busca «la destrucción del orden» a través de un «combate» que «anula la posibilidad de conciliación de contrarios» (ibid: 123 y 178). La tensión se da entre antagonistas llamados a una lucha sin cuartel. No es cuestión de rivalidades ni de competiciones ni de discusiones o debates que pretenden construir entre todos (desde la discrepancia, en su caso) una sociedad mejor. Otra vez estamos ante el amigo y el enemigo en el sentido de Schmitt. No en vano, Sorel también detesta la democracia porque bajo su égida se corre el riesgo de «mezclar las clases» y, con ello, de «debilitar» su antagonismo ( ‍Freund, J. (2016). Introducción a G. Sorel: el primer revolucionario conservador. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 21-43). Torredembarra: FIDES. Freund, 2016: 30;  ‍De Benoist, A. (2016). Descubrimiento y actualidad de la obra de G. Sorel. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 45-78). Torredembarra: FIDES. De Benoist, 2016: 52). Todavía más, a ojos de Sorel la violencia revolucionaria es «purificadora» ( ‍Sorel, G. (1973) [1906]. Reflexiones sobre la violencia. Buenos Aires: La Pléyade. Sorel, 1973: 115)

La noción de violencia revolucionaria purificadora será retomada décadas más tarde por Fanon, uno de los más vehementes avaladores de lo que él mismo definía como «violencia absoluta». El lenguaje de Sorel y el de Fanon son extremadamente similares. Por ejemplo, el antillano alude en repetidas ocasiones a la violencia «purificadora» que engendra «hombres nuevos» o un «nuevo tipo de hombre» (

Fanon, F. (1963) [1961]. Los condenados de la tierra. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.

1963: 80, 21, 148, respectivamente
). Fanon, por cierto, defiende la revolución en el contexto de una lucha por la independencia, es decir, en una síntesis nacionalista y socialista. Como veremos, en la etapa final de su vida Sorel abrazó lógicas similares. Pero los orígenes de esa tentación son más antiguos, ya que anarquistas actuales rescatan la «necesidad de destrucción» como «impulso creativo» en la obra de Bakunin (

Graeber, D. (2011). Fragmentos de antropología anarquista. Barcelona: Virus Editorial.

Graeber, 2011: 209
).

‍[27]
, lo que puede ser conectado con la creación del hombre nuevo sin el cual el proyecto revolucionario difícilmente será viable una vez desarrolladas —incluso con éxito— las primeras escaramuzas.

Las tesis de Sorel influyeron sobre las de Carl Schmitt, aunque a través de una interpretación del alemán que contiene rasgos propios. Para empezar, Schmitt opina que Marx ya definió un mito, que no era la huelga general revolucionaria, sino la «construcción del burgués como último enemigo de la humanidad» ( ‍Mayorga, J. (2003). Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Política y memoria en Walter Benjamin. México D. F.: Anthropos; Universidad Autónoma Metropolitana. Mayorga, 2003: 232). En cambio, Schmitt atribuye el carácter de «doctrina de la decisión activa directa» al mito de Sorel ( ‍Chun, S. (2016). Lecturas de Reflexiones sobre la violencia de Sorel: Walter Benjamin y Carl Schmitt. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 151-173). Torredembarra: FIDES. Chun, 2016: 167; cursiva mía). Es decir, Schmitt cree que el mito soreliano no es la consecuencia, sino la causa de la definición del enemigo. Está fuera de toda duda que Schmitt llegó a jactarse de ser uno de los primeros introductores de la obra de Sorel en Alemania ( ‍Rossi, L. A. (1999). El mito más fuerte reposa sobre lo nacional: Carl Schmitt, Georges Sorel y el concepto de lo político. Revista Internacional de Filosofía Política, 14, 147-166. Rossi, 1999: 147-‍148), sin perjuicio de que también realizara las críticas esperables ( ‍Hirst, P. (2011). El decisionismo de Carl Schmitt. En Ch. Mouffe (comp). El desafío de Carl Schmitt (pp. 19-33). Buenos Aires: Prometeo.Hirst, 2011: 26) a las tendencias anarquistas del francés.

Más allá de sus Reflexiones no es fácil definir todo el potencial del mito en la obra de Sorel. Parece que Sorel es el prototipo del radical que tiene más claro el enemigo que hay que batir que la definición de los apoyos adecuados para lograrlo. Tanto es así que, decepcionado por socialistas y anarquistas, pero cada vez más convencido de la necesidad de erradicar la sociedad liberal y su ética burguesa, no dudará en elogiar en los últimos años de su vida y sin apenas solución de continuidad a Maurras y su Action Française ( ‍De Benoist, A. (2016). Descubrimiento y actualidad de la obra de G. Sorel. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 45-78). Torredembarra: FIDES. De Benoist, 2016: 58)

Sorel romperá con ellos en 1914… ¡al considerarlos demasiado proclives a negociar con los demócratas!

‍[28]
, a Mussolini y a Lenin. La sorpresa podría ser, sobre todo, la presencia de los dos primeros, pero no hay dudas al respecto. Sorel «sintió una simpatía cada vez mayor por el fascismo, siguiendo la misma trayectoria que Mussolini (otro que en su juventud tonteó con el anarcosindicalismo)» ( ‍Graeber, D. (2011). Fragmentos de antropología anarquista. Barcelona: Virus Editorial. Graeber: 2011: 27) ‍[29]. Pero, ¿por qué razón? ¿Qué une su trayectoria a la que pocos años después seguirá el Duce?

La clave está en el nacionalismo. Sorel se acercó al nacionalismo como «mitología» ( ‍Kolakowski, L. (2016). Georges Sorel ¿un marxista heterodoxo? En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp.79-105). Torredembarra: FIDES. Kolakowski, 2016: 84). Probablemente porque el mito, como continente, puede serlo de un nuevo contenido. Así, de la huelga general revolucionaria pasamos a la nación, pero siempre con el mismo enemigo en mente (la burguesía y su ética hedonista y comercial). Dicho con otras palabras, en los últimos años de su vida Sorel «pone a la nación en el lugar del proletariado» ( ‍Sternhell, Z. (2016). Georges Sorel: revisión del marxismo y nacimiento del fascismo. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 107-121). Torredembarra: FIDES.Sternhell, 2016: 116-‍117)

De Benoist considera que Sorel nunca llegó tan lejos, no solo porque le costara encajar el nacionalismo, sino porque era antiestatalista (ibid.: 52-53). Sin embargo, esto explica mal los elogios de Sorel a Lenin cuando ya estaba en marcha la revolución rusa y Lenin estaba recibiendo críticas contundentes por parte de socialistas (v. gr. Rosa Luxemburgo) que veían con malos ojos su aprecio por el poder estatal. Por lo demás, el modo en el que Sorel elogió la Revolución de Octubre —esto es, aludiendo a que estaba «restituyendo el carácter específico de Rusia»— sugiere que el francés veía en ella algo más que un proyecto de clase (

Chun, S. (2016). Lecturas de Reflexiones sobre la violencia de Sorel: Walter Benjamin y Carl Schmitt. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 151-173). Torredembarra: FIDES.

Chun, 2016: 168
).

‍[30]
, por lo que todavía podría salvarse la imagen inicial del mito (como huelga general revolucionaria), pero empleándolo en beneficio de un nuevo sujeto revolucionario y contra un mismo enemigo, la sociedad burguesa, por la que Sorel sentía un «odio profundo» ( ‍Arendt, H. (2011) [1969]. Sobre la violencia. Barcelona: Institut Català Internacional per la Pau.Arendt, 2011: 90).

De alguna manera, ante las dificultades para acotar la clase, el sujeto revolucionario se desplaza para regresar a sus orígenes, pero con un añadido relevante: el nacionalismo transforma al «pueblo» en el actor de la revolución pendiente, de un modo similar (y con una intensidad similar) al modo en que la huelga general revolucionaria transformaba a las (meras) revueltas en auténticas revoluciones. Lo más relevante es que, según Sternhell, esta «síntesis» es la que «proporciona lo esencial de su primer contenido a la ideología fascista» ( ‍Sternhell, Zeev (1994). El nacimiento de la ideología fascista. Madrid: Siglo xxi. Sternhell, 1994: 131). Y, a fortiori, es la que explica también la biografía política no solo de Mussolini, sino también de algunos de los pensadores más importantes del fascismo, como Sergio Panunzio ( ‍De Benoist, A. (2016). Descubrimiento y actualidad de la obra de G. Sorel. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 45-78). Torredembarra: FIDES. De Benoist, 2016: 46).

2. La violencia divina en la obra de Benjamin[Subir]

La sombra de Sorel es muy alargada. Su eclecticismo contribuye a ello. Tanto, que su distinción entre la «huelga política» y la «huelga general revolucionaria» será el elemento nuclear a la hora de vertebrar la posición de Walter Benjamin en relación con la violencia política. El objetivo de Benjamin es diseccionar la violencia, analizándola como medio y prescindiendo de la concreción de sus fines, algo que lo hace especialmente útil para nuestro análisis.

Benjamin parte de la premisa que afirma que los positivistas tienden a legitimar los fines (que sean) solo si su logro se hace de acuerdo con los medios (potencialmente violentos o al menos coactivos) tolerados por el derecho vigente, mientras que los iusnaturalistas tienden a legitimar el empleo de cualquier medio (potencialmente violento) en función de los fines perseguidos. Concibe, en definitiva, una» violencia conservadora» y una «violencia fundadora del derecho».

La que acompaña al contrato social, para crear las condiciones de su existencia y para proyectar hacia el futuro la sensación de que dicho contrato estará razonablemente protegido, sería del segundo tipo. Como también lo sería la violencia desplegada por los sindicatos a través de sus huelgas en la medida en que tratan de forzar la aprobación de nuevas leyes según sus intereses ( ‍Benjamin, W. (2001) [1921]. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Barcelona: Taurus. Benjamin, 2001: 29). En cambio, la violencia ejercida por la «policía» en el día a día sería esencialmente del primer tipo. Lo importante, a ojos de Benjamin, es que la violencia debe contar con alguno de estos dos «predicados» para no ser simplemente definida como violencia «pirata». Por lo demás, como ya sucediera con Kropotkin o con Sorel, Benjamin se queja de que los Parlamentos son demasiado proclives a los arreglos pacíficos, incluso con quienes amenazan con el uso de la violencia en contra de la legalidad. Él cree que ya no hacen honor a la «violencia fundadora» de derecho que está en sus orígenes (ibid.: 33). Como puede apreciarse, la provocación para que los defensores del orden establecido tengan que emplear sus propios medios con contundencia vuelve a ocupar un lugar importante en este tipo de discursos.

Hasta aquí su radiografía de la relación entre el poder y la violencia es más o menos clásica. Incluso se antoja cercana a los estandarizados tópicos weberianos, aunque con los añadidos semánticos aportados por el autor para hacer la teoría un poco más suya. ¿Dónde reside, entonces, su originalidad?

Benjamin indica que tanto la violencia «fundadora» como la «conservadora» del derecho remiten a lo que él denomina como «fines de derecho» (sea cual sea, de nuevo, su fin concreto). En cambio, asume la posibilidad de que exista una violencia que no aspire a consolidar un «fin de derecho», sino que aspire al «fin(al) del derecho». Es aquí donde recupera la dicotomía soreliana en relación con los dos tipos de huelga porque si las huelgas «políticas» siguen apostando por un «fin de derecho» (reformas), las huelgas generales revolucionarias aspiran, según Benjamin, al «fin(al) del derecho». Dicho de otra manera, aspiran a terminar con el Estado, sea cual sea el contenido de su proyecto político concreto. Y ahí es donde apreciamos, por un momento, un pequeño salto mortal porque añade que la violencia que aspira a terminar con el derecho…

Esta afirmación muestra la debilidad lógica de la tesis de Walter Benjamin, ya que, a pesar de los pesares, su análisis sigue remitiendo a fines.

‍[31]
ni siquiera es violencia. Y añade que, debido a su «pureza» o «limpieza», es más bien una especie de violencia no violenta (ibid.: 36). Esta limpieza remite en todo caso a sus intenciones y no a su formato, que cabe suponer será de la máxima intensidad, de acuerdo con la gravedad de los objetivos trazados y la resistencia esperada.

De hecho, Benjamin termina su artículo aludiendo al carácter «divino» de esa violencia destructora en vez de negar su agresividad (ibid.: 41). Negar lo evidente no es fructífero, ni siquiera con circunloquios como el suyo. Así que la «violencia divina» de Benjamin puede ser vista como una tentativa de generar un nuevo mito a partir de la exacerbación de la versión básica del mito soreliano (que es su punto de partida). No en vano, el empleo de la palabra «divina» en la obra de Benjamin difícilmente remite a algún Dios, sino, precisamente, a algo mítico, insondable por la ciencia. Cumple, asimismo, la función de ser una violencia redentora, mientras que dicha redención pasa no ya por negar el derecho burgués, sino por negar el derecho mismo. En ese sentido, si parecía que Sorel había llegado a la cima, Benjamin lo desmiente y da un paso más al insinuar que la violencia que deriva del mito soreliano todavía es creadora de (un nuevo) derecho ( ‍Žižek, S. (2009). Sobre la violencia. Barcelona: Paidós. Žižek, 2009: 236), mientras que la divina lo impedirá en absoluto ( ‍Chun, S. (2016). Lecturas de Reflexiones sobre la violencia de Sorel: Walter Benjamin y Carl Schmitt. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 151-173). Torredembarra: FIDES. Chun, 2016: 165). Por tanto, aunque el concepto de violencia de Benjamin remita a lo mítico, va más allá del tipo concreto de mito establecido por su precursor.

Eso también implica el paroxismo de lo violento

Una de las máximas más citadas de su obra es la que alude a la «secreta admiración del pueblo» hacia el «gran criminal», pese a sus «actos repugnantes». La razón de ello residiría en la «simpatía de la multitud» hacia la «voluntad de violencia» contra el «derecho» (

Benjamin, W. (2001) [1921]. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Barcelona: Taurus.

Benjamin, 2001: 27
).

‍[32]
. La violencia divina remite a la ira. Es una violencia ciega que, a fortiori, recuerda los problemas de definición del sujeto capaz de accionarla, como ya ocurría con los autores antes trabajados (Schmitt incluido). Lo que sí explicita es que sería «la más elevada manifestación de la violencia a cargo del hombre» ( ‍Benjamin, W. (2001) [1921]. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Barcelona: Taurus. Benjamin, 2001: 44). Algunos revolucionarios contemporáneos, encantados de asumir ese legado, advierten que a lo que se refería Benjamin es a la violencia sin concesiones desplegada en la URSS contra los antibolcheviques, pero también a esa violencia que «surge de la nada», la de los suburbios de París y, sobre todo, a la violencia de Robespierre y el Terror de 1792-‍1793 ( ‍Žižek, S. (2009). Sobre la violencia. Barcelona: Paidós. Žižek, 2009: 20-‍21, 219-‍220).

La pretensión de Benjamin es maximalista, más allá de la concreción de su ejercicio: su violencia no pretende «reproducir el tiempo», sino que lo «clausura» ( ‍Villacañas, J. L. y García, R. (1996). Walter Benjamin y Carl Schmitt: soberanía y estado de excepción. Revista de Filosofía, 13, 41-60. Villacañas y García, 1996: 55). La dimensión escatológica es evidente. Las ansias de proclamar el final de la historia, simplemente, se deducen de ello. Pero la historia siempre sigue. Así que, como sucede siempre en estos casos, lo que está clausurando Benjamin es la (posibilidad de la) política.

La conexión con las tesis de Marx es patente. La obra de Benjamin puede despertar también simpatías entre los anarquistas. La razón se puede plantear en forma de una pregunta que resume bien la inquietud de los tres actores: si ya no hay derecho que proteger… ¿para qué queremos el Estado? Obviamente, queda la duda de si con estos mimbres se puede definir una situación en la que realmente no haya derecho que proteger, así como la sospecha —que se deduce de la duda anterior— acerca de si la violencia divina no dará pie a algún tipo de (nuevo) derecho, elaborado a su medida, contra la pretensión inicial —quizá sincera— del propio Benjamin.

IV. LENGUAJE (PSEUDO)PACIFISTA, A PESAR DE TODO[Subir]

Si nos limitamos a relatar las decisiones tomadas por algunos de estos autores cuando tuvieron la opción de asumir la responsabilidad de gobierno, podemos comprobar, por ejemplo, que Robespierre se negó a declarar la guerra a Austria en 1792 (contra la opinión de los girondinos), cosa que le ha servido para que intelectuales de nuestros días le tilden de «pacifista» ( ‍Žižek, S. (2016) [2007]. Slavoj Zizek presenta a Robespierre. Virtud y Terror. Madrid: Akal. Žižek, 2016: 8) a pesar de haber bendecido y estimulado unas conductas que otros revolucionarios no dudan en tildar de «actos de salvajismo» ( ‍Sorel, G. (1973) [1906]. Reflexiones sobre la violencia. Buenos Aires: La Pléyade. Sorel, 1973: 118). Algo similar sucede con su correligionario Saint-Just, que en su obra más emblemática defiende, por un lado, que «nunca más el suelo extranjero habrá de regarse con sangre francesa» y, por otro, tilda de «ingenua alegría» de ese pueblo, que es un «niño eterno», el hecho de que sus miembros «enarbolaran la cabeza de los más odiosos personajes en la punta de sus lanzas, bebiera su sangre, arrancara sus corazones y los comiera» ( ‍Saint-Just, L. (1965) [1791]. El espíritu de la revolución. Buenos Aires: Malinca Pocket. Saint-Just, 1965: 134 y 15-‍17).

Por su parte, pero en línea similar, no podemos omitir que Lenin retiró a la URSS in fieri del concurso en la Primera Guerra Mundial tras firmar un tratado de paz por separado con las potencias centrales (marzo de 1918). Aunque en ambos casos, lejos de sentimientos de solidaridad o empatía, el objetivo perseguido era minimizar la presión de los enemigos externos para centrarse en las revoluciones en marcha en sus respectivos países, lo que incluía la represión de los enemigos internos.

Otros autores trabajados en este artículo no llegaron a gobernar, pero también flirtearon con la retórica pacifista debido a que sus posturas maximalistas en relación con la política interior no han sido incompatibles (no siempre o no en todas las circunstancias) con discursos contrarios a las guerras entre Estados. Llama la atención, por lo paradójico de la situación, que Heinzen escriba uno de sus textos más incendiarios como Contribución a la Liga de la Paz

Aunque más que abrazar una teoría propiamente pacifista, alude al derecho a la legítima defensa. A partir de ahí, la explosión de violencia requerida para llevar a cabo sus fines, atentados terroristas incluidos, es planteada como un ejercicio de ese derecho (

Heinzen, K. (2006) [1849]. Murder and Liberty. A contribution for the «Peace-League» of Geneva. En D. Rapaport (comp). Terrorism. Critical Concepts in Political Science. Vol. 1. The first or Anarchist Wave (pp. 96-113). London; New York: Routledge.

Heinzen, 2006: 98
).

‍[33]
y que una de sus primeras reflexiones se refiera a la injusticia inherente a terminar con una vida «desde el punto de vista de la humanidad» ( ‍Heinzen, K. (2006) [1849]. Murder and Liberty. A contribution for the «Peace-League» of Geneva. En D. Rapaport (comp). Terrorism. Critical Concepts in Political Science. Vol. 1. The first or Anarchist Wave (pp. 96-113). London; New York: Routledge. 2006: 97). Paradójico porque Heinzen no tiene piedad con quienes identifica como enemigo interior.

En realidad, si por algo destaca Heinzen, además de por el odio detectable en sus textos, es por su ingenio para crear mecanismos de destrucción de bienes y vidas: desde bombas para descarrilar trenes hasta proyectiles con plomo derretido, pasando por técnicas de envenenamiento de agua, víveres y tabaco

Con preferencia por el uso de la estricnina y el empleo de sangre infectada de los moribundos.

‍[34]
(ibid.: 111-112). Incluso, siendo un avanzado a nuestra época, aboga por emplear minas contra personal y artefactos explosivos improvisados. Su fulgor se refrena a duras penas cuando analiza la posibilidad de emplear «armas de destrucción masiva» … debido a que son de difícil acceso para los revolucionarios … pero deja al margen cualquier consideración moral, habida cuenta de que, precisamente, uno de sus objetivos es la eliminación de los «escrúpulos morales» (ibid.: 110).

Heinzen no fue un caso aislado. También Bakunin y Marx hicieron contribuciones a la Liga de la Paz y la Libertad de 1867. Como las hizo Víctor Hugo, que no dudaba en afirmar amargamente que «dando una papeleta a los que sufren, se les priva de su fusil» ( ‍De Benoist, A. (2016). Descubrimiento y actualidad de la obra de G. Sorel. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 45-78). Torredembarra: FIDES. De Benoist, 2016: 50). El caso es que el primero de los aquí citados denominó a la suya Catecismo de la Fraternidad Internacional. Sin embargo, no podemos dejar de recordar que, al margen de las muestras de intolerancia recogidas en tan fraterno texto, incluyendo su aval a la impunidad de los revolucionarios que asesinen a los «sediciosos» ( ‍Bakunin, M. (2013) [1866]. Catecismo de la fraternidad internacional. Biblioteca Anarquista. Disponible en: https://bit.ly/2SJLT2WBakunin, 2013: 7), el ruso redactó un nuevo Catecismo (esta vez elaborado a cuatro manos con el terrorista nihilista Nechayev apenas tres años después del primero, en el que defiende —entre otras cosas— que el revolucionario debe estar dispuesto a «matar con sus propias manos» a quienes se opongan a la revolución ( ‍Bakunin, M. y Nechayev, S. (2014) [1869]. Catecismo revolucionario. Madrid: La Felguera Editores. Bakunin, 2014).

De hecho, la confluencia de sus tesis con las de Nechayev implica la asunción de todos los tópicos de la guerra entre grandes potencias, pero trasladadas a nivel de pugna política interna, incluyendo la facultad del «jefe» de la revolución para considerar a sus secuaces como «un capital que puede gastarse», algo que ningún otro líder revolucionario se había atrevido a plantear hasta entonces. E incluso supone algo más, como es el caso de que los propios revolucionarios aumenten denodadamente «los padecimientos y la miseria de las masas» ( ‍Camus, A. (2016) [1951]. El hombre rebelde. Madrid: Alianza Editorial.Camus, 2016) en una estrategia del tipo, cuanto peor, mejor.

Curiosamente, la antropología de muchos de estos autores no es pesimista; incluso llega a ser optimista. Los anarquistas destacan en este sentido. Probablemente se deba a una necesidad elemental de coherencia teórica: es difícil pensar en la viabilidad de una sociedad sin un Estado (que vele por el cumplimento de la ley y el respecto a las vidas y bienes de los demás) si antes no se confirma la bondad natural (al menos potencial) del ser humano. Los marxistas tratan de resolver ese gap conceptual mediante el rol ideológico y represivo de la dictadura del proletariado, pero los anarquistas, al negarse de modo expreso a aceptar esa transición hacia el comunismo, necesitan (lógicamente) de una mayor contundencia en la defensa argumental de esa bondad natural del ser humano. En otro caso su edificio conceptual caería derribado como un gigante con los pies de barro. Aun así, las frecuentes alusiones de los revolucionarios a la necesidad de concebir un hombre nuevo constituyen una prueba de que, de nuevo, estamos ante una tensión mal resuelta

Sorel lo reclama amparándose incluso en el existencialismo bergsoniano que tanto le influyó, de modo que ese «hombre nuevo» sería el producto del «movimiento de la conciencia creadora» (

Sorel, G. (1973) [1906]. Reflexiones sobre la violencia. Buenos Aires: La Pléyade.

1973: 36
).

‍[35]
.

La aproximación de Kropotkin es especialmente relevante, pues se inserta en el debate —para él, contemporáneo— sobre el darwinismo y lo hace con argumentos no exentos de originalidad. En su opinión, lo que la observación empírica muestra es que «entre los animales pertenecientes a la misma especie apenas se dan casos de cruenta lucha por los medios de subsistencia que la mayoría de los darwinistas (aunque no siempre el propio Darwin) consideran la característica dominante de la lucha por la vida y el factor principal de la evolución» ( ‍Kropotkin, P. (2009) [1902]. La ayuda mutua. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana. Kropotkin, 2009: 5; cursiva en el original).

Por el contrario, el príncipe ruso considera que es bastante más frecuente la observación de una «ayuda mutua y el apoyo mutuo llevados a un grado tal que me hizo sospechar en ello una peculiaridad de la máxima importancia para el mantenimiento de la vida, la preservación de cada especie y su ulterior evolución» (ibid.: 7). Su pretensión era darle la vuelta a Darwin, como Marx hizo con Hegel, pero Kropotkin no dudó en llamar a sus seguidores a una revolución que debía enfrentar a «hijos contra padres» así como a «hijas contra madres», en la que los «reformistas» eran despreciados como «cobardes» ( ‍Kropotkin, P. (2006) [1880]. El espíritu de la Revolución. En D. Rapaport (comp). Terrorism. Critical Concepts in Political Science. Vol. 1. The first or Anarchist Wave (pp. 115-121). London; New York: Routledge. 2006: 115, 117). De este modo, la única explicación posible para integrar el conjunto de sus argumentos es que el reino de la amistad, insinuado por la observación del comportamiento animal en las alejadas tierras siberianas, solo puede llegar a ser una realidad entre los seres humanos tras la aniquilación de los contrarrevolucionarios.

V. DISCREPANCIAS REVOLUCIONARIAS[Subir]

Como se ha comentado al inicio de este análisis, la presencia de elementos transversales no es óbice para afirmar algunas diferencias relevantes que afectan tanto al modelo de sociedad deseado por estos autores como, incluso, al instrumento concreto que desean emplear para canalizar dicho proyecto.

Las diferencias más relevantes enfrentan a quienes todavía defienden un rol para el Estado contra quienes recelan hasta tal punto del Estado (como tal) que prefieren pensar en una vía directa entre el status quo y la nueva sociedad. El añejo debate entre Marx y Bakunin es todo un clásico

Una obra divulgativa, útil para entender sus principales parámetros es la de Cranston (

Cranston, M. (1977). Un debate imaginario entre Carlos Marx y Miguel Bakunin. Barcelona: Tusquets.

1977
). Pero esas diferencias de proyecto son también evidentes entre los propios anarquistas en temas como la distribución de la riqueza, aunque eso extrapola los objetivos de este análisis.

‍[36]
y, en lo esencial, sigue vivo. Lenin lo hizo suyo, cuestionando —claro— el anarquismo, precisamente por no asumir la necesidad de la previa conquista del Estado para someter con sus armas a la burguesía, de modo que la sociedad sin propiedad privada, sin clases y, por ende, sin Estado, aún deberá esperar. Es interesante comprobar que Lenin, citando a Engels, llega a tildar a los anarquistas de «no revolucionarios» ( ‍Lenin, V. (1986) [1917]. El Estado y la Revolución. Barcelona: Planeta-Agostini. 1986: 95). Algo que, en un contexto como el suyo, se antoja próximo a la catalogación de los mismos como enemigos. De hecho, la experiencia soviética no tardará en confirmar esta hipótesis.

Por esas mismas razones (entre otras), los anarquistas cuestionan la figura de Robespierre, a quien acusan de fomentar no ya el Estado, sino algo que a sus ojos es aún peor, a saber, el culto a ese Estado. Como también han recelado, por cierto, de Rousseau, ya que su obra recorre el camino inverso al que todo anarquista desea recorrer; esto es, justifica pasar de la situación de mera naturaleza a la sociedad civil y al Estado. Todo ello pese a reconocer algún mérito a maestro y discípulo en la medida en que unos y otros comparten enemigo

Especialmente, terminar con el principio dinástico y con los restos del feudalismo o apoyar algunas de las reivindicaciones de los campesinos franceses (

Kropotkin, P. (1989) [1909]. The Great French Revolution 1789-1793. Montreal: Black Rose.

Kropotkin: 1989: 334, 345
). En cuanto a la capacidad para construir nuevas realidades, el príncipe ruso elogia las «comunas» (ibid.: 181).

‍[37]
. Pero hay otros puntos de fricción fundamentales entre Robespierre, Bakunin y Kropotkin, como el hecho de que los dos últimos, habiendo considerado al primero un radical a la hora de emplear la brutalidad del Estado ( ‍Bakunin, M. (2003) [1868]. Federalismo, socialismo y anti-teologismo. Antorcha. Disponible en: https://bit.ly/2ynbwNDBakunin, 2003: 7), lo consideran, en cambio, demasiado moderado a la hora de posicionarse en el debate acerca del derecho de propiedad. En efecto, los jacobinos eran demócratas (a su muy radical manera), pero no eran socialistas ni comunistas (de ninguna de las maneras).

Kropotkin considera a Robespierre como un traidor a la causa comunista, ya que el Incorruptible empleó su poder para enviar a la guillotina a los sectores más izquierdistas de la sociedad francesa de finales del siglo xviii, haciendo gala de una especial saña contra los anarquistas ( ‍Kropotkin, P. (1989) [1909]. The Great French Revolution 1789-1793. Montreal: Black Rose. 1989: 358). Como era de esperar, Kropotkin está más cerca de los sans-culottes que de la Convención, especialmente de aquellos revolucionarios a pie de obra que entran en la Asamblea Nacional y niegan el derecho (incluso el derecho de los revolucionarios) a legislar en nombre del pueblo, ya que el pueblo es ellos mismos y no puede serlo nadie más ( ‍Morris, B. (2018). Kropotkin. The Politics of Community. Oakland: PM Press. Morris, 2018: 230). Por su parte, Bakunin no le perdona que, pese a las persecuciones de religiosos, Robespierre manifestara en sus últimos meses en el poder querencias por una suerte de Ser Supremo ( ‍Bakunin, M. (2003) [1868]. Federalismo, socialismo y anti-teologismo. Antorcha. Disponible en: https://bit.ly/2ynbwND2003: 7). No es un caso extraño entre líderes políticos que nunca destacaron por su piedad, pero que están deseosos de investirse de poder o de consolidarlo ( ‍Cavanaugh, W. (2010). El mito de la violencia religiosa. Granada: Nuevo Inicio.Cavanaugh, 2010: 331-‍332). Aunque, dicho sea por añadidura, los fastos organizados por Robespierre para celebrar su ocurrencia denotan que probablemente él se veía a sí mismo como un ser semidivino.

Por su parte, Sorel renegó de unos y otros. Para empezar, de Robespierre y de los anarquistas. Durante muchos años, dado el tenor de sus reflexiones, no se vio en la necesidad de tomar precauciones ante la posible identificación de su obra con la del padre del Terror. Sin embargo, por la misma razón sí fue calificado de anarquista, a lo cual respondió con tajantes negaciones ( ‍Kolakowski, L. (2016). Georges Sorel ¿un marxista heterodoxo? En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp.79-105). Torredembarra: FIDES. Kolakowski, 2016: 103). Luego, en los últimos años de su vida, sus opiniones acerca de Maurras, Mussolini y Lenin convirtieron en superflua esa batalla de las etiquetas. Con toda seguridad, Sorel era más sindicalista que anarquista, aunque eso no impidió que también fustigara con dureza a los tradeunionistas, es decir, al sindicalismo reformista ( ‍Sorel, G. (1973) [1906]. Reflexiones sobre la violencia. Buenos Aires: La Pléyade. 1973: 124).

Mientras que su relación con el marxismo es, cuanto menos, compleja. Lo es porque si, por una parte, Sorel se postula como el llamado a completar la obra de Marx, por otra desmonta las principales fuentes de legitimación del marxismo; a saber, su pretendido carácter científico y la visión teleológica de la historia. Sorel (ibid.: 151-152) siempre entendió que el modo en que Marx trataba de subsumir la realidad en sus categorías abstractas (estructura, plusvalía, etc.), lejos de ser ciencia era puro «idealismo» filosófico ( ‍Sazbon, D. (2016). Georges Sorel. La descomposición del marxismo. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 175-188). Torredembarra: FIDES. Sazbon, 2016: 84). De hecho, una vez ha pasado por el cedazo de Sorel, del marxismo no queda más que una ética posible entre otras tantas, de la cual se puede obtener alguna inspiración para cambiar el mundo, aunque ni siquiera para cambiarlo en el sentido que Marx pretendía. Por ejemplo, Sorel nunca estuvo dispuesto a acabar con la propiedad privada de (todos) los medios de producción, cuando eso era un axioma para Marx.

En cambio, Schmitt pensaba que Sorel era demasiado anarquista, de manera que su proyecto se le antoja excesivamente «disgregador» ( ‍Chun, S. (2016). Lecturas de Reflexiones sobre la violencia de Sorel: Walter Benjamin y Carl Schmitt. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 151-173). Torredembarra: FIDES. Chun, 2016: 168). Lo cual no impidió que viera con buenos ojos la aproximación del francés a la crítica del «Estado legislativo» e, incluso, la dimensión decisional del mito en el sentido que Sorel le dio a esta idea, aunque Schmitt no dudó en afirmar que algunos de los fundamentos de su teoría (como la distinción amigo/enemigo) ya estaban presentes en el marxismo y, por supuesto, en el modo en que Robespierre fue capaz de exacerbar la división de la sociedad francesa en polos opuestos.

VI. CONCLUSIONES[Subir]

Los autores aquí tratados comparten diversas características que, a fuer de permitir ratificar su condición de revolucionarios o de radicales (algo que todos ellos acogerían con agrado), permiten asimismo acreditar que sus obras tienden a forzar (el verbo es intencionado) la aparición de dinámicas de radicalización ideológica y política. Son las siguientes:

  1. Presentar las discrepancias sociales y políticas internas en el nivel máximo de intensidad posible, mediante la dicotomía «amigo/enemigo». Esto introduce un elemento «construccionista» de la identidad del otro que conlleva una escalada semántica —pero también conceptual— a partir de la renuncia a parámetros menos hostiles (adversarios, competidores, rivales, etc). Asimismo, mediante esta estrategia delimitan lo que es o no «pueblo» a su antojo, estableciendo una frontera interna. Estos planteamientos delatan su incapacidad para concebir la «otredad», a no ser como modo de construir —a sensu contrario— su propia identidad, así como la postulación de este antagonismo como algo estructural, perpetuo y, por ello, irreversible. Lo que se busca no es diluir la crispación, sino incrementarla para provocar el conflicto social, ya que solo se concibe la paz social tras la eliminación del «otro».

  2. Disculpar, cuando no reclamar, el empleo de la violencia como medio para aniquilar al otro. De este modo, la aniquilación conceptual (predefinida a partir de la oposición «amigo/enemigo») anticipa la ulterior aniquilación física. Esa violencia suele ser descrita como redentora o como purificadora. De este modo se promueve su aceptación y/o promoción, incluso en sus expresiones más contundentes y despiadadas. E, incluso, procura que se proceda contra capas muy diversas de la población ante la sospecha de que se implican poco en la revolución in fieri (dado lo comentado en el párrafo anterior, son poco proclives a aceptar posturas neutrales, moderadas o simplemente matizadas con respecto a sus propios planteamientos, siempre maximalistas). De este modo, el escenario pergeñado lo es de «guerra permanente» y «sin cuartel». Esta lógica remite al hecho de que nada se opone a la causa que el revolucionario cree justa. Así las cosas, «cuando la Causa por la que se combate es nada menos que la Revolución o la Causa de la humanidad […] no se tiene derecho a comprometer mínimamente la victoria vacilando ante la pretendida infamia de ciertas armas, ante la aparente inhumanidad de ciertos medios» ( ‍Sánchez Ferlosio, R. (2007). Sobre la Guerra. Madrid: Destino.Sánchez Ferlosio, 2007: 45)

    Ni que decir tiene que Sánchez Ferlosio lo comenta a modo de crítica a esa inquina. Recoge, como ha quedado claro a lo largo de este análisis, que quienes realizan esta aproximación creen que el «mundo humano» solo es posible tras la «completa destrucción» del otro (

    Sánchez Ferlosio, R. (2007). Sobre la Guerra. Madrid: Destino.

    2007: 51
    ), sea cual sea su fisionomía. Este autor se refiere al hecho de que las teorías de la guerra justa habrían enfatizado tanto la Causa que, virtualmente, habrían prescindido de toda conmiseración por el enemigo (ibid.: 66-67), pero, curiosamente, parece más cierto que esas teorías de raíz tomista son más sensibles para con los derechos del enemigo en un conflicto entre Estados (ius in bello) de lo que lo son las teorías revolucionarias respecto de quien es definido como enemigo interior.

    ‍[38]
    .

  3. Crear y/o desarrollar un mito o similar a fin de crear mecanismos mentales que permitan incrementar el número de adeptos a la causa revolucionaria, así como su grado de implicación. El sentido del mito es no tener que rendir cuentas desde un punto de vista empírico. Es decir, aunque algunas de las teorías analizadas han ostentado pretensiones de cientificidad (no siempre y no todas ellas, por cierto), en todos los casos se plantea como horizonte un escenario escatológico indemostrado (y probablemente indemostrable). La pretensión última de esta estrategia es aislar e inmunizar a los nuevos creyentes de y contra cualquier intromisión de lógicas y cálculos racionales.

  4. Despreciar la democracia representativa, propia del Estado de derecho, así como el tipo de cultura política que constituye su razón de ser (tolerancia, debate, asunción del pluralismo como valor que defender, garantía de los derechos individuales, etc.). Pero su escepticismo se traslada a la democracia como tal, aunque esta palabra siga apareciendo en sus discursos. En realidad, los autores trabajados oscilan entre, por un lado, la duda (razonable) acerca de si en el momento de tomar la decisión de polarizar la sociedad ya gozan de una mayoría social favorable a sus postulados y, por otro, la convicción (fundada) de que no disponen de la misma. Por ello, plantean estrategias para sumar adeptos, a fin de poder sostener la iniciativa en el tiempo. Entre ellas destaca la dinámica acción-reacción-acción, con la mirada puesta en generar espirales de violencia

    Uno de los primeros autores en emplear la noción de «espiral de violencia» de un modo doctrinal fue Hélder Cámara. De acuerdo con su planteamiento, en efecto, la violencia revolucionaria se retroalimenta de la respuesta estatal, tratándose de una dialéctica difícil de evitar dado su componente estructural (

    Cámara, H. (1970). Espiral de violencia. Salamanca: Sígueme.

    Cámara, 1970: 81
    ). Se trata de una dinámica ascendente que, una vez más, recuerda la que es propia del conflicto armado entre Estados, pudiéndose llegar a un estadio de «guerra absoluta», incluso cuando la política trata de delimitar los fines del uso de la violencia (

    Clausewitz, K. (1999) [1827]. De la guerra. Madrid: Ministerio de Defensa.

    Clausewitz, 1999: 854
    ).

    ‍[39]
    . En todos los casos, esa falta de sensibilidad por la democracia trata de ser compensada con la idea de que los revolucionarios representan al conjunto del pueblo o, incluso, con la ilusión de que ellos son el pueblo. Lo cual nos retrotrae a lo comentado en el primer párrafo de estas conclusiones y cierra el circuito argumental.

NOTAS[Subir]

[1]

Empleo la palabra «sustantivo» en el sentido de proyectos o modelos de sociedad deseados: distribución de propiedades e ingresos, control sobre los recursos naturales, debate sobre las instituciones políticas formales, etc. ( ‍Smulewicz-Zucker, G. y Thompson, M. (eds.) (2015). Radical Intellectuals and the subversión of Progressive Politics. London: Palgrave Macmillan. Disponible en: https://doi.org/10.1057/9781137381606Smulewicz-Zucker y Thompson, 2015: 2-‍7).

[2]

Schmitt alude al Estado «jurisdiccional», al Estado «gubernativo» y al Estado «administrativo», de modo que un ejemplo del primer tipo es un Estado confesional, guiado por criterios de derecho natural que subordina al positivo; en el segundo se refiere al supuesto del jefe de Estado que crea la ley, y el tercero, por el que muestra cierta simpatía, es un Estado volcado con las «grandes transformaciones» basadas en criterios de «conveniencia y utilidad» ( ‍Schmitt, C. (1971) [1932]. Legalidad y legitimidad. Madrid: Aguilar.Schmitt, 1971: 11-‍13). Cita como ejemplo los criterios de «justicia material» (ibid.: 44-45).

[3]

Solo las aceptaría en casos de sociedades dotadas de una «homogeneidad sustancial de todo el pueblo» (ibid.: 42). La tendencia a forzar esa homogeneidad delata el carácter antiliberal (a fuer de antidemocrático) de la obra del alemán, que nunca escondió que el liberalismo era el modelo a batir ( ‍Schmitt, C. (2009) [1932]. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Universidad. 2009: 97-‍98). Su estrategia pasa por suprimir la distinción entre Estado y sociedad civil mediante una repolitización de esferas de actividad que sean (al menos parcialmente) no-estatales y no-políticas, como la economía, la religión o la cultura (ibid.: 53). Sus críticas a los teóricos pluralistas más relevantes de su época. como Laski o Cole, son significativas y les acusa de destruir la «unidad de la comunidad» e incluso de negar la idea misma de «comunidad» (ibid.: 74).

[4]

A lo sumo, el soberano puede tolerar al enemigo, pero solo hasta que pone en cuestión su soberanía. Por esto la guerra siempre está presente bien virtual o realmente: en los periodos normales de paz, la guerra es virtual.

[5]

Schmitt apunta que el Estado «total» sería, a la sazón, el último peldaño en la evolución del Estado, tras la etapa absolutista y la del Estado «neutral» del siglo xix (ibid.: 53-54).

[6]

De hecho, llega a afirmar que solo es tal soberano si culmina esa tarea con éxito ( ‍Schmitt, C. (2009) [1932]. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Universidad. 2009: 69).

[7]

Mouffe avala esta interpretación cuando advierte que lo importante es la posibilidad de trazar una línea de demarcación entre aquellos que pertenecen al demos y los excluidos, siendo secundaria la cuestión de «la naturaleza de la similitud en la cual se basa la homogeneidad» ( ‍Mouffe, Ch. (2011). Carl Schmitt y la paradoja de la democracia liberal. En Ch. Mouffe (comp). El desafío de Carl Schmitt (pp. 61-79). Buenos Aires: Prometeo. Mouffe, 2011: 65).

[8]

Empleo «construcción social» para conectarlo con las tesis de autores recientes, como Deutsch o Wendt, que insisten en lo artificial de estas oposiciones amigo/enemigo y de muchas construcciones de «pueblos», como también en el potencial desestabilizador de las mismas, ya que suelen generar casos de profecía autocumplida. Es decir, quienes no eran tales «enemigos», en el sentido de Schmitt, han terminado siéndolo como mecanismo defensivo/disuasorio frente a quienes los habían declarado como hostis.

[9]

Empleo esta palabra en el sentido que le da Laclau en su análisis de los populismos ( ‍Laclau, E. (2005). La razón populista. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.2005: 114, 195). Aunque el problema de Robespierre, si contrastamos su obra con el marco teórico ofrecido por Laclau, sea que esa «frontera interior» se movió en la dirección equivocada: cada vez reunía menos adeptos, mientras que al otro lado aglutinaba más enemigos.

[10]

Pidió públicamente el «exterminio» de los ciudadanos de la Vendée ( ‍Castro, D. (2013). Robespierre. La virtud del monstruo. Barcelona: Tecnos. Castro, 2013: 140). Se calcula en unos 100 000 el número de muertos entre los contrarrevolucionarios de la Vendée, lo que equivale aproximadamente a un 15 % de su población en esa época.

[11]

Si asistían a misas católicas (por oposición a la tentativa revolucionaria de crear su propia religión de Estado).

[12]

Žižek elogia a Robespierre destacando esa idea, muy del francés, de que quienes tiemblan o se soliviantan ante la furia de la violencia revolucionaria se delatan, «son culpables» y deben ser «castigados» ( ‍Žižek, S. (2016) [2007]. Slavoj Zizek presenta a Robespierre. Virtud y Terror. Madrid: Akal. Žižek: 2016: 18).

[13]

Fueron liquidados como grupo opositor en mayo-junio de 1793, con apoyo de los sans-culottes, que ocuparon la Asamblea Nacional y se mezclaron con los diputados electos en los debates que dieron pie a ese dramático episodio de la eliminación física del «enemigo» ( ‍Castro, D. (2013). Robespierre. La virtud del monstruo. Barcelona: Tecnos. Castro, 2013: 306-‍309).

[14]

Hébertianos, dantonistas, etc

[15]

Desde finales de 1792 hubo casos de guillotinados bajo la acusación de négociantisme ( ‍Castro, D. (2013). Robespierre. La virtud del monstruo. Barcelona: Tecnos. Castro, 2013: 286). Aunque los linchamientos de panaderos —impunes para el poder revolucionario— son anteriores.

[16]

La reclamación de pan a buen precio fue uno de los desencadenantes de la Revolución. Pero el pan siguió siendo caro tras la Revolución. Así que Robespierre entendía que quienes en esos momentos reclamaban eso no merecían ser incluidos en el «pueblo», ya que formaban una «siniestra trama antirrevolucionaria» (ibid.: 292).

[17]

Guérin destaca, para enfatizar el carácter de clase (burguesa) del llamado Incorruptible, el hecho de que desde finales de 1793 trató de frenar la eliminación de los restos de religión del escenario político ( ‍Guérin, D. (1974). La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa, 1793-1795. Madrid: Alianza Editorial. 1974: 32), aunque admite que Robespierre era a lo sumo un deísta, alejado de cualquier ortodoxia. Llama la atención este énfasis, ya que cuando Bakunin critica con contundencia a Robespierre por su «culto al Estado», le reconoce el mérito, desde su perspectiva, de haber «apartado las nubes de la religión» ( ‍Bakunin, M. (2003) [1868]. Federalismo, socialismo y anti-teologismo. Antorcha. Disponible en: https://bit.ly/2ynbwNDBakunin, 2003: 7, 16). Lo que se deduce, a fuer de la inquina de los revolucionarios con la religión, es la necesidad de definir más contundentemente al «enemigo» como posible causa del fracaso revolucionario. Es decir, se larva un salto hacia adelante.

[18]

Mientras Bakunin defiende que la distribución de la producción debe tener en cuenta la aportación de cada individuo al resultado final («a cada cual, según su trabajo»), Kropotkin entiende que esa posibilidad todavía se corresponde con un sistema de salario ( ‍Kropotkin, P. (1977) [1892]. La conquista del pan. Barcelona: Ediciones 29.1977: 57). Por su parte, plantea la conveniencia de que la retribución quede totalmente desconectada de cualquier criterio meritocrático, asumiendo que el único parámetro para la asignación de bienes son las necesidades de cada individuo (ibid.: 149), siendo eso lo que identifica como «comunismo» (ibid.: 160). Nótese, por otro lado, la simetría entre el argumento de Kropotkin y el de Marx en la Crítica del Programa de Gotha, ya que el alemán emplea exactamente la misma distinción para marcar las diferencias entre la fase meramente socialista y la auténticamente comunista de la revolución llamada a terminar con el orden capitalista ( ‍Marx, K. (1973) [1875]. Crítica al Programa de Gotha. Moscú: Editorial Progreso. Marx, 1973: 333-‍334). Un orden que tanto Kropotkin como Marx —no así Bakunin— identifican con el principio «a cada cual según sus necesidades» ( ‍Marx, K. (1973) [1875]. Crítica al Programa de Gotha. Moscú: Editorial Progreso. 1973: 335).

[19]

Algunos comunicados de ETA constituyen un buen ejemplo de este juego de palabras (y de conceptos). Por ejemplo, en la relación entre los terroristas y el PNV. Un texto de 1985 indicaba que el PNV (un partido burgués, a ojos de ETA, pero potencialmente útil para los objetivos de la banda) no era el «enemigo», sino solo el «adversario» ( ‍Casanova, I. (2017). ETA, 1958-2008. Orkoien: Txalaparta. Casanova, 2017: 313). Ni que decir tiene, sin embargo, que empresarios vinculados al PNV, policías vascos a las órdenes de gobiernos del PNV y militantes del PNV también fueron asesinados por ETA… lo cual muestra una vez más la volubilidad de estas categorías.

[20]

Excluir por este motivo implica, lógicamente, que los revolucionarios también podrían ser calificados como inconscientes de su verdadero interés, dada la sobrecarga demagógica sufrida en su proceso de radicalización.

[21]

En opinión de Arendt y en puridad de conceptos, Marx nunca creyó que la nueva sociedad surgiera del empleo de la violencia, de la misma forma, dice, que el dolor de un parto no puede ser considerado como el factor causal del mismo ( ‍Arendt, H. (2011) [1969]. Sobre la violencia. Barcelona: Institut Català Internacional per la Pau.Arendt, 2011: 36). Ahora bien, Arendt no puede menos que admitir que la violencia es consustancial al proyecto marxista, además de ser muy crítica con el marxismo (y sus derivados soviéticos) al sospechar que el advenimiento de la nueva sociedad traerá de la mano la clausura del debate político (ibid.: 48), añadiendo que ese tipo de proyectos, poco dados a asumir una res publica inclusiva, difícilmente pueden ser calificados como no violentos (ibid.: 105). En última instancia, la clave de este argumento hay que buscarla en otra obra de la misma autora, en la que se enfatiza la tendencia de estos movimientos a generar dinámicas totalitarias, basadas en la imposición del terror ( ‍Arendt, H. (2017) [1948]. Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza Editorial. Arendt, 2017).

[22]

Hannah Arendt admite y recalca ese aspecto y, a fortiori, a la luz de las experiencias de los años sesenta del siglo xx añade la brecha entre el sector de los estudiantes universitarios (colectivo muy minoritario en los tiempos de Marx) y los «trabajadores de todos los países». Tanto es así que ella llega a aludir a una «hostilidad» entre ambos colectivos ( ‍Arendt, H. (2011) [1969]. Sobre la violencia. Barcelona: Institut Català Internacional per la Pau.2011: 50).

[23]

Es significativo que en este párrafo Sorel no aluda como protagonista del evento ni al «pueblo» ni a la «clase», sino simplemente a una «multitud (apasionada)».

[24]

Que eso sea poco científico (desde luego es algo que soliviantaría a Popper) a Sorel no le preocupa lo más mínimo, ya que el francés siempre abominó de lo que él llamaba despectivamente «pequeña ciencia» (positivista y empirista) ( ‍Marx, K. (1973) [1875]. Crítica al Programa de Gotha. Moscú: Editorial Progreso. 1973: 151). Aunque Marx también es crítico con esa ciencia empirista y positivista (a la que califica de burguesa) apuesta por el materialismo para superar esos enfoques en aras a lograr una mejor comprensión de la sociedad. Eso es algo que fue igualmente cuestionado por Sorel ya que, en su opinión, seguía tratándose de una «falsa ciencia» ( ‍Sazbon, D. (2016). Georges Sorel. La descomposición del marxismo. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 175-188). Torredembarra: FIDES. Sazbon, 2016: 184). En este sentido, el francés se sitúa lejos de Marx, si no en el resultado (Marx fue objeto preferente de las diatribas de Popper, por similares motivos), sí al menos, en sus pretensiones.

[25]

Sorel pone especial cuidado en distinguir esta huelga revolucionaria de la típica huelga que busca lograr ventajas para los trabajadores, que denomina «huelga política». En este sentido, afirma que la primera es siempre violenta, mientras que la segunda puede serlo o no ( ‍Sorel, G. (1973) [1906]. Reflexiones sobre la violencia. Buenos Aires: La Pléyade. 1973: 173).

[26]

Freund destaca que Sorel no solo era crítico con la democracia representativa y el estado de derecho por considerarlos un obstáculo a su proyecto revolucionario, sino también al estar convencido de que la democracia «ablanda las almas» ( ‍Freund, J. (2016). Introducción a G. Sorel: el primer revolucionario conservador. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 21-43). Torredembarra: FIDES. Freund, 2016: 37).

[27]

La noción de violencia revolucionaria purificadora será retomada décadas más tarde por Fanon, uno de los más vehementes avaladores de lo que él mismo definía como «violencia absoluta». El lenguaje de Sorel y el de Fanon son extremadamente similares. Por ejemplo, el antillano alude en repetidas ocasiones a la violencia «purificadora» que engendra «hombres nuevos» o un «nuevo tipo de hombre» ( ‍Fanon, F. (1963) [1961]. Los condenados de la tierra. México D. F.: Fondo de Cultura Económica. 1963: 80, 21, 148, respectivamente). Fanon, por cierto, defiende la revolución en el contexto de una lucha por la independencia, es decir, en una síntesis nacionalista y socialista. Como veremos, en la etapa final de su vida Sorel abrazó lógicas similares. Pero los orígenes de esa tentación son más antiguos, ya que anarquistas actuales rescatan la «necesidad de destrucción» como «impulso creativo» en la obra de Bakunin ( ‍Graeber, D. (2011). Fragmentos de antropología anarquista. Barcelona: Virus Editorial. Graeber, 2011: 209).

[28]

Sorel romperá con ellos en 1914… ¡al considerarlos demasiado proclives a negociar con los demócratas!

[29]

La relación en sentido opuesto era aún más evidente, pues Mussolini admitió que Sorel era el autor que más influyó en su ideología ( ‍De Benoist, A. (2016). Descubrimiento y actualidad de la obra de G. Sorel. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 45-78). Torredembarra: FIDES. De Benoist, 2016: 52-‍53).

[30]

De Benoist considera que Sorel nunca llegó tan lejos, no solo porque le costara encajar el nacionalismo, sino porque era antiestatalista (ibid.: 52-53). Sin embargo, esto explica mal los elogios de Sorel a Lenin cuando ya estaba en marcha la revolución rusa y Lenin estaba recibiendo críticas contundentes por parte de socialistas (v. gr. Rosa Luxemburgo) que veían con malos ojos su aprecio por el poder estatal. Por lo demás, el modo en el que Sorel elogió la Revolución de Octubre —esto es, aludiendo a que estaba «restituyendo el carácter específico de Rusia»— sugiere que el francés veía en ella algo más que un proyecto de clase ( ‍Chun, S. (2016). Lecturas de Reflexiones sobre la violencia de Sorel: Walter Benjamin y Carl Schmitt. En J. Freund et al. El enigma Georges Sorel ¿Revisión del marxismo o prefascismo? (pp. 151-173). Torredembarra: FIDES. Chun, 2016: 168).

[31]

Esta afirmación muestra la debilidad lógica de la tesis de Walter Benjamin, ya que, a pesar de los pesares, su análisis sigue remitiendo a fines.

[32]

Una de las máximas más citadas de su obra es la que alude a la «secreta admiración del pueblo» hacia el «gran criminal», pese a sus «actos repugnantes». La razón de ello residiría en la «simpatía de la multitud» hacia la «voluntad de violencia» contra el «derecho» ( ‍Benjamin, W. (2001) [1921]. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Barcelona: Taurus. Benjamin, 2001: 27).

[33]

Aunque más que abrazar una teoría propiamente pacifista, alude al derecho a la legítima defensa. A partir de ahí, la explosión de violencia requerida para llevar a cabo sus fines, atentados terroristas incluidos, es planteada como un ejercicio de ese derecho ( ‍Heinzen, K. (2006) [1849]. Murder and Liberty. A contribution for the «Peace-League» of Geneva. En D. Rapaport (comp). Terrorism. Critical Concepts in Political Science. Vol. 1. The first or Anarchist Wave (pp. 96-113). London; New York: Routledge. Heinzen, 2006: 98).

[34]

Con preferencia por el uso de la estricnina y el empleo de sangre infectada de los moribundos.

[35]

Sorel lo reclama amparándose incluso en el existencialismo bergsoniano que tanto le influyó, de modo que ese «hombre nuevo» sería el producto del «movimiento de la conciencia creadora» ( ‍Sorel, G. (1973) [1906]. Reflexiones sobre la violencia. Buenos Aires: La Pléyade. 1973: 36).

[36]

Una obra divulgativa, útil para entender sus principales parámetros es la de Cranston ( ‍Cranston, M. (1977). Un debate imaginario entre Carlos Marx y Miguel Bakunin. Barcelona: Tusquets.1977). Pero esas diferencias de proyecto son también evidentes entre los propios anarquistas en temas como la distribución de la riqueza, aunque eso extrapola los objetivos de este análisis.

[37]

Especialmente, terminar con el principio dinástico y con los restos del feudalismo o apoyar algunas de las reivindicaciones de los campesinos franceses ( ‍Kropotkin, P. (1989) [1909]. The Great French Revolution 1789-1793. Montreal: Black Rose. Kropotkin: 1989: 334, 345). En cuanto a la capacidad para construir nuevas realidades, el príncipe ruso elogia las «comunas» (ibid.: 181).

[38]

Ni que decir tiene que Sánchez Ferlosio lo comenta a modo de crítica a esa inquina. Recoge, como ha quedado claro a lo largo de este análisis, que quienes realizan esta aproximación creen que el «mundo humano» solo es posible tras la «completa destrucción» del otro ( ‍Sánchez Ferlosio, R. (2007). Sobre la Guerra. Madrid: Destino.2007: 51), sea cual sea su fisionomía. Este autor se refiere al hecho de que las teorías de la guerra justa habrían enfatizado tanto la Causa que, virtualmente, habrían prescindido de toda conmiseración por el enemigo (ibid.: 66-67), pero, curiosamente, parece más cierto que esas teorías de raíz tomista son más sensibles para con los derechos del enemigo en un conflicto entre Estados (ius in bello) de lo que lo son las teorías revolucionarias respecto de quien es definido como enemigo interior.

[39]

Uno de los primeros autores en emplear la noción de «espiral de violencia» de un modo doctrinal fue Hélder Cámara. De acuerdo con su planteamiento, en efecto, la violencia revolucionaria se retroalimenta de la respuesta estatal, tratándose de una dialéctica difícil de evitar dado su componente estructural ( ‍Cámara, H. (1970). Espiral de violencia. Salamanca: Sígueme. Cámara, 1970: 81). Se trata de una dinámica ascendente que, una vez más, recuerda la que es propia del conflicto armado entre Estados, pudiéndose llegar a un estadio de «guerra absoluta», incluso cuando la política trata de delimitar los fines del uso de la violencia ( ‍Clausewitz, K. (1999) [1827]. De la guerra. Madrid: Ministerio de Defensa. Clausewitz, 1999: 854).

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