RESUMEN
¿Obliga una Constitución a aquellas generaciones distintas de las que la aprobaron? ¿Debería cada generación aprobar su propia Constitución? Estos interrogantes fueron objeto de debate en la Asamblea Nacional francesa a lo largo de la elaboración de la Déclaration des Droits de l’Homme et du Citoyen y de la Constitución de 1791. Tanto en el pensamiento político inglés como en la Revolución norteamericana pueden hallarse algunos precedentes de ese mismo debate. De hecho, el núcleo de la discusión era la misma en todos esos países: la oposición entre una Constitución histórica (que cada generación heredaba, quedando impedida para aprobar otra nueva) y una Constitución formal (que el pueblo creaba a su voluntad). Pero entre los revolucionarios franceses el debate adquirió una intensidad mayor debido a la injerencia de la teoría del poder constituyente. El dilema era responder a dos cuestiones sustanciales: ¿podía el poder constituyente actual imponer a las futuras generaciones que renovasen periódicamente la Constitución? Y, por otra parte, ¿podía ese mismo poder impedir que la generación actual (es decir, el «soberano vivo») cambiase la Constitución durante un determinado plazo?
Palabras clave: Constitución; generación; poder constituyente; reforma constitucional.
ABSTRACT
Does a Constitution impose obligations on those generations that follow the one that approved it? Should each generation pass its own Constitution? These questions were discussed by the French National Assembly during the elaboration of both the Declaration des Droits de l’Homme et du Citoyen and the 1791 Constitution. Some precedents can be found in both English political thought and in the American Revolution. In fact, the core of the debate was the same in those countries: the opposition between an historical Constitution (which was inherited by each generation, unable to create a new one) and a formal Constitution (which could be created as the will of the people). But among French revolutionaries the debate was more intense, due to the theory of “constituent power”. The dilemma was whether current constituent power could force future generations to periodically renew the Constitution? In other words, could that power prevent the current generation (that is, the “living sovereign”) from changing the Constitution until a certain future deadline?
Keywords: Constitution; generation; constituent power; constitutional revision.
SUMARIO
El 6 de septiembre de 1789, Thomas Jefferson remitía una misiva a su colega James Madison en la que le comentaba una idea que había estado gestando:
Es posible concluir que ninguna sociedad puede elaborar ni una Constitución ni una ley perpetuas. La Tierra pertenece siempre a las generaciones vivas. Ellas deben por tanto gestionarla y dirigirla como deseen durante su usufructo. También son dueños de sus propias personas, y en consecuencia pueden gobernarse como deseen […]. En su curso natural, la Constitución y las leyes de sus predecesores se extinguen junto con aquellos que les han dado vida. Esto les permite conservar su ser hasta que cesan, y no más. Por tanto, cada Constitución y ley expira naturalmente cuando transcurren diecinueve años. Si se perpetuase durante más tiempo se trataría de un acto de fuerza, y no de derecho ( Ford, P. L. (ed.) (1904). The Works of Thomas Jefferson (vol. 4). New York: The Knickerbocker Press.Ford, 1904: 9)[2].
Bajo tal prisma, las constituciones no eran más que un producto «generacional», con una vida limitada al de la propia población que las habían acordado y sin valor vinculante para sus sucesores. Aquel revolucionario que durante décadas se había considerado como ciudadano británico sujeto a unas leyes ancestrales que se remontaban al siglo xiii, consideraba que la neonata Constitución federal —con apenas dos años de vida— tenía sus días contados: se trataba de un producto perecedero que la siguiente generación tendría que desechar y sustituirlo por otro nuevo. Para Jefferson, la generación presente disponía del artículo V de la Constitución, que regulaba el procedimiento de enmienda, para acometer arreglos parciales, pero a los diecinueve años de aprobada la norma fundamental era preciso abordar un nuevo proceso de construcción nacional.
La meditada respuesta de Madison llegaría unos meses más tarde. El 4 de febrero de 1790 mostraba su discrepancia con una idea que, si bien audaz, consideraba inexacta e impracticable ( Madison, J. (2005). República y libertad. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Madison, 2005: 101-106). En términos estrictamente políticos, el estadista de Virginia esgrimía que una norma sometida a tal interinidad no dispondría de tiempo suficiente para consolidarse ante la opinión pública. La caducidad constitucional convertiría además al Gobierno federal en una autoridad extremadamente frágil, sujeta a los vaivenes políticos y a las mentalidades cambiantes. Por si fuera poco, Madison vaticinaba que cuando se aproximase el momento del relevo constitucional emergerían nuevas facciones políticas. Y estas, en la mentalidad de Madison, representaban elementos distorsionadores del sistema: de hecho, en The Federalist, uno de los argumentos que había esgrimido a favor del Gobierno nacional fuerte consistía precisamente en su virtualidad para contener las «facciones» y el «espíritu de partido», que tenían una naturaleza disgregadora ( Hamilton, A., Madison, J. y Jay, J. (1989). The Federalist. Maddletown: Wesleyan University Press.Hamilton et al., 1989: 56-65).
En términos más estrictamente jurídicos la propuesta de Jefferson tampoco se le antojaba atinada a Madison. Resultaba inexacto considerar que una generación estuviese desvinculada de las normas aprobadas con anterioridad a ella. Todas las normas y pactos se sustentaban en un consentimiento tácito, de modo que, mientras no se manifestase una oposición positiva y expresa a tales reglas, estas debían considerarse refrendadas por la voluntad de las generaciones vivas. Si el planteamiento de Jefferson resultase cierto, incluso el pacto social —surgido por unanimidad— debía considerarse vigente solo durante esos mismos diecinueve años, transcurridos los cuales los individuos retornarían al estado de naturaleza y sería preciso concertar un nuevo convenio —por idéntica unanimidad— para constituir una sociedad y un Estado nuevos.
Aunque este cruce epistolar entre Jefferson y Madison tuvo lugar tras la aprobación de la Constitución federal, en realidad el problema «generacional» se había planteado en las antiguas colonias con anterioridad, si bien desde otros puntos de vista. El primero de ellos, surgido en los albores de la Revolución americana, sirvió para cuestionar las Intolerable Acts acudiendo a la autoridad del common law. En efecto, cuando las colonias todavía creían poder resolver sus tensas relaciones con la metrópoli, sus reclamaciones ante Jorge III y el Parlamento británico se sustentaron en el derecho que les asistía como súbditos ingleses a gozar de las libertades civiles y políticas de Gran Bretaña, acudiendo, muy en particular, al principio de no taxation without representation. Un principio expresamente referido en las resoluciones del Stamp Act Congress (19 de octubre de 1765) ( Frohnen, B. (ed.) (2002). The American Republic. Primary Sources. Indianapolis: Liberty Fund.Frohnen, 2002: 117) y reiterado casi dos lustros después en la Declaration and Resolves of the First Continental Congress (14 de octubre de 1774), donde se recordaba que: «Nuestros ancestros, que se establecieron por vez primera en estas colonias, procedían al tiempo de su emigración de la madre patria y estaban investidos con todos los derechos, libertades y prerrogativas que les corresponden a los súbditos libres y ciudadanos dentro del reino de Inglaterra».
Ahora bien, no solo los migrantes nacidos en la metrópoli habían disfrutado de los derechos inherentes a su condición de británicos, sino que sus descendientes los habían heredado: «Que por tal emigración de ninguna manera perdieron, renunciaron o fueron privados de esos derechos, sino que tanto ellos antaño, como sus descendientes ahora, están investidos con su ejercicio y disfrute, en la medida que las circunstancias locales y de otra índole los habilite a ejercerlos o disfrutarlos» ( McClellan, J. (2000). Liberty, Order, and Justice. Indiana: Liberty Fund.McClellan, 2000: 172).
A idéntica conclusión había llegado la Asamblea de Pensilvania en 1765: los derechos
en calidad de ingleses habían sido transmitidos por los migrantes a su «posteridad».
Nada distinto de lo que había sostenido el propio fundador de la colonia, William
Penn, cuyos escritos se referían constantemente a los «derechos de nacimiento» que
habían heredado como ingleses ( Murphy, A. R. (ed.) (2002). The Political Writings of William Penn. Indianapolis: Liberty Fund.Murphy, 2002: 26, 47, 75, 79, 82, 292, 385, 394). De este modo, la pretensión de los próceres coloniales era mantener la esencia
de la Constitución británica, de la que se consideraban parte. De ahí que el sacerdote
John Tucker advirtiese que aquella, formada por la experiencia y sabiduría acumuladas
durante eras, debía permanecer inviolable, bendiciendo de este modo también a las
generaciones futuras ( Hyneman, C. S. y Lutz, D. S. (1983). American Political Writing during the Founding Era (vol. 1). Indianapolis: Liberty Fund.Hyneman y Lutz, 1983: 174). En definitiva, el common law británico aparecía como un derecho que se transmitía de generación en generación,
incluso entre aquellos que se hallaban separados de la metrópoli por un océano que
no les privaba de su condición de ingleses. De hecho, el expreso reconocimiento a
la vigencia del common law figuraría en las Acts and Orders de Rhode Island (1647), en An Act for the Liberties
of the People (1638) de Maryland, y en los Articles, Laws and Orders, Divine, Political
and Martial (1610-1611) de Virginia ( Lutz, D. S. (ed.) (1988). Colonial Origins of the American Constitution. Indianapolis: Liberty Fund.Lutz, 1998: 187-195, 319), si bien se consideraban igualmente vinculantes en las demás colonias. Este ligamen
generacional al common law se mantuvo incluso tras la emancipación de las colonias: muchos de los estados nacientes
acogieron como suya esa normativa británica a la que se habían acostumbrado durante
sus años como súbditos del Imperio, a pesar incluso de que en ocasiones resultaba
difícil de compatibilizar con el nuevo sistema político establecido ( Swindler, W. F. (1976). «Rights of Englishmen» since 1776: Some Anglo-American Notes.
University of Pennsylvania Law Review, 124 (5), 1083-1103. Disponible en:
El recurso a las generaciones futuras fue empleado durante la Revolución americana también en otro sentido bien distinto: como argumento para concienciar a los colonos sobre la necesidad de adoptar las medidas políticas que no solo les resultasen beneficiosos a ellos, sino también a sus descendientes. Así se percibe en diversos sermones electorales como los declamados por Simeon Howard ( Howard, S. (1780). A sermon preached before the Honorable Council, and the Honorable House of Representatives of the state of Massachusetts-Bay. Boston: John Gill.1780: 39), Gad Hitchcock, Zabdiel Adams ( Hyneman, C. S. y Lutz, D. S. (1983). American Political Writing during the Founding Era (vol. 1). Indianapolis: Liberty Fund.Hyneman y Lutz, 1983: 300, 563, 566) o el escrito anónimo firmado por Amicus Republicae, donde advertía que:
Las acciones políticas de esta generación pueden tener influencia en las acciones y en la situación política de las generaciones de siglos venideros. Si el pueblo de estos Estados apoya ahora a sus Gobiernos, los establece y cultiva las virtudes que conducen a la felicidad nacional, las generaciones futuras estarán en condiciones de obtener sabiduría, libertad y bendiciones que pueden prolongarse durante siglos ( Hyneman, C. S. y Lutz, D. S. (1983). American Political Writing during the Founding Era (vol. 1). Indianapolis: Liberty Fund.Hyneman y Lutz, 1983: 654).
Se trataba de una perspectiva bien distinta a la previamente apuntada, y que cobró fuerza a medida que los lazos con la metrópoli empezaron a quebrarse de forma definitiva. Superando la visión de los «derechos como ingleses», los colonos comenzaron a apelar al derecho natural y, con él, a la necesidad de adoptar decisiones políticas valientes que garantizasen la felicidad de las generaciones futuras, aun a costa del sufrimiento propio; decisiones que entrañaron primero la Declaración de Independencia (1776), a continuación la creación de estados independientes con sus respectivas Constituciones (1776-1777), luego los artículos de la Confederación para unirlos (1781) y, finalmente, la Constitución federal de 1787, que apelaba en su preámbulo a las generaciones futuras al fijar como objetivo «asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la libertad».
Todas estas referencias muestran que la cuestión generacional que debatieron Jefferson y Madison contaba con precedentes en el propio territorio norteamericano, aunque planteados desde una perspectiva distinta. También en la otrora madre patria, Gran Bretaña, las menciones a las generaciones futuras tuvieron trascendencia en un novedoso debate: la alternativa entre el concepto formal de Constitución que se estaba gestando en la Francia revolucionaria, y el de sesgo histórico y consuetudinario que caracterizaba al sistema político inglés.
Los principales protagonistas de esta polémica fueron Edmund Burke y Thomas Paine, en sus respectivas reflexiones sobre la Revolución francesa. El primero —igual que harían otros líderes whig como Charles James Fox, y tories como William Pitt— oponía a los excesos que estaba padeciendo el país vecino la tranquilidad pública que se lograba con una Constitución forjada durante eras, transmitida y mejorada de generación en generación. El sistema inglés se basaba, pues, en su perfeccionamiento, pero no en elaborar un edificio de nueva planta, como se estaba confeccionando en Francia. Una experiencia que en Inglaterra solo se había intentado durante la Commonwealth de Oliver Cromwell a través del Agreement of the People (1647) y el Instrument of Government (1653) pergeñado por los levellers y que David Hume había descrito despectivamente como documentos que, redactados en tan solo cuatro días, pretendían ser la regla de gobierno de tres reinos ( Hume, D. (1807). The history of England (vol. 7). London: M’Creery.Hume, 1807: 232). Unas palabras que Burke suscribiría para a la Francia revolucionaria: mientras que la Constitución inglesa era un sistema bien diseñado de equilibrio político que había subsistido «a lo largo de una amplia sucesión de generaciones», las novaciones que pretendían abordar los revolucionarios franceses suponían romper con el pasado nacional, de modo que «ninguna generación mantendría vínculos con otra. Los hombres serían apenas mejores que las moscas estivales» ( Canavan, F. (ed.) (1999b). Select Works of Edmund Burke (vol. 1). Indianapolis: Liberty Fund.Canavan, 1999b: 170, 191).
La Constitución británica se hallaba para Burke tan ligada a la historia que no supo proporcionar una lectura convincente a una nueva fuente del derecho que venía a enturbiar la ya de por sí complicada relación entre el statute law y el common law: las convenciones constitucionales o prácticas políticas que articulaban las relaciones entre la Corona, los ministros y el Parlamento. Desde comienzos del siglo xviii, tales convenciones habían ido modificando de facto tanto el statute law como el common law británicos, transformando a su paso el sistema de checks and balances descrito por Montesquieu, Blackstone y De Lolme en un cabinet system. Elementos como el incremento de poder de los ministros en detrimento del rey, la figura del primer ministro, la creación de un Gobierno diferenciado del Privy Council, la primacía de la Cámara de los Comunes sobre la de los Lores o el nacimiento de la responsabilidad política —desplazando al anacrónico impeachment y al arbitrario bill of atteinder— iban sustituyendo el teórico modelo de equilibrio constitucional por otro bien distinto: una monarquía parlamentaria.
Ciertamente, en sus Thoughts on the Cause of the Present Discontents (1770), Burke esbozaba al menos algunos de los elementos de esta última forma de gobierno, como eran la presencia de un Gabinete políticamente responsable ante la Cámara de los Comunes o el cometido de los partidos políticos en el funcionamiento real del gobierno. Ahora bien, para Burke la influencia que había ejercido Jorge III desvirtuaba el funcionamiento adecuado del Gabinete al convertir a los ministros en agentes del rey, escogidos a su voluntad y frente a la confianza parlamentaria; del mismo modo, también impedía el desarrollo regular de los partidos políticos al haber creado el monarca un grupo particular de adeptos que, más que partido, constituían una facción. Tales actuaciones del rey no resultaban por sí mismas opuestas a la letra de la Constitución inglesa, pero sí a su «espíritu» ( Canavan, F. (ed.) (1999a). Select Works of Edmund Burke (vol. 1). Indianapolis: Liberty Fund. Canavan, 1999a: 99, 117, 288). El problema en Burke residía en considerar que, siendo los usos y prácticas parte de la Constitución inglesa, la influencia suponía una distorsión de aquellas. ¿Acaso no tendría que interpretarse que la influencia regia era, en sí misma, una práctica política más, que había alterado el statute law? A la postre, Burke asignaba arbitrariamente a unas prácticas el rango de Constitución, descartándolo para otras. Y una vez más el tiempo resultaba determinante en esta distinción: solo aquellas convenciones repetidas y consolidadas (como la presencia del Consejo de Ministros o la actividad de los partidos políticos) asumía un carácter constitucional; no así las puramente circunstanciales, entre las que se incluía la influencia regia.
Thomas Paine se hallaba en las antípodas de los planteamientos historicistas de Burke. A su parecer, aquello que se conocía como la «Constitución inglesa» no era tal, porque solo podía denominarse Constitución a un texto escrito, nacido de la voluntad popular. Justo lo que se estaba elaborando en la vecina Francia. En esta tesitura, lejos de considerar que el tiempo era lo que confería validez a las normas constitucionales, Paine entendía que la soberanía pertenecía a las generaciones vivas, a quienes correspondía decidir su sistema de gobierno. No resultaba admisible concluir que una generación tuviera la facultad para imponerse definitivamente sobre las futuras. Ninguna generación —decía— tenía el poder de gobernar sobre las venideras porque «cada generación tiene iguales derechos que las generaciones que le precedieron […]. Cada generación es, y debe ser, competente para todos los asuntos que las distintas ocasiones requieran. Es a los vivos, y no a los muertos, a los que deben acomodarse» ( Conway, M. D. (ed.) (1894). The Writings of Thomas Paine (vol. 2). New York: The Knickerbocker Press.Conway, 1894: 304, 249, 278).
A pesar de estos planteamientos ahistóricos, Thomas Paine no llegaba a las mismas conclusiones de Jefferson. La soberanía de cada generación le habilitaba a cambiar cuando quisiese la Constitución, pero no a tener que hacerlo en fechas periódicas, circunstancia que Paine no se planteó. O, por mejor decir, no se lo planteó para la Constitución, aunque sí para las leyes: estas podían disponer de fecha de caducidad si así lo preveía la norma magna. Pero, incluso en este caso, el argumento para el vencimiento de las leyes no derivaba de una cuestión generacional, sino de motivos de pura utilidad política: evitar la proliferación de normas e impedir que, como sucedía en Inglaterra, existiesen regulaciones obsoletas, en desuso y olvidadas que solo se desenterraban en casos particulares para desconcierto general.
Las discrepancias entre Paine y Burke serían bien conocidas entre los revolucionarios franceses. Ambos opúsculos fueron traducidos al francés justo cuando el debate de la Constitución de 1791 se hallaba en ciernes. En sustancia, cada perspectiva ofrecía argumentos que podían ser de utilidad a dos sectores opuestos del período revolucionario francés. La perspectiva de Burke reflejaba una apuesta por el valor constitutivo de la historia, de modo que las generaciones no eran más que los sujetos pasivos de esas normas cuya antigüedad les obligaba a respetar como sagradas, aun cuando fuera posible introducir en ellas cambios que no supusiesen una ruptura constitucional. Tales argumentos venían muy bien al grupo de los «notables», que en los albores de la convocatoria de los Estados Generales de 1789 afirmaron el valor de las leyes fundamentales francesas siguiendo en este punto la guía de Montesquieu ( Varela Suanzes-Carpegna, J. (2005). Constitución histórica y anglofilia en la Francia prerevolucionaria (la alternativa de los «Notables»). Giornale di Storia Costituzionale, 9, 53-62.Varela-Suanzes, 2005: 53-62); una perspectiva luego defendida en la Asamblea Nacional por el grupo de los «monárquicos» o «anglómanos», liderados por Jean-Jospeh Mounier. Las tesis de Paine, por el contrario, ofrecían la idea de generaciones soberanas que no se hallaban supeditadas a la historia, sino que podían darse a sí mismas nuevas reglas de gobierno. Una idea que sostendría en Francia los girondinos y jacobinos, que representaban la mayoría en la Asamblea Nacional.
Los escritos que circularon por Francia en las décadas previas a su primera experiencia
constitucional emplearon el término «generación» en sentidos muy diversos, casi siempre
alejados del campo de la política al que luego sería atraído por los oradores de la
Asamblea Nacional. La voz se manejaba habitualmente en los campos de la anatomía y
biología (como sinónimo de procreación), de la medicina (con especial referencia a
la transmisión de enfermedades) y de la botánica y zoología (en referencia a las alteraciones
fisiológicas). Buena prueba del amplio campo semántico del concepto son las distintas
disciplinas a las que se vinculaba en la Encyclopedie: geometría, física, teología, historia y medicina. Aunque es precisamente en la acepción
en la que el vocablo no se ligaba a ciencia alguna donde se encuentra el significado
del que haría uso la filosofía política: haría referencia tanto a la sucesión de sujetos
relacionados por un vínculo de descendencia como a la vida ordinaria de un ser humano
( Diderot y D’Alembert (1751). Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers. Paris: Chez Briasson. Disponible en:
Uno de los problemas capitales a los que se enfrentó la definición del concepto se
refería a la longevidad de cada generación, aspecto que, como en breve veremos, tenía
gran trascendencia para la idea de Constitución generacional. Dicha cuestión fue analizada
en la propia Encyclopédie, si bien no en la voz «generación», sino en el concepto «cronología». En él, citando
el tratado de Isaac Newton sobre la periodización de los reinos antiguos, se evidenciaban
las profundas discrepancias entre las diferentes civilizaciones a la hora de mensurar
el tiempo que duraba cada generación: los egipcios lo habían prolongado hasta los
trescientos cuarenta y un años, en tanto que para los griegos una generación apenas
perduraba cuarenta años. Esta última medida le parecía más acertada al científico
británico, al afirmar que «tres generaciones ordinarias equivalen a ciento veinte
años» ( Diderot y D’Alembert (1751). Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers. Paris: Chez Briasson. Disponible en:
La dificultad para mensurar las generaciones había preocupado también a los exégetas del Antiguo Testamento, que se topaban con extenuantes dificultades a la hora de interpretar cronológicamente en las Sagradas Escrituras la sucesión generacional desde Adán y Eva ( Mirabaud, J. B. (1769). Opinions des anciens sur les Juifs. Amsterdam.Mirabaud, 1769: 151). Sin embargo, los escritos que circularon por el suelo francés en el siglo xviii reformulaban el problema desde planteamientos científicos ajenos a la religión, en particular en el seno de estudios demográficos, económicos y jurídicos. En este sentido, un oscuro hacendista, Louis Messance, concluía en un estudio poblacional que las dos terceras partes de los seres humanos se extinguían al cabo de treinta años, permaneciendo tan solo la quinta parte con el transcurso de sesenta, y que «hacen falta cien años para que una generación entera sea destruida» ( Messance, L. (1766). Recherches sur la Population des Généralités D’Auvergne, de Lyon, de Roue, et de quelques provinces et villes du Royaume. Paris: Durand.Messance, 1766: 172). Aunque había quien mensuraba los cambios demográficos sobre la base del transcurso de plazos menos dilatados —dieciocho años— ( Muret, J. L. (1766). Memoire sur l’ètat de la population dans le pays de Vaud. Yverdon.Muret, 1766: 26, 28, 31), la postura de Messance parece haber sido la más extendida: en los escritos del xviii francés existía cierto consenso a la hora de interpretar que una generación abarcaba entre treinta y tres años —es decir, tres generaciones por siglo— ( Marmontel, J. F. (1767). Pièces relatives à Bélisaire. Amsterdam.Marmontel, 1767: 3) y treinta ( Petity, J. R. (1770). Le Manuel des artistes et des amateurs (vol. 4). Paris: Costard.Petity, 1770: IV, 379; Duvergier, M. (1785). Traité des successions légitimes. Paris: Froullé.Duvergier, 1785: 348).
Otra cuestión muy tratada en los escritos de la época se refería a la herencia intergeneracional de experiencias culturales y políticas. Los escritos de sesgo más historicista advertían que el relevo de generaciones no entrañaba una ruptura entre ellas, sino que el acervo de experiencias y observaciones adquirido se transmitía de unas a otras ( Pluquet, F. A. A. (1767). De la sociabilité (vol. 1). Paris: Chez Barrois.Pluquet, 1767: I, 288); la historia proporcionaba, por tanto, lecciones de virtud que se heredaban y aumentaban la virtud ciudadana ( Rousseau, J. J. (1764). Discours sur l’Economie Politique. Amsterdam.Rousseau, 1764: 40; Laporte, J. de (2010). L’Esprit des Monarques Philosophes: Marc-Aurele, Julien, Stanislas et Frederic (1765). [s.l.]. Whitefish (Montana): Kessinger.Laporte, 2010: 406). Dentro de esas experiencias debía contarse, por supuesto, el derecho consuetudinario, que necesariamente pasaba de una generación a otra sujetándolas a las mismas reglas ( De Lolme, J. L. (1774). Constitution de l’Angleterre. Amsterdam: Van Harrevelt.De Lolme, 1774: 75), y otro tanto podía decirse de la sumisión al gobierno monárquico ( Anónimo (1788). Essai de théorie sur le gouvernement monarchique. Londres: L. Jorry. Anónimo, 1788: 64-66). En este sentido, haciendo una interpretación un tanto forzada de Platón, el enciclopedista Jean-Louis Castilhon —uno de los autores del Supplément à l’Encylopédie de 1776 ( Chouillet, A. M. (1988). Les signatures dans le Supplément de l’Encyclopédie. Recherches sur Diderot et sur l’Encyclopédie, 5, 152-158.Chouillet, 1988: 152-158)— señalaba que toda generación no era sino un nudo que ligaba de forma encadenada las sucesivas existencias de individuos basándose en el trinomio de quien engendra, el engendrado y el que se engendrará ( Castilhon, J. L. (1770). Le Diogene moderne, ou Le désapprobateur. Bouillon: Société Typographique Bouillon.Castilhon, 1770: I-326). Este ligamen se materializaba en un devenir ininterrumpido y una transferencia de conocimientos y experiencias entre antecesores y sucesores. La antítesis de esa cadena de conocimiento eran las revoluciones, que se interpretaban como un mal que debía evitarse, ya que «devoran a la generación presente, y los bienes que prometen a las generaciones futuras no son más que una esperanza a menudo engañosa y siempre lejana» ( Anónimo (1791). Elémens du droit politique. Paris: Imprimerie de la Feuille du Jour.Anónimo, 1791: 75).
La anterior perspectiva resultaría especialmente útil a las teorías constitucionales de sesgo historicista, más permeables a la concepción clásica de la Constitución de Inglaterra. Sin embargo, existía otra lectura bien distinta que serviría a los propósitos de concepciones constitucionales revolucionarias. Se trataba de la idea de las rupturas generacionales. Si las virtudes se heredaban de una generación a otra, también sucedía con los males de los gobernantes que, en realidad, se multiplicaban con el transcurso del tiempo ( Burlamaqui, J. J. (1764). Principes du droit naturel et politique. Genève: C. et A. Philibert.Burlamaqui, 1764: II, 180). No resultaba ni justo ni coherente considerar que la pasividad de una generación ante esa tiranía comprometiese a las generaciones sucesivas, del mismo modo que un pueblo no podía dilapidar los recursos para las siguientes ni endeudar a la nación al punto de comprometer el bienestar de los futuros ciudadanos ( Dupont de Nemours, P. S. (1769). Du commerce et de la Compagnie des Indes. Paris: Delalain.Dupont de Nemours, 1769: 126; Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Aseemblée Nationale, 1789-1794: 106). Cada generación no era más que la usufructuaria de los bienes nacionales y ninguna podía disponer de los bienes solo en beneficio propio y en perjuicio de sus futuros herederos ( Chaillon de Jonville, A. J. F. (1791). La Révolution de France prophétisée. Paris.Chaillon de Jonville, 1791: 278). Si un pueblo se sometía a un gobierno arbitrario —decía Gerdil— bastarían solo una o dos generaciones para que se generase un malestar y una exasperación inevitables ( Gerdil, G. S. (1768). Discours de la nature et des effets du luxe. Turin: Reycends Frères.Gerdil, 1768: 24). Llegados a ese punto, o bien la generación sucesiva refrendaba ese gobierno arbitrario, legitimándolo, o lo rechazaba, vengando de ese modo las afrentas sufridas ( Luzac, É. (1766). Lettre d’un anonyme à Mr. Jean Jacques Rousseau. Paris: Chez Desain. Luzac, 1766: 32; Roux-des-Comtes-de-Laric, J. F. (1767). Réplique contre Sieur Jacques Pauchon. Grenoble: Joseph Cuchet.Roux-des-Comtes-de Laric, 1767: 30). Incluso cuando esta oposición a la tiranía le implicase sufrir para liberar de la opresión a las generaciones siguientes ( Beccaria, C. (1773). Traité des délits et des peines. Paris: Chez Bastien.Beccaria, 1773: 233).
A partir de estas ideas abstractas, a finales del xviii se fue consolidando cada vez más la idea de que la generación viva era la que decidía la forma de gobierno a la que deseaba someterse, sin quedar sujeta a las ataduras de la historia. Así, en un opúsculo anónimo redactado en 1789 se advertía que
toda autoridad pública corresponde naturalmente a la masa de la sociedad que se compone necesariamente de una generación presente que, por la rapidez de su paso es, por así decirlo, en los mismos términos la generación siguiente; la masa entera de una generación de asociados no puede despojarse de la propiedad de la autoridad pública sin el consentimiento de la generación siguiente ( Anónimo (1789a). Projet de déclaration des droits naturels, civils et politiques de l’homme, fondés sur des principes évidens et des vérités incontestables. Paris: Froullè.Anónimo, 1789a: 11).
La conclusión del ignoto autor era que cualquier ley que restringiese la libertad solo podía obligar a la generación que la había elaborado, nunca a la siguiente. Poco antes, un escrito del dramaturgo Louis-Sebastien Mercier —muy ligado intelectualmente a los postulados de Rousseau— señalaba que «el hombre nace libre, y de una libertad ligada a su existencia: sus derechos, sus títulos se renuevan con cada generación, porque la naturaleza nos da a todos un título nuevo» ( Mercier, L. S. (1787). Notions claires sur les gouvernemens. Amsterdam.Mercier, 1787: 84). El resultado, a su parecer, era que cada treinta años (como hemos visto, el plazo generalmente admitido del salto generacional) tendría que producirse una refundación de las bases sociales que obligaba a convocar una asamblea general. No muy distinta era la percepción de Marat de que si una generación establecía el pacto social, competía a la siguiente decidir si lo confirmaba ( Marat, J. P. (1790). Plan de législation criminelle. Paris: Rochette.Marat, 1790: 17).
En esta refundación no había institución histórica ni socialmente arraigada que no fuera susceptible de retocarse. Así, por ejemplo, los títulos nobiliarios podrían ser liquidados por las futuras generaciones ( Anónimo (1789b). Motifs essentiels de détermination pour les classes privilégiées. Paris: Imprimerie Lormel.Anónimo, 1789b: 48) y la esclavitud tampoco tendría recorrido: no era concebible que una generación entera sufriera de una iniquidad tal susceptible de perpetuarse a sus descendientes ( Frossard, B. S. (1789). La cause des esclaves nègres et des habitants de la Guinée. Lyon: Imprimérie d’Aime de la Roche.Frossard, 1789: II-48) —teoría que tuvo también sus detractores ( Bon Citoyen (1789). Le Danger de la liberté des négres. Paris.Bon Citoyen, 1789: 5; Anónimo (1790). L’Ami des colonies aux amis des noirs. Paris: Imprimerie de Monsieur. Anónimo, 1790: 14)—. Romper con el pasado era, por tanto, legítimo porque solo las generaciones vivas disfrutaban de la soberanía. Esta quiebra era tanto más sencilla porque, frente a lo que consideraban las corrientes historicistas, el pensamiento revolucionario entendía que el transcurso del tiempo no consolidaba las instituciones, sino que de hecho las debilitaba. Este era el sentido en que se interpretaban en Francia las palabras del irlandés David Browne Dignan, un polémico aspirante a la Cámara de los Comunes por el condado de Hindon ( Namier, L. y Brooke, J. (1985). The History of Parliament. London: Secker and Warburg.Namier y Brooke, 1985: III-416; Coquelin, C. y Guillaumin, G. U. (1852). Dictionnaire de l’Économie Politique. Paris: Librairie de Guillaumin.Coquelin y Guillaumin, 1852: I-224), que sostenía que transcurridas dos o tres generaciones incluso las colonias perdían su aprecio por la patria madre ( Dignan, D. B. (1776). Essai sur les principes politiques de l’économie publique. Londres: Grant.Dignan, 1776: 121). Lo que a la postre servía para justificar lo acontecido en la Revolución norteamericana.
Las discrepancias que hemos visto entre Burke y Paine eran, en sustancia, las que separaban al constitucionalismo británico del estadounidense y francés. En definitiva, se trataba de la disyuntiva entre una Constitución histórica y otra racional-normativa o formal. Y estos dos modelos constitucionales tendrían que ofrecer distintas respuestas a una pregunta básica: ¿las «generaciones vivas» podían sustituir la Constitución por otra nueva o solo modificarla? ¿Quizás ambas posibilidades resultaban igualmente factibles, o por el contrario eran inviables? La diferencia entre reformar y sustituir la Constitución aparecía, así, como un prius que era preciso aclarar antes de determinar el alcance del poder de cada generación.
En el caso de la Constitución histórica, la distinción entre su reforma o una sustitución íntegra resultaba extremadamente compleja. Puesto que la Constitución inglesa no solo se hallaba formada por statute law, modificable por voluntad parlamentaria, sino también por normas no escritas (common law y constitutional conventions), las modificaciones en estas últimas podían alterar el funcionamiento de gobierno sin que resultase claro hasta qué punto los cambios eran de una entidad tal que representaban el nacimiento de una nueva Constitución. Precisamente por estas dudas, el concepto de mutación constitucional esgrimido por Georg Jellinek a finales del xix permitiría obtener algo de claridad: ni reforma, ni creación constitucional… simplemente mutación ( Jellinek, G. (1991). Reforma y mutación de la Constitución. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Jellinek, 1991: 45-70).
Ahora bien, antes de que Jellinek formulase el concepto de «mutación constitucional», la doctrina británica tuvo no pocas dificultades a la hora de valorar el alcance de los cambios constitucionales producidos a través de las convenciones constitucionales. El problema capital residía en que el modelo de equilibrio constitucional (balanced constitution) que habían popularizado entre otros Voltaire, Montesquieu, Blackstone, De Lolme o Filangieri, no parecía coincidir con el funcionamiento real del gobierno en Gran Bretaña: tal modelo no era más que una entelequia desmentida por el modo en que en realidad funcionaba el gobierno en la isla.
Thomas Paine se halla entre los primeros en percibir que ese modelo constitucional descrito por Blackstone no se correspondía con la realidad política de la isla ( Paine, T. (1894). Common Sense. En D. C. Moncure (ed.). The Writings of Thomas Paine (vol. 1). New York: Putman’s Sons.Paine, 1894: I-72). Lo que Burke consideraba una desviación —la influencia regia— Paine lo interpretaba como un elemento de la Constitución inglesa. A comienzos del XIX, esta impresión empezaría a consolidarse cada vez con más intensidad en la doctrina británica, principalmente en las filas de los whigs. Así, en 1807 la Edinburgh Review explicaba cómo el presunto equilibrio constitucional característico de la Constitución inglesa se hallaba entonces concentrado en un solo sitio: la Cámara de los Comunes, en la que el elemento democrático (representantes de los burgos) compartía espacio con el rey (a través de sus ministros) y la aristocracia (que con frecuencia obtenía escaño en la Cámara). Otros autores, como sir John Russell, llegaron más lejos al afirmar que los sujetos políticos ya no eran el rey y el Parlamento, sino el Gobierno (que ni siquiera tenía reconocimiento en el statute law) y la Cámara de los Comunes; unos órganos que, lejos de hallarse separados entre sí como imponían los cánones de la balanced constitution, actuaban en perfecta armonía ( Russell, J. (1821). An Essay on the History of the English Government. London: Longman.Russell, 1821: 116)
Fue Thomas Erskine quien llevó estas ideas a un extremo hasta entonces nunca mencionado: a su parecer, aunque no se hubiera producido cambio formal alguno, las prácticas políticas habían dado lugar a una Constitución enteramente nueva ( Erskine, T. (1817). Armata: A fragment. London: John Murray.Erskine, 1817: 67). De este modo se fue forjando la imagen bifronte de la Constitución británica, diferenciando su entramado teórico (fruto del statute law, interpretado por la doctrina clásica a modo de balanced constitution) y su dimensión práctica (resultado de las convenciones constitucionales). La discrepancia entre esa Constitución teórica (ficticia) y la práctica (real) fue resaltada con gran clarividencia por el Barón de Stäel, demostrando que a menudo los franceses eran más perspicaces que los ingleses a la hora de interpretar el gobierno de estos últimos:
Entre los autores que han escrito sobre Gran Bretaña —señalaba—, algunos han formado un conjunto sistemático de sus leyes constitucionales adaptado a sus propias ideas. Han tratado de explicar sus orígenes mediante conjeturas históricas, o han tratado de conectarlos con hipótesis más o menos bien fundadas, pero han descuidado observar el estado real de las cosas. Han pintado un cuadro imaginario en el que algunos rasgos naturales son, sin duda ciertos, pero la imagen no es, de ninguna de las maneras, una representación fidedigna ( Staël-Holstein, A. (1830). Letters on England. London: Treuttel and Würtz.Staël-Holstein, 1830: 3).
Publicaciones como la Westmister Review y la Eclectic Review insistieron en la falacia de seguir describiendo el gobierno británico como una balanced constitution que hacía tiempo que no existía. Pero habría que esperar a 1832 cuando, con ocasión
del debate de la Reform Act, se consolidó la distinción entre la teoría y la realidad
constitucionales de Gran Bretaña. En el seno del debate, autores como Peel, Inglis,
Attwood, Lord Dudley y R. Grant se negaron a aceptar la reforma electoral basándose
en que su discrepancia con la «Constitución equilibrada» suponía desconocer palmariamente
que esta no era más que una pura elucubración teórica que ya no se practicaba. Sin
embargo, fue un oscuro profesor del King’s College, John James Park, quien definitivamente
estableció la diferencia entre la «Constitución teórica o propositiva» y la «Constitución
real, tácito o no declarada» de Inglaterra» ( Park, J. J. (1832). The dogmas of the constitution. London: Fellowes.Park, 1832: 45-60), en un escrito que años más tarde ejercería una notable influencia sobre Walter
Bagehot ( Bagehot, W. (2001). The English Constitution. Oxford University Press. Disponible en:
De lo visto hasta aquí puede colegirse que las particularidades de la denominada Constitución de Inglaterra habían dificultado extraordinariamente diferenciar entre cambio y novación constitucional. Solo autores como Thomas Erskine y John James Park fueron lo suficientemente audaces como para afirmar sin tapujos que los profundos cambios operados sobre el statute law por las convenciones constitucionales representaban lo segundo. Otros, sin embargo, o bien se limitaban a considerar esas convenciones como puras infracciones constitucionales o bien entendían que suponían cambios parciales de la Constitución de Inglaterra.
La situación tendría que ser necesariamente más sencilla de abordar en Estados Unidos y Francia, donde se habían aprobado Constituciones formales. Pero la realidad muestra que incluso en tan favorables circunstancias las dudas afloraron. Los primeros documentos de la Revolución americana ponían a un mismo nivel la reforma del gobierno y su sustitución por otro nuevo. Así, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776 se reconocía que ante un gobierno tiránico «el pueblo tiene el derecho de alterarlo, abolirlo e instituir un nuevo gobierno». Un derecho que posteriormente Constituciones como las de Virginia, Vermont y Pennsylvania reconocieron a sus respectivos ciudadanos como libertad inalienable. En estas palabras subyacía ya la percepción de que el pueblo soberano disponía de dos poderes distintos: el de «alterar» (es decir, reformar) el gobierno existente o, por el contrario, ponerle fin («abolirlo») dando lugar a uno nuevo («instituir un nuevo gobierno»). En definitiva, ahí estaba ya latente la diferencia entre elaborar una nueva Constitución y simplemente enmendar la existente. De hecho, las colonias habían llevado a cabo la primera de estas maniobras al romper sus lazos con Inglaterra, aboliendo en su suelo la Constitución británica (aunque algunos de sus preceptos se mantuvieron vigentes, por expresa voluntad de ciertas excolonias) sustituyéndola por sus nuevas formas de gobierno, forjadas a través de un novedoso instrumento: las Constituciones nacionales. Al actuar de esta forma se habían limitado a hacer realidad las doctrinas de John Locke, autor particularmente admirado en las colonias ( Locke, J. (1773). An Essay Concerning the True Original, Extent and End of Civil Government. Boston: Edes and Gill.Locke, 1773: 116).
El hecho de considerar que el pueblo, en cuanto soberano, podía siempre constituir una forma de gobierno nueva explica el que algunas de las Constituciones de las antiguas colonias británicas en América no considerasen preciso articular un procedimiento de reforma, como en el caso de New Hampshire (1776), New Jersey (1776), New York (1777) o North Carolina (1776). Tal perspectiva suponía mantener siempre vivo un perpetuo poder constituyente en manos del pueblo, con la consiguiente interinidad que eso suponía para la Constitución vigente. La mayoría de las Constituciones de las antiguas colonias, sin embargo, optaron por admitir el poder de reforma constitucional, diferenciándolo de este modo del poder originario de creación constitucional. Así lo hicieron Delaware (1776), Georgia (1777), Pennsylvania (1776), South Carolina (1778), Vermont (1777), Maryland (1776) o Virginia (1776).
En la Francia revolucionaria, la distinción entre creación y reforma constitucional estuvo necesariamente vinculada a la aportación de Emmanuel Joseph Sieyès. La formulación de la teoría del poder constituyente en el girondino resulta demasiado conocida como para insistir en ella. Baste señalar que permitió uniformar la clásica tríada de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) en una misma categoría (poderes constituidos) diferente de ese poder previo que los creaba y fijaba sus límites (poder constituyente). Si los teóricos de la división de poderes —desde Locke hasta Montesquieu y Blackstone— se habían esforzado en fijar los términos de la separación entre legislativo, ejecutivo y judicial, Sieyès aportaría una nueva separación todavía más tajante: la que distanciaba el poder constituyente de los poderes constituidos. Así como Montesquieu había afirmado que donde se reunían las tres clásicas funciones estatales no podía sino haber tiranía, Sieyès consideraba que en realidad eso era lo que sucedía cuando los poderes constituidos se erigían al tiempo en poder constituyente. De ahí que uno de los paladines de Sieyès en la Asamblea Nacional francesa, Jérôme Pétion de Villeneuve, afirmase que tenía que existir una «línea de demarcación profundamente trazada» entre ambos poderes, ya que «cuando todos los poderes se mezclan y confunden, la arbitrariedad y la anarquía se hacen sentir». De ahí que, frente a lo que siempre se había sostenido, Inglaterra no fuese más que un gobierno tiránico, ya que allí el Parlamento podía cambiar a su antojo la «Constitución inglesa», asumiendo al tiempo el carácter de órgano constituyente y constituido ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 45-46).
A pesar del éxito de las teorías de Sieyès, conviene recordar que este no asumió la diferencia entre reformar y crear una nueva Constitución. Ambas operaciones representaban a su parecer lo mismo: el ejercicio del poder constituyente. Este se hallaba perpetuamente en las manos de la nación, que podía ejercerlo siempre que quisiese y sin sujeción a formalidad alguna:
Sería ridículo —afirmaba— considerar a la nación misma sujeta a formalidad alguna o a la propia Constitución […]. La nación se forma por el derecho natural […] no puede someterse a Constitución alguna […] ¿Podría considerarse la posibilidad de que una nación pudiera, a través de un acto de voluntad [...] comprometerse a no actuar en el futuro más que a través de una forma determinada? No. Una nación no puede ni desprenderse del derecho a expresar su voluntad, ni vetarlo. Fuese cual fuese su primera voluntad, nunca podrá perder el derecho de modificarla cuando su interés lo requiera [...]. Una nación es independiente de toda forma, y de cualquier manera que se manifieste es suficiente para que su voluntad se exprese [...] no puede ni debe atenerse a formas constitucionales ( Sieyès, E. J. (2002). Qu’est-ce que le Tiers état? Paris: Boucher.Sieyès, 2002: 52-53).
Si el poder constituyente no se sometía a formalidades —ya acometiese una nueva elaboración constitucional, ya se limitase a enmendar una Constitución preexistente— tampoco se sujetaba a ellas aquella asamblea de representantes en la que la nación hubiese depositado transitoriamente ese poder:
Estos representantes extraordinarios no se encuentran sometidos a las formas constitucionales sobre las que de hecho van a decidir [...]. Se sitúan en el lugar de la propia nación a efectos de crear la Constitución, y son tan independientes como ella. Les basta con comportarse tal y como actúan los sujetos en el estado de naturaleza [...] que no se encuentra sometida a ninguna forma en concreto, sino que se reúne y adopta acuerdos como lo haría la propia nación si fuese tan poco numerosa que pudiese decidir ella misma sobre la Constitución del Estado.
La imposibilidad de distinguir entre la reforma y la elaboración constitucional que pregonaba Sieyès fue defendida en la Asamblea Nacional por varios de sus seguidores. Así, el ya mencionado Pètion de Villeneuve criticaba a quienes —como enseguida veremos— pretendían diferenciar entre Convenciones de reforma y Convenciones constituyentes. Tachando esta distinción de «pura sutileza», concluía que ambos poderes eran «inseparables en su acción y en sus efectos» ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 45). En el mismo sentido, Jean-Baptiste Salle advertía que, siendo la soberanía indivisible, también «establecer, reformar o conservar» la Constitución presentaba esa misma característica (ibid.: 103).
A pesar de que Sieyès ha pasado con justicia a los anales de la historia política, otro contemporáneo suyo —mucho más desconocido— llegó donde aquel no lo hizo: a diferenciar entre el poder constituyente y el de reforma. Nicolas Benoît Frochot, oriundo de Dijon, era un abogado en el Parlamento de Borgoña que tuvo una estrecha relación con el marqués de Mirabeau, de quien llegaría a ser ejecutor testamentario ( Robert, A., Bourloton, E. y Cougny, G. (dir.) (1891). Dictionnaire des Parlementaires Français (vol. 3). Paris: Bourloton.Robert et al., 1891: 77). No puede olvidarse que el propio Mirabeau fue uno de los parlamentarios más notables de la Asamblea, sobre todo merced a su aislada defensa del sistema parlamentario de gobierno británico, en cuyo conocimiento, por cierto, influiría su amigo y colaborador Etienne Dumont, a la sazón traductor al francés de Jeremy Bentham.
Para Frochot, reformar una Constitución no era lo mismo que destruirla y alzar otra de nueva planta. La diferencia entre ambos cometidos respondía a varios aspectos. El primero, y más obvio, era puramente cuantitativo: en tanto la reforma afectaba solo a un segmento de la Constitución, el cambio constitucional entrañaba la sustitución del texto en su integridad. El segundo factor suponía una inteligente respuesta a los argumentos de Pétion y Salle: a diferencia de la sustitución constitucional, su reforma suponía un ejercicio parcial de la soberanía. En efecto, considerar que la soberanía resultaba transferible solo en su totalidad, como sostenían los acólitos de Sieyès, no era acertado. Lo que la nación soberana transmitía era el ejercicio y no la titularidad, lo que implicaba que aquella decidía libremente la extensión del poder cedido. En realidad, la situación no era distinta a la que se producía en las elecciones periódicas: en ellas la nación se limitaba a transferir al Parlamento ordinario solo un segmento de su poder soberano; a saber, el ejercicio del poder legislativo. ¿Acaso no podía también delegar la facultad de reformar solo parte de la Constitución? Tan sagaz conclusión llevaba a un tercer razonamiento: puesto que lo que se transmitía era el ejercicio limitado de una facultad, su legítimo titular (la nación) podía fijar los límites procedimentales que quisiese al órgano de reforma. Justo en las antípodas de cuanto sostenía Sieyès.
Si toda reforma constitucional conllevase siempre el ejercicio de un poder constituyente pleno —como pretendía Sieyès— el resultado podría ser que la Convención de reforma faltase incluso a la voluntad del soberano, yendo más allá de sus deseos:
Cuando el pueblo desea una reforma parcial, ¿es necesario que, junto con el poder de reforma, confíen a sus delegados el de destruir la Constitución? —se preguntaba retóricamente Frochot—. No se puede asumir la idea de que sea necesario acumular en el mismo cuerpo de representantes la soberanía reformadora y la soberanía constituyente porque, lo repito, todas las veces que este cuerpo se reúna, aunque sea para el más ligero cambio, la Constitución entera se hallará amenazada [...]. Pido que el pueblo no sea forzado a dar a sus representantes el derecho a destruir cuando ellos no lo deseen [...]. La utilidad de esta distinción [es que] se verá cómo con el tiempo vuestra Constitución se mejora sin ningún peligro para ella misma [...]. No apelaréis para su perfección a la majestad imponente, pero terrible, del poder constituyente ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 96-97).
A raíz de estas reflexiones, Frochot acuñó distinto nombre y diferente definición para las asambleas de revisión y a las constituyentes. Las primeras serían «Convenciones Nacionales», a las que definía como «la asamblea de representantes dotada del derecho de revisar y el poder de reformar los cambios, supresiones o modificaciones de una o varias partes determinadas de la Constitución». Las segundas se denominarían «Cuerpo constituyente», y eran «la asamblea de representantes con el derecho de revisar la Constitución en su totalidad, de cambiar la distribución de los poderes políticos y de crear una Constitución nueva».
Las ideas de Frochot resultaban en muy buena medida coincidentes con las de Isaac René Guy Le Chapelier, relator del proyecto constitucional presentado ante la Asamblea Nacional. En el articulado referente a la reforma (art. 22) se leía: «La Asamblea de revisión no podrá bajo ningún pretexto ocuparse de otros objetos distintos de aquellos que se le han asignado, sometiéndose a las formas previamente prescritas».
La deducción de Le Chapelier no podía ser más clara: una asamblea de revisión siempre estaba sujeta a límites formales (el procedimiento de reforma que la Constitución hubiese prescrito) y materiales (debía ceñirse a enmendar aquellas partes cuya revisión se había solicitado). El poder constituyente quedaba así reducido a hacer una Constitución nueva y, en ese cometido, se hallaba exento de seguir procedimientos; pero el poder de reforma era otra cosa distinta y sí debía observarlos (ibid.: 38).
Los planteamientos de los dos grupos mencionados —liderados respectivamente por Sieyès y Frochot— conducían a una valoración muy diferente sobre la posibilidad de una «Constitución generacional». La postura de Sieyès —respaldada por Pétion y Salle— entrañaba que cualquier iniciativa de enmienda constitucional podía desencadenar un nuevo proceso constituyente porque, en realidad, de eso se trataba: cada vez que se abordaba una reforma constitucional se hacía un llamamiento al poder constituyente, que podía ceñirse a lo que se había proyectado enmendar o, por el contrario, extenderse hasta cambiar por entero el texto. Así lo afirmaría también Antoine Balthazar Joseph D’André al considerar inviable cualquier intento de imponer a la asamblea revisora la obligación de limitase a enmendar solo las partes que se le indicasen previamente (ibid.: 68). Ahora bien, ¿debía citarse periódicamente a ese poder constituyente para que al menos una vez por generación se abriese la posibilidad de reemplazar el texto constitucional?
Sieyès consideraba que así era. Aunque el pueblo disponía siempre del derecho de revisar y reformar la Constitución —o incluso de diseñar una nueva— debían fijarse fechas fijas en las que acometer la enmienda, aun cuando no se hubiese percibido una necesidad perentoria para ello ( Fauré, C. (1995). Las declaraciones de los derechos del hombre de 1789. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.Fauré, 1995: 94). La Constitución no era, pues, un ente dotado de vida propia, sino que su propia longevidad se hallaba conectada con la de la generación que la había concebido:
La Constitución de un pueblo sería una obra imperfecta si no encerrase en sí misma, como cualquier otro ser organizado, su principio de conservación y de vida; pero ¿es conveniente comparar su duración a la de un individuo que nace, crece, decae y muere? No lo creo [...] las verdaderas relaciones de una Constitución política se establecen con la nación que queda, antes que con la generación que pasa ( Sieyès, E. J. (1993). Escritos políticos. México: Fondo de Cultura Económica.Sieyès, 1993: 263).
En realidad, la propuesta de Sieyès resultaba un tanto incongruente porque si el poder constituyente era ilimitado, establecer un plazo para revisar la Constitución suponía a la postre imponerle una obligación. En cualquier caso, la propuesta de Sieyès se encaminaba a una idea de Constitución generacional. Bien es cierto que no concretaba los plazos exactos en los que el poder constituyente tenía que actuar obligatoriamente, pero en todo caso debía hacerlo al menos una vez por generación. Y cuando esa cita se produjese, la actividad del órgano reformador no podía someterse a límites, lo que significaba que podía engendrar un nuevo texto.
En defensa de este llamamiento periódico al poder constituyente, uno de los partidarios de las teorías de Sieyès, Jean-Baptiste Salle, esgrimió la autoridad de Rousseau ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 108). El filósofo ginebrino había señalado que «además de las asambleas extraordinarias surgidas de casos imprevistos, se necesita que haya otras fijas y periódicas» ( Rousseau, J. J. (1972). Du Contrat Social. Paris: Bordas.Rousseau, 1972: 165). Estas asambleas —añadía más adelante— debían determinar «si el soberano desea mantener la presente forma de gobierno». Y aunque Rousseau no utilizase el término «Constitución», para los miembros de la Asamblea Nacional era evidente que esta era, precisamente, la norma que fijaba la forma de gobierno y, por tanto, a la que se refería el autor de Du Contrat Social. La periodicidad de la reforma-novación constitucionales tenía para otro diputado, Pétion de Villeneuve, una ventaja adicional: someter en mayor medida a los poderes constituidos. Y es que, sabiendo que cada cierto tiempo se reformularía la Constitución, aquellos tendrían la cautela de actuar dentro de los límites que se les habían impuesto ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 50). En realidad, esta reflexión resultaba coherente con la imagen que algunos diputados ofrecieron de las asambleas de revisión constitucional como órganos principalmente encargados de fiscalizar la actividad de los poderes constituidos. Por ejemplo, Le Chapelier afirmaba que el genuino cometido de esas asambleas residía precisamente en examinar si los órganos legislativo, ejecutivo y judicial se habían sujetado a los cometidos que la Constitución les encomendaba (ibid.: 36-37). En este sentido, se estaba además anticipando una idea que posteriormente haría suya Sieyès a través de la figura del jury constitutionnaire, es decir, un órgano que asumiese al mismo tiempo funciones de garantía y de reforma constitucional ( Sieyès, E. J. (1993). Escritos políticos. México: Fondo de Cultura Económica.Sieyès, 1993: 257-259); cometidos que en la Constitución Imperial del año VIII (reformada por los senadoconsultos de los años X y XII) asumiría el Senado.
Sin embargo, afirmada la periodicidad del cambio constitucional, ¿cuál debía ser el plazo al que se sometiese? Aunque como hemos señalado, Sieyès no mencionaba plazos, sí lo hicieron algunos de sus partidarios. Por ejemplo, D’André, quien hablaba de treinta años ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 70). Un período más amplio que el que había previsto Jefferson, pero que coincidía con el plazo que, según vimos en su momento, se identificaba generalmente en Francia con el de duración generacional. Pétion de Villeneuve, por su parte, acortaba algo el plazo y proponía que se obligase a una revisión cada veinte años, pero con una excepción: la primera que se convocase debía tener lugar en un plazo no superior a los ocho o diez años (ibid.: 51, 54). En este caso, habría que sobreentender que la misma generación sería llamada una vez más a ratificar (o a sustituir, según considerase oportuno) el texto que había aprobado, en tanto que a partir de ahí, esa revisión de produciría tan solo con cada reemplazo generacional.
El proyecto constitucional siguió al menos en parte la idea de Pétion; no se diferenciaba entre la primera y las sucesivas revisiones constitucionales, pero se fijaba para la primera el primero de junio de 1800, es decir, menos de diez años tras la aprobación del texto (ibid.: 36).
Aquellos que, distanciándose de Sieyès, habían diferenciado entre el poder constituyente y el reformador tendieron a rechazar el intento de imponer fechas fijas en las que debiera forzarse a la enmienda constitucional. Sus argumentos eran varios. Por una parte, la propia idea de la Constitución como un producto con vocación de perpetuidad. Fijar un plazo en el cual acometer una revisión constitucional suponía, en palabras de Pierre Victor Malouet, considerar que la ley fundamental era una obra puramente provisional (ibid.: 38). Por si fuera poco, entendían que, de triunfar las tesis de aquellos que identificaban reforma con poder constituyente, la situación devendría más angustiosa porque supondría someter de nuevo al país a convulsiones políticas.
Huelga decir que esta última preocupación se basaba en la visión de que todo proceso constituyente suponía siempre un proceso conflictivo y proclive a sublevar los ánimos. Así las cosas, como señalaban La Rochefoucauld y Malouet, no parecía conveniente que la nación viviese siempre sujeta a ese estado de incertidumbre o, por mejor decir, a las puertas de una revolución o de conmociones eternas (ibid.: 39, 65). En este mismo sentido debe interpretarse la advertencia de Frochot: la proximidad de la fecha de reforma constitucional marcaría en el calendario el momento en que las facciones emprenderían su acción (ibid.: 97). En la lógica revolucionaria, presidida por una mentalidad holística, los partidos se equiparaban con facciones, es decir, con movimientos sediciosos y egoístas que desestabilizaban el Estado. Una idea que ya había sostenido Voltaire —a la sazón influido por la distinción entre «partido de la corte» y «partido del país» de Bolingbroke ( Bolingbroke, H. S. J. (1967). The idea of a Patriot King. En The Works of Lord Bolingbroke in four volumes. New York: Reprints of Economic Classics.1967: 401-441)—, quien en la Encyclopedie redactó la voz «facción», a la que diferenciaba del término «partido», aunque en términos bastante confusos. En todo caso, para Voltaire el partido en sí mismo no poseía un significado peyorativo, en tanto que el de facción sí, ya que esta equivalía a un «partido sedicioso»; una idea a la que se aproximaba Louis de Jaucourt al redactar la voz «democracia» también en la Enciclopedia y que se hallaba presente en otras voces. De hecho, en esta obra los términos «partido» y «facción» se encuentran mixturados con mucha asiduidad y, por ejemplo, son frecuentes las referencias a los partidos británicos whigs y tories como «facciones». Llamar al poder constituyente periódicamente suponía insuflar a esas facciones movidas por la animosidad, y cuyo escenario más favorable era el revolucionario, que, como si del Ragnarok nórdico se tratase, emergía en los procesos de reforma constitucional. Esperando ese momento —advertía Frochot— estarían también agazapados los enemigos de la Constitución, prestos a asestarle el golpe definitivo ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 97). Esos enemigos que, por cierto, también se referían a la Constitución en términos generacionales, pero para considerarla como un lastre para las futuras generaciones por no haberse ceñido la Asamblea Nacional a retocar las antiguas Leyes Fundamentales ( Boisgelin de Cucé, J. D. R. (1791). Considérations sur la paix publique adressées aux chefs de la Révolution. Paris: Chez Tous les Marchands de Nouveautés.Boisgelin de Cucé, 1791: 74; Maury, J. S. (1791). Le réveil des Rois. Paris: Guerbart.Maury, 1791: 14-15, 21-23). Porque, en palabras de Joseph de Maistre, una Constitución no era más que «la recopilación de las leyes fundamentales» que podían modificarse, pero nunca quebrantarse ( Maistre, J. de (1990). Consideraciones sobre Francia. Madrid: Tecnos.Maistre, 1990: 90-91).
Los riesgos de que una convocatoria periódica de reformas constitucionales supusiese un llamamiento al choque entre facciones se sumaban a otros que postuló Le Chapelier: acarrearía graves crisis económicas ya que a medida que se acercase la fecha para mudar la norma fundamental, las perspectivas revolucionarias y la incertidumbre del resultado del proceso conducirían a un desplome de las finanzas ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 35). Un riesgo para aquel diputado que daría nombre a la Ley de 14 de junio de 1791 (Loi Le Chapelier) por la que se prohibían los gremios y se liberalizaba el mercado económico.
Debe entenderse bien que Frochot y sus partidarios —como el propio Le Chapelier en este punto— no negaban a las generaciones futuras la posibilidad de aprobar una nueva Constitución si así lo deseaban. Se trataba simplemente de no forzarlas a hacerlo si lo que se pretendía era una mera enmienda o si ni tan siquiera se había planteado esta última. El pueblo era quien debía decidir si sustituir la Constitución o reformarla, cuando quisiese, y no cuando una generación le obligase (ibid.: 97-98). En este sentido, la suya era una interpretación equivalente a la que hacía Thomas Paine: la soberanía de las generaciones vivas no entrañaba que estas debieran necesariamente reformar la Constitución o incluso aprobar una nueva, sino que suponía solo el dejar en sus manos decidir si querían acometer o no cualquiera de esas medidas.
En la misma línea se habían pronunciado poco antes otros diputados de la Asamblea Nacional Francesa en 1789 a la hora de elevar sus propuestas para una Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Así, Alexis François Pison du Galland advertía que, aunque la nación disponía de la facultad de reformar la Constitución, solo debía acometer tan importante tarea cuando existiesen «causas ciertas y evidentes» ( Fauré, C. (1995). Las declaraciones de los derechos del hombre de 1789. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.Fauré, 1995: 250). En una línea muy semejante se pronunciaría Jacques-Guillaume Thouret, al señalar que la nación disponía del poder de cambiar la Constitución cada vez que hubiese «la necesidad» de hacerlo (ibid.: 129) o, en palabras de François Louis Legrand de Boislandry, cuando así lo exigieran «la experiencia» o el cambio de circunstancias respecto a las que habían originado la Constitución (ibid.: 274).
Estos razonamientos se hallaban, en realidad, sujetos a una lógica mayor que la esgrimida por Sieyès y sus seguidores: si era cierto en los planteamientos de este último que el poder constituyente no tenía límites, ¿por qué habría de sujetarse a esas fechas fijas? Así lo reconocían los propios partidarios de las tesis de Siyès como D’André, quien advertía que nada podía impedir que el poder constituyente cambiase esos plazos a voluntad ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 62). En este sentido, aquellos que diferenciaban la reforma de la sustitución constitucional eran los que con más lógica podían imponer plazos obligatorios para enmendar la Constitución al considerar que los órganos reformadores estaban sujetos a límites, lo que incluía también someterse a los plazos de actuación que se les confiasen. Pero precisamente, y contra toda lógica, fueron estos autores los que renunciaron a fijar esos plazos, sin duda porque consideraba que las generaciones vivas eran las que debían decidir —sin cortapisas de término y plazo— cuándo acometer una enmienda constitucional.
Lo cierto es que la posibilidad de fijar plazos para la reforma constitucional encerraba una doble lectura. Por una parte, desde un punto de vista positivo suponía un llamamiento periódico al poder de reforma (en los términos de Frochot) o al poder constituyente (bajo el paradigma de Sieyès); pero por otra, desde un paradigma negativo, también podía entenderse que hasta que no se cumpliera con el plazo previsto no sería posible acometer reforma o sustitución constitucional alguna, emplazando a una generación futura, pero impidiendo actuar a la presente, lo que enfocaba el debate de la Constitución generacional en un sentido un tanto distinto: el de los límites temporales a la reforma constitucional.
Los miembros de la Asamblea Nacional francesa sabían bien que en Estados Unidos habían previsto este tipo de límites temporales a la reforma constitucional. En concreto, fueron propuestos por John Rutledge, representante en la Convención de Filadelfia por Carolina del Sur y que también había formado parte del primer y segundo Congreso Continentales. A nivel personal había amasado una fortuna como propietario de una plantación que comprendía casi 108 000 acres, trabajados por cerca de trescientos esclavos, a los que se sumaban los quince que comprendían el servicio doméstico de su propia vivienda en Charleston. Temeroso de que sus pingües beneficios se recortasen, Rutledge se opuso a que los estados que no tuviesen intereses en la esclavitud —o que se opusiesen abiertamente a ella, como sucedía con los norteños— pudiesen poner fin a una institución de la que él mismo obtenía tanto provecho. Sospechas desde luego ciertas, como demostraría la abolición de la esclavitud en el estado de Nueva York en 1799, siendo gobernador John Jay, a la sazón uno de los autores de The Federalist y primer presidente del Tribunal Supremo ( Pérez Alonso, J. (2018). Estudio preliminar. En J. Jay. Independencia, Estado y Constitución. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Pérez Alonso, 2018: CIV). Para impedir lo que la unión federal acarrease poco después la manumisión de los esclavos, Rutledge propuso en la Convención de Filadelfia un límite temporal en el procedimiento de reforma previsto en la norma fundamental: no podría introducirse enmienda alguna en materia de esclavitud hasta 1808 ( Madison, J. (1987). Notes on Debates in the Federal Convention of 1787. New York: W. W. Norton.Madison, 1987: 610). La previsión fue finalmente aprobada, lo que satisfizo a Rutledge al punto de convertirse en uno de los principales defensores de la Constitución federal en la Asamblea de ratificación de Carolina del Sur ( Elliot, J. (1836). The Debates in the Several State Conventions on the Adoption of the Federal Constitution (vol. 4). Washington.Elliot, 1836: 312), a pesar de que John Adams —que había coincidido con él en los dos primeros Congresos Continentales — lo describía como un sujeto oscuro, anodino, carente de sagacidad y con débil oratoria ( Adams, C. F. (ed.) (1850). The Works of John Adams (vol. 2). Boston: Charles C. Little and James Brown.Adams: 1850: 361, 396, 422).
En la Asamblea Nacional francesa, considerar las fechas de revisión periódicas como límites temporales a las enmiendas entrañó un debate mucho más prolijo que en Estados Unidos porque a algunos diputados se les antojaba tan peligroso como obligar a realizar esas revisiones aun cuando fuesen innecesarias, y peligroso porque supondría impedir que se eliminasen defectos visibles de la Constitución en los períodos intermedios ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 38, 66). En realidad, al fijar ese plazo a quien se estaba privando de la soberanía era a la generación presente, como recordaría La Fayette: «Como el derecho de las generaciones que se suceden y la introducción de abusos requieren la revisión de todo establecimiento humano, debe ser posible que, en ciertos casos, haya una convocación extraordinaria de diputados, cuyo único objeto sea examinar y corregir, si es menester, los vicios de la Constitución» ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 70).
Esta idea de que la nación, a través de sus representantes, podía acometer la reforma constitucional cuando lo considerase conveniente sin prefijar fechas para hacerlo, resultaba más coherente con la idea de soberanía nacional. Como señalaría el girondino Arnaud Gouges-Cartou, aquella entrañaba el poder de que disponía la sociedad para revisar la Constitución «en todo momento» ( Fauré, C. (1995). Las declaraciones de los derechos del hombre de 1789. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.Fauré, 1995: 191).
Mientras que algunos diputados renunciaban, pues, a imponer límites temporales al poder de reforma, otros consideraron que resultaba oportuno fijarlos, aunque por un plazo que no excediese de quince o diez años ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 66-67). Tal propuesta pretendía conciliar la necesidad de un período prolongado de tranquilidad constitucional con la previsión de que la experiencia haría conveniente introducir mejoras en el texto. No en balde el propio Sieyès había señalado que «una obra hecha por manos del hombre necesita mantenerse abierta a los progresos de su razón y de su experiencia» ( Sieyès, E. J. (1993). Escritos políticos. México: Fondo de Cultura Económica.Sieyès, 1993: 264). El plazo de quince años, y sobre todo el de diez, resultaría insuficiente en todo caso para que se pudiera hablar de un auténtico relevo generacional. Y, de hecho, quienes propusieron aquel límite temporal no mencionaron el cambio de generación como argumento. Sin embargo, sí lo hizo Salle, quien fijaba en una veintena de años el límite temporal a la reforma, y lo hacía, además, con una original argumentación: a su parecer, hasta transcurrido ese tiempo no debía acometerse reforma constitucional alguna puesto que hacía falta toda una generación para eliminar la esclavitud a la que el pueblo francés había estado sometida ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 108). Mutatis mutandis, el mismo argumento lo había planteado Voltaire en relación con el método científico: las ideas de Newton —advertía— solo calarían en Francia cuando quedase atrás una generación que había crecido con los errores de Descartes ( Voltaire (1770). Eloge Historique de Madame la Marquise de Chatelet. En Oeuvres de M. de Voltaire (vol. 9). Dresde: Chez George Conrad.Voltaire, 1770: 452). Pero al impedir que la generación presente pudiese cambiar la Constitución se estaba negando su propia soberanía bajo el argumento de que un pueblo que había conocido la servidumbre no había alcanzado el grado de sapere aude! que había postulado Kant para adquirir la libertad política.
Una vez más, los partidarios de las teorías de Sieyès eran los que se mostraban más contradictorios: afirmaban el poder constituyente ilimitado, pero a la postre fijaban plazos en los que el cambio constitucional debía asumirse como una obligación y, hasta esa fecha, como un impedimento. En sustancia, con ello estaban limitando tanto a las generaciones futuras como a la presente: a las primeras, imponiéndoles el acometer un procedimiento de enmienda constitucional que a lo mejor no habrían querido asumir; a las segundas, prohibiéndoles que hasta llegada esa fecha abordasen los cambios constitucionales que resultasen convenientes.
Solo un puñado de diputados se dio cuenta de esta contradicción y formuló una propuesta ecléctica y posibilista, en realidad escasamente satisfactoria. Asumiendo las tesis de Sieyès de que la reforma no era más que ejercicio de poder constituyente, y que éste era ilimitable, plantearon que el artículo fijando un plazo para reformar la Constitución se redactase a modo de invitación al pueblo ( Assemblée Nationale (1888). Archives Parlementaires de 1787 à 1860. (1787 à 1799) (vol. 30). Paris: Société d’Imprimerie.Assemblée Nationale, 1888: 70-71). Dicho de otro modo: este podía acometer la reforma o la sustitución constitucional siempre que quisiese, por lo que la Asamblea Nacional simplemente le rogaba que no lo hiciese en el plazo que, consideraban, debía ser de treinta años. Puesto que, como hemos visto, treinta años eran precisamente los que se consideraban precisos para un relevo generacional, la propuesta coincidía con lo propuesto por Salle: negar a la generación presente su poder reformador, para depositarlo en sus sucesores. La única diferencia con lo planteado por Salle es que este consideraba a la generación presente lastrada por la servidumbre que había conocido; sin embargo, la propuesta de Muguet de Nanthou, Garat y Tronchet era formalmente más respetuosa con ella al reconocerle su soberanía e invitarle humildemente a que renunciase a lo que era su derecho inalienable: reformar la Constitución.
Finalmente, la fijación de un plazo para reformar la Constitución quedó excluida del texto definitivo aprobado por la Asamblea Nacional francesa. Ni como obligación ni como límite. Al menos en teoría, porque en realidad sí que existía un plazo de tiempo en el que podría acometerse la reforma constitucional; a saber, el que marcaba el procedimiento de enmienda. Para acometer el cambio constitucional se necesitaba que así lo hubiesen acordado tres legislaturas consecutivas, y justo la siguiente, incrementada en doscientos cuarenta y nueve miembros, se constituiría en Asamblea de Revisión y acometería la enmienda. Las dos legislaturas posteriores a las que hubiesen acordado la modificación constitucional, por su parte, no podían proponer reforma alguna (título VII).
Si se tiene presente que cada legislatura duraba dos años (título III, capítulo I, art. 2), el cómputo resultante supone que la enmienda no podía acometerse hasta que hubiesen transcurrido al menos seis años (tres legislaturas). Pero, además, se fijaba un límite temporal de cuatro años al prohibir que las dos legislaturas siguientes a las que hubiesen acordado la reforma presentasen iniciativas de enmienda.
Los resultados parecen evidentes. Por una parte no se fijaban plazos concretos para impulsar una reforma, pero ejercida la iniciativa el propio procedimiento de enmienda acababa por establecerlos: ningún cambio podría ver la luz hasta transcurridos al menos seis años. Por otra parte, el propio procedimiento fijaba límites temporales (cuatro años), aunque tampoco en este caso estaban marcados por fechas concretas, sino que venían determinados por las reformas previas que se hubiesen acometido. De este modo se impedía que se llevasen a cabo sucesivas reformas, dejando un breve margen de «tranquilidad constitucional» de cuatro años antes de que se planteasen nuevas modificaciones. La consecuencia era que, sumados esos cuatro años con los seis que como mínimo se necesitaban para que la reforma viese la luz, las enmiendas acababan espaciadas entre sí por un plazo de al menos diez años. Y ello conduce a una última conclusión: se había rechazado finalmente sujetar el cambio constitucional al relevo generacional. Si la idea más extendida es que este último se producía cada treinta años, cada generación dispondría de hasta tres oportunidades para enmendar el texto.
Ahora bien, puesto que los plazos para enmendar la Constitución acabaron por ser soterrados bajo los plazos del propio procedimiento de revisión constitucional, fue en este último donde se admitió que la propuesta de Muguet de Nanthou, Garat y Tronchet pudiese hallar acomodo. El texto final señalaba:
La Asamblea Nacional constituyente declara que la Nación tiene el derecho imprescriptible de cambiar su Constitución; sin embargo, considerando más conforme al interés nacional el que solamente se use el derecho de reforma en los términos señalados por la Constitución, respecto de aquellos artículos que la experiencia haya mostrado sus inconvenientes, decreta que una Asamblea Nacional procederá de la manera siguiente (título VII, art. 1).
Así pues, el procedimiento que se describía no era más que una invitación al poder constituyente a que lo observara, pero subyacía la consciencia de que la nación soberana podía actuar al margen de lo allí descrito. La sombra de Sieyès resultaba muy alargada.
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El presente trabajo forma parte del Proyecto de investigación «Temporal and Spatial Dimensions of the Political-Juridical Languages in Euro-American Modernity. An Interdisciplinary Approach», dirigido por el profesor Javier Fernández Sebastián y financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España, Agencia Estatal de Investigación y Fondo Europeo de Desarrollo Regional (HAR2017-84032-P). |
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En la edición en castellano de esta carta, a cargo de Adrieene Koch y William Peden, figura que el plazo indicado por Jefferson era de treinta y cuatro años ( Jefferson, T. (1987). Autobiografía y otros escritos. Madrid: Tecnos.Jefferson, 1987: 521). Esta diferencia reside en que estos últimos autores han tomado como fuente la edición de Berg ( Berg, A. E. (1907). The Writings of Thomas Jefferson (vol. 7). Washington.1907: 459). Esta última interpreta el manuscrito en este otro sentido. La mayoría de las ediciones que hemos consultado, sin embargo, dan por más correcta la cifra de diecinueve años que aquí se ha referido. |
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