SUMARIO
El anarquismo político cuenta con su leyenda negra. Ha oscilado entre la mayor bonhomía, el matonismo y la delincuencia. Quizás una idea tan masivamente seguida y con tanto pasado y futuro haya contado con representantes de muy diferente factura, todos titulados «anarquistas». Pudieron ser combatientes del hambre y la injusticia o asaltantes de bancos y caminos. Por mi parte, crecí escuchando relatos familiares sobre tiroteos entre anarquistas, comunistas y socialistas españoles entre 1936 y 1939. Prefiero pensar que este «fuego amigo» era propio de relatos ficticios. Imagino que no eran sino pesadillas de las víctimas de una guerra que dejó heridos, si no muertos, a los españoles que me precedieron. Pero hay documentaciones extraordinarias del lado oscuro del anarquismo que no deben obviarse. Carlos García Alix creó El honor de las injurias (2007), sobre Felipe Emilio Sandoval (1886-1939), alias Doctor Muñiz, para ilustrar cinematográficamente, con notas también de ficción, los recovecos sociales y psicológicos del albañil convertido en pistolero anarquista. Una vida oscilante entre el atraco, el compromiso revolucionario y la dirección de las «checas» del Madrid de la guerra civil que no cabe del todo en una película por muy buena que sea. No entiendo los dilemas y las decisiones de este hombre de acción. Sí estoy seguro, en cambio, de las facilidades que encontramos hoy para juzgarlo implacablemente fuera del tiempo terrible y la indigencia que le tocó vivir. La historia me ha sido más benévola que a él. Nuestra historia es más amable que la del Doctor Muñiz, sin duda.
El anarquismo se ganó a pulso una «leyenda negra». Pero su leyenda no es menos conspicua que la de otras corrientes políticas tradicionales en tiempos de gran oscuridad histórica. Y, además, el anarquismo nos sigue interrogando históricamente hoy. Así lo hacemos al preguntarnos por la vigencia del mayo francés del 68, las posibilidades del sindicalismo de la CNT o las virtualidades futuras de una autoorganización que frene la tamaña burocracia actual. Sin embargo, el libro del profesor Benjamín Rivaya no se centra tanto en estos problemas políticos, más o menos, recurrentes. Se concentra mejor en la «idea» de anarquismo en la filosofía del derecho. Algo, por demás, sugestivo e interesante al ser abordado con suma claridad, erudición, seriedad y rigor. Así, señala qué entiende por anarquismo: «En el contexto de este trabajo, por anarquismo se entiende la teoría de la desaparición del Estado o del Estado inexistente […]» (p. 115). Tuve ocasión de escucharle una exposición oral, breve y condicionada por las circunstancias de un acceso de cátedra, sobre el tema. Fue muy grato ya entonces. Pero confieso que su libro, expuesto el asunto sin ambages, me ha sorprendido muy favorablemente. Así es no solo por tratarse de un objeto de estudio que no es evidente y pudiera juzgarse como fuera de las interrogantes formulables, sino también por la precisión metodológica con que Rivaya va desgranando el tema.
Benjamín Rivaya sabe a qué obstáculos tradicionales se enfrenta al abordar esta investigación original. El anarquismo no ha gozado de buena prensa entre los juristas. Son excepciones quienes no consideran irrazonables a las ideas anarquistas sobre el derecho. Los anarquistas fueron contrapunto de la teoría constitucional de Stammler, Kelsen, Radbruch o Del Vecchio como los carentes de cualquier fe en la ley, u obraron como modelo del «perfecto tipo criminal», del delincuente nato en las teorías penales de Lombroso. Pero Rivaya va «a hombros de (tres) gigantes» —Proudhon, Bakunin y Kropotkin— que le alientan a replicar las críticas más ponderadas al anarquismo. Su muy buen conocimiento del pensamiento jurídico español le sirve para distinguir dos líneas de crítica al anarquismo en nuestro suelo nacional. De una parte, los institucionistas criticaban, pero también admiraban a los anarquistas. De otra parte, el conservadurismo de Luis Recasens y Luis Legaz Lacambra despreciaban el «plenario error» del anarquista como «hombre antijurídico». El pensamiento anarquista se fraguó fuera de la Universidad —nos recuerda Benjamín Rivaya— con las excepciones de Pedro Dorado Montero, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Salamanca y amigo de Unamuno, y José Luis García Rúa, lector de la Universidad de Maguncia y represaliado, después de todo, en la universidad española. A pesar de estos obstáculos históricos que Rivaya conoce dados sus investigaciones sobre la filosofía del derecho contemporánea, sus simpatías mayores se dedican a Tolstoi. Tolstoi aparece en Filosofía anarquista del derecho. Un estudio de la idea como el crítico del derecho y del derecho vigente y la cárcel en particular. El aristócrata y anarquista ruso no tuvo reparo alguno en hablar de la desfachatez de las profesiones jurídicas y la maquinaria sancionatoria. Transido de cristianismo, nos recuerda Rivaya, suponía que con el evangelio en la mano nadie tiene derecho a juzgar a nadie. Una vez más, Benjamín Rivaya se sitúa en los márgenes del pensamiento universitario —puede que, también, del pensamiento jurídico— para esclarecer una tradición que fue objeto de curiosidad a finales del siglo xix y comienzos del siglo xx, pero que había caído en el olvido. Su esfuerzo en los límites de la academia debe ser dado por muy bueno.
Saco a colación a dos anarquistas, muy peculiares y de mi gusto, para hacer más gráfico el interés del tema y situar a Rivaya en una sugestiva línea reflexiva acerca del anarquismo. Los conoce muy bien, pero no les menciona. El dadaísta Hugo Ball es, sin duda, próximo anarquista y del gusto del profesor de la Universidad de Oviedo. Así es no por las extravagancias del Cabaret Voltaire (1916), que le permitieron a Ball aparecer con mangas y capirotes de obispo defenestrado y le dieron ambigua fama (algo que Rivaya y yo podríamos interpretar, un día, con gesto sagrado y ceremonioso). Creo que Ball, como Rivaya, fue capaz de un pensamiento riguroso. Frecuentó la filosofía del derecho, sin olvidar la importancia del arte para configurar la mirada cualitativa del investigador social. El profesor Rivaya no solo ha tenido una sobresaliente dedicación al pensamiento de los otros colegas de la filosofía del derecho española —Filosofía del Derecho y primer franquismo (1937-1945) (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998); Una historia de la filosofía del derecho española del siglo xx (Iustel, 2010), y Elías Díaz, Autobiografía en fragmentos. Conversación jurídico-política con Benjamín Rivaya (Trotta, 2018)[1]— sino que es autor de meditaciones artísticas copiosas en diferentes libros sobre cine, derecho, ética y sociedad. La libertad que se ha concedido en su trabajo —su propia «aventura intelectual» (p. 89)— le hace acreedor de una visión también estética sobre el anarquismo y no solo iusfilosófica. Por ello, la reflexión de Hugo Ball me parece un brindis de celebración de la propia obra de Rivaya. Alguien tan creativo como Hugo Ball en la interpretación pianística, el vodevil, y la animación pictórica de alto nivel fue autor de los más rigurosos trabajos nunca esperados sobre Carl Schmitt. Le dejó boquiabierto a este, incluso, con sus estudios teológicos sobre la tradición más inescrutable del cristianismo bizantino. Valga un espíritu así de libre y plural de otro anarquista para poner bajo palio intelectual al propio Rivaya. Por lo demás, este profesor inscrito en la gran y tradicional escuela de juristas ovetenses no necesita de protección alguna.
Pero, más concretamente, la alusión a Ball no solo se refiere a un ethos intelectual que, sin duda, es del gusto de Rivaya, sino a su reflexión para prestigiar al anarquismo. Con un título tan aparentemente estrambótico como Dios y el Estado (1871, 1882), Bakunin habría profundizado en el gran tema central de la filosofía política moderna sobre la secularización política. El anarquista y aristócrata ruso habría avanzado, mucho antes que Friedrich Nietzsche —de gran conocimiento de Ball—, la suplantación del Dios medieval por el Estado moderno. Su precursora investigación anarquista no sólo fue proseguida, intensamente, por Hans Blumenberg y Carl Schmitt, sino, también y hasta hoy, por Pierre Legendre y muchos otros. Esta reflexión, sobre qué secularización y de qué tipo se dio en la sociedad moderna, tiene grandes consecuencias prácticas sobre el Estado de nuestros días. Además, para Ball, traductor y antólogo de Bakunin en la lengua alemana, la «fraternidad internacional» del pensador ruso fundó una secreta conspiración de signo masónico en la que coincidía tanto con Manzoni como con Elisée Reclus. Bakunin habría sido —en un texto de Ball, La huida del tiempo (1927), que se me hace, hoy, imprescindible— más poderoso que Marx, al oponerse fervientemente a una teología económica que dictaría sus leyes inexorables sobre la libertad y anticipaba ya los peores resultados del socialismo real, y Nietzsche, al no limitarse a la destrucción de Dios y emprenderla también contra el Estado. Algunos de los pasajes más brillantes del libro de Rivaya se dedican a la diferenciación de Friedrich Nietzsche y Max Stirner (voluntad de poder y absolutización del yo) respecto del anarquismo (libertad solidaria).
Rivaya muestra su afinidad con el anarquismo —hasta el extremo afectuoso de haber sostenido conversaciones muy personales con históricos del anarquismo español como José Luis García Rúa, Ramón Álvarez Palomo, Juan Luis Rodríguez López, Antonio Bernardo García…—, pero no obvia los imponderables que la realidad histórica impone a la acción política. Sabe que el anarquismo obra como un horizonte normativo imprescindible, sin que podamos obviar las causalidades ineluctables que se imponen sobre la realidad política y la organización social. No confunde la teoría crítica y la gobernabilidad. Por ello, el segundo anarquista, tan peculiar, traído por mí a colación e idóneo al profesor Rivaya y su «anarquismo jurídico», es Michel Foucault. El filósofo francés es autor de una «anarqueología». ¿Por qué cabe ser hoy anarquista sin perder sentido de la realidad? Porque la crítica social radical no compromete la alternativa política contextualizada. Si los anarquistas son tan reacios a toda manifestación del poder constituido es porque se opusieron tanto a sus formas estatales como a las de la dominación masculina de género. Tan renuentes a toda forma de poder, tan susceptibles e irritables con toda forma de dominación, son los más capaces de encabezar una historia crítica de todas las formas de poder o «anarqueología». Claro que el autor de Filosofía anarquista del Derecho. Un estudio de la idea, Michel Foucault y yo mismo suponemos, con cierta distancia crítica respecto del anarquismo más idealista, que el poder es criticable en todas sus manifestaciones, pero difícilmente erradicable en casi ninguna de ellas. Algo que puede hacer de nosotros tres «anarqueólogos» pero votantes de cualquier partido que se asemeje al PSF de François Mitterand. Además, nos supongo nada fóbicos del Estado como instrumento limitador de la pobreza, la desigualdad educativa y las mayores arbitrariedades. Algo en lo que el anarquismo confeso de Rivaya, estoy casi seguro, está de acuerdo.
Por ello, la posición del profesor Benjamín Rivaya me parece óptima para afrontar las bases teóricas y consecuencias prácticas del «anarquismo jurídico». Su perspectiva carece de cualquier «enfermedad del izquierdismo». Además, procede con el imperativo weberiano de «claridad» como aspecto de la «probidad intelectual». Por momentos, parece beneficiarse del método analítico sin ser un filósofo analítico tout court. Realiza su delimitación del anarquismo mediante la diferenciación con otras tradiciones afines. Así, caracteriza el marxismo para establecer la diferencia que reúne el anarquismo con aquel. Rivaya enumera y explica las características del marxismo —el economicismo, el clasismo del derecho, el carácter supraestructural del derecho, la materia ideológica del derecho, la ciencia jurídica como ideología, la extinción del derecho y del Estado, la crítica de los valores jurídicos, en general, y de los derechos humanos en particular…— para aislar eficazmente en qué se diferencian marxismo y anarquismo: «Los anarquistas no podían aceptar la tesis marxista de la crítica y la negación del derecho natural. Realmente lo que pienso es que la diferencia fundamental entre el pensamiento de unos y otros se encuentra ahí precisamente. Suele afirmarse que es el recurso de la dictadura del proletariado el que los separa y los convierte en irreconciliables, pero la defensa o la censura de esta dictadura se hace desde alguna plataforma valorativa, que en el caso del anarquismo es de Derecho natural. […] se trata de un conjunto de reglas y principios de entre los que sobresale el que prescribe la solidaridad entre los seres humanos […] sirve para enjuiciar la realidad y que al igual que hace con la dictadura del proletariado, también condena el capitalismo o el fascismo» (p. 159). No solo en esta ocasión, sino que con frecuencia, Rivaya escribe con una característica primera persona para subrayar su opinión personal.
Otro de los malentendidos que Rivaya deshace, para delinear al socialismo libertario, es la identificación del anarquismo con el «anarcoliberalismo». En primer lugar, el anarquismo es contrario a cualquier proyecto gradual de consecución de objetivos. Hace de la libertad un ideal solidario que defender de continuas usurpaciones. La libertad, como nos recuerda Rivaya, ni se pacta ni se condiciona para los anarquistas: la libertad se libera de las cadenas de todas las manifestaciones políticas, económicas e ideológicas del poder. La igualdad no es uniformidad o disciplinamiento, sino un bien social que no puedo conseguir si no se conquista para todos. Aunque Rivaya subraya la conexión del anarquismo con los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, pone de relieve como los dos primeros son condición necesaria de la emancipación, pero no suficiente de la liberación sin la fraternidad. Desde estos mimbres solidarios, las diferencias entre un liberal libertario (Murray Rothbard antes que Robert Nozick) y un liberal igualitario (John Rawls) son fuertes. Pero las distancias del anarquismo con el liberalismo económico se hacen tanto más mayúsculas, pues si uno y otro postulan el aminoramiento y superación del Estado, solo el anarquismo es declaradamente anticapitalista. El anarquismo no es estricto «minarquismo». Rivaya expone muy claramente algunas cuestiones sabidas, pero que conviene no olvidar: el anarcocapitalismo es la libertad de los fuertes sobre los débiles. Sus distinciones funcionan muy bien conceptual e históricamente. Rivaya puede esclarecer etimológicamente el concepto anglosajón de «libertarian» y, a su vez, analizar las raíces clásicas del libertarismo en Charles Darwin y Herbert Spencer para delimitar anarcoliberalismo y anarquismo eficazmente.
El anarquismo razonable de Benjamín Rivaya hace acopio de la tradición ilustrada: «Por mi parte, si tuviera que dar una idea de lo que es el anarquismo diría que el lema que mejor lo presenta es el grito que los revolucionarios franceses legaron a la humanidad: “¡Libertad, igualdad, fraternidad!”. Al fin y al cabo, Bakunin reconoció que su objetivo era el mismo que el de la que llamó «gran revolución francesa», pues la justicia se reducía precisamente al reconocimiento y la práctica de esos tres valores, y Kropotkin, que la historió, veía en ella una gloriosa epopeya en la que colaboraron las ideas liberales procedentes de la burguesía junto con la acción libertaria de las masas populares [...]» (pp. 26, 27). El autor subraya dos críticas fuertes a partir de estos presupuestos ilustrados: a los afanes manipuladores de la sociedad moderna y a las defensas cavernícolas de una sociedad primitiva frente al progreso. Respecto al primer asunto, Rivaya recalca que el concepto de «control del pensamiento» puede rastrearse en la doctrina anarquista, aunque no se encuentre aquí la expresión. Será un trotsquista como Orwell quien popularizó este problema al denunciar al Gran Hermano estalinista, auténtico maestro de los subsiguientes gobiernos autoritarios. Pero el anarquista Noam Chomsky abundó en el análisis de las técnicas de «control del pensamiento». Su cometido crítico manifiesta que el autocontrol es postergado por el dominio y manipulación de las ideas que se ejerce desde fuera de los individuos hasta convertirnos en autómatas. A los fines de la sumisión al Estado, el control mental de las personas se hizo mucho más persistente y capilar, incluso, que el control físico. Y una muestra del talento ensayístico de Rivaya es radicar esta línea crítica de los peores efectos de los Estados en el Discurso sobre la servidumbre voluntaria (1576) de Étienne de la Boétie, cuyo escrito se salvó gracias al buen hacer protector de su amigo Michel de Montaigne. Un libro olvidado e imprescindible.
La otra crítica anarquista razonable de corte ilustrada formulada por Rivaya para desmarcarse de los anarquismos más ultramundanos apunta a quienes niegan el progreso. También existió un anarquismo contracultural —su mayor exponente es The Making of a Counter Culture (1968) de Theodore Roszak— de signo no obrerista. Su eje era un sentimiento antiautoritario crítico de todas las restricciones políticas y alerta con todas las convenciones sociales. Benjamín Rivaya es tan riguroso que no descarta en su libro aquello que no comparte. Presumo que —a diferencia de Herbert Marcuse— quien fue decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo (2012-2015) no ve una usurpación en el predominio del «principio de realidad» sobre el «principio del placer». Pero, en su afán de completar el panorama anarquista y diferenciarlo de fenómenos afines, es capaz de estimar posiciones anarquistas ultracontraculturales —como las de John Zerzan en Twilight of the Machiness (2008)— y emprenderla con ellas. Así es porque hubo anarquismos contrailustrados con un uso paupérrimo de la antropología y una utilización fantasiosa de la ciencia ficción. Al caso viene el «anarcoprimitivismo» que encontró modelos deseables de organización social en la aldea campesina de los siglos v-xvi. No faltó un anarquismo que reivindicara al Paleolítico contra el progreso civilizatorio occidental. Vieron en la tecnología un elemento cultural letal. Parece jocoso que pueda verse el comienzo de la dominación en la sociedad agrícola. La antropología mal entendida sirvió para observar el modelo de organizaciones sin Estado en las sociedades primitivas. Benjamín Rivaya critica este anarquismo maximalista de quienes ven la arcadia primitiva como un remedio a la tecnología y el estrés: «[…] la encarnación de las ideas anarcoprimitivistas significaría el mayor genocidio jamás imaginado, pues la supervivencia de la humanidad pasa al día de hoy por el desarrollo tecnológico. Además, ¿a quién le gustaría llevar una existencia de cazador recolector? Quizás a Zerzan, que aunque vea la televisión, use el ordenador o viaje en avión no deja de ensalzar la satisfacción de vivir como los cazadores y recolectores, y por eso critica a Chomsky, que no parece que sea anarquista del todo, dice» (p. 108). El libro contiene, también, buenas dosis de ironía con supuestos anarquistas como Unabomber (Theodore Kaczynski). Este trabajo parte de la neutralidad de la tecnología como instrumento no diabólico en sí. Como tantos anarquistas, Rivaya piensa que la liberación también depende del sentido que se dé a la tecnología.
Este libro es una estupenda introducción al pensamiento anarquista. A sus más conocidos representantes —Tolstoi, Kropotkin, Rocker, Proudhon, Bakunin, Reclús, Mella, Malatesta, Lorenzo, Montseny—, pero también a los debates de autores más recientes como Paul Goodman, Murray Bookchin, Diego Abad de Santillán, Emma Goldman, etc. para demostrar la preocupación fundamental de los anarquistas por el derecho humano, derecho verdadero o derecho natural justo, frente al derecho jurídico o empleo espurio de la ley con fines depredadores del propio ser humano o de bienes sociales básicos como la salud, la paz, la educación o la naturaleza saludable. No se requiere ser anarquista para que su lectura sea sugerente. Cabe decir que el anarquismo se ve, cada vez más, corroborado por muy buenas razones morales. Como Hugo Ball señaló ya después de la Primera Guerra Mundial: «Los anarquistas solo conocen un Estado monstruoso y, tal vez, hoy ya no haya otro Estado distinto. Si este Estado se cubre de ropajes metafísicos o se apoya en ellos, mientras que su praxis económica y moral está en flagrante contradicción con los mismos, es comprensible que un hombre que todavía no esté corrupto se empiece a irritar. La teoría de una destrucción incondicional de la metafísica del Estado puede convertirse en una cuestión de dignidad personal y de una conciencia sensible con la autenticidad y la impostura […]» ( Ball, H. (2005). La huida del tiempo (Un diario). Con un primer manifiesto dadaísta. Barcelona: Acantilado.Ball, 2005:55). No es poca cosa.