SUMARIO
Acaba de publicarse la última monografía del prof. Alejandro Saiz Arnaiz, catedrático de Derecho Constitucional en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona y, anteriormente, en la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea. Esta obra ha merecido el premio Tomás y Valiente, otorgado conjuntamente por el Tribunal Constitucional y el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, que son las dos instituciones que ahora lo publican. Se inscribe en un ámbito que conoce bien su autor, como es el del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En efecto, desde 2008 hasta 2015 A. Saiz ha sido juez ad hoc[2], habiendo participado en la deliberación y adopción de una veintena de resoluciones del Tribunal de Estrasburgo, algunas de ellas tan relevantes para nuestra vida jurídica como las recaídas en los asuntos Mangouras, Herri Batasuna y Batasuna, Vera Fernández-Huidobro, Tendam o Arribas Antón. No está de más tampoco recordar ahora que, ya hace dos décadas, su autor publicó un libro de referencia, La apertura constitucional al derecho internacional y europeo de los derechos humanos (CGPJ. Madrid, 1999), que mereció entonces el premio Rafael Martínez Emperador, otorgado por el Consejo General del Poder Judicial.
El trabajo viene precedido de un prólogo (en francés) de G. Raimondi[3], que comienza con una significativa referencia al Protocolo núm. 16, con entrada en vigor el 1 de agosto de 2018, para los diez primeros países que lo han ratificado (España no lo ha firmado aún)[4], y su destacada importancia para las relaciones entre el Tribunal Europeo y las cortes supremas estatales, sobre todo, sus tribunales constitucionales, a quienes califica de «interlocutores privilegiados» y «actores fundamentales» en una visión global del sistema europeo de protección de los derechos fundamentales; e insiste Raimondi en la «responsabilidad compartida» entre el Tribunal Europeo y los tribunales estatales.
A. Saiz nos ofrece ahora una reflexión sobre un tema que no ha sido sistemáticamente tratado entre los especialistas, pese a la ingente bibliografía existente sobre el Convenio Europeo y sobre su interpretación y aplicación por el Tribunal de Estrasburgo. En este libro se describe el iter y, sobre todo, se explican el cómo y por qué las garantías del proceso equitativo establecidas en el apartado primero del art. 6 CEDH han extendido su radio de acción más allá del campo inicialmente previsto para los derechos y obligaciones de carácter civil o sobre el fundamento de una acusación penal (dimensión esta última a la que están dedicados los restantes apartados de este artículo) hasta alcanzar a los procesos desarrollados ante las jurisdicciones constitucionales, que es el objeto directo de este trabajo.
Si ahora de los 47 Estados parte del Consejo de Europa 34 tienen tribunales constitucionales, cuando se firmó el Convenio en Roma (1950), solo en dos textos constitucionales se preveía su existencia: en la Ley Fundamental de Bonn y en la Constitución de la República Italiana, cuyos respectivos tribunales no se constituyeron hasta 1951 y 1955, respectivamente. Este dato y su evolución resultan claves para entender la cuestión que nos ocupa.
Precisado esto, A. Saiz nos relata el origen y el proceso de elaboración de este importantísimo art. 6 CEDH, que en sus comienzos fue considerado, paradójicamente, como de carácter residual en la economía del Convenio, y que luego se ha convertido, con diferencia, en el que mayor litigiosidad ha fundamentado, pues aparece invocado en el ¡53 %! del total de demandas presentadas. De su inicial «ajenidad» con respecto a los procesos constitucionales —«nadie se acordó de la jurisdicción constitucional» en su gestación, dice el autor (p. 31)—, se ha pasado a resultar invocado muchas veces en quejas sobre litigios desarrollados ante las jurisdicciones constitucionales.
El siguiente capítulo aborda el tratamiento (o la exégesis, si se prefiere) del primer apartado del art. 6 CEDH y, más concretamente, de los dos aspectos que mayor controversia generan, como son, por un lado, quién queda comprendido en la mención a «toda persona» titular de los derechos ahí reconocidos, y, por otro lado, cuáles son esos «litigios sobre derechos y obligaciones civiles» y «la acusación en material penal» a que acota el precepto convencional su ámbito de aplicación. Labor que se realiza por contraste, esto es, resaltando lo que queda fuera de la aplicación de este artículo, pues durante mucho tiempo los Gobiernos han defendido, sistemáticamente, que los procesos constitucionales quedaban extramuros de esta protección. Así, en primer lugar, están excluidas las «organizaciones gubernamentales», entre las que se encuentran el Estado y otros entes que ejerzan potestades públicas. Y, en segundo lugar, el tipo de litigios en los que se aplica esta garantía —mejor, la exigencia del carácter «civil» de los mismos— ha ido sufriendo una interpretación paulatinamente ampliatoria, pero que no está exenta de dificultades (incluso dirá A. Saiz que es uno de los aspectos más conflictivos del case law). Como en el supuesto anterior, lo que más nos interesa aquí es lo que queda excluido; de tal manera que, en un listado puramente ejemplificativo, quedan fuera del conocimiento de la jurisdicción europea las reclamaciones sobre el pago de impuestos, la entrada y residencia de extranjeros, la extradición, el asilo y la orden europea de detención, el derecho de sufragio pasivo, ciertos contenciosos de función pública…, todos ellos, precisamente, por su conexión con algunas potestades tradicionalmente ancladas en la soberanía estatal.
En el siguiente capítulo (V) ya se aborda directamente el proceso —sintetizado en su propio título como «del rechazo inicial a la aceptación paulatina» (p. 55)— de la aplicación de las garantías del art. 6.1 CEDH a los procesos constitucionales. Tras algunos datos reveladores de la importancia de las resoluciones de la Comisión Europea de Derechos Humanos (operativa, recuérdese, hasta 1998), el autor establece su inicio en 1972, con unas demandas de unos municipios y algunos concejales austriacos en relación con el tratamiento recibido en su recurso de amparo, y continúa con un repaso de los siguientes casos planteados durante esa década. A partir de 1981 —la fecha tiene su importancia si se repara en que van aumentando los Estados parte del Convenio que tienen tribunales constitucionales—, el Tribunal Europeo se va a enfrentar directamente con demandas basadas en lesiones a los derechos garantizados por el art. 6 CEDH en recursos de amparo y comienza a atisbarse la posibilidad de superar el rechazo inicial a incluir esos procesos constitucionales bajo el manto protector del proceso equitativo ex art. 6 CEDH. Así, en 1986 se admite por primera vez que el tiempo transcurrido durante el periodo de inadmisión del recurso de amparo también debía computarse para ver si se había respetado la garantía del plazo razonable[5] y lo hizo el Tribunal —conviene precisarlo— no porque el Tribunal Constitucional Federal Alemán fuese a resolver sobre el fondo del asunto (que era una cuestión de pensiones), sino porque su decisión afectaba a la resolución que habían de adoptar los tribunales laborales.
En el libro que ahora comentamos se tratan con pormenor y minuciosidad todos los pronunciamientos que siguieron, con una atención destacada a la sentencia Ruiz Mateos c. España[6], a juicio de A. Saiz (corroborado expresamente por Raimondi en el prólogo), una de las más importantes en el ámbito del art. 6.1 CEDH y la más relevante de todas las que se refieren a su aplicación a los procesos constitucionales. Recordemos que esta sentencia admitió que en sede constitucional no solo se había lesionado el plazo razonable sino también el proceso contradictorio, por no poder participar en la cuestión de inconstitucionalidad la parte interesada en el proceso a quo[7].
Los Gobiernos seguirían —y lo hacen aún— argumentando incansablemente que las garantías del proceso equitativo no son aplicables a los procesos constitucionales, pero para mediados de los años noventa el Tribunal de Estrasburgo ya lo tenía fuera de toda duda —repárese, nuevamente, en el dato de que para entonces 27 de los 41 Estados parte ya gozaban de Tribunal Constitucional—; bien que, como se nos advierte en el trabajo, sin ningún ánimo «expansionista» sobre las actuaciones de los tribunales constitucionales, como lo demuestran también las exclusiones que se determinan.
El capítulo VI, titulado «Las expresiones del proceso equitativo en la jurisdicción constitucional», trata analíticamente cada uno de los aspectos que protege este art. 6.1 CEDH y que van a ser dignos de protección también en los procesos constitucionales. Pero, antes, nos ofrece un interesante apartado introductorio sobre el desarrollo del «derecho al proceso» (adviértase que el derecho de acceso a un proceso no se formula así en este precepto) y, sobre todo, de su aplicación jurisprudencial, que tan prolíficos resultados ha deparado. A este respecto podemos señalar que, tras la finalización de este libro, se acaba de conocer una sentencia[8], en la que precisamente se declara conculcado el «derecho de acceso», incluido en este artículo, por parte del Tribunal Constitucional, al inadmitir un recurso de amparo tras una interpretación rigorista de los requisitos de agotamiento previo de las vías de impugnación establecidas (más concretamente, de lo relativo a la nulidad de actuaciones).
A continuación, se hace un repaso detallado de cada uno de los derechos «sustantivos» reconocidos en el precepto convencional que nos ocupa, lo que se hace siguiendo una útil y clara metodología: primero, se desvelan el contenido y las circunstancias de cada uno de los derechos, y, a continuación, se desvela si ese contenido ha tenido o no (y cuál, en su caso) alguna especificidad al aplicarlo al ámbito de los procesos constitucionales. Procesos constitucionales que se corresponden con nuestras categorías de recursos de amparo y de cuestiones de inconstitucionalidad, puesto que, como nos advierte A. Saiz, ningún otro de los procesos constitucionales ha superado el test (ya mencionado antes) de las condiciones que posibilitan la aplicación de este art. 6.1 CEDH.
Así, se nos ofrece un preciso recorrido por:
El plazo razonable, que fue el «banco de pruebas» y donde se estrenó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en su aplicación de las garantías del proceso debido a la jurisdicción constitucional.
La publicidad (y oralidad) del procedimiento, donde sí suelen ser decisivas las peculiaridades de los procesos constitucionales para la aplicación de los criterios generales existentes al respecto y que, de hecho, solo ha acarreado la condena en dos procesos constitucionales, por falta de vista oral.
La imparcialidad (e independencia) del tribunal, garantía aplicable a nuestro ámbito con algunas características destacables. Como resume A. Saiz, el tratamiento dado no se diferencia del utilizado para los tribunales ordinarios, esto es, se aplica el mismo test: 1) para la independencia, el modo de nombramiento de sus miembros, la duración de su encargo, la existencia de garantías contra influencias o presiones externas y la apariencia de independencia del propio órgano judicial, y 2) para la imparcialidad, atendiendo a un doble aspecto: el funcional (esto es, el ejercicio por la misma persona de diferentes funciones dentro del proceso o su relación jerárquica o de otro tipo con alguno de las partes intervinientes) y el personal (a valorar desde una perspectiva subjetiva, como interés personal del juez, o una perspectiva objetiva, como teoría de las apariencias que puedan provocar dudas sobre la imparcialidad). Pero destacando que el Tribunal Europeo ha omitido cualquier referencia a la condición singular de la justicia constitucional (sobre todo, teniendo en cuenta el diferente modo de elección de sus integrantes), siendo consciente de que algunas manifestaciones poco frecuentes de la imparcialidad pueden afectar de manera más acusada a los tribunales constitucionales, como son el papel de los letrados que asisten a los jueces (a los que también les alcanzan las garantías de este precepto) y las recusaciones generales.
El derecho de acceso en el sentido de lo que el propio Tribunal Europeo ha considerado sus condiciones adicionales. Así, el sistema de recursos, en nuestro caso por lo que se refiere al acceso al recurso de amparo[9] u otras circunstancias, como son las relacionadas con el non liquet, las costas, la extemporaneidad (sobre todo en su relación con las vías previas al amparo, aunque no solo) o el agotamiento de los recursos previos.
Otras facetas que el Tribunal de Estrasburgo reconduce a este art. 6.1 CEDH, como son la contradicción (donde tiene un lugar propio la mencionada sentencia Ruiz Mateos c. España), la igualdad de armas, la motivación necesaria, la seguridad jurídica (en su veste de intangibilidad de las resoluciones judiciales) o la ejecución de sentencias.
El capítulo que cierra el libro da cuenta de la evolución del instrumento de garantía de los derechos recogidos en el Convenio de 1950, desde una originaria «gran preocupación para disipar las susceptibilidades de los Estados soberanos» (K. Loewenstein) hasta el modelo jurisdiccional que constituye hoy en día el Tribunal de Estrasburgo. Evolución que ha sido propiciada —según A. Saiz— por dos actores: por un lado, los Estados y su doble actuación, tanto para mejorar la tutela inicialmente diseñada (sobre todo, a partir de 1998) como para ampliar los derechos protegidos (a través de los seis protocolos que han ensanchado las competencias rationae materiae del Tribunal); por otro lado, las propias instituciones europeas de garantía, como han sido la Comisión (hasta su desaparición con el Protocolo núm. 11) y el Tribunal, con su resuelta labor interpretativo-aplicativa del Convenio (partiendo prácticamente de la nada para internarse en terra ignota, tan sensible para la soberanía estatal).
Aplicado al caso objeto de este libro, se ha pasado de un período de «juventud» en el que todo lo que se aproximara al derecho público se consideraba ajeno al ámbito del art. 6.1 CEDH (y, con más razón, lo que se ventilase ante las jurisdicciones constitucionales, que además eran muy minoritarias en los Estados, como se ha destacado antes), al momento actual en el que el Tribunal no tiene empacho en controlar las actuaciones de los tribunales constitucionales si estas afectan a los litigios que tengan por objeto derechos de carácter civil (o acusaciones penales) de los particulares.
Recuerda A. Saiz lo sucedido a partir del momento de madurez de este proceso (mediados de los años noventa): se amplía el espacio del control subsumible en el art. 6.1 CEDH; los ámbitos de contraste con este precepto se extienden también a la cuestión de inconstitucionalidad, además del recurso de amparo; el incumplimiento del plazo razonable (que fue la primera «conquista») puede ya imputarse, en exclusiva, a las tramitaciones constitucionales, y el punto de conexión de este precepto es que la resolución del proceso constitucional pueda afectar a la decisión que vaya a adoptar el tribunal ordinario, sin exigir ya que los efectos tengan que ser «decisivos». Estos cuatro elementos, que van indudablemente en sentido ampliatorio, se pretenden compensar, de alguna manera, con una referencia a la conciencia que tiene el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de la singular posición y funciones de los tribunales constitucionales. Pero, siendo esto indudablemente cierto, precisa A. Saiz que esta última deviene una afirmación (rectius, concesión) retórica que luego no modulará su aplicación efectiva. Sobre esta valoración, Raimondi (en el prólogo) parece disentir un poco para insistir en la validez y oportunidad de la (¿deferente?) afirmación principial del Tribunal de Estrasburgo con respecto a la específica posición institucional de los tribunales constitucionales.
Las actuaciones de los tribunales constitucionales fueron una «presencia inesperada y difícil de gestionar», pero hoy están plenamente asumidas: «[…] la construcción del discurso que ha justificado una opción no explicitada en el Convenio, ni impuesto por este —en palabras de A. Saiz, con las que termina su ensayo—, es un ejemplo perfecto de cómo el TEDH ha sabido ocupar los muchos espacios que el texto escrito en 1950 abrió a la interpretación» (p. 153).
Tras este recorrido, que ha pretendido ser fiel al contenido del esfuerzo realizado por A. Saiz, podemos concluir que, de magistral manera, este libro nos expone algo que, salvo error, nunca nadie había explicitado, como son las causas y el proceso mismo de ampliación de unas garantías, que en la construcción original estaban pensadas para ocupar una posición subalterna incluso en los procesos judiciales ordinarios, y que se han convertido en elemento basilar del Convenio. Y, además, por lo que aquí más interesa, se han expandido a un terreno para el que, en absoluto (y esto se puede afirmar de radical manera), se había previsto que podrían estar destinadas. Se corrobora, así, la aparente paradoja consistente en que a los sistemas que más garantías ofrecen para la protección de los derechos humanos más se les exige luego en su cumplimiento efectivo.
La conquista de civilidad (expresión que resulta más acertada que hablar de su «éxito») que supone el Convenio de 1950 está unánimemente reconocida; y, ahí, han resultado decisivos a) tanto los Estados, a los que no se les puede negar su loable esfuerzo por someterse a una notable «heterorrestricción» de sus facultades, como b) destacadamente, el Tribunal de Estrasburgo, con su sabia dosificación de prudencia (con el margen de apreciación en un lugar central) y de decisión en la defensa de valores democráticos esenciales. Esto era y es bien conocido, pero no lo que este libro analiza, al desvelarnos un terreno que ha recorrido el Tribunal Europeo para garantizar que, en sede constitucional, no solo se interpreten y apliquen adecuadamente los derechos «sustantivos» convencionados, sino que también los procesos mismos se desarrollen en sede constitucional conforme a las exigencias del proceso debido. Ámbito en el que ni siquiera podían estar pensando los autores del Convenio, por la incontestable razón de que, en aquellos momentos, no existía jurisdicción constitucional alguna en funcionamiento, sino solo las previsiones alemana e italiana y el recuerdo de las experiencias de entreguerras (Austria, Checoeslovaquia, Liechtenstein y España).
Tras la lectura de este clarificador y oportuno trabajo podemos comprender y apreciar mejor la labor del Tribunal de Estrasburgo en lo que podemos denominar como su relación «dialéctica» con los tribunales constitucionales estatales[10].
[1] |
Comentario al libro de A. Saiz Arnaiz, Procesos constitucionales y garantías convencionales. (La aplicación del art. 6.1 CEDH a la jurisdicción constitucional), Tribunal Constitucional y Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2018, 167 págs. Prólogo de Guido Raimondi (pp. 9 a 12). |
[2] |
Figura prevista en el art. 26 del Convenio Europeo de Derechos Humanos para asegurar la presencia de un juez del Estado parte demandado cuando el titular esté ausente o impedido de intervenir. |
[3] |
Juez europeo desde 2010, vicepresidente en 2012 y, desde 2015, presidente del Tribunal de Estrasburgo. |
[4] |
Actualmente vigente en 13 países. Los más próximos a nosotros son Holanda y Francia, cuya Corte de Casación presentó en octubre pasado una cuestión consultiva sobre un asunto bien delicado —como es el reconocimiento de una relación jurídica materno-filial entre un niño nacido mediante gestación subrogada en el extranjero y la madre que había acordado la gestación de su futuro hijo, en relación con los derechos del menor protegidos por el art. 8 CEDH— y que ha dado lugar al primer (e importante) Dictamen del Tribunal Europeo, de fecha 10 de abril de 2019, emitido nemine discrepante por la Gran Sala. |
[5] |
Se trata de la sentencia Deumeland c. Alemania, de 29 de mayo de 1986. |
[6] |
De 3 de junio de 1993. |
[7] |
Lo que resultaría decisivo en la modificación de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de 2007. |
[8] |
La sentencia Arrozpide Sarasola c. España, de 23 de octubre de 2018. |
[9] |
Para lo que resulta sumamente clarificadora la sentencia Arribas Antón c. España, de 20 de enero de 2015. |
[10] |
Su relación «dialógica» se desarrollará plenamente cuando el Protocolo núm. 16 despliegue sus potencialidades, que aún no han hecho sino iniciarse. |