SUMARIO
En 1855, Juan Rico y Amat definía en su Diccionario de los políticos la voz liberalismo como epítome de movimiento y de cambio: «¿Desde que vino a este mundo hay algo que haya dado más vueltas que él? ¿Se le ha visto alguna vez quieto y fijo por un instante sobre una idea, sobre un pensamiento? […] ¿No lo vimos ayer ladearse hacia un principio y torcerse hoy hacia otro distinto? ¿No avanza por la mañana hasta llegar a las gradas del trono y retrocede por la tarde hasta los bordes de la democracia? ¿No protege a las diez a la libertad de imprenta y le pone la mordaza a las once? […] ¿No destruye con una mano lo que acaba de edificar con la otra?».
A pesar de que la cáustica definición del alicantino respondía a su ideario monárquico conservador, apuntaba hacia un dato cierto: el liberalismo es un concepto lábil y complejo de aprehender por su ductilidad intrínseca. Lo que Juan Rico y Amat reputaba como inconsecuencia e indefinición respondía en realidad a la dificultad de hallar un molde en el que encajar todos los afluentes ideológicos que confluían en el liberalismo.
A tal dificultad se enfrenta el magnífico volumen ahora recensionado; dificultad acrecentada exponencialmente por tres factores a los que se enfrentan la docena de autores de la obra[1]: la complejidad del objeto mismo de análisis, la diversidad de enfoques con la que abordan su estudio y la amplitud del ámbito geográfico de la prospección. Aspectos todos ellos perfectamente enmarcados en el título y subtítulo del libro.
En efecto, el primer problema reside en el objeto mismo de estudio: no ya el liberalismo, en singular, sino los liberalismos porque bajo una misma etiqueta se materializaron distintas corrientes que, haciendo del liberalismo un sustantivo, lo adjetivaron. Los liberalismos divergieron prima facie por el campo social sobre el que operaban: así, existió un liberalismo religioso, otro económico y un tercero político, que por otra parte no siempre fueron coincidentes, como en breve señalaremos. Pero incluso dentro de la tercera de estas perspectivas (la política, sobre la que pivota el libro), la enseña liberal dio cobijo a corrientes de pensamiento distantes, con señas de identidad en ocasiones con escasos márgenes de convergencia. El volumen asume, pues, el reto de buscar el código genético común de esas corrientes que, a pesar de sus diferencias, se consideraban (o las consideró la historiografía) ramas del tronco común liberal. Definir la esencia de lo que es el liberalismo, en sí mismo y al margen de sus manifestaciones, es por tanto el punto de arranque y, quizás, el aspecto más complejo al que se enfrenta el estudio.
Pero si el objeto de análisis tiene en sí mismo una connotación plural, los enfoques con los que se aborda presentan esa misma pauta. Los diferentes trabajos que componen el libro atienden al liberalismo, según los casos, bajo un planteamiento conceptual, léxico o ideológico. Sin duda, la primera de las perspectivas resulta la dominante; no en balde el libro se encuadra dentro de la colección European Conceptual History, y uno de sus editores, Javier Fernández Sebastián, forma parte de las más reputadas redes internacionales sobre el tema (Iberconceptos, History of Political and Social Concepts Group y European Conceptual History Project), y es, además, responsable del Diccionario político y social del mundo iberoamericano (CEPC, 2009) y de los diccionarios políticos y sociales de los siglos xix (Alianza, 2002) y xx (Alianza, 2008), estas dos últimas obras en codirección con el profesor Juan Francisco Fuentes. Por otra parte, el propio Javier Fernández Sebastián coordinó un espléndido libro sobre el liberalismo en el mundo iberoamericano (La aurora de la libertad: los primeros liberalismos en el mundo iberoamericano, Marcial Pons, 2012) con el que el volumen que ahora se recensiona se complementa.
La triple perspectiva con la que se analizan los liberalismos proporciona una visión poliédrica que arroja luz sobre cómo surgió el término (aspecto léxico), cuáles fueron sus significados (aspecto conceptual y semántico) y qué corrientes de pensamiento aglutinó (aspecto ideológico). Pocas veces puede hallarse un análisis tan completo, ambicioso y concienzudo del liberalismo, y precisamente ese enfoque garantiza una precisión que a menudo han faltado en estudios previos dedicados a ese mismo concepto.
El último factor de complejidad sobre el que se sustenta el libro está representado por el ámbito territorial sobre el que se erige: la obra atiende a una docena de países europeos (Alemania, España, Portugal, Francia, Suecia, Dinamarca, Holanda, Polonia, Italia, Rusia y Reino Unido). Tal ambición geográfica resulta en realidad imprescindible, ya que solo una visión de conjunto, comparada, permite obtener un cuadro completo. El liberalismo —los liberalismos—, ya sea como concepto, ya como ideología, transitó de una frontera a otra, cambiando significados y adoptando las particularidades de cada nuevo territorio sobre el que se asentaba. En este sentido, las diferencias idiomáticas podrían constituir un obstáculo: ¿cómo saber si dos lenguas diferentes se están refiriendo a una misma realidad? ¿No pueden los matices idiomáticos provocar equívocos, haciéndonos pensar que palabras en distintas lenguas hacen referencia a una misma realidad (liberalismo) cuando quizás no sea así? En el caso de la Ilustración, las traducciones del término resultan claras, y está plenamente aceptado que términos como el italiano illuminismo, el francés lumières, el británico enlightenment o el germano Aufklärung hacen referencia a una misma realidad conceptual. En el caso del liberalismo la situación también resulta en este punto fácil de solventar, ya que en la mayoría de los países se acuñaron términos que partieron de la misma raíz latina, liber, lo que demuestra, una vez más, la permeabilidad del liberalismo a través de las fronteras.
En su primera acepción, el término liberalismo era, morfológicamente, un adjetivo que semánticamente indicaba desprendimiento y generosidad, acepción empleada incluso por Adam Smith (Freeden, p. 303) a quien la historiografía siempre ha reputado como uno de los padres del liberalismo económico. Aquella acepción originaria se mantuvo todavía bien entrado el siglo xix, sobre todo en Alemania (Leonhard, p. 74), conviviendo con los nuevos significados con los que se fue dotando el vocablo.
Esa diversificación semántica del término liberal dio lugar a su aplicación al campo religioso, político y económico, sin que todos esos nuevos significados tuvieran necesariamente que confluir. En este sentido, baste por ejemplo señalar el caso de Jovellanos, en cuyo pensamiento económico se hallan perceptibles huellas de Adam Smith, a pesar de que resultaría inapropiado calificarlo políticamente como un liberal. El liberalismo religioso tampoco se cohonesta con ciertos liberalismos políticos europeos, de una clara adscripción católica (Fillafer, p. 46; Fernández Sebastián, p. 118; Velde, p. 221). De hecho, la tolerancia religiosa que la historiografía ha considerado tradicionalmente —junto con la separación entre Estado e Iglesia— como una de las claves del liberalismo, no se halla presente en el liberalismo español, de profunda raigambre católica y que plasmó en el artículo decimosegundo de la Constitución gaditana la confesionalidad de la nación; algo que no cabía en la mente de un paladín del liberalismo británico como Jeremy Bentham.
Todo lo anterior conduce a concluir, como hacen los diversos trabajos que comprende el libro, que resulta necesario compartimentar las diferentes esencias (económica, religiosa y política) del liberalismo, puesto que no siempre el liberal desde una de esas ópticas lo era también respecto de las restantes.
De entre estas diversas lecturas del liberalismo, el libro se centra en su vertiente política, a pesar de las incursiones que algunos trabajos hacen también en los otros aspectos referidos, en particular en el económico. Y dónde comienza a emplearse el término liberal con una connotación política resulta precisamente uno de los aspectos más polémicos, incluso en la propia obra ahora recensionada, en la que se aprecian notables discrepancias entre los autores. En unos casos se señala a Francia como punto de partida, con la referencia de Napoleón en 1799 a las idées liberales (Leonhard, pp. 75, 77; Rosenblatt, p. 164), en tanto que otros trabajos apuntan a la España de la Guerra de la Independencia, y a los territorios ultramarinos hispanos como la fuente más plausible del concepto (Fernández Sebastián, p. 104). Lo cierto es que no se halla suficientemente documentado que la expresión vertida por Napoleón hubiera sido recibida entre los españoles al punto de adaptarla para su consumo interno, aunque sí es cierto que tras las renuncias de Bayona Napoleón había prometido a España una «Constitución liberal» (proclama de 7 de diciembre de 1808), promesa que fue difundida por la Gaceta de Madrid (25 de diciembre de 1808), a la sazón controlada por el emperador.
En todo caso, conviene recordar que en Francia el término liberal mantuvo su morfología adjetival originaria, cambiando solo su significado (de «generosidad» a «proclive hacia las libertades»), mientras que en España el término se transformó en sustantivo. Así pues, al margen de la polémica, parece bastante probable que fuese en nuestro país donde por vez primera un grupo de sujetos se identificó a sí mismo como liberal. De hecho, entre 1810 y 1814 en España se hizo un uso cotidiano del concepto, incluso como cabeceras de prensa, siendo así que los primeros diarios que incorporan en su título el nombre de liberal surgen en Cádiz y Lima (Fernández Sebastián, pp. 104, 106), mucho antes de aparecer en el Reino Unido The Liberal, en 1822, a cargo de Lord Byron y Percy Bysshe Shelley (Freeden, p. 304).
Desde 1810, en España empieza a emplearse el término también para definir al partido proclive a la reforma constitucional (Fernández Sebastián, p. 109). No debe extrañar, por tanto, que en Alemania la primera referencia al término liberalismo se halle en un diario de 1815 refiriéndose a la realidad política española (Velde, p. 215). Aunque será en el Trienio Constitucional español cuando empiece a utilizarse con más intensidad el vocablo partido liberal —merced a la escisión del liberalismo en dos bloques— transmitiéndose luego el concepto a Portugal (Ramos y Monteiro, p. 142). No obstante, en Suecia parecen existir referencias aisladas a un partido liberal incluso con anterioridad, tras la aprobación de la Constitución de 1809 (Kurunmäki y Nevers, p. 187), en tanto que en el Reino Unido no será hasta mediados de siglo cuando el término de partido liberal reemplace al tradicional nombre del partido tory.
Así, cabría afirmar que la forja política del concepto atravesó tres fases: en una primera, como adjetivo que haría referencia a unas ideas avanzadas y en conflicto con el Antiguo Régimen; en una segunda, el término se transformaría en sustantivo, aplicado a sujetos portadores de aquella ideología; finalmente, ese sustantivo empezaría a acompañarse de adjetivos que permitirían identificar diferentes tendencias dentro de un tronco común. Algo que en España empieza a producirse en el referido Trienio Constitucional, cuando los otrora liberales se escindieron en un liberalismo moderado y otro exaltado, del mismo modo que sucedería en Portugal entre 1834 y 1851 (Ramos y Monteiro, p. 145) o en Suecia, mucho más tardíamente, al diferenciar entre «viejos» y «nuevos» liberales desde 1866 (Kurunmäki y Nevers, p. 189).
Estos diversos matices que se fueron incorporando al término liberal pusieron de evidencia un concepto políticamente complejo, frente a la aparente simplicidad semántica con la que había nacido. En sus orígenes como vocablo político, el liberalismo se identificó frecuentemente con el pensamiento revolucionario de impronta francesa (Leonhard, p. 77), siendo recurrente su uso ya por los conservadores, ya por los partidarios del sistema británico de gobierno, para referirse a sus detractores ideológicos. Una situación que se percibe en España, donde los liberales eran vistos tanto por los «serviles» como por los Gabinetes integrantes de la Santa Alianza y el Gobierno británico como seguidores ciegos de la Constitución de 1791, por más que en realidad aquellos apuntaran a una presunta «Constitución histórica» como inspiración de sus ideas (Fernández Sebastián, pp. 111, 117; Freeden, p. 304).
En este sentido, los términos liberal y demócrata resultaron en un primer momento prácticamente sinónimos. Sin embargo, a medida que el desmantelamiento de la estructura política del Antiguo Régimen se convirtió en una realidad que no admitía marcha atrás, el término liberalismo empezó a identificarse con la aspiración de aprobar una constitución escrita (Leonhard, pp. 81, 82; Rosenblatt, p. 163; Kurunmäki y Nevers, pp. 196, 204; Pombeni, p. 257) o, más genéricamente, con un «gobierno representativo» (Ramos y Monteiro, p. 148), circunstancia perceptible en la mayoría de los países europeos a partir de 1815 y, sobre todo, desde 1820, coincidiendo con las revoluciones burguesas.
De este modo, el liberalismo fue desprendiéndose de su connotación exclusivamente francófila y revolucionaria, algo que se percibe en Alemania en 1848 (Leonhard, p. 84) y bastante antes en Francia, a partir de Benjamin Constant (Rosenblatt, p. 163) y el Círculo de Coppet, alcanzando su esencia con el doctrinarismo, que personificaría la cara moderada del liberalismo. Desde ese momento, liberalismo y democracia empezaron a concebirse como términos diferentes, al punto de que la connotación revolucionaria quedaría adscrita al último, en tanto que al primero se adjudicaría el sentido de «justo medio» entre absolutismo y revolución, o entre despotismo y anarquismo, en palabras de Constant (Rosenblatt, p. 166). Sin embargo, esta escisión no resultó igual de clara en todos los países, como sucede en España, en la que todavía a mediados de siglo xix el ligamen entre liberalismo y democracia se mantuvo (Fernández Sebastián, p. 121). Ello no obstante, los partidos políticos liberales rehuyeron en nuestro país el término democrático, y los que se adjetivaban con este último término se aislaron, a su vez, de la denominación de liberales. De ahí que el liberalismo haya acabado por convertirse en España en un sinónimo de pensamiento conservador, frente a lo que sucede en Estados Unidos (donde es sinónimo de progresismo), rehusando a una tradición de liberalismo radical o «de izquierdas», según formuló en su día Joaquín Varela Suanzes.
Entre los aspectos más complejos que abordan la docena de trabajos que comprende el libro dos destacan especialmente: por una parte, determinar cuándo resulta posible inferir la existencia de una ideología liberal; por otra, explicar hasta qué punto fue posible al liberalismo mantener su esencia e identidad doctrinal respecto de otros movimientos políticos que le sucedieron. El primero de estos aspectos entraña fijar el momento en el que surge el liberalismo como un movimiento político específico, evolucionando o divergiendo de planteamientos ideológicos previos, en concreto de la Ilustración. En este sentido, se ha hablado de un protoliberalismo para referirse a una suerte de eslabón perdido, a caballo entre Ilustración y liberalismo, tal y como refiere Franz L. Fillafer en su capítulo dedicado al concepto durante la dinastía Habsburgo (pp. 38-39). Este liberalismo avant la lettre sería el que Antonio Elorza definió en España como «ilustración liberal», representada por autores como Vicente Alcalá Galiano que anticiparon planteamientos económicos mercantilistas, o como León de Arroyal, cuyo radicalismo político heredarían poco después los liberales artífices de la Constitución gaditana.
La dificultad para escindir de manera clara entre el pensamiento político ilustrado y el liberal radica en la continuidad que en muchos aspectos se entabla entre ambos (Fillafer, p. 41), al compartir ciertos postulados de progreso e individualismo racionalista, aunque también es fruto de la lectura interesada que los propios liberales realizaron del pensamiento ilustrado, interpretándolo bajo sus preferencias (Fillafer, p. 50): al liberalismo le interesó mostrarse como heredero de la Ilustración, pero ello exigía simplificar también lo que aquella había representado, asumiendo solo ciertos principios —como la fe en el progreso, o el racionalismo— compatibles con la esencia liberal, y descartando otros muchos matices —la ilustración organicista o la historicista— menos permeables a sus propios planteamientos.
Pero si buscar el punto de partida del liberalismo —escindido de la Ilustración— resulta complejo, también lo es determinar qué lo diferencia de movimientos políticos posteriores. Para ello resultaría necesario apuntar las notas que identifican al liberalismo como tal, y que permitan distinguirlo de otros ismos políticos, algo que resulta extremadamente alambicado. De hecho, el libro pone de relieve la imposibilidad de ceñir el liberalismo a los estereotipos que la historiografía habitualmente ha manejado (individualismo, laissez-faire, racionalismo…), por más que algún trabajo intente apuntar ciertos elementos clave con los que identificar el liberalismo (Janowski, pp. 233-250). Ante la imposibilidad de circunscribir el liberalismo a las notas con las que tradicionalmente se lo había definido, resulta incluso inapropiado emplear el singular para referirse a él: en realidad lo que existen son liberalismos, no solo diferenciados geográficamente, sino en los contenidos que les caracterizan.
No obstante, ha de existir algún mínimo común denominador a esos liberalismos ya que, de lo contrario, el propio concepto acabará diluyéndose hasta el punto de hacerlo inservible. Quizás se halle en el carácter nuclear del derecho de propiedad, que posiblemente sea el principal punto de confluencia no solo entre los distintos liberalismos políticos, sino también entre estos y el liberalismo económico: este considerándolo desde su vertiente mercantilista, aquel convirtiéndolo en el derecho primario del que derivarían los restantes. Del mismo modo, aunque algunos trabajos del libro apuntan a una vertiente social del liberalismo, parece poco probable que pueda hablarse en puridad de liberalismo sin la idea de separación de las esferas social y estatal, ya sea en un plano económico (economía de mercado), ya en el político (dogmática liberal de los derechos). La mixtura conceptual solo es posible a partir de la hibridación de ismos, y la aceptación de algunas de sus premisas compatibles, como se observa en las constituciones que, sin renunciar a la división de poderes y al reconocimiento de derechos civiles, incorporan también el intervencionismo estatal y la presencia de derechos sociales y económicos.
De resultas, la falta de contornos bien definidos en el liberalismo lo dotó de la ductilidad suficiente como para que se entreverase con otras ideologías, por ejemplo, con las sociales, dando lugar en los países nórdicos a un «liberalismo de izquierdas» que trató de compartir espacio con la socialdemocracia (Kurunmäki y Nevers, p. 204). El liberalismo sufrió así, desde finales del xix y sobre todo a partir del xx, un contagio de otros ismos, que le permitió adquirir connotaciones organicistas o intervencionistas (Freeden, p. 315). Hasta dónde estas sean compatibles con la esencia del liberalismo o, por el contrario, acaben con su identidad para convertirlo en algo distinto es una cuestión sobre la que todavía es necesario seguir investigando en el futuro, aunque el libro invita a una profunda reflexión al respecto.
De hecho, en muchos países el liberalismo conservó intactas aquellas esencias que la historiografía le había ido atribuyendo en un proceso de abstracción: individualismo, economía capitalista y separación entre Estado y sociedad. Al mantener esta lectura estática del liberalismo, los nuevos movimientos políticos renunciaron a entremezclarse con él, considerando que hacerlo suponía una pérdida de su propia esencia e identidad. Algo especialmente perceptible en el caso del socialismo, cuyo basamento ideológico se cimienta sobre la negación misma del liberalismo, al que se percibe como un modelo burgués asentado sobre un sistema representativo diseñado para perpetuar la dominación sobre las clases obreras. Pero precisamente esa imagen estática de un liberalismo aislado de otros movimientos políticos sirvió también como referente para territorios como la Rusia postsoviética, donde se consideró que representaba el reverso del modelo económico y político que había vivido desde 1917. De ahí que tras la perestroika se viera en el liberalismo una suerte de régimen utópico que permitía superar los rigores del comunismo, solo para decaer desde el año 2000 ante el fracaso de la implantación abrupta del sistema capitalista (Malinova, pp. 279-281).
En su clásica obra sobre el liberalismo, Guido de Ruggiero (Storia del liberalismo europeo, Laterza, 1925) tuvo que abordar más de trescientas páginas antes de enfrentarse a la pregunta central: qué es el liberalismo. Su respuesta residía en que el liberalismo entrañaba el reconocimiento de la libertad, alcanzable a través de un método basado en la igualdad, y con el recurso a una forma de gobernar que compendia al mismo tiempo los principios conservadores y de progreso. Una definición necesariamente amplia y abstracta, consciente de que el liberalismo alcanza numerosas manifestaciones políticas.
Guido de Ruggiero se centró, sin embargo, en dos liberalismos a los que consideró el paradigma de los restantes: el inglés y el francés. El libro In Search of European Liberalism demuestra que no todos los liberalismos europeos bebieron necesariamente de esas fuentes, y que las particularidades —tanto geográficas como conceptuales— resultan más acusadas de las que históricamente se han concebido.
Precisamente por ello resulta justo apuntar que, entre las muchas aportaciones que hace In Search of European Liberalisms, no es la menor su inconformismo. Se trata de una obra de una extraordinaria ambición, que aborda el liberalismo desde una óptica metodológica y territorial que hasta ahora había faltado. Lo que lo convierte en un libro imprescindible para avanzar en una mejor comprensión de la historia del pensamiento político occidental.
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Franz L. Fillafer (Österreichische Akademie der Wissenschaften), Jörn Leonhard (Freiburg Universität), Javier Fernández Sebastián (Universidad del País Vasco), Rui Ramos (Universidade de Lisboa), Nuno Gonçalo Monteiro (Universidade de Lisboa), Helena Rosenblatt (City University of New York), Jussi Kurunmäki (Universidad de Helsinki), Henk te Velde (Leiden Universiteit), Maciej Janowski (Academia Polaca de Ciencias), Paolo Pombeni (Università degli Studi di Bologna), Olga Malinova (Universidad de Economía de Moscú), Michael Freeden (University of Oxford). |