RESUMEN
En este artículo se aborda la cuestión del nacionalismo en relación con el fenómeno del mesianismo en clave política. En este sentido, a partir de la creación del Estado moderno se intenta esbozar el fenómeno del nacionalismo en su vertiente de recreación simbólica, tanto en la modernidad como en la posmodernidad, en orden a la resolución del problema de la identidad tanto personal como colectiva. El proceso por el cual se forma el concepto de nación se puede comprender —más que con categorías meramente políticas— como un proceso de trasvases de significados de orden religioso y mítico a la nueva realidad política. Para comprender el fenómeno del nacionalismo y su nuevo auge en la posmodernidad se profundizan los instrumentos de creación de una nueva conciencia colectiva. Para este cometido, se hace referencia principalmente a las obras de Joaquín de Fiore, Kant y a Fichte para describir cómo el vislumbrar de un futuro próximo que ya vive en la conciencia particular del que lo anuncia tiene una fuerza enorme de convencimiento hasta el punto de generar lo que se suelen denominar «religiones seculares».
Palabras clave: Nacionalismo; mesianismo; religión secular; Estado moderno; progreso.
ABSTRACT
This article addresses the issue of nationalism in its relation to the phenomenon of messianism in a political key. In this sense, since the creation of the modern state, attempts have been made to outline the phenomenon of nationalism in its symbolic recreation aspect, both in modernity and postmodernity. in order to solve the problem of personal and collective identity. The process by which the concept of nation is formed can be understood —more than with merely political categories—, as a process of transfers of religious and mythical meanings to the new political reality. To understand the phenomenon of nationalism and its new rise in postmodernity, the instruments for creating a new collective consciousness are deepened. For this purpose, reference is made mainly to the works of Joaquín de Fiore, Kant and Fichte to describe how the glimpse of a near future that already lives in the particular conscience of the person announcing has an enormous force of conviction to the point of generation of the so-called «secular religions.”
Keywords: Nationalism; messianism; secular religion; modern State; progress.
El nacionalismo es un problema del Estado moderno europeo[1]. Desde luego se pueden encontrar variantes del nacionalismo fuera del ámbito cristiano-occidental, pero en ninguno de ellos (o con muy contadas excepciones) se ha unido la fuerza revolucionaria con el surgimiento de la nación. A lo sumo, pueden considerarse traslaciones directas de creencias religiosas o míticas en el ámbito político, pero carecen de la fuerza disolvente del proceso revolucionario que abarcó Europa a partir de la Ilustración. La cantidad de contenidos metafísicos de procedencia cristiana que vinieron a desvirtuarse en el concepto de nación y afines no tiene comparación en ningún lugar del mundo, posiblemente por ser Europa la cuna de la filosofía y luego de la expansión del cristianismo.
Para entender el fenómeno del nacionalismo no se puede dejar de estudiarlo en su afirmación
completa a través de los teóricos que han descrito el nacionalismo en toda su virulencia
y alcance. Esto implica que no se puede prescindir de dos grandes teóricos del Estado
moderno, aunque no sean los únicos; a saber, Fichte y Hegel, este último más por la
conformación del Estado que por su aportación al concepto de nación Elie Kedourie ( Kedourie, E. (1988). Nacionalismo. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
La segunda categoría es la posmodernidad, que es la muerte de todo sistema o relato capaz de unificar la vida y dotarla de sentido y direccionalidad. Las metanarraciones como la emancipación de la humanidad por la ciencia y la concreción del espíritu en la historia que se concretaron bajo distintas formas filosóficas y políticas se han hundido ( Lyotard, J. F. (2000). La condición posmoderna. Madrid: Cátedra.Lyotard, 2000: 62). Los grandes mitos de la ciencia, la nación y el progreso han quedado sepultados por los desastres bélicos del siglo xx. Guerras, por cierto, que deben mucho a la difusión del nacionalismo en su reivindicación atávica de territorios de pueblos finalmente conscientes de su misión histórica.
El resultado que este proceso de desarraigo y de pérdida de significado produce podría
resumirse en disociaciones identitarias que implican contradicciones vitales insolubles,
y falsificación y tergiversación de las antiguas pertenencias tradicionales para intentar
paliar el sentimiento de angustia que produce la realidad. El nacionalismo actual
difiere del decimonónico por las diferencias ambientales y circunstanciales menos
que por los planteamientos originales. Las dos categorías que antes se han señalado,
Estado moderno y posmodernidad, convergen en un asunto de vital importancia para entender
el nacionalismo del siglo xxi: el control social. De hecho, el Estado moderno nace con este afán de dominar la vida
social y particular del hombre a través de su enorme aparato burocrático. En términos
de Oakeshott, sería el control de los cuerpos y de las mentes ( López Atanes, F. J. (2013). Estudio introductorio: el carácter del Estado europeo
moderno. En M. Oakeshott. Lecciones de historia del pensamiento político (pp. 9-24). Madrid: Unión Editorial.López Atanes, 2013: 15), que hoy ha alcanzado a través de la técnica una capacidad impresionante para generar
un consenso prácticamente universal. El control del pasado se configura como una herramienta
de dicho control social, pues la historia constituye la linfa vital donde las personas
entienden el mundo y su lugar en la misma, adquiriendo así un marco conceptual para
pensar la vida. Los retornos oníricos a pasados inexistentes son herramientas que
se mueven de arriba a abajo. Es decir, que son perpetuaciones del poder frente a masas
cada vez menos capaces de socializar con mecanismos identitarios sólidos, pues estos
han sido barridos por la posmodernidad. El nacionalismo del siglo xxi es, en esta aproximación, un producto de la variada oferta política actual, que seduce
porque ofrece a bajo precio una comprensión del mundo simplificada y totalizante:
otorga significado a una masa de personas que todavía vive en un mundo que evoca un
pasado no demasiado lejano que, sin embargo, ya no existe. Una metáfora sería la del
bárbaro sentado al lado de ruinas, y que intenta reconstruir los antiguos edificios
sin tener la pericia técnica suficiente ni el conocimiento simbólico de lo que significaban
para sus antepasados. Se trata de aquello que Hobsbwan ( Hobsbwan, E. (1983). La invención de la tradición. Barcelona: Crítica.1983: 8) ha definido como «tradiciones inventadas», una evocación del pasado a través de
la repetición de símbolos y rituales que en tiempos de posmodernidad ofrecen un reparo
al ritmo vertiginoso de las transformaciones sociales. Hay que decir que la pertenencia
a una comunidad es una necesidad natural básica para el hombre, pues el hombre ama
naturalmente «su aldea, valle o ciudad nativos» ( Kohn, H. (1949). Historia del nacionalismo. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.Kohn, 1949: 21). Si la palabra es signo de sociabilidad y amistad política ( Aristóteles (1988). Política. Madrid: Gredos.Aristóteles, 1988: 51), se puede entender más fácilmente que el lugar donde se ha nacido produzca un amor
espontáneo hacia el mismo y que la lealtad a sus instituciones sociales generen un
cierto celo para su defensa, dado que este amor «es un sentimiento conocido entre
todas las clases de hombres» ( Kedourie, E. (1988). Nacionalismo. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.Kedourie, 1988: 56). Pero cuando los ejes simbólicos como la religión, cultura y trabajo ( Bell, D. (1994). Las contradicciones culturales del capitalismo. Madrid: Alianza.Bell, 1994: 143) se desmoronan en pos de una globalización salvaje y apátrida, la acuciante necesidad
de significado choca una y otra vez con la oferta simbólica posmoderna, que no es
más que una herramienta —y tal vez la más potente— de control social. Aquí se inserta
el nacionalismo del siglo xxi: entre la perdida de significado y lo efímero de las vidas posmodernas, y el control
social de nuestras sociedades. A la luz del colapso de las mismas resulta sorprendentemente
fácil recrear imaginarios sociales, falsas pertenencias y nuevas lealtades a través
del marketing político. Creo que para entender el nacionalismo en su profundidad no se puede obviar
la referencia a las categorías recién mencionadas. Sin embargo, la agonía de la vida
simbólica y el control social del Estado moderno resultarían todavía insuficientes
para explicar la fuerza del nacionalismo en nuestros días. Hay algo en el nacionalismo
que resulta atractivo más allá de la fuerza aplastante del Estado moderno y de la
disolución simbólica de la posmodernidad. Me refiero a dos conceptos que se irán perfilando
a lo largo de este artículo, a saber: el mesianismo En sentido estricto, con mesianismo se hace referencia a la espera de un salvador,
es decir, el mesías cuya próxima llegada debe instaurar un nuevo orden terrenal y
cósmico. La tradición mesiánica judía se funda sobre la esperanza de la redención
de Israel y del mundo en una concreta forma histórica y política y también en la acción
directa de Dios sobre la tierra. A menudo, en cierta tradición esotérica que ha tenido
un éxito notable en la filosofía judía moderna, el mesianismo hace referencia a la
posibilidad real de cualquier persona de llegar a la perfección del Mesías ( Kavka, M. (2004). Jewish Messianism and the History of Philosophy. New York: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/CBO9780511499098 Scholem, G. (1995). The Messianic idea in Judaism. New York: Schocken Books.
Según Billig ( Billig, M. (2002). Banal Nationalism. London: Sage.
No es un asunto fácil rastrear la herencia mesiánica del nacionalismo. Que la nación sea un ente cuya substancia es constituida por el pueblo es una idea recurrente en varios autores de la modernidad política. La misma consciencia de ser pueblo, en sentido secular, es un asunto digno de consideración. Más dificultades se encontrarían si se planteara la correlación entre pueblo y nación, como si de lo uno se siguiese necesariamente lo otro. En Roma la idea de pueblo se seguía de la consideración jurídica de pertenencia a la ciudadanía romana. El ser sometido a un mismo ius daba lugar a un pueblo más allá de sus particularidades étnicas. Es cierto que cuando se hablaba de populus romanus se interpretaba un concepto que abarcaba al conjunto de ciudadanos por derecho a tal punto que populus y res populi o res publica venían a significar algo muy parecido ( Kunkel, W. (1999). Historia el derecho romano. Barcelona: Ariel.Kunkel, 1999: 16). En la Europa medieval y prerrevolucionaria el concepto de pueblo y de nación no se correspondían a las divisiones geográfica modernas, sino más bien indicaban «lugares de procedencia» ( Kedourie, E. (1988). Nacionalismo. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.Kedourie, 1988: 4). A esto hay que añadir las dificultades de comunicación y las barreras naturales y geográficas que impedían el surgir de dicha autoconciencia. Solamente en un lapso de tiempo relativamente breve y que culmina en la Edad Media, se puede hablar de cristiandad como «una comunidad de pueblos libres presidida por el emperador y por el papa de Roma» ( Dawson, C. (2007). Los orígenes de Europa. Madrid: Rialp.Dawson, 2007: 259). En este sentido, la conciencia de pueblo remitía, en última instancia, a una categoría religiosa y eclesial de la cual trataré más adelante.
En cambio, la conciencia de pueblo-nación aparece de un modo ineludible en el judaísmo y en las concreciones veterotestamentarias que describen la cosmovisión del pueblo elegido. Aquí se encuentran varias categorías interpretativas que confluirán más tarde en la cultura occidental y en particular en el nacionalismo. Tan fuerte y poderosa es esta conciencia nacional del pueblo judío que ha resistido dos milenios para presentarse nuevamente bajo la forma de sionismo. Aquí interesa señalar cómo el nacionalismo bebe de esta fuente y se alimenta de cierta mitologías y dinámicas del entorno judaico. En los siglos i y ii d. C. se tiene constancia de varios grupos de judíos mesiánicos que solían agruparse bajo el nombre de ebionitas, aunque sería más correcto hablar de una serie de facciones y grupúsculos que representaban la porción religiosa más atenta y expectante de los tiempos mesiánicos prometidos. Según Canals ( Canals Vidal, F. (1969). El reino mesiánico. Verbo, 71-72, 85-98.1969: 89), los ebionitas son «los que, aun aceptando la fe en Cristo, deformaban la esperanza del segundo advenimiento, reduciendo a Cristo a ser rey de un reino mundano y visible, unívoco con las potestades terrenas». Se trata de aquellos judíos presentes en el siglo i d. C. que, a pesar de haber aceptado a Jesús como Mesías de Israel, esperaban de este la liberación definitiva de la ocupación romana para instaurar un reinado meramente político y secular. De algún modo, los ebionitas entroncan —a nivel mesiánico— la esperanza del pueblo de Israel con las nuevas categorías incipientes de la fe cristiana.
La misma etimología de ebionita revela aspectos interesantes de las características de la secta judeocristiana. La palabra griega Ἐβιωναῖοι traduce la palabra hebrea אביונים (ebionim), que significa «los pobres», «los necesitados». Hay una disposición vital que es propia del nacionalismo y es la percepción de ser los últimos y los oprimidos. Sin esta tensión inicial es prácticamente imposible generar la fuerza y la mímesis necesaria para que la impaciencia mesiánica de unos poco contagie una masa crítica suficiente para poder reclamar con fuerza el surgimiento de una nueva nación. La pobreza radical de estos hombres mesiánicos era también la condición de obligar a Dios a cumplir con ellos las promesas reveladas y que se concretaban principalmente en la posesión política de la tierra prometida y el dominio sobre las otras naciones opresoras. Hoy se llamaría popularmente esta postura vital victimismo. Delante de Dios aparecían como pobres porque su opresión era consecuencia de que el reino mesiánico todavía no había llegado. Pueden considerarse pobres porque toda su esperanza y expectativa está destinada a un plan que depende solamente de Dios. Su única posesión era el cumplimiento estricto de la Ley que era la palanca para forzar los designios divinos. Este grupo de fieles «daban por supuesto que el pueblo judío era ya bueno» ( Canals Vidal, F. (2003). Los siete primeros Concilios. Barcelona: Scire.Canals, 2003: 28) y el Mesías venía a ratificar una situación ya merecida anteriormente. El nacionalismo ebionita espera la redención por su condición de pobreza que, en el momento de indigencia presente, representa el mérito más profundo, juntamente con el respeto minucioso de la Ley, para el rescate temporal esperado. En este sentido, su esperanza mesiánica es carnal, pues se reduce a las condiciones materiales que mejorar. Lo que se espera es, en definitiva, justicia social, que a la vez coincide con el dominio sobre los otros pueblos que no han sido escogidos y que no son meritorios de la redención social. Es curioso señalar, siguiendo a Jones ( Jones, F. S. (1995). An Ancient Jewish Christian Source on the History of Christianity: Pseudo-Clementine Recognition. Atlanta: Scholars Press.1995) y Bauckham ( Bauckham, R. (2003). The origin of the Ebionites. En P. J. Tomson y D. Lambers-Petry (eds.). The image of the Judaeo-Christians in Ancient Jewish and Christian Literature (pp. 162-181). Tübingen: Mohr Siebeck.2003), que las interpretaciones de varios textos evangélicos apuntaban a la posesión de una tierra sobre la cual implantar el reino mesiánico esperado. Por ejemplo, las bienaventuranzas de los pobres que heredarán la tierra se interpretaban en sentido literal. De hecho, en algunos textos propiamente ebionitas se había eliminado la especificación «de espíritu» para dar un sentido propiamente literal a la pobreza (ibid.: 180).
La construcción nacional de Israel es el referente de los nacionalismos occidentales, por lo menos como referente simbólico en relación con la idea de un pueblo que se hace hipóstasis en una nación, cumpliendo así las promesas divinas. En palabras de Gilson ( Gilson, E. (1965). La metamorfosis de la ciudad de Dios. Madrid: Rialp.1965: 27), en el nacionalismo del pueblo judío se encuentra «la fórmula más perfecta de un nacionalismo religioso más total». Los mecanismos psicológicos que subyacen se vuelven a encontrar en los nacionalismos, tanto modernos como posmodernos. Intentaré esbozarlos a continuación.
El mesianismo es un modo de identificar a los movimientos de carácter religioso que anuncian la llegada inminente de un Mesías. Cuando se traslada este significado al ámbito político me refiero a los proyectos que pretenden presentarse como «una solución definitiva, coherente y completa de los problemas creados por los defectos de la sociedad» ( Talmon, J. (1960) Mesianismo político. México D. F.: Aguilar.Talmon, 1960:1). Se ha visto anteriormente como el nacionalismo ebionita pretendía forzar la realización mesiánica a través de la condición de indigencia terrenal. Se trata de un mecanismo psicológico potentísimo y bien presente en el nacionalismo: de algún modo, es más conveniente mantener la opresión y la indigencia porque si las cosas mejoran Dios no actuará o la historia no se podrá cumplir. Los tiempos se aceleran si las cosas empeoran. Aquella costilla todavía minoritaria del pueblo que ha alcanzado la conciencia histórica de su opresión entra en una espiral psicológica por la cual la solución del problema con criterios humanos o políticos queda fuera de todo interés. Si las cosas mejoran, el reino mesiánico esperado no podrá aparecer. De hecho, la indigencia es la garantía de que lo esperado se haga realidad. Desapareciendo la condición de garantía del éxito, se disolvería también la necesidad histórica asociada a la opresión.
El nacionalismo como movimiento social fruto de la revolución francesa, por lo menos
en sus primeros pasos, es gestado por minorías intelectuales capaces de abstraer de
la vivencia natural de pertenencia a un lugar, el concepto más bien artificial de nación. El proceso es llevado a cabo por unos hombres nuevos que anticipan la etapa futura.
En su pecho ya vive todo el futuro esperado. Estas categorías de hombres son fundamentales en
todo mesianismo político. En un sentido análogo podrían identificarse con los profetas
veterotestamentarios que anunciaban el porvenir revelado por Dios. Sin embargo, creo
que la caracterización más acabada de este prototipo de incoación mesiánica en la
historia se encuentre en los viri spiritualis descritos por Joaquín de Fiore en su Praephatio super Apocalypsim. Ellos son los miembros de la orden que aparecerá en la última etapa de la historia
y que combatirán contra la maldad del mundo «Quinta de spiritualium zelo virorum, quibus est contra mundi scelera, que oculis
suis cernunt, conflictus».
«Siquidem anumalis himo non percipit que sunt Spiritus Dei, spiritalis autem omnia
iudicat et ipse a nemine iudicatur, et ut intelligent spiritales discipuli non per
stadium humane doctrine, set per sinceritatem vere fidei, posse se conscendere ad
eum, cui supra se pertinent spiritalem intellectium».
La conciencia colectiva será capaz de encontrar justificación a los actos violentos
porque ya de antemano se justifican por la causa. Señala Voegelin que el tener una
causa es el primer momento de una revolución gnóstica, sobre la cual volveré más adelante
( Voegelin, E. (2006). Nueva ciencia de la política. Buenos Aires: Katz.Voegelin, 2006: 165). La causa en este caso es el surgimiento de la nación como ente trascendental enquistado
en la historia. Es la luz frente de las tinieblas del mundo. La superación de lo moral
es un rasgo típico del mesianismo político y preanuncia una nueva configuración del
mundo que es inevitable. Solo los que perciben interiormente la inminente llegada
de un nuevo orden pueden permitirse acciones morales que superan la legislación vigente
y el orden constituido. El lenguaje deberá sufrir una adaptación para poder formular
la superioridad moral con palabras que una y otra vez manifiesten más su carácter
de creación de una nueva moralidad capaz de justificar la anomia que inevitablemente
se produce Señala Brubaker ( Brubaker, R. (2012). Religion and nationalism: four approaches. Nations and Nationalism, 18 (1), 2-20. Disponible en: https://doi.org/10.1111/j.1469-8129.2011.00486.x
Todos estos elementos generan en los integrantes «la intensa sensación de vivir en medio de una revolución en marcha» ( Talmon, J. (1960) Mesianismo político. México D. F.: Aguilar.Talmon, 1960: 3), una «actitud consciente que desde la Revolución francesa se ha hecho cada vez más común entre la humanidad ( Kohn, H. (1949). Historia del nacionalismo. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.Kohn, 1949: 23). Según Billig ( Billig, M. (2002). Banal Nationalism. London: Sage.2002: 44), la vida ordinaria se presenta así como banal y ordinaria, mientras que el nacionalismo ofrece la extraordinariedad de su carga emotiva. Kant ha definido este estado psíquico colectivo como «entusiasmo» ( Kant, I. (2000). Teoría y práctica. Madrid: Tecnos.Kant, 2000: 22) para subrayar la fuerza de atracción sin un supuesto interés particular que mueve a las personas. El entusiasmo puro en terminología kantiana (hoy se diría impropiamente idealista) que provoca el vislumbre de un nuevo mundo finalmente libre y sin opresión incapacita para reconocer que la realidad es más compleja y se resiste a los cambios repentinos: «Ninguna idea ensalza más al espíritu humano ni incita más al entusiasmo que la de un talante moral puro, talante que venera ante todo al deber, que lucha contra las innumerables calamidades de la vida e incluso contra sus más seductoras tentaciones y que, no obstante, triunfa sobre ellas» (ibid.: 22-23).
El entusiasmo permite generar la fuerza necesaria para enfrentarse a una realidad
todavía inmadura. Manifiesta la superioridad moral, pues la acción está vaciada de
contenido particular por el entusiasmo, pero más aún es el elemento que más es reconducible
a la tenacidad de la revolución. Hay que considerar que, a cuantas más dificultades
más clara es la percepción de opresión y más se hace evidente la necesidad de un esfuerzo
ulterior. De algún modo, la resistencia que opone la realidad tiene más de nutritivo
que de debilitante para el nacionalismo. Es la prueba de que urge un cambio radical
frente a la ignorancia y pasividad de los agentes que se resisten. Además, si la resistencia
al mundo prefigurado es tan intensa es porque lo que se espera es de tal valor que
supera realmente todo tipo de imaginación posible. En realidad, aquí se prefigura
una lucha que es más bien mística que humana. Las fuerzas que impiden el surgimiento
de la nación no pueden no pertenecer a un mundo espiritual que se opone al bien esperado. La lucha por la nación se reviste así de todo un imaginario
simbólico procedente del aspecto religioso de batallas entre mundos invisibles que
caracterizan la interpretación de las fuerzas en juego. Si alguien es incapaz de reconocer
todo el bien que se espera y se opone con tanto vigor al advenimiento de un bien que
es claramente el bien de todos, entendidos como unidad nacional, entonces su oposición es la oposición del mal que odia el bien, aunque este sea fácilmente reconocible. Su derrota es necesaria
y quien realizan dicha tarea son realmente los santos que se oponen al mal Billig ( Billig, M. (2002). Banal Nationalism. London: Sage.
La atracción por los ideales promovidos por el nacionalismo suele coincidir y superponerse con otros elementos de la cosmovisión del presente histórico. En este sentido, el mito del progreso enlaza con la herencia religiosa del nacionalismo judaico, poniendo en marcha en la historia su realización. El progreso es la imagen secularizada de la providencia en la historia que antes se ha señalado como el elemento más influyente en el determinismo histórico que caracteriza el nacionalismo. El curso de la historia con sus contradicciones intrínsecas necesita una interpretación por parte de aquellos que encarnan el futuro de la historia incoado en el presente, los viri spiritualis. La nación, en este sentido, es una proyección histórica de algo que progresivamente se ha venido gestando y que ha brotado como primicia en los hombres que primeramente la han sabido reconocer en sí mismos. Por cuanto la fuerza de atracción de la idea del progreso se apoya en una serie de premisas que ahora no procede profundizar, como la traslación de las leyes físicas al mundo histórico, su gran atractivo consiste en ofrecer una salida a la angustia del tiempo presente y, más en general, a la condición humana, a la cual me he remitido de forma ocasional en este trabajo. Me refiero, en particular, a la experiencia del mal y de la falta de sentido vital que la posmodernidad ha aumentado exponencialmente con la destrucción de los macrorrelatos. La idea de progreso resulta todavía muy atractiva porque consigue aplazar en el futuro la resolución de un problema actual. La evocación del progreso concretado como construcción nacional «ha venido a reemplazar, como centro de movilización social, a la esperanza de felicidad en otro mundo» ( Bury, J. (2009). La idea del progreso. Madrid: Alianza.Bury, 2009: 10). La nación como sucedáneo de la ciudad celeste de agustiniana memoria es la irrupción en la historia de lo divino con el consecuente trasvase de significado del ámbito religioso al secular ( Hayes, C. J. L. (1960). Nationalism: a religion. New York: The Macmillan Company.Hayes, 1960: 164).
En relación con el progreso, además de las aportaciones de autores clásicos como Condorcet,
Saint-Simon o Comte, es de fundamental importancia la aportación de Kant. Acerca de
la vinculación de Kant con el nacionalismo ha habido mucho debate académico entre
la interpretación de Kedourie ( Kedourie, E. (1988). Nacionalismo. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.1988), Berlin ( Berlin, I. (1960). Review of Elie Kedourie. Nationalism, Oxford Magazine, 1.1960, Berlin, I. (1998). The Sense of Reality. Studies in Ideas and their History. London: Chatto and Windus.1998) y Gellner ( Gellner, E. (2008). Naciones y nacionalismo. Madrid: Alianza.2008). La visión de un Kant protonacionalista parece forzada, así como hablar de una total
desconexión entre la obra de Kant y sus discípulos, en particular Herder y Fichte.
Es cierto que el concepto de nación «participa, de forma colectivizada, del principio
kantiano de la libertad moral de los individuos» ( Rivero, Á. (2017). Immanuel Kant y la polémica sobre el origen del nacionalismo. Revista de Estudios Políticos, 178, 71-103. Disponible en:
El progreso de la especie humana, según Kant, se extiende hacia el infinito y «se aproxima incesantemente a la línea de su destino» ( Kant, I. (1964b). Sobre el libro Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad de J. G.Herder. En E. Estiù (ed.). Filosofía de la Historia. Buenos Aires: Editorial Nova.Kant, 1964b: 116) a modo asintótico, es decir, aproximándose continuamente a su realización en un tiempo infinito. Como la revolución, el nacionalismo encuentra su fracaso en la realización de la misma. Demasiada distancia se interpone entre lo esperado y su concreción, a tal punto que la clave del éxito reside en generar continuamente nuevas formas de interpretar la nación y su mitología. De hecho, ninguna concreción natural o social puede contener la realización mesiánica del nacionalismo. Por esto, la nación es un sujeto que continuamente debe recrearse para poder mantener la tensión necesaria entre los integrantes del ensueño. La fuerza revolucionaria del nacionalismo se encuentra en el mito del progreso aplicado a la construcción nacional, cuya última y más completa realización no puede sino darse en la línea asintótica de la historia. El concepto de revolución en marcha que se ha mencionado anteriormente tiene en el mito del progreso su aliado más potente, capaz de crear un verdadero «estado de espíritu de la gran mayoría de un pueblo» ( Kohn, H. (1949). Historia del nacionalismo. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.Kohn, 1949: 27).
En relación con el concepto de progreso entendido como evolución moral la aportación de Kant es fundamental, pues la relación entre historia y razón moral es muy íntima: «Lo que uno quiere por mandato de la propia razón moral imperativa, debe hacerlo y, consiguientemente, también puede hacerlo pues la razón no mandará nunca lo imposible» ( Kant, I. (1991). Antropología en sentido pragmático. Madrid, Alianza Editorial.Kant, 1991: 44). La realización moral en la historia aparece como un imperativo, al punto que Kant introduce la noción de quiliasmo ( Kant, I. (1989). Idea de una historia universal en sentido cosmopolita. En E. Ímaz. Filosofía de la Historia. Madrid: Fondo de Cultura Económica.Kant 1989: 57), es decir, de una plenitud futura que debe acontecer. Si la razón manda en forma de deber, el imperativo categórico no podría mandarlo si no hubiese una posibilidad de realización que Kant, como se ha visto, coloca en el fin de la historia. El deber se presenta como la introyección del determinismo histórico en la voluntad de los viri spiritualis. En ellos, la adhesión a la fe en el progreso hacia la realización nacional constituye un deber moral, siendo esta adhesión la prefiguración del cumplimiento colectivo de este deber a nivel nacional. Es bien sabido que según Kant la capacidad de «cumplir con su deber de un modo absolutamente necesario» ( Kant, I. (2000). Teoría y práctica. Madrid: Tecnos.2000: 18) es algo realizable solamente en la dimensión universal de la humanidad y no en lo particular. En la dimensión moral kantiana juega un papel fundamental también el concepto de autonomía moral de los individuos que, en el caso de la nación, se aplica directamente a su forma colectivizada. La autodeterminación nacional es la concreción de la autonomía moral en un sujeto político soberano. Por esto se asiste «a una transformación de la noción de autonomía moral individual en autonomía moral de la nación, de la voluntad individual en la voluntad nacional, a la cual los individuos deben someterse, con la cual han de identificarse y de la que deben ser agentes activos, entusiastas y obedientes» ( Berlin, I. (1998). The Sense of Reality. Studies in Ideas and their History. London: Chatto and Windus.Berlin, 1998: 247).
En lo moral que constituye la nación conviven el absoluto del imperativo categórico y la realización trascendental de la misma. Es decir, el cumplimiento perfecto de lo moral se puede dar solamente en la nación (como más tarde afirmará más llanamente Hegel); sin embargo, la nación vive moralmente en aquellos que son ya capaces de no experimentar la distancia entre su voluntad y el cumplimiento del deber desinteresado para la construcción de la misma. Mejor dicho, su voluntad particular se ha trasfigurado para ser anticipación de la necesidad moral de la nación cuando esta, según el designio de la historia, será capaz de mostrase como agregada y generalizada como nación. Por esto, la nación con todo su imaginario simbólico puede hablar a través de unos hombres que representan el pueblo. La nación se encarna así primeramente en este grupo de hombres que por su moralidad han entregado su vida a la causa de la nación. La admiración que despiertan su dedicación y capacidad de sacrificio será fundamental para dar lugar al contagio mimético con aquellos que todavía no han asumido el deber nacional.
De todos modos, el ya pero no aún mesiánico del nacionalismo es una condición psíquica que difícilmente tiene duración en el tiempo. La línea asintótica del progreso es una espera difícil de soportar para los que ya han asumido el deber nacional. Frente a la frustración por la lentitud de los procesos históricos, bien pronto la violencia del mundo que se resiste a cambiar requerirá una dosis creciente de enfrentamiento, fruto de la rabia y de la frustración por una vida real que se ha hecho insoportable. La falta de coincidencia entre el mundo interior ya realizado y el mundo exterior deficiente se convierte rápidamente en una mezcla explosiva. Cuando el nacionalismo se ha convertido en un fenómeno de masa, es decir, con el surgimiento de una masa crítica que puede denominarse pueblo, el concepto revolucionario de soberanía popular ya puede desplegar con fuerza. El nacionalismo sería inconcebible sin este concepto ( Kohn, H. (1949). Historia del nacionalismo. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.Kohn, 1949: 17), que ya había estado gestándose antes de la Revolución francesa, pero que tuvo su más acabada realización en esta. La soberanía popular tiene la más profunda raíz ontológica en la realización moral de la nación en los corazones de unos elegidos. Solamente estos pueden erigirse en pueblo en un solo momento volitivo. Su acción no es particular porque sus voluntades ya coinciden perfectamente con lo que debe ser el mundo y, en concreto, la nación que debe surgir. Por esto son soberanos y pueden reclamar el cambio necesario para el surgimiento de la nación. Aquellos hombres en cuyo pecho ardía la prefiguración del mundo nuevo, los hombres espirituales son ahora un pueblo desde el momento en el cual se han reconocido (a modo gnóstico como se verá a continuación) y se han unido. Es la aparición de un «yo completamente nuevo» que es el «yo nacional y generalizado» ( Fichte, J. G. (1984). Discursos a la nación alemana. Buenos Aires: Orbis.Fichte, 1984: 258). La aparición del pueblo-Mesías es la fase consciente del nacionalismo moderno. Aquel Dios que se había revelado en distintos modos a lo largo de la historia habla ahora por boca de estos hombres: la voz de Dios es ahora la voz del pueblo. El nacionalismo, dirá Fichte, es la «vida divina que irrumpe en nosotros [...] en que no se pierde nada de lo que ocurre en Dios» (ibid.: 157). Por esto, si el nacionalismo no triunfa no es solamente una derrota de una opción política. Lo que está en juego en el nacionalismo es mucho más. Es la redención del tiempo histórico que debe cambiar, es el triunfo sobre la experiencia de mal que el hombre sufre en su condición terrenal. Si el pueblo-Mesías no realiza su redención, «se hunde también con vosotros toda la humanidad sin esperanza de una restauración futura» (ibid.: 269). Habiéndose autoinvestido de una misión colectiva improrrogable, la referencia continuada al pueblo tiene un valor mágico para los integrantes del sueño nacionalista. En esta palabra se concentra todo el largo proceso de surgimiento de una voluntad, finalmente moral, capaz de redimir los oprimidos. Cuando el pueblo habla resuenan todos los largos siglos de ignorancia y esclavitud que el progreso ha ido puliendo lentamente y redimiendo para que finalmente hoy se pueda escuchar la voz que proclama la liberación. El pueblo es el nosotros que se ha divinizado en la etapa última del progreso histórico.
Como fenómeno trasladado a la posmodernidad, el nacionalismo del siglo xxi es fruto de la ruptura de los mecanismos tradicionales de formación identitaria. La
religión es un elemento fundamental para la formación de la identidad ( Bell, D. (1994). Las contradicciones culturales del capitalismo. Madrid: Alianza.Bell, 1994: 143) y su relación con el nacionalismo es muy estrecha, pues antes de la aparición del
nacionalismo en época moderna la religión era la gran fuerza dominadora a nivel cultural
y social ( Kohn, H. (1949). Historia del nacionalismo. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.Kohn, 1949: 26) y a partir de ese momento la secularización, ciertamente también por otras causas,
ha sido constante. Aun cuando el hombre posmoderno participe de un imaginario desacralizado
en el cual se concibe como arreligioso, «se sigue comportando religiosamente, sin
saberlo» a través de una «mitología camuflada y numerosos ritualismos degradados»
( Eliade, M. (2018). Lo sagrado y lo profano. Barcelona: Austral.Eliade, 2018: 149). Por esta razón, van mal encaminadas las críticas metodológicas ( Santiago, J. (2009). From «Civil Religion» to Nationalism as the religion of modern
times: rethinking a complex relationship. Journal for the Scientific Study of Religion, 48 (2), 394-401. Disponible en:
Por esta razón, en el nacionalismo se encuentran ciertos rasgos de un retorno a la construcción mítica y religiosa de las realidades naturales que el cristianismo había impedido, como se ha comentado, por la relación entre gracia y naturaleza y por la imposibilidad de trasladar, a modo ejemplar, una trinidad divina a las realidades políticas. Este proceso de desacralización de toda realidad terrena parece revertirse en la modernidad filosófica cuando la nación es más bien el fruto de una hipóstasis de Dios en la historia, una irrupción súbita e irrefrenable que debe manifestarse por lo que es. La repetición del patrón precristiano de divinización de la realidad política vuelve otra vez en el nacionalismo; por esto, en la nación «ha hecho aparición lo divino» y en esta debe encarnarse la «eternidad terrena» ( Fichte, J. G. (1984). Discursos a la nación alemana. Buenos Aires: Orbis.Fichte, 1984: 162). Lo eterno no está desligado de lo terreno y no «empieza más allá de la tumba, sino que se introduce en su propio presente» (ibid.: 82-83). Por esta razón, se equivoca Smith ( Smith, A. D. (2000). Nacionalismo y modernidad. Madrid: Istmo.2000: 203-204) cuando afirma que el nacionalismo tiene unas preocupaciones con un alcance relativamente local y solamente quiere «rectificar una anomalía concreta», pues a diferencia del milenarista, este solamente quiere librar a su país de «gobernantes extranjeros y corruptos» y no pretende «librar a la tierra de toda corrupción». Tampoco la afirmación que el nacionalismo sea hoy un asunto de burgueses cultos y urbanos mientras que el milenarismo se dirigía a pobres y periféricos (ibid.: 205) resulta esclarecedora: la secularización de la modernidad es un asunto propiamente burgués. Sin necesidad de traer Marx a colación, la explicación weberiana ( Weber, M. (1998). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Madrid: Istmo.Weber, 1998: 139) de la llamada a una vocación que permite descubrir la llamada divina (la «causa» en términos de Voegelin) junto al aburrimiento de la seguridad burguesa describe el motor revolucionario del bourgeois. La fuerza de atracción del nacionalismo reside en la capacidad de trasladar en la cuestión nacional los anhelos y las esperanzas de plenitud del hombre. En cambio, postergando la perfección en un tiempo futuro por obra de la gracia y no por méritos de la naturaleza la religión cristiana ponía una barrera a cualquier intento de realización mesiánica en la historia.
Pero, ¿cómo ha sido posible el surgimiento de una nueva divinización de las categorías
políticas desactivadas anteriormente por la aparición del cristianismo? Ratzinger
( Ratzinger, J. (2011). La unidad de las naciones. Madrid: Cristiandad.2011) y Voegelin ( Voegelin, E. (2014). Las religiones políticas. Madrid: Trotta.2014) coinciden en atribuir el surgimiento de categorías más propiamente precristianas
a la influencia de la gnosis y la puesta en marcha de una revolución gnóstica. La
esencia de la gnosis es la radical oposición al estado presente de la naturaleza y
la titánica tarea de su recreación. La insatisfacción de la condición presente es
entonces el motor de la revolución gnóstica. En este sentido se puede hablar de una
patología del alma o estado patológico peculiar del espíritu ( Voegelin, E. (2006). Nueva ciencia de la política. Buenos Aires: Katz.Voegelin, 2006: 170), dado que la insatisfacción alcanza la misma condición del ser: todo debe cambiar
para poder dotar la condición intramundana de un carácter salvífico. El surgimiento
de la nación se postula como una nueva condición del ser que irrumpe en la historia.
Como se ha visto anteriormente, es lo divino que se hace terreno. Cuando este proceso
se pone en marcha en la posmodernidad el sentido de desarraigo debido a la ruptura
simbólica del hombre conduce a estados de ánimo que son de profunda insatisfacción
ante el mundo. Ahora bien, la revolución gnóstica permite superar la angustia presente
y cargar de significado la actividad intramundana. El sacrificio por la nación es
entonces el medio para eternizarse delante de una interpretación del mundo en la cual
sobresale su absoluta limitación y falta de trascendencia. El esquema de revolución
gnóstica que sugiere Voegelin (ibid.: 165-168) ayuda a clarificar el proceso: la primera fase, como se ha visto anteriormente,
es encontrar una causa. El nacionalismo proporciona la creación de un Estado para
una nación; el recurso a la mitología nacional para perfeccionar una unidad estatal
ya existente, o la separación de una porción de una antigua nación para crear un nuevo
Estado. En este sentido, tanto la religión como el nacionalismo recurren al mito para
explicar el origen y los valores del grupo para alcanzar la legitimación de la causa
( Sutherland, L.T. (2017). Theorizing religión and nationalism: the need for critical
reflexivity in the análisis of overlapping areas of research. Implicit Religion, 20 (1), 1-21. Disponible en:
Pero el principio de realidad es más fuerte que cualquier intento de trasformación, y la revolución gnóstica, incluso aplicada al nacionalismo, se limita a una «satisfacción de una fantasía» (ibid.: 139). De este modo, el nacionalismo occidental es una inmanentización de la religión en sociedades que han abandonado sociológicamente la fe cristiana a modo de consuelo intramundano. El mundo vuelve a divinizarse y la «costumbre», en sentido agustiniano, se pervierte al asumir la forma propia de un culto y de una idolatría. La adhesión al nacionalismo permite establecer la sacralidad de una comunidad intramundana que se presenta como ekklesia, es decir, comunidad de salvados que reclaman la unión política para establecer el reino de Dios.
La nación ya puede contener enteramente lo religioso. En esta comunidad se produce
el sacrificio salvífico en los integrantes de la nación que sufren por no ser todavía
una nación, siendo víctimas de las injusticas de los opresores; se celebra una liturgia
mística a través de lo estético de las manifestaciones y de los efectos escénicos
que exhiben el amanecer del mundo nuevo; los rituales de la bandera, las procesiones,
los héroes, los templos ( Hayes, C. J. L. (1960). Nationalism: a religion. New York: The Macmillan Company.Hayes, 1960: 166-167); aparecen los sacerdotes de la nueva religión que ofician los cultos a personalidades
reinventadas y mitos nacionales; los libros sagrados con sus profetas que anuncian
la inminencia del eschaton; la historia del pueblo se reconfigura según el marco interpretativo del éxodo y del
carácter del pueblo en marcha; surgen los profetas que retroalimentan la esperanza
delante de los fracasos temporales y hacen alarde de vivir ya como si el nuevo mundo
hubiese llegado; se afianza un cuerpo místico que corresponde al número de las personas
afiliadas a la causa que necesita un Estado visible; surge la cabeza del cuerpo, en
sentido paulino, que suele ser uno o más líderes. Las analogías son múltiples, pero
la más potente es la de ekklesia o comunidad intramundana. La pertenencia al grupo social, más en tiempos de ruptura
posmoderna de los vínculos naturales de pertenencias, es un sucedáneo de la identidad
social. Así se explica también la impermeabilidad a argumentos racionales y la incapacidad
de realizar las contradicciones internas del movimiento. La cerrazón se debe ciertamente
al haber dividido el mundo entre los de dentro y los fuera. Pero hay algo más: esto podía ser válido y explicativo de esta realidad en la modernidad.
En la posmodernidad el desarraigo es el elemento fundamental y lo que está en juego
no es solamente una idea política. Toda la existencia de la persona gira alrededor
de su nueva religión que suple a las demás pérdidas identitarias. De un modo inconsciente,
este sabe que sin el ensueño nacionalista todo su mundo simbólico se desplomaría y
la realidad le parecería totalmente insoportable. En cierto modo, el nacionalismo
es lo último que le queda antes de la línea heideggeriana ( Heidegger, M. (1958). Sobre la cuestión del ser. Madrid: Revista de Occidente.Heidegger, 1958: 7) «La línea se llama también “meridiano cero” […]. El cero es el índice de la nada,
y más aún de la nada vacía. Allí donde todo se siente impulsado hacia la nada reina
el nihilismo. En el meridiano cero se acerca a su perfección. Aceptando una expresión
de Nietzsche, usted entiende por nihilismo el proceso determinado por “la devaluación
de los valores supremos”. La línea cero posee, como meridiano, su zona».
Como religión secular, el nacionalismo requiere la sumisión de la religión a las necesidades
de la nueva construcción política. La uniformidad nacional bajo los signos míticos
que se han creado no contempla disconformidad con los intereses nacionales. En este
sentido, el cristianismo es un gran obstáculo, pues es un elemento que se resiste
a la nueva configuración, ya que requiere para Dios una obediencia interior que ninguna
institución humana puede ni remotamente exigir. La trasformación del cristianismo
a religión nacional es un proceso largo que en el mundo protestante ha sido más fácil
con la introducción de la Reforma ( Castellano, D. (2016). Martín Lutero. El canto del gallo de la Modernidad. Madrid: Marcial Pons. Disponible en:
Señala Castellano que en el ámbito protestante la Iglesia «en cuanto organización
es una asociación privada que puede adquirir relieve público solo en virtud del Estado.
Una asociación entre muchas, que el poder temporal puede “reconocer” y regular. Se
convierte así en una “Iglesia” de Estado, “dependiente” de este en su ser y la legitimidad del ejercicio de su obrar».
La cuestión de fondo es que no es admisible la existencia de una competencia por la posesión de la conciencia del individuo; el cristianismo desacralizando el mundo ha impedido al poder político exigir al hombre un culto divino para las realidades temporales. Sin embargo, la religión es una fuerza que no puede quedar fuera de la construcción del Estado nacional. Afirma Hegel que cuando la comunidad eclesial lleva a cabo actos de culto y tiene a su servicio individuos que son también ciudadanos, «sale de lo interno a lo mundano y con ello al ámbito del Estado, poniéndose de este modo inmediatamente bajo su ley» ( Hegel, G. W. F. (2010). Líneas fundamentales de la filosofía del derecho. Lecciones de la filosofía de la historia. Madrid: Gredos.Hegel, 2010: 243). Frente a una Iglesia «que reclama una autoridad ilimitada e incondicionada», el Estado tiene que hacer valer «el derecho formal de la autoconciencia a la visión propia, a la convicción y en general al pensar de lo que debe valer como verdad objetiva» (ibid.: 248). La Iglesia visible puede existir solo como herramienta al servicio de la construcción nacional, pero nunca como autoridad desligada de los fines nacionales, pues frente a las «iglesias particulares» el Estado es la «universalidad del pensamiento, el principio de su forma, y lo trae a la existencia» (ibid.: 249). Como afirma Gentile ( Gentile, E. (2006). Politics as religion. Princeton: Princeton University Press.2006: 16), la sacralización de lo político se arraiga en la divinidad del Estado finalmente independiente de la consagración de la Iglesia. Por esto, el nacionalismo como religión secular es el mejor aliado de la forma moderna del Estado y, de algún modo, su culto más acabado.
Bibliografía
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La definición de nacionalismo acarrea ciertos problemas pues puede fácilmente engañar
por su uso tanto en ámbito popular como académico. Un punto de partida básico y que
entronca con el sentido de esta investigación es el que propone Billig ( Billig, M. (2002). Banal Nationalism. London: Sage.2002: 19) cuando afirma que el nacionalismo «is identified as the ideology that creates and
mantain nation-states». En la misma línea, Gellner ( Gellner, E. (2008). Naciones y nacionalismo. Madrid: Alianza.2008: 13-14), siguiendo en la relación entre nacionalismo y Estado moderno, afirma que «el nacionalismo
es un principio político que sostiene que debe haber congruencia entre la unidad nacional
y la política […] una teoría de legitimidad política que prescribe que los límites
étnicos no deben contraponerse a los políticos», es decir, que a cada nación debe
corresponder un Estado. La necesidad de congruencia entre la nación y el Estado es
según Brubaker ( Brubaker, R. (2012). Religion and nationalism: four approaches. Nations and Nationalism, 18 (1), 2-20. Disponible en:
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[2] |
Elie Kedourie ( Kedourie, E. (1988). Nacionalismo. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.1988: 24) no recurre prácticamente a Hegel para explicar el fenómeno del nacionalismo en época moderna, considerándolo más bien un teórico del Estado que de la nación. |
[3] |
En sentido estricto, con mesianismo se hace referencia a la espera de un salvador,
es decir, el mesías cuya próxima llegada debe instaurar un nuevo orden terrenal y
cósmico. La tradición mesiánica judía se funda sobre la esperanza de la redención
de Israel y del mundo en una concreta forma histórica y política y también en la acción
directa de Dios sobre la tierra. A menudo, en cierta tradición esotérica que ha tenido
un éxito notable en la filosofía judía moderna, el mesianismo hace referencia a la
posibilidad real de cualquier persona de llegar a la perfección del Mesías ( Kavka, M. (2004). Jewish Messianism and the History of Philosophy. New York: Cambridge University Press. Disponible en:
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[4] |
Según Billig ( Billig, M. (2002). Banal Nationalism. London: Sage.2002: 139-140), la función del nacionalismo en la posmodernidad se dirige más a destruir naciones existentes que a crear nuevos Estados nación. La paradoja sería que los nacionalismos están acelerando el fin de las naciones. |
[5] |
«Quinta de spiritualium zelo virorum, quibus est contra mundi scelera, que oculis suis cernunt, conflictus». |
[6] |
«Siquidem anumalis himo non percipit que sunt Spiritus Dei, spiritalis autem omnia iudicat et ipse a nemine iudicatur, et ut intelligent spiritales discipuli non per stadium humane doctrine, set per sinceritatem vere fidei, posse se conscendere ad eum, cui supra se pertinent spiritalem intellectium». |
[7] |
Señala Brubaker ( Brubaker, R. (2012). Religion and nationalism: four approaches. Nations and Nationalism, 18 (1), 2-20. Disponible en:
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[8] |
Billig ( Billig, M. (2002). Banal Nationalism. London: Sage.2002: 137) retoma los estudios sobre la personalidad autoritaria de Adorno para aplicar al nacionalismo la tendencia de buscar la seguridad de una cosmovisión en la cual los otros malos pueden ser odiados y nosotros los buenos amados. |
[9] |
«La línea se llama también “meridiano cero” […]. El cero es el índice de la nada, y más aún de la nada vacía. Allí donde todo se siente impulsado hacia la nada reina el nihilismo. En el meridiano cero se acerca a su perfección. Aceptando una expresión de Nietzsche, usted entiende por nihilismo el proceso determinado por “la devaluación de los valores supremos”. La línea cero posee, como meridiano, su zona». |
[10] |
Señala Castellano que en el ámbito protestante la Iglesia «en cuanto organización es una asociación privada que puede adquirir relieve público solo en virtud del Estado. Una asociación entre muchas, que el poder temporal puede “reconocer” y regular. Se convierte así en una “Iglesia” de Estado, “dependiente” de este en su ser y la legitimidad del ejercicio de su obrar». |
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