El presente volumen recoge un conjunto de importantes artículos, capítulos de libros y ponencias del catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Madrid, Juan José Solozabal, en torno a la constitución territorial y el federalismo. Se trata, por tanto, de un recopilatorio en la misma línea del exitoso Las bases constitucionales del Estado autonómico, obra publicada a finales de la década de 1990. Solozabal es un autor muy reconocible en tanto en cuanto se aproxima a la cuestión autonómica con una actitud meliorista y una mirada contenida, debido seguramente a una formación british que le ha permitido entender, mejor que a muchos de nosotros, que el poder es antes que nada un fenómeno histórico que debe generar su propia legitimidad a partir de una realidad social compleja y abigarrada.
El libro se divide en dos partes muy claras: la primera está dedicada a las cuestiones relacionadas con la articulación del Estado autonómico y algunos asuntos sobre democracia local. Me van a permitir que no me extienda en contenidos excesivamente concretos, pues el libro cuenta con más de cuarenta trabajos parciales y un análisis de detalle me haría imposible un comentario de una extensión razonable. En cualquier caso, se analizan primeramente los problemas institucionales de nuestro modelo federal, abordando temas competenciales, de ordenación de fuentes y cuestiones relacionadas con la naturaleza de los derechos estatutarios. Creo, en cualquier caso, que del conjunto de ensayos de esta primera parte pueden destacarse las siguientes ideas fundamentales.
Diría, en primer lugar, que el autor se opone de manera contundente a la opinión de que el Estado autonómico esté desconstitucionalizado. La Constitución establece las decisiones fundamentales en torno a la distribución territorial del poder. Ahora bien, resulta claro que como en cualquier otra experiencia federal, en España tenemos un orden constitucional propuesto que posteriormente y en la práctica va decantándose hacia distintas formas organizativas. Es probable que el constituyente pensara en alguna clase de autonomía diferenciada entre nacionalidades y regiones. Sin embargo, el ingrediente político, indispensable para captar el dinamismo del que ya diera cuenta Friedrich, hizo que el derecho de autonomía se atuviera en su ejercicio a la igualdad. En gran medida, ello es consecuencia de la democratización del principio dispositivo, feliz hallazgo de nuestro constitucionalismo que quizá no ha encontrado una interpretación consensuada a la hora de plantear los cambios a los que temporalmente debe someterse todo sistema federal.
En tal sentido, Solozábal presta una importante atención a los procesos de reforma de los estatutos liderados inicialmente por Cataluña y Valencia durante la primera década del siglo xxi. Se someten dichos procesos a la lente metodológica de lo posible, lo necesario y lo prohibido. Pasado el tiempo, se percibe el fracaso de nuestra clase política y académica a la hora de valorar la opción de que la Constitución fuera reinterpretada a partir de los deseos del poder estatuyente. A lo largo de esta primera parte, se deja sentir el potencial peligro de la propuesta de reforma catalana, que consistía en profundizar en la descentralización buscando garantías de la identidad en las instituciones propias y generando un espacio autorregulado de poder para culminar un proyecto soberanista que, tras la sentencia sobre el Estatuto, se desata y lleva a España a la más grave crisis constitucional desde que se aprobara la Norma Fundamental en 1978. En cualquier caso, el libro deja claro que dicha crisis no se limita a las expresiones fuertes del nacionalismo catalán, sino que comienza cuando el nacionalismo vasco también plantea en clave interna un serio desafío con los famosos planes impulsados por el PNV de Ibarretxe.
Solozabal, autor posibilista y atento a las reivindicaciones culturales de las comunidades políticas, traza los límites constitucionales en relación, por ejemplo, con el reconocimiento de un derecho de secesión sin previa reforma constitucional. Comparto con el autor las dudas en torno a la posibilidad de que una consulta sobre soberanía pueda transformase en una consulta de soberanía. Así las cosas, la necesaria atención a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, la pieza más importante de la relojería autonómica, resulta de interés porque revela la imposibilidad de que dicho órgano pueda seguir siendo un actor compartido en una lógica territorial que va mucho más allá de la mera resolución de conflictos ordinarios en torno a competencias o derechos. En términos comparados, no hay ninguna jurisdicción constitucional que haya generado tantas decisiones en torno a la soberanía y la unidad del Estado, lo que nos lleva a concluir que ya no será posible por más tiempo eludir la reforma constitucional con el objeto de abordar tensiones que, al margen de generar inestabilidad, han conseguido que nos olvidemos de mejorar la funcionalidad de nuestro federalismo.
La segunda parte del libro está dedicada a los temas relacionados con la integración. A lo largo de su trayectoria académica, Solozabal ha sido un autor muy atento a las cuestiones constitucionales relacionadas con el reconocimiento, la verdadera fenomenología de la condición posmoderna. La colección de artículos dedicada al rastreo de la identidad en la Constitución española y europea demuestra que el autor ha sido uno de los pocos que ha entendido la relación que toda norma fundamental tiene con el tiempo. Al contrario del constitucionalismo racional enunciado por un García Pelayo, al que se dedica un espléndido perfil intelectual, el constitucionalismo español generaría formas de legitimidad espirituales que se expresarían en la garantía de instituciones históricas, como los fueros, o en la formalización de elementos identitarios como los símbolos o la lengua. Al fin y al cabo, como ya nos enseñó Bagehot, toda constitución se desdobla en una parte mitológica —dignified— y en otra parte donde toman importancia los aspectos relacionados con la eficacia.
No sorprende, desde este punto de vista, que el autor dedique un interesante ensayo, por ejemplo, a la Transición, que durante un tiempo fue un mito razonable que servía para legitimar el singular proceso constituyente que culmina en 1978. En dicho proceso el profesor Solozabal encuentra una serie de elementos estructurales que, para lo bueno y para lo malo, han condicionado el desenvolvimiento posterior del Estado autonómico. Porque si bien la uniformidad federal española se explica por los regímenes preautonómicos, existe desde la Transición un grave contencioso nacional irresuelto que comporta, al parecer, un insuficiente reconocimiento identitario de las naciones sin Estado. En particular, se propone ahondar en la nación de naciones prescrita por el art. 2 CE, con el objetivo de intentar culminar un proceso en el que el pueblo español aparezca como un marco civilizatorio para contener el eros regional, en la línea de lo propuesto por Weiler para la integración europea.
Comparto en general esta tesis, aunque tengo algunas dudas de que la fórmula pueda funcionar sin tener en cuenta previamente dos cosas. La primera, que la Constitución española, pese a su planta identitaria, conserva como sujeto principal de la vida política al ciudadano, protagonista del orden político de acuerdo a lo establecido por el art. 10 CE. Así las cosas, me parece que ni la democracia ni el Estado de derecho pueden declinar como consecuencia de la ingeniería social que los nacionalismos pueden llegar a desplegar desde el centro o la periferia del Estado. Desde este punto de vista, en tiempos de polarización territorial, me atrevo a conjeturar que no se puede caminar hacia formas diferenciadas de autonomía sin antes debatir y conversar sobre el papel que el principio de neutralidad debe jugar en el Estado autonómico. Sigo pensando que la identidad nacional no puede ser incentivada desde el poder público en una sociedad plural, sino que debe formar parte, sustancialmente, del acervo privado de los ciudadanos, del mismo modo que ocurrió con la religión después de las guerras civiles que asolaron Europa los siglos xvi y xvii.
La segunda cuestión que me gustaría apuntar, al hilo de las consideraciones realizadas en el libro, es que la senda de la autonomía diferenciada, que parece una vía probable tras la crisis constitucional provocada por el secesionismo catalán, tiene que presentarse con todas las cartas encima de la mesa. Quizá esta es la única objeción que yo podría realizar a algunas de las (no) tesis desarrolladas en el presente libro. La nación de naciones no opera solo en el contexto de la integración simbólica, como parece apuntarse en algunos de los textos de Solozabal. La realidad foral vasca y navarra, que tan bien conoce el autor, muestra que toda identidad tiene al final que ser monetizada y proyectada institucionalmente. Desde este punto de vista, ignoro cómo pueden equilibrarse las cuestiones referidas a la articulación (reparto competencial, cooperación y financiación autonómica), con exigencias asimétricas que no parecen conciliarse bien con el principio de solidaridad expresado en los arts. 2 y 138 CE.
Así las cosas, me parece que al final el pueblo español y sus representantes, en uso de las atribuciones que la Constitución les ha otorgado, tendrán que plantearse seriamente aquella disyuntiva expresada por Sunstein tiempo atrás: la amenaza de la secesión no puede transformarse en un derecho a permanecer en el Estado de cualquier manera. Digo esto porque en el libro hay numerosos trabajos donde el autor señala claramente los límites constitucionales, por ejemplo, al desarrollo de un régimen foral que ha permitido un encaje —no exento de problemas— del País Vasco y Navarra en España desde la crisis atlántica gaditana. Se advierte claramente que el foralismo no es soberanismo y que la operación mitológica realizada por el nacionalismo no puede servir de base para que algunos fragmentos políticos queden dentro del Estado, pero fuera de la Constitución. El autor creo que puede convenir conmigo en que este es el verdadero desafío al que se enfrenta en este momento maquiavélico nuestro país. La banalidad política ha conseguido hacernos olvidar que el fin último del constitucionalismo no es expresar solo intereses de situación, sino garantizar un sistema institucional en el que individuos y grupos puedan relacionarse de acuerdo a los principios republicanos de igualdad y libertad.
Sea como fuere, el presente libro es un gran antídoto frente a la dejación intelectual y el vacío ideológico. El autor pertenece a una generación que ha venido ejerciendo rectamente su profesión a partir del impulso que ofrecían las ideas políticas. No extraña, en tal sentido, que en el libro se dediquen numerosas páginas a analizar y desentrañar el pensamiento federal de Azaola, Solé Tura, Gumersindo Trujillo o Rubio Llorente, autores imprescindibles que ningún joven investigador dedicado a la cuestión territorial puede echar al olvido. A todos ellos se suma ya el propio Juan José Solozabal, un constitucionalista entero cuya vida y obra están destinadas a ofrecer las coordenadas para que los españoles seamos capaces de superar la tradicional predisposición a tejer y destejer nuestra historia política y jurídica.