RESUMEN
En estas reflexiones se parte de la revisión conceptual de la exclusión de las mujeres en la firma del pacto social que funda las democracias modernas. Y el hilo argumental conducirá a la tesis de que el feminismo puede entenderse precisamente como el empoderamiento femenino ante esta exclusión. Se trata del empoderamiento de un sujeto colectivo, el sujeto mujeres, un empoderamiento que, según se concluye aquí, produce la reacción patriarcal expresada como cultura de la violación. Esa cultura no tiene otro objetivo que precisamente el desempoderar a ese sujeto político. Para llegar a esta conclusión, se vuelve a discutir en el artículo acerca del problema de las mujeres como sujeto político del feminismo, para argumentar su necesidad en la llamada cuarta ola feminista. Y, para enmarcar estas reflexiones, se partirá del debate sobre el sujeto entre teóricas feministas actuales, como Nancy Fraser, Seyla Benhabib y Judith Butler.
Palabras clave: Contractualismo; empoderamiento femenino; sujeto feminista; teoría queer; cultura de la violación.
ABSTRACT
These reflections are based on a conceptual review of the exclusion of women in the signing of the social pact that founded modern democracies. The argumentative thread will lead to the thesis that feminism can be understood precisely as female empowerment against this exclusion. Feminism is about the empowerment of a collective subject, «women», an empowerment that, as concluded here, produces the patriarchal reaction expressed as a culture of rape. This culture has no other objective than precisely «disempowering» women as political subjects. To draw this conclusion, the paper returns to the problem of women as the political subject of feminism, to argue its necessity in the so called «fourth feminist wave». And, to frame these reflections, it takes as a starting point the debate on the topic among some current feminist theorists, namely Nancy Fraser, Seyla Benhabib and Judith Butler.
Keywords: Contractualism; female empowerment; feminist subject; queer theory; rape culture.
Todo el pensamiento y la filosofía política occidentales han celebrado el paso civilizatorio que supuso el contractualismo moderno a partir de la Ilustración. Ese paso habría consistido en acabar con el modelo político esta- mental medieval, que se basaba en la sujeción del pueblo al príncipe en el ámbito público-político, y de los hijos e hijas, mujer, parientes y domésticos al padre en el ámbito doméstico-privado. La gran transformación política de la modernidad consistirá en arrebatar el poder al patriarca y repartírselo entre los hermanos, conceptualizados como individuos libres e iguales. Por esta innovación serán celebrados en la historia de las ideas pensadores como Locke y Rousseau. Pensadores que debido a eso son considerados los padres de la democracia moderna.
Ni el pensamiento político ni la filosofía social, ni siquiera el feminismo parecen discutir este relato de la modernidad contractualista, hasta que en 1988 aparece Carole Pateman, ejerciendo lo que la filósofa Amelia Varcárcel ha dicho que es el feminismo como filosofía de la sospecha. Efectivamente, Pateman sospecha en su obra El contrato sexual (1995) que hay una mitad de la historia que no se ha contado. Se pregunta por qué las mujeres no participaron del contrato social que funda la democracia moderna. Y la respuesta es clara: cuando se llega al contrato social, las mujeres ya están excluidas de antemano como sujetos del pacto político. Eso significa, y esta es la tesis central de Pateman, que previo al contrato social se habría establecido un contrato sexual por el cual los varones pactan el acceso sexual al cuerpo de las mujeres, pactan su sujeción al ámbito privado-doméstico y pactan dejarlas totalmente fuera del espacio público-político. Y ese contrato sexual significa también que cuando se establece el pacto social el patriarcado no desaparece, sino que pasa de ser un patriarcado paterno o medieval a la forma moderna que Pateman llama de patriarcado fraterno, entre los individuos libres e iguales. Pero eso significa, además, que los individuos libres e iguales del pacto son solo los varones, aunque se pretenda encubrir la exclusión de las mujeres utilizando la categoría aparentemente neutra de individuo. De este modo, desde el pensamiento moderno ya a partir de la Ilustración del siglo xviii se deja fuera a las mujeres como individuos libres e iguales a la hora de firmar como sujetos los términos del contrato social y se las conceptualiza más bien como sujetas a los términos del contrato sexual. La propia Pateman resume estas tesis en el siguiente pasaje: «El contrato originario es un pacto sexual-social, pero la historia del contrato sexual ha sido reprimida […]. La desaparecida mitad de la historia señala cómo se establece una forma específicamente moderna de patriarcado. La nueva sociedad civil creada a través de un contrato originario es un orden social patriarcal» (Pateman, C. (1995). El contrato sexual. Barcelona: Anthropos.Pateman, 1995: 10).
Con esto, la consigna de igualdad ilustrada se ve impugnada en sus pretensiones de universalidad porque, como ya denunciaron las feministas ilustradas, no contempla a las mujeres como iguales. La cuestión, entonces, será: ¿cómo incluir a las mujeres en esa igualdad, que sería la reclamación con la que nace el feminismo? Como lo ha analizado la filósofa Celia Amorós, la tradición de pensamiento ha consagrado el carácter de idénticas de las mujeres, para excluirlas así de su condición de sujetos y negarles su individualidad. Con ello se habría creado una esencia mujer, una esencia de lo femenino que hace imposible que sean sujetos porque carecen del principio de individuación: es decir, las mujeres componen lo que Amorós ha llamado el «espacio de las idénticas» o del eterno femenino (Amorós, C. (1987). Espacio de los iguales, espacio de las idénticas. Nota sobre poder y principio de individuación. Arbor, 128,113-127.1987).
Ante este estado de cosas, el feminismo ha impugnado los fundamentos mismos de la democracia excluyente y ha radicalizado la exigencia de que el sujeto político incluyera también a las mujeres. Y en ese sentido el feminismo, en su tradición histórica, se ha convertido en un proyecto de emancipación de las mujeres, de todas las mujeres más allá de sus diferencias culturales, locales, de clase, raciales o de orientación sexual. La pregunta será: ¿quién es el sujeto político de ese proyecto de emancipación? O, formulado de otra manera que nos interesa más aquí: ¿puede articularse un sujeto colectivo empoderado a pesar de las diferencias? Porque, como lo dice la filósofa y activista italiana Lidia Cirillo, hoy «Las mujeres, algunas mujeres, muchas mujeres, han comenzado a pensar en sí mismas como sujeto político de liberación porque han reconocido que su principal característica común es la opresión» (Cirillo, L. (2002). Mejor huérfanas. Por una crítica feminista al pensamiento de la diferencia. Barcelona: Anthropos.2002: 128).
Pero para reconocernos como sujeto político de liberación, como dice Cirillo, las mujeres hemos tenido que empoderarnos. Me refiero no al empoderamiento individual o psicológico, sino al empoderamiento como sujeto colectivo, aunque ninguna de las dos cosas puede darse por separado. Porque el poder de una mujer individual siempre pasa por el poder de las mujeres como conjunto.
Sobre el concepto de empoderamiento hay que recordar que en los años sesenta en Estados Unidos se da un fuerte movimiento identitario en la lucha por los derechos civiles de la población afroamericana, un movimiento en la que el empoderamiento de esa población se pone en primer plano.
En relación con el movimiento feminista, el empoderamiento fue utilizado hace más
de veinticinco años por una red feminista en Balagore, en la India, llamada Red DAWN-MUDAR
(siglas de Development Alternatives with Women for a New Era, traducido como Alternativas
de Desarrollo con Mujeres para una Nueva Era). Esta red, formada por activistas e
intelectuales en 1984, se centró en el análisis de la situación de las mujeres pobres
y planteó la necesidad de transformar la estructura económica y política que favorecía
la pobreza y la desigualdad femeninas. Y para hacerlo, promovieron la creación de
organizaciones de mujeres que pudieran darse fuerza o empoderarse entre sí. Esta red
feminista consiguió que en 1985 la III Conferencia Mundial de Nairobi contemplase
el empoderamiento como una estrategia impulsada por mujeres que podía usarse para
enfrentar las desigualdades de género. Y ya en la IV Conferencia Internacional de
la Mujer en Beijing, en 1995, se adoptan dos estrategias fundamentales para luchar
por la igualdad de género: por un lado se habla del mainstreaming de género, que viene a definirse como la incorporación de la perspectiva de igualdad
en «la organización, la mejora, el desarrollo y la evaluación de los procesos políticos
de modo que una perspectiva de igualdad de género se incorpore en todas las políticas,
a todos los niveles y en todas las etapas, por los actores normalmente involucrados
en la adopción de medidas políticas» (Consejo de Europa. (1999). Mainstreaming de género. Marco conceptual, metodología y presentación de «buenas prácticas». Informe
final de las actividades del Grupo de Especialistas en Mainstreaming (EG-S-MS). Madrid: Instituto de la Mujer.Consejo de Europa, 1999: 26). Por otro lado, en Beijing se adopta también como segunda estrategia para alcanzar
la igualdad de género el empoderamiento de las mujeres, reivindicando «el empoderamiento de las mujeres y su plena participación en condiciones de igualdad
en todas las esferas de la sociedad, incluyendo la participación en los procesos de
toma de decisiones y el acceso al poder, [que] son fundamentales para el logro de
la igualdad, el desarrollo y la paz» (Declaración de Beijing. (1995). Epígrafe 13, IV Conferencia Mundial sobre las Mujeres. Disponible en
El empoderamiento se entiende, por un lado, como proceso individual: es el proceso por el cual una mujer individual evoluciona de manera personal, hasta hacerse consciente de sus derechos y consolidar, a partir de ahí, su poder, su autoestima y su autonomía personales. Pero también se puede entender el empoderamiento como proceso colectivo: se trata entonces de aunar las subjetividades femeninas para organizarse en la lucha política por sus intereses de género y conseguir una transformación completa de las desigualdades de género en todos los frentes (político, social, económico, cultural, etc.). Y esto precisamente es lo que nombramos como feminismo.
De modo que empoderamiento y feminismo van juntos y no pueden entenderse aisladamente. Y van juntos en una historia que ya tiene más de tres siglos, desde las primeras reclamaciones de las mujeres empoderadas ilustradas hasta las últimas grandes y empoderadísimas movilizaciones feministas de los pasados 8 de marzo.
El empoderamiento, individual y colectivo, lo es de un sujeto: el sujeto mujeres. Vamos a hablar, entonces, un poco de las mujeres y el sujeto político feminista en la cuarta ola de hoy.
Si hablamos de una cuarta ola feminista, hablamos de algo que es reactivo, ya que toda ola es reactiva, es decir, es algo que supone un avance frente a un repliegue anterior. Por tanto, hay que entender esta cuarta ola como una reacción, como un impulso hacia delante, frente a la actual contrarreacción patriarcal.
Esta cuarta ola tiene tres olas anteriores, si aceptamos la cronología que se separa de la corriente anglosajona partidaria de contemplar solo dos olas a partir del sufragismo. La primera ola se corresponde con un feminismo ilustrado, que comienza ya a finales del siglo xvii y se extiende hasta finales del xviii. Este feminismo ilustrado reivindicó la inclusión de las mujeres en la consigna de igualdad y se centró especialmente en la reclamación del acceso a la educación de las mujeres como vía para lograrlo. Figuras emblemáticas de esta primera ola, que conocemos bien, serán Olimpia de Gouges y Mary Wollstonecraft. La segunda ola se inicia en 1848 y se extiende hasta a 1948: es el feminismo sufragista y está protagonizada por la lucha feminista por el derecho al sufragio, en el marco de una agenda de derechos civiles, educativos y políticos. Esta segunda ola tiene su punto de arranque en la Declaración de Seneca Falls por los derechos políticos de las mujeres, una declaración que fue el acta fundacional del sufragismo de más de cien años. La tercera ola, en los años 60 y 70 con el feminismo radical, se dio cuando el feminismo comprobó que, aunque se había conseguido el derecho al voto, a la educación y a algunas profesiones, la exclusión patriarcal de las mujeres persistía en lo privado y en lo público. Tras El segundo sexo de Simone de Beauvoir, pensadoras radicales como Kate Millett resignificarán conceptos para el pensamiento y el movimiento feministas, como el concepto de género o el concepto de patriarcado.
La cuarta ola del feminismo, a la que se dice que estamos asistiendo hoy, será la herencia de estas olas anteriores y no podría entenderse sin las mismas. Que se está produciendo esa cuarta ola, es algo que aparece como un hecho incluso en medios de comunicación actuales. Así definía, por ejemplo, el 3 de diciembre de 2018 el diario argentino Clarín esta ola en su sección de género:
La «Cuarta Ola Feminista» es la que vivimos en la actualidad y donde el activismo
presencial y online cobraron gran protagonismo. Plantea el fin de los privilegios de género establecidos
históricamente hacia el hombre. Asimismo, repudia la violencia de género establecida
en todos los ámbitos de la vida. «Lo personal es político», suele leerse de un tiempo
a esta parte en las manifestaciones feministas. La sororidad, concepto que habla de
la solidaridad entre mujeres, es central. En cuestión de derechos, la lucha por el
derecho a la interrupción legal del embarazo aparece aquí como otro punto clave. También
aparece con mucha fuerza el discurso anti-estereotipos: nace el feminismo descolonial
(contra el predominio de la raza blanca como modelo de éxito social), el feminismo
gordo (contra la delgadez impuesta por el mundo de la moda) y hay una mayor unión
con el movimiento LGTB, queer y de liberación sexual. Un eje ineludible fue el primer paro internacional de mujeres,
de altísimo acatamiento, llevado a cabo el 8 de marzo de 2018, inmortalizado como
#8M (Diario Clarín (2018). Sección Entremujeres. Disponible en:
Como se ve, el articulista da por hecho la cuarta ola, pero hace un batiburrillo en el que, por ejemplo, el lema de la tercera ola del feminismo radical, el de que «lo personal es político», que tiene ya casi cincuenta años, aparece ahora mencionado como si fuera un invento del feminismo más reciente.
Pero para delimitar siquiera si esta cuarta ola se está realmente produciendo, tendremos que preguntarnos varias cosas: qué la impulsa, cómo se expresa y quiénes la protagonizan. Hablaremos aquí poco del qué y el cómo, para centrarnos finalmente en el quiénes. Es decir, en las mujeres y el sujeto político del feminismo hoy.
En cuanto al qué, hay que conceder que, después de las grandes conquistas feministas, lo que hoy está sacando al feminismo a las calles y haciéndolo un movimiento de masas yo diría que es —no solo, pero sí de manera central— una auténtica insurrección, una rebelión contra la violencia sexual. Se ha producido un auténtico movimiento de masas contra la persistencia e, incluso, el recrudecimiento de esa violencia.
Hay que decir que al hablar de violencia sexual no estamos hablando de la violencia sin más: estamos hablando de una forma de agresión que está tan enraizada en nuestra cultura que es percibida como el orden natural de las cosas o incluso que a veces ni siquiera es percibida.
Carol Sheffield en los años noventa lo llama «terrorismo sexual» (Sheffield, C. J. (1998). Sexual Terrorism. En J. A. Kourany, J. P. Sterba y R. Tong (eds.). Feminist Philosophies (pp. 45-60). Upper Saddle River, New Jersey: Prentice Hall. 1998). Y dice que este terrorismo sexual es poder sexualmente expresado y que se expresa de muchas formas: como violación, como acoso, como maltrato, como asesinato, como pornografía, como prostitución, como trata… Hoy habría que añadir otros fenómenos de este poder sexualmente expresado, como la práctica de los vientres de alquiler.
Por tanto, en relación al qué de esta cuarta ola de la que hablamos, el qué la impulsa, yo diría que fundamentalmente es una rebelión contra lo que se está configurando como el nuevo paradigma del patriarcado: el patriarcado violento en sus muchas expresiones.
En cuanto al cómo, hay que subrayar que el feminismo en nuestros días ha aglutinado a muchos sectores sociales en sus masivas manifestaciones y a muchas mujeres jóvenes que se levantan contra esa violencia sexual. Pero el feminismo tiene que crear en estos sectores no solo rechazo, sino conciencia crítica: es decir, que no se queden en condenar los efectos más cruentos de esa violencia, como los asesinatos de mujeres, sino que visibilicen sus causas. Lo que es tanto co- mo tomar conciencia de que esa violencia es estructural al sistema patriarcal.
En la cuarta ola hay que decir que el feminismo vuelve a reclamar en estas luchas contra la violencia patriarcal la igualdad de las mujeres. No se trata solo de la igualdad social y política, sino también de la igualdad económica. Porque hoy el feminismo, sobre todo el feminismo joven, es en gran parte un feminismo anticapitalista que denuncia que el sistema neoliberal va indisociablemente unido a la dominación patriarcal. Es decir, se entiende que patriarcado y neoliberalismo se coimplican y se retroalimentan. De manera que cabe decir que en esas insurrecciones feministas contra la violencia patriarcal prima un paradigma que reclama la igualdad en su sentido más profundo: en su sentido social, político, pero también económico.
Quien más ha teorizado sobre el paradigma de igualdad como necesidad para que se haga real la justicia de género ha sido la filósofa estadounidense Nancy Fraser. Fraser habla de dos paradigmas de la justicia feminista: el paradigma de la redistribución y el paradigma del reconocimiento; es decir, la reclamación de igualdad y el reconocimiento de las diferencias. Y remarca la indisociabilidad de ambos paradigmas:
En vez de asumir uno de estos dos paradigmas, excluyendo el otro, propongo que desarrollemos lo que yo llamo concepción «bidimensional» de la justicia. Una concepción bidimensional considera la distribución y el reconocimiento como perspectivas diferentes de la justicia y dimensiones de la misma. Sin reducir una dimensión a la otra, incluye a ambas en un marco superior de referencia (Fraser, N. y Honneth, A (2006). ¿Redistribución o reconocimiento? Un debate político-filosófico. Madrid: Morata.Fraser y Honneth, 2006:42).
Más adelante, esta filósofa añade el paradigma de la representación o el marco de la justicia (Fraser, N. (2008). Escalas de justicia. Barcelona: Herder.Fraser, 2008: 41), atendiendo al marco en el que se ejerce la justicia en un mundo globalizado, en el que se han quebrado las fronteras del Estado nación. Y también amplía su concepción de la política feminista para extender la comprensión de su sujeto a todas las luchas contra la opresión capitalista (Arruza, C., Bhattacharya, T. y Fraser, N. (2019). Manifiesto del feminismo para el 99 %. Barcelona: Herder.Arruza et al., 2019). Pero para nuestros intereses, aquí nos basta con atender a la dualidad de paradigmas que inicialmente Fraser propone. Uno es el paradigma de la redistribución, es decir, el que responde a la reclamación de igualdad y de reparto de los recursos y las riquezas. Y en este sentido el feminismo tiene que proponer una transformación político-económica de la sociedad. Esta transformación pasa por acabar con la desigualdad de poder y de recursos entre hombres y mujeres que se debe a la división sexual del trabajo. Según Fraser, este paradigma de la redistribución habría predominado en la primera fase del feminismo contemporáneo, entre los años sesenta y setenta del siglo xx (Fraser,1997: 21). Pero Fraser dice que después el feminismo volvió la mirada a otro paradigma, lo que llama el paradigma del reconocimiento. Este paradigma se traduce en volver a evaluar en positivo todo lo conceptualizado como femenino. Aquí no se trata de una transformación político-económica, sino de un cambio de los patrones culturales (ibid.: 22). Y esto se habría dado a partir de los años ochenta con el feminismo que reivindicó la diferencia sexual y, de ahí, el feminismo habría pasado a centrase en la reclamación del reconocimiento de las diferencias entre mujeres a partir de los años noventa (ibid.: 232).
Es decir, lo que Fraser nos explica es que el paradigma de la redistribución, por tanto, es el que se propone hacer una transformación político-económica y es el que primó en el feminismo de los años sesenta y setenta, en los que el feminismo se vinculó a otros movimientos sociales emergentes (como el movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos o el movimiento de objeción de conciencia frente a la guerra del Vietnam). Y que el paradigma del reconocimiento es, sin embargo, más reciente y es algo que tiene que ver solo con el cambio cultural, un cambio para reconocer y revalorizar la diferencia femenina y también las diferencias entre las mujeres como son las diferencias locales, culturales, raciales y de preferencia sexual.
Según Fraser, a partir de los ochenta lo que ocurrió es que se impuso el paradigma del reconocimiento en el feminismo. Efectivamente, el feminismo reconoció la diversidad entre mujeres por raza, clase, preferencia sexual… Esto ocurrió en particular a partir de los años ochenta, cuando las feministas negras, chicanas y lesbianas criticaron al feminismo hegemónico por no contemplar sus diferencias y no sentirse representadas en un feminismo centrado en la mujer blanca, occidental, heterosexual y de clase media.
A partir de ahí Fraser dice que el feminismo «quedó atrapado en la órbita de la política de la identidad» (Fraser, N. (2008). Escalas de justicia. Barcelona: Herder.2008: 188): ella dice que quedó atrapado porque el paradigma del reconocimiento eclipsó el paradigma de la redistribución, es decir, eclipsó las urgencias de la igualdad.
Este predominio del reconocimiento de las diferencias entre mujeres plantea un problema
en el feminismo: ¿cómo pensar las identidades que se reconocen como diversas? ¿Cómo
evaluar las diferencias? De nuevo siguiendo a Fraser, esta advierte que no todas las
diferencias deben ser reconocidas, que «no todo vale», y que hay que rechazar aquellas
diferencias que fomentan la subordinación o que implican desigualdad. Concretamente
dice que hay que orientarse a un multiculturalismo crítico, que sería el que nos permite
distinguir entre las diferentes diferencias para poder rechazar las que colaboran
a la opresión y la desigualdad (Fraser, N. (1997). Iustitia Interrupta: Reflexiones críticas desde la posición «postsocialista». Santafé de Bogotá: Siglo del Hombre Ediciones. Disponible en:
El debate abierto acerca de qué hacer con las identidades diversas, qué hacer si reconocemos las diferencias entre mujeres, abre también el debate de qué hacemos con el sujeto político del feminismo: es decir, qué hacemos con el quiénes de esta cuarta ola. Al hablar de mujeres, no se pretende aquí apelar a una esencia o una determinación biológica: mujeres viene a entenderse como el referente que ha padecido y padece la exclusión y la opresión patriarcales, un poco por tanto en el sentido que definía Monique Wittig lo que es ser mujer cuando escribía: «Lo que hace a una mujer es una relación social específica con un hombre, una relación que previamente habíamos denominado servidumbre, una relación que implica una obligación personal y física, así como una obligación económica» (Wittig, M. (1992). The Straight Mind and Other Essays. Boston: Beacon Press.1992: 20).
A partir de esa precisión es posible hacer algunas reflexiones sobre las mujeres y el problema del sujeto político feminista. Es decir, acerca del quiénes de esa denominada cuarta ola.
Hay quien defiende que estaríamos ante una cuarta ola que se caracteriza por que el sujeto político del feminismo habría cambiado: de ahí vienen las propuestas del transfeminismo y de la teoría queer. Estas propuestas postmodernas se vinculan directamente con la filósofa estadounidense Judith Butler: Butler plantea que todas las identidades son normativas y excluyentes, ya que toda identidad establece unas normas a las que hay que ajustarse para reclamarse de esa identidad, y deja fura todo lo que no se ajusta a las mismas. Esto se aplicaría también a la identidad mujeres. Porque, dice Butler, que el «nosotros feminista» siempre es una construcción que deja fuera a una gran parte del grupo que pretende representar. Escribe Butler en este sentido que «el “nosotros feminista” es siempre y exclusivamente una construcción fantasmática, que tiene sus objetivos, pero que rechaza la complejidad interna y la imprecisión del término, y se crea solo a través de la exclusión de alguna parte del grupo al que al mismo tiempo intenta representar». Y concluye Butler: «La inestabilidad radical de la categoría cuestiona las limitaciones fundacionales sobre las teorías políticas feministas y da lugar a otras configuraciones, no solo de géneros y cuerpos, sino de la política en sí» (Butler, J. (2007). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica.2007: 277). Esas «nuevas configuraciones», si seguimos el razonamiento butleriano, nos llevarían a hablar de una política nueva o postfeminista, en la que el sujeto ya no serían las mujeres, sino un sujeto en coalición de identidades diversas y contingentes, aliadas en la resistencia al orden heteropatriarcal (transexuales, transgénero, bisexuales, etc.).
Pero hay quien ve un peligro para el feminismo en estas propuestas postmodernas. Así la feminista estadounidense Seyla Benhabib le contesta a Butler que, si deconstruimos la identidad mujeres, si prescindimos del nosotros feminista, nos quedamos sin sujeto político que pueda llevar adelante el proyecto de emancipación que el feminismo es. Benhabib pregunta cómo es posible pensar un proyecto político de emancipación feminista sin un sujeto que lo asuma como propio. Esto es lo que plantea cuando escribe:
La versión fuerte de la «Muerte del Sujeto» no es compatible con los objetivos del feminismo […]. Debemos no obstante seguir defendiendo que no somos simplemente extensiones de nuestras historias, que frente a nuestras propias historias estamos en la posición de autor y personaje a la vez. Quiero preguntar cómo sería incluso pensable, de hecho, el proyecto mismo de la emancipación femenina sin un principio regulativo de acción, autonomía e identidad (Benhabib, S. (2005a). Feminismo y posmodernidad: una difícil alianza. En C. Amorós y A. de Miguel (eds.). Teoría feminista: de la Ilustración a la globalización (pp. 319-342). Madrid: Minerva Ediciones.Benhabib, 2005a: 327).
Es decir, lo que Benhabib está preguntando —y se lo pregunta directamente a Butler— es si es posible siquiera un proyecto feminista sin ese principio de «acción, autonomía e identidad» que es precisamente el sujeto político[2]. Pero años después de este debate el problema sigue abierto: ¿cómo pensar el sujeto político feminista?
A mi juicio, el feminismo tiene que mantener el sujeto mujeres, si no como identidad esencial, sí como identidad estratégica. ¿Qué quiero decir con «identidad estratégica»? Quiero referir algo parecido a lo que decía la filósofa Rosa María Rodríguez Magda ya en 1999: la identidad estratégica mujeres consistiría en ser varias y diversas cuando se nos quiere asimilar a una misma identidad de género desde fuera, cuando se nos quiere estereotipar o hacer idénticas, pero ser una y la misma cuando lo que se quiere es anularnos. Rodríguez Magda lo dice así:
Las mujeres, desde su lugar, su cuerpo, su carne, su perspectiva, sus relaciones pueden y deben, tras la muerte del hombre —y ahora no quiero aclarar la ambigüedad del término— asumir una materialidad específica, pero también una identidad simulada y múltiple, conjugar la fragmentación con la pluralidad: ser varias cuando se nos quiere adscribir a una identidad preestablecida y ajena, una y definida cuan-do se nos quiere anular.
Y concluye que las mujeres somos «algo menos que una esencia, pero algo más que un nombre» (Rodríguez Magda, R. M. (1999). Foucault y la genealogía de los sexos. Barcelona: Anthropos.Rodríguez Magda, 1999: 138-139).
Esta identidad estratégica mujeres permite hablar de un sujeto político feminista que hoy hay que pensar en alianza con todas las resistencias al orden heteropatriarcal: con colectivos gays, lesbianas, transexuales, bisexuales, transgénero… Pero a mi juicio de lo que se trata es de establecer alianzas, no de prescindir del sujeto político mujeres o de disolverlo en esas colectividades.
Lo que sí me parece urgente es que hoy, con las masivas movilizaciones feministas en la calle, con esta cuarta ola en puertas, repensemos y estabilicemos el sujeto político del feminismo. Porque no podemos borrar el sujeto mujeres precisamente ahora, cuando la lucha feminista más necesita de un sujeto fuerte. Un sujeto que tiene que llevar adelante un proyecto feminista tan fácil de enunciar y tan difícil de hacer como es erradicar el patriarcado. Y hacerlo además a escala transnacional, a escala planetaria, reconociendo desde luego las diferencias entre mujeres culturales, locales, raciales, de clase, de orientación sexual. Pero reconocer esas diferencias no significa que se pueda hablar hoy de un postfeminismo, o incluso hablar de la postmujer (como hacen discursos actuales). Y no cabe hacerlo, no cabe hablar de tanto post, cuando, todavía no estamos ni mucho menos en condiciones de hablar del momento post del patriarcado.
Querría continuar haciendo unas reflexiones, a partir de todo lo dicho, de por qué soy crítica con las propuestas del sujeto político del feminismo que se derivan de la llamada teoría queer. Pero, antes de nada, ¿qué es eso la teoría queer? La teoría queer surge en la década de los noventa en Estados Unidos a partir de los análisis feministas y de la mano de las reivindicaciones LGTB del momento. Dicho brevemente, plantea el cuestionamiento del sistema de género dominante, el sistema heterosexual, y declara su resistencia a lo que denomina heteropatriarcado, el sistema de dominación heterosexual. A partir de ahí, se propone un nuevo sujeto, que uno de sus teóricos ha llamado «multitudes queer» (Sáez, J. (2005). El contexto sociopolítico de surgimiento de la teoría queer. De la crisis del sida a Foucault. En D. Córdoba, J. Sáez y P. Vidarte (eds.). Teoría queer. Políticas bolleras, maricas trans, mestizas (pp.67-76). Madrid: Egales.Sáez, 2005: 69), que sería definible como que «es más que la suma de gays y lesbianas, incluye a estos y a muchas otras figuras identitarias construidas en ese espacio marginal (transexuales, transgénero, bisexuales, etc.), a la vez que se abre a la inclusión de todas aquellas que puedan proliferar en su seno» (Córdoba García, D. (2005). Teoría queer: reflexiones sobre sexo, sexualidad e identidad. Hacia una politización de la sexualidad. En D. Córdoba, J. Sáez y P. Vidarte (eds.). Teoría queer. Políticas bolleras, maricas trans, mestizas (pp. 21-66). Madrid: Egales.Córdoba García, 2005: 22). ¿Por qué creo que hay que ser, al menos, cuidadosas con estas propuestas, en concreto cuando se plantean como recambio del sujeto feminista?
El pensamiento feminista contemporáneo ha reflexionado sobre el sexo y el género y ha puesto en cuestión las normas de género que imponen la heteronormatividad sexual obligatoria. La teoría queer recoge esta herencia crítica, pero la vuelve contra el discurso feminista. En este sentido, casi todos los teóricos queer resaltan la crisis del feminismo como una de sus herencias fundamentales. Y al hablar de esta crisis se refieren a cómo, a partir de los años ochenta, grupos de mujeres negras, lesbianas, chicanas, etc. denuncian que no están representadas en el feminismo hegemónico, como ya he comentado antes. A partir de estos años el feminismo se diversifica y se fragmenta tanto como las propias variables con las que interactúa. Así, hablar de feminismo a partir de esos años será hablar de raza, de etnicidad, de alternativas verdes o ecológicas, de grupos de mujeres negras, chicanas y emigradas, de preferencias sexuales…Y todo ello compone una red de variables que lógicamente diversifica los intereses de las mujeres según en qué relación se sitúen con cada una de ellas. Pero no hay que confundir un espectro diversificado con una crisis que viniera a significar algo así como el declinar o el fin del pensamiento crítico-feminista. En todo caso, cabe hablar de un enriquecimiento del feminismo a partir de esos años ochenta, por el cual este abre su mirada a una pluralidad de realidades.
En cuanto a la tesis de que las categorías de género son productos histórico-sociales, no se inicia, como a veces se pretende, con el pensamiento queer: esta tesis está firmemente arraigada en el feminismo contemporáneo, que denuncia que estas categorías han servido para estructurar las relaciones desiguales entre los sexos. Esta idea de que el sexo ya está culturalmente connotado y que es una construcción histórico-social, para el caso del sexo femenino, tiene ecos precisos en el famoso lema de Simone de Beauvoir según el cual no se nace mujer, se llega a serlo. Por tanto, la concepción de la sexualidad, y de la sexualidad femenina como constructo histórico-social, está ya en el pensamiento feminista contemporáneo y no se trata ahora de descubrir el Mediterráneo.
Además, creo que reclamar a partir de ahí como objetivo reivindicativo el reconocimiento de las sexualidades denominadas no normativas, no es igual a enunciar un proyecto feminista completo que, como ya lo hemos visto en la teórica Nancy Fraser, no es solo una demanda de reconocer culturalmente las diferencias, sino que también es, y lo es esencialmente, una justicia de la redistribución de los recursos y riquezas y, solo desde ahí, sería posible hablar de feminismo como un proyecto ético-político completo de transformación social. Dicho en otras palabras: centrar el foco de reivindicación en el reconocimiento de las reclamaciones de libertad sexual no será suficiente para impugnar el patriarcado como sistema de dominación total porque, a mi juicio, entender el patriarcado solo como heteropatriarcado es reductivo, ya que definir el patriarcado como un sistema de dominación heterosexual es obviar que, además de eso, es también un sistema de opresión política y económica. Y el feminismo tiene que impugnar el patriarcado en toda su complejidad.
Pero se ha afirmado que la teoría queer no puede protagonizar una lucha de transformación política y económica del patriarcado, en la medida en la que sigue dentro de la ideología neoliberal. Una estudiosa reciente de esta teoría, Susana López Penedo, afirma que la teoría queer es, sin lugar a dudas, heredera de su tiempo posmoderno y que refuerza la ideología neoliberal: «La teoría queer es, sin lugar a dudas, como toda producción social, heredera de su tiempo. Hija de la postmodernidad, ha generado una serie de discursos que reflejan y, a la vez refuerzan, los lugares comunes de la ideología neoliberal que ha dominado en las tres últimas décadas» (López Penedo, S. (2008). El laberinto queer. La identidad en tiempos de neoliberalismo. Madrid: Egales.López Penedo, 2008: 247). Esto es tanto como decir que la teoría queer efectivamente refuerza el neoliberalismo porque se queda en la reclamación de poder elegir libremente en el campo de la sexualidad, como si se tratara de una elección que puede ser libre e individualmente decidida. Con lo que esta teoría está presa de la idea misma idea de libertad que el neoliberalismo nos quiere vender.
Una última consideración, que recojo de lo que ya he dicho antes, nos lleva de nuevo a la idea de un sujeto feminista, meollo de estas reflexiones. No podemos admitir que se corte la hierba bajo nuestros pies y se pretenda acabar con el sujeto mujeres justo cuando el feminismo está volviendo a ser, en esta cuarta ola, un movimiento emergente. Las mujeres tienen que coaligarse hoy con las reclamaciones de las sexualidades no normativas, que están también embarcadas en la lucha contra el orden patriarcal heteronormativo. Pero que se dé una eventual coalición no hace del feminismo una posición que venga a disolverse en esas posiciones. Porque en un mundo en proceso de globalización, la realidad material de las condiciones de vida de muchas mujeres exige todavía pensar desde el feminismo un proyecto de emancipación social, político, cultural y personal. Y para ese proyecto se necesita hoy un sujeto fuerte, un sujeto mujeres que, a pesar de sus diferencias indudables, tenga objetivos políticos comunes. Y las mujeres tenemos objetivos políticos comunes porque padecemos dominaciones comunes por el hecho mismo de ser mujeres. Porque, en definitiva, y por decirlo brevemente, parece que defender que se deconstruya hoy el sujeto mujeres, que prescindamos de él como sujeto político del feminismo, no puede venirle bien más que a los propios intereses del patriarcado.
¿Cuáles son esos intereses? Creo que se puede resumir la respuesta diciendo que los intereses del patriarcado, los intereses de las estrategias de la contrarreacción patriarcal en nuestros días no son otros que los de desempoderar a las mujeres. Porque hay una reacción patriarcal contra el empoderamiento femenino, una reacción que se resume en la idea extendida de que hay que pararles los pies a las mujeres y recortar su autonomía. Y lo que quiero sostener es que la vía para ese desempoderamiento de las mujeres pasa por reforzar la violencia sexual, pasa por querer trasladar el mensaje a todas las mujeres de que sus conquistas emancipatorias las pone en la mira de lo que cabe definir como la cultura de la violación.
Pero ¿de qué hablamos al hablar de cultura de la violación? La estadounidense Catherine MacKinnon lo resume diciendo que «poder ser violada, posición que es social y no biológica, es lo que define qué es ser mujer» (MacKinnon C. (1995). Hacia una teoría feminista del Estado. Valencia: Cátedra (Feminismos).1995: 319). Y es así porque MacKinnon sostiene que el ejercicio de esta violencia sobre las mujeres se fundamenta en las relaciones de poder que estructuran toda la dinámica entre los sexos. En su obra, ya un clásico de la teoría feminista, y que titula Hacia una teoría feminista del Estado, esta pensadora analiza esta cultura de la violencia sexual hacia las mujeres. Una cultura con dilatados antecedentes, como los padres de la democracia moderna: así, Rousseau, por ejemplo, defensor de la igualdad social, política e incluso económica, escribía sin embargo sobre las mujeres ya en el siglo xviii que «la mujer está destinada a obedecer a tan imperfecta criatura como es el hombre […]; desde muy temprano debe aprender a padecer hasta la injusticia y a soportar los agravios de su marido sin quejarse» (Rousseau, J. J. (1979). Emilio o de la educación. Barcelona: Bruguera.Rousseau, 1979: 516).
Asociada así de manera inextricable la violencia sexual con las relaciones de poder patriarcales, la violación es conceptualizada por la antropóloga feminista Rita Laura Segato como algo que va más allá de lo puramente sexual. Segato (Segato, R. L. (2010). Las estructuras elementales de la violencia: ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos. Buenos Aires: Prometeo Libros.2010) interpreta que la violación cumple tres objetivos extrasexuales: se trata de poner a las mujeres en su sitio, en primer lugar; en segundo lugar de ejercer una agresión a otros hombres violando el cuerpo de sus mujeres, y en tercer lugar, de reafirmar la virilidad y ocupar una posición respetada entre los hombres. Y yo diría que un cuarto objetivo de la cultura de la violación, que habría que añadir a estos que enumera Segato, es justamente, como lo trato de argumentar, el de desempoderar a las mujeres.
Si partimos de que desempoderar a las mujeres es efectivamente el objetivo de toda la cultura de la violación, entonces tendremos que volver a pensar de qué hablamos al hablar de consentimiento sexual de las mujeres. Utilizando aquí las palabras de la filósofa Victoria Mateos,
La ideología patriarcal del consentimiento es un recurso psicológico reiterado que
utilizan los varones para alejar de sí la sombra del violador. Se trata, en primer
lugar, de un recurso psicopático: interiorizar una representación exculpatoria de
uno mismo a través de la disolución de la responsabilidad que atribuye a la víctima
una reciprocidad con el deseo ilegítimo del verdugo; es decir, el manido aforismo
exculpatorio “yo no la violé, ella lo estaba deseando”» (Mateos de Manuel, V. (2019). Exilio interior y cultura de la violación. Disponible
en:
De nuevo con MacKinnon, ella apuesta por una revisión radical del concepto de consentimiento sexual femenino hasta cuestionarlo con dos argumentos: uno, que en la situación de desigualdad en la que viven, las mujeres realmente no son libres para decidir sus relaciones sexuales en el marco patriarcal; otro argumento, derivado del anterior, es que las mujeres no son quienes construyen su sexualidad, sino que esta es heterodesignada, designada desde fuera de ellas mismas, con la consecuencia de que tampoco pueden tener control ni decisión alguna sobre ella. En definitiva, lo que MacKinnon viene a sugerir es que en la estructura de relaciones (hetero)patriarcales, hablar del consentimiento sexual femenino es hablar de una ficción. Las relaciones (hetero)sexuales siempre son un ejercicio masculino de poder sobre las mujeres, lo que hace inviable pensar siquiera en el libre consentimiento de estas, aun cuando las leyes apelen a tal supuesto: «Si las leyes de la violación existieran para dar realidad al control de la mujer sobre el acceso a su sexualidad, como implica la defensa del consentimiento, “no” significaría “no”, la violación en el matrimonio no sería una excepción generalizada y no sería efectivamente legal violar a una prostituta» (MacKinnon C. (1995). Hacia una teoría feminista del Estado. Valencia: Cátedra (Feminismos).MacKinnon, 1995: 313-314).
Al hablar de consentimiento, estamos en el imaginario del contractualismo moderno y su idea de pacto o consenso entre individuos libres e iguales, que serán solo los varones como firmantes del contrato patriarcal moderno o fraterno, como decía al principio. Llevado al terreno de la relación entre los sexos, la acepción del consentimiento sexual ofrece una problemática específica, que nos lleva incluso a cuestionar que, como lo vemos por ejemplo en MacKinnon, en una estructura de desigualdad para las mujeres quepa hablar de tal cosa.
Concluyendo a partir de todo lo dicho, el contractualismo moderno funda las democracias modernas ya a partir de la Ilustración del siglo xviii con la idea de un contrato que sellan individuos libres e iguales. Sin embargo, las mujeres quedan excluidas de esa categorización de individuos libres e iguales y permanecen sometidas a lo que Pateman llama el contrato sexual, un contrato por el que los varones pactan el acceso sexual al cuerpo de las mujeres. Ese contrato sexual pervive en nuestros días y se traduce como cultura de la violación, una cultura que quiere trasladar a las mujeres el mensaje simbólico y material de que sus cuerpos y su sexualidad siempre estarán amenazados si no abandonan el empeño de ser sujetos libres e iguales. Y este mensaje tiene sus fermentos teóricos ya en los pensadores contractualistas modernos. Así, por ejemplo, se pueden interpretar las palabras de uno de sus máximos representante, de nuevo Jean-Jacques Rousseau, cuando en 1762 escribía que «en la unión de los sexos […] el uno debe ser activo y fuerte, y el otro pasivo y débil. Es indispensable que el uno quiera y pueda, y es suficiente con que el otro oponga poca resistencia» (Rousseau, J. J. (1979). Emilio o de la educación. Barcelona: Bruguera.Rousseau, 1979: 500).
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Otra versión más reducida de este texto se presentó en forma de ponencia en las XVIII
Jornadas Culturales de la Asociación Feminista Leonesa Flora Tristán, XXIX Taller
del Fórum de Política Feminista, celebrado el 26 de octubre de 2019 en León. Aparecerá
en la próxima publicación de sus actas. |
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Hay que decir que, tras esta disensión teórica, Benhabib y Butler trabajan en la actualidad
en una dirección significativamente afín, que se mueve primordialmente hacia las cuestiones
relativas a los derechos humanos y éticas. Así se muestra ya en el título de Sheyla
Benhabib (Benhabib, S. (2005b). Los derechos de los otros. Extranjeros, residentes y ciudadanos. Barcelona: Gedisa.2005b). Por su parte, Butler se ha dedicado a temas como la vulnerabilidad, la precariedad
y la guerra, y su interés por las cuestiones éticas marca también sus más recientes
reflexiones: véase Butler (Butler, J. (2020). The Force of Nonviolence: The Ethical in the Political. London: Verso.2020). |
Arruza, C., Bhattacharya, T. y Fraser, N. (2019). Manifiesto del feminismo para el 99 %. Barcelona: Herder. |
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Amorós, C. (1987). Espacio de los iguales, espacio de las idénticas. Nota sobre poder y principio de individuación. Arbor, 128,113-127. |
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Butler, J. (2007). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica. |
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Benhabib, S. (2005a). Feminismo y posmodernidad: una difícil alianza. En C. Amorós y A. de Miguel (eds.). Teoría feminista: de la Ilustración a la globalización (pp. 319-342). Madrid: Minerva Ediciones. |
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Benhabib, S. (2005b). Los derechos de los otros. Extranjeros, residentes y ciudadanos. Barcelona: Gedisa. |
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Butler, J. (2020). The Force of Nonviolence: The Ethical in the Political. London: Verso. |
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Cirillo, L. (2002). Mejor huérfanas. Por una crítica feminista al pensamiento de la diferencia. Barcelona: Anthropos. |
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