Sociedad democrática y constitución (estudios y cabos sueltos) es sobre todo una brillante colección de estudios de derecho constitucional, extraordinariamente útil para entender figuras o cuestiones de tal tipo de materias, hablemos de fuentes, derecho parlamentario, derecho autonómico o problemas de nuestro régimen electoral, que quedan efectivamente iluminadas a través de los análisis efectuados en este volumen, muchas veces tan detallados como sagaces. Sirve también para explicar la posición del autor en algunos momentos de su biografía en los que llevó a efecto una dedicación política que después abandonaría, para adquirir marcadamente relieve su vocación académica. En efecto, Oscar Alzaga es un reputado constitucionalista, un respetado maestro, diría yo, cuyas contribuciones en esta materia se ven subrayadas, como es sabido, por la creación y dirección de la revista Teoría y Realidad Constitucional, referente indispensable del derecho constitucional español.
Es constatable el esfuerzo de Oscar Alzaga por aclarar las bases intelectuales de la actividad política, sobre todo si se ha producido una implicación personal en la misma, aunque la seriedad del análisis se practica asimismo cuando el profesor contempla los problemas de funcionamiento del sistema político, ya preferentemente como espectador de las vicisitudes de la democracia constitucional. La idea de explicar la intervención política del profesor era la tarea que Oscar Alzaga se propuso cuando, de urgencia, elaboró un primer y admirable Comentario a la Constitución española, buscando, nos dice ahora, «aportar algunas claves del proceso constituyente a la mejor comprensión de la Constitución, apuntar numerosas cuestiones sobre las que había que dedicar especial atención y facilitar una primera exégesis de la totalidad de nuestra ley política fundamental » (p. 262).
En el libro hay un rastro primero de la vocación política del autor (pags. 45-67), que tiene que ver con el compromiso transformador de su cristianismo, en el horizonte intelectual del progresismo de La Pacem in Terris de Juan XXIII o de la Populorum Progressio de Pablo VI. Hoy, ante el espectáculo de una Iglesia enfangada en su responsabilidad por escándalos sexuales o su inanidad populista, puede sorprender el atractivo cristiano para quienes estaban pensando en traer la democracia a España y renovar seriamente, cuasi revolucionariamente, las estructuras de la sociedad española. Pero este testimonio es capital para entender a una parte de la clase política de la Transición, aunque finalmente la democracia cristiana, como se sabe, no tuviese verdaderamente opciones como formación política independiente. Oscar Alzaga dedicó precisamente su tesis doctoral a explorar los orígenes de la democracia cristiana en España, y sobre esta problemática versan dos interesante estudios del volumen sobre el Partido Social Popular como partido conservador, hasta cierto punto antisistema, en la medida en que el mismo atribuía inusitadamente importancia a la base ideológica propia, estaba relativamente al margen del fulanismo de los grandes partidos de la Restauración, y pretendía, además de la implantación de un sistema electoral proporcional, el reconocimiento del sufragio femenino.
La preocupación por el fondo histórico de los problemas constitucionales es un rasgo descollante de este libro, como se ve, por ejemplo, en los estudios sobre el poder judicial o el régimen electoral. Le llama la atención a nuestro autor —cuando Alzaga se ocupa del poder judicial en la Constitución de Cádiz— el protagonismo en el momento revolucionario —donde se presenta la ocasión de terminar con el aparato judicial del antiguo régimen— de un personal político, el de los diputados en la Asamblea gaditana, conocedor de las exigencias revolucionarias del liberalismo, sobre todo en su versión inglesa, y al tiempo con una notable formación técnica. Así, al discutirse en la Cortes que el rey siguiese manteniendo prerrogativas en la detención y arresto de las personas, los diputados liberales, o sea, Muñoz Torrero, Villanueva, el conde de Toreno, Gordillo, Oliveros y Argüelles demostraron, por cierto, una vez más, «un alto nivel de formación técnico-jurídica y un óptimo conocimiento del derecho constitucional liberal de la época» (p. 87).
La preocupación por el sistema electoral permea también muchas páginas del libro, pues Oscar Alzaga vincula la falta de representatividad en nuestro constitucionalismo histórico y las deficiencias democráticas actuales. Sorprende al lector el dominio de Alzaga de las claves caciquiles del sistema de la Restauración: pérdida de la confianza del rey del Gobierno, decreto de disolución de las Cortes, encasillado electoral, juego del artículo 55 de la ley electoral, falseamiento del sufragio, pucherazos, falta de garantías en el control de las elecciones, etc. En las antípodas de la evolución parlamentaria del sistema constitucional inglés, el régimen parlamentario español dependió de la facultad del rey para disolver las Cámaras, complementando el sistema que permitía hacer a los Gobiernos las elecciones, mediando los gobernadores civiles. Al final, el factor caciquismo, al que se adjetivó de «reminiscencia feudal emplebeyecida», posibilitaba al rey controlar la dinámica política.
No va Oscar Alzaga a establecer una continuidad entre el sistema electoral de la Restauración y el decreto ley electoral de marzo de 1977, que determinará, como se sabe, nuestra LOREG, pero el caciquismo continúa solapado: cierto, hay un control jurisdiccional de las elecciones y se ha instaurado una Administración electoral independiente, mas continúan los riesgos en un sistema no suficientemente proporcional y permanecen las provincias como circunscripción non sancta electoral. Se apunta de este modo la conveniencia de la reforma del sistema autonómico, sobre el que no se escatiman las ocasiones para formular durísimos reproches (así Alzaga destaca las dificultades de interpretación del Tribunal Constitucional en materia autonómica con un título VIII «técnicamente muy imperfecto» y «peligrosamente abierto a una dinámica reivindicativa desde los nacionalismos de vocación soberanista» (p. 439). En otra ocasión y en passant deja caer: frente a la disposición de los Länder alemanes a la concentración, entre nosotros no cabe preguntarse por «las razones que justifican hoy, por ejemplo, que la Rioja sea una comunidad autónoma con una población de 320 000 personas, o que lo sea Cantabria con 600 000» (p. 471). De manera que resulta imperioso plantearse una racionalización del mapa territorial español, amen de la supresión de las diputaciones, las concentraciones municipales y la conversión de la comunidad autónoma en circunscripción electoral.
La condición académica de Oscar Alzaga explica su dedicación al estudio de la autonomía universitaria en dos trabajos de pronunciamientos bien interesantes. Así da por buena la calificación del Tribunal Constitucional de la misma como derecho fundamental, y no garantía institucional, como a muchos nos parece más correcto, aunque las bases de la posición jurisdiccional reposen, de un lado, en argumentos tan endebles como la localización de la autonomía de la que hablamos en la sede constitucional correspondiente a los derechos, como si en la sección 2.ª del título I de la Constitución no hubiese más que este tipo de figuras jurídicas; o de otro, en los términos de la incorporación constitucional, según la fórmula acostumbrada que se emplea para los derechos, que, en efecto, suele ser «se reconocen». Los trabajos de Oscar Alzaga, y que en esta ocasión suscribe asimismo la profesora Mariola Urrea, previenen frente a la inspiración en modelos extranjeros (especialmente el americano en el que se accede a la docencia por contrato) de la reforma universitaria en ciernes y la necesaria vertebración de la selección del profesorado de la Universidad pública (que de otro lado, ha de constituir el sector medular de la Universidad española) mediante pruebas en las que se acredite la exigencia constitucional del mérito y la capacidad. «En efecto, los catedráticos y profesores titulares de universidad, como funcionarios dedicados al servicio público docente superior, han de acceder a sus cuerpos mediante procedimiento respetuoso con lo dispuesto en el art. 103.3 de nuestra Constitución, es decir, “de acuerdo con los principios de mérito y capacidad”»(p. 303).
Como decíamos al principio, el libro de Alzaga contiene contribuciones muy importantes para el estudio de nuestro sistema constitucional, por ejemplo las referentes a las fuentes, se trate del reglamento parlamentario, de la ley orgánica o de la posición constitucional del estatuto de autonomía. Oscar Alzaga echa de menos una mayor claridad conceptual en la doctrina del Tribunal Constitucional respecto de la ley orgánica, que quizás haya que disculpar, pues el Tribunal no es precisamente un colegio académico que se mueva libremente en el mundo de los conceptos y valores, sino una instancia que resuelve justificadamente, aplicando la razón del derecho, conflictos concretos, y que está obligado a actuar con deferencia respecto del legislador democrático. La doctrina habría sido más clara si el Tribunal hubiese entendido las relaciones entre la ley ordinaria y la ley orgánica con un criterio de jerarquía; lo que ocurre es que este criterio es difícilmente aplicable cuando estamos hablando de dos normas que proceden del mismo poder democrático, aunque ciertamente hay diferencias procedimentales entre la ley ordinaria y la ley orgánica, y los conflictos entre ambos tipos de disposiciones no son de contradicción, sino de ocupación. Tampoco parece falta de ingenio la solución atribuida a los problemas de las materias conexas, cuya especificación el Tribunal Constitucional impone, bajo su control, a la ley orgánica en una cláusula ad hoc. En lo que sí estamos de acuerdo es en el alcance constitucional de la reserva de ley orgánica y en la función dinámica y a la vez estabilizadora de este tipo de fuente. «No parece, por cierto, que la llamada reserva de ley orgánica, haya dado frutos aberrantes, sino que más bien ha promovido el diálogo y el consenso, en ciertas ocasiones, entre diversas fuerzas políticas, sobre materias legislativas que requieren de cierta estabilidad —solo lograble por la vía del compromiso—, lo que contribuye a superar la comprensible tentación de los Gobiernos, aunque sean minoritarios, de imponer unilateralmente su santa voluntad en leyes significativas que podrían ser objeto de un bandazo a la vuelta de las siguientes elecciones» (p. 342).
Abundan en el libro afirmaciones prudentes, aunque quizás no usuales en nuestros pagos, en relación con determinadas cuestiones de política constitucional. Se trata, por ejemplo, de una valoración positiva del Senado, cuya actuación de garante constitucional se acaba de poner de relieve con ocasión de la crisis catalana (por lo demás señalada en una impecable e implacable sentencia del Tribunal Constitucional, STC 89/2019). Alzaga se refiere en concreto al rendimiento como Cámara de segunda lectura del Senado, posibilitando acuerdos que la dinámica partidista no permitió lograr en el Congreso. «La tan vituperada segunda lectura de un proyecto en el Senado supone en la práctica una oportunidad para una segunda vuelta de conversaciones entre los grupos, a la vista de los argumentos contrastados en el Congreso que en ocasiones resulta verdaderamente fructífera y es que los partidos nunca reconocen en público que sus oponentes porten cuota alguna de razón, pero terminado un debate en la Cámara Baja, a veces se muestran abiertos a debatir sobre puntos en que su debilidad es más o menos notoria y a buscar fórmulas de encuentro recogibles en los textos que apruebe la Cámara Alta» (p. 319). Interesantes asimismo son, de un lado, la denuncia del reparto de puestos para su nombramiento como magistrados del TC, que no puede sustraerse a la práctica de la lotización como mecanismo de ocupación de los cargos en el sistema constitucional español, pervirtiendo el establecimiento de la exigencia de las mayorías cualificadas, establecidas en el nivel normativo que sea; o, de otra parte, su categórico juicio sobre la imposibilidad de verificación de la reforma constitucional. Sobre la primera cuestión, este es el veredicto inapelable del profesor Oscar Alzaga: «La lotización convenida entre los partidos para cubrir desde los órganos de las Cajas de Ahorros hasta el Tribunal de Cuentas se ha convertido en una filosofía política de general aplicación, a la que no escapa en verdad la composición del Tribunal Constitucional, pese a las trascendentales misiones que le están confiadas por la propia Constitución» (p. 414). Al profesor Alzaga le preocupa, en fin, la resistencia de nuestro sistema constitucional a su reforma, que parece seguir más el modelo americano, que piensa en la utilización de este mecanismo de conservación constitucional exclusivamente en las «great and extraordinary occasions», y los modelos europeos donde hay una cierta rutinización de la reforma constitucional, en la medida en que es frecuente su verificación. La relación que el profesor Alzaga establece entre la reforma constitucional y la salud de la democracia española es muy preocupante y solo hemos de agradecer, me parece, la lucidez y la valentía de la denuncia. «La capacidad que tienen las democracias de nuestra época de reformar sus constituciones, es decir, de modernizarlas y solventar con fórmulas eficaces las disfuncionalidades detectadas, guarda una correlación estrecha con el nivel de calidad de su sistema político y, a la par, con la capacidad real de diálogo, concordia y consenso que existe entre sus partidos. No descubro un océano al afirmar que en España no superamos la prueba del nueve en capacidad de abordar reformas constitucionales. La dolorosa verdad es simple: en este test capital para una democracia europea hoy viajamos en el vagón de cola» (p. 501).
Esta última observación del profesor Azaga expresa la preocupación que le embarga al observar en nuestra democracia constitucional un inusitado espíritu de facción, no compensado suficientemente con una disposición a aceptar la legitimidad plena del adversario, que tiende más bien a asumir perfiles de enemigo, y la escasa disposición para rebajar el partidismo en función de las exigencias del bien común, admitiendo la segura contribución de la oposición al funcionamiento correcto del sistema democrático. Así no hay base para el consenso de reforma constitucional y no se acepta que exista un espacio técnico distendido en el que quepan posibilidades de encuentro en la política ordinaria.
Desde luego, la democracia es mucho más que un sistema de designación y control de los gobernantes. Requiere de determinada cultura, que no es otra que la moderación, esto es, la aceptación de un pluralismo razonable y no radical, y el predominio entre los agentes políticos y los ciudadanos de mentalidades abiertas o tolerantes, y no cerradas o dogmáticas. El espíritu de facción es inevitable, como viera ya Hamilton, pues el número de los partidarios siempre dependerá de la estridencia y la acritud de las posiciones políticas propias, pero es necesario aceptar también las ventajas de la moderación. «Así, una cultura cívica democrática reconoce la obvia existencia de tesis y posiciones divergentes y aun contrapuestas en la arena política. Pero sus sostenedores son adversarios en forma más o menos coyuntural o permanente, pero no enemigos». La confrontación antes y tras la consecución del poder es inevitable, basada como está en la libertad ideológica y la necesidad de propiciar la victoria en la contienda electoral, asegurando los perfiles propios partidistas. La cuestión está en determinar por qué se sobrepasan los límites de la pugna moderada y razonable y se incurre en la descalificación como estrategia de lucha electoral, «negando toda capacidad para gobernar al adversario y toda valía de su liderazgo». Aunque pueda creerse en la rentabilidad electoral de esta estrategia de la descalificación que preferiría disuadir a los electores moderados en vez de atraerlos con propuestas razonables, lo que es evidente es que produce el desgaste institucional del sistema democrático, y dificulta el funcionamiento correcto del mismo. Lo que nuestra democracia necesita, concluye el profesor Alzaga en el luminoso capítulo «Radicalización política e ideologías» al final del libro que reseñamos, es concordia, esto es, una disposición compartida, «a cooperar con los demás en términos aceptables públicamente, para elaborar y aprobar las grandes disposiciones legislativas, nombrar los componentes de los órganos constitucionales, revisar la Constitución para mejorar las instituciones y los mecanismos de su parte orgánica y abordar otros puntos que requieran de cirugía precedida del debido consenso, como es el caso particularmente significativo del perfeccionamiento federalizante de nuestro Estado autonómico» (p. 493).