La vida política asiste al auge de un nuevo populismo identitario, aglutinado sobre liderazgos fuertes y reacio a las instituciones liberales. La tesis del profesor Arias Maldonado en Nostalgia del soberano radica en que este «nacional-populismo» descansa en una demanda de orden llamada a resucitar los atributos originales de la soberanía. Por esta vía nos ofrece un tratado condensado de teoría política, que engloba una historia del concepto de soberanía, un examen sobre su trasfondo teológico, un estudio en torno a sus vínculos con la filosofía de la historia y un análisis sobre los límites del poder. En el tramo final, el autor reflexiona sobre la acomodación contemporánea de la soberanía en clave liberal, alejada de su uso populista. Preliminarmente, la define como el «poder para actuar con autoridad exclusiva en el interior de un espacio físico delimitado jurídicamente». Vista así, se trata de una categoría acotada al compás absolutista que atraviesa Europa entre los siglos xvii y xix. Sin embargo, tanto por sus fundamentos teológicos como por su influencia posterior, su alcance desborda tal intervalo y podría entenderse como la noción central de la politología.
Su genealogía nos retrotrae a Jean Bodin, quien fijó su significado como «poder absoluto y perpetuo de una república». La relevancia de esta propuesta estribaba en resolver que, por encima de todo conflicto, se precisaba de una instancia que agrupase por entero a la comunidad política. En tiempos de reorganización del poder, se delineaba la conformación del Estado tal y como lo entendemos. A su frente, el monarca concentraba las facultades ejecutivas, judiciales y legislativas, promulgando leyes sin consentimiento previo. Se ha debatido mucho sobre las limitaciones de un soberano que en Bodin todavía reconoce la vigencia de las leyes divinas o las tradiciones medievales. Con todo, su apuesta por subrayar el carácter ilimitado del poder parece fuera de duda. Así lo entendió Carl Schmitt, al remarcar en Teología política cómo Bodin sostuvo que el príncipe no está obligado «frente al pueblo y los estamentos […] “si la nécessité est urgente”».
Las principales modulaciones del concepto se deben a Thomas Hobbes y Jean-Jacques Rousseau. Con el primero se llega a su cristalización racional, desprendida de su marchamo religioso. Como en Bodin, la justificación del Estado corre unida a la articulación de una soberanía absolutista, pero cuyo origen se asume como fruto del artificio. Recuérdese que Hobbes parte de unas premisas antropológicas pasionales: la supervivencia y el deseo incesante de apaciguar la incertidumbre de futuro. La hipótesis del «estado de naturaleza» desemboca en un pacto que nos libera de esa inquietud. No obstante, a esta conclusión se llega ejercitando una racionalidad en forma de «segunda naturaleza»: un producto derivado —artificial— de nuestra angustia por sobrevivir. El Leviatán sobrecoge por la magnitud de su poder, pero no deja de ser un «Dios mortal». Su clave comprensiva, según insistirá Arias Maldonado, reside en la representación unitaria —de la multitud de los representados— que absorbe el soberano. De este modo, cabe interpretar a Hobbes como un preludio del pensamiento liberal, toda vez que su contractualismo revela el carácter ficticio del poder.
Sobre las limitaciones soberanas ya se habían pronunciado los monarcómacos, en sintonía con la teoría ascendente del poder: el soberano gobierna por la gracia del Dios a través del poder que le confiere el pueblo. Esta mediación es la que legitima el tiranicidio, cuando el pueblo percibe que este no se atiene a los designios divinos. Desde otra perspectiva, los iusnaturalistas también contendrán la pulsión omnipotente del concepto. De acuerdo con una visión sociable y racional de nuestra naturaleza (aristotélica: orientada a la vida ética), primarán la protección de los derechos innatos. Tal será el principio del Estado liberal, al que acompañará un diseño institucional de equilibrio de poderes.
Lejos de apagarse, la soberanía cobrará nuevo fuste gracias a la noción rousseauniana de la «voluntad general», donde el núcleo del poder se desplaza al pueblo. Este afán democrático exigirá que la comunidad se arrogue la titularidad soberana, como presupuesto fundacional de la política. La voluntad general se presenta no como una resolución, sino como una premisa colectiva que se eleva por encima de las voluntades particulares. En rigor, requiere un cuerpo social moralmente homogéneo, cohesionado sobre una misma concepción del bien, y se plasma en un sistema de democracia directa. La dificultad radica en que la unanimidad no resulta inteligible sin el concurso del sentimiento. A efectos prácticos, los problemas recaen en el repudio al ejercicio de representación: legítimamente tan solo podría gobernar el pueblo en persona. De ahí la predilección del ginebrino por las repúblicas pequeñas y que el modelo solo se ajuste a un «pueblo de dioses», lo que le reprobará Joseph de Maistre. Por su parte, la lucidez de este reaccionario consistirá en postular a contracorriente la relación inescindible entre religión y política. Puestos a entender la soberanía como una ficción, hechiza más la simbología divina que la popular. Será ya Kant quien mejor afine las exuberancias rousseaunianas, salvaguardando su intención genuina: el contrato opera como condición de posibilidad del Estado de derecho, a partir de la toma de conciencia de nuestra autonomía volitiva: la sujeción del individuo al imperativo categórico. Preservar su expresión constituirá la base de todo ordenamiento jurídico. Por consiguiente, la existencia del Estado se justifica al asimilar el atributo de la representatividad, que permite —desde su origen— que cualquier individuo actúe como colegislador.
En adelante, la propagación del constitucionalismo acentuará la brecha entre posesión y ejercicio de la soberanía, en detrimento de la primera, y dando pie a un cuestionamiento conceptual que llega hasta el presente. Según Arias Maldonado, en este proceso de vaciamiento semántico resultará terminante la distinción de Sieyés entre poder constituyente y constituido, puesto que la aplicación del poder recaerá de hecho sobre las instituciones establecidas. La asignación de la titularidad soberana quedará así reducida a una abstracción inaugural: un intangible llamado a frustrar a los populistas convencidos. No será extraño que estos invoquen el retorno del momento fundacional (como trance por excelencia de lo político), en aras de redefinir el poder constituido. Sin duda, hay algo de religioso en ello, por cuanto se divisa un acto de fe en quien se toma en serio —más que el propio de Maistre— la hipótesis de la ilusión soberana.
No en balde cabe advertir raíces preilustradas en el impulso populista. De ello da cuenta el rescate de Schmitt, quien afirmó que «todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados». Detectar esta huella en la instauración de las monarquías absolutistas resulta inmediato: el rey y el Estado se apropian del espacio de Cristo y la Iglesia, en una suerte de regreso de la teocracia. El interés radica más bien en rastrear la instilación de la teología en el núcleo de la soberanía popular. En este punto, Arias Maldonado recupera el estudio que Patrick Riley dedicó al concepto de «voluntad general» entre 1670 y 1715. En particular, deberíamos a Malebranche la identificación entre la voluntad general (divina) y un alto grado de generalidad en el conocimiento (en el límite: un entendimiento omnisciente). Pierre Bayle, por su parte, extendió la reprobación del ocasionalismo —léase: particularismo— al terreno de la política: ningún monarca puede saltarse una ley que haya emitido, so pena de inconsistencia. Finalmente, Rousseau concluirá en la consideración moralmente superior de la voluntad general, condenando la heterogeneidad liberal (tirando de teología, no cabe olvidar el voluntarismo de Ockham, y la estela de la potentia absoluta divina —ilimitada e incomprensible— sobre la soberanía, frente a la potentia ordinata, limitada y accesible).
Sea como fuese, el pluralismo pervive y, más aún, se expande con la sociedad de masas. El propio Schmitt reconoció esta diversidad sociológica, lo que no le impidió redoblar su envite, insistiendo en que la democracia solo es viable sobre una base axiológica común (unánime), revirtiendo el enunciado de Hobbes, donde la unidad cae del lado del representante. Contraprueba: así lo encarnó la Iglesia católica. Tal es su modelo de convivencia frente al relativismo liberal, toda vez que además goza de una forma idónea: jerárquica, decisionista e integral. Aun desembarazándose del corsé eclesial, el populismo actualizaría la misma lógica: el pueblo es soberano, bueno y homogéneo.
En esta línea, Arias Maldonado se detiene en el misterio de que solo una parte del todo social monopolice al pueblo entero. La exégesis corresponde a Ernesto Laclau (aunque la noción de «clase universal» que Hegel atribuyó al funcionariado ya reflejaba esa vocación de pars pro toto): en su «doble articulación del discurso» clase y pueblo se interpelan y convergen. A su vez, acude a la clásica distinción schmittiana —que excluye de la comunidad al enemigo—, y exprime las potencialidades del giro lingüístico al hablar de la construcción del pueblo como un acto performativo que encadena demandas hasta colmar un «arsenal simbólico» listo para el poder. Y por muy ficticio que sea —troquelado de palabras— este «pueblo soberano» genera efectos reales. De modo que detrás de cada régimen político opera un concepto premeditado de pueblo. La ilusión funciona, siempre que nos la creamos.
Así es cómo la dimensión programática de la política integra una desacralización fallida. Ciertamente, en la actualidad la falta de expectativas se cierne sobre una opinión pública descreída. Pero este clima es justamente el que realza la voz del populista, quien emerge como un redentor revestido con los rasgos del soberano. Antes de describir sus cualidades, Arias Maldonado se centrará en aquella renegación del porvenir. De algún modo, lo que se ha demolido es el proyecto ilustrado. Este se nos aparecería bien en una versión moderada (kantiana), o bien radical (marxista). De acuerdo con la primera, la madurez de la humanidad llegará paulatinamente, no sin repliegues; además, el horizonte cosmopolita ha de contemplarse como un ideal normativo. Para los marxistas, la revolución puede precipitar el futuro y consumar —en línea con Hegel— la conquista de la libertad como despliegue histórico de la razón. En ambos casos asoma la matriz cristiana de pensamiento: al final aguarda la salvación. Dicha referencia, por lo demás, no permanece encubierta en Kant (hay un «plan oculto de la naturaleza»), ni en el cristianismo secularizado de Hegel. Lo relevante estriba en su acomodación ideológica, hasta desembocar en lo que Voegelin llamaba «religiones políticas»: relatos escatológicos diseñados sobre el mito del progreso.
La huella teológica se derrama así sobre el resto de conceptos filosófico-políticos, a tal grado que sin el «destello del optimismo […] la teoría política se hace inviable» (Judith Shklar). No obstante, hoy cunde el pesimismo. Es cierto que, aun tras el desvanecimiento de la ilusión progresista, intercedió un desenlace actualizado de Hegel (excusando a Polibio): la historia finalizó en 1989. De hecho, el destino estaba escrito treinta años antes: en Kojève, la sociedad estadounidense de los cincuenta prefiguraba el satisfactorio «eterno presente» de la fase posthistórica de la humanidad. Como apunta Arias Maldonado, esto no convenció a Leo Strauss ni, cabe agregar, a los postmodernos; tampoco le hubiese valido a Hobbes. Más aún: no ha persuadido a la población occidental desde 2008. Y con todo, la estructura teleológica persiste en el nacionalpopulista, en tanto el pasado recreado congrega potencial como esperanza de futuro. ¿Cabe deshacerse de la religión? Arias Maldonado lo ensaya a continuación, a costa de las ambiciones de la «voluntad política».
El debate se desplaza al de la demarcación de lo político en la modernidad. La cuestión no estribaría ahora en delimitar las lindes entre religión y política, sino entre esta y la economía, cuya influencia alcanzaría un peso determinante. Esta supeditación no solo erosionaría la magnitud del poder soberano, sino que pondría en entredicho la propia autonomía de la política, entregada a la racionalidad económica. De presentarse como instancia decisoria en reemplazo de la hegemonía teológica, pasaría a perder el control sobre sus dominios. Bajo observancia marxista, de lo que se trataría no es tanto de devolverle su espacio a la política, sino de sobrepasar toda categoría prehistórica, una vez se instauren las condiciones para nuestra autorrealización politécnica. Igualmente, Schmitt se propone laminar la fragmentación de las diferentes esferas de acción social (descritas por Weber), pero resguardando la preeminencia fundacional de la política. Desde un prisma más modesto, H. Arendt vindicará su significación inspirándose en la época clásica, cuando la economía quedaba acotada al oikos y los individuos obtenían estatus ciudadano participando del debate público, y adquiriendo entonces una «segunda natividad». Nobles pensamientos que pierden alcance bajo el tamiz de la diferencia entre la libertad de «los antiguos y los modernos».
Sin necesidad de perpetuar la disputa entre la economía y la política, Arias Maldonado retoma su objeto —sobre la autonomía de la segunda— señalando las limitaciones que evidencian su impotencia. Por un lado, existe un conjunto de impedimentos de origen, derivados de la naturaleza humana (diversa y voluble) cuando no del carácter mudable del orden social: ningún problema puede satisfacerse definitivamente. De ahí el recelo conservador ante toda concepción exclusivamente racionalista de la política, o la subsistencia de la prudencia durante el absolutismo. Por otro, factores como la complejidad de las sociedades industriales o el tratamiento cosoberano que requieren los asuntos globales, menguarían la ostentación soberana.
Pero su ejercicio sobrevive, tensionado hoy entre su rehabilitación nacionalpopulista y la tibieza liberal. Rastreando entre sus últimas definiciones, nuestro autor sondea la robustez de la soberanía como pieza todavía imprescindible de protección democrática. Una buena explicación se encuentra en Joan Cocks: la fundación de las democracias hubo de resolverse violentamente, mediante la fuerza soberana (en Después de la democracia Emmanuel Todd documentó asimismo su origen excluyente, desde el caso de Atenas, donde se estableció un «cierre casi racial del cuerpo de ciudadanos», al de Estados Unidos).
Podría decirse que dicho origen (decisionista) apuntala una estructura normativa establecida para bloquear la reproducción de la violencia. El reconocimiento de la primacía coercitiva (conflictivista) del poder quedaría equilibrado por su legitimación racional (contractualista), en una lógica propia de la «metáfora de la escalera» de Wittgenstein, como la que solventa la oposición entre libertad positiva y negativa: gracias al empleo de la primera se garantiza la prioridad de la segunda. Por ello, la pulsión soberana por refundar el orden sobre bases populistas pierde congruencia cuando brota de democracias consolidadas. Y es que el populismo insiste en regresar a la «casilla de salida» de la soberanía popular, frente al resultado institucional del contractualismo: la representatividad de las urnas. Su propósito, como ha expuesto José Luis Pardo, parece volcar en el «conflictivismo» el «acta de autenticidad» política, como si a los liberales se les hubiese pasado por alto el carácter artificial del «contrato». De lo que se trataba, precisamente, era de racionalizar la ficción y desmitificar la política.
Finalmente, Arias Maldonado acumula motivos en defensa de la democracia liberal: sus concomitancias con la ironía, o su tolerancia frente a la frustración o el error político (Michael Freeden), encajan con el alegato más sólido: una experiencia que acredita décadas de eficacia para combinar protección social y libertad individual. La impotencia soberana puede que no sea en fin sino un signo de madurez política. Bajo la institucionalidad liberal, el poder soberano pervive deliberadamente autolimitado, de acuerdo con el principio de la división de poderes. Tal sería la única fórmula capaz no solo de gestionar la «infinidad de contingencias» del pluralismo social, sino de refrenar la tentación omnipotente (ficticia: religiosa) del ser humano. No tendría en consecuencia por qué resultar tan difícil asumir cierta dosis de humildad, y que la «política no ambicione dar sentido a la existencia» (Safranski).