SUMARIO

  1. LA HAZAÑA DE OLECHOWSKI
  2. UNA FAMILIA HUMILDE
  3. ARQUITECTO, NO PADRE DE LA CONSTITUCIÓN
  4. CÁTEDRAS Y DEMAGOGIA
  5. DEMOCRACIA Y SOCIALISMO
  6. EN EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL, AZOTADO POR LA POLÍTICA
  7. COLONIA SE TIÑE DE PARDO
  8. EL COMPLICADO FEDERALISMO
  9. PRUSIA: EL GRAN PLEITO
  10. DEBATES EN CATARATA
  11. UN ESPACIO PURO: EL DERECHO
  12. ANALIZANDO EL DERECHO INTERNACIONAL
  13. TRIBULACIONES AMERICANAS
  14. VIAJERO Y CONFERENCIANTE
  15. UN REPARO AL TRABAJO DE OLECHOWSKI
  16. ANÉCDOTAS PARA LA DISTENSIÓN
  17. KELSEN ENTRE DOS LABERINTOS

LA HAZAÑA DE OLECHOWSKI[Subir]

¿Alguien concibe que se pueda escribir un volumen de 1027 páginas sobre la vida de un jurista? Pues esto es lo que ha hecho el profesor austriaco Thomas Olechowski. Me parece que, fuera del mundo germánico, esta hazaña es difícilmente imaginable.

Hasta ahora ha sido el libro de Rudolf Adalar Métall (Hans Kelsen, Leben und Werk, Deuticke, 1969) el que ha proporcionado mayor información (yo lo utilicé en mi obra Maestros alemanes del derecho público, Marcial Pons, segunda edición, 2005). Gregorio Robles también ha publicado en español Hans Kelsen, vida y obra (Civitas, 2014).

El esfuerzo de Olechowski tiene una dimensión distinta por la extraordinaria riqueza de las fuentes que maneja y por la amplitud de su mirada. Es probable que acerca de la andadura vital de Kelsen poco más pueda decirse en el futuro aunque su obra seguirá atrayendo por razones obvias el interés de los estudiosos.

Ciertamente la vida de este hombre es, como la de tantas personas de su generación, de novela, entretejida como estuvo por acontecimientos que son aptos para ejercitarse en todas las virtudes, las teologales, las cardinales y otras, si es que existen. Vivir dos guerras mundiales como adulto es una experiencia lacerante porque en ella se acumulan y se agitan los peores monstruos, los más desgarrados dolores, las más escalofriantes pesadillas… Da tiempo sobrado a quien tiene buena cabeza, caso del personaje del que me ocupo, para penetrar en todos los misterios a mano y a desmano, para extraerles sus secretos, también para meditar sobre los problemas del universo, de la historia, para estremecerse ante el abismo del alma humana y la sustancia arbitraria y azarosa del cuerpo.

UNA FAMILIA HUMILDE[Subir]

El padre de Kelsen, un modesto trabajador, fue determinante, de suerte que un retrato suyo le acompañó a lo largo de su vida desde que muriera en 1907. Su madre, diez años más joven, vivió hasta 1950. Eran judíos, pero, sin convicciones arraigadas, mandaron a Hans a una escuela evangélica privada donde nunca destacaría como estudiante. Con el tiempo se convertiría al cristianismo (catolicismo, 1905; Iglesia protestante, 1912). Consiguió entrar en el gimnasio (instituto) para estudiar luego, por decisión familiar, humanidades y lenguas clásicas en vez de matemáticas, que era para lo que parecía más dotado. El objetivo era el ascenso social, obsesión lógica en una familia obrera.

Si subrayo estos datos no es para iniciar una descripción biográfica pormenorizada del futuro jurista, sino para destacar el origen humilde del futuro catedrático, ingrediente que fue determinante en muchos de sus comportamientos, ideas y actitudes.

Como el lector de estas páginas es muy probable que conozca los hitos más relevantes de la trayectoria vital de Kelsen que llega hasta 1973, me permitirá que únicamente los recuerde de forma sumaria, a los solos efectos de lo que pienso destacar en las páginas subsecuentes.

Nacido en Praga (1881), la Bohemia que fue parte del Imperio austrohúngaro, estudió en Viena, en cuya Facultad de Derecho se doctoró y se habilitó con un trabajo sobre los problemas fundamentales de la teoría del Estado (1911). En Heidelberg fue alumno de Georg Jellinek sin que el maestro llegara a advertir la calidad del discípulo ni el discípulo llegara a dispensar al maestro especial afecto. En Viena está de nuevo cuando empieza la gran batahola de 1914 y en ella, librado del servicio en el frente, se desempeñará como asesor en el Ministerio de la Guerra, donde sí supieron apreciar sus habilidades. Vivió las últimas horas del Imperio austrohúngaro en el seno de aquellas altas esferas políticas que en pocas horas dejarían de serlo. Ya en la paz consiguió su cátedra a la muerte de Edmund Bernatzik, gran figura vienesa del derecho público en el último tercio del siglo xix (1919). Intervino en la elaboración de la Constitución de la nueva república austriaca, donde alojó el Tribunal Constitucional del que formó parte. La vida se le hace áspera en Viena, lo que le lleva a aceptar una cátedra en Colonia. Allí llega en 1930 y de allí ha de salir en 1933 cuando los nazis ocupan el poder. Se instala en Ginebra, donde no se encuentra a gusto teniendo que explicar en francés y por ello acepta un traslado a su ciudad natal, Praga, donde sí puede usar el alemán. Estamos en 1936, pero Hitler, que parece perseguirle, ocupa Checoslovaquia y de nuevo ha de salir desterrado. Es probable que en ese momento Kelsen advirtiera que los europeos se habían vuelto locos y entonces decide mover sus influencias en los Estados Unidos de América para allí rehacer su vida académica y personal (estaba casado y tenía dos hijas). Es investido doctor honoris causa en Harvard, pero no le proporcionan un puesto retribuido, que sí consigue en Berkeley (1945), donde enseñaría hasta su jubilación en 1957. A partir de 1945 pudo viajar por Europa en condiciones más apacibles, aunque sin volver a establecerse en ella de forma permanente.

ARQUITECTO, NO PADRE DE LA CONSTITUCIÓN[Subir]

Del libro de Olechowski me interesa destacar algunos aspectos, consciente de que un análisis pormenorizado de su contenido me llevaría hasta parajes tan remotos como alejados de mis intenciones.

Empecemos con la participación de Kelsen en la reconstrucción política de Austria cuando la que había sido una gran dama imperial quedó reducida a un manojo de huesos. Kelsen carecía de mandato político, por lo que su función era la de un asesor, aunque cualificado por el respeto que su opinión suscitaba y por ser persona de confianza de los socialdemócratas, especialmente de Otto Bauer. También con Ignaz Seipel, el sacerdote y destacado personaje de los socialcristianos, futuro canciller federal, mantenía Kelsen excelentes relaciones. Redactó hasta seis proyectos y tomó parte en reuniones de alto nivel de los partidos políticos, así como en la Comisión Constitucional de la Asamblea Nacional, de la que al cabo salió el texto definitivo. De manera que Kelsen estuvo presente, con su pluma y sus consejos, en todas las fases del procedimiento constitucional.

Se ocupó, con hiperestesia de estudioso, de que la expresión «todo el poder procede del pueblo» se sustituyera por todo el «derecho» porque, para él, la soberanía no era un hecho, sino un fenómeno jurídico. Su participación fue también determinante para lograr que la representación de los Länder en el Bundesrat fuera adecuada y proporcional asegurando una mínima participación de tres representantes, lo que se mantiene hasta hoy. Así se garantizaban los intereses de Viena (el más grande) y el Voralberg (el más pequeño).

Su influjo a la hora de configurar el Tribunal Constitucional ha sido destacado siempre. Sin embargo, la aseveración que él hizo en alguno de sus escritos, a cuyo tenor su propuesta había quedado intacta en el texto definitivo, es, según Olechowski, «no una exageración, sino una falsedad». Por el contrario, las propuestas de Kelsen sufrieron profundas modificaciones.

Observado el conjunto del texto constitucional, del análisis de los distintos proyectos propuestos por el profesor, de los debates y de los resultados, concluye Olechowski que es inexacto considerar a Kelsen «padre» o «autor» de la Constitución austriaca de 1920. Su tesis, no negada por el propio Kelsen, es que hizo el papel de un «arquitecto» que ha de satisfacer las exigencias de la técnica, pero también cumplir los deseos del propietario a la hora de construir su casa convirtiéndolos en planos. Olechowski sostiene que a Kelsen se atribuye esta paternidad porque es cierto que luego trabajó mucho sobre los textos legales constitucionales, siempre en compañía de otros colegas, muy señaladamente de Adolf Merkl, su discípulo más temprano.

Lo cierto es que su fama como experto en achaques constitucionales se expandió de tal forma que el propio Kelsen solía contar con regocijo que un día recibió a un señor que le pidió una Constitución para la ciudad libre de Fiume. Él se lo tomó un poco a broma y preguntó si la quería «a medida» o «de confección», pero enseguida advirtió que el encargo iba en serio… (se refería a la época del experimento de D´Annunzio y después de Ricardo Zanella, años 1920-‍1921).

CÁTEDRAS Y DEMAGOGIA[Subir]

Curioso es el debate vigente en aquellos momentos convulsos coincidentes con su nombramiento como catedrático. Ya he señalado que sucedió a Bernatzik, quien años antes había sido protector de Georg Jellinek.

El procedimiento para designar a un catedrático consistía —y sigue consistiendo— en una llamada formulada por una comisión de especialistas a un doctor, habilitado además por haber superado la valoración de un trabajo original (en su caso, los Hauptprobleme der Staatsrechtslehre), una persona que gozaba de la venia docendi.

Pero, como la sombra de la revolución rusa era en esos momentos pegadiza, se estaban formando en Austria —como en Alemania— los famosos «consejos» (sóviets) de soldados, trabajadores, etc., dispuestos a decidir sobre cualquier cuestión que su ignorancia abarcara. Se trataba de acabar con las formas capitalistas en las empresas. En este contexto, se discutía si la Universidad era una empresa. Desatada una pelea intensa, se reunieron en el paraninfo catedráticos, asistentes, estudiantes y personal de los servicios administrativos para discutir si en efecto podía decidirse por elección lo que hasta ese momento había estado reservado a las comisiones especializadas.

Kelsen asiste a la reunión. Con la idea de no participar en una discusión que le repugnaba. Pero, a la vista del tono del debate y de la hipocresía que exhibían algunos colegas, dispuestos a aceptar la última moda con tal de poder luego beneficiarse de ella, Kelsen toma la palabra para explicar que el sistema de consejos significaría simplemente la destrucción de la libertad de cátedra y de la libertad científica. Su discurso fue —según su propio testimonio— vibrante. Pero Olechowski constata que de él apenas quedó reflejo en las noticias periodísticas. Lo cierto es que no solo los catedráticos, sino también ayudantes y la mayoría de los estudiantes rechazaron tan estrambótico sistema. A sepultarlo aún más vino un fracasado intento de golpe de Estado comunista que duró poco, pero que costó la vida a doce personas. Al final la comisión de profesores, constituida al estilo tradicional, se reunió a mediados de junio (estamos en 1919) para proponer a Kelsen «primo loco» (se formulaban otras propuestas alternativas pues la última palabra la tenía el ministerio). Kelsen fue nombrado finalmente el 19 de julio.

DEMOCRACIA Y SOCIALISMO[Subir]

Interés singular tiene el esfuerzo que en esas mismas fechas hizo Kelsen, ante la magnitud de los dislates que presenciaba, para aclarar «la sustancia y el valor de la democracia», así como su posición en torno al marxismo. Se trata del trabajo Vom Wesen und Wert der Demokratie, donde subraya que la ideología democrática descansa en posiciones relativistas y empíricas, al contrario de lo que ocurre con la autoritaria, emparejada con las metafísico-absolutistas. Es el relativismo el que conduce al pluralismo de partidos y programas. Kelsen abogó así, con su pluma, por la democracia parlamentaria tanto en Austria como en Alemania en un momento en que se hallaba amenazada por quienes querían sustituirla por sistemas autoritarios. En esta obra, como en su Allgemeine Staatslehre, defiende la democracia de partidos caracterizada por la convivencia en su seno de una pluralidad de intereses, necesitada de instrumentos técnicos adecuados para que la libertad individual no padeciera en exceso, y a tal efecto cita los principios de la mayoría o de la protección de las minorías que han de asegurar los intereses en conflicto. Para Kelsen los partidos son «órganos de la formación de la voluntad estatal» que permiten articular los diferentes intereses en pugna en toda sociedad y convertirlos en compromiso.

Lo contrario sostendría Carl Schmitt: el origen del parlamentarismo es la búsqueda de una verdad que no puede ser alcanzada con sus procedimientos y que por ello deriva en farsa. Kelsen cree, frente a él, que la democracia es la forma política del escepticismo de los valores. El procedimiento, el compromiso, son los datos relevantes para que los intereses en conflicto (que a veces merecerían parlamentos especializados) dispongan de una vía de solución. Y es curioso señalar que Kelsen apela a la idea de la «homogeneidad» para que pueda hacerse realidad la democracia a través del juego de los principios de mayorías y minorías (una apelación insistente a estas que sin duda es eco de las enseñanzas de Georg Jellinek).

Y, a partir de ahí, la palabra ha de tomarla el sistema electoral que ha de aplicarse en una sociedad donde estén garantizados los derechos y las libertades fundamentales y, además, ha de ser el llamado «proporcional» con circunscripción única, precisamente para que los intereses de esa sociedad, compleja y pluralista, puedan quedar adecuadamente reflejados, y donde el voto sea obligatorio porque si el ciudadano no participa es imposible su intervención en la formación de la voluntad estatal, producto de la voluntad mayoritaria.

Toda esta insistencia en el papel de los partidos hay que entenderla en el marco de su desprestigio tradicional en el mundo germánico, reflejada en los escritos de los pensadores de Weimar (que he estudiado en mi libro sobre los Maestros alemanes ...).

De esos años es también Sozialismus und Staat. Eine Untersuchung der politischen Theorie des Marxismus, un asunto sobre el que vuelve con frecuencia, por ejemplo en Marx oder Lassalle (1924). Trata de demostrar el error garrafal de la creencia de Marx y de Engels de atribuir al Estado la sola condición de «instrumento de la burguesía para la explotación de los trabajadores». Kelsen sostiene que se trata de una simplificación imperdonable en autores que tan bien conocían la historia y aporta la corrección teórica a esa vulgaridad de la mano de autores como Renner, Bauer, Kautsky o el inglés J. Ramsay Mac-Donald, haciendo notar que es mérito de Ferdinand Lassalle haber explicado todo ello con anterioridad y haber entendido que el Estado es más bien un órgano de la sociedad y, por ello, un instrumento capital para la ordenación social que no está llamado a extinguirse, sino a sobrevivir sirviendo al pueblo en su conjunto. Por eso termina lamentando que Marx y Engels tuvieran tanto éxito en la propagación de sus ideas (éxito de mercado, diríamos hoy) y señalando como urgente y necesaria una «vuelta a Lassalle», una vez demostrada la insuficiencia del análisis de Marx y Engels.

Esta posición política de Kelsen es capital para entender su pensamiento y el sentido que dio siempre a su adhesión (más o menos vaga) a la causa socialista. Su pluma se esfuerza en formular además una crítica bien contundente al sistema de «consejos» propio de la revolución comunista rusa, en el centro entonces de vivas polémicas, como hemos visto. Kelsen pone de relieve lo que de aristocrático y autocrático tenía el sistema de «consejos». Atribuir al proletariado industrial la condición de clase dirigente es, a su juicio, restablecer una forma de aristocracia y además atribuir a esa clase la representación de la sociedad en su conjunto es una demostración de cómo el marxismo cae en la misma argumentación crítica que ha dirigido al capitalismo y a sus formas de representación política, a saber, que la «democracia capitalista» no representa a la sociedad, sino tan solo a la clase burguesa. Pues bien, es evidente que una sociedad socialista no puede ser aquella que esté basada en el dominio de una clase (el proletariado industrial) porque este sencillamente no puede representar a la sociedad toda. Y Kelsen aporta el ejemplo de cómo en Austria y en Alemania, los «consejos de trabajadores» llevaron a la formación espontánea de «consejos de campesinos» y «consejos de burgueses», una muestra de la desintegración social parecida a la sociedad estamental. La doctrina de los «consejos proletarios», resume Kelsen, representa el absolutismo dogmático del ideal político de una determinada concepción social, es la típica ficción de todo régimen aristocrático o autocrático, es, en definitiva, «la ideología de la teocracia».

Más contundencia no cabe.

EN EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL, AZOTADO POR LA POLÍTICA[Subir]

Kelsen fue juez del Tribunal Constitucional. Una idea —la del Tribunal— de larguísimo recorrido en el mundo entero. Un oficio —el de juez— fundamental en su vida y en el recuerdo que de él ha quedado. A subrayar un dato: Kelsen no fue propuesto por ningún partido, sino por todos en un acuerdo tomado al efecto en el Parlamento. Esta circunstancia la destacó Kelsen en cuantas ocasiones tuvo a mano. Olechowski nos proporciona también precisiones sobre su actividad en él y sobre su caída, es decir, su salida ominosa del mismo. Algunos no se habían manejado hasta ahora con la precisión que él lo hace.

Hablo de salida ominosa porque, pese a que el cargo era vitalicio, no lo ocupó mucho tiempo. ¿Por qué? Conocer las razones exige dar cuenta de un conflicto suscitado en la sociedad austriaca con motivo del cambio político, que afectaba a muchas personas y que derivaba del régimen jurídico del matrimonio. Regulado este en la época de Metternich, es claro que la Iglesia católica había dejado caer sobre su ordenamiento todo el peso de su influencia en el Estado, que no era poca. El matrimonio era pues, de acuerdo con los dogmas católicos, indisoluble aunque estaba admitida la separatio, que, en todo caso, no disolvía el vínculo a menos que lo autorizaran las autoridades civiles para casos excepcionales. Es decir, que convivían en el derecho austriaco dos principios bastante antagónicos: el católico de la indisolubilidad y el absolutista (regalista) de la competencia de la Administración para administrar determinadas dispensas que afectaban a un vínculo, indisponible fuera de la Iglesia. Una situación extraña resuelta en la práctica por las autoridades del Estado, que decidían a veces (pocas) a favor de los peticionarios, aunque solo cuando se trataba de personalidades muy influyentes, que podían así volver a casarse.

Esta situación era preciso cambiarla, pero no era fácil por la influencia de la Iglesia, ahora a través del partido socialcristiano, que llegó a sentar a un religioso a quien ya conocemos en la cancillería, Ignaz Seipel. Allí donde las autoridades del Land obedecían su disciplina, no había forma de ganar la dispensa, mientras que donde la misma no ejercía su influencia (por gobernar otro partido de la derecha o el socialista), las posibilidades de obtener tal dispensa resultaban bien favorables. Es más: había un recurso al canciller, administrado con cierta liberalidad por quienes ocuparon este cargo.

A complicar las cosas vino el poder judicial austriaco, pues algunos tribunales civiles declararon nulos matrimonios contraídos en virtud de tales dispensas pronunciadas por las autoridades civiles con el argumento de su falta de competencia. Kelsen razona: el mismo Estado que, a través de sus autoridades administrativas, autorizaba expresamente un matrimonio, lo declaraba nulo a través de sus tribunales, lo que afectaba a la seriedad de ese Estado y, además, se prestaba a todo tipo de chantajes porque cualquiera podía instar la nulidad, incluso el propio contrayente, si luego se apartaba por alguna causa de la decisión tomada. Y cuenta un caso por él conocido como juez: un arquitecto que estaba separado de su mujer tabula et habitationis, consigue la dispensa para casarse de nuevo, lo que en efecto hace con una acaudalada holandesa. Una vez derrochado su patrimonio, se dirigió al juez civil para explicarle que su matrimonio se sustentaba en una dispensa y este le declaró nulo el matrimonio. La holandesa así engañada explicó en un escrito que ella se había casado confiada en que cumplía con el derecho del Estado austriaco y, pasado el tiempo, se encontró con la sorpresa de que lo que una autoridad había aceptado, otra lo anulaba. Kelsen aconseja al abogado, antiguo alumno suyo, la iniciación de un proceso que condujera al planteamiento de un conflicto ante el Tribunal Constitucional entre la Administración y los jueces (por razones procesales que no son del caso). Y, en efecto, este acaba decidiendo que los jueces del orden civil no son competentes para decidir sobre un acto administrativo, dejando sin efecto por tanto la anulación de la dispensa que habían pronunciado. El matrimonio volvía pues a estar en pie.

Como era conocido el protagonismo de Kelsen en la solución de este asunto, se desató contra él una terrible campaña desde los medios católicos. Hasta sus hijas recibían anónimos y tuvo que ver escritos amenazadores colgados en la puerta de la casa. El partido social cristiano en el poder decidió entonces la reforma de la composición del Tribunal para que los magistrados, en lugar de ser elegidos por el Parlamento, lo fueran por el presidente de la República a propuesta del Gobierno, pero para llevarla a cabo necesitaba el apoyo de los votos socialistas ya que, al estar previsto que los magistrados ostentaran un cargo permanente, el cese de los que ya ejercían como tales exigía una mayoría parlamentaria cualificada, pues se trataba en rigor de una reforma constitucional. ¿Qué haría en tal coyuntura el partido socialista? Como primera providencia se negó a secundar unos planes que dejaban en manos del Gobierno la jurisprudencia constitucional. Pero el partido socialcristiano no se paraba en barras y amenazó directamente a los socialistas con recortar la autonomía de Viena, único reducto donde aquellos ejercían aún el poder político. Los socialistas cedieron entonces, a cambio, además, de dos puestos (de los catorce) en el nuevo Tribunal. El presidente del partido ofreció a Kelsen ocupar uno de los asientos reservados a la oposición, pero Kelsen se negó a ser magistrado de un «partido político» y además reprochó a los socialistas haberse prestado a un juego sucio y extremadamente peligroso.

Kelsen había sido objeto de ataques despiadados por parte de dos colegas y además los artículos periodísticos en contra de él no amainaban en la prensa católica. Por ello, decidió poner tierra por medio y aceptar la llamada que le llegó de Colonia. En la prensa liberal y en la de izquierdas se produjo una gran conmoción cuando se supo que Kelsen dejaba Austria y por ello se le ruega que reconsidere su decisión. Con este motivo el escritor Robert Musil anota en su diario que «es preciso crear en Austria una asociación contra la expansión de la estupidez». Pero Kelsen se va. Cuando, protocolariamente, se despide del ministro (colega de la Universidad), este se limita a desearle «mucha suerte en Colonia».

Olechowski sabe poner en conexión todos estos acontecimientos con el momento político que se vivía en Austria. Recuerda cómo en 1927 las masas, descontentas con una sentencia, asaltaron el Palacio de Justicia en Viena (que era al mismo tiempo sede del Ministerio de Justicia). Tras intervenir la policía, ochenta y nueve manifestantes y cinco policías murieron, y más de mil resultaron heridos. Y aporta Olechowski el testimonio de un discípulo de Kelsen, Leo Gross: ambos se habían citado para comentar su trabajo doctoral, de manera que juntos, caminando, enfilaron un paisaje urbano calamitoso, el dejado por los enfrentamientos. «Kelsen estaba muy impresionado», resume el doctorando. El resultado, en términos políticos, fue la decisión del canciller Seipel meses después de reformar la Constitución para fortalecer las funciones del presidente federal, a la búsqueda del hombre fuerte. Lo encontrarían…

La consecuencia fue asimismo la politización de la justicia constitucional (Umpolitisierung, en la expresión de Merkl) con unos jueces nombrados por ese presidente fuerte. Ya hemos visto la reacción noble y ejemplar de Kelsen. Una caricatura en la prensa fue muy celebrada: un portero está plantado en la entrada del Tribunal y se dirige a Kelsen: «Pero ¿qué desea usted, Herr Professor, en este despolitizado Tribunal? Usted no es más que una autoridad, no es una persona de partido».

La conclusión: después de barajar la posibilidad de Frankfurt, Kelsen acaba en Colonia.

COLONIA SE TIÑE DE PARDO[Subir]

De su vida en Colonia poco me interesa destacar porque fue la normal de un profesor que se instala en un nuevo destino de su carrera docente. Hasta que llegaron los nazis. Kelsen andaba por los países nórdicos dando conferencias cuando se le urge a volver a Colonia. En breve se encontraría con su destitución: se había quedado en la calle, se le había retirado el pasaporte... Hay entonces un rasgo de valentía y dignidad en la Facultad, pues se prepara un escrito para defenderle de la furia parda. Sus redactores destacan que ellos han sido sumisos con las nuevas órdenes del poder político y que han perseguido a judíos y marxistas tal como estos habían ordenado. Pero —sostienen— Kelsen era otra cosa. De él se subrayan los grandes hitos de su condición de estudioso y el hecho de que nunca se hubiera afiliado al partido socialdemócrata; es más, de su pluma habían salido varios escritos contra el marxismo, era partidario de la anexión de Austria a Alemania, se había pronunciado contra el Tratado de Versalles y las sanciones contra Alemania en él contenidas. Además, es una personalidad científicamente reconocida más allá de las fronteras del mundo germánico y es personalmente apreciado por los colegas y los estudiantes. En definitiva, prescindir de él significaría «no solo una pérdida sensible para la Universidad de Colonia, sino también un daño para la imagen de la ciencia alemana».

El escrito lleva la firma de casi todos los colegas, siendo especialmente llamativa la ausencia de la de Carl Schmitt. A lo largo de su vida, Kelsen no quiso pronunciarse sobre este escrito. Incluso con Hans-Carl Nipperdey, que lo propició, pero que no dudó en sucederle como decano nombrado por las autoridades hitlerianas, mantuvo una relación distante, centrada en arreglar los problemas administrativos y económicos de su fulminante destitución. Schmitt, por su parte, duró poco tiempo en Colonia porque, cortejado por varias universidades en aquel su momento estelar, acabó pronto en Berlín. Pero esta es otra historia.

EL COMPLICADO FEDERALISMO[Subir]

Procede seguir con las ideas básicas defendidas por Kelsen. Por ejemplo, tuvo una relación muy poco afectuosa con el federalismo, al que consideraba «complicado y caro» (1922). Afirmaba que los Länder no tenían sentido desde el punto de vista económico y presentaban muchas deficiencias respecto de su vigor técnico-administrativo.

Detrás se hallaba su concepción de la soberanía, de la que no había pluma entre los autores de Weimar que no la hubiera abordado. En Kelsen, el ámbito de la validez normativa fue asunto reiterado en su pensamiento acerca del Estado y en general del derecho. Pues bien, uno de esos ámbitos es el espacial, que nos lleva a la soberanía y a la polémica centralización/descentralización. Las normas regionales o locales forman un orden jurídico parcial y también las normas centrales constituyen un orden parcial; juntos, sin embargo, forman el orden jurídico «total». Kelsen desdramatiza así problemas que habían sumido en preocupaciones y debates profundos a sus colegas porque para él la autonomía es solo una forma especial de administración del Estado. La pregunta acerca de si son o no soberanos los Estados que integran la Federación o si la soberana es únicamente tal Federación, está mal planteada porque la descentralización, que es el concepto del que hay que partir, puede llegar al extremo de admitir la existencia de auténticos Estados en su seno (sería el caso de la tradición alemana), pero serán siempre Estados solo en la medida en que conforman la voluntad normativa de la propia comunidad que ese Estado representa y también porque participan en la creación de la voluntad del Estado central, aunque sin llegar nunca a ser Estado en el sentido con el que Kelsen identifica al orden jurídico como totalidad, reservado solo a la Federación.

Con su concepto de soberanía intentó Kelsen dinamitar las fronteras entre el derecho internacional y el interno, aunque a la pregunta de cuál de los dos era prioritario no dio una respuesta unívoca, aunque —subraya Olechowski— su preferencia por la primacía del orden internacional la puso de manifiesto más de una vez, lo que, por otro lado, se acomodaba bien a su ideología pacifista (que se hizo muy explícita en sus años americanos). Porque Kelsen fue en efecto pacifista y defensor de trincheras últimas de libertad individual en la medida en que patrocinó la limitación de las voluntades estatales al poner en cuestión la soberanía ilimitada de los Estados, cuyo peligro en el orden internacional es el desarrollo del imperialismo y la destrucción de amplias esferas de libertad. Llegaría, tras la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, a defender la creación de un tribunal internacional cuyas sentencias fueran obligatorias para los Estados, lo que apoyaría en la teoría de la evolución sociohistórica del derecho, que también debe hacerse presente en un ordenamiento como el internacional, no limitado por el concepto de soberanía, pues la rígida concepción de una especie de domaine reservé, en el sentido de un intocable núcleo de soberanía estatal, fue combatida por su pluma.

En los años veinte, respecto de la anexión de Austria a Alemania, Kelsen no albergó nunca dudas. Acabamos de ver cómo, en el escrito que a su favor se redactó en Colonia, se puso de relieve que él era partidario de esa anexión.

Kelsen sostenía, como una de las razones para fundar su oposición al federalismo austriaco, que una Austria federal habría de vivir con muchas complicaciones políticas y jurídicas la deseable anexión a Alemania, que era a su vez un Estado federal. Esta concepción anexionista no era una idea aislada defendida por un profesor, entre cuyos sueños se hallaba la civitas maxima, sino una convicción generalizada entre los partidos políticos, desde luego por el socialdemócrata, inspirado a su vez en los escritos de Lasalle, tan caros a Kelsen, como hemos visto. También las facultades de Derecho habían expresado corporativamente sus deseos de vinculación a sus hermanas alemanas. Lo mismo se hizo en las sesiones del Congreso de Juristas, en el de los procesalistas y en la famosa Vereinigung de los profesores de Derecho Público que tuvo lugar en abril de 1928 en Viena.

Los textos de Kelsen se hacen más explícitos aún en 1923 con su Staatsrecht, concebido para uso estudiantil, y en 1927 con un escrito destinado a subrayar la comunidad de los pueblos y el Estado unido alemán. Señalaba al respecto Kelsen que los Länder austriacos —a excepción del Tirol— carecían de tradición histórica y de vigor social y eran más bien producto de una arbitraria división territorial. Desde el punto de vista estrictamente jurídico sostenía que tal anexión habría de consumarse con dos leyes —en Alemania y en Austria— y al menos en Austria un referéndum descartando, sin embargo, la necesidad de un tratado internacional entre ambos países.

El trágico destino de la historia quiso que esa anexión la llevara a cabo el dictador alemán en 1938 con las consecuencias que se conocen y las que se conocen menos, como fueron las penalidades que su propia familia, su propia anciana madre, tuvieron que padecer. Evidentemente Kelsen defendía una Austria unida a una Alemania democrática, no al infierno hitleriano. Su madre tenía 78 años, tuvo que abandonar su casa e ir a vivir a una comunidad judía a pesar de que la pobre mujer se bautizó a toda velocidad para huir de la persecución desencadenada desde el mismo momento de la llegada de las tropas alemanas a suelo austriaco (en una semana no había un solo servidor público que no llevara en su brazo derecho cosida la cruz gamada). El hijo decide ayudar económicamente a su madre y para ello ordena al Banco de Colonia, donde había dejado algún dinero, que le transfiera una cantidad. Lo que el Banco no puede hacer porque su dinero había sido confiscado ¡por haberse marchado de Colonia sin haber pagado el impuesto de «huida» del Reich alemán! ¡El profesor, a quien se le había desposeído de su medio de vida, considerado encima como un vulgar defraudador fiscal!

PRUSIA: EL GRAN PLEITO [Subir]

En 1932, con la excusa de avanzar en la resolución de las grandes cuestiones constitucionales pendientes en Alemania, en especial las relacionadas con la nueva ordenación territorial de los Estados y la dualidad Reich-Prusia, se fragua una medida de gran importancia e impacto: la intervención del Reich en el Estado de Prusia, formalizada con apoyo en el art. 48 (26 de julio).

¿En qué consistía? Pues nada menos que en el nombramiento de un «comisario del Reich» para el territorio, que recayó precisamente en la persona del canciller, configurándose como «subcomisarios» los ministros del Reich. Quedaban así desposeídos de sus funciones los ministros del Gobierno de Prusia, decretándose al propio tiempo la supresión de los votos prusianos en el Bundesrat, el «estado de excepción» en el territorio de Prusia (derogado poco después), el control del Reich sobre la policía de Berlín y el nombramiento de nuevos responsables en las doce provincias prusianas, medidas provisionales todas que estaban dirigidas al «restablecimiento de la seguridad pública y del orden en el territorio prusiano».

Se acudió al juez, vista la dimensión de la cirugía consumada: en concreto, ante el Tribunal del Reich se presentó una demanda por los grupos parlamentarios prusianos del Zentrum y del SPD. Se solicitó al mismo tiempo la suspensión provisional de la decisión, pero el Tribunal la rechazó, llegando la resolución definitiva en octubre.

Kelsen toma la pluma en cuanto la conoce. Se trata de su trabajo Wer soll Hüter der Verfassung sein?. Frente a Schmitt alza su voz Kelsen para defender el sistema democrático en la línea de lo expuesto en sus trabajos sobre la democracia que hemos visto y atacar la idea del Estado total dictatorial: frente a la embriaguez del decisionismo, opone Kelsen el pathos de la sobriedad, donde habita el compromiso. Para Schmitt, como los conflictos constitucionales no tienen naturaleza justiciable por su carácter político, solo puede dirimirlos un presidente elegido de forma plebiscitaria. Sin embargo Kelsen, el positivista, enseña a Schmitt, el decisionista, que toda decisión judicial es también una decisión política y que entre el carácter político del poder legislativo y el de la justicia hay tan solo una diferencia cuantitativa, pero no cualitativa. El juez también decide en términos políticos, siendo lo decisivo para la justiciabilidad de un conflicto entre intereses contrapuestos, sea político o de otra naturaleza, que exista una norma aplicable, en el caso de los conflictos constitucionales un precepto constitucional. El presidente es un órgano de poder y por tanto parte en un conflicto con el Parlamento, mientras que el juez tiene una posición independiente de las partes que permite, gracias al procedimiento contradictorio, que ante él se pueda argumentar y buscar una solución.

DEBATES EN CATARATA[Subir]

Hay que recordar igualmente las intervenciones de Kelsen en la Vereinigung der deutschen Staatsrechtlehrer, de entre las que merecen destacarse: en 1926 en relación con las ponencias dedicadas a «Die Gleichheit vor dem Gesetz im Sinne des art. 109 der Reichsverfassung» (ponentes, Erich Kaufmann y Hans Nawiasky); en 1927, cuando se discutió «Der Begriff des Gesetzes in der Reichsverfassung» (Hermann Heller y Max Wenzel); en 1928, en torno a «Überprüfung von Verwaltungsakten durch die ordentlichen Gerichte» (Max Layer y Ernst von Hippel) y «Wesen und Entwicklung der Staatsgerichtsbarkeit», materia esta en la que actuó como ponente junto a Triepel; en 1929 al hilo de «Bundesstaatliche und gliedstaatliche Rechtsordnung» (Fritz Fleiner y Josef Lukas). Sus discusiones con Hermann Heller fueron sonada, pues este llegó a decir a Kelsen que su teoría del derecho no tenía derecho y su teoría del Estado carecía de Estado.

De 1930 es su libro Der Staat als Integration. Eine prinzipielle Auseinandersetzung, donde polemiza con Smend y su teoría de la «integración», pues esta parte de que la Constitución es la materialización de una realidad objetiva que sería precisamente la realidad del Estado, de carácter prejurídico, y que presupone un sentimiento de comunidad, una suerte de colectividad que ha de hallarse «integrada» para poder dotarse de una Constitución. En la medida en que, como sabemos, para Kelsen el Estado carece de toda realidad previa o distinta de la del ordenamiento jurídico, la tesis es objeto de un rechazo frontal, añadiendo para descalificarla que «sirve a fin de cuentas, quiéralo o no, a la lucha contra la Constitución alemana».

En Viena es la cita en 1928 donde se enfrentan Heinrich Triepel y Kelsen en relación con el tema de la justicia y los actos del poder. Triepel negó que fuera posible una justicia constitucional administrada exclusivamente en términos jurídicos. La gran política no se puede dominar con los medios del derecho; más aún, la sustancia de la política se halla en contradicción con la existencia de una jurisdicción constitucional. Smend apoyó claramente a Triepel y Hermann Heller aprovechó de nuevo para distanciarse de Kelsen. No hace falta decir que la tesis de Kelsen circuló en sentido contrario, apelando a su experiencia en Austria, donde él ejercía su tarea libre de los influjos de los partidos políticos (en su carne viviría pronto lo contrario).

Para Kelsen, las ideas de Triepel y Smend, especialmente las de este último, referidas a la «integración», eran pura «metafísica», objeto más bien de la teología.

UN ESPACIO PURO: EL DERECHO[Subir]

De su etapa en Ginebra es la aparición de su Teoría pura del derecho, la obra que más fama le ha dado en todo el mundo, pues sus traducciones se multiplicaron en Europa, América y Asia. Su idea ha sido muy difundida y figura, con matices y polémicas entre los integrantes de la nutrida legión de los kelsenólogos, en todos los libros que se han ocupado del asunto. Kelsen propugna huir de todo método que incluya juicios de valor de carácter ideológico o político, con lo que la interpretación que se haga de la norma (por los órganos llamados a su aplicación, administrativos o judiciales) es, sin más, válida creación del derecho y lo es hasta su invalidación o derogación. La norma superior predetermina la inferior, pero dejando un espacio a esta que ejerce así un acto de poder. Es decir, todo acto jurídico supone una actuación en buena medida imprevisible porque son muchos los actores que participan en la creación del derecho, lo que resta seguridad al sistema y además se da un quiebro a las aspiraciones de alcanzar la «certeza» en el derecho.

En el estudio del derecho se impone distinguir entre la justicia, de un lado, la validez del propio derecho, de otro, y, en fin, su eficacia (que sería ya la jurisprudencia sociológica). Todo orden jurídico ha de ser observado como si fuera válido (sin valoraciones, el fundamento de esa validez es ya algo metajurídico). Pero hay que diferenciar entre la validez de una norma que es algo derivado de su propia esencia, como categoría del deber ser, y la eficacia que remite al hecho real de su observancia por los sujetos destinatarios de la norma. Esto no quiere decir que la esencia de la norma viva desvinculada de su observancia como si esta le fuera indiferente porque si el contenido de las normas jurídicas no alcanza eficacia alguna, entonces no pueden ser consideradas por la teoría pura como normas vigentes. Es decir, que para que un determinado ordenamiento sea supuesto como válido, es condición indispensable que la conducta de los hombres que viven bajo su influencia coincida básicamente (hasta un cierto grado) con aquel.

La justicia es relativa y, desde luego, subjetiva; la teoría pura (que trata de distinguir los actos válidos, que se imponen por su efectividad real, y los no válidos) se limita a estudiar el derecho positivo con independencia del juicio acerca de la justicia o injusticia que derive de su aplicación. La nota de la positividad forma parte del concepto del derecho al que debe dedicarse el jurista explicando los principios lógicos, su armazón. Ello no quiere decir que todo derecho sea sin más justo y que puedan desaparecer los criterios valorativos: simplemente se postula que están fuera del derecho, de su campo inmanente, y que el jurista solo puede tenerlos en cuenta como máximas para la elaboración del derecho o para su reforma o crítica.

De ahí su lucha contra el derecho natural, pues este pretende imponer unos valores como absolutos. Por el contrario, la teoría pura, que propugna no valorar el contenido de las normas, busca encuadrar la validez y al tiempo la unidad de las normas en una que es la fundamental (la Grundnorm, aunque se defina como «ficción», terminología que adoptaría el anciano Kelsen) y cuya misión es cerrar y dotar de sentido al sistema en su conjunto. Con ella se supone la unidad de lo jurídico y la validez del orden existente, y también, por cierto, se trata de alcanzar el no menos importante objetivo, el esquivo desiderátum, de transformar el poder en derecho.

En 1960 esta obra se volvería a publicar con un anexo titulado: ¿Qué es la justicia? Y unos años antes, en 1952, salió en Buenos Aires un libro firmado por Carlos Cossío, Problemas escogidos de la teoría pura del derecho, que procura a Kelsen un disgusto y unas controversias que se dilatarían en el tiempo más de lo que a él le hubiera gustado. Olechowski aporta datos acerca de la relación personal entre Kelsen y Cossío y alguna foto, incluso, en la que se les ve juntos (con otros colegas) para terminar señalando que no se entendieron más que en el terreno de la cortesía personal, a lo que coadyuvaba el hecho de que Cossío no sabía alemán y Kelsen no sabía español. Cossío popularizó la que se ha llamado «teoría egológica del derecho», que Kelsen no se tomó nunca en serio. Lo cierto es que el trabajo de Cossío, como se preocupa en subrayar Olechowski, «es un libro publicado sin la autorización de Kelsen que, a petición del propio Kelsen, fue retirado del mercado poco después de su aparición». Y añade: uno de los pocos ejemplares se conserva en el Hans Kelsen Institut de Viena.

Para defender su teoría pura de las críticas que se le dirigían precisamente por no ser pura al esconder unos determinados valores, Kelsen preguntaba: ¿cuáles? Porque los fascistas dicen que son los democráticos y liberales; los comunistas que los capitalistas; los capitalistas y los nazis que los bolcheviques; hasta el anarquismo ha salido a relucir… Unos ven detrás la escolástica católica, otros el pensamiento protestante, más allá las actitudes ateas; es decir, que la teoría pura es sospechosa de todo, lo que demuestra precisamente — así su autor— su limpieza.

Michael Stolleis, en su insuperable Geschichte des öffentlichen Rechts in Deutschland (tomo III), ha observado cómo la influencia de Kelsen hay que entenderla más allá de su propia y fuerte personalidad, pues conecta con una tradición de la formación jurídica austriaca que venía de la época del absolutismo y de la era de Metternich, cuando cualquier pregunta acerca del trasfondo político de las cuestiones jurídicas se consideraba sospechosa. Es el silete theologi in munere alieno que se complacía en recordar Carl Schmitt para resumir la admonición de los juristas humanistas a finales del siglo xvi a los teólogos, y cuyo objeto era crear una ciencia jurídica independiente. Por eso, hasta 1848 la enseñanza del derecho público estaba reducida al análisis de los textos legales, desconociéndose o estando incluso prohibida la teoría general del Estado (sileamus in munere alieno); es decir, que cuando con la transición hacia el constitucionalismo se acabó con el control político de tantas instituciones, ya la tradición positivista estaba fuertemente arraigada. A ello hay que unir los brillantes éxitos de las ciencias naturales, los postulados de la limpieza en la economía, en la arquitectura, los nombres prestigiosos de Moritz Schlick o Rudolf Carnap; todo ello hacía pensar en la posibilidad de aplicar en la jurisprudencia un instrumental más preciso. La lucha de Kelsen y de sus seguidores (judíos muchos, democrátas, partidarios de los derechos fundamentales, todos ellos) contra el iusnaturalismo y contra una moral administrada por la jerarquía eclesiástica de una Austria clerical (la Kakania de Musil) explicaría la dureza de las críticas a dichas posiciones jurídico-metodológicas en la escuela de Viena.

Cuando Kelsen se instala en América ha de reconocer que su teoría pura no encuentra precisamente cálida acogida entre los juristas de aquel país. Por eso se esfuerza en emparentarla con textos tenidos en aquel ambiente por canónicos, como era la obra de John Austin (profesor y abogado londinense fallecido en 1859), oponiéndola a la de Roscoe Pound (profesor estadounidense muerto en 1964). También influyeron —excusa Olechowski— las dificultades lingüísticas y la competencia que le hacía la obra de Herbert Lionel A. Hart titulada Concept of Law, estilísticamente más acorde con la formación de los juristas de aquel país, y donde Hart critica con modales, pero con contundencia, la Grundnorm de Kelsen.

Pero Kelsen no se arredra y tomó la pluma para juzgar críticamente la obra de Ralph B. Perry, profesor estadounidense de Filosofía y representante del «nuevo realismo» (muerto en 1957). Hace más: presenta a la opinión especializada americana su Tribunal Constitucional austriaco, atribuyéndole ventajas sobre el modelo judicial de los Estados Unidos. «No era un esfuerzo fácil», sentencia Olachowski porque en América estaban muy orgullosos de su Corte Suprema y además desconfiaban abiertamente de las soluciones austriacas (nulidad o anulabilidad de la normas, dictámenes vinculantes …).

ANALIZANDO EL DERECHO INTERNACIONAL[Subir]

Es en América donde llegará a centrar su atención en el derecho internacional —Peace through Law (1943) y General Theory of Law and State (1945)—. La Carta de las Naciones Unidas, en cuya elaboración no participó sino de una manera muy indirecta, ocupa su atención como profesor y como investigador: el Consejo de Seguridad, las sanciones, las funciones, etc. —The Law of the United Nations. A Critical Analysis of Its Fundamental Problems (1950)—.

Kelsen explica que las «esferas de validez» del orden jurídico estatal precisan una proyección exterior, que es la que otorga al Estado su condición de sujeto del derecho internacional, y sueña con la idea de que este evolucione de tal modo que al final del recorrido exista un auténtico derecho universal y un Estado mundial. Por ello propugnó la creación de un tribunal internacional cuyas sentencias fueran obligatorias para los Estados. Para él, esta era la única garantía de un orden mundial basado en la paz, que no podía significar la ausencia absoluta de violencia, un imposible, sino un estado de «relativa paz», imprescindible en todo caso, especialmente para quien había sufrido en su propia carne dos guerras mundiales.

No era Kelsen un pacifista utópico; es más, veía este tipo de pacifismo como un auténtico peligro para la política internacional. El empleo de la violencia no podía quedar en el futuro en manos de sujetos individuales, ya que debía ser trasladado a organizaciones colectivas con competencias para sancionar las infracciones jurídicas. A partir de ahí lleva a este ámbito las técnicas propias de la evolución del derecho interno, un derecho que ha ido avanzando a fuerza de sustituir las débiles estructuras descentralizadas por otras fuertes y centralizadas; es decir, Kelsen apoyaba la instauración de este tribunal en la teoría de la evolución sociohistórica del derecho, que también debe hacerse presente en un ordenamiento como el internacional, no limitado por el concepto de soberanía.

Bajo el impacto de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, cometidos por individuos «que cumplían órdenes», Kelsen siempre creyó que la doctrina de la inmunidad funcional de los órganos del Estado no era sacrosanta, sino que más bien podía ser suprimida, única vía para formular una jurisprudencia que tuviera algún valor. Es evidente que estaba pensando en el fracaso de la Sociedad de Naciones y en la tragedia de la persecución de los crímenes del Holocausto. Y es evidente también que Kelsen está avanzando pasos espectaculares y lo hace sobre la base de rescatar de la historia del derecho ideas elementales: en el orden jurídico primitivo tanto la creación como la aplicación del derecho estaban atribuidas no a organizaciones colectivas, sino a sujetos individuales de ese orden jurídico. El progreso ha consistido precisamente en la sustitución de estos por aquellas. Pues bien, esto, que se ve claro en el ámbito del derecho interno, ha de darse también en el orden internacional. En este no es el individuo el objeto de consideración, sino el Estado en su conjunto como colectivo. La dirección correcta destinada a centralizar la aplicación del derecho es la creación de una instancia judicial, un órgano decisor, independiente de los partidos. Un juez que decida conforme a normas concretas legales (tratados) o de derecho consuetudinario internacional y que, una vez constata la existencia de una infracción jurídica, ordena sin más su ejecución, que (esta sí) debe quedar descentralizada (al menos en la fase inicial de esta evolución). Es decir, que para Kelsen la aparición de esta instancia jurisdiccional marca el tránsito de un orden primitivo y descentralizado a un orden centralizado y progresivo.

De acuerdo con este modelo y como derecho primitivo que aún es, como el embrión, el derecho internacional debe ir recorriendo las distintas etapas de la evolución del derecho nacional. Para hacer estas afirmaciones, Kelsen trata de destruir dogmas que para él resultan inaceptables, entre ellos el de la «no justiciabilidad de las querellas políticas». Kelsen, por el contrario, quiere instaurar la «soberanía del derecho» en las relaciones internacionales. Por eso no es posible que el juez rechace un caso con el argumento de que se trata de una disputa exclusivamente política. La vieja tesis de la existencia de asuntos de alta política o de honor nacional o la idea también según la cual los conflictos internacionales son en la mayor parte de los casos de carácter económico o social y por ello no pueden quedar subsumidos en reglas jurídicas, quedan abatidas por el tiro firme de la argumentación de Kelsen: en la medida en que existe un orden jurídico, cualquier acción social, cualquier comportamiento político o económico, puede quedar sometido al juicio de un ordenamiento jurídico.

Se comprenderá que todo ello encaja en la teoría «pura» del Derecho porque la sentencia de un tribunal como el que propone es una norma jurídica de carácter individual en tanto en cuanto concreta una norma del derecho consuetudinario o de un tratado internacional. La concreción del derecho por jueces no es solo el primer paso de un orden jurídico moderno y centralizado, sino que es el más importante cuando ese orden jurídico se ha desarrollado y perfeccionado. De momento se cuenta con un amplio catálogo de tratados y de derecho consuetudinario que, aunque de carácter descentralizado, actúa como material básico para el funcionamiento de una jurisdicción obligatoria.

Un paso más sería la posterior creación de una instancia centralizada de producción jurídica, pero Kelsen descarta la idea de una supuesta codificación del derecho internacional por una especie de Parlamento mundial, ya que a su juicio no se debe sobrevalorar la función del poder legislativo, pues cuando se tiene presente la importancia de los tribunales, se sabe que es posible juzgar sin legislar. Un juicio, el de este órgano de la justicia internacional, que no tiene por qué excluir de sus sentencias los de valor subjetivos o las preferencias políticas, sino que su incorporación a ellas es precisamente el presupuesto indispensable para la necesaria y permanente reforma del derecho, ya que las consideraciones de equidad realizadas por un órgano judicial internacional (entendidas estas en el sentido de una acomodación de la norma abstracta a las circunstancias del caso) son absolutamente inevitables.

TRIBULACIONES AMERICANAS[Subir]

Ciertamente no lo tuvo fácil el profesor en los Estados Unidos. El matrimonio se ha de acomodar a nuevas costumbres; entre otras, a prescindir de hábitos muy comunes en Europa, como por ejemplo el de disponer de servicio doméstico, sustituido por los modernos cachivaches que la técnica iba colocando en el mercado (lavadoras, aspiradoras...). Perfeccionan el inglés, Kelsen se quita el bigote porque alguien le dijo que en ese nuevo mundo era una extravagancia pasada de moda, se instalan inicialmente en Nueva York y pronto empiezan a saber de las dificultades económicas que padecen las universidades. Las invitaciones que él creía le habían sido cursadas se fueron disolviendo como una pompa de jabón. Tuvo por ello claro desde el primer momento, desde el momento que vio el edificio imponente, apabullante, donde se albergaba la Fundación Rockefeller, que era el asidero al que debía agarrarse. Por cierto, que el gran patrón de la casa —cuenta Olechowski— había encargado al pintor Diego Rivera un gran cuadro, pero como quiera que a este se le ocurrió incorporar en él a Lenin y las manos enlazadas de unos trabajadores de color, Rockefeller lo pagó pero pronto metió la obra del ingenioso Rivera en un desván y al cabo la destruyó.

Con financiación en parte de la Fundación, empezó a enseñar en la Universidad de Harvard. El matrimonio se aposentó en Cambridge, en una vivienda cercana a la biblioteca de la ciudad, todo con carácter provisional porque su contratación como profesor invitado tenía una caducidad de un año. Pronto, empero, la pareja trabó contactos con algunos emigrantes conocidos y sobre todo con el antiguo doctorando de Kelsen Leo Gross, que allí había alcanzado en una institución universitaria la condición de catedrático. Gross prestará una gran ayuda a su maestro.

De allí han de trasladarse a Chicago, donde están dispuestos a contratarle —siempre con la ayuda de la Fundación— para explicar Teoría Política. Con muchas clases y en inglés, lo que preocupa a un Kelsen todavía no familiarizado con la lengua. Si esta no era poca complicación, surge otra: la aparición de una serie de escritos que critican agriamente la teoría pura. Kelsen se defiende, pero el incidente inquieta al presidente de la Universidad, que decide enterarse con más precisión acerca de quién era el austriaco. Un politólogo católico alemán no duda en afirmar —en escrito que llega al citado presidente— que «Kelsen es el representante de una mentalidad responsable de la destrucción de la civilización europea y del triunfo de religiones políticas primitivas». El presidente, un pedagogo que sostenía que el derecho, la moral, la ética y la política debían servir a la bondad, no quiso saber más de aquel emigrado. En Chicago no tenía nada que hacer.

En ese momento, Harvard de nuevo se interesa por sus servicios, de manera que en junio de 1941 tiene un puesto por un año para explicar Sociología Jurídica. Pierde dinero, pero consigue unas clases en el Wellesley College, una institución docente para mujeres de gran prestigio, donde se encarga del Derecho Internacional.

Pero lo que quiere Kelsen es afianzar su situación en Harvard, lo que no consigue. Hay quien compasivamente le dice que «puede usted alegrarse de no estar en un campo de concentración». Todo lo más que obtiene es una subvención para sobrevivir. En Harvard no hay acogida, lo que a Kelsen le duele profundamente porque esa universidad le había hecho doctor honoris causa. Como dice Olechowski, «Kelsen tuvo que enterarse de que la concesión de esa distinción académica observaba reglas muy distintas de las que regían para la obtención de una plaza estable de profesor». Lo que constata dolorosamente cuando Chicago también le hace doctor honoris causa (septiembre de 1941), la tercera borla doctoral que lucía su cabeza si se une a los dos citadas la de la Universidad de Utrecht. En ninguna de esas generosas instituciones hubo sitio para Kelsen.

Estados Unidos ha entrado en la guerra europea después del ataque japonés de Pearl Harbor y se acercan las Navidades. Estamos en los amenes del año 1941. Kelsen recibe una carta desde California: un antiguo alumno suyo de Viena le anuncia la existencia de un puesto en el Departamento de Ciencia política en el campus de Berkeley. California está muy lejos, pero la noticia altera el ritmo del pulso del profesor y de su esposa. Berkeley no gozaba en esos momentos de la fama actual, pero era un centro universitario más que apreciable.

El Departamento de Ciencia política —nos explica minuciosamente Olechowski— no es un instituto «de ciencias políticas» al modo europeo porque acoge disciplinas que van más allá de ellas y, en todo caso, en sus aulas se enseñaban algunas de las cuestiones de las que Kelsen se había ocupado por escrito. En la Facultad de Leyes o Facultad de Derecho el encaje de Kelsen resultaba más problemático porque en ella se formaban abogados para actuar ante los tribunales. Cuando Kelsen se presenta a un concurso abierto, desde Harvard se informa a la autoridad académica de Berkeley que ha de resolverlo: «Kelsen no es, visto desde la perspectiva americana, un jurista, sino filósofo y sociólogo. Puede desempeñar un papel importante enseñando Teoría Política o Derecho Internacional o las dos materias […] a mí no me interesa su teoría jurídica porque ignora o minimiza algo que para mí es central, a saber, todo el problema de la decisión del juez».

Se concreta la oferta por ello en que el profesor austriaco se haga cargo de las clases de Derecho Internacional, de elementos de jurisprudencia (donde explicaría su teoría pura, preparando la que sería la segunda edición de su libro) y del origen de las instituciones legales (propiedad, matrimonio, Gobierno, una mezcla de historia, derecho, antropolgía...). Kelsen acepta, aunque sigue sorprendido de que no se le acoja directamente en una facultad de Derecho. Correosas fueron las negociaciones a dos bandas; de un lado, con las autoridades académicas de California; de otro, con las de la Fundación Rockefeller, que había de hacerse cargo de una parte de su salario. Más de una noche no dormiría el matrimonio Kelsen a la espera de las decisiones que ambas estuvieran madurando. Pero, como se dice en alemán, Ende gut, alles gut, en junio llega la noticia al domicilio de los Kelsen de que cuenta con un contrato desde el 1 de julio de 1942 hasta el 30 de junio de 1943 como profesor visitante de Ciencia Política en Berkeley.

El matrimonio queda impresionado por la belleza del paisaje: «Nunca he visto un lugar tan bonito», le escribe Kelsen a su discípulo Alfred Verdross. Sabe que su situación es precaria, pero toma la determinación de hacer todo lo que esté en su mano para no abandonar California. Tan a gusto se encuentra allí. Pero las fechas apremian y como no ve las cosas claras se mueve para conseguir una beca de investigación o un puesto político en Washington desempolvando su experiencia como asesor del Ministerio de la Guerra en Viena y, después, del Gobierno republicano a la finalización del conflicto.

Paralelamente, en la Fundación Rockefeller se debate el «caso Kelsen» para llegar a la conclusión de que se trata de un intelectual de gran calidad al que es preciso ayudar más decididamente. Y así se fragua no solo una subvención importante, sino también su segundo contrato en Berkeley, ahora como lector, que completaría sus explicaciones en una escuela militar donde enseñaría historia alemana.

Mientras tanto, en aquel continente se empezaron a enterar de quién era Kelsen en Europa, una de las cabezas más respetadas del pensamiento jurídico, fundador de una escuela que lleva su nombre, un personaje «que se puede comparar con un premio Nobel». Además es, a juicio de sus alumnos, un gran docente y, a juicio de sus compañeros, un gentleman. El resultado es que en junio de 1945 Kelsen puede celebrar con su familia haber sido nombrado full professor, encargado siempre de las mismas materias. Sus agobiantes preocupaciones laborales habían acabado. Tendría tiempo para viajar a Sudamérica como conferenciante y todavía recibiría una invitación para enseñar en el semestre de otoño 1950-‍1951 en Harvard. Su pena era que, entre sus alumnos, era muy difícil encontrar alguno que se interesara por especializarse en teoría jurídica o del derecho internacional, lo que se debía a que en el Departamento de Ciencia Política lo que él explicaba eran asignaturas secundarias. El hecho es que ni en Harvard ni en Berkeley dirigió nunca una tesis doctoral.

VIAJERO Y CONFERENCIANTE[Subir]

Acabo de citar el viaje a Sudamérica. Procede contemplar ahora al Kelsen viajero una vez el mundo se ha (más o menos) pacificado. El desplazamiento a Sudamérica —de 1949— incluye la estancia en Buenos Aires, de la que procede la foto en la que Kelsen aparece sentado en un sofá y tiene a su derecha a Carlos Cossío. Ya jubilado, en 1952-‍1953, Kelsen acude a Ginebra, a Alpbach, donde participa en un congreso en el que estaban presentes Popper y Adorno; a Viena, donde habla sobre la justicia (el anexo de la segunda parte de su teoría pura); a Graz; a Brujas (en esta ciudad se cuenta una anécdota según la cual su anfitrión, el jurista italiano Gaetano Arangio-Ruiz, quiso involucrarle, paseando por un parque, en un debate acerca de la teoría pura, momento en que Kelsen le cortó para decirle que los puntos débiles de su teoría los conocía solo él…; en otra ocasión confesó que se le pasaba de vez en cuando por la cabeza escribir una crítica de su teoría y publicarla con seudónimo). De Brujas pasó a Copenhague y Helsinki y después a Zurich. Casi siempre la conferencia era la citada acerca de la justicia.

Y a Colonia. No para conferenciar, sino para resolver los problemas económicos derivados de la aplicación de una ley aprobada por el Parlamento alemán destinada a indemnizar a los funcionarios que habían sido perseguidos por el régimen nazi. En La Haya le vemos dictando una lección en los cursos de verano de la Académie de Droit International. Aprovechó para salir al paso de las críticas que, a partir de 1945, se desataron contra su teoría pura, subrayando las exigencias de la moral en la aplicación del derecho. El 1 de septiembre de 1954 estaba de vuelta en Nueva York.

Al trajín de barcos y aviones vuelve entre 1955 y 1959: Ginebra de nuevo, St. Moritz (de vacaciones), Colonia, Ginebra para enseñar en el Instituto Internacional de Altos Estudios Internacionales, Atenas, Roma, París (donde se relaciona con Norberto Bobbio, defensor cualificado en Italia de su teoría pura), Amsterdam y Lovaina (ya en 1959).

El 5 de julio de 1960 la conferencia la pronuncia en Maguncia. Allí un estudiante le preguntó en el coloquio «si su positivismo no podía conducir de nuevo a una dictadura». Kelsen le respondió que «si vuelve una dictadura no va a depender de ninguna teoría jurídica, sea o no positivista, sino de la actitud de defensa frente a ella que tomen los jóvenes de su generación».

Mayo de 1962. De nuevo está Kelsen en Austria. Interviene en una magna concentración de jueces y fiscales que tiene lugar en una localidad de los Alpes. De allí a Viena y Salzburgo donde, en un ambiente de iusnaturalistas, habló sobre el derecho natural, cuyo fundamento está en la creencia en una divinidad justa, y como él este presupuesto no puede aceptarlo, tampoco puede aceptar su consecuencia, es decir, la existencia de un derecho eterno e invariable… «Discutir sobre la verdad de esta creencia no tiene salida». Hay que decir que Kelsen rechazó en varios escritos la acusación que se le había formulado de ser ateo y añadía que su hermano pertenecía a la Tercera Orden Franciscana y él mismo no dudaba a la hora de calificar a Cristo como un santo para expresar «mi profunda veneración por el fundador de la religión cristiana».

Todavía en mayo de 1965 volvió a Viena con el objeto de celebrar el 600 aniversario de la Universidad, enfrentada en ese momento al recuerdo de la oscura época nazi. Varios académicos fueron nombrados doctores honoris causa, entre ellos Ernst Forsthoff, que había sido catedrático en su Facultad de Derecho. Esta decisión desató protestas, pero al final los catedráticos respaldaron el nombramiento y el decano viajó a Heidelberg a entregar el documento honorífico a Forsthoff (de los incidentes doy cuenta en mi libro Carl Schmitt y Ernst Forsthoff: coincidencia y confidencias, Marcial Pons, 2008).

A mediados de ese mes, Kelsen toma el avión hacia los Estados Unidos, vía Ginebra, siendo esta la última vez que pisó tierra europea.

UN REPARO AL TRABAJO DE OLECHOWSKI[Subir]

Como avancé al principio, poco debe de quedar por decir acerca de la asendereada andadura vital del profesor Kelsen. El libro de Olechowski es una muestra de precisión artesana y también de agilidad narrativa.

¿Qué echo de menos en esta obra? Precisamente por su rigor, echo de menos lo que paso a explicar. Como el autor nos dice, la teoría pura fue rápidamente traducida a muchos idiomas. Por eso, por el enorme éxito que nada más conocerse tuvo, se impone la pregunta: ¿qué ha sido de ella en Francia, en Finlandia, en Japón...? ¿Y en los Estados Unidos, donde el recuerdo de Kelsen es personal y cercano? ¿Está viva la pureza? ¿Cuenta con seguidores y nuevos estudiosos? A estas cuestiones debió dedicar Olechowski un espacio específico porque las respuestas, sin duda, tienen valor en el contexto de una biografía como la suya, tan valiosa.

Con todo, algunas pistas sí resume bien el autor. Vamos a verlas. La tesis tan difundida según la cual Kelsen tuvo escaso reconocimiento en los Estados Unidos, la refuta Olechowsky citando sus doctorados honoris causa en Harvard, Chicago, Berkeley y Nueva York, así como su condición de miembro de honor de diversas sociedades dedicadas al derecho internacional. Reconoce, sin embargo, que no consiguió apadrinar ningún trabajo de habilitación para la docencia ni ninguna tesis doctoral. Tuvo que asumir, además, que su teoría pura no gozara de eco.

Sin embargo, en los países latinoamericanos Kelsen fue siempre admirado y su presencia deseada y celebrada (cuando se produjo).

En Europa, y en especial en Alemania, la distancia con Kelsen después de 1945 se hizo, por parte de la doctrina, evidente. Esta actitud venía de antiguo, de sus discusiones con los profesores de Weimar, especialmente con Smend y Schmitt. Tras la guerra, Kelsen contribuyó a echar leña al fuego cuando se preguntó ¿qué había pasado con el Estado alemán que venía de Bismarck, aunque zarandeado por Hitler? ¿Había desaparecido como consecuencia del descalabro bélico? ¿Cómo explicaba el clásico derecho internacional público esta circunstancia histórica tan peculiar?

Aunque parezca extraño, en medio de la gran hecatombe hubo tiempo para abordar estas sutilezas en congresos convocados al efecto. Viejas plumas recuperan su fuerza. Hans Kelsen se quedó solo defendiendo la extinción del Reich como sujeto jurídico, tesis que fue la oficial en la zona de dominación soviética. La mayor parte de los autores occidentales se decantaron, sin embargo, por defender su supervivencia —su continuidad— y explicaron que muchas de sus instituciones podían darse no por muertas, sino por paralizadas pues el Estado subsistía y se dotaría —cuando pudiera— de una nueva Constitución. Esta tesis tenía muchas ventajas políticas y servía para fundar las aspiraciones alemanas a tomar parte en organizaciones o conferencias internacionales, también como mecanismo de defensa frente a las fuerzas ocupantes o frente a las amenazas de pérdidas territoriales (en el Sarre, en la cuenca del Ruhr, en el este). La idea de la continuidad representaba en cierta manera la esperanza, el sueño de volver a levantar cabeza en el concierto internacional con apoyo en un andamiaje jurídico presentable y argumentado con destreza, y así fue entendido por quienes participarían en la elaboración de la Ley Fundamental. Günter Dürig, quien enseñaría en Tübingen, lo resumió diciendo que «el hecho de que se hayan producido concretas disminuciones del contenido esencial del poder del Estado no lleva sin más a la puesta en cuestión del Estado mismo».

Kelsen se quedó en una posición poco airosa.

Pero sigamos con la Alemania federal. Frieder Günther, en su original libro Denken vom Staat her. Die bundesdeutsche Staatsrechtslehre zwischen Dezision und Integration 1949-‍1970 (München, 2004), propone distinguir entre las escuelas de Carl Schmitt y Rudolf Smend para agrupar a muchos de los estudiosos de estas generaciones posteriores a la guerra. Smend lo hacía desde el mundo universitario oficial y con un prestigio personal intacto; Schmitt, moralmente arruinado, desde la pequeña localidad de Plettenberg (el San Casciano de Maquiavelo), convertida en lugar de peregrinaje, en templo para iniciados. Schmitt como sacerdote de un culto mítico que era capaz de transmitir la gracia.

Su escuela se va formando poco a poco y llega a alcanzar círculos intelectuales muy alejados de su pensamiento, hasta llegarse a hablar de una derecha y una izquierda schmittianas. Junto al núcleo de la primera generación, en la que Forsthoff es la figura central, pronto se formará la segunda, en la que ya hay nombres como los de Joseph H. Kaiser y Ernst-Wolfgang Böckenförde (a partir de los años ochenta, juez constitucional), entre otros.

Tienen el comportamiento del grupo que ha de afirmarse frente a un medio que, en principio, es hostil porque Schmitt, lo mismo que devociones arrebatadas generaba odios religiosos. Se protegen entre ellos, se recensionan laudatoriamente, se leen y corrigen mutuamente los escritos, se apoyan en doctorados, puestos de asistentes, habilitaciones y cátedras, se reúnen en seminarios y también diseñan piadosamente los ataques verbales y de pluma contra sus adversarios. En general están contra todo lo que se mueve en la naciente República Federal.

Ahora bien, esta actitud negativa de los primeros discípulos de Schmitt y los recuerdos del conservadurismo años veinte se van suavizando con el tiempo, cuando encuentran de nuevo acomodo académico y cuando les empiezan a llover los encargos profesionales, los dictámenes y otras sinecuras. Forsthoff es un ejemplo de lo que digo y Maunz un auténtico acróbata (escribiendo para los nuevos nazis y propiciando el gran comentario a la Ley Fundamental).

La segunda generación es, pues, fiel al maestro, pero sabe hacer equilibrios para prosperar en sus carreras profesorales y a fe que lo consiguen. Una capacidad de acomodación más visible aún en los discípulos de la tercera generación, que ya no tienen ninguna relación personal con el exiliado de Plettenberg.

Böckenförde crearía —a principios de los sesenta— una nueva revista, Der Staat, en clara competición con el viejo Archiv des öffentlichen Rechts, una criatura de Laband bautizada a finales del siglo xix. Representa un intento de romper las barreras rígidas entre schmittianos y smendianos, un objetivo que, más que por la revista, se lograría gracias a la acción del tiempo y de los años que se iban echando encima los protagonistas.

Capital fue la posición del grupo contra la comprensión de los derechos fundamentales como un orden objetivo de valores puesta en circulación por el nuevo Tribunal Constitucional. Forsthoff será una vez más el gran debelador.

Por su parte, Rudolf Smend fue, como personaje, bien distinto a Carl Schmitt. Y esa personalidad más suave, menos hiriente y agresiva, más componedora, se refleja en sus discípulos y en los debates que protagonizaron. Se amigan con los colegas suizos, aceptan la influencia de los Estados Unidos, una fuente de renovación del pensamiento político y jurídico que fue enriquecedora para los juristas alemanes (Karl Loewenstein, por ejemplo).

Los smendistas cultivaron las mismas prácticas que sus oponentes schmittianos; es decir, la de alabarse mutuamente, subrayar sus hallazgos bibliográficos, celebrar sus ocurrencias como sensacionales descubrimientos en las sesiones de la Vereinigung, etc. Lo mismo respecto del patrocinio de tesis doctorales o trabajos de habilitación, intrigas en las cátedras y demás componentes consustanciales al comportamiento humano y sus perversidades naturales.

Smend insiste en la «integración» que tanto irritaba a Kelsen. La «integración» smendiana es ahora integración con y a través de la Constitución para asegurar la unidad permanente del Estado. Porque, como lazo de unión de la sociedad alemana, ya no podía ser utilizada la imagen de un Estado por la razón de que se había dividido en dos, sino el texto de la Ley Fundamental, que era donde se encontraba el fundamento de la vida en común. Es, entre las preocupaciones de aquellos estudiosos, donde se fraguan ideas que han tenido mucha circulación en Alemania —y en España—, como es el caso de la «unidad de la Constitución» que propicia una interpretación según la cual los preceptos constitucionales no pueden ser contemplados de manera aislada, sino en el contexto de la Constitución. Estamos ante el principio de «interpretación armónica» que lleva a evitar la colisión entre los diversos bienes que la Constitución protege.

En Göttingen aterrizó Gerhard Leibholz —discípulo de Triepel—, a quien Smend ayudó tras la guerra. Leibholz era conocido por su tesis doctoral sobre la igualdad ante la ley (Die Gleichheit vor dem Gesetz, 1925, una segunda edición es de 1959), donde defendía —invocando la jurisprudencia americana— la vinculación del legislador al principio de igualdad o, dicho de otro modo, la prohibición expresa de la arbitrariedad por parte de este, siendo desde entonces obligado recurrir a este texto para quien se adentre en este territorio. Como magistrado de Karlsruhe tuvo un papel estelar.

Con estas sucintas explicaciones quiero llegar a la conclusión de que Kelsen, en este escenario, no tenía nada que hacer y poco que decir. De ahí su ausencia en tantas y tantas ocasiones importantes en la Alemania federal y en las reuniones de la Vereinigung, donde tan activo había sido.

Otra cosa ocurrió en Austria donde fue colmado de invitaciones y honores, aunque no se le llegó a hacer una propuesta en firme para que volviera a Viena. Pero era el «arquitecto» de la Constitución y esta circunstancia cotizaba mucho. Su presencia en aquel territorio fue constante, como hemos visto. Queda sin embargo en pie la pregunta del eco de su teoría pura entre los juristas de las nuevas generaciones.

El otro país acerca del cual me puedo pronunciar es el nuestro, España.

Entre nosotros goza de singular admiración, especialmente entre los filósofos del derecho. Se destaca en él, y es justo que así sea, su extraordinaria originalidad y brillantez expositiva; también la sutil precisión de su pluma.

A ello hay que añadir otras circunstancias anudadas a nuestras concretas circunstancias históricas. Y así su antiusnaturalismo le granjeó las mejores simpatías en la época en la que las cátedras de Filosofía y Derecho Natural estaban dominadas por iusnaturalistas instalados en el franquismo. Si a ello se añade su apuesta clara por la democracia, la persecución que sufrió por parte del régimen hitleriano y de los curas católicos, su exilio de Austria y de Alemania, todo ello compone un cuadro más que apropiado para que se le haya venerado como numen.

Pero andando el tiempo, ya recuperada la democracia, ocurrió que también recobró plena vigencia al ser utilizado como munición, ahora contra la generación de catedráticos de Derecho Político que se habían ocupado de cuestiones no estrictamente jurídicas (con razón porque el franquismo carecía de peana constitucional). Es la época del descubrimiento del derecho constitucional y la época en la que los profesores del ramo cambian de nombre a la asignatura, en una palabra, época de rebelión de los estudiosos jóvenes contra los estudiosos maduros o mayores. Pues bien, ahí estuvo también Kelsen y su teoría pura del derecho para lanzarla, con regocijo y sin miramientos, a la cara ya rugosa de los seniores que se acercaban a la jubilación. Este movimiento, como cualquier iconoclasia medida, trajo frutos positivos (toda gran obra de la cultura se construye sobre la burla de la precedente) y ahí están para testimoniarlo los admirables trabajos que en estos años los profesores han confeccionado. Todos ellos nos han permitido observar las entrañas del texto constitucional, vivas, palpitantes, sometidas al bisturí jurídico sabiamente manejado.

Pero, como toda obra humana, este beneficio ha proyectado también sus sombras porque es el caso que esa defensa de lo jurídico a ultranza se ha tejido con el hilo del desprecio a disciplinas tan honrosas como pueden ser, entre otras, la teoría del Estado o la historia constitucional, de forma que hoy en muchas facultades a un chico se le explica en octubre del primer curso los misterios del texto constitucional, pero nadie le ha desvelado los de esa realidad de gran bulto que es el Estado. No trato con ello de terciar a deshora en una polémica añosa, pero sí de advertir que, en mi modesta opinión, toda esa reivindicación a ultranza y sin matices de lo jurídico tuvo un punto de autosuficiencia, la propia del científico que cree haber puesto la verdad del método a su nombre en su propia cuenta corriente.

Y ya basta porque no quiero desanimar a la lectura del libro del profesor Thomas Olechowski ni tampoco a un posible editor que propicie su traducción al español.

ANÉCDOTAS PARA LA DISTENSIÓN[Subir]

Únicamente, para terminar y para distendernos tras tanta sesuda reflexión, contaré dos anécdotas curiosas.

En 1954, con ocasión de la festividad anudada al 700 aniversario de la Universidad de Salamanca, Kelsen fue nombrado doctor honoris causa en el marco de varios doctorados concedidos a otras personalidades relevantes. La singularidad es que uno de ellos había sido atribuido ya hacía años al general Francisco Franco, pero no se había procedido a la investidura formal, que había de tener lugar ahora en una ceremonia especial con el dictador revestido con los colores de la Facultad de Derecho. Kelsen, que está al tanto de la coincidencia, no en la ceremonia, pero sí en los agasajos académicos, se resiste a aceptar. Al final, en el último momento, lo hace pero renuncia a viajar a Salamanca.

Pasa el tiempo y Kelsen ha de actuar como ponente en una sesión del Instituto de Derecho Internacional que tuvo lugar en Granada en abril de 1956. Allí se interesa, cerca de una autoridad salmantina, por su título acreditativo que no pudo recoger en Salamanca. Le asegura que puede contar con él sin más que proporcionar la dirección postal adecuada. Pero lo cierto es que, como ha averiguado Olechowski, ese título no debió de ser enviado porque él no ha podido verlo en los archivos que ha manejado para su libro. ¿Se le envió efectivamente? ¿Por qué ese interés de Kelsen por el justificante de su doctorado? Puede ser que esté en relación, como se ha aventurado, con el hecho de que Kelsen, por aquellos años, había sido vigilado por los comités anticomunistas americanos y quería dejar constancia, ante una posible molestia, de haber sido distinguido en la España de Franco. Lo cierto es que, como me ha confirmado el actual rector de la Universidad de Salamanca, doctor Ricardo Rivero, su retrato cuelga en el Rectorado entre los doctores honoris causa de esa universidad.

La otra anécdota tiene lugar en Los Ángeles, en casa del propio Kelsen. Le visita un antiguo alumno suyo de Colonia (von der Heydte) que era a la sazón catedrático en Würzburg. De viaje por los Estados Unidos quiere saludar a su antiguo profesor, quien le recibe en su magnífica vivienda.

Hablábamos —refiere el visitante— en su terraza abierta a un paisaje maravilloso en un día excepcional con la bahía dorada […] en un momento determinado Kelsen me interrumpe para decir: Heydte, ahora usted y yo nos vamos a poner de pie, vamos a levantar el brazo y hacer el saludo alemán gritando bien alto «Heil Hitler». Yo creí que Kelsen se había vuelto loco, pero en seguida aclaró su actitud: «¿Cree usted que nosotros hubiéramos podido coincidir ante este tan bello panorama y hablar de tantas cosas interesantes si Hitler no me hubiera expulsado de Alemania?».

KELSEN ENTRE DOS LABERINTOS[Subir]

Kelsen fue un caballero. Víctima de uno de los más lóbregos laberintos de la historia, vivió entre la angustia a la que le sometieron sus adversarios y la generosidad que recibió de las personas que le ayudaron.

Queda en la jurispericia y en el laberinto de la eternidad como un ciudadano honrado y el profesor íntegro y cabal.