I. La nueva obra de la profesora Burgorgue-Larsen que reseñamos acomete un profundo análisis sobre la creación, el funcionamiento y la proyección de los tres tribunales regionales de derechos humanos que tienen sus sedes en Estrasburgo (Tribunal Europeo de Derechos Humanos), San José de Costa Rica (Corte Interamericana de Derechos Humanos) y Arusha (Corte Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos). En este sentido, más allá de la distancia geográfica y de los incontestables elementos de orden político, jurídico y sociológico que separan a las tres jurisdicciones, la autora somete a un meticuloso escrutinio y extrae unos indiscutibles elementos comunes susceptibles de una fructífera retroalimentación. De tal suerte, el libro sistematiza una especie de jus commune intercontinental como expresión de un regionalismo compartido que, a su vez, se inserta en el marco más general del universalismo; no es azaroso que los tratados básicos de las tres Cortes regionales (el Convenio Europeo de 1950, la Convención Americana de 1969 y la Carta Africana de 1981) tengan su fuente de inspiración en la Declaración Universal de 1948.
Desde esta perspectiva, Laurence Burgorgue-Larsen nos ofrece una contribución fundamental que consolida su excelente bagaje como una de las máximas expertas del Derecho Internacional Comparado de los Derechos Humanos, abarcando el más amplio espectro de subsistemas regionales que se encuadran en el sistema global de derechos humanos. En efecto, si en sus libros precedentes nos ha transmitido un fino análisis de los diversos componentes del sistema europeo (en especial, tanto el Convenio Europeo de Derechos Humanos como la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea) o de las sinergias de este con el sistema interamericano, en esta ocasión introduce en el discurso las dinámicas convergentes en las que participa igualmente el sistema africano. Semejantes dinámicas las cifra en una serie de factores que las tres Cortes regionales deben asegurar de manera permanente, a saber: de entrada, convencer a los Estados para que acepten su existencia y las líneas principales de su jurisprudencia; a continuación, incitarles para que transformen sus respectivos sistemas nacionales, adoptándose a las obligaciones internacionales que se desprenden de dicha jurisprudencia y, correlativamente, queden disuadidos de toda tentativa de debilitar ese ejercicio jurisdiccional regional; y, en fin, forjar un equilibrio entre la «salvaguardia» y el «desarrollo» de los derechos y libertades, poniendo el punto de mira tanto en la reparación de los perjuicios sufridos por las víctimas como en los principios fundadores de su jurisdicción.
II. Con tales parámetros, el libro se encabeza por unas reflexiones previas sobre la singularidad de la justicia de los derechos humanos, acompañadas por un capítulo preliminar referente a los hitos de la creación de los tres sistemas y Cortes regionales objetos de estudio. Más tarde, la parte central se compone de tres grandes títulos (cada uno compuesto por dos capítulos) en los que se analizan sucesivamente, siguiendo un hilo conductor lógico, los vectores de la evolución, la interpretación y la aplicación de los derechos humanos en el seno de los tres sistemas regionales examinados (africano, americano y europeo). La parte final incorpora unas observaciones conclusivas sobre el modo en que, teniendo en mente los obstáculos y los logros del pasado y del presente, afrontar los retos del futuro para que la balanza de la justicia de los derechos humanos se decante, no a favor de los poderosos y verdugos sin escrúpulos, sino de las personas y víctimas necesitadas de protección. Y ponen colofón a la obra (pp. 538-581) unos ricos elementos bibliográficos, pertrechados por unos útiles índices de jurisprudencia, de materias (índice temático) y de nombres (relativos a las referencias doctrinales citadas); en particular, vale la pena resaltar que el índice jurisprudencial no viene ilustrado únicamente por las sentencias de las tres Cortes regionales analizadas en detalle (europea, americana y africana) y por las resoluciones de las respectivas Comisión europea de derechos humanos (desaparecida tras la entrada en vigor del Protocolo nº 11 al CEDH), Comisión interamericana de derechos humanos y Comisión africana de derechos humanos y de los pueblos, sino completado asimismo de modo exhaustivo por decisiones significativas de jurisdicciones universales (la primigenia Corte Permanente de Justicia Internacional y la actual Corte Internacional de Justicia), de determinadas jurisdicciones penales (el Tribunal penal internacional para la antigua Yugoslavia, el Tribunal especial para Sierra Leona o las Salas extraordinarias de las jurisdicciones de Camboya), de algunas jurisdicciones de sistemas de integración económica (Corte de Justicia del Caribe, Tribunal de Justicia de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental —CEDEAO— y Tribunal de la Comunidad de Desarrollo de África Austral —conocido como SADC por las siglas en inglés, Southern Africa Devolpment Community—) y de algunas jurisdicciones nacionales de países de África, América y Europa.
III. Así pues, en la parte introductoria, las reflexiones iniciales («Singulière Justice», pp. 13-22) reflejan el enfoque que imbuye transversalmente la totalidad de las páginas, a saber, la manera de conjugar la «Soberanía de los Estados» con la obligación de proteger la «Majestad de los Derechos». A tal efecto, la profesora Burgorgue-Larsen da cuenta en esas páginas preliminares de las aristas convergentes («tan lejos, tan cerca»/«si loin, si proche») de los tres sistemas regionales (africano, americano y europeo) y, de ahí, la pertinencia del método comparado y multidisciplinar. Lo cual, en última instancia, propicia que la visión del «outsider» europeo (análisis de las dinámicas transformadoras esencialmente desde Europa), aparentemente anodina, se vea atenuada y nutrida por el conocimiento de las Américas y de África mediante la participación en conferencias de actores judiciales nacionales e internacionales (en donde, al margen de los naturales recelos, se practica un diálogo judicial constructivo) o el intercambio en el seno de foros críticos en donde otros operadores comprometidos en la defensa de los derechos humanos (abogados pro bono, ONG o universitarios) debaten acerca de los avances y retrocesos de cada sistema regional y los potenciales beneficios de la interacción mutua.
A renglón seguido, el capítulo preliminar («Création», pp. 23-72) nos permite comprender las razones que condujeron a la instauración de los tres sistemas de protección y de sus respectivas Cortes regionales. Con tal orientación, efectúa un repaso de los elementos que han determinado la influencia de la geopolítica y de la diplomacia jurídica tras la Segunda Guerra Mundial. En cuanto a los aspectos geopolíticos, los somete a un análisis basado en un enfoque «reactivo europeo» (poniendo el acento en la lucha contra el comunismo y la influencia de la idea europea promovida desde el federalismo), un enfoque «proactivo latino-americano» (enfatizando la institucionalización del panamericanismo y el predominio norteamericano) y un enfoque africano condicionado por los efectos colaterales de una guerra fría que condujo a magnificar la soberanía de los nuevos Estados independientes diluyendo o pervirtiendo sus responsabilidades. En lo que atañe a la dimensión de la diplomacia jurídica, subraya el papel jugado por dos personalidades que dieron muestras de un genio creativo en Europa (Pierre-Henri Teitgen) y una acérrima defensa ética en África (Kéba MBaye), así como la función desempeñada por instituciones como el Comité Jurídico Interamericano o la Comisión Internacional de Juristas. Personas e instituciones que, como en el caso de René Cassin, nos han transmitido un legado permanente en la promoción y defensa de los derechos humanos.
IV. Seguidamente, la parte central se abre con un título primero (bajo la rúbrica «Évolution») en el que se pretende descifrar los procesos que han conducido a la evolución institucional de los tres sistemas regionales de protección. En esta línea, un primer capítulo (pp. 79-159) dedica una primera sección a la difícil eficacia evolutiva de cada sistema, que se construyó inicialmente sobre «edificios frágiles» en donde los compromisos internacionales se han visto modulados, no solo haciendo frente a regímenes dictatoriales o autocráticos que han denunciado formalmente o desafiado materialmente a la organización regional respectiva (la Grecia de los Coroneles en Europa, el Perú de Fujimori o la más reciente Venezuela de Chávez en América, o el Ruanda de Kagamé en África), sino también al reto de un universalismo teóricamente adquirido en Europa y más controvertido en África y América (por la complejidad sistémica africana o el cisma cultural interamericano). Por otra parte, consagra una segunda sección a los «edificios complejos», en la que discierne el tránsito hacia la «era exclusivamente jurisdiccional» en el marco del sistema europeo (con un tribunal único, el TEDH, tras la desaparición de la antigua Comisión Europea de Derechos Humanos en 1998 con la entrada en vigor del Protocolo nº 11 al CEDH) y, diversamente, en los sistemas interamericano y africano las respectivas Comisiones de Derechos Humanos (y de los Pueblos, en el caso de la africana) precedieron (con sedes en Washington y Banjul) al establecimiento de las Cortes de San José y de Arusha y, además, han pervivido merced a su más ambiciosa tarea (no circunscrita a la de filtro procesal de las demandas, sino más ampliamente orientada a la promoción —con mayor o menor activismo, con mayor o menor deferencia—, que se extiende incluso a los Estados miembros de la OEA o de la Unión Africana que todavía no han aceptado la jurisdicción de las Cortes interamericana o africana).
Por su lado, el capítulo segundo (bajo el sugerente enunciado «La legitimidad aleatoria», pp. 161-238) de ese primer título se subdivide asimismo en dos secciones que versan, respectivamente, sobre la opción o selección operada en el catálogo de derechos («le choix des droits») y sobre la selección de los jueces («le choix des juges»). Así pues, la legitimidad normativa de las tablas de derechos se ha plasmado en el reconocimiento asimétrico de derechos, priorizándose inicialmente los derechos cívico-políticos en detrimento de los socio-económicos en los sistemas europeo e interamericano y, con enfoque diverso, acometiéndose un enfoque generacional más exhaustivo en el sistema africano. En todo caso, la autora pone de manifiesto una variedad de vectores que se bifurcan en una dualidad de instrumentos normativos (bien protocolos de modificación o enmienda de los tratados de base —Convenio Europeo de 1950, Convención Americana de 1969 y Carta Africana de 1981—, bien Convenios sectoriales especializados con interesantes particularidades procedimentales que complementan los catálogos convencionales originales) y, por tal motivo, se adentra en el alcance «a geometría variable» de dichos vectores con objeto de verificar el impacto de una Europa de los derechos «a la carta» (y, mutatis mutandis, en las Américas y en África). En la estela de esa cartografía, la profesora Burgorgue-Larsen analiza, por un lado, las orientaciones de la profundización normativa en el terreno de los derechos económicos sociales y culturales (sobre todo, los desarrollos específicos en el sistema europeo a través de la Carta Social y en el sistema interamericano mediante el Protocolo de San Salvador) y, por otro lado, esas mismas orientaciones en materia de género (destacando el «vanguardismo latinoamericano» expresado en la Convención de Belém do Pará en 1994 u otras iniciativas promovidas por la Comi- sión Interamericana como su Relatoría especial sobre los derechos de la mujer, o la «ambición africana» impulsada por el Protocolo de Maputo en 2003 con el sostén de la Comisión Africana y una ONG continental como Women in Law and Development in Africa, habiendo quedado más rezagado el instrumento europeo equivalente, esto es, el Convenio de Estambul de 2011 —recientemente caído en desgracia tras el anuncio realizado por Turquía de denunciar y retirarse de dicho tratado mediante Decreto de 20 de marzo de 2021 dictado por el Gobierno actual de Erdogan—).
Por su parte, la sección dedicada a la que podríamos denominar legitimación de ejercicio de la función jurisdiccional, es enfocada en el libro bajo el prisma de los complejos procedimientos de selección nacional y posterior elección a escala regional de los jueces y juezas internacionales. En ese escenario, se constata que dichos procedimientos, en los tres sistemas regionales examinados, quedan lejos de merecer una catalogación de transparentes o incontrovertidos para que el recorrido selectivo y electivo dote de efectividad a los imperativos de competencia e independencia de la función jurisdiccional. Así las cosas, la autora somete a crítica la permanencia del poder discrecional de los Estados al seleccionar (a menudo, de manera harto opaca) a sus candidatos nacionales, dada la flexible interpretación a que se presta la aparente «ortodoxia de las cualidades» requeridas y el propio procedimiento nacional de selección, siendo igualmente bastante aleatoria la transparencia del proceso de selección a nivel regional (y esto pese a la creciente internacionalización del control de las candidaturas —por ejemplo, con cierto activismo de la Asamblea Parlamentaria en el caso del Consejo de Europa—, o incluso un análogo control activo por parte de la sociedad civil —en los sistemas interamericano y africano—). Lo cual conduce a una ponderación de la «representatividad de los jueces» de las tres Cortes regionales en términos de repartición geográfica equitativa (en el caso de la composición restringida de las Cortes africana e interamericana, dado que en la europea hay un número de jueces equivalente al de Estados partes en el CEDH), del perfil profesional (más o menos académico, más o menos práctico) o de una exigencia de paridad no siempre equilibrada desde la perspectiva de género.
V. El título segundo de la parte central (rubricado «Interprétation») se ocupa de los métodos de interpretación y las pautas hermenéuticas que han ido aportando solidez a la jurisprudencia de las tres Cortes regionales al dotar de sentido y vitalidad al respectivo texto de referencia (el Convenio Europeo de 1950, el Pacto de San José de Costa Rica de 1969 y la Carta Africana de 1981). Se trata de un bloque particularmente atractivo de la obra; no en vano acostumbro a sostener que la tarea del jurista (y, más aún, en el campo de los derechos humanos) consiste básicamente en tener la habilidad de acceder, interpretar y aplicar el derecho, como técnica vocacional que se manejará con rigor sin, no obstante, perder de vista el fin último de conseguir la justicia (de los derechos humanos) en el respeto inherente a la dignidad de toda persona. Bajo tal ángulo, Laurence Burgorgue-Larsen parte lógicamente de las clásicas controversias generadas entre las diversas escuelas y corrientes exegéticas (la interpretación del derecho «fascina y divide», apunta ella, p. 239) para, sin perder de vista las reglas interpretativas contempladas en la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969, subrayar la relevancia de una reconciliación de enfoques antagonistas. Con ello, los textos convencionales no quedarán petrificados, sino adaptados a las realidades y necesidades cambiantes a través de una tarea prudente de «decir el Derecho» (Juris-prudentia/Juris-dictio) llevada a cabo por las tres Cortes regionales, sin burdo activismo, pero sin dar la espalda a una insoslayable interpretación evolutiva coherente con la concepción de los tratados regionales como «instrumentos vivos».
Con semejante espíritu, es evidente para la autora que las tres Cortes regionales no funcionan en su labor interpretativa como compartimentos estancos, sino que la «descompartimentación» es una realidad, y así lo estudia en el capítulo tercero («L’existence du décloisennement», pp. 247-287). En consecuencia, existe un diálogo judicial internacional, unas sinergias que históricamente han ido incrementándose especialmente entre el TEDH y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Nos hallaríamos ante una especie de «descompartimentación rebelde», tanto europea como interamericana, guiada contundentemente por el principio pro homine o pro personae en el desarrollo de una interpretación evolutiva más incisiva, mientras que constataríamos una «descompartimentación fiel» en el caso de la Comisión y la Corte Africanas de Derechos Humanos y de los Pueblos (más comedidas en cuanto a las «cláusulas de apertura» y, en cierta medida, trasunto de mayor fidelidad hacia la voluntad de los Estados). Sea como fuere, la mayor o menor «descompartimentación» no está exenta de singularidades, que la autora reconduce esencialmente a dos: por una parte, a la selección de las fuentes exteriores, con un enfoque generalmente «holístico» que moviliza el conjunto de instrumentos universales y regionales, no obstando a ello la relación particular (más o menos tensa, con resoluciones judiciales nacionales más o menos «ignoradas» o, en cambio, «respetadas») que mantienen las tres Cortes regionales con las jurisdicciones nacionales (en una dinámica de diálogo judicial vertical, más fluido en Europa y las Américas que en África); y, por otra parte, a los lazos explícitos o implícitos entre interpretación y aplicación, guiados en el caso de las tres jurisdicciones continentales por la apertura a las reseñadas fuentes exteriores.
En cualquier caso, «los efectos de la descompartimentación», tal como se evalúan en el capítulo cuarto (pp. 289-362), no han sido nada desdeñables, haciendo resurgir recelos en el tablero doctrinal con fricciones entre los «clásicos» (que denuncian con su «brújula positivista» un desvío de las reglas interpretativas de la Convención de Viena de 1969 y un uso oportunista de las fuentes exteriores) y los «heterodoxos» (partidarios de la reseñada descompartimentación acudiendo eventualmente a la interpretación evolutiva). En ese ambiente de controversia, con más proximidad a la segunda tendencia, la autora extrae en primer término los efectos positivos de la descompartimentación en clave de optimización de la protección («l’accroissement de la protection», pp. 290-341), a través de una dinámica interpretativa que enriquece los procesos de definición de los textos de los tratados y acentúa las obligaciones estatales con un impacto transformador favorable a la tutela frente a la no discriminación y la vulnerabilidad; correlativamente, alerta sobre el incremento de las contestaciones («l’accroissement des contestations», pp. 341-362) hacia la reiterada descompartimentación, señaladamente por los «insiders» en el seno de las Cortes europea e interamericana y por algunas ONG conservadoras.
VI. Queda completada la parte central con un título tercero («Application») en el que se ponderan las consecuencias, en términos aplicativos, de la acción y eventual activismo ejercido por parte de las jurisdicciones regionales europea, americana y africana. Otra vez, con claridad expositiva, se estructura el discurso en dos grandes capítulos. Concretamente, en el capítulo quinto («Les synergies de l’incitation», pp. 367-438) se resalta el fenómeno de «incitación constitucional» propiciado por las tres Cortes regionales y que se asienta en la funcionalidad de las «pasarelas» susceptibles de facilitar en mayor o menor medida la dialéctica entre «internacionalización» de las Constituciones y «constitucionalización» del derecho internacional; como complemento, sobre revelarse necesaria esa apertura constitucional al derecho internacional de los derechos humanos (esa «humanización» de las Constituciones nacionales), observa la autora que ello es insuficiente si no va acompañado por una «incitación dialógica» en la que descuella el diálogo judicial (con gran relevancia del control de convencionalidad, más apuntalado en el sistema interamericano que en los otros sistemas, merced a la posición avanzada de la Corte de San José de Costa Rica), aderezado por un apreciable diálogo político (fomentado por la «diplomacia cívica» ejercida por las ONG y las instituciones nacionales de defensa de los derechos humanos, así como por la «diplomacia judicial y académica»).
Ahora bien, estos vectores de la incitación pueden catalogarse de sinergias in abstracto si, acto seguido, no se verifican en la concreta asunción de las resoluciones adoptadas por las Cortes regionales (lo cual se analiza en el capítulo sexto, titulado «Les synergies du contrôle», pp. 439-483). Así, en una primera sección se detallan los mecanismos de control intergubernamental desplegados a escala de las propias organizaciones regionales, cuya insuficiencia se ha visto compensada por mecanismos nacionales (analizados en una segunda sección), a veces innovadores (de «ingeniería legislativa» que incluyen el desbloqueo de fondos públicos para afrontar cuestiones estructurales o problemas sistémicos), destinados a coordinar los procesos de ejecución de las sentencias de las jurisdicciones internacionales. Por descontado, las dificultades de supervisión del cumplimiento de esas resoluciones de las instancias judiciales regionales han discurrido en paralelo a la complejidad y heterogeneidad de los tipos de violaciones de derechos humanos y vulnerabilidades democráticas en las Américas, en África y también en el «Viejo Continente». Ante dicha realidad evolutiva, el libro interpela fuertemente a la retroalimentación y enriquecimiento mutuo en dicha materia. A este respecto, se comprueba la interesante evolución de las medidas reparadoras (ya no únicamente las clásicas de índole pecuniaria) ordenadas por el TEDH, pese a no llegar al nivel de «intrusión» en los órdenes jurídicos internos en las Américas y en África, en donde las instancias de los sistemas interamericano y africano han potenciado medidas transformadoras apreciables (incluidas las garantías de no repetición) a nivel constitucional nacional (con más reticencias en unos países que en otros).
VII. Por último, la parte final («Entre le passé et le présent, quel futur?», pp. 485-499) incluye unas reflexiones que, en este caso, no dejan indiferente al lector; al contrario, le incitan a ponderar las dinámicas analizadas tras la inmersión en el pasado creador y la declinación del presente, con objeto de potenciar el futuro de las tres Cortes regionales a través de la conciliación de las singularidades de cada sistema de protección de derechos humanos. O sea, el reto crucial radica en promover una «indispensable vigilancia» y una «necesaria resistencia» para que la «irreductible soberanía» no sea en última instancia una barrera frente a las convergencias de los tres sistemas (y de sus tres Cortes regionales) en pro de la optimización de la dignidad de la persona. El dilema, para la autora, oscila entre decantarse por una justicia «fiel» a la voluntad política de los creadores de los sistemas regionales y que vaya a remolque de unos Estados que pretenden imponer una corriente iliberal y conservadora trocada de una deconstrucción perniciosa de los derechos humanos o, por el contrario, una justicia «rebelde» que siga preservando el acervo jurisprudencial evolutivo y progresista forjado por las tres Cortes regionales estudiadas. Y, por supuesto, la balanza debe decantarse por esta segunda opción.
VIII. Llegados a este punto, la lectura de la obra de Laurence Burgorgue-Larsen nos permite constatar que nos encontramos ante un exponente del derecho internacional comparado de los derechos humanos que se hace eco de las tendencias más recientes de internacionalización del derecho constitucional y correlativa constitucionalización del derecho internacional. Cabalmente, la autora ha procedido metodológicamente a comparar de forma dinámica los mecanismos regionales de garantía de los derechos humanos no solo utilizando las herramientas de la ciencia jurídica, sino acudiendo asimismo a los recursos proporcionados por la historia, la ciencia política y la sociología; todo lo cual da pie para colegir que no cabe dar por sentada, sin más, la justicia de los derechos humanos («la Justice des droits de l’homme ne va pas de soi»). Ese espíritu crítico y constructivo del que hace gala la autora impregna el conjunto de la obra, partiendo del hecho de que pese al extraordinario desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos tras el «momento 45» (a partir de la Segunda Guerra Mundial), la garantía regional nunca ha sido asumida como algo natural por los Estados; y, en tales coordenadas, no puede olvidarse que el nacimiento de las tres Cortes regionales no fue ajeno a experiencias dolorosas, su respectiva evolución ha seguido un orden disperso y, por si fuera poco, su misión protectora se ha visto confrontada a contextos políticos complejos acompañados a menudo de tensos alardes de soberanía estatal.
Por lo demás, las sinergias del control regional y del control constitucional son abordadas en clave de protección internacional y constitucional multinivel no solamente desde el magisterio del que la autora se ha hecho acreedora con la impartición de docencia en los más prestigiosos foros académicos (pudiendo resaltarse, entre ellos, su compromiso con el Instituto Internacional de Derechos Humanos-Fundación René Cassin), sino desde su propia experiencia en la praxis jurisdiccional (por ejemplo, como magistrada y presidenta del Tribunal Constitucional de Andorra). Con estos mimbres, la obra de Laurence Burgorgue-Larsen, publicada en la prestigiosa editorial francesa Pedone, está llamada a erigirse en una referencia de consulta insoslayable para la formación y la práctica de los operadores jurídicos que deseen desenvolverse con habilidad en el espacio de diálogo judicial global y, sobre todo, para estar en condiciones de hacer de los derechos humanos una temática de debate y de combate guiada inexorablemente por el principio pro personae; esto es, para apuntalar sobre bases sólidas la consecución de la justicia de los derechos humanos en el respeto inherente a la dignidad de la persona.