SUMARIO
Suele ser un hecho poco controvertido, casi un lugar común, decir que el Consejo de Europa tiene en el Convenio Europeo de Derechos Humanos uno de sus símbolos de identidad que lo convierte en puntal de referencia para el resto de la comunidad internacional. Los derechos reconocidos en el Tratado que se firmó allá por 1950 en Roma se han revelado, gracias en buena medida a la interpretación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, una genuina garantía del orden público europeo para más de 800 millones de personas. Esa excelencia de la obra del Consejo de Europa, en feliz expresión del profesor Pastor Ridruejo (Pastor Ridruejo, J. A. (2009). Sesenta años del Consejo de Europa. Revista de Derecho Comunitario Europeo, 33, 441-449.Pastor, 2009: 449), ha concretado la trayectoria que va desde la Europa del derecho hasta la Europa de los derechos y a su través ha conseguido levantar un muro democrático que, a día de hoy y mal que nos pese, tiene algunas grietas que el tiempo dirá si son fallas estructurales que lamentaremos no haber reparado antes[2].
El derecho público español, especialmente sus ramas constitucional, administrativa
e internacional, ha prestado una atención creciente a este fenómeno Obras ya clásicas son la de Martín-Retortillo ( Martín-Retortillo Baquer, L. (1998). La Europa de los Derechos Humanos. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
Carrillo Salcedo, J. A. (2003). El Convenio Europeo de Derechos Humanos. Madrid: Tecnos.
Lasagabaster Herrarte, I. (2015). Convenio Europeo de Derechos Humanos: Comentario Sistemático. Cizur Menor: Thomson Reuters-Civitas.
García Roca, J. y Santolaya Machetti, P. (2014). La Europa de los Derechos. El Convenio Europeo de Derechos Humanos. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
El libro escrito por Javier García Roca se integra en esta línea de pensamiento, auténtico
panegírico de las luces y sombras de un sistema que es de todo menos sencillo para
el lego. Quien quiera comprobar si este aserto es exagerado o no solo debe consultar
cualquier base de datos medianamente fiable para ver que la producción científica
del constitucionalista le libra de ulteriores gravámenes para abordar rectamente la
tarea que se propone, que es la que da título al volumen: defender la hipótesis de
que el Convenio se ha convertido en algo muy parecido a una Constitución. O al menos
a algo muy parecido a una parte de la Constitución, señaladamente su parte dogmática.
Es quizá redundante recordar que el sistema convencional debe ser integrado en los
ordenamientos constitucionales, que ni pueden ni deben desconocerlo. Con otras palabras,
el art. 10.2 CE obliga, aunque todavía debatamos a qué obliga Los debates doctrinales su suceden dese hace años en torno a la idea de si el precepto
opera como canon de validez o canon de interpretación. Vid. Saiz ( Saiz Arnaiz, A. (1999). La apertura constitucional al derecho internacional y europeo de los derechos humanos:
el artículo 10.2 de la Constitución española. Madrid: Consejo General del Poder Judicial.
Arzoz Santisteban, X. (2014). La concretización y actualización de los derechos fundamentales. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
Matia Portilla, F. J. (2018a). Los tratados internacionales y el principio democrático. Madrid: Marcial Pons.
Díez-Picazo, L. M.ª (2013). Sistema de derechos fundamentales. Cizur Menor: Thomson Reuters-Aranzadi.
El libro reseñado aquí es un libro decantado en fondo y forma, fruto de una trayectoria
académica aquilatada con muchos trienios. Es un libro de máxima actualidad, porque
estudia cuestiones que afectan jurídica, política y socialmente a España El Convenio entra en vigor en el año 1959 y España lo ratifica en 1979. Para ver
cómo ha evolucionado la relación de nuestro país con las obligaciones convencionales
véanse Matia ( Matia Portilla, F. J. (2020). La interpretación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos
y su repercusión en el ordenamiento constitucional español. Revista de la Facultad de Derecho de México, 277 (2), 629-670.
Matia Portilla, F. J. (2018b). Examen de las sentencias del Tribunal de Estrasburgo
que afectan al España. Teoría y Realidad Constitucional, 42, 273-310.
Díaz Crego, M.ª (2014). La jurisprudencia del Tribunal Europeo de derechos humanos
en torno a España: una historia de acuerdos y desencuentros. En J. García Roca y P. Santolaya
Machetti (coords.). La Europa de los Derechos. El Convenio Europeo de Derechos Humanos (pp. 791-831). Madrid: Centro de Estudios Político y Constitucionales.
Blasco Lozano, I. (2009). España ante el TEDH. En A. Pastor Palomar (coord.). e I.
Escobar Hernández (dir.). Los derechos humanos en la sociedad internacional del siglo
xxi
(pp. 35-47). Madrid: Escuela Diplomática.
El repaso que realiza por los vericuetos convencionales se cifra dentro de los parámetros históricos, que siempre son de la mayor importancia pero especialmente en el marco del Consejo de Europa. Honrando el criterio el autor comienza su análisis en los orígenes y la expansión de la jurisdicción europea. Esa fue una gran novedad en su momento, especialmente a partir del año 1998, donde el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se quedó como único garante del Convenio, una vez desaparecida la Comisión. La necesidad de (re)construir una Europa sobre las cenizas que dejó la II Guerra Mundial basándose en la idea de derechos humanos tenía como consecuencia más o menos lógica (aun siguiendo como sigue el criterio de subsidiariedad) el crecimiento de las demandas individuales y la consiguiente judicialización del espacio público europeo, tanto para bien (el ciudadano de a pie tiene esperanza) como para mal (por la cantidad de asuntos pendientes acumulados, p. 53). Corolario de todo ello fue la implementación del Protocolo 16 y la posibilidad de preguntar preventivamente al Tribunal Europeo de Derechos Humanos conforme a la técnica de las opiniones consultivas, lo que no solo refuerza la subsidiariedad del rol del propio Tribunal sino que dota de un papel activo a los altos tribunales nacionales (p. 61). De ello tenemos un ejemplo ya: el TEDH evacuó su opinión a petición del Consejo de Estado francés en el asunto Mennesson en relación con el reconocimiento en el derecho interno de una relación jurídica paterno-filial entre un niño nacido mediante gestación subrogada en el extranjero y la madre comitente. Esto sucedió en el año 2019 y hasta la fecha no se ha tenido noticia de ninguna otra opinión más.
Será aquí cuando el autor enuncie una de las principales tesis del libro: la constitucionalización
de la jurisdicción convencional, tesis que entiende que tiene mayor predicamento en
ámbitos jurídico-académicos que en círculos político-diplomáticos. Para algunos autores,
la dimensión constitucional se demuestra en el hecho de que el TEDH asume funciones
que van más allá de la resolución de demandas individuales concretas relativas a la
violación de los derechos del Convenio. Para quienes niegan la mayor, las razones
de pensar lo contrario se centran, por un lado, en que el Convenio es una norma que
no es obra del poder constituyente, por lo que no comparte naturaleza jurídica con
una constitución (obra del poder constituyente). Por otro, el TEDH no tiene autoridad
para invalidar la legislación doméstica que ha dado lugar a la condena convencional,
por lo que al no cumplir la función de legislador negativo no satisface la condición
mínima que lleve a poder hablar con propiedad de un Tribunal Constitucional Defiende la primera tesis López ( López Guerra, L. (2018a). La evolución del sistema europeo de protección de derechos
humanos. Teoría y Realidad Constitucional, 42, 111-130. Disponible en: https://doi.org/10.5944/trc.42.2018.23649.
Kuris, E. (2018). On the rule of law and the quality of the law: reflections of the
constitutional-turned-international judge. Teoría y Realidad Constitucional, 42, 131-159. Disponible en: https://doi.org/10.5944/trc.42.2018.23654.
Para García Roca, el mismo Convenio viene a ser una suerte de Constitución, o un instrumento constitucional si se prefiere, que regula un orden público europeo en torno a la idea de derechos individuales. Como el propio autor dirá casi seguidamente, estamos ante una norma que tiene «cuerpo de tratado y alma de Constitución» (p. 77 y ss.). Ese será el núcleo gravitatorio de los siguientes argumentos, que no pecan de ingenuidad ni de falta de realismo. El profesor García Roca tiene muy claro que, en cuanto tratado internacional, la actualización del Convenio mediante el sistema de protocolos —que califica de «tortuoso» (p. 79)— es bastante difícil porque no existe un poder unitario de reforma constitucional ni un legislador, sino un poder de enmienda siempre sometido en última instancia al poder de ratificación multilateral de los Estados miembros.
Una de las construcciones más interesantes del Tribunal de Estrasburgo será la doctrina
de las obligaciones positivas, cuyo origen cifra nuestro jurista en la doctrina de
la jurisdicción contencioso-administrativa sobre responsabilidad administrativa en
Francia, implementada de forma protagónica por el Consejo de Estado francés. Esto
es: las obligaciones tanto formales como materiales que derivan de buena parte de
los preceptos del Convenio, en el sentido de que los Estados deben cumplirlos no solo
sustantivamente sino también procedimentalmente. Un ejemplo clásico que viene a la
mente son las obligaciones respecto a los arts. 2 y 3 CEDH: el respeto por la vida
y la garantía de que nadie sufra torturas o cualesquiera malos tratos. En ambos casos,
si un Estado no investiga de forma suficiente las denuncias en tal sentido, el Tribunal
no duda en declarar vulnerado el precepto en su vertiente procedimental. También si
entiende que por más que el Estado alegue haber investigado no se ha hecho de forma
eficaz, rigurosa y sin subterfugios Este criterio se ha asumido por nuestra jurisdicción constitucional no solo en lo
que hace a demandas de amparo donde se conecta el art. 24 CE en relación con el art.
15 CE sino al primero en el marco de una investigación relativa a la violencia de
género. En la STC 87/2020, de 20 de julio, se declara vulnerado el derecho a la tutela
judicial de una demandante cuya denuncia fue archivada por la jurisdicción ordinaria
sin una investigación acorde a la gravedad de lo denunciado.
Una técnica que el TEDH ha ido empleando cada vez con mayor despliegue es, en este tipo de litigios, la inversión de la carga de la prueba. Como es bien sabido con carácter general corresponde al demandante probar lo que alega y el TEDH solo suele condenar si entiende que ha quedado acreditado más allá de toda duda razonable (con prueba directa o, en su defecto, apreciando la coexistencia de inferencias suficientemente fuertes, claras y concordantes o de presunciones de hechos no combatidas) (Kamber, K. (2017). Prosecuting human rights offences. Rethinking the sword function of Human Rights Law. Boston: Brill-Nijhoff. Disponible en: https://doi.org/10.1163/ 9789004337763.Kamber, 2017: 238). Pero en casos donde «se antoja diabólica y prácticamente imposible de realizar» (p. 83), existe el deber de los Estados de demostrar que la interferencia en el derecho en cuestión está jurídicamente justificada. De lo contrario, el Tribunal condenará al Estado, lo cual no es cuestión baladí y sí fundamental porque esta doctrina se expande para casi todos los preceptos del Convenio, desde los citados arts. 2 y 3 CEDH hasta los derechos de privacidad comprendidos en el art. 8 CEDH, lo cual nuestro autor entiende que constituye «un cambio revolucionario en la naturaleza de los derechos de libertad» (p. 83). No podemos sino darle la razón, al menos en lo que hace al último precepto a la luz del reconocimiento que ha hecho Estrasburgo de derechos como el derecho a no sufrir ruidos molestos (asunto Zarzoso c. España, STEDH de 16-1-2018) o el derecho al agua (asunto Hudorovič y otros c. Eslovenia, STEDH de 10-3-2020), los cuales, va de suyo, no figuran en la letra convencional (Bouazza Ariño, O. (2020). Notas de jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Revista de Administración Pública, 212, 257-276.Bouazza, 2020: 258).
La tesis del profesor García Roca reposa en el estudio de uno de los conceptos más discutidos en espacios convencionales: el margen de apreciación nacional. Repasando los orígenes de una idea de contornos imprecisos y resaltando que estamos ante una institución «cuyas lindes no se conocen muy bien de antemano» (p. 105), el autor sitúa de nuevo el influjo del Consejo de Estado francés en el acogimiento de una tesis que, por lo demás, insiste García Roca, adolece de «poca consistencia argumental y, precisamente, por eso, es susceptible de aplicaciones muy variadas, si no contradictorias» (p. 107). La base fundamental del criterio sería la que sigue: allá donde existe un consenso europeo sobre una cuestión, un mínimo común denominador entre los países a la hora de regular una materia de forma similar, el TEDH entiende que es legítimo extender la solución al resto de Estados. De tal suerte que el Tribunal debe hacer una indagación de derecho comparado de calado, lo cual a veces ocasiona no pocos quebraderos de cabeza adicionales a la hora de resolver los casos (p. 115).
El criterio debe ser puesto en común, y así lo hace el propio García Roca, con otro de los criterios típicos de las sentencias convencionales: la doctrina del living instrument o de la interpretación evolutiva. Esto es, el Convenio aplicado a la realidad social de hoy, como una norma viva que responde a las exigencias de las demandas sociales actuales. De lo cual se deduce que el método comparado puede ser una pasarela, un puente, entre el criterio del consenso europeo y el living instrument. Esto es: si el TEDH entiende que no existe consenso europeo en una materia determinada el margen de apreciación ensancha sus contornos; pero si por el contrario aprecia que ese consenso existe, la interpretación evolutiva se expande a la par que se contrae la doctrina del margen de apreciación. Conviene no perder de vista, continúa el autor, la importancia de tener en cuenta cómo influyen las diferentes identidades constitucionales y la «acusada dependencia del contexto» a la hora de decidir los asuntos en litigio (p. 120). Aun siendo esto cierto como es, podemos recordar aquí, al hilo de las dudas que existieron en el seno del Consejo de Europa cuando se amplió a los países de Centroeuropa y Europa del Este, que el TEDH optó por no ceder a la tentación, en palabras del presidente Spielmann, de adoptar «una doble vara de medir» y aplicó los estándares convencionales vigentes a las situaciones que llegaban a su conocimiento desde esos lugares (un poids et une mesure) independientemente de reconocerse sensible a las necesidades de toda democracia emergente (Spielmann, D. (2016). Foreword. En I. Motoc e I. Ziemele (eds.). The Impact of the ECHR on democratic change in Central and Eastern Europe. Cambridge: Cambridge University Press.Spielmann, 2016: XXVI).
La última fase del debate sobre el margen de apreciación nacional también goza de espacio en la obra. El profesor García Roca informa de que desde hace unos quince años el TEDH ha adoptado algunas decisiones donde parece arrumbar la tesis más innovadora y retorna al margen de apreciación nacional, aunque llamado ahora «procedimiento razonable de decisión». Dicho en corto y con nuestras palabras: el Tribunal revisa si la medida cuestionada ante Estrasburgo se ha adoptado aplicando el test del proceso de aprobación de esta. Si el decision making process ha respetado los cánones procedimentales democráticos, desde el punto de vista formal y sustantivo, entiende que la medida no atenta contra el Convenio (p. 128 y ss.). El libro coge altura en esta parte, plasmando un debate doctrinal tradicional con nombres como los de Ely, Zagrebelsky, Boudin o Zanon, donde se exponen los orígenes de la idea —netamente anglosajona y empleada desde hace décadas por varios altos tribunales de otros países tan diferentes entre sí como Alemania o Sudáfrica, entre otros—, que no acaba de convencer a nuestro autor. La razón, también dicho en corto, sería que siguiendo procedimientos formal y escrupulosamente democráticos la historia ha demostrado cómo la misma democracia puede irse por el desagüe. Quizá podamos emplear este criterio para casos relativamente sencillos, continúa el constitucionalista, pero no para los complicados (p. 134). Por cierto, que la impronta anglosajona en el Convenio no solo se manifiesta en principios como el referido, sino que si uno echa la vista atrás el Reino Unido estuvo absolutamente implicado en el proceso de negociación, redacción y firma del propio Tratado de Londres —otro detalle no casual este de la ciudad elegida— que alumbró al Consejo de Europa como organización internacional (Spielmann, D. (2017). Whither judicial dialogue? En A. Müller (ed.). Judicial Dialogue and Human Rights. Cambridge: Cambridge University Press.Spielmann, 2017: 483 y ss.).
En fin, la cuestión sigue debatiéndose con la intensidad y profundidad que se acostumbra por parte de la doctrina, y tiene una de sus últimas versiones en los criterios de otra voz autorizada como la de Conor Gearty, quien nos recuerda con la sensatez de costumbre que no se puede pretender que el avance en la jurisdicción convencional de un espacio público europeo en torno al respeto de los derechos fundamentales no ofrezca resistencias adicionales, quebraderos de cabeza varios y, en definitiva, avances y retrocesos. Es sabido, nos dice el profesor Gearty, que el progreso no es lineal (Gearty, C. (2019). Building Consensus on European Consensus. En P. Kapotas y V. P. Tzevelekos (eds.). Building Consensus on European Consensus. Judicial Interpretation of Human Rights in Europe and Beyond (pp. 448-467). Cambridge: Cambridge University Press. Disponible en: https://doi.org/10.1017/9781108564779.020.Gearty, 2019: 289 y ss.; López Guerra, L. (2018b). El papel del juez en una sociedad democrática. Revista de Estudios Jurídicos, 18.López, 2018b: 9 y ss.). Nosotros podemos añadir que mucho menos lineal será teniendo en mente que hablamos de 47 Estados y de la protección de más de 800 millones de personas y que intentar crear unos mínimos estándares de protección es un proceso lleno de turbulencias y recelos. Y si se habla de mínimos es porque el principio de subsidiariedad es una de las reglas convencionales capitales del sistema que no ha sido abrogada en ningún momento.
La obra aborda acto seguido los diferentes avances y desarrollos que el Convenio ha observado en los últimos lustros. El acceso directo de las víctimas al Tribunal es, quizá, el filtro más significativo que existe, toda vez que la Comisión desapareció y que el órgano jurisdiccional quedó como el gran garante de los derechos del Convenio, haciendo bueno el lema when there is a right, it must be a remedy, tan anglófilo, y que el autor emplea como punto de apoyo (p. 145 y ss.). Aquí los asuntos relevantes son dos. Por un lado, la admisión de las demandas ante el Tribunal de Estrasburgo y, por otro, la técnica de las medidas cautelares, técnica esta que cada vez goza de mayor predicamento en las decisiones de aquel. Una de las revelaciones de mayor interés es que, a efectos de admisión real de la demanda, parece que Estrasburgo está siendo igual o tan restrictivo como algunas altas jurisdicciones constitucionales europeas. El proceso de objetivar el amparo internacional parece dar sus frutos, aunque desde el discurso oficial al uso se suele decir lo contrario (p. 150 y ss.). Respecto a las medidas cautelares, desde el pionero caso Cruz Varas contra Suecia, de 1991, el TEDH ha ido destilando lentamente la adopción de estas. Aunque no reguladas en el Convenio, esta posibilidad se encuentra en el Reglamento del propio Tribunal, concretado en una instrucción de su presidente de 2003, donde no se pide al demandante que sea especialmente formal en su demanda de solicitud de medidas, medidas que por lo demás tienen como objetivo el mismo que tienen en los procesos nacionales: preservar el objeto de un daño irreparable (p. 158). Una vez abierta la espita, la doctrina observa que la adopción de medidas cautelares por parte del TEDH es un recurso cada vez más empleado, condenando a los Estados que no las respeten por vulneración del art. 34 CEDH (asuntos Mamtkulov y Ascarov c. Turquía, STEDH de 4-2-2005; Aoulmi c. Francia, STEDH de 17-1-2006; Paladi c. Moldavia, STEDH de 10-3-2009, y Olaechea Cahuas c. España, STEDH de 10-8-2006). Algunos sectores internacionalistas entienden que al hacerlo el TEDH actúa unilateralmente creando obligaciones para el Estado que no figuran en el Convenio (Casadevall, J. (2019). El Tribunal de Estrasburgo. Una inmersión rápida. Barcelona: Tibidabo.Casadevall, 2019: 59 y ss.).
El autor dedica algunas reflexiones a los derechos sociales. Se puede afirmar que los argumentos que desgrana son otro de los puntales del libro. Comienza haciendo un repaso por los derechos protegidos por el Convenio y llega a la conclusión, nada sorprendente, de que los derechos sociales están fuera de la tutela del TEDH y del sistema del Convenio de forma deliberada. Años después llegó la Carta Social Europea, y el Comité de Derechos Sociales para garantizar su protección. No obstante, el autor defiende una concepción integradora de los derechos, entendiendo que los derechos de libertad entrañan, guste o no, una dimensión prestacional que no puede perderse de vista (p. 164 y ss.). Como sabe el que conozca un poco la jurisprudencia del Tribunal, este ha expandido su jurisdicción hacia la protección de ciertos derechos sociales. El caso Airey c. Irlanda de 1979 —las esferas de protección que confieren los derechos del Convenio no son compartimentos estancos— ha tenido desarrollo en asuntos relativos al derecho a la educación, a la libertad sindical, a la prohibición de esclavitud y al trabajo forzado, entre otros, así como respecto al derecho de propiedad privada, a la atención sanitaria o a la genérica prohibición de discriminación, todos desbrozados por el autor. La conclusión a la que llega se antoja bastante razonable: «[…] la tutela judicial que presta el TEDH a los derechos sociales es todavía limitada e insuficiente, porque la elasticidad de los derechos civiles no es infinita ni caben carambolas a más bandas, al cabo el TEDH no fue pensado como un juez de los derechos sociales» (p. 170). Esto es discutible si tenemos en cuenta el criterio clásico: los derechos civiles y políticos generan obligaciones negativas mientras que los derechos sociales exigen acciones positivas. En la esfera internacional los primeros son de todo punto exigibles a los Estados, cosa que no sucede en la misma medida con los segundos. O dicho de otro modo, las obligaciones estatales para con los primeros son «inmediatas y plenas», no tanto las segundas (Rubio Llorente, F. (2006). Derechos fundamentales, derechos humanos y estado de derecho. Fundamentos: Cuadernos monográficos de teoría del Estado, derecho público e historia constitucional, 4, 4.Rubio, 2006: 232).
Otro de los motivos de preocupación de la obra tiene que ver con la efectividad de las sentencias de Estrasburgo. Es de sobra conocido que estamos ante decisiones de un Tribunal y, por ende, queda fuera de toda duda que deben cumplirse. La fuerza de obligar de estas sentencias, dice Javier García Roca, se aprecia «en el fuerte impacto transformador de los ordenamientos internos» (p. 175). El autor construye los criterios de obligatoriedad de las resoluciones convencionales —que parten del propio Convenio, no es mera invención del Tribunal— en torno a los efectos de cosa interpretada, interpretación vinculante y valor de precedente, poniendo ejemplos concretos de lo que constituye un «cumplimiento leal» de las obligaciones para con el Convenio (nuestra Audiencia Nacional aplicando la doctrina Parot sin ir más lejos; p. 180), y haciendo especial hincapié en la analogía y paralelismo con las sentencias constitucionales. Una frase lo resume a la perfección: «[…] si el carácter vinculante de las sentencias de los tribunales constitucionales deriva de que son los intérpretes supremos de sus constituciones, lo mismo ocurre con el TEDH» (p. 182). Por lo demás la vinculación no solo se predica del fallo sino también de la motivación al completo. El autor realiza de nuevo un ejercicio de realismo cuando habla de las diferentes «escalas de intensidad» para referirse a los diferentes vínculos que se establecen entre los poderes del Estado. En fin, el valor de precedente de las sentencias del TEDH también es otro de los efectos que al autor se le antojan capitales dentro del sistema del Convenio. Argumento que remata con una reflexión interesante; y es que, aunque subraya que el TEDH no puede anular el acto, disposición o resolución que lesiona el derecho, el juez del Convenio cada vez acude con mayor frecuencia a la declaración de incompatibilidad de la ley con el Convenio, herramienta íntimamente ligada a otra de las grandes novedades del sistema del Convenio: las sentencias piloto.
En 2004 el Comité de Ministros aprueba una resolución en la que invita al TEDH a identificar en sus sentencias, en la medida de lo posible, cualquier problema estructural subyacente que dé lugar a demandas repetitivas, siempre desde la subsidiariedad de los mecanismos de control convencionales, con la vista puesta en una mejor implementación de la ejecución de las sentencias. En el mismo año 2004, llegó la primera sentencia piloto en el asunto Broniowski c. Polonia, STEDH de 22-6-2004. La mecánica interna descansa en una actividad un tanto más intervencionista del TEDH, quien detecta una falla sistémica y señala al Estado condenado donde reside esta y, lo que es más cuestionable para otros autores, con indicación expresa a las autoridades de las medidas de reparación que debe adoptar (p. 186 y ss.). El autor declara que estamos ante «la novedad más importante en décadas» y, a juzgar por la intensidad que despliega el juez convencional, probablemente sea una medida que apuntale la eficacia y obligatoriedad de las sentencias de Estrasburgo. Con todo, el autor cifra en poco más de treinta veces el empleo de esta técnica, que se acerca al control de constitucionalidad de las leyes, y que probablemente verá incrementos en próximos tiempos (p. 193). Por último, cabe recordar que España no ha sido, hasta la fecha, objeto de ninguna sentencia piloto, lo cual no significa que la doctrina constitucionalista no haya hecho de esto un objeto de reflexión recurrente. Haciendo un repaso a vista de pájaro, destaca la opinión del profesor Albertí Rovira, para quien las sentencias piloto se justifican por la ingente carga de trabajo del Tribunal, aunque reconoce que podrían rebajar el grado de protección individual al suspenderse la tramitación del resto de quejas planteadas hasta que se resuelva la principal. Para el profesor Bilbao Ubillos estas sentencias constituyen una potencia de fuego nada desdeñable, anotando que en líneas generales los Estados suelen acogerlas de buen grado —menos el Reino Unido—, aunque le suscitan ciertas dudas su fundamentación jurídica y su legitimidad democrática. Mientras que el profesor Ferreres Comella observa razonable que se potencie este tipo de mecanismos, el profesor Jimena Quesada entiende que estamos ante una de las construcciones más afortunadas del TEDH, opinión algo más atemperada por el criterio del profesor Ruiz Miguel, quien entiende sumamente llamativo que ninguno de los protocolos las incorpore. El resumen doctrinal viene de la mano de la opinión de la profesora Tur, quien valora positivamente la técnica aun con las muchas dificultades que plantea (Albertí Rovira, E., Bilbao Ubillos, J. M.ª, Ferreres Comellá, V., García Roca, J., Jimena Quesada, L., Ruiz Miguel, C. y Tur Ausina, R. (2018). Encuesta. Teoría y Realidad Constitucional, 42.Albertí et al., 2018: 15-107).
Cierra este apartado de reflexiones con algunas consideraciones sobre los mecanismos de reparación tanto individuales (protagonizados por el mecanismo de satisfacción equitativa del art. 41 CEDH) como generales. En ese sentido es interesante recordar que España modificó su legislación procesal en 2015 para introducir el recurso extraordinario de revisión, pudiéndose así implementar en sede interna la ejecución de los fallos de Estrasburgo y reparando una situación a la que solo nuestro Tribunal Constitucional había dado cierta salida mediante la STC 245/1991, donde dijo que la imposibilidad de revisar un asunto ante la condena en Estrasburgo lesionaba el derecho a la tutela judicial efectiva. El libro aborda el problema desde una perspectiva integradora, intentando hacer ver que los mecanismos de reparación han ido evolucionando a la par que evoluciona la jurisprudencia del propio Tribunal. En algunos casos límite las medidas generales implican reformas constitucionales, de lo cual se ha derivado un cierto conflicto planteado por algunos Estados para eludir tal exigencia. Algunos países siguen procrastinando a la hora de cumplir con lo que sentencia Estrasburgo (Bosnia y el derecho de sufragio pasivo), mientras que otros han acabado por reformar la Constitución con referéndum mediante (Irlanda y la información a mujeres embarazadas y la posibilidad de abortar). Como es costumbre, el autor entiende necesario que «un punto de realismo debe ser añadido respecto de la colaboración de los Estados: el Comité de Ministros del Consejo de Europa ha admitido que, hasta 2017, casi 7.500 sentencias permanecen incumplidas en todo o en parte» (p. 203).
Tales reflexiones dan paso al penúltimo capítulo de la obra, donde se aborda la cuestión de la supervisión del cumplimiento de las sentencias por parte del Comité de Ministros y el seguimiento judicial de la ejecución. Porque en la realidad, aunque sigue siendo el Comité el principal encargado de la supervisión, García Roca observa un mayor protagonismo del propio TEDH en este proceso. Apoyándose en el criterio de la jueza Keller, entiende que la ejecución se ha ido internacionalizando y judicializando. Esta va un paso más allá con una triple propuesta que abarcaría también el antes y el después de la sentencia, buscando una mayor eficacia. Esta línea de pensamiento ha obtenido el respaldo de la Presidencia del propio Tribunal (p. 208 y ss.), aunque el autor es consciente de que, a raíz de la Cumbre de 2015 y el correspondiente debate sobre las medidas de supervisión que acaeció, «lo más probable es que el actual sistema de supervisión e implementación de sentencias se mantenga, conservando su naturaleza antes política que jurisdiccional» (p. 214). Algunos trabajos científicos auguran que se producirá un aumento de los procedimientos piloto, ante la firme intención del TEDH tanto de ir poniendo al día la carga de asuntos pendientes como de que cuando se dicte la condena los Estados cumplan con lo sentenciado, para lo cual se necesita fortalecer lazos con el propio Comité (Szklanna, A. (2017). Implementation of Judgments of the European Court of Human Rights: The Interaction Between the Court, the Committee of Ministers and the Parliamentary Assembly of the Council of Europe. European Yearbook of Human Rights, 17.Szklanna, 2017: 294).
El cierre de la obra llega con una conclusión final donde el autor aboga por un fortalecimiento del sistema, y en ella Javier García Roca se muestra convencido de las bondades del sistema convencional. Explica cómo la jurisdicción europea ha hecho avanzar al Convenio hasta cotas insospechadas en su formulación original, a día de hoy un «instrumento constitucional al servicio de la integración europea a través de derechos […] y no sólo como una protección típica de un tratado internacional» (p. 215). La transformación, como dice el autor, es de calado y los tribunales constitucionales y los legisladores nacionales han ido acomodándose lentamente a la jurisprudencia de Estrasburgo. En suma, la jurisprudencia del TEDH ha creado un original derecho común europeo, que no niega el derecho propio de cada Estado, como consecuencia de la recepción en los Estados miembros del sistema del Convenio. De nuevo con sus palabras: «[…] la larga y constante aportación del sistema del Convenio Europeo de Derechos Humanos y del Consejo de Europa a la protección de los derechos fundamentales es una de las grandes obras de la Europa del Derecho» (p. 217).
El libro de Javier García Roca constituye un compromiso inteligente con la casa común europea a través del pilar de los derechos fundamentales, auténtica clave de bóveda de cualquier democracia constitucional que se precie. Tal y como ha dicho Luigi Ferrajoli, el paradigma constitucional de los derechos fundamentales debe gravitar en torno al constitucionalismo global o no será (Ferrajoli, L. (2018). Constitucionalismo más allá del Estado. Madrid: Trotta.Ferrajoli, 2018: 41). La cuestión es cómo poder hacer bueno el criterio teniendo en cuenta algunos de los problemas que están haciendo mella en Europa y que aquí solo podemos esbozar por razones evidentes. Siguiendo la estela del libro, llevemos un poco más allá sus planteamientos e identifiquemos riesgos y activos.
Políticamente, Europa está lejos de su mejor momento. A una no acabada recuperación de la crisis económica de 2008 se le han sumado el auge de los populismos de todo signo, el fenómeno de una inmigración que amenaza con ser desbordante, el aumento de postulados xenófobos, y diversas posturas claramente antidemocráticas que se han traducido en un repliegue hacia las fronteras propias del Estado nación, que a su vez incide inevitablemente en la mengua de toda organización internacional, efecto al que el Consejo de Europa probablemente no pueda sustraerse. La pandemia y la crisis económica que dejará a su paso hacen que llueva sobre mojado y que debamos estar muy atentos a posibles involuciones políticas adoptadas bajo el señuelo de luchar contra ambas. Por no mencionar que debemos hacer frente también en el ámbito convencional a la onda expansiva claramente antieuropea que comporta el brexit, que no hace sino ahondar en la herida y envalentonar a quienes pretenden cabalgar ese tigre.
Jurídicamente, las dudas persisten acerca de la forma óptima de integrar los criterios supranacionales en los ordenamientos nacionales. Por poner un ejemplo, traeremos a colación la muy comentada sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán de mayo de 2020 donde se prohíbe la compra de deuda pública del Banco Central Europeo, avalada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, por entender que ambos han actuado más allá de sus competencias. Decisión que la comunidad jurídica ha entendido de una gravedad insólita (y demostrando de paso que las dificultades prácticas del diálogo judicial son reales) (Mangas Martín, A. (2020). El Tribunal Constitucional alemán y su «fuego amigo» sobre el Tribunal de Justicia de la UE y el BCE. Análisis del Real Instituto Elcano, 72, 1.Mangas, 2020: 15).
¿Cómo puede reforzar el Tribunal de Estrasburgo en este contexto su legitimidad? Según algunos autores el TEDH basa su legitimidad en tres esferas (Thór Börgvinson, D. (2016). The role of judges of the European Court of Human Rights as guardians of fundamental rights of the individual. En M. Scheinin, H. Krunke y M. Aksenova (eds.). Judges as guardians of constitutionalism and human rights. Cheltenham: Edward Elgar.Thór, 2016: 335 y ss.). La legitimidad jurídica, que suele mirar a otros tribunales nacionales e internacionales. La legitimidad política, que hace lo propio respecto al escrutinio de los Gobiernos. Y la legitimidad social, donde el TEDH pone la vista en la sociedad civil, en las personas. Para algunos sectores la clave de la legitimidad del Tribunal reside en el tercer estrato, al que también llaman «el capital moral del tribunal». Es más, si el TEDH intenta ganar legitimidad y reputación del tipo de las dos primeras será a expensas de la tercera.
Al TEDH no solo se le reprocha una falta de legitimidad democrática y el subsecuente poco respeto por el margen de apreciación nacional y la subsidiariedad, lo cual no tiene mucho sentido si tenemos en cuenta que la legitimidad institucional del TEDH y de todo el sistema de derechos humanos proviene de la que otorga el CEDH, norma adoptada voluntariamente por los Estados parte siguiendo sus propios procesos democráticos. Por su parte, la presunta falta de «legitimidad discursiva» suele ser una crítica incompleta: el TEDH, mediante la lectura moral del Convenio, de los valores que anidan detrás y que son el auténtico objeto de protección, combinada con la interpretación evolutiva del living instrument, desempeña un papel activo en el desarrollo de los derechos humanos en Europa. De ahí que frecuentemente sus decisiones molesten mucho al establishment político, pero no a la ciudadanía. Si el TEDH se retrae de ser más asertivo, quizá consiga calmar a los críticos de los niveles legal y político, pero acabará por reducir su capital moral. Y es la conclusión a la que podemos llegar de la mano de este planteamiento: el TEDH ha tenido que trabajar en un ambiente lleno de resentimiento judicial y político que ha llevado a que reoriente su estrategia y mire mucho más a los dos primeros niveles. Al hacerlo, corre el riesgo de abandonar el nivel social, lo cual afecta negativamente a la legitimidad en la mente de la opinión pública sobre la justicia convencional. Dicho con otras palabras: se agranda la brecha que hay entre la ley (reconocimiento de los derechos humanos) y la sociedad (que ve cómo se interpretan pro gubernamentae).
Si es cierto el criterio del juez Barak y la tarea del juzgador consiste en realizar una interpretación dinámica de las normas con el objetivo de tender puentes entre la ley y la sociedad, habría que tener en cuenta que el tribunal de personas no puede ser en la misma medida tribunal de Gobiernos y tribunal del mundo. El juego de equilibrios siempre es delicado por la sencilla razón de que, como nos recuerda el propio Barak, la estabilidad sin cambio torna en declive mientras que el cambio sin estabilidad es pura anarquía (Barak, A. (2016). On judging. En M. Scheinin, H. Krunke y M. Aksenova (eds.). Judges as guardians of constitutionalism and human rights (pp. 27-50). Cheltenham: Edward Elgar. Disponible en: https://doi.org/10.4337/9781785365867.00008.Barak, 2016: 30 y ss.).
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