RESUMEN
En este artículo se sostiene que en los llamados escritos políticos de Marx se elabora, al hilo de los análisis de coyuntura de la Francia del siglo xix, una consideración de la política dotada de un estatuto autónomo y sustantivo, del que en modo alguno puede darse cuenta con las manidas descalificaciones de economicismo o reduccionismo (superestructura), ni tampoco de autoritarismo antidemocrático (dictadura del proletariado). Este novedoso análisis de la política de Marx que aquí se investiga, tanto en sus dimensiones institucionales (Estado) como de acción (organización, movilización), se elabora en conexión interna y conceptual con la crítica de la economía política de El capital y subraya en igual medida de esta última el carácter constitutivo, estrictamente ontológico, del fetichismo y la mistificación en el proceso real de la reproducción social y política del capitalismo. Por último, se explica el origen de la lectura economicista y autoritaria de Marx por la presencia en sus textos de dos marcos teóricos muy diferentes (producción y lucha de clases) que se superponen en conflicto interno a lo largo de estas obras y que aquí se exploran en profundidad.
Palabras clave: Marx; escritos políticos; teoría política; clases sociales; revolución comunista; Estado; republicanismo.
ABSTRACT
In this article we argued that in the so-called «political writings» of Marx, in line with the analysis of the situation in France in the 19th century, a consideration of politics endowed with an autonomous and substantive status is elaborated, of which in no way can be given account with the hackneyed disqualifications of «economism» or «reductionism» («superstructure»), nor of anti-democratic authoritarianism («dictatorship of the proletariat). This novel analysis of Marx’s politics that is investigated here, both in its institutional (State) and action (organization, mobilization) dimensions, is elaborated in internal and conceptual connection with Capital’s critique of political economy and underlines in equal measure to the latter, the constitutive character, strictly ontological, of «fetishism» and «mystification» in the real process of the social and political reproduction of capitalism. Finally, the origin of the economistic and authoritarian reading of Marx is explained by the presence in his texts of two very different theoretical frameworks («production» and «class struggle») that overlap in internal conflict throughout these works and that are explored in depth here.
Keywords: Marx; political writings; political theory; revolution; social classes; State; republicanism.
Tout ce que je sais, moi, c’est que je ne suis pas marxiste.
Karl Marx a Paul Lafargue (ca. 1879)
Pocos pensadores como Karl Marx han padecido tantas lecturas deturpadas de su obra, ora por parte de sus críticos liberales, ora de sus seguidores marxistas ortodoxos u occidentales. Los primeros destacan la ajenidad esencial de Marx a la teoría de la democracia. Los segundos postulan un materialismo histórico que, a través de expedientes teóricos varios, reduce la política a mero subproducto de la economía. Para estos últimos, el sucinto «Prólogo» a la Contribución a la crítica de la economía política (1859) constituye el texto sagrado de referencia (Fernández y Alegre, 2011: 75; Ruiz Sanjuán, 2019: 261). Argumentaremos en lo que sigue que: a) en los llamados escritos políticos de Marx emerge, al hilo de los análisis de coyuntura de la Francia de la época, una consideración de la política dotada de estatuto autónomo y sustantivo, del que en modo alguno puede darse cuenta con las usuales descalificaciones de economicismo o reduccionismo (superestructura), ni tampoco de antidemocrático totalitarismo (dictadura del proletariado); b) precisamente, es el descubrimiento de la naturaleza performativa, creativa, en rigor ontológica de la política lo que conduce a Marx a una revalorización del republicanismo como horizonte democrático y pluralista de la producción política de preferencias e identidades; c) este análisis de la política, tanto en sus dimensiones institucionales (Estado) como referidas a la acción (organización, estrategia, movilización), se elabora en conexión interna y conceptual con la crítica de la economía política de El capital, la cual supera el elemental dualismo esencia/apariencia para subrayar el carácter constitutivo y no meramente ideológico del fetichismo y la mistificación en el proceso real de la reproducción social y política del capitalismo (Sohn-Rettel, 1980; Zizek, 1989: 25; Ramas, 2018: 259), y d) el origen de la lectura economicista y autoritaria, sin embargo, posee cierta apoyatura textual debido a la presencia de dos planteamientos teóricos muy diferentes que se superponen en conflicto interno a lo largo de estas obras y que merece ser exploradas en profundidad. Así, por una parte, encontramos un distanciamiento de las posiciones de juventud (críticas de Hegel y Feuerbach), que cristaliza en La ideología alemana, Miseria de la filosofía y, sobre todo, en el Manifiesto del Partido Comunista. Estas tesis configuran una problemática que podemos agrupar bajo la denominación de marco teórico o paradigma de la producción. Desde esta perspectiva marxiana se postula, de un modo en exceso mecanicista, una secuencia lógica lineal de causalidad desplegada en momentos sucesivos; a saber: desarrollo de las fuerzas productivas, desajuste de estas últimas con respecto a las relaciones de producción, correspondiente estructura de clases, conciencia política de clase, lucha de clases, inevitable revolución social y dictadura del proletariado. En esta visión esquemática, que sería exacerbada por el posterior marxismo vulgar, se produce una patente reducción de lo político a lo social y de lo social a lo económico. La política (la movilización, la organización, las instituciones, el liderazgo, las estrategias, el repertorio de acción, el antagonismo) posee aquí un estatuto teórico adjetivo, derivado con respecto al verdadero lugar y escenario de toda la historia, las relaciones de producción. Pero, por otra parte, puede detectarse una tensión permanente entre este paradigma de la producción y un segundo esquema interpretativo emergente y que se impone con rotundidad con el paso del tiempo: el marco teórico de la lucha de clases. En este segundo esquema, la política se analiza de modo no reduccionista y dotada de propia autonomía. Sin abandonar la pertinencia del análisis de clase, se concibe este último como precondición no determinista; en concreto: como proveedor de intereses colectivos y potencial de movilización. Es más, desde esta perspectiva las clases sociales resultan entendidas como procesos abiertos y contingentes de autoconstitución política mediante conflicto. El Estado mismo se analiza como esfera sustantiva de intermediación y selección estructural de intereses, resultado contingente de luchas, tradiciones, historias específicas en cada país, al tiempo que se defiende una posición teórica normativa republicana. La permanente tensión constitutiva en los escritos políticos entre ambos paradigmas (Cohen, 1982; Rundell, 1987; Dardot y Laval, 2012) produce numerosas ambivalencias, inconsistencias e interferencias en los textos, pero se decanta con claridad, estudiado en su conjunto, en favor del segundo marco teórico, con un análisis extraordinario, de gran complejidad y riqueza multidimensional, de la coyuntura política de aquellos años.
Los textos marxianos en que vamos a centrar aquí nuestra pregunta por el estatuto teórico de la política en Marx —El manifiesto comunista (1848), La lucha de clases en Francia (1850), El 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1852) y La guerra civil en Francia (1871) (Marx, 2020)— resultan deudores de muy diversas coyunturas históricas, motivaciones políticas, género de escritura y horizontes de recepción, al hilo de un largo y denso período histórico que va desde 1848 a 1871 (Sperber, 2013; Liedman, 2018). En estos años tuvieron lugar no solamente las revoluciones de 1848 en toda Europa, y su derrota seguida del Segundo Imperio en Francia, además de otros acontecimientos de relieve como, por ejemplo, el conflicto del nacionalismo irlandés o la guerra civil norteamericana, que incidieron de modo decisivo en el pensamiento político de Marx. Estos textos constituyen el resultado de circunstancias, eventos y procesos de varia índole que se superponen en la agitada trayectoria biográfica del autor, transcurrida en diversas ciudades europeas: Bruselas, Colonia, París y, por último, Londres. En síntesis, en primer lugar, ha de destacarse la evolución de su propio pensamiento, el progresivo abandono tanto del idealismo dialéctico hegeliano como del antropologismo esencialista y materialista de Feuerbach. Esta autocrítica —una más en el continuo proceso de reconceptualización que lo acompaña desde sus años mozos en Berlín (Heinrich, 2019)— cristalizará tanto en los textos inéditos de 1845 y 1846, que muchos años más tarde serán publicados en forma de libro con el título La ideología alemana (Carver y Blank, 2014a, 2014b), como también en la obra, publicada en París y Bruselas, Miseria de la filosofía (1847). En segundo lugar, los desajustes, cada vez más evidentes, entre una inicial versión materialista de la historia, que postulaba que las revoluciones se producen cuando el desarrollo de las fuerzas productivas resulta incompatible con las relaciones de producción e intercambio, y la díscola autonomía de lo político, que se traducía en la superposición de revoluciones políticas y sociales, burguesas y proletarias, democráticas y nacionales en los mismos países y momentos históricos, que muchas veces, de forma inesperada, no eran los más maduros desde el punto de vista económico (por ejemplo: Francia y no Inglaterra). En tercer lugar, la militancia política del autor en el movimiento obrero de la época, pues resulta decisivo para una cabal comprensión de estos textos recordar que Marx no fue un académico, sino un intelectual revolucionario, lo que requiere interpretar estas obras desde su implicación orgánica en las luchas y los debates coyunturales de las diversas organizaciones en las que estuvo implicado: la Liga de los Comunistas y, sobre todo, la Asociación Internacional de Trabajadores. Por último, las obras que aquí se estudian resultan todas ellas reflejo de las severas derrotas políticas del movimiento obrero y de las revoluciones europeas de 1848, del fracaso sin paliativos de los republicanos, demócratas y socialistas en Francia, que daría lugar a veinte años de II Imperio y al éxito del nacional-populismo autoritario bonapartista en Francia, con un extraordinario soporte popular entre 1852 e 1871; y finalmente del fracaso y represión de la mítica revuelta de la Comuna de París en la primavera de 1871 (Balibar, 2010).
Pero allí donde comienza su acción organizadora, donde se abre paso su fin inmanente, su alma, el socialismo se deshace de su envoltorio político.
Karl Marx, MEW (5: 245)
Analizaremos en primer lugar, tres elementos fundamentales del paradigma de la producción —por este orden: clases, revolución y Estado— para abordar, en el siguiente apartado, el marco teórico de la lucha de clases. Resulta preciso subrayar desde ahora, sin embargo, que ambos marcos están presentes en muy diversas proporciones en todos los textos, desde el Manifiesto comunista (1848) hasta La guerra civil en Francia (1871), por más que a partir del 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1852) pueda observarse un notorio debilitamiento del paradigma productivista, el cual aflora de modo mucho más ocasional y a efectos retóricos y «declamatorios» (Heinrich, 2019: 235)
El paradigma de la producción postula una lógica de la explicación de la realidad social sustancialista y lineal (cfr. figura 1) que parte de la preconstitución del proletariado como clase en el nivel de las relaciones de producción dominantes en el modo de producción capitalista (I); lo cual genera un antagonismo estructural entre la burguesía y la clase trabajadora sobre la base de la relación material capital/trabajo asalariado, causa de relaciones específicas de explotación y dominación. Los intereses compartidos, homogéneos, de lo que va a constituir la mayoría de la población convertirán al proletariado en una clase unida, progresivamente organizada, movilizada e inevitablemente revolucionaria, alumbrando una identidad de clase que se impone sobre cualquier otra eventual identidad colectiva: nacional, religiosa etc. (II); esta clase obrera, preconstituída como clase desde las relaciones de producción y consciente de sus intereses como clase para sí, entra en conflicto antagónico con la burguesía y el mundo capitalista, expresándose como lucha política diferenciada que alienta una revolución no meramente política sino social (III); finalmente, el triunfo de la revolución se traducirá, siempre según este marco teórico, en la elevación del proletariado a clase dominante, la toma del aparato de Estado y su puesta a disposición de los intereses de las clases trabajadoras y consiguientes transformaciones revolucionarias, la abolición del modo de producción capitalista (dictadura del proletariado) (IV).
El abandono de la antropología de Feuerbach y de la dialéctica hegeliana de la Fenomenología del espíritu, esto es, de la dialéctica de la esencia humana —(I) autoproducción (trabajo), (II) enajenación, (III) reapropiación— que tiene lugar en la época de la Ideología alemana, la superación de toda aquella «fraseología filosófica» (Marx y Engels, 2014: 212), se traduce en Marx en la novedosa atención a las relaciones sociales (el capital mismo concebido como una relación social) mediante las que los seres humanos reproducen materialmente sus condiciones de existencia, de tal modo que «no es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia» (ibid.: 21). Este desplazamiento del trabajo por la producción, esto es, la estructura de relaciones sociales que condicionan (bedingen) los cursos de acción de los seres humanos en una época determinada, el tránsito de la antropología y la dialéctica especulativa al mundo material de las relaciones sociales, se plasmará en los nuevos conceptos explicativos de fuerzas productivas y relaciones de producción (Ruiz Sanjuán, 2019: 140 y ss.). Pero esto, a su vez, se va a traducir en una nueva lógica expresiva y exógena que postula la primacía explicativa de las fuerzas productivas y la tecnología, como si el desarrollo de las mismas contuviera pulsiones emancipadoras (Acemoglu y Robinson, 2015), y la naturaleza adjetiva y vicaria de la política en relación con la economía: «El proceso de producción real [...] y la forma de intercambio que se corresponde a ese modo de producción […] genera, por tanto, la sociedad burguesa en sus diferentes niveles, como base de toda la historia y también de su acción como Estado» (Marx y Engels, 2014: 37).
Esta concepción materialista de la historia de finales de los años cuarenta resulta problemática no tanto por constituir una filosofía de la historia ominexplicativa, esto es, una suerte de alternativa materialista a la filosofía especulativa de Hegel, o por postular la supuesta dialéctica materialista o materialismo histórico que menudean en la tradición marxista posterior. Para Marx, la confrontación entre clases no constituye ni una «contradicción dialéctica», ni una «unidad negativa hegeliana de los dos lados de una contraposición (Gegenstand)» (Marx y Engels, 2014: 229), sino siempre un antagonismo político entre actores sociales generados a partir de las relaciones de producción (Elster, 1985: 43). Ahora bien, no podemos deducir de esto que las clases sociales sean consideradas ya desde el Manifiesto (Marx y Engels, 2018) como «categorías político-económicas de explotación y conflicto» en lineal continuidad con los Escritos políticos (Comninel, 2019: 136). Los problemas de este análisis inicial surgen, en primer lugar, de un visible inmanentismo teleológico que conduce a Marx a sostener la tesis de que, promovido por las contradicciones internas del capitalismo, operando como auténticas «leyes de hierro» del proceso histórico, resulta inevitable el colapso inminente del capitalismo, y el advenimiento de una sociedad comunista (Van den Berg, 2003). En segundo lugar, resulta en extremo problemática también la lógica explicativa estructural-funcionalista que el inmanentismo genera en la argumentación de Marx; esto es, la explicación de las instituciones y de las pautas de acción de los actores por las beneficiosas funciones latentes que desempeñan para el sistema capitalista o para las clases dominantes, lo que impide dar cuenta precisa, en términos de morfología de la explicación, de los mecanismos específicos que relacionan causa y efecto.
Podemos sintetizar las tesis de la concepción funcional-materialista de la historia (Cohen, 1978, Elster, 1985) que postula el primado de la producción en este primer paradigma marxiano, deudor de los trabajos para La ideología alemana y presente, sobre todo, en El manifiesto comunista y en La lucha de clases en Francia:
Las fuerzas productivas, y especialmente el perfeccionamiento de la tecnología, tienden a desarrollarse y progresar sin límites a lo largo de la historia.
La naturaleza de las relaciones de producción de una sociedad dada se explica funcionalmente por el nivel de desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas.
Las instituciones políticas y jurídicas se explican funcionalmente en razón de las relaciones de producción dominantes.
Cuando las relaciones de producción y las instituciones políticas de una sociedad entran en colisión con el desarrollo de las fuerzas productivas se producen las crisis estructurales que originan las revoluciones.
Este tipo de explicación se prolonga teóricamente, en el primer paradigma, en diversos postulados problemáticos. Entre ellos cabe destacar: a) la estructura de la explotación se traduce de modo inmediato en una correlativa estructura de intereses objetivos; b) las clases sociales, articuladas en torno a intereses compartidos en el ámbito de la producción, se convierten, sin apenas mediación alguna de otra índole, en actores políticos; c) las clases deben cumplir con su misión histórica, a saber, la burguesía con la revolución burguesa, el proletariado con la revolución comunista; d) este análisis alumbra un modelo simplificado del antagonismo fundamental entre dos clases sociales: la burguesía (propietarios de los medios de producción) y el proletariado (titulares de su sola fuerza de trabajo); e) de modo paralelo se postula la equiparación como capitalistas de sociedades, estructuras sociales y Estados muy diferentes: Inglaterra y Francia; f) la noción de Estado resulta despachada como mero «instrumento» de la clase dominante, «un comité que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa» (Marx y Engels, 2018: 49), y finalmente g) se sostiene que la ideología dominante en una sociedad es la ideología de la clase dominante, en cuanto «expresión ideal de las relaciones materiales dominantes» (Marx y Engels, 2014: 39; Marx y Engels, 2018).
Esta lógica y esta morfología de la explicación adoptadas por Marx a la altura de 1847-1848 posee no poco relieve tanto en la diagnosis como en la prognosis del curso de la historia política europea, reforzando el descubrimiento filosófico previo del proletariado como nueva clase dominante, protagonista de una ineluctable revolución social, al hilo de la asunción subyacente de que «la burguesía crea sus propios enterradores» (Draper, 2004: 95; Harvey, 2008: 12). En apretada síntesis, estas son las características del nuevo actor clasista emergente en la modernidad capitalista, visto desde el marco teórico productivista, es decir, los trabajadores:
Resultan explotados estructuralmente por su condición de no propietarios de los medios de producción y se ven obligados a vender una peculiar mercancía: su fuerza de trabajo.
Constituyen la mayoría de la población, producto tanto de la expulsión masiva de los campesinos de las tierras en las que trabajaban, cuanto de la proletarización de las clases medias.
Poseen los mismos intereses, cuya homogeneidad deviene constitutiva de una identidad colectiva como clase social proletaria.
Se concentran territorialmente en los nuevos centros de producción industrial intensiva: las fábricas.
«No tienen patria» («Die Arbeiter haben kein Vaterland») (Marx y Engels, 2018: 46), toda vez que «las diferencias y antagonismos nacionales desaparecen cada vez más con el desarrollo de la burguesía».
«No tienen nada que perder salvo sus cadenas» (Marx y Engels, 2018: 117).
Constituyen una clase universal, la única clase revolucionaria, representan a toda la sociedad pues las demás clases no burguesas se reducen o desaparecen con el progreso de la gran industria.
El desarrollo industrial no solo aumenta el número de proletarios y los concentra en masas cada vez mayores, sino que genera, más pronto que tarde, una potente conciencia de clase diferenciada sobre la base de sus intereses compartidos.
Por más que se admitan «fases sucesivas de desarrollo» (Marx y Engels, 2018: 61), el paradigma de la producción se traduce en una lógica explicativa mecanicista y sustancialista en la cual el papel primordial de la explicación viene proporcionado por el creciente desarrollo de las fuerzas productivas y su inevitable contradicción con las trabas impuestas por las relaciones de producción capitalistas. De este modo, la unificación, organización, liderazgo, toma de conciencia de clase y movilización revolucionaria del proletariado se contemplan como una mera cuestión lineal de tiempo, como un destino teleológico inscrito en la materialidad de la producción. Como se afirmaba en La Sagrada Familia: «No se trata de lo que este o aquel proletariado, o incluso todo el proletariado, considera actualmente como su objetivo. Se trata de lo que el proletariado es, y de lo que, de acuerdo con este ser, se ve históricamente obligado a hacer» (Marx y Engels, 2013: 87). Inmanentismo y filosofía de la historia se articulan en esta concepción de la conciencia de clase, de clase para sí que, por expresarlo con las conocidas palabras de Lukács, «convierte al proletariado en sujeto-objeto idéntico de la historia» (Lukács, 1985: XXIV).
Detengámonos brevemente en esta peculiar lógica de la acción colectiva. Por una parte, Marx, frente al socialismo utópico —cierto que con una valoración muy diferente de Owen, a quien admira, de Fourier o Saint-Simon (Roberts, 2017: 244)—, postula un argumento inmanente, centrado en las contradicciones internas de la sociedad capitalista, en lugar de formular una utopía más de una sociedad justa. Por otra parte, presupone que el proletariado, consciente del mecanismo interno de la explotación y la dominación capitalista, estará objetivamente interesado y motivado para participar en la revolución comunista. De ahí la reiterada insistencia en que «El comunismo no es un [...] ideal al que la propia realidad tenga que ajustarse. Llamamos comunismo al movimiento real («wirkliche Bewegung») que acaba por superar el estado actual de cosas» (Marx y Engels, 2014: 32). En definitiva, desde este marco teórico inmanentista las condiciones cognitivas de la revolución, la comprensión por parte del proletariado de sus intereses antagónicos con los de la burguesía, son condiciones necesarias y suficientes para la revolución (Elster, 1985: 350). El propio Marx, paradigma de la Ilustración radical, se autocomprende como científico al servicio de la causa obrera, analizando la estructura profunda del capitalismo y desvelando esas condiciones cognitivas. Desde esta perspectiva, «la ideología proletaria es, en sí misma, una no ideología, ciencia pura» (Balibar, 1990: 160). Pero esto tiene el altísimo costo de prescindir por completo de las condiciones de motivación y de los múltiples factores intervinientes en toda acción colectiva. La afirmación de que los proletarios no tienen «nada que perder salvo sus cadenas», implica tanto un análisis muy deficiente de los costos y beneficios, de las dificultades organizativas y estratégicas de la movilización política, cuanto la ausencia de discusión política alguna sobre los valores y principios socialistas (la igualdad, por ejemplo). Esto es, no se analiza en este marco teórico el ideal normativo de justicia o de la futura sociedad socialista, aquella en la que, según sus propias palabras, «el libre desarrollo de cada uno, será la condición del libre desarrollo de todos», que aporte los imprescindibles incentivos morales para la acción (Cohen, 2001: 102). Además, esta insistencia en las condiciones científico-explicativas de la revolución, no solo no habilita espacio teórico alguno para considerar su dimensión interpretativa —no digamos filosófica, dando pie a una posterior lectura del socialismo científico como materialismo dialéctico—, sino tampoco permite el irrenunciable pluralismo normativo y político de valores, principios y estrategias que se presenta en el curso contingente y conflictivo de la movilización.
Bajo estas premisas, la teoría primera de la revolución en Marx adquiere unos trazos muy problemáticos:
Revolución inevitable. La revolución constituye la expresión necesaria de una tensión profunda entre el desarrollo de las fuerzas productivas, las relaciones de producción y la superestructura política y jurídica: «Las fuerzas productivas de la sociedad, en el curso de su desarrollo, entran en contradicción con las relaciones de producción existentes y su expresión jurídica con las vigentes relaciones de propiedad. En lugar de factores de desarrollo estas relaciones se convierten en obstáculos para las fuerzas productivas. Se abre entonces una era de revolución social» (Marx, 1970: 34).
Revolución social. Esto es: no meramente política. Marx interpreta la revolución proletaria sobre el mito de la revolución burguesa, en concreto de la Revolución francesa de 1789-1793, elaborando simultáneamente los conceptos de revolución burguesa y revolución proletaria. Pero se subraya una fundamental diferencia entre ambas: solo la revolución proletaria puede dar a luz una verdadera revolución social (Marx y Engels, 2018: 32). Y ello, en razón de su capacidad de destrucción del entero modo de producción capitalista en todos sus niveles: económico, político e ideológico: «Todas las anteriores revoluciones dejaron intacto el modo de actividad y tan solo trataron de establecer otra distribución de esa actividad [...] la revolución comunista abole el trabajo y la dominación de clase al acabar con las propia clases sociales» (Marx y Engels, 2014: 61).
Revolución inminente. El paradigma de la producción diagnostica que la contradicción estructural entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción capitalistas está en primer plano en 1848, lo que se traduce en el pronóstico de que la revolución comunista, la revolución social, está en el orden del día. Las crisis del capitalismo, como se afirma en el Manifiesto, «en su recurrencia periódica ponen en peligro, de modo cada vez más amenazante, la existencia de toda la sociedad burguesa».
Revolución permanente. La tesis de la revolución permanente en Marx, aplicada a las revoluciones europeas de 1848, postula la continuidad secuencial entre la revolución burguesa y la revolución proletaria. Pese a la tesis del Manifiesto de que «mediante la revolución el proletariado se convierte en clase dominante», la formulación inicial de esta teoría sostiene que la burguesía derribaría el Antiguo Régimen y establecería un sistema de democracia liberal, lo que abriría la oportunidad política para que una coalición de republicanos y comunistas impusiera la república social. Sin embargo, la inesperada constatación de que la burguesía europea estaba haciendo por doquier múltiples concesiones al absolutismo, con tal de evitar una vitoria de las clases populares, llevará a Marx, patentizando una peculiar «volatilidad en su posición teórica» en estos años (Stedman Jones, 2017: 297), a defender una radicalización de los procesos de instauración de la república social como breve tránsito a la revolución proletaria. Esto le conducirá a abandonar, finalmente, la postulación de la alianza con los demócratas y los republicanos adaptada a cada país en favor de una lucha internacional cada vez más explícitamente comunista, liderada por los sectores más avanzados da clase obrera en Francia e Inglaterra (Davidson, 2012: 147).
Por último, hemos de abordar el problema del Estado en Marx desde el punto de vista de este marco analítico de la producción. Como resultado de su crítica previa a la concepción del Estado de Hegel como «la realidad de la idea ética», a aquella «subjetividad mistificada del Estado», a la «patente mistificación de la Constitución como un escalón en el currículo de la Idea» (Marx, 1978: 17), nuestro autor postula inicialmente «la democracia como el enigma cifrado de todas las constituciones» (ibid.: 36). Pero esta inversión de «partir del sujeto real para considerar después su objetivación», evoluciona, de 1842 a 1845, desde aquella inicial restitución de lo político en su autónoma sustantividad, frente a la teología y la filosofía, hacia una lectura de creciente subordinación de la esfera de la política a las fuerzas y relaciones productivas, donde, hipotecado por el «lugar empíricamente localizable, la producción [...], lo político recibe el estatuto de un elemento segundo y derivado» (Abensour, 2012: 179).
A resultas de este distanciamiento radical de la mistificación hegeliana, Marx profesa en los años de La ideología alemana una concepción en extremo simplificada del Estado capitalista. Así, el Estado se presentará en el Manifiesto comunista como mero instrumento inmediato de gobierno de la clase dominante. Todo ello se traduce en una concepción estrechamente clasista e instrumental del Estado: se sostiene la tesis de que, en definitiva, «el Gobierno del Estado moderno no es más que un comité que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa». Ahora bien, resulta preciso subrayar que Marx no emplea el término dictadura del proletariado hasta los años cincuenta, para sustituir el concepto de dominación (Herrschaft), que es, por cierto, el que aparece en el Manifiesto. Diktatur, por lo demás, poco tiene que ver con la significación de gobierno autoritario unipersonal que adquiriría mucho tiempo después, en siglo xx, y daría pie a la relectura de Marx desde la experiencia leninista y estalinista de partido único. Marx, deudor del instrumentalismo de su paradigma de la producción, lo utiliza como expediente extraordinario en una situación de emergencia, autoritario y ajeno a la división de poderes, así como al Estado de derecho, engañosamente evocador de la antigua Roma. Quizás lo más importante a estos efectos, conjuntamente con el no lugar teórico sustantivo para el Estado, sea el hecho de que Marx no incorpora rasgo alguno de dictadura pedagógica, tan frecuente en la época, visible en autores como Babeuf o Blanqui (Hunt, 1974; Draper, 1985).
El problema central de esta concepción instrumental proviene de que las nociones de dominación de clase o comité de negocios resultan deudoras ambas de un concepto de clase, ora la burguesía, ora el proletariado, que se entiende preconstituída de antemano. Esto es, unificadas y organizadas desde el substrato geológico mismo de las relaciones de producción. Unas clases devenidas, sin mediación alguna, en actores políticos a los que solo falta el instrumento de gobierno, adjetivo, elemental y transparente para imponer sus intereses respectivos. De ahí las tesis del «proletariado organizado como clase dominante» abocado a «centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado» (Marx y Engels, 2018: 89). Esta concepción desatiende el pluralismo ideológico, la diversidad y naturaleza contradictoria de los intereses de clase, los cuales no se encuentran simplemente constituidos ex ante para, a continuación, poder realizarse mediante una decisión política unívoca y necesaria. Se desconsidera, así, tanto el complejo proceso pluralista y democrático de construcción política, filtrado y selección organizativa de los intereses de clase mediante movilización, liderazgo y conflicto, como los mecanismos de intermediación de intereses propiciados por el Estado y los muy dispares resultados de las luchas políticas inscritas en su materialidad institucional.
Al mismo tiempo, la visión instrumental del paradigma de la producción procede a un non sequitur de la mano de un salto epistemológico entre la naturaleza no neutral del Estado y la consideración del mismo como una caja negra que se limita, de modo mecánico, elemental y transparente, a tomar decisiones favorables para los intereses de la clase dominante. Esta perspectiva se traduce en una total desconsideración de los complejos mecanismos y legados históricos de la institucionalización del Estado, su específica dependencia de senda, su naturaleza estratégica y relacional. También en la desestimación de su condición de forme que entrâine le fond, que elabora, bajo la pretensión del bien común, un interés general en el que compiten diversas opciones de políticas públicas y estrategias alternativas. Finalmente, la concepción instrumental del Estado resulta incapaz de dar debida cuenta de la heterogénea naturaleza de su materialidad institucional en otro sentido: bloquea el desarrollo de un horizonte teórico republicano propio para el movimiento obrero, a la sazón a la orden del día en 1848. Desatiende el hecho de que en el Estado están inscritos, además de los intereses de las clases dominantes, los resultados de las luchas populares con sus éxitos y sus fracasos; las luchas, por ejemplo, por el sufragio universal, por la república, por la división de poderes, por los derechos políticos de libertad de expresión, de reunión, de asociación, de manifestación, por la libertad nacional, etc. Precisamente, desconsidera aquellas luchas políticas —desde la derrota húngara hasta la victoria austríaca sobre el movimiento de liberación italiano, pasando por el fracaso de los republicanos de la Montaña en París el 13 de junio o la derrota del levantamiento contra la Constitución del Reich— que constituyeron el eje de las revoluciones de 1848 en toda Europa (Claudín, 1975: 250; Sigmann, 1977: 259).
La república significa en general la forma política de subversión de la sociedad burguesa y no su forma conservadora de vida.
Karl Marx, El 18 de Brumario de Luis Bonaparte
La aportación fundamental de los escritos políticos de Marx reside —fiel como nunca a su lema «De omnibus dubitandum» en la permanente procura de socavar certezas— en la elaboración de un marco teórico autocrítico y alternativo al sustancialista y mecanicista paradigma de la producción que acabamos de analizar. Ya en el Manifiesto comunista se apuntaba una eventual mirada menos economicista, de la mano de afirmaciones como «toda la lucha de clases es una lucha política» («jeder Klassenkampf ist aber ein politischer Kampf») (Marx y Engels, 2018: 65). Pero será en La lucha de clases en Francia y, sobre todo, en el 18 de Brumario de Luis Bonaparte y en La guerra civil en Francia donde se elabore progresivamente un nuevo marco teórico, al que denominaremos paradigma de la lucha de clases. En esta nueva perspectiva, sin abandonar el distintivo relieve explicativo de un análisis clasista mucho más sofisticado, se reconocerá una sustantiva autonomía para la política, bien diferente a su previa consideración adjetiva y derivada de la producción. Se trata de una visión fragmentaria, no de una teoría sistemática de la política y el Estado en el capitalismo. No obstante, suministra aportaciones muy renovadas y de extraordinaria lucidez que trataremos de explorar en lo que sigue mediante una apropiación crítica de sus principales argumentos y conceptos. Mostraremos cómo en estos textos surge inequívoca una teoría política republicana de la libertad como no dominación, anclada en el descensus ad inferos de la estructura del modo de producción capitalista que Marx analiza en El capital (Roberts, 2017: 231). Un análisis de la realidad política a la que, más allá de cualquier dicotomía realidad/apariencia, esencia/manifestación (Ramas, 2018:117), resulta consustancial la dimensión ilusoria del fetichismo de la ciudadanía libre e igual y el misticismo de la neutralidad del Estado, del mismo modo que lo es el fetichismo de la mercancía y la mistificación del valor para la crítica de la economía política (Zizek, 1989: 25; Heinrich, 2019: 262).
En su día, Louis Althusser llamó la atención sobre el hecho significativo de que en los escritos políticos de Marx
la contradicción capital-trabajo nunca es simple, sino que se encuentra siempre especificada por las formas y las circunstancias históricas concretas en las que se produce. Especificada por las formas de la superestructura (Estado, ideología dominante, religión, movimientos políticos organizados etc.). Especificada por la situación histórica externa e interna que la determina en función del pasado nacional respectivo (revolución burguesa realizada o no […], costumbres locales, tradiciones nacionales específicas, repertorio propio de las luchas y los comportamientos políticos), así como del contexto mundial del momento (Althusser, 1967: 86).
Pues bien, sostenemos que se trata de algo más que mera especificación o sobredeterminación para alcanzar una auténtica dimensión ontológica y constitutiva. En estos textos, Marx postula una determinación compleja de la política en la que, al igual que sucede en su crítica de la economía política, la apariencia, el movimiento, el discurso, la ideología, la interpretación son directamente constitutivas, no meramente expresivas de lo real. También aquí, en el ámbito de la política, en buena medida los seres humanos «no lo saben, pero lo hacen» («Sie wissen das nicht, aber sie tun es») (Marx, 1984: 88).
Veamos con algún detalle las novedades que introducen estos nuevos argumentos en torno a los tres elementos centrales de nuestra investigación: las clases, la revolución y el Estado.
Lo primero que resulta preciso subrayar es el muy aquilatado análisis de clase que se presenta en los escritos políticos de Marx. Podemos observar, ante todo, una mayor complejidad del paisaje clasista que, a diferencia del Manifiesto y textos anteriores —excepto alguna referencia en passant sobre el lumpenproletariado o a la pequeña burguesía— deja de pivotar estructuralmente en torno a dos protagonistas prácticamente exclusivos: burguesía y proletariado. En efecto, en estos textos se adopta un esquema ampliado de cinco o incluso seis clases en presencia: burguesía, proletariado, pequeñaburguesía, lumpenproletariado y, con decisivas pero iluminadoras reservas conceptuales, la no-clase del campesinado y la casta de los funcionarios públicos. Estas clases resultan consideradas ahora como actores autónomos en el escenario político francés, alguno de los cuales no se derivan mecánicamente de su funcionalidad directa para el modo de producción capitalista (lumpenproletariado, pequeña burguesía, campesinado).
Resultan muy significativas, a los efectos del emergente concepto de clase, las características negativas que Marx, en El 18 de Brumario, considera que privan al campesinado de constituir una tal entidad en el riguroso sentido del concepto: a) viven en el mismo medio e idéntica situación, pero su modo de producción y de vida los aísla a unos de otros constituyendo «un simple agregado de unidades del mismo nombre como las patatas en el interior de un saco de patatas»; b) no poseen una cultura común y unos intereses compartidos que los enfrenten, de modo diferencial, a otras clases, pero comparten una común reticencia ante las capas urbanas pequeñoburguesas y proletarias en cuanto beneficiadas por el sistema; c) carecen de representación política por sí mismos, pero delegan su representación a una autoridad fuerte, incluso dotada de un poder ilimitado. Se deduce de ello que el proletariado ha de reunir también esas características, en absoluto dadas de antemano, para formarse como clase en sentido estricto.
Pero es más, esa clase que no lo es, ese campesinado supuestamente destinado a desaparecer con la generalización del capitalismo, se transformará en un inesperado actor políticamente decisivo, el principal apoyo del II Imperio en Francia, con motivo no solo de cambios institucionales (el sufragio universal), sino del trabajo político de movilización, organización y liderazgo desarrollado por Bonaparte. Marx analiza de forma pormenorizada como Napoleón III unifica bajo su égida irresistible e inesperada al campesinado francés: a) movilizando discursiva y políticamente la ilusión de una defensa de la pequeña propiedad parcelaria, del pueblo contra la élite de los latifundistas; b) predicando la panacea de la bajada de impuestos (no en vano «Abajo los impuestos» fue uno de los eslóganes principales del programa electoral de la victoria presidencial de Luis Bonaparte en las elecciones de 1848); c) invocando retóricamente los recuerdos de la Grand Armée napoleónica, point d’honneur histórico del campesinado, así como reactivando los sueños perdidos de la grandeur del Imperio y el nacionalismo unitarista francés, y d) presentándose como garante de la seguridad, del orden público militarista en un Estado férreamente centralizado.
Pero aquí no solo se toma en consideración un espectro más amplio de clases en presencia, sino que las propias clases no se conciben como totalidades dadas, homogéneas y suturadas, sino, en luminosa expresión, como «una combinación de sustancias sociales heterogéneas», articuladas por intereses económicos, tradiciones políticas, lealtades institucionales y rasgos culturales. Así, por ejemplo, en la Francia de los años cincuenta Marx observa que la gran propiedad territorial, de modo muy semejante a lo que sucede en Inglaterra, pese a «su coquetería feudal y su orgullo de casta», ya dejaba de constituir una clase aristocrática, reformulándose bajos sus viejos títulos hereditarios, como una fracción diferenciada de la burguesía: la burguesía agraria dependiente ahora de la renta capitalista, que no feudal, de la tierra. Estos grandes latifundistas mantenían, sin embargo, una tradición política y cultural legitimista, borbónica, a diferencia de la burguesía industrial y financiera que resultaban herederas de la Monarquía de Julio y se decantaban políticamente como orleanistas. Por otra parte, la burguesía financiera competía en todo momento por la hegemonía con la fracción de la burguesía industrial, defendiendo no solo intereses económicos muy diferentes, sino poseyendo su distintivo habitus cultural, su propio discurso, portavoces y mecanismos de representación.
Otro tanto acontece con la pequeña burguesía, escindida políticamente entre el sector republicano (La Montaña), depositario de la narrativa, tradición y simbolismo de la Revolución francesa, y otros sectores de la misma que apoyaban, también por razones políticas (orden público, defensa de la propiedad) a Bonaparte. Pero resulta aún más significativo, respecto a la pequeña burguesía francesa, el modo en que Marx llama la atención sobre la distancia social, política y cultural entre los representantes políticos e intelectuales de una clase y la clase misma: los portavoces no tienen por qué ser miembros ellos mismos de la clase, configurándose como meros transmisores de intereses preconstituidos, pues lo que los hace representantes de la pequeña burguesía es su discurso, cultura y visión política que los impulsa a coincidir y a su vez a formular creativamente los problemas y soluciones propuestos en la coyuntura. Esta posición resulta, por lo demás, generalizable: «Tal es, en general, la relación existente entre los representantes políticos y literarios de una clase con la clase que representan» (Marx, 2003: 89). Este argumento resulta capital para el nuevo marco teórico de Marx en los escritos políticos: la representación en todos sus órdenes no puede reducirse a expresión directa, reflejo de intereses económicos subyacentes, sino que constituye una dimensión propiamente política, creativa, siempre abierta, mediante una historia específica, de liderazgo, de discurso y confrontación ideológica y cultural. Esto es, la representación es resultado de complejos procesos de producción política de las preferencias, que filtran, seleccionan y jerarquizan los intereses de clase relevantes en cada coyuntura.
Se presenta, así, un concepto de clase, en estado práctico, nunca teorizado del todo, que no se reduce a la inmediatez de la posición ocupada en las relaciones de producción, sino que se construye (y deconstruye) históricamente mediante un proceso multicausal en la esfera da política: de representación, creación de identidad, cultura, tradición histórica, complexo mítico-simbólico específico, etc. Las clases, para el Marx de los escritos políticos, proceden, de modo mediato, de una eventual matriz de intereses compartidos y el potencial de movilización que nace de aquella, pero que tiene que ser actualizado políticamente. Ese tránsito dista mucho de constituir una mera exteriorización o expresión, un mero traslado de la estructura a la identidad colectiva y de la identidad a la acción. Los intereses e identidades resultan no solo son rearticulados en demandas específicas, sino modulados y transformados en el seno de una estructura de oportunidad política más o menos favorable, mediante mecanismos performativos de organización, liderazgo y movilización, así como de un discurso que unifique, enmarque y dote de sentido a los rasgos de esa identidad de clase. Esta última, además, se desarrolla siempre en competencia con otras posibles identificaciones (nación, religión, etc.) (cfr. figura 2).
Resulta de gran interés, a estos efectos, el nexo que media entre lo que Marx sostenía en La ideología alemana, «las circunstancias hacen a los seres humanos en la misma medida en que los seres humanos hacen sus propias circunstancias» (Marx y Engels, 2014: 36), y lo que ahora postula en el célebre comienzo de El 18 de Brumario: «Los seres humanos hacen su propia historia, pero no la hacen libremente, en circunstancias libremente elegidas, sino en circunstancias encontradas, dadas, heredadas. Las tradiciones de las generaciones muertas gravitan como una pesadilla sobre el cerebro de los vivos» (Marx, 2003: 39). Se postula aquí una relación entre, por una parte, las circunstancias materiales que condicionan la acción humana, condiciones que resultan, a su vez, producto de la actividad anterior y resultan transformadas, de nuevo, por la acción de los seres humanos. Las precondiciones materiales constituyen, en definitiva, «condiciones de su autoactivación («Selbstätigkeit») que son producidas por esa misma autoactivación». Por otra parte, los seres humanos hacen («machen») la historia, transforman la realidad, no son simples «portadores de estructuras» destinados a reproducir fatalmente el sistema, pero tampoco seres libres realizando la hazaña de la voluntad. Para Marx, la historia humana no se adapta ni a la narrativa whigh de la «historia de la libertad», ni a la hegeliana «astucia de la Razón», ni al kantiano «plan oculto de la naturaleza». Pero lo que resulta más significativo de todo es que Marx añade, entre las circunstancias recibidas que precondicionan a la acción, no solamente el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, sino la herencia cultural, «la tradición de las generaciones muertas» (Dardot y Laval, 2012: 208).
Las clases sociales, en suma, para el Marx de los escritos sobre Francia, son, en rigor, fenómenos políticos en curso, «no una cosa, sino un acontecer» (Thompson, 1963, 2012: 7), un proceso de identificación disputado, abierto y contingente. Y en este proceso histórico de autoactivación, de autoconstitución («Selbstätigung») cobra especial relieve la crítica al socialismo utópico que ya se apuntaba en el Manifiesto; a saber: no solamente se le reprocha obviar las condiciones materiales de la revolución, sino desatender, precisamente, el papel ontogenético del propio antagonismo. La lucha de clases no consiste en una mera erupción magmática que estalla en la corteza de la esfera política, gestada en las profundidades geológicas del modo de producción, una mera salida a la superficie de preferencias e identidades latentes en la infraestructura, sino un factor decisivo en la conformación de las clases y la producción política de sus intereses. Repárese en cómo lo postula el propio Marx en La lucha de clases en Francia: «Generando un adversario, en la lucha contra el cual el partido de la subversión maduró, convirtiéndose en un partido verdaderamente revolucionario» (Marx, 1985: 85). Y en El 18 de Brumario será, precisamente, la amenaza de la movilización de las clases populares la que provoque el nacimiento de la burguesía como clase unificada en singular, haciendo pasar a segundo plano las diferencias económicas, políticas y culturales de no escaso relieve entre su fracción industrial y su fracción financiera, entre legitimistas e orleanistas.
La potencialidad de este nuevo análisis de clase como proceso se verá reforzada teóricamente en los escritos políticos por una reflexión más elaborada y compleja sobre la revolución que se distancia, de nuevo, de los postulados del Manifiesto. El horizonte revolucionario deviene precario deudor de múltiples factores, como se constata con frustración apenas contenida en el prólogo de La lucha de clases en Francia: «¡Derrota de la Revolución!» (Marx, 1985: 85). En efecto, los desajustes entre las expectativas y el curso de los acontecimientos se acumulan: a) la burguesía no cumple su misión histórica, la revolución burguesa, y por el contrario se alía sistemáticamente con el absolutismo o bien con nuevas formas de autoritarismo populista; b) el proletariado no es capaz de movilizar su propia revolución comunista; c) Francia y no Inglaterra será la cuna de las revoluciones por mor de factores estrictamente políticos, no económicos, por lo que Marx se verá obligado a constatar que, pese a disponer los ingleses «de todas las condiciones materiales para la revolución social, les falta identidad, sentimiento colectivo y pasión revolucionaria», y d) en último lugar, pero no menos importante, las revoluciones que se desencadenan en el incierto y cambiante horizonte de la época no resultarán deudoras de una crisis económica del capitalismo, que a la sazón comienza una época de despegue sostenido, sino de la crisis política del entramado del Antiguo Régimen.
Especial mención merece, en este orden de cosas, la reconsideración marxiana de la cuestión nacional. Desde 1848 a 1870 se produce una evolución del pensamiento de Marx al hilo de la cuestión irlandesa, que lo llevará a distanciarse radicalmente de la lapidaria aseveración del Manifiesto comunista: «Los trabajadores no tienen patria» (Marx y Engels 2018: 42), así como del ingenuo internacionalismo de 1848. Este proceso será paralelo a la reformulación de las complejas relaciones clase/raza/nación en la guerra civil americana, con la constatación, pese a los esfuerzos de Lincoln, de la primacía del nacionalismo («América») entre los demócratas y los republicanos, esto es, del peso decisivo del unionismo —«fight for the Union, not for the Negro»— sobre el abolicionismo, por no hablar de los siempre preteridos derechos de los trabajadores libres (Blackburn, 2011: 35). En los años cincuenta, la posición política de Marx, si bien asumía un apoyo genérico a la lucha nacional de Irlanda contra el Gobierno británico, se mostraba muy crítica con el nacionalismo católico de O’Connell desde el análisis de clase heredado del inicial paradigma de la producción. Puede comprobarse esto, por ejemplo, en la posición adoptada sobre los conflictos agrarios de Irlanda, subrayando que el factor determinante era la contradicción entre los terratenientes y los trabajadores del campo, lucha que resultaba transversal a la cuestión nacional, toda vez que muchos de los propietarios eran irlandeses y no ingleses (Anderson, 2016). En lo que respecta a las luchas del proletariado, Marx entendía que la unificación económica entre Inglaterra e Irlanda debía traducirse necesariamente, por encima de cualesquiera diferencias nacionales, en una unidad de acción entre las clases obreras irlandesa e inglesa. A finales de los años sesenta y en la década de los setenta, esta posición cambia de modo notorio. Ahora, en efecto, el progreso político de la clase obrera inglesa, hondamente dividida por la cuestión irlandesa por mor de la masiva emigración a Inglaterra de trabajadores irlandeses, se hace depender de la disolución de la Unión y el establecimiento de una «relación federal libre», «una federación» (Marx y Engels, 1979: 138). Marx constata la patente anomalía respecto a su teoría productivista inicial de que en el curso de la lucha de clases la identidad nacional se imponía políticamente una y otra vez sobre la identidad de clase obrera, generando antagonismo interno y divisiones insuperables en el seno de esta última. Por una parte, los trabajadores irlandeses emigrantes mantenían una fuerte identidad nacional, mientras que los trabajadores ingleses los miraban con desconfianza por arrebatarles, supuestamente, puestos de trabajo o bajar los salarios (Marx y Engels, 1979: 213). Todo ello le conduce a cambiar drásticamente de opinión a partir de 1869: «La clase obrera inglesa no conseguirá nada hasta que no se libre de Irlanda» (ibid.: 193). Marx valora la dimensión nacional y las reivindicaciones nacionalistas como uno de los componentes fundamentales —conjuntamente con las luchas democráticas en pro de la república o el sufragio universal— de la revolución internacional (Benner, 1995: 195).
Cambios aún más profundos se producirán en los escritos políticos de Marx en el tema de la revolución. En La lucha de clases en Francia aún se mantiene un aliento optimista al hilo de la idea de que «las revoluciones son las locomotoras de la historia», y su correlato: la asunción de la inminencia, pese a todas las derrotas, de la inevitable «dictadura de clase del proletariado como punto necesario de transición para la supresión de las diferencias de clase en general y para la supresión de todas las relaciones de producción sobre las que estas descansan». Sin embargo, en El 18 de Brumario el análisis cambia de modo muy significativo, constatándose ahora que «la revolución se mueve en sentido descendente […] en movimiento de retroceso». Y la argumentación se reconstruye de modo mucho más complejo:
Las revoluciones proletarias, como las del siglo xix, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente en su desarrollo, vuelven sobre lo que parecía acabado, para comenzarlo de nuevo [...] parece que solo derriban a su adversario para que este saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a alzarse más gigantesco, si cabe, frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la enormidad de sus propios fines [...] (Marx, 2003: 45).
Pero, ¿qué es lo que explica este fracaso de la revolución permanente? La respuesta de Marx es ahora muy matizada. Por una parte, falta «el punto de partida revolucionario, la situación, las relaciones, las condiciones sin las cuales no adquiere un carácter serio la revolución moderna» (ibid.: 87). Pero el sentido descendente de la revolución no apunta solamente a la falta de precondiciones económicas, sino a un empeoramiento de la correlación de fuerzas para el proletariado, a un descenso cuantitativo de apoyos, a cambios políticos cualitativos en la composición del bloque de clases que respalda masivamente al presidente y posterior emperador. Puede comprobarse, por ejemplo, cómo explica Marx el masivo soporte (recordemos, más del 75 % de los votos) a Luis Bonaparte en las elecciones do 10 de diciembre de 1848: no se trata tan solo de una «reacción de los campesinos», de una mera «reacción del campo contra la ciudad». Intervienen muchos más grupos de apoyo en tumultuosa concurrencia, configurando un escenario muy abigarrado: la gran burguesía, que veía en Bonaparte el deseado retorno de la monarquía frente a la república; los «100 000 miserables del lumpenproletariado», que integran las violentas escuadras de choque de la Sociedad del Diez de Diciembre al servicio del emperador; el Ejército, que abrigaba renovadas expectativas de recuperar su prestigio perdido, la siempre aplazada subida salarial y el estatuto político-simbólico de la Grande Armée; la «casta artificial» de los más de 500 000 funcionarios, que integraban la «extensa y ramificada maquinaria del Estado», en incesante crecimiento, que recibiera promesas de mejoras salariales y promociones internas varias; añádanse la Iglesia y el clero, que soñaban con el retorno de la France catholique; en fin, sectores de la pequeña burguesía y del propio proletariado que, atraídos por el antagonismo retórico entre pueblo y opresores, demandaban una alternativa a Cavaignac, seducidos por el mensaje populista del slogan electoral de Bonaparte de «No más impuestos, abajo los ricos, abajo la república, larga vida al emperador».
Al novedoso análisis de toda esta variopinta coalición de apoyos políticos múltiples, articulados por la figura carismática del líder salvador, y al complejo proceso de reconstrucción de intereses e identidades que se traducirán en el apoyo masivo a Bonaparte desde 1848 a 1871, facilitado por los cambios políticos constantes introducidos por el emperador, Marx añade una insólita atención a la eficacia política movilizadora de la dimensión mítica, al relieve que adquieren en aquella coyuntura las manifestaciones culturales, los mecanismos de dotación de sentido, el enfrentamiento entre imaginarios, la potencia de los poderes simbólicos desplegados en la lucha (Cohen, 1982: 118), así como el papel capital de los complejos normativos en disputa (Rundell, 1987: 162). Ya nos hemos referido a aquella «tradición de las generaciones muertas que oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos», pero el innovador análisis de La lucha de clases en Francia y, sobre todo, El 18 de Brumario de Luis Bonaparte añaden muchos otros factores de esta índole; a saber: la «poesía del pasado», «la memoria napoleónica», el recuerdo de la Montaña durante la Revolución francesa, «el mito del sable», «los campesinos-soldados convertidos en héroes» por la Grand Armée, «la veneración supersticiosa del pasado», la «música y banderas y los gritos de Vive l’Empereur!», «el culto al manto imperial de Napoleón», el mito del «benefactor patriarcal» del pueblo, «los viajes principescos por provincias», «el mito del pueblo unido» frente al «enemigo exterior», «la poesía de la guerra», «la memoria da Nación», «la patria, el patriotismo» que cohesionan una impensable identidad colectiva por encima de los intereses individuales y de clase; finalmente, el manejo estratégico de las emociones negativas como el miedo («al socialismo», al «desorden», al «proletariado», «a la revolución» etc.) y el resentimiento («del campo contra la ciudad»).
En su análisis de la Comuna en La guerra civil en Francia (1871), escrita veinte años después de El 18 de Brumario, Marx expande aún más su análisis de la lucha de clases y la revolución en, al menos, tres aspectos: a) articuladas con las luchas de los trabajadores de París, ahora los aspectos normativos, culturales y organizativos de la sociedad civil (los clubes, las asociaciones de vecinos, las sociedades), las ideologías transversales como el republicanismo (frente a monárquicos y «rurales»), o la defensa de instituciones cívicas como la Milicia Nacional (Johnson, 1996), desempeñan un papel explicativo clave, por momentos predominante; b) de modo paralelo al «curso descendente» de la revolución obrera y la desarticulación organizativa del proletariado en 1871, comparada con la de 1848, se incorpora una novedosa atención al carácter urbano y democrático-municipalista de la revuelta, los reclamos y las identidades colectivas derivadas de las comunidades de los distritos periféricos, las protestas de los expulsados por la reconstrucción de París en el II Imperio (Haussmann), o las demandas de autonomía municipal (Gould, 1995; Harvey, 2006), y c) finalmente, pese a considerar la Comuna como «esencialmente un gobierno de la clase obrera», «el París de los obreros, con su Comuna» etc., Marx desarrolla un análisis muy matizado del experimento democrático en curso: «El gobierno del pueblo para el pueblo», como la «verdadera representación de todos los elementos sanos de la sociedad francesa» (GCF 75). Esta perspectiva de clase ampliada al «pueblo de Paris» le permite introducir una argumentación más compleja de la transversalidad de aquella movilización, dando cuenta, por ejemplo, de la participación da «clase media de París: tenderos, artesanos, comerciantes, con la sola excepción de los capitalistas ricos» (Marx, 2011: 75). Sectores todos ellos que darían lugar a la formación organizativa de la Unión Republicana, aliada con la causa de la Comuna. El communard francés Lissagary, militante socialista, reflejaría muy bien en la obra de referencia, Histoire de la Commune de 1871 publicada en 1876 (Lissagaray, 2000: 17), este proceso de lógica política inclusiva de la acción colectiva —«La plus haute marée du siécle»— subrayando la presencia activa de sectores de las capas medias e incluso jóvenes de la burguesía (estudiantes) que, incorporados por el propio proceso de movilización, «se han pasado al bando del pueblo».
Llama la atención cómo, dada la brevedad de la insurrección, Marx emplea el tiempo condicional para apuntar que la Comuna podría captar también cierto apoyo del campesinado, convirtiéndose en su aliado natural por sintonizar eventualmente con las políticas públicas previstas en las discusiones de los insurgentes parisinos (reducción de impuestos en el campo, conversión de los notarios y los abogados en agentes públicos municipales, elección de los jueces y de los gobiernos locales, escuela pública laica, descentralización política mediante comunas rurales dotadas de autonomía, etc.). Finalmente, Marx muestra una decidida ampliación de su anterior análisis de clase, atendiendo, más allá del proletariado industrial, ciertamente reducido en el París de la época, a la abigarrada coalición urbana integrada por un conjunto de clases artesanas de trabajadores especializados, obreros de la construcción e del metal congregados con motivo las obras de remodelación de la ciudad, así como sectores varios de la pequeñoburguesía, intelectuales, funcionarios de escalas menores, tenderos, etc. (Tombs, 1999). El nuevo paradigma (figura 2) que aquí se alumbra —las clases resultan entendidas, no como mera determinación socioeconómica, sino como el resultado contingente de un proceso político de luchas y movilizaciones sin fin— se patentiza en la propia oscilación y plasticidad terminológico-conceptual con que se designa al sujeto colectivo emergente de la Comuna en La guerra civil en Francia: «trabajadores», «proletariado», «pueblo», «partido» o «París».
En una carta a Bolte, del 23 de noviembre de 1871, Marx sintetiza este nuevo marco teórico de la lucha de clases de modo inmejorable:
Todo movimiento en el que la clase trabajadora, en cuanto clase, se enfrenta a la clase dominante […] es un movimiento político […]. El movimiento en favor de una ley de las ocho horas es un movimiento político. De este modo, al margen de las movilizaciones económicas de los trabajadores, emerge por doquier un movimiento político […]. Pese a que esos movimientos presuponen un cierto grado de organización previa, constituyen a su vez un medio de desarrollar esa organización (Thomas, 1994: 109).
Veamos ahora el problema del Estado, pues en el paradigma de la lucha de clases, emergente en los escritos políticos, Marx postula, asimismo, una novedosa concepción no instrumental y republicana, que conecta, de modo interno y conceptual, con las aportaciones fundamentales de su crítica de la economía política (Thomas, 1994: 73). Más allá de la constatación empírica del hecho de que la burguesía prescindiera, por razones de supervivencia como clase, del ejercicio directo del poder (Francia) o se abstuviera de tomarlo (Alemania), surge una incipiente, nunca desarrollada teóricamente de modo sistemático, teoría estratégico-relacional del Estado a partir de los años cincuenta.
La argumentación que Marx desarrolla en estos años, sobre la estructura del modo de producción capitalista, parte de: a) la tesis de que el capitalismo «se fundamenta en la separación formal de las esferas económica y política de la sociedad» (Comninel, 2019: 237); y de b) la tesis de la conexión causal entre la esfera de la circulación, en la que se relacionan seres humanos «libres e iguales», y la esfera de la producción, donde impera la desigualdad derivada de la escisión entre clases poseedoras de medios de producción y clases «poseedoras» de su sola fuerza de trabajo. Así, mientras en la esfera de la circulación se realiza un intercambio de equivalentes (salario por fuerza de trabajo) entre ciudadanos libres e iguales, en la esfera de la producción la realidad resulta bien diferente: los individuos se dividen y enfrentan colectivamente como clases sociales mediante relaciones de dominación y explotación. En este último ámbito productivo, que para Marx resulta el decisivo desde el punto de vista de la explicación, los trabajadores ni son ni iguales ni libres, ni capaces de poner precio justo al vender su fuerza de trabajo. Ambos aspectos están conectados de modo causal: la división en clases de la sociedad capitalista explica la aparición del derecho igual, del individuo libre, del ciudadano. Ahora bien, la ausencia de coacción extraeconómica, en sentido estricto, en la explotación capitalista, toda vez que el Estado —en el capitalismo maduro— no es un instrumento directo de extracción de plusvalía, se traduce en que aquel no constituye, en modo alguno, una relación de producción, sino un ámbito institucional de síntesis y filtro estructural selectivo de los antagonismos y luchas sociales y políticas, que interviene con autonomía relativa en cada país. Se trata de un análisis complejo que va mucho más allá de una mera «state autonomy associated with Marx’s general concept of alienation» (Meckstroth, 2000: 83). En efecto, Marx separa teóricamente la ilusoria identificación entre derecho y capitalismo y la herencia ilustrada del Estado de derecho, el derecho igual («gleiches Recht») del mundo estructuralmente desigual del capitalismo: «Para Marx no solo resulta imposible deducir el capitalismo de los conceptos de libertad, igualdad y autonomía, sino que incluso la mera compatibilidad entre el capitalismo y esos principios resulta puramente ficticia. Lo que su obra vendría a mostrar es más bien que el concepto de capitalismo resulta radicalmente incompatible con los principios más básicos del Estado civil» (Fernández Liria y Alegre, 2011: 22). En definitiva, el capitalismo genera nuevas formas de dominación y no solo de explotación: la dominación impersonal de los mecanismos del mercado en los ámbitos de la producción y el consumo, la dominación de la forzada venta de la fuerza de trabajo, la dominación en el seno del trabajo fabril, etc.
Para el Marx de este segundo paradigma, la neutralidad del Estado no constituye una mera apariencia de ciudadanos libres e iguales, sino una determinación que constituye la propia realidad política (Zizek, 1989: 25; 1994: 15), y resulta una, podríamos decir, «conciencia falsa necesaria», «no defectuosa», «inherente», «indiscutible» (Sohn-Rettel, 1980: 196), el fundamento constitutivo mismo de la escisión de la sociedad en clases, del dominio y la explotación capitalistas. Opera a través de un mecanismo de mistificación, a saber: una inversión que oculta una relación social y política esencial.
Y, como tal, no es una ideología, un simple engaño del libre mercado que encubre una realidad efectiva de explotación y dominación entre clases: «Es la misma realidad que se manifiesta como invertida o contraria a lo que es [...], no es sino la propia realidad apareciendo de cierto modo peculiar, a saber, invertido» (Ramas, 2018: 117). Más allá de una mera relación esencia/apariencia, el Estado se presenta de modo invertido como una instancia neutral situada por encima de las clases, aparece como una necesaria ilusión de igualdad y «libertad de los modernos», porque así cumple con la necesaria funcionalidad, en el ámbito de la circulación, de generar un mundo de equivalentes que se intercambian individualmente en el mercado trabajo a cambio de salario y oculta, así, la relación de dominación, subordinación y explotación entre clases. Para Marx, a diferencia de Hegel, la «luz del Estado» no solamente no resuelve las contradicciones de la sociedad civil, sino que constituye un mecanismo fundamental de la reproducción del entero sistema capitalista. Pero, precisamente por esto, la respuesta de Marx al problema de la neutralidad del Estado, a estas alturas, no puede ser la que se proponía en la época del Manifiesto (la concepción instrumental, el Estado como caricaturesco comité de negocios de la burguesía). Tampoco cabe ahora su corolario: la dictadura del proletariado como puesta a disposición de la misma maquinaria del Estado al servicio del proletariado alzado en clase dominante. En suma, la explicación de la «apariencia», de lo que el joven Marx llamara «piel de león política» en La cuestión judía, requiere dar debida cuenta de la peculiar autonomía con que procede la materialidad institucional del Estado como mecanismo complejo de intermediación de intereses. En el capitalismo maduro el Estado no precisa intervenir como coacción extraeconómica, pues se edifica sobre «la violencia muda de las relaciones económicas»; el poder del Estado permanece como una propiedad estructural, selectiva y disposicional que no precisa ser actualizada empíricamente de modo cotidiano.
La neutralidad se traduce no solo en que el Estado constituye un complejo ámbito estratégico-relacional de enfrentamiento entre clases dominantes y dominadas, con resultados muy diferentes en cada país y coyuntura, sino que, en cuanto complejo institucional de intermediación de intereses, deviene instancia necesaria para construir la propia unidad política de la clase dominante. Esta nueva visión constituye la razón de fondo de que Marx no subscriba ahora ni la tesis de juventud de la superfluidad («Überflüssigkeit») del Estado (Zolo, 1974: 258), ni aquella otra, de inspiración sansimoniana, de la desaparición del Estado («déperisement de l´État», «untergehen») (Máiz, 2002: 147) que aparecía entre líneas en sus críticas de juventud a la filosofía del derecho de Hegel.
El Estado contribuye decisivamente a la creación del mercado, y este, en modo alguno, constituye un resultado de la evolución natural de la economía capitalista, desde la perspectiva marxiana. El Estado crea, inicialmente, la fuerza de trabajo-mercancía incentivando la expulsión del excedente de mano de obra campesina del campo y acumulando el ejército de reserva necesario para la industrialización. Elimina, además, las trabas arancelarias tardofeudales, establece vías de comunicación y ferrocarriles, regula la propiedad, la moneda, el orden público, el derecho civil, penal y mercantil sin los que el mercado resultaría imposible. Por todas esas razones, tanto sus instituciones como sus políticas públicas, deudoras de tradiciones históricas, jurídicas e institucionales, luchas y coaliciones gobernantes muy diferentes, no pueden ser reducidas a la mecánica transcripción de los «intereses de las clases dominantes», entre otras razones, porque constituye un factor decisivo en la producción de esos mismos intereses. Lejos de cualquier elemental «isomorfismo inmediato» entre economía y política (Jessop, 2016: 102), el Estado dispone de una muy amplia autonomía, diferente en cada país y en cada coyuntura histórica, que Marx califica de excepcional «completa autonomía» en el caso del II Imperio (Poulantzas, 1968 II: 79 y ss.).
Llama la atención cómo Marx, en El 18 de Brumario, estudia con precisión, al margen de algún innegable economicismo residual —como cuando afirma, por ejemplo, que la clase crea sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones da vida «derivándolos de sus bases materiales y de las relaciones sociales correspondientes»—, los profundos cambios institucionales que conducen a Francia desde la república parlamentaria al presidencialismo y, a continuación, al largo período del II Imperio. Puede comprobarse en estos análisis cómo, por ejemplo, la centralización histórica del Estado francés, en cuanto factor explicativo de los acontecimientos, se impone con rotundidad al desarrollo de las fuerzas productivas o a las mismas relaciones de producción. Ahora se ponen en primer plano las diferencias abismales que median entre los viejos ideales republicanos de liberté, egalité, fraternité y el nuevo orden público autoritario y militarista del Imperio: «¡Infantería, caballería, artillería!» (Marx, 2003: 101). Esta nueva perspectiva le conduce a la autocrítica del escaso relieve concedido, hasta entonces, a las luchas populares meramente políticas, luchas cuyos desiguales resultados se inscriben y transforman el Estado: sufragio universal, derechos de reunión, asociación y manifestación, la misma democracia parlamentaria (más allá del famoso «cretinismo parlamentario»), una nueva valoración de la república social no «meramente formal», que dista un abismo de aquel sarcasmo de la «insurrección dentro dos límites da razón pura», de aquel «reino anónimo de la república». Incluso, está a años luz del valor político de la Constitución:
La contradicción más importante de esta Constitución consiste en lo siguiente: mediante el sufragio universal, otorga el poder político a las clases cuya esclavitud social debe eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeñoburgueses. Y en cambio, a la clase cuyo poder sanciona, la burguesía, la priva de las garantías políticas de ese poder. Encierra su dominación política en el marco de unas condiciones democráticas, que en todo momento son un factor para la victoria de las clases enemigas y ponen en peligro los fundamentos mismos de la sociedad burguesa (Marx, 1985: 125).
Marx presta, además, una renovada atención a otro fenómeno político singular de la época: la impensable transformación de una soberanía popular que se expresaba a través de una precaria democracia representativa, en una peculiar soberanía nacional que se personaliza, se encarna en Luis Napoleón a través del sufragio universal, reinterpretado como voz del vrai peuple, del verdadero pueblo francés por encima de las diferencias de clase: «L’Empereur n’est pas un homme, c’est un peuple», en significativa expresión coetánea de La Gueronière (Rosanvallon, 2000: 210). El nacimiento de una expresión plebiscitaria y unánime del pueblo, como totalidad unificada desde arriba —en las propias palabras de Napoleón III: «Il est dans la nature de la démocratie de s’incarner dans un chef» (Glikman, 2013: 171)—, origina alguna de las mejores páginas del segundo paradigma de Marx:
Mientras que cada uno de los representantes del pueblo representan a este o aquel otro partido [...] él —Luis Bonaparte— es el elegido de la nación [...]. La Asamblea Nacional se encuentra en una relación metafísica con la nación francesa, mientras que el presidente elegido se encuentra en una relación personal. La Asamblea Nacional representa, sin duda, en sus distintos diputados, las múltiples facetas del espíritu nacional, pero en el presidente se encarna este espíritu. El presidente posee, frente a la Asamblea, una suerte de derecho divino, es presidente por la gracia del pueblo (Marx, 2003: 64).
Será en 1871 con motivo de la Comuna de París cuando Marx abandone, en clave teórica republicana, la previa distinción jerárquica entre la revolución «social» y la «meramente política», y elabore una nueva visión normativa de la democracia. En efecto, lo que llama la atención en este texto no es tanto la postulación de «un comunismo realizable», que proceda a «extirpar los fundamentos económicos sobre los que descansa la existencia de clases y la dominación de clase» (Marx, 2011: 40). Lo que destaca, sobre todo, es la valoración del experimento político democrático por sí mismo. Así, en La guerra civil en Francia, título ya de por sí muy significativo, sostiene, con palabras deudoras de la Gettysburg Address de Lincoln (Draper, 1985: 273), que «la gran medida social de la Comuna fue su propia existencia [...] un gobierno del pueblo por el pueblo» (Marx, 2011: 36). A su juicio, la principal aportación de los communards fue una forma de Estado alternativa —«the political form at last discovered» (ibid.: 43)—, fugaz realización de aquella aspiración a la «república social» de 1848, no solamente como la «antítesis del imperio», sino como algo más, a saber: «la forma positiva de la república» (Marx, 2011: 34-35).
Esta renovada concepción, pese a no estar desarrollada sistemáticamente, es la razón última de que Marx se distancie explícitamente en 1871 de la tesis de la toma del poder del Estado por parte del proletariado, defendida en el Manifiesto. Observando los sucesos de la Comuna, para él tan inesperados, la perspectiva es muy otra: «La clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines». La transformación del Estado que apuntaba en el Paris de 1871, que Marx valora como la principal aportación en juego, no se limitaba a la disolución de los órganos represivos, entre los que Marx incluye no solamente al ejército permanente y la policía, sino también a la burocracia, el poder judicial e incluso la Iglesia católica. Afecta al propio «poder estatal centralizado» del Estado francés (Marx, 2011: 31), tan heredero de la monarquía absoluta como de la «république une et indivisible» de los jacobinos, que se juzga incompatible con el sistema republicano «de productores libres e iguales». Lo que resulta especialmente significativo, a estos efectos, es que la consideración de la Comuna como «la forma positiva de la república» conduce a Marx a realizar varias correcciones adicionales de gran alcance en su teoría política, llevándolo a asumir un comunismo comunalista que no se encuentra con anterioridad en su obra, y a una parcial asunción de ideas republicano-federales (la revolución concebida a partir de una vasta federación voluntaria de asociaciones de productores) (Ross, 2015: 136), de impensables resabios proudhonianos:
El antiguo gobierno centralizado tendría que dar paso también en provincias al gobierno de los productores por los productores [...] la Comuna tendría que ser la forma política que se implantara hasta en la aldea más pequeña del país [...] las comunas de distrito administrarían sus asuntos colectivos por medio de una asamblea de delegados, la cual, a su vez enviaría sus delegados a París [...] las pocas, pero importantes funciones que aún permanecerían en el Gobierno central [...] serían ejercidas por agentes comunales estrictamente responsables» (Marx, 2011: 37). No se trata de «destruir la unidad de la Nación», sino de organizarla mediante un «régimen comunal» de «autonomía local» (Marx, 2011: 39), en el que «las funciones legítimas del Estado» (i.e.: exceptuando los «órganos meramente represivos») serían ejercidas por «servidores responsables ante la sociedad» (Marx, 2011: 37).
Esta reforma federalizante del Estado centralista francés se conecta, interna y conceptualmente, con un modelo de democracia republicana participativa, cuyos elementos fundamentales son los siguientes: a) sufragio universal, pero con representación sin alienación, mediante revocabilidad de los mandatos parlamentarios; b) Un Gobierno sin división de poderes entre legislativo y ejecutivo, sino una «corporación ejecutiva y legislativa al mismo tiempo»; c) Amplias garantías de derechos y libertades políticas, ejemplificados en la práctica ausencia de represión interna (fusilamientos) y mantenimiento de la libertad de prensa, incluso de los periódicos del partido del Orden; d) supresión del ejército permanente y su sustitución por una milicia nacional («el pueblo en armas»); e) profunda transformación de la policía y el funcionariado en cuerpos «electivos, responsables y revocables», y f) separación efectiva de Iglesia y Estado, y sistema de enseñanza público, gratuito y laico.
En conclusión, creemos haber mostrado que en los llamados escritos políticos, Marx elabora un nuevo y sofisticado marco teórico de la lucha de clases. Tal marco, si bien nunca se sistematizará debidamente y en ocasiones se desdibuja, se aleja de modo notorio del anterior paradigma de la producción en tres temas clave: las clases, el Estado y la revolución. El resultado es inequívoco: a) una visión sustantiva de la política, no adjetiva, no expresiva, sino como ámbito creativo, ontológico, contingente, plural y conflictivo de producción de intereses e identidades; lo cual, a su vez, b) reconduce la teoría política normativa y la experimentación democrática antiautoritaria, representativa y participativa del republicanismo social, no meramente formal, al primer plano de su pensamiento. Se trata, en fin, c) de un análisis complejo e iluminador de la autonomía de la política, en modo alguno reduccionista ni economicista, y una crítica del individualismo liberal que conecta, interna y conceptualmente con su crítica de la economía política del capitalismo, que no solo resitúan a Marx en el núcleo de la teoría política moderna, sino que le hacen indispensable para la comprensión y transformación democrática de la sociedad estructuralmente desigualitaria de nuestro tiempo.
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