RESUMEN
En el presente trabajo ofrecemos un análisis de ciertos elementos ideológicos que concurrieron en la conformación doctrinal del andalucismo y del nacionalismo canario. Siendo conscientes del carácter complejo y plural de dicha conformación, mostraremos, no obstante, que algunas ideas románticas y ciertas alusiones etnicistas se encuentran presentes en el corpus teórico de dichos movimientos. En el caso del nacionalismo canario cobrará mucha relevancia el guanchismo, y en el caso del andalucismo la mitificación de al-Andalus.
Palabras clave: Andalucismo; nacionalismo canario; romanticismo; etnicismo; guanchismo; islamofilia.
ABSTRACT
In this paper we intend to offer an analysis of certain ideological elements that concurred in the doctrinal conformation of Andalusianism and Canarian nationalism. Being aware of the complex and plural nature of this conformation, we will show however that some romantic ideas and certain ethnic allusions are present in the theoretical corpus of these movements. In the case of Canarian nationalism, Guanchism will become very important and in the case of Andalusianism the mythification of al-Andalus.
Keywords: Andalusianism; Canarian nationalism; romanticism; ethnicism; Guanchism; islamophilia.
El andalucismo evidenció en todas las fases de su trayectoria histórica un escaso arraigo popular y un menguado impacto político (Cuenca Toribio, 1993; Ruiz Robledo, 1990). Es cierto que en la figura de Francisco María Tubino (1833-1888) podemos encontrar un «proto-andalucismo» más o menos explícito (Acosta Sánchez, 1998). Enemigo declarado de toda centralización, defendió en su ensayo Patria y federalismo (1873) una suerte de «federalismo orgánico», algo diferente al «federalismo pactista» de origen proudhoniano difundido en España por Francisco Pi y Margall (María Tubino, 1873). Pero las fórmulas abiertamente regionalistas no cuajaron con demasiada fuerza, entre otros motivos porque Andalucía careció de una burguesía potente capaz de generar conflictos económico-políticos con el Estado. Sin embargo, como veremos enseguida, algunas de sus derivaciones culturales sí han tenido mayor resonancia. Pero, con todo y con eso, algún intelectual andalucista ha podido sostener que «nuestra identidad como pueblo, aunque difusamente sentida y vivida en el fondo de nuestros corazones, es algo que no posee todavía la suficiente solidez teórica, ni siquiera la suficiente fuerza emotiva» (Aumente, 1978: 47). Se sostiene que la «identidad» habita en el «fondo de nuestros corazones». Descubrimos en todo ello un sentimentalismo romántico muy típico, levantado sobre premisas claramente idealistas. Y el mismo autor, a renglón seguido, se refiere a «la reconstrucción de nuestra conciencia nacional andaluza». Pero es obvio que más que de «reconstrucción» tendría que haber hablado —en un alarde de rigurosidad— de invención. ¿Dónde y cuándo hubo en la materialidad efectiva de la historia una «nación andaluza»? ¿Qué trataban de «reconstruir» aquellos militantes andalucistas? Una «identidad andaluza», que acaso pretenda referirse a una nacionalidad diferenciada, no es más que un fantasma vaporoso, el producto inasible de un voluntarismo imaginativo. Tal vez quisieron algunos que dicha «identidad», más que responder a una realidad historiográficamente verificable, operase como una suerte de mitología con potencia movilizadora (Riaza, 1982: 95). Pero no fue un mito político excesivamente pregnante, la verdad sea dicha. A pesar de todo, la ideología andalucista ha tenido cierto recorrido (Ruiz Lagos, 1979). Los hay que intentaron retrotraer los orígenes del regionalismo andaluz al siglo xiii (Nieto Cumplido, 1979). En cualquier caso, y aunque prescindamos de planteamientos tan fantasiosos, sí es posible rastrear la evolución histórica de ese andalucismo, que atravesó diferentes etapas y momentos (Cortés Peña, 1994; Lacomba, 1979).
Debe resaltarse el papel que cumplieron —en el surgimiento de una primera «conciencia de especificidad andaluza»— todos aquellos visitantes europeos (casi todos protestantes) que en sus libros de viaje popularizaron una determinada imagen de Andalucía. Es cierto que la «romantización» afectaba a España como tal, en su integridad, pero la región andaluza cobraba un protagonismo indiscutible en dicha proyección. La mirada de aquellos viajeros románticos estaba tamizada por múltiples prejuicios y tópicos infundados, toda vez que buscaban de forma apriorística un conjunto de exotismos que, como no podía ser de otra manera, «descubrieron». Estaban embelesados por lo «pintoresco», y sus anotaciones incurrían en groseras mistificaciones (González Alcantud, 1992: 8). Encontraremos un buen ejemplo de todo ello en De París a Cádiz (1847), relato de viajes de Alejandro Dumas (2002). Comprobamos cómo el escritor francés, cuya mirada estaba completamente imbuida de orientalismo, anhelaba toparse con los misteriosos secretos y las sublimes fragancias de una tierra «lejana». Sufrió bastantes decepciones, en ese sentido, al pisar las ciudades y los pueblos de la Andalucía real.
Voyage en Espagne (1845), otro libro de viajes del escritor francés Théophile Gautier, se ajustaba a un esquema preconcebido por el cual uno debía toparse a cada paso con fascinantes aromas «mahometanos» e inefables huellas «orientales». Estos viajeros acababan «viendo» (comillas significativas) lo que estaban empeñados en querer ver. Bien es verdad que en algunas ocasiones ni siquiera ellos (que venían pertrechados con un voluntarismo romantizador) podían sustraerse a la apabullante tozudez de lo real, siendo así que quedaban defraudados por la España que tenían ante sus ojos. Los españoles de carne y hueso no se ajustaban a la imagen prejuiciosa que ellos se habían formado. Algo similar —una búsqueda de las ocultas «bellezas musulmanas»— hallaremos en las Notes de voyages (1835-1840) de Mérimée. El autor francés consagraría ese pintoresquismo en Carmen, una novela corta publicada en 1847.
En La Biblia en España, una obra autobiográfica del escritor británico George Borrow (publicada en 1843 y traducida al español por Manuel Azaña en 1921), se levantará la imagen de una España atrasada y oscurantista, repleta de ladrones navajeros y bandidos traicioneros. Pertrechado de una mirada completamente «orientalista», el viajero británico recorre los caminos españoles percibiéndose a sí mismo como un «cristiano» que supera mil peligros y adversidades con tal de expandir la palabra de Dios en «tierras salvajes y bárbaras» (Borrow, 1970: 224). Pues lo que había en España no era un cristianismo puro, por supuesto, sino un deleznable y supersticioso papismo. Es más, al final del libro, cuando el intrépido inglés visita Marruecos, observará que la religiosidad musulmana es más pura y más «interior» (menos idolátrica) que el degradado catolicismo español (588-589). En otro momento Borrow cuenta (basándose en un relato probablemente falso) que cuando los primeros barcos de vapor aparecieron en el río Guadalquivir los sevillanos corrieron a las orillas del río espantados, gritando que aquello era cosa de brujería. Como si fueran indígenas salvajes, aquellas gentes de la Sevilla de 1839. Añadía, para más escarnio, que los maquinistas de aquellos barcos habían de ser ingleses, pues no había un solo español capaz de entender la maquinaria (ibid.: 539). Tal vez al bueno de Borrow, cegado por su condescendencia, se le olvidó un pequeño detalle, y es que España fue durante cientos de años una potencia marítima y que los pilotos españoles eran (junto a los portugueses) los mejores del mundo; tal vez olvidó que una nave española capitaneada por un español fue la primera en la historia en circunnavegar el planeta.
Pero, yendo a lo que más nos interesa en estos momentos, encontramos en el piadoso inglés una exaltación del pasado morisco de España. Advertirá que en muchas partes de Andalucía «todo tiene un carácter enteramente oriental» (ibid.: 533). En otro momento de su periplo, concretamente en el trayecto de Sevilla a Córdoba (a la altura de Carmona), hallamos a nuestro viajero lamentándose del paisaje desolado y despoblado de aquellos parajes. Se referirá entonces al «antaño risueño jardín», pues tal eran aquellas tierras cuando pertenecían a los musulmanes (ibid.: 198), echadas a perder cuando pasaron a manos cristianas. Se glorifica el periodo andalusí o morisco para dibujar un contraste con el ominoso paisaje que Borrow ve en sus andanzas por tierras españolas. La grandeza de la «España mora», aquella luminosa civilización, fue derrotada por la «secta papal», hito erigido en la causa primordial de ese fanatismo oscurantista tan propio de la vida española (pues todo el mundo sabe que en las otras naciones europeas jamás hubo fanatismo religioso). En ese sentido, Borrow se referirá al «día funesto» en el que los moros fueron expulsados de Andalucía (ibid.: 521).
También Nietzsche (2004: 117) lamentará la claudicación de aquella inigualable cultura. «El cristianismo nos arrebató la cosecha de la cultura antigua, más tarde volvió a arrebatarnos la cosecha de la cultura islámica. El prodigioso mundo de la cultura mora de España, que en el fondo es más afín a nosotros que Roma y que Grecia, que habla a nuestro sentido y a nuestro gusto con más fuerza que aquéllas, fue pisoteado». Sin embargo, todo ello responde más a una mistificación que a una realidad constatable. Sylvain Gouguenheim (2009) demostró de forma convincente cuánto se había venido exagerando la influencia musulmana en la configuración de los saberes europeos. Subrayaba la precocidad y la importancia de una transmisión directa del conocimiento griego por parte de los monasterios cristianos, cuestionando la idea generalizada de que la difusión de la filosofía, las matemáticas y la física en la Edad Media se debió casi exclusivamente a la labor y a la sapiencia de los musulmanes. Mostraba, de forma correlativa, que la helenización del mundo islámico fue más limitada de lo que muchos habían creído.
Richard Ford, que también era británico, publicó en 1845 su Manual para viajeros por España. Insistirá desde la primera página en la
excentricidad española, caracterizada como un injerto «turco» en Occidente. «La clave con que descifrar a este singular pueblo no es ciertamente europea, ya que esta Berbería cristiana es, por lo menos, terreno neutral entre el sombrero y el turbante, y muchos afirman que África comienza ya en los Pirineos. Pero, sea ello lo que fuere, el hecho es que España, civilizada primero por los fenicios y poseída largo tiempo por los moros, ha conservado de manera indeleble sus impresiones originarias. Póngase, pues, a prueba tanto a sus indígenas como a España misma, aplicándoles un patrón oriental, y se verá cuántas cosas análogas aparecen que son extrañas y chocantes en comparación con las costumbres europeas» (Ford, 1982: 14).
De todo lo cual se desprende que es el país más «romántico» [sic] de Europa. Es como si España permaneciese anclada en un tiempo pretérito, circunstancia que le habría imposibilitado ingresar plenamente en la órbita cultural europea. Al viajero foráneo le sorprenderá que «los indígenas menosprecian con frecuencia o se avergüenzan justamente de las cosas que más interesan y encantan al extranjero, a cuya curiosidad prefieren mostrar lo nuevo más bien que lo antiguo, y en particular sus pobres y pálidas copias de Europa, antes que sus interesantes y estimulantes originales» (ibid.: 11). España tiene más de oriental que de europea, y esa esencia suya es inocultable. Pero Ford contemplará y analizará a los «naturales» de esta pintoresca tierra con irritante condescendencia. Se referirá a ellos como «semiorientales desidiosos» (id.). Tampoco faltarán apelaciones a la incomprensibilidad del carácter español, pues nos las habemos con un pueblo demasiado diferente y exótico.
Esta romantización orientalista de España viene acompañada, como no podía ser de otra manera, de las consabidas descripciones negrolegendarias que se refieren a la incuria, la superstición y el atraso de la nación. «Las clases bajas en España, como en Oriente, son generalmente avaras. Se dan cuenta de que la riqueza es seguridad y poder en un país donde todo es venal» (ibid.: 25). En el texto de Ford hallaremos muchas observaciones parecidas a esta. En una sola apreciación encontramos aunadas la condición «oriental» de España y su corrupción moral generalizada. Aquello que hace de España un país ideal para los viajeros románticos, en su búsqueda de maravillosos exotismos y encantadores pintoresquismos, es al mismo tiempo la causa de su «atraso» civilizatorio. Se atreve incluso a señalar que su arte y su literatura —carentes de belleza y de gracia— son el resultado de un país oscurantista, fanático y hermético (ibid.: 254-255). Ford advierte con rotundidad que aquellos viajeros que esperen hallar en suelo español los prerrequisitos o los elementos básicos de la «civilización política, social y comercial» harían mejor en «quedarse en casa» (ibid.: 170). Sí, es un país que «oscila» entre la civilización y la «barbarie» (ibid.: 171).
Adentrarse en la «misteriosa» España es penetrar en una gigantesca reliquia premoderna. Sus raíces profundas y esenciales son mahometanas, sobre todo cuando nos las habemos con la exótica Andalucía (Ford, 1981). Tampoco podían faltar las observaciones de la «superioridad» de la civilización musulmana (en las artes, en las ciencias, en la agricultura, en la arquitectura, etcétera) sobre la Hispania visigoda (Ford, 1982: 179-180). Cuando estas tierras se hallaban aún bajo el dominio de los musulmanes, fulgían como «un Edén, un jardín de la abundancia y las delicias» (ibid.: 196). Solo mediante una imposición violentísima se produjo una «desviación» histórica que fue, al mismo tiempo, un descalabro civilizatorio. «Un triste cambio ha tenido lugar sobre esta bella visión, y ahora la mayor parte de la Península nos ofrece un aspecto de abandono y desolación, tanto moral como física, que es dolorosa de contemplar» (ibid.: 196). El jardín edénico degeneró en erial reseco e infestado de malas hierbas. La brutal imposición del rudo cristianismo hispánico supuso el inicio de una trayectoria aberrante y desnaturalizada, pues en el fondo de sus entrañas España seguía teniendo un «alma mora».
Observemos que, en estos relatos, se combinaba de forma singular la fantasía romántica y orientalista de una España musulmana culturalmente sublime (un auténtico paraíso perdido, definido por un buen gobierno y por el desarrollo potentísimo de las artes y las ciencias) con cierto anticatolicismo militante (Insua, 2018: 27-62). En esta proyección histórica, alucinatoria en muchos puntos, el mundo hispanomusulmán aparecía como «ilustrado», «tolerante» y culturalmente sofisticado, mientras que la posterior cristiandad propiciará (según se nos cuenta en tales relatos) un mundo culturalmente devastado, sociopolíticamente desastroso y económicamente atrasado. La «oscuridad» cristiana se impuso con su fanatismo incívico y su atroz intransigencia. Pero la raíz islámica (siempre percibida como «luminosa») latía aún en las honduras del alma española, a pesar de los pesares. Un destello «oriental» que aún podía descubrirse en los ojos «morunos» de las mujeres andaluzas. Esto último podía contemplarse desde una mirada despectiva, observando que España (sobre todo su parte meridional) estaba fuera de la órbita occidental (pues tenía un alma «oriental», «africana» o «turca»). O bien podía contemplarse con cierta condescendencia orientalista, prestigiando su excentricidad (folklorismo y pintoresquismo). Pero, en ambos casos, el dispositivo argumental (históricamente infundado) era el mismo. En todo este asunto, ocupará Andalucía un lugar especial, como venimos señalando. Ahora bien, conviene saber que los constructores de esa «Andalucía exótica» no siempre fueron extranjeros. En Diario de un testigo de la guerra de África (1859), obra de Pedro Antonio de Alarcón, hallaremos multitud de «descubrimientos» y observaciones que vendrían a «verificar» el «alma mora» del sur de España. Todo ello derivó en cierta proliferación de investigaciones folklóricas que trataban de develar las tradiciones más auténticas y profundas del pueblo andaluz.
En 1869 apareció el tomo primero de Historia general de Andalucía, escrita por Joaquín Guichot (1820-1906). Su éxito fue inmediato. La tesis básica que informa la construcción de esta monumental obra es que el andaluz ha sido un único y mismo pueblo durante cientos de años. Una suerte de «espíritu» hegeliano desenvolviéndose o desplegándose en la historia. Un mismo Volksgeist recorriendo los siglos. Esta idea será retomada por Blas Infante. Este inmarchitable pueblo desembarcó en estas latitudes en algún momento de la prehistoria. Aquella población primigenia se fue mezclando posteriormente con los distintos pobladores que llegaron a su territorio, de tal forma que las invasiones sucesivas lo transformaron moralmente. Cada uno de los pueblos con los que se mezclaba imprimía el sello de su peculiar civilización, pero no hasta el punto de disolver por completo el elemento andaluz genuino y primario. El «pueblo andaluz» (entidad milenaria) se desarrolló originariamente en el Próximo Oriente y llegó por mar a las costas meridionales de la península, trayendo consigo una cultura ya plenamente desarrollada (cuyas excelencias fueron cantadas por Guichot con hiperbólica y ditirámbica entonación). Una tesis orientalista, podríamos denominarla así, que sería muy del gusto de los andalucistas. El ulterior devenir histórico de los andaluces quedó marcado por sus orígenes.
Las esencias de aquel pueblo andaluz primigenio eran prerromanas, en cualesquiera de los casos. Joaquín Guichot sostuvo que la proverbial valentía que lo caracterizaba hundía sus raíces en la civilización turdetana, que era el pueblo más civilizado de la península ibérica cuando los romanos la invadieron. Su distribución geográfica coincidía con los antiguos territorios de la civilización de Tartessos. En ese contexto, describirá el episodio de la batalla de Astapa del año 206 a. C. Un episodio que, reparemos en ello con atención, formaría parte de una historia general de Andalucía. Sitiados por las legiones romanas, los habitantes de esta ciudad hicieron una gran pira de leña y colocaron en ella a los ancianos, las mujeres y los niños, junto con sus riquezas más valiosas. Resolvieron que se entregarían al fuego, antes que rendir la ciudad o quedar esta esclavizada. Roma no haría prisioneros; no se llevaría botín alguno. Combatieron con bravura e, incluso, hicieron vacilar y retroceder a las legiones. Pero, como era previsible, resultaron finalmente derrotados en el campo de batalla. Los romanos entraron en la ciudad contemplando asombrados cómo los habitantes de la ciudad (y los soldados supervivientes que habían quedado en la retaguardia) degollaban a sus propias mujeres e hijos, y se consumían entre las llamas. Antes así que entregarse al poder de Roma. Lo interesante de todo esto es que Guichot considera que los rotundos y bravísimos habitantes de aquella precristiana Astapa eran ya «andaluces». Esto es, aquel episodio era interpretado como una suerte de resistencia indígena andaluza frente a un poderoso invasor. Situaciones como esta fueron moldeando diferencialmente la «personalidad» del «pueblo andaluz», espiritualmente separado —ya desde época tan antigua— de los otros pueblos de la Península (Guichot, 1869).
Un simpatizante del andalucismo ha podido decir cosas como las que siguen:
La etnicidad, pues, es un hecho objetivo del que pueden tener o no conciencia los sujetos concretos que participan de ella […]. En ciertos casos, como ha ocurrido en Andalucía, no ha habido tal autoconciencia durante mucho tiempo, sino, a lo más, un sentimiento más o menos difuso o implícito de pertenecer a una cierta y muy poco definida colectividad que tampoco tiene por qué coincidir con el conjunto del grupo étnico. Y ello, por la existencia de una serie de interferencias y/o alienaciones que han bloqueado o deformado la percepción de su etnicidad a sus propios miembros […]. El difuso sentimiento de etnicidad puede transformarse en autoconciencia cuando algunos de los elementos diferenciadores no sólo sean vividos en su carácter denotativo, sino dotados de valores positivos para el grupo y utilizados como medios simbólicos de afirmación de la identidad propia, contrastiva con la identidad de otros grupos (Moreno Navarro, 1985: 13).
Si hemos intercalado una cita demasiado larga es porque en estas palabras hallamos un ejemplo casi perfecto de doctrina etnonacionalista.
Se dice que lo importante es localizar (o inventar, si es menester) ciertos «marcadores de diferenciación étnica», para resignificarlos políticamente y generar, mediante ellos, «conciencia nacional». Pero los andaluces, al parecer, han permanecido demasiado alienados, toda vez que no han sabido percibir con suficiente claridad las «señas de identidad» de su propio Volksgeist. No han sido capaces de aprehender con suficiente nitidez los contornos de su «identidad cultural». No han sabido vislumbrar su «hecho diferencial», aquella etnicidad profunda que los «diferencia» de los otros «pueblos» circundantes. ¿Cuáles son los «pueblos con etnicidad propia», por emplear la terminología del mismo autor? ¿Acaso existen pueblos con «etnicidad impropia»? ¿O será que hay pueblos que carecen de cualquier tipo de «etnicidad»? ¿Cuál es el criterio? La romantización fantasiosa, la falsificación historiográfica, el particularismo aislacionista o el etnicismo chovinista y xenófobo. Esos son los criterios que los ideólogos del etnonacionalismo manejaron y manejan, empleando dosis variables de cada uno de ellos.
Por supuesto, semejante «despertar» de la «conciencia nacional» se desliza por pendientes extremadamente míticas. Así, se pudo llegar a sostener que la «cultura andaluza» tenía una existencia milenaria, que se remontaba a Tartessos. Nada más y nada menos. Si los primeros poblados tartésicos —localizados en el triángulo formado por las actuales provincias de Huelva, Sevilla y Cádiz— datan del final de la Edad del Bronce (pongamos del 1200 a. C. al 500 a. C.), habremos de inferir que la «cultura andaluza» —milenaria, ya lo habíamos advertido— estaba palpitando allí, en aquellos remotos tiempos. Es decir, hubo «andaluces» antes que cristianos, a tenor de dichas tesis. Sin embargo, y como decíamos hace un momento, el elemento musulmán terminará por ocupar una posición absolutamente hegemónica en el imaginario andalucista. También se creyó encontrar una prefiguración de Andalucía en la Bética romana. No es casual que ese fuera precisamente el nombre elegido para una revista cultural que habría de ser el órgano de expresión del regionalismo andaluz. El primer número de Bética, ligada al Ateneo de Sevilla, aparecería en noviembre de 1913.
La revista ha sido considerada como una pieza determinante en el desarrollo del andalucismo. Su objetivo editorial era poner de manifiesto la singular «personalidad» de Andalucía (Hurtado Sánchez et al.: 2013). En ella colaboró Mario Méndez Bejarano (1857-1931), que en marzo de 1907 había ofrecido en el Centro Bético de Madrid una afamada conferencia titulada «Idiosincrasia andaluza». Otro famoso discurso suyo —pronunciado con ocasión de los Juegos Florales organizados en 1909 por el Ateneo de Sevilla— ha sido considerado como una suerte de manifiesto germinal del regionalismo andaluz. La Asamblea de Ronda de 1918 (en ella se adoptaron una bandera y un escudo para Andalucía) y la Asamblea de Córdoba de 1919 (que fraguó un manifiesto en el que se abogaría por la completa abolición de los poderes centralistas, por la fundación de un Estado libre de Andalucía y por la creación de una confederación ibérica) fueron dos hitos importantes del movimiento andalucista. En ese momento sí emergió con mayor nitidez el asunto de una «soberanía andaluza» (Sevilla Guzmán, 1990).
Isidro de las Cagigas (1891-1956) fue un escritor que militó por algún tiempo en las filas del andalucismo. Entabló relación con Blas Infante, del que hablaremos enseguida. Plasmó algunas reflexiones contundentes en un trabajo de 1914 (premiado en un certamen organizado por el Ateneo, y publicado en la revista Bética). Sostenía en dicho texto que el regionalismo andalucista no era más que una «reacción de lo natural contra lo artificioso» (de las Cagigas, 1981: 276). Es el Estado español, con su obsesión uniformista, el que ocupa la posición de lo artificial. Un proyecto ficticio que pretende subsumir lo diferente en una falsa y antinatural unidad. Andalucía sí era una entidad «natural», a su juicio. A Isidro de las Cagigas el federalismo no le sirve, e incluso el término «regionalismo» no le satisface plenamente. Se atreve a pronunciar la palabra «nación». ¿Cuáles son las determinaciones de la misma? La conciencia popular, creadora de sentimientos espontáneos y sinceros, lo sabe con más precisión que los publicistas o los doctrinarios. La nación viene determinada por la historia, por el arte, por el idioma, por el territorio, por la cultura (no podía faltar esta), por la religión…y por la «raza» (ibid.: 278).
También se referirá Isidro de las Cagigas a la Völkerpsychologie (psicología de los pueblos) y al Volksgeist (espíritu del pueblo), asumiendo con ello un marco teórico espiritualista y romántico. Andalucía no cuenta con una lengua regional sobre la que levantar una doctrina particularista. Pero no se arredra, y advierte que, en realidad, el castellano hablando en tierra andaluza ya no es del todo castellano (o no propiamente castellano). Existe un «dialecto andaluz», en el que no podían faltar las omnipresentes «influencias moriscas», además de las gitanas (ibid.: 288-291). Y, como no podía ser de otra manera, abundará en el gran tópico del andalucismo histórico. Es decir, considerará que el mejor periodo de la historia de Andalucía corresponde al «período árabe», que aparece dibujado una vez más como espléndido y brillante. El magnífico sol del Oriente alumbrando civilizadoramente al decadente Occidente. Bajo tales premisas, la caída de Granada debe comprenderse como un momento tristísimo. Se derrumbó la inigualable «civilización arábigo-andaluza» (ibid.: 292-293). Sucumbirá, por ende, al espejismo historiográfico que consiste en creer que al-Andalus era ya Andalucía. Y lo cierto es que algunos otros insinuarán que la Bética romana ya era Andalucía.
Pero era perentorio encontrar una diferencia. Por eso, en otro párrafo, añadirá algo importante: «Existe indudablemente una región andaluza, perfectamente definida y demarcada, constituida por una agrupación étnica conocida y de caracteres tan manifiestos que hace difícil equivocar un andaluz con cualquier español que no lo sea» (ibid.: 279). El andalucismo adquiere en este pasaje tintes etnicistas. Lo que distingue a los andaluces del resto de habitantes de la península no es solamente algo étnico; pero también es étnico. Advierte nuestro autor más adelante que el regionalismo andalucista no pretende justificarse apelando a una raza especialísima y superior. Los andaluces son el resultado de una profusa mezcla de elementos heterogéneos (predominantemente «orientales», eso sí). Ahora bien, ese proceso dio como resultado la «formación homogénea» de un grupo étnico característico y diferenciado (ibid.: 286). Isidro de las Cagigas concluye que el andaluz se halla emparentado con el musulmán y el judío, a los cuales maltrató injustamente la despótica Castilla. «De este modo, la agrupación étnica andaluza, compenetrada con las razas mora y judía —sus hermanas de historia, dicho sea sin vergüenza alguna—, alcanzaría una plenitud propia y real que la diferenciaría notablemente del resto de España» (ibid.: 287-288). La infaltable maurofilia y un etnicismo tibio se articulan para marcar las diferencias con respecto a las otras regiones españolas.
En las primeras tres décadas del siglo xx, el andalucismo político sí adquirió más presencia o visibilidad (aunque continuó siendo cuantitativamente minoritario), siendo así que la doctrina basculará entre posiciones federalistas y otras más abiertamente nacionalistas. El movimiento —sirviéndose del Ateneo sevillano como principal tribuna u órgano de difusión— fue alentado por una serie de intelectuales, entre los cuales muy pronto se distinguiría la figura de Blas Infante Pérez de Vargas (1885-1936). Mucho se ha escrito, en ocasiones con tonos excesivamente hagiográficos, sobre una figura que tuvo un desgraciado y dramático final (Lacomba, 1983; Ortiz de Lanzagorta, 1979). Ahora bien, que un hombre sea vilmente asesinado por unos criminales facciosos no significa necesariamente que las ideas por él profesadas sean intachables, legítimas y razonables. La historiografía ha discutido cuál era exactamente el ideal del así llamado «padre de la patria andaluza». Es decir, se ha discutido si promovía una suerte de confederación ibérica (de la cual sería miembro la «nación andaluza») o se deslizó finalmente por una senda abiertamente «soberanista» e independentista (Domínguez Ortiz, 1983). Otro tanto ha sucedido con el movimiento andalucista en general, examinándose si desde ciertas posiciones federalistas se transitó paulatinamente hacia un regionalismo más consciente para desembocar, finalmente, en un nacionalismo más ambicioso y maximalista (González de Molina y Sevilla Guzmán, 1987).
En su aclamado Ideal andaluz (1915) observará Infante que si en España las «regiones» pueden llamarse «naciones», tal cosa solo será posible con la condición de considerar a España como una «supernación» (1982: 22). ¿Aparece aquí una idea de España como «nación de naciones»? Cada una de las regiones puede tener su propia «historia nacional», pero lo cierto es que todas ellas gravitarán en torno a la «historia del espíritu español» (ibid.: 23). De todas formas, estas reflexiones se compaginan mal con otras cosas que dirá después. La «conciencia colectiva» de Andalucía yace postrada, sometida a una «absurda organización centralista». La «personalidad» andaluza se arrastra con exangüe desaliento. Infante pondrá en juego la distinción entre una suerte de «patria natural» (Andalucía) y el Estado, concebido como una maquinaria burocrática y artificial que funciona a expensas de las «regiones» o «nacionalidades» a las que subyuga (ibid.: 73). Semejante distinción (de ascendencia romántica) es un tópico que aparece en todas las doctrinas regionalistas (sobre todo en galleguistas y en catalanistas). Terminará reclamando una suerte de «patriotismo regional», capaz de hacerle frente al «bárbaro centralismo» (ibid.: 178).
Podrá concluir que la «personalidad originaria» tiene que ver con el hecho de ser catalán, gallego o andaluz. Porque ese es el verdadero y auténtico ser (la identidad primigenia, valdría decir). Antes andaluces que españoles (ibid.: 177). «Entre el solar andaluz y el castellano existe, pues, una radical distinción» (ibid.: 190). Hipostasiando lo andaluz, en un gesto teórico muy típico de los regionalismos centrífugos, sostendrá que Andalucía «es algo espiritualmente distinto, inconfundible con las demás regiones españolas» (ibid.: 190). El andaluz es otra cosa, algo diferente. ¿Pero tal diferencia es de una índole meramente espiritual? En realidad, Blas Infante insinúa que la diferencia andaluza tiene una base étnica. No encontrará inconveniente en postular que «sobre la base de la diferenciación representada por los pueblos tartesos» se puede «determinar un fondo psicológico distinto» (id.). La diferencia de los andaluces con respecto a los castellanos (y con respecto a todos los otros pueblos «ibéricos») tiene por fundamento no ya solo un «genio» diferente (noción espiritualista), sino además una «sangre» andaluza cuya ascendencia se remonta a Tartessos (que funge en este discurso como una suerte de «proto-Andalucía»). No hay racialismo en Blas Infante, pero sí un etnicismo amortiguado.
La mencionada obra arranca, dicho sea de paso, con unas páginas repletas de misticismo idealista, jalonadas con expresiones del tipo «Destino Humano» o «Vida Universal» (ibid.: 14). Una metafísica inconexa, pobre y farragosa. Sea como fuere, encontraremos en su doctrina la idea esencialista de una «Andalucía eterna», cuyos caracteres y valores habrían estado latiendo y subsistiendo casi desde tiempos prehistóricos (aunque, como veremos enseguida, otorgará primordial importancia al período islámico). Escuchémosle: «El espíritu de un mismo pueblo ha flotado siempre, flota aún, sobre esta tierra hermosa y desventurada que hoy se llama Andalucía. Su sangre ha podido enriquecerse con las frecuentes infusiones de sangres extrañas; pero sus primitivas energías vitales se han erguido siempre dominadoras; no han sido absorbidas, como simples elementos nutritivos, por las energías vitales de una sangre extranjera» (ibid.: 28). Es un párrafo interesante, por varios motivos. Primero, porque encontramos esa noción romántica de un «espíritu del pueblo» (el Volksgeist andaluz) que viene «flotando» desde tiempo inmemorial. Pero también nos topamos con una apelación etnicista (retórica o metafórica, si se quiere) a la «sangre». Está aseverando que la sangre andaluza originaria (pues eso y no otra cosa está diciendo) ha podido conservar sus «primitivas energías vitales» a pesar de que fue «enriqueciéndose» (es verdad que no utiliza el término «contaminándose») con sucesivas «infusiones de sangres extrañas». El elemento originario sigue predominando, con mayor o menor pureza, y no ha quedado disuelto por las abigarradas mezcolanzas históricas.
«El genio andaluz calla asustado. Pero no está muerto» (ibid.: 38). Ha pervivido a lo largo de múltiples peripecias en el cruento teatro de la historia. Late con debilidad, pero sobrevive en las entrañas profundas del pueblo. Y todavía puede reverdecer con vigor. El «genio andaluz» (concebido aquí de una forma más romántico-espiritualista que etnicista) existe desde hace siglos. «Tartesia pudo ser sometida, pero no muerta por cartagineses y romanos: cuando éstos se apoderan de España entera, su personalidad es en Bética reconocida» (ibid.: 28). La cartografía de una entidad llamada «Andalucía» estaba ya prefigurada en los siglos que precedieron a la romanización del sur de la península ibérica. Es más, se atreverá a insinuar, como hipótesis probable, que Andalucía fue la «cuna» de la civilización grecolatina (ibid.: 50). Y aquel «genio» prerromano (¿era ya un genio «andaluz»?) seguiría muy vivo incluso después de la implantación romana. Lo encontraremos palpitando en la Bética. Y es que cabe hablar de «la existencia de un pueblo representante de un genio particular, cuya continuidad ha sido respetada por los azares o accidentes de la Historia» (ibid.: 30). Observaciones propias de una filosofía de la historia eminentemente romántico-idealista.
Sin embargo, a renglón seguido, sugiere que esa «continuidad» secular del «genio andaluz» (un Volksgeist inextinguible) también es un asunto en el que se hallan involucrados los elementos «físicos y psíquicos de una raza aborigen». Aunque dicha raza se mezcló con los victoriosos romanos, lo cierto es que tras la fusión siguieron predominando los «elementos autóctonos» (ibid.: 31). Por lo tanto, lo étnico no está del todo ausente en las ideas de Blas Infante. Apuntará en otro lugar que amamos, por encima de todas las cosas, «las creaciones o conquistas de nuestra propia raza […] Las amamos preferentemente, porque en esas creaciones científicas, artísticas, jurídicas y sociales, es nuestro propio genio, nuestra propia personalidad la que se explaya y triunfa» (ibid.: 175). Hablaba de algo semejante al «genio de la raza». En un momento dado se referirá, entre otros, a los descubrimientos e investigaciones en el terreno de la paleoantropología de Manuel de Góngora y Martínez, que había publicado Antigüedades prehistóricas de Andalucía en 1868. Pues bien, en ese punto cometerá la osadía de referirse a los cráneos de los «trogloditas andaluces» (ibid.: 48). Quizás se trataba de una hipérbole retórica. O, tal vez, pensaba de veras que el «genio andaluz» ya se removía y pululaba en la Edad de Piedra.
Pero adentrémonos en un asunto capital. No es un dato menor o anecdótico saber que Blas Infante se convirtió públicamente al islam en el año 1924. Aprendió la lengua árabe. Fue un gran admirador de al-Mutámid, el Rey Poeta que reinó en la taifa de Sevilla en el siglo xi (escribió un drama protagonizado por esta figura). Finalmente, haría una suerte de viaje iniciático a Marruecos, acercándose a la tumba de al-Mutámid ubicada en Agmat (un lugar cercano a Marrakech). Es entonces cuando Blas Infante hace la shahāda (esto es, la profesión de fe islámica de acuerdo a los preceptos de Mahoma). Su recitación se considera uno de los pilares esenciales del islam. Cuando se pronuncia sinceramente y en voz alta ante los dos testigos requeridos por la tradición, quien la ha manifestado puede considerarse musulmán. Ese acto, con sus correspondientes testigos, tuvo lugar en una pequeña mezquita de aquel pueblo marroquí, y Blas Infante adoptó el nombre de Ahmad. Semejante episodio, lejos de ser trivial, conectaba con su visión profunda de las cosas y, sobre todo, con su interpretación de la historia de España (Bueno, 2007).
Desde su punto de vista, las conquistas árabes de 711 no impusieron violentamente el islam en la península ibérica por la sencilla razón de que no existieron tales «conquistas». Al contrario, habrían sido aquellos pueblos sometidos a los godos quienes —admirados de la sublime magnificencia civilizadora de aquellas escasas y prudentes avanzadillas musulmanas que habían desembarcado inocentemente en las costas sureñas— acudieron a ellos para solicitar socorro (pues anhelarían, por encima de todo, liberarse de la barbarie goda y católica). «La invasión árabe nutrió a los andaluces», asevera Infante (1982: 56). Pero debe notarse que en tal aserto la palabra «invasión» no alberga connotación peyorativa alguna. Lo importante de la frase es el verbo. Los árabes «nutrieron» al «pueblo andaluz» (pues ya había «andaluces» a comienzos del siglo viii). Se hará eco de aquellas consideraciones que abundaban en la idea de un «esplendor intelectual» alcanzado por la civilización hispanomusulmana, una gloria que muchos españoles —anclados aún en el «odio reconquistado»— se empeñaban en no reconocer (ibid.: 61). Podemos comprobar cómo Infante absorbió y asimiló todas las proyecciones mistificadoras sobre al-Andalus que habían pergeñado, principalmente, los viajeros europeos románticos.
Alejandro Guichot y Sierra (1859-1941), hijo del ya mencionado historiador Joaquín Guichot, fue uno de los cofundadores del Ateneo sevillano. Heredó algunas nociones e interpretaciones de su padre, y postuló que el «ideal andaluz» tenía como fundamento o anclaje un «carácter andaluz» desplegado durante siglos en el drama de la historia. Para Guichot hijo, fue en la época árabe (a partir del siglo viii) cuando el «ideal andaluz» alcanzó su punto álgido. Nunca más el genio andaluz estaría tan cerca de la plenitud. Los andaluces hispano-visigodos fueron enteramente absorbidos por el poderío musulmán. Sin embargo, con el transcurrir del tiempo aquella luminosa civilización empezaría a padecer luchas intestinas. La brutal conquista castellana terminaría por desbaratarlo todo. El maravilloso ideal «árabe-andaluz» tuvo en Granada su último refugio. Después vino la decadencia. Con la caída del reino granadino, aquel magnífico ideal quedó prácticamente extinto (quién sabe si podría renacer). Pero aparecerá aquí un elemento importante. En el pueblo andaluz moderno (desde comienzos del siglo xvi) no hubo verdadero «ideal andaluz». Porque dicho ideal se sustanció primorosamente como cultura musulmana. Una vez fueron derrotados y expulsados los musulmanes quedó Andalucía desidealizada y desnaturalizada (estos adjetivos son nuestros, pero son muy pertinentes). Eso es lo que estaba sosteniendo Alejandro Guichot, en resumidas cuentas. Semejantes tesis fueron plasmadas en un artículo publicado en noviembre de 1913 en la revista Bética (Guichot, 1980). Es decir, antes de que apareciera la famosa obra de Blas Infante.
Bajo ese prisma, la islamización de la península pudiera interpretarse como una suerte de «liberación» para la población hispana (que fue originalmente arriana, esto es, no trinitaria; rasgo teológico que coincidía con el islam), frente a un tenebroso catolicismo (trinitario, es decir, «politeísta» desde la perspectiva islámica) que finalmente había impuesto la monarquía visigoda (a partir de 587). Lo cierto es que a comienzos del siglo VIII ya no quedaban muchos cristianos arrianos, y menos aún en la Bética. Pero ese dato no será tenido en cuenta. Desde tal interpretación se insiste en considerar que buena parte de la población hispano-visigótica (o tal vez la mayor parte de ella) había recibido a esos luminosos «visitantes» con mucho agrado y regocijo. Pero «invasión violenta» o «conquista agresiva», no las hubo. El islam fue muy bien acogido internamente, como una suave y refrescante lluvia que hubiese sido derramada sobre campos demasiado áridos. Una pacífica difusión cultural. Aquella islamización y arabización de la península no tuvo lugar mediante procesos de implantación coactiva. Se trató más bien de una masiva conversión voluntaria. Aquellas poblaciones no fueron objeto de una conquista, pues ellas mismas se «incorporaron» tranquila y provechosamente al islam. Estas inverosímiles tesis fueron defendidas por Ignacio Olagüe (1974) y, más recientemente, por Emilio González Ferrín (2018 y 2006). Pero semejantes interpretaciones son historiográficamente insostenibles, como ha quedado sobradamente documentado (Maíllo Salgado, 2016). Claro que hubo conquista violenta, por más que algunos «negacionistas» fraudulentos, a los que Alejandro García Sanjuán ha triturado de forma magistral y definitiva, se hayan empeñado en lo contrario.
Sin embargo, esas desacertadas lecturas hicieron mucha fortuna en las filas intelectuales del andalucismo. «Cabría afirmar, de hecho, que el negacionismo representa una exigencia insoslayable para el andalucismo, dada la relevancia atribuida en dicho discurso al periodo andalusí. La identidad Al-Andalus-Andalucía, fundamento de la mitología andalucista, obliga a desvincular el origen de la entidad andalusí de cualquier atisbo que pueda asociarla a ideas de violencia o imposición» (García Sanjuán, 2013: 93). Se afianzó en muchos círculos la idea de la «esencia musulmana» de Andalucía. Y claro, bajo tales premisas la violencia no podía vincularse al mundo árabe e islámico. No hubo conquista militar en 711. Las tierras meridionales de la península se incorporaron espontáneamente a la luz civilizatoria del islam. Aquellos «andaluces» la hicieron suya con sumo agrado. Sin embargo, las ulteriores «conquistas» cristianas no fueron sino el avance violentísimo (ahora sí) de una terrible oscuridad que alteró o desnaturalizó aquella esencia moruna del «pueblo andaluz». Para Blas Infante, la progresiva cristianización de al-Andalus (entidad territorial que no equivale a la actual Andalucía, recordémoslo) no debía ser comprendida como un hito constitutivo de la identidad histórica de Andalucía y de España. Más bien al contrario, resultó ser un completo y ominoso desgarramiento de otra identidad previa (más «auténtica»). Remarquemos una vez más que semejante tesis se levantaba sobre otra; a saber, que lo de 711 no fue una «conquista» (como la historiografía españolista o castellanocéntrica se habría empecinado en sostener), sino una liberación. La población autóctona los recibió con evidente algarabía, asumiendo con gusto (nada de violencias) el corpus de creencias y el modus vivendi que trajeron consigo aquellos excelsos visitantes. Cuando llegan, «Andalucía se levanta en su favor».
Sostendrá Infante que los moriscos lograron sobrevivir en el mundo rural, a pesar de la violenta conquista castellanizadora y cristianizadora. Fue un «bárbaro coloniaje». Mientras las ciudades se llenaban de «gente extraña» venidas del norte, en las sierras y en los campos se refugiaban los moriscos, legítimos dueños de aquel solar. Insinuará que los «señoritos» del presente descienden étnicamente de los conquistadores norteños; castellanos, asturianos o gallegos que vinieron a usurpar estas tierras, desnaturalizándolas. Los miserables jornaleros contemporáneos, herederos sanguíneos y espirituales de aquellos maltratados moriscos, son los verdaderos andaluces. La «raza morisca» fue una «raza vencida», pero no llegó a extinguirse. Los moriscos, esclavizados en su propio terruño, lograron sobrevivir. Constituyen ellos la Andalucía «auténtica», y su energía cultural permaneció subterráneamente, a pesar del salvajismo colonial de los cristianos europeos. Sugerirá Infante que el andaluz auténtico solo es cristiano en apariencia, pues en el fondo de su ser palpita todavía lo islámico. No faltaban en sus disquisiciones las consabidas mitificaciones de al-Andalus, caracterizada como «lámpara única encendida en la noche del Medievo». Un lugar en el que reinaba la libertad de pensamiento y se daba el más excelso despliegue de las cosas del espíritu. Andalucía fue un auténtico vergel, mientras permaneció islámica. Pero sobrevino una terrible oscuridad. Fueron aquellos «colonos», con su manejo torpe y cruel, los que hicieron de esta tierra un miserable e inculto erial. Isabel la Católica aparece dibujada con trazos desmedidamente sanguinarios y fanáticos. Es bastante probable que Infante, sumido en su idealización, considerase que los emires y califas andalusíes eran un ejemplo de pacifismo, suavidad y tolerancia. Debe notarse que utilizaba en su discurso la primera persona del plural. Aquellos cristianos del norte, «envidiosos» del esplendor civilizatorio de la Andalucía islámica, nos atacaron sin piedad. Henchidos de furia, emplearon contra nosotros los métodos más sañudos y atroces. Vinieron a aniquilar nuestro mundo (Infante, 1979: 63-80).
Desde tales coordenadas, el histórico proceso secular de castellanización y cristianización de las tierras meridionales de la península se leyó como un tristísimo crepúsculo. Y la definitiva expulsión de los moriscos solo podía interpretarse como el golpe definitivo que consumó la hecatombe. Asomará —las obras de José Acosta Sánchez son un buen ejemplo de ello— la recurrente temática de una tierra que sufre bajo la bota terrible del centralismo político, que no es más que la consecuencia de un secular «imperialismo castellano». Sostiene este autor que el esplendor más fulgente del país andaluz tuvo lugar en las edades premodernas (Tartessos, la Bética y, por supuesto, al-Andalus). Porque Andalucía ya existía como tal en esos tres periodos, a su modo de ver. Desde tal esquema podrá decir sin empacho que las guerras de Granada (contra los moriscos) fueron guerras de «resistencia de la nación andaluza a la dominación de Castilla», esto es, algo muy parecido a un «auténtico movimiento de liberación frente al imperialismo castellano» (Acosta Sánchez, 1978: 25). Considera, como corolario, que existe una etnicidad andaluza diferenciada. De forma sibilina introduce Acosta un lenguaje etnicista, refiriéndose al «fondo racial» y a los «sustratos psicológicos ancestrales» del pueblo andaluz (ibid.: 176).
Se podría sostener sin ambages que Andalucía fue magnífica mientras permaneció precastellana. Después, las edades moderna y contemporánea solo trajeron consigo la alienación cultural del pueblo andaluz (Acosta Sánchez, 1979). Un asunto este que no puede desligarse de la maurofilia (o islamofilia) del andalucismo en general y de Blas Infante en particular. Por ende, la reconstrucción política y espiritual de la Andalucía contemporánea —cuya identidad subyacente se hallaría sojuzgada y amordazada— pasaría por alguna suerte de «restauración» de aquel al-Andalus del Califato de Córdoba. Es ahí a donde Infante y otros andalucistas querrían «regresar», pues las «raíces» de la «patria andaluza» se hallaban en aquella luminosa civilización islámica. El islam jamás será una otredad para los andaluces, pues (a pesar de la injustificada violencia ejercida contra él) constituye todavía una parte de la idiosincrasia andaluza (en un nivel profundo). He ahí el «romanticismo» palmario del «padre de la patria andaluza», enfrascado en la búsqueda fantasiosa y nostálgica de una esencia pura que resultó mancillada. Ahora bien, todas estas elucubraciones incidían en el diseño de ciertos programas políticos (Soria Medina, 1988). Nos referimos al hecho de que en algún momento llegó a proponer que Andalucía (concebida como un sujeto político soberano que podía articularse libremente con otros) se federase fraternalmente con Marruecos, considerando a los naturales de dicha nación como «descendientes» de las familias musulmanas y mosaicas «expulsadas de la península por intolerancias pretéritas». La «hermandad» con Marruecos se sustentaba en una insoslayable «unidad étnica». En consecuencia, hablará de «andaluces de ambos lados del Estrecho». Pero este «pan-andalucismo» [sic] tenía por objeto último «restablecer nuestra unidad cultural con el Oriente». Blas Infante abogaba por recuperar el culto musulmán en la Mezquita de Córdoba, como símbolo de esa restitución de los lazos que unían a Andalucía con el precioso mundo oriental-islámico (Infante, 1979: 81-83 y 89-92).
Blas Infante asevera que las verdaderas raíces históricas de Andalucía se entierran en África y en Asia, mas no en la civilización europea: «Nosotros no podemos, no queremos, no llegaremos jamás a ser europeos. Externamente, en el vestido o en ciertas costumbres ecuménicas impuestas con inexorable rigor, hemos venido apreciando aquello que nuestros dominadores exigieron de nosotros. Pero jamás hemos dejado de ser lo que somos de verdad: esto es, andaluces euro-africanos, euro-orientales» (2008: 104). Andalucía fue colonizada por la cristiandad europea. Esta proposición debe ser analizada con atención, pues lo que viene a sostenerse con ella (injustificadamente) es que Andalucía estaba ya constituida como una entidad político-cultural precristiana, precastellana y preeuropea. Pero fue brutalmente invadida y colonizada. Aquella castellanización avasallante era comprendida como una «acción asimilista europeizante». El «genio andaluz» fue pisoteado y despedazado. Castilla representó la «avanzada del ejército europeo que contra nosotros peleó, como solar y como pueblo». Pero su acción «fue más depredadora que la de una simple conquista», puesto que «bajo el comando de los Papas y la reina de Castilla» se arrojó sobre nosotros «hasta el exterminio de las últimas expresiones de nuestra cultura» (ibid.:: 107). La derrota de al-Andalus se interpreta como la debacle de «Andalucía». La victoria cristiano-castellana es leída por Blas Infante como un exterminio de la «cultura andaluza». Por ende, la esencia cultural de Andalucía debe ser comprendida como preponderantemente islámica («nuestra cultura», decía una y otra vez). Blas Infante se identifica (y desea que toda Andalucía lo haga) con los que fueron derrotados en 1212 en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa. Es decir, comprende a los reinos cristianos (Castilla, Aragón y Navarra) como una otredad que vino a destruir «lo propio». Los males que todavía hoy padece la sufrida Andalucía provienen de aquella conquista «colonial». Por ende, la «liberación» de Andalucía conllevará alguna suerte de retorno a la civilización islámica, que a su juicio fue el momento más brillante de la historia andaluza y española.
Al ser una región que no cuenta con una lengua distinta de la lengua común, los ideólogos debieron buscar otro «hecho diferencial». De tal modo, la búsqueda romántica de una esencia prístina transcurrirá, en el caso del andalucismo, por unos derroteros diferentes a los que podemos hallar en el galleguismo, en el vasquismo y en el catalanismo. Tales derroteros fueron —y aún lo siguen siendo— velada o abiertamente islamófilos. Y es que el andalucismo político se edificó sobre dos mitos perfectamente criticados y desmontados por Serafín Fanjul. El primero de ellos tiene que ver con esa imagen de un al-Andalus sublime, luminoso y maravilloso, que pereció a manos del oscuro fanatismo de la cristiandad hispana medieval (Fanjul, 2004). El segundo mito analizado y triturado por Fanjul tiene que ver con esa presunta «identidad árabe y musulmana» de Andalucía (Fanjul, 2002). Los defensores de esto último ignoran que la población actual de Andalucía poco o casi nada tiene que ver, desde un punto de vista étnico, con aquellos hispanomusulmanes. La persistencia de la «genética árabe» es insignificante. Además, las tan celebradas y exageradas «influencias árabes» en la cultura andaluza (o española) —en el terreno lingüístico, por ejemplo— son bastante exiguas. Sea como fuere, el mito (que algunos investigadores han tildado de «mito bueno») ha permanecido a lo largo de las centurias, reavivado con más énfasis en determinados momentos (González Alcantud, 2014).
Tenía toda la razón Sánchez-Albornoz, cuando aseveraba que la identidad histórico-antropológica de la Andalucía contemporánea empezó a cristalizar con el despliegue de la así llamada «Castilla Novísima». Esa tesis es correcta en lo esencial, a pesar de ciertas exageraciones e inexactitudes (Sánchez-Albornoz, 1998). A estas alturas resulta indubitable que la identidad histórica de la actual Andalucía empezó a forjarse con el avance castellanizador y cristianizador de Fernando III, a través del valle del Guadalquivir (González Jiménez, 1980). Pero debemos tener muchísimo cuidado con esto, porque con ese avance no se produjo el aplastamiento o sojuzgamiento de una presunta «cultura andaluza», pues tal cosa no existía en aquel entonces. Fue al-Andalus la que empezó a ser derrotada, en aquellos momentos. Prestemos atención: la derrota de al-Andalus no equivale a la derrota de Andalucía. ¡Es justo al contrario! Es decir, la Andalucía que hoy conocemos (con su actual morfología etnográfica, antropológica, lingüística, religiosa, consuetudinaria y sociológica) empieza a fraguarse históricamente precisamente cuando al-Andalus es derrotada. Por ende, restaurar al-Andalus implicaría retornar a una realidad pre-andaluza. No había «ciudadanos andaluces» o «gentes andaluzas» en el califato de Córdoba. Y quien diga lo contrario estará incurriendo en un gigantesco anacronismo.
Algunos también parecen ignorar que esa entidad denominada al-Andalus se extendió hasta el río Duero. Pero sería mucho pedir, incluso para los andalucistas más exaltados, que las actuales provincias de Burgos o Zamora pudieran pertenecer al «alma colectiva» de Andalucía. Más allá de la broma, lo cierto es que desde algunos discursos ideológicos se ha venido sosteniendo que la verdadera esencia de Andalucía es predominantemente musulmana. Hallamos semejante mito (inextricablemente unido al mito de un legendario al-Andalus colmado de todas las excelencias civilizatorias) no solo en los doctrinarios más beligerantes del andalucismo, sino extendido hegemónicamente en la sociedad andaluza contemporánea (alguien se ha tomado la molestia de extenderlo, obviamente). Pero si es esa la verdadera «identidad andaluza» —violentamente recubierta por siglos de imposición castellana («españolista»)—, se seguirá de todo ello un cierto programa político: aquella esencia debe ser recuperada o rehabilitada. Es decir, Andalucía debería ser reislamizada o rearabizada. De tal modo, afloraría su auténtico «ser». Un ser profundo que siempre estuvo ahí, subyaciendo a lo largo de los últimos quinientos años (cinco siglos oprobiosos que desnaturalizaron la verdadera esencia del «alma andaluza»).
Podemos observar un fenómeno verdaderamente curioso. Los teóricos galleguistas y catalanistas más empapados de racialismo despreciaron a la infame «raza castellana» por estar demasiado contaminada o emponzoñada con sangre semita y árabe: Valentín Almirall (1983: 196-197), Prat de la Riba (1998: 615-616) o Manuel Murguía (2000: 30), entre otros. Mientras que los defensores del andalucismo reprochan a los «castellanos» justo lo contrario, esto es, el haber aplastado y sojuzgado sin piedad a los musulmanes (siendo así que estos constituyen el sustrato profundo de la «cultura andaluza»). Castilla siempre sale malparada, como podemos comprobar. Para ciertos galleguistas y catalanistas, su deleznable consistencia tiene que ver con el hecho de haberse mezclado demasiado con los árabes (causa de su degeneración). Y para otros (andalucistas), la tenebrosa deriva de Castilla se produjo por aplastar fanáticamente a los árabes, en vez de empaparse de su maravillosa y fantástica civilización (he ahí la causa de su degeneración). ¿Qué doctrina regionalista estará en lo cierto? ¿Castilla se mezcló demasiado con los árabes (convirtiéndose así en una raza vil y despreciable) o, por el contrario, Castilla maltrató con intransigencia sádica a los árabes, privándose así de asimilar sus inigualables logros civilizatorios, transformándose por mor de ello en un pueblo oscurantista y fanático? Puede que Castilla hiciera las dos cosas al mismo tiempo, lo cual supondría el sumun de las iniquidades.
Abordemos ahora el nacionalismo desplegado en el marco de las islas Canarias, pero únicamente en lo que este tiene de guanchismo. En efecto, los mecanismos identitarios que se han esgrimido como parte constitutiva de una supuesta «canariedad» se hallan estrechamente vinculados al elemento «guanche», denominación comúnmente aceptada para los grupos humanos que habitaban el archipiélago antes de la llegada de los castellanos (Garí-Montllor Hayek, 1992). La «esencia profunda» de Canarias había de buscarse en aquel elemento prehispánico (Galván Tudela, 1987). Después, vino la «caída» (es decir, la invasión que aniquiló con saña tales purezas étnicas). El nacionalismo canario manejará un discurso muy semejante al discurso indigenista, tan presente en algunas naciones de Hispanoamérica. De hecho, será en la Cuba de finales del siglo xix y comienzos del xx donde germinarán con mayor fuerza estas ideas nacionalistas entre ciertos emigrantes canarios afincados en la isla caribeña. Desde La Habana se construyeron diferentes idealizaciones del mundo guanche, tamizadas por discursos completamente embebidos de la mitología indigenista del «buen salvaje». Partiendo de tales premisas, algunos han importado los marcos teóricos descoloniales y poscoloniales, con el propósito de aplicarlos (debidamente aderezados con un toque derridiano) a la comprensión de la historia de las islas Canarias (Gil Hernández, 2019).
También pretendían inspirarse, hasta cierto punto, en la figura de José Martí (de hecho, aquellos pioneros del nacionalismo canario quisieron explotar simbólicamente el hecho de que la madre del revolucionario cubano fuera natural de Santa Cruz de Tenerife). Y lo cierto es que sí existieron ciertas relaciones entre la dirigencia del movimiento independentista cubano y los cabecillas del incipiente nacionalismo canario. Las simpatías eran recíprocas. El propio Martí consideraba que las islas Canarias constituían una «colonia» o una «posesión» de España. También Bolívar había diferenciado entre españoles («peninsulares») y canarios, como si fueran dos realidades heterogéneas e inmiscibles (Hernández González, 2008). Encontramos en todo esto un espejismo historiográfico muy habitual. ¿Acaso existía con anterioridad al siglo xv una entidad política denominada islas Canarias? No, evidentemente. ¿De quiénes eran descendientes los habitantes del archipiélago, a finales del siglo xix y comienzos del xx? ¿Eran acaso aborígenes guanches, reclamando una soberanía política arrebatada? ¿Qué soberanía política prehispánica pretendían «restaurar» o «recuperar» los nacionalistas canarios instalados en el guanchismo?
Secundino Delgado (1867-1912) ha sido considerado el padre del nacionalismo canario (Suárez Rosales, 1986). Mostró explícitas simpatías por el Partido Revolucionario Cubano, aunque siempre sostuvo que «antes que nacionalista soy libertario». Aceptaba, como tesis principal, que Canarias era una «nacionalidad oprimida», un territorio antaño libre que había sido ocupado por los españoles tras llevar a término una guerra de exterminio. No existió un «guanchismo» propiamente dicho en el pensamiento de Secundino Delgado. No al menos en un sentido etnicista fuerte. Si acaso, la evocación romántica de un pueblo guerrero que luchó dignamente por la conservación de su libertad. Podía sentirse heredero moral de aquellos luchadores aborígenes, mas no su heredero biológico. Bien es verdad que en algún momento no podrá resistirse a la tentación indigenista, y apelará a la perdurabilidad de la «sangre» guanche. Escuchémosle hablar de «aquellas historias maravillosas de los Guanches, nuestros padres, hombres de corazón ingenuo y cuyos músculos eran fuertes como de leones, que luchaban con arrojo contra el conquistador, cayendo al fin, es verdad, víctimas de la alevosía y la perfidia, pero levantándose al cabo por la fuerza de su sangre, pura y sana. La raza guanche no ha desaparecido; mentira. No se extingue una raza; la sangre de los Bencomo y Tinerfe perdura aún» (Hernández González, 2014: 61). Aquella raza —de sangre «pura y sana»— no ha muerto del todo. Eran ellos «nuestros padres», aseveraba con timbre épico-legendario.
Un pasaje jugoso, el que acabamos de leer, pues sintetiza muy bien lo que pretendemos esclarecer. ¿Es una evocación nostálgica y meramente lírica o encierra algún componente etnicista? Hallándose exiliado en Caracas durante los años 1897 y 1898 fundará Secundino Delgado El Guanche, primer órgano de difusión del nacionalismo canario. Fundó el Partido Popular Autonomista en 1901. Editará la publicación Vacaguaré en 1902. Semejante expresión hace referencia a las últimas palabras que (presuntamente) profirió Tanausú, uno de los últimos caudillos aborígenes que resistió la conquista castellana en 1493. Algunos han querido traducirla como «quiero morir», insinuando que aquel guerrero guanche prefería la muerte (gesto de suprema dignidad) antes que ser llevado preso a Castilla. Con la elección de ese nombre para la publicación, observamos una clara intencionalidad indigenista en el discurso político de Secundino Delgado. Su autobiografía, publicada en México en 1904, también apareció con el título ¡Vacaguaré...!
De alguna forma, los nacionalistas canarios trataban de conectar sus luchas con el universo guanche. En su segunda etapa, El Guanche se constituyó en el órgano de expresión del Partido Nacionalista Canario, que había sido fundado en enero de 1924 (la publicación ya no estaba dirigida por Secundino Delgado, obviamente, pues este había fallecido en 1912). En su primer número de este segundo periplo (marzo de 1924) salió publicado un artículo titulado «El nacionalismo canario», firmado por Luis Felipe Gómez Wangüemert y José Cabrera Díaz. Los autores se interrogaban abiertamente sobre los derechos de España para seguir ostentando la soberanía del archipiélago canario. Era un hecho irrefutable, argüían con firmeza, que las islas contaban con «personalidad propia». Es decir, tenían una «cultura propia» y diferente, además de medios suficientes para sobrellevar una existencia políticamente independiente. Remarcaban la inexistencia de obligaciones morales de Canarias con respecto a la «metrópoli» (de Paz-Sánchez, 2007).
Pero debemos retroceder un poco más. Desde las coordenadas de un cierto pensamiento ilustrado, esgrimido por algunas élites intelectuales de las islas, se fabricó la imagen del «buen guanche». El ilustrado canario por excelencia, José de Viera y Clavijo, dedicó el segundo libro de su Noticias de la historia general de las Islas de Canaria (cuatro tomos que vieron la luz entre 1772 y 1783) al trazado de una pormenorizada descripción de la «cultura aborigen» (Viera y Clavijo, 1982). El autor profundizó, para llevar a término dicha obra, en la idealización rousseauniana del aborigen, aquel «noble y heroico salvaje» que ya encontrábamos en Alonso de Espinosa (primer cronista castellano de la isla de Tenerife, en la segunda mitad del siglo xvi, y una de las principales fuentes disponibles sobre las costumbres de los guanches) y en Conquista de Tenerife (1604), poema épico de Antonio de Viana. Viera y Clavijo, muy probablemente influido por el pensamiento de Bartolomé de las Casas, describió el modo de vida casi perfecto de los guanches. Hombres de brazos fuertes y mujeres de vientre fértil que vivían en un remanso de paz y armonía. Todo era equilibrado y justo en aquel mundo edénico. No conocían la codicia o la avaricia. Su naturaleza era generosa. Eran, en definitiva, portadores de excelsas virtudes morales. Pero la «antigua nación de los guanches» [sic] fue invadida y triturada por los abyectos conquistadores castellanos. Y consideraba, préstese atención a esto, que aquellas gentes prehispánicas eran los «antiguos canarios». Es decir, pareciera desprenderse de todo ello que la verdadera «identidad canaria» (de las Canarias actuales) estuviera enraizada en la cultura guanche (Estévez González, 1987: 71-83). Pero tal corolario es una fantasía romántica que ha tenido mucho recorrido ideológico. La obra de Viera y Clavijo sirvió de fuente primordial para las indagaciones y especulaciones de algunos investigadores europeos, ya en el siglo xix.
Los más destacados fueron el omnipresente Alexander von Humboldt, Sabin Berthelot o Bory de Saint-Vincent. Este último, naturalista y geógrafo francés, apuntaba, en sus Ensayos sobre las Islas Afortunadas y la antigua Atlántida o Compendio de la Historia General del Archipiélago Canario (1803), que el «antiguo pueblo de Canarias» tenía un «carácter sencillo, bondadoso, serio y confiado». Los guanches, por lo visto, «se entregaban a la amistad, eran esclavos de su palabra e incapaces de sospechar que se les quería engañar» (Ortiz, 2006: 381). Una beatitud imponderable, desde luego. Todos estos visitantes y estudiosos de las islas Canarias mantuvieron muy viva la llama del «buen salvaje». Sobresalió igualmente la figura del también francés Sabin Berthelot, que en 1842 publicó su Etnografía y Anales de la Conquista de las Islas Canarias, un compendio de todos los conocimientos disponibles sobre aquellas poblaciones prehispánicas. Berthelot (1978) quiso demostrar la pervivencia racial y cultural de los guanches en los campesinos contemporáneos de las islas. Otros investigadores, después de él, intentarían probar que el «fondo racial» de la población contemporánea de Tenerife seguía siendo guanche. Algunos estudios craneológicos así pretendían acreditarlo (Estévez González, 1987: 120-131). Romanticismo y racialismo se fusionaban, una vez más. Es entonces cuando aparecieron sociedades científicas y museísticas (etnográficas y arqueológicas) que trataron de desenterrar los restos de aquella «identidad guanche», no del todo perdida. Pero esta recuperación de aquellos vestigios habría de ser utilizada, ulteriormente, como combustible de ciertos discursos políticos.
Estos discursos se anclaban en ciertos elementos de romanticismo (aderezados con sus buenas dosis de mitología del «buen salvaje» e indigenismo lascasiano, como ya veníamos apuntado) y algunos dejes de racialismo esencialista. Así, aquellos autores sostenían que la «raza guanche» no era salvaje; tampoco era sanguinaria o supersticiosa. Los «primitivos pobladores canarios» eran pacíficos, valerosos y leales; «una raza de hombres laboriosos y buenos», pero también «de mujeres bellas y honestas». Un pueblo constituido de sentimientos nobles y generosos. Un paraíso arcádico. Y allí estaban las «auténticas raíces» del «pueblo canario», en aquellas formas de vida que fueron arrasadas por la tiranía castellana. Se produce una apología de la «raza vencida», y el «aborigen» (revestido de idiosincrática pureza) aparece reubicado en el espacio romántico de la ensoñación lírica y en el espacio discursivo de las «señas de identidad».
El mitificado mundo de los guanches se convierte en el «hecho diferencial» (sustancialismo cultural) que se utiliza como plataforma para propulsar un proyecto político nacionalista y separatista. Porque, en última instancia, lo que se pretende desde tales coordenadas es negar la identidad hispana de la actual Canarias. O, en todo caso, se pretende que dicha hispanidad es únicamente una costra superficial que recubre artificialmente la «verdadera identidad» del pueblo canario, que palpitaría subyacentemente (identidad auténtica, pero oprimida desde hace siglos). La futura «liberación nacional» pasaría —nótese, una vez más, la romántica fantasía— por alguna suerte de «restitución» de los guanches, esto es, por la recuperación de aquella «cultura». Observemos, a modo de ejemplo, el nombre que se dio a sí mismo el brazo armado del Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario (MPAIAC): «Fuerzas Armadas Guanches» (activas entre 1976 y 1978). Tal vez este nombre tuviera una resonancia meramente simbólica, pero nos da la medida de un elemento primordial del imaginario nacionalista canario.
Hemos examinado ciertos elementos ideológicos que concurrieron en la conformación doctrinal del andalucismo y del nacionalismo canario. En nuestro recorrido, hemos observado que algunas ideas románticas y ciertas alusiones etnicistas se encuentran presentes en el corpus discursivo de estos movimientos. En la genealogía del nacionalismo canario cobró mucha relevancia el asunto del guanchismo, y en el caso del andalucismo la mitificación de al-Andalus ocupó un lugar medular. En ambos casos, se pretendía que la «identidad profunda» (esencial y auténtica) de Andalucía y Canarias era una muy distinta a la identidad castellana y cristiana. Siempre sostuvieron tales ideólogos que ambas regiones padecen, desde hace siglos, la imposición de una identidad postiza y artificial, considerando que era factible y deseable «recuperar» o «restaurar» su identidad verdadera, aplastada y sojuzgada, pero aún viva.
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