RESUMEN
En octubre de 2019 miles de personas llenaron las calles de las principales ciudades de Chile en una ola de protestas sin precedentes, siendo el primer detonante el aumento del precio del metro en Santiago y la consecuencia última el anuncio de la celebración de un plebiscito para determinar si se quería una nueva Constitución. A nuestro entender, tanto esas algaradas de descontento popular como la solución propuesta obedecen a causas profundas que el repaso a la historia constitucional chilena de las últimas cuatro décadas puede ayudar a explicar.
Palabras clave: Chile; Constituyente; Constitución; historia; transición; democracia protegida.
ABSTRACT
In October 2019, thousands of people filled the streets of the main cities of Chile in a wave of unprecedented protests, the first trigger being the increase in the price of the subway in Santiago and the last consequence being the announcement of the holding of a plebiscite to determine if a new Constitution was wanted. In our view, both these outbursts of popular discontent and the proposed solution are due to root causes that a review of the Chilean constitutional history of the last four decades can help explain.
Keywords: Chile; Constituent; Constitution; history; transition; protected democracy.
El 11 de septiembre de 1973 la Moneda había sido bombardeada, el presidente Salvador Allende estaba muerto y Augusto Pinochet se consolidaba en el poder. Según Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle ese golpe de Estado fue el corolario último de un proceso mediante el cual una minoría de grandes propietarios había sido capaz de inocular en amplios sectores de la clase media el temor a que el poder político democráticamente elegido llevara a cabo un proceso drástico e irreversible de expropiaciones con el fin de redistribuir la riqueza y nacionalizar una parte fundamental de la propiedad privada chilena (Cristi y Ruiz-Tagle, 2014). Un miedo que fue creciendo en la medida en que se promulgaron tres leyes que permitieron una cada vez mayor repartición de las tierras agrícolas al facilitar la expropiación de predios y la sindicalización campesina (15020 en 1962, 16625 y 16640 en 1967)[2], se reformó en 1967 el artículo diez de la Carta Magna de 1925 para disminuir la garantía constitucional del dominio y, por último, se modificó la Constitución en 1971 para permitir nacionalizar la gran minería del cobre.
Así pues, que el marco constitucional permitiera acercarse al socialismo por vía democrática y que se fueran desarrollando políticas estatales tendentes a equilibrar el poder económico reasignando una parte de la propiedad privada, parece ser una de las causas importantes del golpe de Estado. Para legitimarlo, las fuerzas sociales que respaldaron a Pinochet se nuclearon alrededor de dos ideas que, según ellos, debían estar forzosamente insertas en toda comunidad política contemporánea a la vez que debían mantener un orden de prelación: primero asegurar la protección de la propiedad privada y, posteriormente, desarrollar un Estado democrático. Es en ese objetivo de entrelazar teórica y jurídicamente ambos preceptos, y hacerlo en el orden correcto, donde reside la importancia tanto del pensamiento de Jaime Guzmán[3] como la declaración de principios del Gobierno de Chile firmada por la Junta Militar en 1974. Ambos fueron los intentos mejor perfilados de unir el neoliberalismo de la escuela de Chicago, el corporativismo de José Antonio Primo de Rivera, la doctrina social de la Iglesia y la teoría del poder constituyente de Carl Schmitt o Donoso Cortés para que esas dos ideas pudieran coexistir y retroalimentarse (Ruiz-Tagle, 2016: 156; Ortiz de Zárate, 2010: 131-155).
En el caso de Guzmán vemos que, con el propósito de sustentar la prelación de la propiedad privada sobre el orden político democrático, empezará negando que la sociedad sea condición imprescindible para la existencia del ser humano. De ahí pasará a afirmar que los individuos son ontológicamente superiores a la colectividad, dado que los primeros existen por sí mismos (substancial) mientras que lo segundo únicamente lo hace gracias a ellos (accidental). Después otorgará a estos seres humanos unos derechos naturales anteriores al Estado, pues considera que toda comunidad políticamente organizada es un mero instrumento para el completo desarrollo de los individuos. Y, por último, Guzmán no solo afirmará que la propiedad privada es un derecho natural que poseen los individuos por el mero hecho de existir, sino que además la entronizará frente al resto de derechos al convertirla en garantía por excelencia y condición de posibilidad de la libertad individual (Cristi, 2000), oponiéndose con ello de forma antagónica a una teoría marxista del derecho y su perspectiva dialéctico-histórica donde se afirma que la propiedad solo puede existir cuando hay alteridad y que su posesión privativa responde únicamente a unos tipos específicos de relaciones sociales históricamente construidas (pudiéndose crear otras en las que esto segundo no se dé). Por todo lo anterior, la conclusión es clara para el académico chileno: sea cual sea la forma de organización política del Estado, inclusive la democrática, para ser legítima debe asegurar que la propiedad privada nunca pueda verse hostigada (Guzmán, 1979: 13-23).
Y con el objetivo de precisar cómo debería ser ese Estado democrático legítimo por estar condicionado a un elemento nuclear de la libertad individual como es la propiedad privada, la Junta Militar de la dictadura redactará una declaración de principios del Gobierno de Chile en 1974. En ella empezará reproduciendo la mayoría de ideas de Guzmán al proclamar que el Estado es el mejor instrumento para desarrollar la individualidad; que debe tener como finalidad el bien común, entendido ello como «el conjunto de condiciones sociales que permita a todos y a cada uno de los chilenos alcanzar su plena realización personal»; que debe reconocer unos derechos naturales que nunca pueden negarse o eliminarse y, por último, que uno de los más importante es el de la propiedad privada. Después, el documento establecerá que el Estado chileno debe guiarse por el principio de subsidieraridad, lo que significa que los poderes públicos intervendrán únicamente cuando el individuo o las organizaciones intermedias no estén en condiciones de cumplir sus propios fines por sí mismos y que el contenido de los derechos se interpretará partiendo de esa premisa. Finalmente, de la declaración también se desprende que la nueva Constitución del Estado democrático chileno debe tender a limitar la amplitud y la profundidad de la acción transformadora del poder político electo para evitar que una posible voluntad irracional del pueblo pueda eliminar la libertad de los individuos al despojarles de la propiedad (Couso y Coddou, 2010: 191-263).
A nuestro parecer, tanto el pensamiento de Guzmán como la declaración de la Junta Militar que sientan las bases para la posterior construcción constitucional de una democracia limitada[4], son los argumentos que intentan justificar (y acaso camuflar) ideológicamente una de las razones más importantes que tuvieron determinados sectores sociales para apoyar a la dictadura. De hecho, para dichos segmentos de la sociedad chilena, el problema último nunca fue la preeminencia ontológica del individuo frente a la comunidad política, ni el dirigismo estatal de la economía ni tampoco la posibilidad de que el Estado redistribuyera tierras o nacionalizara sectores estratégicos, pues ninguna crítica realizaron durante los dieciocho años en los que la dictadura sometió al individuo, controló parte de la economía y dispuso a voluntad de propiedades[5]. Lo que ciertamente más les inquietaba era la puesta en práctica de unas ideas que, permitidas en el marco constitucional de 1925 y sus sucesivas reformas, comprometían su preeminencia hegemónica en el interior del Estado. Si bien aceptaban que en una democracia existía la posibilidad de dejar de ser clase dirigente, no estaban dispuestos a que el poder político electo les usurpara la condición de clase dominante, por mucho que así lo permitiera la Carta Magna. Por eso no tuvieron inconveniente primero en utilizar la fuerza para evitarlo, y después en crear una nueva institucionalidad donde se asegurase jurídicamente que los resultados de las contiendas electorales no pudieran comportar una radical modificación de la estructura socioeconómica del poder.
Fue la Comisión Ortúzar la principal encargada de lo segundo, pues desde 1973 fue transformando las razones y los argumentos en un anteproyecto de Constitución que en 1980 acabaría por promulgarse después de ser revisado por el Consejo de Estado y la Junta de Gobierno. Una Carta Magna en la que, por un lado, se establecían unas disposiciones transitorias cuya finalidad era permitir que Pinochet mantuviera todos los resortes del poder durante los siguientes ocho años y, por el otro, se fijaban unas disposiciones permanentes que regirían Chile una vez transcurrido ese plazo (Ruiz-Tagle, 2016: 160).
Por lo que respecta a lo que podríamos llamar elementos estructurales, siete creemos que son, como mínimo, los más remarcables de la Constitución de 1980. Primero, que se insertó en ella la cosmovisión entre individuo-sociedad-Estado de Guzmán, el concepto de bien común de la declaración de la Junta Militar, la teoría de la soberanía nacional, el Estado unitario y la prohibición de los partidos marxistas o contrarios a la familia (Morales, 2010: 15-35). Segundo, que los derechos fueron mayoritariamente establecidos como libertades en las que el Estado tenía un papel regulador, pero no interventor (Lovera, 2010: 217-244). Tercero, que se desarrolló un presidencialismo puro de estilo americano pero fiscalizado, pues a la par que se otorgaban amplios poderes al Ejecutivo se creaban una miríada de instituciones contramayoritarias para controlarlo (Ferrada, 2015: 185-197). Cuarto, que junto a los veintiséis senadores electos, el texto constitucional designaba otros nueve y establecía como vitalicios a todos los expresidentes que hubieran desempeñado el cargo durante seis años de forma continua (es decir, a Pinochet). Quinto, que las leyes orgánicas constitucionales (en adelante LOC) y las de quórum calificado a través de las cuales se regulaba gran cantidad de materias y la práctica totalidad de los órganos constitucionales, requerían mayoría de tres quintos y mayoría absoluta respectivamente para ser aprobadas (Meléndez, 2019: 29). Sexto, que se seguía la doctrina de la seguridad nacional al configurar a las Fuerzas Armadas como garantes del orden institucional, al incluirlas en una pluralidad de instituciones y órganos el Estado, al otorgarles mayoría en un Consejo de Seguridad Nacional que nombraba dos magistrados del Tribunal Constitucional y, por último, al designar cuatro senadores de entre sus ex altos mandos. Y séptimo, que se establecía un procedimiento rígido de reforma del texto constitucional (Soto, 2015: 165-169).
En suma, la Constitución de 1980 no fue pensada como el producto de un pacto social que estructuraba y limitaba el poder político de una comunidad plural, sino como un instrumento que restringía la capacidad de transformación que posee la política democrática sobre determinadas materias que se identificaban como cruciales para el mantenimiento de una concreta estructura socioeconómica y el desarrollo de un específico ideario político (Atria, 2017: 37). Precisamente a eso se refiere el propio Guzmán (1979: 19) cuando afirma que dicha Constitución sirve para que
[…] en vez de gobernar para hacer, en mayor o menor medida, lo que los adversarios quieren, resulta preferible contribuir a crear una realidad que reclame de todo quien gobierne una sujeción a las exigencias propias de ésta. Es decir, que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque —valga la metáfora— el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario.
Las resistencias a reconocer la Constitución de 1980 como un texto normativo legítimo y neutral en el interior del cual poder desarrollar una actividad política democrática surgieron antes de su definitiva promulgación y el reemplazo constitucional fue uno de los propósitos que orientaron las acciones de la oposición al régimen durante los ocho años siguientes a su entrada en vigor. Ya en 1978, una parte de esta última se nucleó entorno al Grupo de Estudios Constitucionales, también conocido como Grupo de los 24, que se iría convirtiendo en el máximo exponente de un discurso político-constitucional alternativo por democrático al que venían realizando los miembros de la Comisión Ortúzar y la Junta Militar. Al principio, dicho grupo intentó influir en el proceso constituyente iniciado por la dictadura promoviendo sendos manifiestos que invitaban a generar tanto una nueva institucionalidad como a conseguir una carta magna democrática, impulsando una declaración de compromiso con la democracia y elaborando un informe crítico sobre el anteproyecto de Constitución que la Comisión Ortúzar había presentado. En cambio, una vez promulgado el texto constitucional en 1980, su actividad se centró tanto en realizar un Memorándum en 1981 donde se condensaron los argumentos tanto para su total reprobación como para presentar un proyecto alternativo de Constitución social y democrática de derecho en 1983[6].
El Memorándum ofrecía siete razones principales por las cuales debía rechazarse la Constitución de 1980 en su totalidad. Primero, porque se instauraba un régimen político autocrático y militarista. Autocrático dado que fijaba un presidencialismo hipertrofiado tendente al cesarismo al tener aquel preeminencia en la función legislativa, poder declarar los estados de excepción sin aprobación del Congreso, decidir sobre qué materias podían discutir las Cámaras, no poder ser fiscalizado por el Congreso y participar en la elección de las instituciones que deberían ser su contrapeso. Nos referimos, en esencia, a la Contraloría General de la República, al Tribunal Constitucional, al Tribunal Calificador de Elecciones, al Poder Judicial, al Consejo de Seguridad Nacional y al Banco Central. Y militarista porque el único contrapoder real al presidente recaía en las Fuerzas Armadas. A estas se le otorgaban funciones políticas no subordinadas al poder civil, pasaban a formar parte de una pluralidad de instituciones y órganos del Estado, poseían la mayoría en un Consejo de Seguridad Nacional que nombraba dos magistrados del Tribunal Constitucional y, por último, de los nueve senadores designados cuatro debían serlo de entre sus ex altos mandos. Además, al ser los garantes de la institucionalidad en base a la doctrina de la seguridad nacional, se les habilitaba para desobedecer al poder político si consideraban que existía una amenaza real para el orden constitucional vigente.
Segundo, porque se negaba el pluralismo ideológico inherente a todo Estado democrático al permitir que el Tribunal Constitucional prohibiera el ejercicio de la ciudadanía y el derecho a organizarse políticamente a quienes cultivasen ideas marxistas o que atentasen contra la familia (art. 8). Tercero, porque al establecer que la soberanía residía en la nación y que esta era ejercida por las autoridades que la propia Constitución establecía (art. 5), no solo se eliminaba la voluntad mayoritaria del pueblo como fundamento del orden político, sino que también se facultaba constitucionalmente a que dichas autoridades gobernasen «aun contra la voluntad popular, lo que es la negación de toda democracia». Cuarto, porque o bien no existía separación de poderes o su menoscabo era considerable, pues los nombramientos de los magistrados del Poder Judicial dependían íntegramente del presidente y no se les habilitaba para que juzgaran la acción del Gobierno durante los regímenes de excepción. Quinto, porque la propiedad privada se convertía en un derecho prácticamente inviolable sobre el cual el poder público no podía esgrimir interés social alguno. Sexto, porque la rigidez del procedimiento de reforma constitucional implicaba «congelar o petrificar el régimen constitucional» dado que su modificación era prácticamente imposible. Y séptimo, porque creaba tanto un régimen político contramayoritario como sometido a la voluntad de la dictadura. Lo primero porque muchas materias y órganos constitucionales debían ser desarrollados por unas LOC que requerían tres quintas partes de ambas Cámaras o por leyes de quórum calificado que requerían mayoría absoluta (Arriaga, 2018: 55). Y lo segundo porque, amén de las disposiciones transitorias decimotercera, decimocuarta y vigesimonovena, que hacían de Pinochet el presidente de la República como mínimo durante los primeros nueve años de vigencia del texto constitucional,
no es aventurado suponer que todas las materias reservadas a «leyes orgánicas constitucionales» o a «leyes de quórum calificado», serán reguladas por la Junta de Gobierno en los próximos nueve años, y ella también dictará todas las «leyes interpretativas de la Constitución» que crea conveniente […] cuando el Congreso empiece a funcionar, le será prácticamente imposible, por los altos quórums que requeriría, modificar lo que la Junta haya prescrito sobre las materias para implementar la autocracia[7].
En resumidas cuentas, la importancia histórica del Memorándum reside en que fue la más elaborada impugnación de la Constitución de 1980 mientras Pinochet estuvo en el poder, al señalar que a su través no solo se establecía «un régimen autoritario bajo la fachada de instituciones y procedimientos aparentemente democráticos», sino que también se cerraban «los caminos para instaurar la democracia dentro de la legalidad que ella misma consagra». Además, el texto finalizaba haciendo un llamamiento a que los chilenos se reencontrasen «con su vocación histórica libertaria y de progresiva democratización» a través de otra nueva Carta Magna. Precisamente por eso, dos años después, el propio Grupo de los 24 presentaría un proyecto de Constitución social y democrática de derecho cuyo valor fue ser una de las principales referencias que posteriormente se utilizarían para articular las propuestas de reforma.
La intención por parte del régimen de que el Gobierno de la Junta Militar fuera provisional, comportó que en la Constitución de 1980 se incluyera una disposición transitoria vigesimoséptima donde se exigía que pasados ocho años desde su promulgación la elección del presidente de la República se realizase a través de plebiscito. Ahora bien, que Pinochet fuera el candidato propuesto en 1988 para ocupar el cargo, que triunfara el «No» a dicha posibilidad en el plebiscito del cinco de octubre de ese mismo año con un 54 % de los votos y que aun así tanto la Junta Militar como Pinochet continuaran detentando el poder hasta 1990, tuvo, como mínimo, cuatro consecuencias de profundo calado para el devenir de Chile.
La primera consecuencia fue que el plebiscito cumpliera con los mínimos estándares democráticos, por lo que el régimen se vio conminado a permitir un cierto pluralismo político. Con tal propósito, la Junta Militar promulgó en marzo de 1987 una ley orgánica de partidos políticos[8] que por primera vez en catorce años dejaba a la oposición articularse legalmente y exponer públicamente unos postulados contrarios a los esgrimidos hasta entonces por la dictadura. Si bien es cierto que dicha norma seguía prohibiendo los partidos marxistas, no lo es menos que su existencia permitió que se visualizara el rechazo al régimen y que los diferentes partidos democráticos se organizaran alrededor de la Concertación de Partidos por el No.
El segundo efecto fue que el hecho de que Pinochet perdiera el plebiscito, pero que aun así continuara como presidente durante un año más gracias a lo establecido en la disposición transitoria vigesimonovena, permitió al régimen militar promulgar y/o modificar una pluralidad de LOC sabiendo de cuánto apoyo social disponía y previendo que tras las primeras elecciones podría tener que abandonar el poder. Una de las más importantes fue la reforma de la ley electoral, pues al acabar consagrando un sistema binominal mediante el cual se elegían únicamente dos diputados por cada uno de los sesenta distritos y dos senadores por cada una de las diecinueve circunscripciones, no solo se determinó la forma en que se desarrollaría la lucha partidista, sino que también se ahondó en la lógica contramayoritaria del conjunto del sistema político[9]. Y eso es así porque, por un lado, al disputarse únicamente dos escaños el resultado tendía a ser un empate entre mayoría y minoría, pues la primera fuerza necesitaba doblar en votos a la segunda para obtener ambos asientos[10]. Ello obligaba a los partidos políticos a coaligarse entre sí para maximizar las opciones electorales, lo que a su vez comportaba una moderación de los objetivos políticos propios en beneficio de un pacto previo entre afines para poder concurrir con posibilidades (Fuentes, 2010c: 131-155). Razón por la cual, tanto los partidos oficialistas como los de la oposición formaron dos coaliciones políticas más allá del plebiscito: Democracia y Progreso los primeros, y Concertación de Partidos por la Democracia los segundos. Y, por otro lado, porque si a ese probable empate entre mayoría y minoría se le añadían los quórums de tres quintas partes para promulgar o modificar cualquier LOC, se favorecía que una posible futura minoría oficialista pudiera bloquear sistemáticamente tanto la reforma de todas las LOC previamente promulgadas por la dictadura (incluida la propia ley electoral) como la implementación de otras nuevas si no se aceptaban sus términos y condiciones (Rubano y Castellón, 2012: 253).
La tercera secuela fue que teniendo en cuenta que Pinochet había alcanzado un nada desdeñable 43 % de apoyo popular en el plebiscito, que la combinación de quórums, sistema electoral binominal y procedimiento rígido de reforma haría casi imposible la modificación de la Constitución o de las LOC sin el concurso de las fuerzas del régimen, y que el virtual empate en el Congreso se decantaría a favor de estos últimos en el Senado gracias a que los miembros designados no podían más que ser personas previamente elegidas directa o indirectamente por Pinochet y/o la Junta Militar[11], la oposición se vio forzada a desechar el reemplazo constitucional como objetivo viable (Soto et al., 2020: 34-35). Por ello, una vez derrotado Pinochet en el plebiscito, pero siendo conscientes de las mayorías sociales y la legalidad existente, la Concertación acató las reglas del juego fijadas en el texto constitucional para, desde ellas, tratar de desarrollar una política posibilista y gradualista que permitiera transitar hacia una democracia plena. Así pues, este será el contexto político, social y jurídico en el que la oposición abandone el rechazo a la Constitución como leitmotiv y asuma como objetivo pragmático intentar eliminar «los enclaves autoritarios» desde el Gobierno (Fuentes, 2010a: 6-14; Zúñiga, 2013: 511-515). Unos enclaves que, a su parecer, eran el desequilibrio entre poderes a favor del Ejecutivo, la existencia de un pluralismo limitado que prohibía las formaciones marxistas, la posición de las Fuerzas Armadas respecto al poder civil, la negación de la soberanía popular, la existencia de senadores designados, los altos quórums que requerían las LOC, la forma de nombramiento de ciertos órganos e instituciones del Estado, el mecanismo de reforma constitucional y, por último, el redactado e interpretación neoliberal de los derechos.
Y cuarta y última, la intención de la Concertación de avanzar hacia la democratización de la Constitución de 1980 pactando con el oficialismo en relación con los enclaves autoritarios tuvo dos momentos álgidos: uno en 1989, donde presionó al régimen militar para que hiciera modificaciones a la Carta Magna antes de que se convocaran las primeras elecciones, y otro en 2005, cuando ya hacía quince años que ostentaba el poder tanto parlamentario como presidencial.
Empecemos por la reforma de 1989. El impasse entre el plebiscito y las primeras elecciones generó una dicotomía evidente: quien había salido derrotado con el 43 % del voto popular conservaba el poder político e institucional, y quien había vencido con el 54 % carecía de la autoridad para transformar la legalidad vigente. Los segundos poseían legitimidad social suficiente como para exigir reformas y los primeros la fuerza real para determinar cuáles y cuándo. En el seno de esta dualidad se comprende tanto el proceso como el resultado de una modificación constitucional realizada de forma unilateral por el régimen, pero en la que se incluyeron algunas demandas de la oposición. Primero la Concertación planteó a sectores moderados de la sociedad chilena reformas mínimas de estándares democráticos, obteniendo el respaldo explícito del partido conservador Renovación Nacional. Después ambos desarrollaron una comisión de reforma que propuso modificaciones constitucionales a la Junta Militar. Y, por último, tras aseverar que realizaría las variaciones que considerase pertinentes, el régimen militar llamó a la ciudadanía a un plebiscito el treinta de julio de 1989 para que ratificara un paquete de 56 reformas a la Constitución de 1980, entre las que se incluían algunas de las propuestas anteriormente realizadas por la oposición. Un 91,25 % del censo electoral dio su voto favorable a tales modificaciones (Fuentes, 2010b).
Los cambios más destacados de la misma fueron los siguientes:
Eliminación de la cláusula que prohibía la existencia de partidos marxistas o contrarios a la familia (art. 8).
Aumento de 24 a 38 senadores electos, lo que comportó una relativa disminución de la importancia de los nueve senadores designados.
En el Consejo de Seguridad Nacional se incrementó a ocho el número de integrantes, se igualó la proporción entre civiles y militares (cuatro para cada uno) y se limitaron algunas de sus atribuciones políticas.
Se eliminó la capacidad del Ejecutivo para disolver el Congreso.
El quórum para aprobar, modificar o derogar las LOC pasó a ser de cuatro séptimas partes, a excepción de la ley electoral que se mantuvo en tres quintas partes (Huneeus y Avendaño, 2018: 68) (Cumplido, 2003). Hubo modificación de los quórums para reformar la Constitución[12].
Se estableció como deber del Estado la defensa de los derechos humanos, abriéndose la puerta a recursos judiciales frente a su violación (Fuentes, 2010b: 47)[13].
Así pues, bien puede afirmarse que las reformas de 1989 a la Carta Magna no fueron causa de un pacto político entre iguales, sino de la voluntad más o menos unilateral de un régimen que, con su último aliento, realizó mínimas modificaciones democratizadoras con el objetivo de mantener casi intacta tanto la estructura del terreno de juego político diseñado como el sentido último de la Constitución de 1980. Por ello, tras las primeras elecciones parlamentarias y presidenciales, Chile asumió en 1990 la compleja tarea de transitar hacia un Estado democrático y de derecho con un presidente de la Concertación (Patricio Aylwin), una mayoría parlamentaria de la Concertación y un texto constitucional realizado por el régimen militar, modificado por el régimen militar y que poseía una miríada de enclaves autoritarios que limitaban la capacidad de los dos anteriores para reformar las LOC o implementar políticas públicas acordes a sus postulados ideológicos.
Su puesta en práctica no haría más que confirmar lo anterior. Si bien entre 1990 y 2005 se realizaron dieciséis reformas constitucionales y se crearon o modificaron más de 250 LOC[14], la Concertación no pudo imponer su agenda legislativa ni pactar la eliminación de ninguno de los enclaves autoritarios que todavía permanecían en el texto constitucional. Dicha coalición de partidos había ganado las tres elecciones presidenciales y en las parlamentarias había vencido en 1989 con el 51,4 % del voto popular (obteniendo 69 diputados de 120 y 22 senadores de 47), en 1993 con el 55,4 % (70 diputados de 120 y 21 senadores de 47), en 1997 con el 50,5 % (70 diputados de 120 y 24 senadores de 47) y en 2001 con el 47,9 % (63 diputados de 120 y 24 senadores de 48). A pesar de que la diferencia de votos respecto a la coalición oficialista fue de entre un 15 y un 20 % durante los primeros diez años (tanto en las presidenciales como en las parlamentarias)[15], a la Concertación le fue imposible modificar unilateralmente cualquier LOC promulgada por y durante la dictadura, desarrollar otras nuevas sin la anuencia del oficialismo o llevar a cabo reformas constitucionales en solitario (Boeninger, 2007). El sistema electoral binominal, los altos quórums y un Senado que se erigía en Cámara de bloqueo del oficialismo gracias a los senadores designados, hizo que dicha coalición de partidos nunca pudiera llegar a obtener a la vez los 68 diputados y 27 senadores que se requerían para alterar las LOC o los tres quintos (72 diputados y 28 senadores) que se precisaban para reformar tanto la ley electoral como la mayor parte de la Constitución, o los dos tercios (80 diputados y 31 senadores) para modificar el capítulo de la Constitución sobre las «Bases de la institucionalidad». Además, a lo anterior debe añadírsele que durante esa época una parte nada desdeñable de la interpretación de las leyes siguió en manos de jueces nombrados directamente por la dictadura. Un ejemplo de ello es la Corte Suprema, donde 14 de sus 17 miembros habían sido seleccionados por Pinochet el mismo año en que abandonó el poder, por lo que hasta 1997 el Gobierno de Frei no pudo pactar con el oficialismo no su remoción, sino simplemente la ampliación a 21 miembros para disminuir su influencia (Arriaga, 2018: 61; Fuentes, 2010b: 48).
En suma, como las reformas de 1989 simplemente habían extirpado los elementos que la oposición al Régimen consideraba más inaceptables de la Constitución de 1980 (Ortiz de Zárate, 2010: 131-155), su puesta en práctica no hizo más que evidenciar lo ya advertido por el Grupo de los 24 en el Memorándum de 1981. A saber, que el sistema político contramayoritario desarrollado en esa Carta Magna poseía un vicio de origen que lo convertía en una democracia limitada. Como el texto constitucional original, su reforma, las LOC y las leyes de quórum calificado habían sido realizadas unilateralmente por el régimen hasta 1990, y como la coalición oficialista estaba en consonancia ideológica con ello, la combinación del sistema electoral binominal con los altos quórums hacía que cualquier alteración estructural del orden político-social no solo debiera negociarse con estos últimos, sino que fuera perentorio aceptar sus términos y condiciones si se quería acabar promulgándolas. Por tanto, durante quince años, aunque las leyes se hicieron o modificaron bajo mayoría parlamentaria y presidencia de la Concertación, estas no pudieron desviarse demasiado de los postulados del oficialismo so pena de no llegar a existir (Fuentes, 2010a).
Pasemos a las reformas de 2005. Si bien es cierto que Ricardo Lagos asumió la presidencia el 11 de marzo del 2000 reiterando el tradicional compromiso de la Concertación con la eliminación de los enclaves autoritarios de la Carta Magna, hay que recordar que su mandato fue especialmente propicio para ello. El 3 de marzo de ese mismo año Pinochet había sido extraditado a Chile desde Londres, y con Joaquín Lavín como candidato presidencial el oficialismo había estado a solo 187 000 votos de instalarse en La Moneda con un discurso más moderado en el que había manifestado la posibilidad de realizar algunas reformas políticas y, además, se estaba produciendo un modesto alejamiento entre dicho oficialismo y los militares al descubrirse las cuentas secretas que el general tenían en el extranjero[16]. El recién electo presidente Lagos aprovechó la coyuntura para proponer una reforma integral de la Constitución que se inició en la Comisión de Constitución del Senado en julio del 2000. Aunque los tres informes de comisión y las 107 indicaciones de los diputados durante el proceso nos advierten que mientras la Concertación deseaba enmendar totalmente el texto constitucional al considerar la democracia limitada algo nocivo y el oficialismo quería solo perfeccionarla (Fuentes, 2010c: 13), finalmente se pudo llegar a un acuerdo cuya definitiva promulgación se realizaría en 2005 (Nogueira, 2008: 25-370; Fuentes, 2013).
La Ley 20 050 estableció en 2005 cincuenta y ocho enmiendas a la Carta Magna, gran parte de cuyos contenidos estaban ya en los documentos del grupo de los 24 entre 1981 y 1983 (Zúñiga, 2013: 511-515). Las más destacadas fueron las que siguen:
Para aumentar la representatividad del Senado y suprimir la presencia de las Fuerzas Armadas, se eliminaron los senadores designados y vitalicios.
Con el objetivo de garantizar la subordinación del orden militar al civil, se le otorgó al presidente la facultad de cesar a los comandantes en jefe; el Consejo de Seguridad Nacional se convirtió en un órgano meramente consultivo donde el poder civil ostentaba la mayoría y, por último, las Fuerzas Armadas pasaron a estar sometidas al orden constitucional dejando de ser las únicas garantes de la institucionalidad.
Para que el Tribunal Constitucional lograra autonomía se eliminó la participación del Consejo de Seguridad Nacional en la elección de sus diez miembros, a la par que se distribuyó entre los tres poderes del Estado (tres seleccionaba el Ejecutivo, cuatro el Legislativo y tres el Judicial), así como sus funciones se ampliaron tanto a la revisión de normas legales vigente a través del recurso de inaplicabilidad como a la declaración de inconstitucionalidad con efectos generales.
Para fortalecer los mecanismos de control político del Congreso se introdujeron las interpelaciones a los ministros de Estado, la obligación de estos de concurrir a las sesiones especiales y la posibilidad de crear comisiones de investigación con el voto favorable de las tres quintas partes de los diputados en ejercicio.
Con el propósito de que las autoridades públicas tuvieran la obligación de informar de sus acciones al ciudadano, se incorporaron los principios de publicidad, transparencia y probidad.
Para permitir que una futura modificación de la ley electoral tuviera un amplio abanico de posibilidades, se eliminó la referencia al binominalismo del texto constitucional, quedando este únicamente fijado en la LOC sobre votaciones.
Y, por último, con el propósito de suprimir todo rastro del régimen militar de la Constitución, la rúbrica final del texto ya no fue de Pinochet, sino del presidente Ricardo Lagos (Carrasco Delgado, 2008: 306-308; Contreras Vázquez, 2015: 317-321).
La profundidad de las reformas, el sentido de las mismas y que se habían realizado gracias a un amplio consenso político hizo que la Constitución de 2005 se viera, al menos en un primer momento, como el punto de inflexión que marcaba el final de la transición hacia la democracia, el inicio de una lógica partidista que superaba la dicotomía oficialismo-oposición y el principio de un mito refundacional. Seguramente por ello, el presidente Lagos, después de firmar el texto constitucional aseveraría que
Chile cuenta desde hoy con una Constitución que ya no nos divide, sino que es un piso institucional compartido, desde donde seguir perfeccionando nuestra democracia […]. Chile merecía y merece una Constitución democrática, de acuerdo a los actuales estándares internacionales de la democracia en el mundo, y eso es lo que el Congreso Pleno ha aprobado hace algunos días y que hoy hemos procedido a firmar[17].
Quizá porque la reforma de 2005 fue muy amplia, la primera discusión giró en torno a la posibilidad de que se estuviera delante de un nuevo texto constitucional, lo cual, a su vez, fomentó el debate sobre cuán profunda había sido en realidad la modificación. Aunque esta eliminó muchos de los enclaves autoritarios fijados en 1980, y por eso Jorge Mario Quinzio sostuvo pocos días después de su promulgación que «en Chile ahora regía una nueva Constitución»[18], la mayor parte de los juristas defendió que lo considerable de la reforma no la convertía en una nueva Carta Magna porque aún se mantenían una pluralidad de instituciones contramayoritarias; el principio de Estado subsidiario en la parte dogmática; la preeminencia excesiva del Ejecutivo sobre el Legislativo; los quórums casi constitucionales de cuatro séptimas partes para aprobar, modificar o derogar las LOC; la doctrina de la seguridad nacional; la protección prioritaria del derecho de propiedad; el Estado centralizado y, por último, la interpretación neoliberal de los derechos (Nogueira, 2009: 64; García, 2010: 244-263; Zúñiga, 2014: 46-47; Busch, 2012: 1-38). Además, la eliminación de la palabra binominal del texto constitucional no comportaba una alteración ni del funcionamiento del sistema político —porque dicho vocablo seguía presente en la LOC que regulaba el régimen electoral— ni en las posibilidades de reformar este último —pues la disposición transitoria decimotercera fijaba que dicha materia requería un quórum de tres quintos y no de cuatro séptimos—[19]. Por todo ello, en 2006 Ruiz-Tagle (Ruiz-Tagle, P. y Cristi, R. 2006: 345) popularizó el término «Constitución gatopardo», porque «a pesar de todos los cambios que se le han hecho, permanece igual en sus rasgos dogmáticos principales y en sus principios neoliberales y autoritarios. Este rasgo “gatopardo” hace que la Constitución vigente sea la más reformada en la historia de Chile, y al mismo tiempo la más deficitaria en cuanto a su carácter democrático»
La constatación de que la reforma de 2005 no había conseguido modificar el núcleo central de la Constitución de 1980, la lógica misma del sistema político o bien las posibilidades de alterar el régimen electoral, tuvo, como mínimo, cuatro consecuencias entre los juristas y los políticos de centro-izquierda e izquierda extraparlamentaria[20]. Primero, se fue extendiendo entre ellos el argumento de que la reforma había fracasado porque la Constitución decantaba el terreno de juego político a favor del oficialismo, haciendo imposible que quienes deseaban enmendarla pudieran hacerlo sin transar en todo frente a quienes únicamente querían perfeccionarla. Segundo, fueron constatando que lo anterior estaba generando una creciente frustración entre sus representantes políticos para con la dinámica del sistema y un alejamiento-desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones, los políticos y los partidos. Tercero, aunque en menor medida, también fue siendo un lugar común afirmar que, al gestarse la reforma en un Congreso elegido bajo el sistema binominal y promulgarse sin plebiscito ratificatorio, se había excluido del proceso a una parte significativa de los chilenos y el resultado no comportaba una relegitimación de origen de la Carta Magna porque no venía avalado por la soberanía popular. Y cuarto, a la par que en 2006 se estaban desarrollando movilizaciones estudiantiles con el objetivo de transformar el sistema educativo, tanto los partidos de centro-izquierda como de izquierda extraparlamentaria se embarcaron en un proceso interno de discusión sobre la necesidad de una nueva Constitución, el mecanismo idóneo para lograrlo y el contenido que esta debía poseer. Debate que se visualizaría en unas elecciones presidenciales de 2010 donde, aunque por primera vez en veinte años acabó venciendo el centroderecha oficialista con Sebastián Piñera como candidato, lo relevante para nosotros es que, también por primera vez, los tres candidatos de izquierdas abogaron directa y abiertamente por un cambio constitucional (Fuentes, 2014a, 2014b; Viera, 2015a: 43-49). Según Claudio Fuentes (2010a: 30), eso sucedió porque
a partir del año 2006, la misma élite política se abre no solo a incluir nuevos temas […], sino a cuestionarse sustantivamente sobre la naturaleza de la Carta. Un importante sector de la élite concertacionista se convence que se requiere sentar las bases de un nuevo arreglo constitucional. El giro parte de tener que ver con la percepción de la élite de una fuerte brecha entre ciudadanos y clase política; la disconformidad con lo acotado de la reforma de 2005; y la insatisfacción frente al funcionamiento de las instituciones representativas.
Entre 2005 y 2010 el debate sobre la Constitución se desarrolló esencialmente en el interior de la academia y entre las élites políticas de izquierdas, y hasta 2011 no se extendería a los movimientos sociales. Es en 2013 cuando empezaría a impactar en el debate político general, en la regulación del sistema electoral y en el contenido de la discusión universitaria (Forján, 2017). Así pues, de 2011 en adelante se fue dando una paulatina convergencia de todos los actores sociales, políticos e institucionales alrededor de la Constitución que conducirá a la sociedad chilena a un «proceso de discusión sobre sí misma, sobre sus rasgos característicos, sobre sus acuerdos básicos y sobre la manera en que se concibe como soberana de su propio destino»[21].
Quizá por todo ello las movilizaciones de 2011 fueron diferentes a las de 2006. En ellas ya no se culpó únicamente a los partidos y los representantes políticos de no querer atender las demandas sociales sectoriales (gratuidad de la educación o nacionalización del cobre, por ejemplo), sino que también se empezó a vincular la imposibilidad de llevarlas a cabo con un modelo económico y una estructura político-institucional insertas en un texto constitucional que se había revelado como irreformable en su núcleo esencial. A su parecer, frente a esa imposibilidad la única alternativa era la creación de una asamblea constituyente que pusiera fin a la Constitución de 1980. Por ello, en las elecciones presidenciales y parlamentarias de 2013 realizaron una campaña titulada «Marcatuvoto» con el objetivo de que los electores favorables a esa solución escribieran «AC» al lado del candidato escogido (Jaraquemada y Mery, 2013: 36-37).
Paralelamente, mientras en dicha elección presidencial se hizo patente la crisis institucional y de representación política al terminar con un 58 % de abstención, las encuestas del PNUD[22] entre 2010 y 2016 revelan una conexión entre el porcentaje de chilenos descontentos y quienes consideran a la Constitución como parte del problema. Según aquellas, en dicho periodo más de un 60 % consideraba que el Congreso no representaba los intereses de las personas; entre un 60 y 90 % afirmaba desconfiar del Congreso, los partidos políticos y el Gobierno[23]; un 65,7 % consideraba que la Constitución necesitaba cambios profundos; un 72,2 % que era muy importante transitar hacia una nueva Carta Magna (un 19,9 % porque se había originado en dictadura, un 29,7 % porque su contenido no servía y un 28,3 % por ambas razones), y un 89 % que cualquier cambio constitucional debería ser votado por la ciudadanía[24]. Seguramente por ello, Alfredo Joignant afirmará que «algo muy relevante debe efectivamente haber sucedido en las creencias y en la cultura de los chilenos para que en 2013 se vean con claridad los cerrojos antidemocráticos de la Constitución de 1980 y se reivindique públicamente la idea-cuco de asamblea constituyente»[25].
Finalmente se había conseguido trasladar desde la élite político-académica de izquierdas a los movimientos sociales, y de estos a una parte significativa de la sociedad chilena, que el problema institucional y de representatividad del sistema era causa de un marco constitucional que actuaba como muro infranqueable diseñado para impedir las transformaciones económicas, sociales, políticas e institucionales que se demandaban (Cea, 2015: 498-511). Es en ese contexto donde adquirió gran importancia la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2013. Ese fue el momento en que el centroderecha oficialista se vio conminado a consensuar una postura sobre el cambio constitucional y defenderla públicamente (Forján, 2017). Mientras Michelle Bachelet hizo suya la posición casi unánime que la izquierda venía manteniendo desde 2010 y afirmó que la solución era redactar una nueva Constitución que convirtiera a Chile en un Estado social y democrático de derecho (Rubano y Castellón, 2012: 249-263), el centroderecha oficialista congregado alrededor de la candidatura de Evelyn Matthei abogó por seguir mejorando la Carta Magna a través de realizar modificaciones puntuales a un sistema político-institucional que según ellos se había revelado como garante de la estabilidad política y del crecimiento económico (Peralta, 2015: 7).
Un posicionamiento perfeccionista este segundo que se venía practicando desde 1989 y que seguiría marcando la agenda política e institucional chilena durante los dos años siguientes. Primero porque en 2014 y con Piñera como presidente saliente, se realizó una reforma constitucional que eliminó el guarismo de 120 Diputados del art. 47, permitiendo que una futura modificación de la LOC relativa al sistema electoral no tuviera dicha limitación. Y segundo porque en 2015, siendo ya Michelle Bachelet presidenta y ostentando la coalición de centro-izquierda mayoría absoluta en ambas Cámaras, se consiguió reformar ese sistema electoral transitando de uno binominal a otro proporcional e inclusivo[26]. Ahora bien, pese a lo anterior, que a la presidenta Bachelet y a la coalición de izquierdas le fuera imposible desarrollar su programa de gobierno sin el apoyo de la oposición cuando la primera había obtenido el 62 % de los votos y los segundos el 48 % en el Congreso (67 diputados de 120) y el 50 % en el Senado (21 de 38 senadores), no hizo más que ahondar en la percepción popular que la Constitución erigía un sistema político-institucional que impedía el normal funcionamiento de la democracia (Viera, 2015b: 221). Durante su presidencia (2014-2018) se producirían tres acontecimientos que ayudarían a hacer virar la agenda político-institucional desde el perfeccionamiento constitucional al cambio constitucional.
El primero fue el florecimiento, sobre todo entre 2015 y 2017, de un debate académico sin precedentes alrededor de la Constitución. A diferencia de épocas anteriores donde la discusión se circunscribía con mayor profusión a los ambientes progresistas, ahora no solo se ampliaría de manera que encontraremos una extensa literatura de parte, sino que además se generaron conversatorios cuyo objetivo era confrontar todos los puntos de vista existentes. El resultado fue la publicación de una multiplicidad de obras que se centran en analizar, esencialmente, cuán imprescindible era una nueva Constitución para desarrollar las políticas públicas que algunos demandaban, cuál era la mejor fórmula de reemplazo constitucional, qué elementos de la actual Carta Magna debían mantenerse, cuáles desaparecer y cuáles incorporar a un nuevo texto constitucional[27].
El segundo acontecimiento fue la redacción de un proyecto de nueva Constitución a través de un proceso democrático, institucional y participativo iniciado por la presidenta Bachelet en octubre de 2015, que constó de tres fases. Una primera en 2016 donde se invitó a la ciudadanía a deliberar sobre asuntos constitucionales a través de consultas individuales, encuentros locales autoconvocados y cabildos tanto provinciales como regionales. Una segunda en 2017 que consistió en sistematizar lo anterior y crear un documento llamado Bases ciudadanas para la nueva Constitución con el objetivo de guiar la posterior redacción. Y una tercera que se encargó de materializarlo, presentándose el proyecto de Carta Magna ante el Congreso Nacional el 6 de marzo de 2018, es decir, cuando a Bachelet le quedaban solo cinco días para terminar su mandato porque Piñera había vuelto a ganar las elecciones presidenciales con el 54 % de los votos (Soto y Welp, 2017: 165-194). Aunque el texto constitucional resultante no llegó a discutirse, según Francisco Soto, Salvador Millaleo y Constanza Ihnen la importancia del proceso fue que este ya no buscaba «soluciones consensuadas entre la élite y acuerdos “en la medida de lo posible”, sino que el objetivo es articular una nueva constitución que represente y satisfaga las nuevas necesidades que demanda la sociedad chilena contemporánea» (Soto et al., 2020: 37).
Y el tercer y último acontecimiento fue que a partir del proceso iniciado por la presidenta en 2015 el centroderecha oficialista acabó por mudar su estrategia, pasando de evitar el debate sobre el cambio constitucional y abogar únicamente por reformas mínimas, a organizarse bajo la coalición Chile Vamos y sumarse a la discusión con un documento llamado Propuesta de la Comisión de Asuntos Constitucionales de Chile. Un texto que, aparte de reafirmar su posición respecto a que la Constitución de 1980 y sus posteriores modificaciones habían permitido estabilidad y crecimiento económico (Fermandois, 2016), proponía ochenta reformas a la misma y aseveraba que de transitarse hacia una nueva Carta Magna debería hacerse dentro de los cauces institucionales que la actualmente vigente fijaba (Heiss, 2016: 111-113).
Aunque el ciclo político de 2018-2022 comenzó con una disminución de la conflictividad en torno a la cuestión constitucional porque las dos Cámaras habían sido escogidas bajo el nuevo sistema electoral proporcional y el centroderecha oficialista ostentaba otra vez la presidencia con Piñera, en octubre de 2019 se produciría un gran estallido social. Las iniciales protestas por el encarecimiento de la tarifa del metro en Santiago rápidamente derivaron en manifestaciones y disturbios diarios. Al creciente apoyo popular se le sumaron diversos movimientos sociales, cabildos abiertos autoconvocados y una pluralidad de partidos de la oposición que empezaron a criticar de manera simultánea el alto coste de la vida, las bajas pensiones, la falta de una educación pública y de calidad, la ausencia de garantías para recibir unos servicios de salud adecuados o la privatización de los recursos naturales del país. Problemas sectoriales todos ellos que, al parecer de los manifestantes y siguiendo la idea fuerza repetida con perseverancia por una multiplicidad de actores político-sociales desde 2006, eran causados por el marco constitucional vigente y únicamente podían solucionarse aprobando una nueva Carta Magna (Güell, 2019: 8-13; Pizarro, 2020: 333-365; Zazo, 2019: 4-9).
La manifestación del 25 de octubre que congregó a más de un millón de personas en Santiago, el anunció de la Asociación Chilena de Municipalidades (integrada por 330 de las 345 existentes en el país) convocando a la ciudadanía a una consulta popular sobre si debería elaborarse un nuevo texto constitucional y declaraciones de cargos institucionales abogando por un proceso constituyente como único mecanismo para solucionar el descontento social[28], hicieron que el Gobierno de Piñera propusiera redactar una nueva Constitución a través del Congreso Nacional existente que finalizara con un plebiscito ratificatorio. La negativa de los catorce partidos de la oposición a tal fórmula y su inclinación por una asamblea constituyente dio paso a unas negociaciones que se cerraron con un acuerdo transversal entre Gobierno y Congreso llamado Acuerdo por la paz social y la Nueva Constitución. En dicho acuerdo se pactó reformar la Carta Magna para que pudiera convocarse un plebiscito nacional sin sufragio obligatorio en abril de 2020 (aplazado al 25 de octubre por la COVID) con dos preguntas. Primera, «¿Quiere usted una nueva Constitución?», siendo las respuestas posibles «Apruebo» o «Rechazo». Y segunda, «¿Qué tipo de órgano debiera redactar la nueva Constitución?», teniendo como opciones «Una convención mixta constitucional integrada en partes iguales por miembros elegidos popularmente y parlamentarios en ejercicio» o «Una convención constitucional formada exclusivamente por miembros elegidos popularmente»[29].
La victoria tanto del apruebo con un 78,27 % como de la opción convención constitucional con un 78,99 % ha comportado que se inicie el procedimiento incorporado a la Carta Magna en 2019 (arts. 130 a 142). Primero, el presidente deberá convocar elecciones para elegir a los 155 miembros de un órgano que pasará a llamarse Convención Constituyente, pues su único cometido será redactar el nuevo texto constitucional y no podrá ejercer ninguna otra función o atribución. Posteriormente, los miembros electos escogerán un presidente y un vicepresidente por mayoría absoluta, aprobarán el reglamento de votación por un quórum de dos tercios, redactarán el nuevo texto constitucional en el plazo máximo de nueve meses (prorrogable solo una vez por tres meses) y su contenido únicamente deberá respetar el carácter de República del Estado de Chile, su régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y los tratados internacionales ratificados por Chile que se encuentren vigentes. Finalmente, una vez aprobadas las normas del texto constitucional por dos tercios, la Convención se disolverá y se realizará un plebiscito ratificatorio con voto obligatorio donde se preguntará «¿Aprueba usted el texto de Nueva Constitución propuesto por la Convención Constitucional?», siendo las respuestas posibles «Apruebo» o «Rechazo».
Toda conflictividad político-social posee un núcleo irradiador central desde el cual comprender el espíritu esencial del malestar y, por tanto, el origen último del problema. En Chile, ese zeitgeist se encuentra en tres generaciones que se perciben a sí mismas como luchadoras históricas por la emancipación popular. Me refiero a los nacidos alrededor de 1950 que votaron por Allende y vieron sus esperanzas frustradas tras el golpe de Estado militar. A los nacidos en los contornos de 1975 que, unidos a los anteriores, vencieron a Pinochet en un plebiscito y votaron tanto a la Concertación como a la Nueva Mayoría durante treinta años sin que las políticas públicas insertas en sus programas electorales pudieran desarrollarse plenamente a pesar de ostentar el poder durante veinticuatro años y derrotar con una diferencia de entre el 15 y el 20 % a sus rivales durante los primeros diez. Y, por último, a los nacidos cerca del año 2000 que se identifican con la izquierda y que, si bien no poseían todavía el derecho de sufragio en 2013, empezaban a participar en movimientos sociales o estudiantiles comprobando sucesivamente que tras los comicios de ese año en los que vencieron opciones progresistas por un margen de un 20 % en las presidenciales y un 12 % tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado, no pudieron tampoco desarrollarse con profusión las políticas públicas deseadas. Así pues, el sujeto político prototípico del núcleo irradiador del descontento en Chile es una persona de izquierdas que ha visto como desde 1990 han triunfado opciones afines en la mayoría de elecciones, pero que ello no se ha traducido con el mismo grado de profundidad en cambios legales o políticas públicas acordes a sus postulados ideológicos.
Una vez advertido alrededor de quienes se articula con mayor profusión y persistencia el malestar que desde los años setenta va generando una creciente conflictividad político-social, y una vez percibido que el motivo de lo anterior sería una limitación de las posibilidades de convertir los deseos de la mayoría en políticas públicas efectivas, la cuestión a resolver es si eso realmente se debe al marco constitucional fijado en 1980 y ampliamente reformado a partir de 1990. En relación con ello, algunos académicos como Arturo Fermandois (2010: 287-292) consideran que la Carta Magna permite el libre juego democrático, que el descontento político-social radica exclusivamente en una mala configuración del vínculo representativo porque «si los parlamentarios no representan a la gente, aquello es problema del sistema electoral y ése es otro debate» y que se estaría promoviendo una nueva Constitución solo por «una razón de afectos […], pero no una razón técnica». Por el contrario, otros juristas opinan que tanto el malestar como la conflictividad que han derivado en un plebiscito son consecuencia de la Constitución vigente en su globalidad porque desarrolla una interpretación neoliberal de los derechos económico-sociales, posee una ilegitimidad de origen al gestarse en y por la dictadura y consagra una democracia deficitaria por limitada (Fernández, 2013; Atria, 2017).
A nuestro parecer, los constantes pero infructuosos intentos de las coaliciones de izquierdas de modificar los elementos nucleares del marco constitucional impide que sean descritos como representantes políticos ajenos a la voluntad de sus electores[30], la no justiciabilidad de algunos derechos no evita que estos puedan ser desarrollados y la ilegitimidad de origen no comporta indefectiblemente ilegitimidad de ejercicio (piénsese, por ejemplo, en Alemania o Japón) (Atria, 2006: 58). Por ello, frente a visiones tanto reduccionistas como maximalistas respecto al origen del problema, creemos que la aplicación sostenida en el tiempo de una democracia limitada sería la razón fundamental del fracaso de la transición chilena. Pero ni siquiera todos los elementos que a esta se le atribuyen formarían parte de ese núcleo esencial generador del descontento. Es decir, no consideramos que la transición haya fracasado porque en la Constitución de 1980 se fijara un sistema hiperpresidencialista, unos órganos contramayoritarios no electivos (Tribunal Constitucional, Contraloría General de la República, Tribunal Calificador de Elecciones, Poder Judicial, Consejo de Seguridad Nacional y Banco Central), unas Fuerzas Armadas como garantes de la institucionalidad o unos altos quórums de reforma constitucional, entre otros. Bien es cierto que algunos de ellos son muy discutibles y forman parte de un diseño constitucional que impacta sobre el proceso democrático, pero ninguno constriñe de manera irremediable el ordinario poder de la mayoría, que es la principal causa del malestar de una parte de los chilenos y de sus representantes políticos. Además, algunas de esas críticas utilizan como subterfugio que dichos mecanismos e instituciones fueron establecidos por la dictadura para trasladar a la ciudadanía la visión de que todos son intrínsecamente perversos y que la solución es configurar una democracia donde la mayoría tenga un poder político omnímodo (Atria, 2015). Opción esta que, en el caso de triunfar, sería la negación de la propia democracia constitucional porque trataría de solventar el problema histórico de la democracia limitada negando la necesidad de establecer unos límites al poder de la mayoría para evitar que este se convirtiera en absoluto.
Así pues, de entre los elementos que conformarían esa democracia limitada chilena especialmente tres serían los que, al concatenarse, se elevarían a clave de bóveda del sistema de amarres, habrían originado tanto el malestar ciudadano como el conflicto sociopolítico y serían los responsables principales del fracaso de la transición. El primero es un vicio de origen, pues el texto constitucional, su reforma, las LOC, las leyes de quórum calificado y el desarrollo de una parte de la legislación ordinaria fueron producto unilateral del régimen militar hasta 1990, de manera que la democracia chilena empezó a caminar dentro de un marco regulador que llevaba insertos los postulados ideológicos que la dictadura profesaba. El segundo es el quórum de cuatro séptimos para aprobar, modificar o derogar las LOC que permitían conservar en democracia lo anteriormente establecido por la dictadura, a menos que se ostentaran unas supermayorías que son una excepción en derecho comparado (García, 2014: 267-302). Y el tercero es un sistema electoral binominal incluido en la Constitución, desarrollado por una LOC durante la dictadura que requería tres quintas partes para ser alterado y que se diseñó con el objetivo tanto de hipertrofiar a la segunda fuerza política como de dotarla de capacidad de bloqueo. Tres elementos que solo han desplegado con profusión su función limitadora de la democracia al actuar de manera concatenada y que, a su vez, solo se entiende su establecimiento cuando se tiene en cuenta tanto el momento en que fueron concebidos como el apoyo que tuvieron las fuerzas políticas afines a la dictadura a partir de 1990.
Veamos la explicación de esto último. El sistema electoral binominal fue desarrollado por el régimen militar en 1989, una vez Pinochet había perdido el plebiscito, con unos resultados electorales que les otorgaban una media del 43 % de apoyo popular a nivel nacional y más del 45 % en cinco regiones, y siendo conscientes de que era muy probable que tras las primeras elecciones democráticas tuvieran que abandonar el Gobierno y sabiendo que el sistema electoral que iban a promulgar requeriría de una supermayoria de tres quintos para alterarlo. Teniendo en cuenta esta realidad, no es de extrañar que dicho sistema estuviera diseñado para que la primera fuerza política solo obtuviera los dos escaños si conseguía más del 66,6 % de los votos en la circunscripción[31]. Tampoco resulta sorprendente que en 1989 el propio régimen aceptara disminuir el quórum de las LOC únicamente de tres quintos a cuatro séptimos, pues teniendo en cuenta el sistema electoral promulgado y el apoyo popular obtenido durante el plebiscito, esa modificación hacía que el sistema pareciera más democrático pero que, a la vez, la Concertación siguiera necesitando obtener el 66,6 % de votos en la mayoría de circunscripciones y que esos votos se convirtieran en el 57 % de escaños en el Congreso y el 71 % en el Senado[32] para poder aprobar, modificar o derogar una LOC. Menos aún debe extrañarnos que la Junta Militar cediera el Gobierno a la Concertación pacíficamente en 1990, dado que estaba convencida de que las bases del ordenamiento jurídico por ella creado difícilmente iban a ser alteradas sin su consentimiento. Y eso es así por una sencilla razón: creían, como así sucedió, que el apoyo popular obtenido durante el plebiscito se trasladaría de forma más o menos estable y duradera a su coalición oficialista en las futuras elecciones, y que dicho porcentaje de votos (alrededor del 43 %) les daba un amplio margen para, combinado con un sistema electoral binominal donde solo se necesitaba el 33,3 % para obtener uno de los dos escaños y unos altos quórums que obligaban a ostentar el 57 % en el Congreso y el 71 % en el Senado para tener mayoría[33], convertirse en minoría de bloqueo, haciendo que cualquier alteración estructural del orden político-social no solo debiera negociarse con ellos, sino que fuera perentorio aceptar sus términos y condiciones para que se pudiera promulgar. Y, por último, tampoco causa sorpresa que en 2005 la coalición oficialista se aviniera a eliminar de la Constitución el término binominalismo, pues éste seguiría inserto en una LOC que requería tres quintas partes para su alteración.
Gracias a ese terreno de juego viciado por la concatenación de esos tres elementos, una minoría social (sin duda amplia) que comulgaba con los postulados ideológicos del régimen militar se ha perpetuado como minoría política de bloqueo, viéndose obligada únicamente a transigir cuando se ha alterado gravemente la paz social. Con base en ello, es posible afirmar que el marco constitucional ha mantenido subrepticiamente el eje de las decisiones políticas fundamentales en manos de quienes respaldan los principios que el régimen fijó entre 1980 y 1990. Por eso, Christian Suárez Crothers (2009: 250) habla de la Constitución Chilena como una celda, pues es
un tipo de Constitución cuyo principio no es democrático y que bajo la apariencia del cumplimiento de los procedimientos propios de una Constitución democrática, permite a quienes mantienen la solidaridad con la constitución impuesta a una sociedad que se democratiza, mediante el uso desproporcionado de mecanismos contra-mayoritarios, limitar el espacio propio del ejercicio de la política y del derecho.
Y por ello, Claudia Heiss (2016: 114) asegura que el problema de la transición chilena es una Constitución en la que
el sistema se caracteriza por imponer puntos de veto establecidos por la fuerza de las armas durante la dictadura y requerir la venia de sus herederos para reformar aspectos sustantivos. No es una rigidez consociativa y democrática, sino un sistema que quiere hacer pasar por consenso lo que no es otra cosa que imposición forzada, sostenida en el tiempo por dispositivos diseñados para mantener el statu quo.
O por la misma cuestión Claudio Nash Rojas (2018) afirma que, a diferencia de otras experiencias comparadas
la transición chilena no se funda en la caída de la dictadura sino en una derrota electoral, pero dentro de la propia institucionalidad diseñada por el régimen cívico-militar. Esto trajo como consecuencia que no se desarrollara una transición pactada, como suele afirmarse, sino que una transición condicionada. ¿Cuál era este condicionamiento? La dictadura estaba dispuesta a dejar el gobierno, pero a condición de que el modelo fundacional que había llevado adelante durante 17 años, sin contrapeso alguno, siguiera vigente sin modificaciones estructurales.
En definitiva, por todo lo anteriormente afirmado creemos que la transición chilena no ha fracasado porque la Constitución se haya realizado durante y por la dictadura, porque en ella no existan abundantes mecanismos de participación popular, porque los representantes políticos no sean representativos, porque existan profundas desigualdades sociales, porque el diseño de los derechos económico-sociales sea deficitario o porque el procedimiento de reforma sea rígido. Ha naufragado porque el marco constitucional salido del régimen militar ha permitido que existiera una minoría política de bloqueo alineada con él que ha impedido durante veinticinco años que la mayoría social, convertida en mayoría legislativa, pudiera llevar a cabo las políticas públicas que sus postulados ideológicos, sus anhelos ciudadanos y sus programas políticos previamente establecían. Frente a esa realidad, una parte de la ciudadanía ha ido respondiendo primero mostrando su malestar con las instituciones y sus representantes políticos, de ahí el descrédito y el desapego inicial. Para luego, desde 2013 en adelante, identificar a la Constitución como una jaula de hierro que impide el normal desarrollo de una democracia plena. Es a partir del momento en que el espíritu esencial del malestar y el origen último del problema se encuentran, cuando se hacen irrelevantes las alteraciones democratizadoras que se proponen o se promulgan, pues entonces la cronificación de lo primero fruto de la pervivencia en el tiempo de lo segundo ya ha comportado que la única solución creíble para una parte sustancial de la sociedad chilena sea la redacción de una nueva Constitución. Cuestión que se acabó sustanciando el 25 de octubre de 2020.
No nos parece desatinado pronosticar que el plebiscito de 2020 y el posterior proceso constituyente puedan acabar siendo históricamente interpretados como el punto final de una larga transición fallida por hipotecada y, a la vez, como el inicio de una Constitución de consenso que termine por tener un valor simbólico de unidad nacional. Ahora bien, para que la historia pueda ser narrada de esa forma, la ciudadanía chilena debería ser consciente de que su principal reto es no repetir los errores del pasado teniendo muy presentes las lecciones que ofrece tanto la historia constitucional en general como la suya en particular.
Frente a la democracia limitada que generó estabilidad a costa de representatividad o la democracia mayoritaria del nuevo constitucionalismo latinoamericano cuyo resultado práctico ha sido el autoritarismo, Chile debería finalizar su proceso constituyente alumbrando una democracia constitucional moderna construida sobre una amplia legitimación popular. Es decir, debería promulgarse una Carta Magna concebida como un pacto político global juridificado, producto de un amplio consenso entre diversas mayorías y minorías, que organiza y limita el poder político del Estado y que permite en su interior el libre juego democrático. Para ello, es esencial que si el procedimiento incorpora mecanismos de participación ciudadana lo haga sin solapar ni reemplazar la discusión institucional, que el proyecto se apruebe en una votación final por el quórum de dos tercios y que se consensuen incentivos políticos para generar el acuerdo. Y para lo anterior, también es perentorio que el contenido del proyecto de Constitución no trate de perpetuar un único modelo de sociedad, que incluya todos aquellos elementos que materialmente deben ser regulados en una Carta Magna y que no se descarten órganos o instituciones contramayoritarias que han demostrado su funcionalidad en otros países, pero que en Chile han sido utilizados durante un largo periodo de tiempo como mecanismos de amarre de una democracia limitada.
En definitiva, si el Chile del mañana empieza a construirse alrededor del proceso constituyente, flaco favor se hará a las generaciones futuras si fracasa porque se quiere perpetuar una Carta Magna que se ha demostrado carente de legitimidad o triunfa una democracia sin límites y contrapesos que le otorgue a la mayoría un poder casi omnímodo. Ante dichas alternativas, persistir en el camino de la democracia constitucional significa apostar porque la voluntad de la mayoría ni pueda ser ninguneada ni pueda ser liberticida.
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Este trabajo se inserta en las actividades del Grupo de Estudios sobre Democracia y Constitucionalismo (GEDECO, grupo consolidado de la Generalitat en 2017) y en las del proyecto de investigación «Instrumentos contramayoritarios en la Democracia constitucional (IDECO)». Asimismo, su realización ha sido posible gracias a la concesión de una beca Santander Iberoamérica que me ha permitido una espléndida estancia en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, donde me sentí acogido desde el primer día. |
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Algunos datos que nos permiten comprender mejor las dinámicas de poder en el sector agropecuario chileno de los años sesenta son los siguientes. Primero, que el salario real del campo era una cuarta parte del de la ciudad y que la mayor parte del mismo se obtenía a través de rentas no monetarias. Segundo, que no sería hasta la Ley 16625 de 1967 cuando se obligó a que, como mínimo, el 75 % del salario fuera cobrado en efectivo. Y tercero, que fue sobre la base de los tres instrumentos legales promulgados como se expropiaron alrededor de 1400 predios agrícolas, 3,5 millones de hectáreas y se organizaron más de 400 sindicatos que sumaron más de 100 000 campesinos (Garrido, 1988; Brahm, 1994:159-187). |
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Como recuerda Vergara: «Jaime Guzmán era un admirador de la dictadura franquista. Fue miembro de la juventud del Partido Conservador. Se incorporó a Fiducia, Sociedad de Defensa de la Tradición y la Familia. En 1967 fundó el grupo «gremialista», donde se formaron muchos dirigentes de derecha. Posteriormente participó, hasta 1971, en Patria y Libertad, grupo armado de extrema derecha que realizó diversos atentados. Guzmán fue un ferviente partidario de la intervención militar, y fue el primer secretario nacional de la Juventud, creada por el nuevo régimen. Fue, asimismo, el principal asesor político de la Junta Militar y de Pinochet y el redactor de sus principales textos políticos. En 1981 se retiró para formar un nuevo partido […], la Unión Demócrata Independiente (UDI), sobre la base del movimiento gremialista […]. Este partido ha sido el principal heredero de la «obra del gobierno militar». Siendo senador en 1991, fue asesinado por un grupo de extrema izquierda» (Vergara, 2007: 47). |
[4] |
Aunque en una pluralidad de textos políticos y/o jurídicos se utilice el término democracia protegida, aquí usaremos el concepto democracia limitada por considerarlo más ajustado a la realidad. A nuestro parecer, el primer término fue hábilmente acuñado por la dictadura de Pinochet (y desarrollado con profusión por Guzmán) para tratar de que se percibiera como moralmente correcto y socialmente pertinente la configuración de un armazón jurídico que constriñera el normal desarrollo de la democracia impidiendo que la mayoría pudiera realizar políticas públicas diferentes a las preconcebidas como correctas por parte del régimen. La razón principal para defender dicho paradigma era que se consideraba imprescindible defender la democracia del comunismo internacional, del faccionalismo de los partidos, de las propuestas demagógicas, de la voluntad popular descontrolada y del intervencionismo estatal en la economía. Ahora bien, que la dictadura construyera un concepto y una narrativa a través de los cuales quisiera trasladar la idea de que su sistema político se diseñaba al objeto de proteger la democracia, no significa que ello fuera, objetivamente, ni la meta última realmente perseguida ni lo jurídicamente diseñado por ellos. De hecho, el régimen constitucional finalmente creado no instauró un entramado institucional que preservara la democracia frente a posibles ataques de quienes pudieran desear liquidarla, sino que diseñó un sistema que reducía constitucionalmente el ámbito de la acción política de tal forma que fuera casi imposible desarrollar políticas públicas alternativas a las concebidas como correctas por el propio régimen. Es por todo ello que consideramos pertinente abandonar el término que la dictadura creó para describir su propio sistema y adoptar de manera sustitutiva el concepto de democracia limitada, que nos parece que describe con mayor precisión tanto la Constitución promulgada como los objetivos políticos subyacentes a la misma (Cristi y Ruiz-Tagle, 2014: 10-223; Couso y Coddou, 2010: 191-263; Vergara, 2007: 47-52). |
[5] |
Un ejemplo paradigmático de ello es el Decreto Ley 77, de 8 de octubre de 1973, a través del cual la Junta Militar incautó una gran cantidad de propiedades, terrenos, automóviles, pequeñas empresas o medios de comunicación de personas y entidades contrarias al régimen. |
[6] |
Todos los documentos del Grupo de los 24 pueden encontrarse digitalizados en la página web de la Fundación Patricio Aylwin. El título de los aquí utilizados, por orden de aparición, es el siguiente: manifiesto Bases fundamentales de la Reforma Constitucional, Informe al pueblo de Chile sobre los principales acuerdos alcanzados por el Grupo de Estudios Constitucionales llamado de los 24 (1979), Manifiesto del Grupo de Estudios Constitucionales en que se invita a generar una Nueva Institucionalidad y Nueva Constitución para Chile (1980), declaración Compromiso por la democracia (1980), Informe sobre el proyecto de Constitución Política del Consejo de Estado (1980), las críticas del grupo de los 24 (1981) y, por último, Proyecto de Constitución Política de la República de Chile (1983). |
[7] |
Las críticas del grupo de los 24 (1981). |
[8] |
Ley 18 603 Orgánica Constitucional de los Partidos Políticos, de 23 de marzo de 1987. |
[9] |
Si bien la ley electoral había sido promulgada el diecinueve de abril de 1988, se modificó a través de la Ley 18 799 de dieciséis de mayo de 1989. Lo más importante de la reforma fue la inclusión del art. 178, que determinaba la cantidad de distritos electorales (60) y el número de diputados que en cada uno de ellos se elegía (2). |
[10] |
«En consecuencia, el umbral que un partido debía superar para obtener por lo menos una banca era de un tercio (33,3 %) de los votos. Como resultado, el sistema favorecía a la segunda lista más votada. Esto ocurría porque, para obtener dos escaños, el partido mayor debía recibir dos veces el número de votos del segundo partido, o dos tercios (66,6 %) del número de votos. En consecuencia, todo caudal electoral que el partido más votado obtuviese por encima del 33,3 %, era efectivamente desperdiciado si el nivel de apoyo no llegaba al 66,6 % […]. Por tanto, el sistema binominal se traducía en un sistema de elección de autoridades que “subsidiaba” a la segunda mayoría, consiguiendo que las elecciones, salvo las presidenciales, se tornasen muy predecibles» (Soto y Welp, 2017: 97). |
[11] |
El art. 45 del texto constitucional determinaba que los senadores designados serían todos los expresidentes que hubieran desempeñado el cargo durante seis años consecutivos, dos exmiembros de la Corte Suprema, un excontralor general de la República, cuatro excomandantes de las Fuerzas Armadas, un exrector de una universidad estatal y un exministro de Estado. Dado que la dictadura los había elegido durante los últimos diecisiete años, todos los excargos no podían ser más que personas afines al régimen. |
[12] |
En las modificaciones de los arts. 116 a 118 se mantuvieron las tres quintas partes para la mayoría de proyectos de reforma, pero aumentaban a dos tercios para ciertas materias (bases de la institucionalidad, derechos y deberes, Tribunal Constitucional, Consejo de Seguridad Nacional o reforma de la Constitución, por ejemplo). Asimismo, se disminuía el quórum de tres cuartos a dos tercios de las Cámaras cuando el presidente se hubiera opuesto en primera instancia al proyecto de reforma. |
[13] |
Todos los cambios se encuentran en la Ley 18-825, que modifica la Constitución política de la República de Chile, promulgada el 15 de junio de 1989. |
[14] |
Para una información más detallada véase la web de la biblioteca del Congreso Nacional de Chile. |
[15] |
El apoyo a la coalición de partidos oficialistas fue del 34 % en 1989, el 36 % en 1993, el 36 % en 1997 y el 44 % en 2001. |
[16] |
Historia de la Ley 20 050, Biblioteca del Congreso Nacional. |
[17] |
Con discurso político, Lagos firma nueva Constitución (18 de agosto de 2005). La Tercera. |
[18] |
La Nación (29 de septiembre de 2005). |
[19] |
Sobre la cuestión, el problema era que «la Concertación quería eliminar el sistema binominal y la derecha quería mantenerlo. Como la derecha tenía (y tiene) veto, el sistema binominal no puede ser modificado […]. Pero ¿por qué razón la derecha aceptaría renunciar a su veto, o debilitar la posibilidad de usarlo en el futuro? La respuesta es: ninguna […]. La oferta de la derecha fue mantener el sistema binominal y mantener su veto sobre él, pero esconderlo en una ley orgánica constitucional y sacarlo de la Constitución» (Atria et al., 2017: 58-59). |
[20] |
Mientras el vocablo centro-izquierda lo utilizamos para designar a los partidos insertos en la coalición de la Concertación, el concepto izquierda extraparlamentaria lo usamos para referirnos, esencialmente, a la coalición Juntos Podemos Más, que a pesar de obtener el 7,4 % de los votos en las elecciones parlamentarias de 2005 no consiguió ningún diputado. |
[21] |
Desarrollo humano en Chile. Los tiempos de la politización (2015). PNUD, 29. |
[22] |
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. |
[23] |
El grado de confianza en el Congreso era del 28 % en 2010, el 15 % en 2012 y del 8 % en 2016. La confianza en los partidos políticos fue del 15 % en 2010, el 9 % en 2012 y el 5 % en 2016. Y la confianza en el Gobierno fue del 42 % en 2010, el 24 % en 2012 y el 13 % en 2016. Cf. Auditoria a la democracia, septiembre-octubre 2010, PNUD; Auditoria a la democracia, noviembre 2012, PNUD; Auditoria a la democracia. Más y mejor democracia para un Chile inclusivo, 9 de septiembre de 2016, PNUD. |
[24] |
Auditoria a la democracia. Más y mejor democracia para un Chile inclusivo, 22 de enero de 2015, PNUD; Opinión ciudadana y cambio constitucional. Análisis desde la opinión pública (2015), PNUD 1, pp. 1-90. |
[25] |
La segunda, 28 de octubre de 2013. |
[26] |
La Ley 20 840 de 5 de mayo de 2015 aumentaba la cantidad de diputados de 120 a 155, disminuía los distritos de 60 a 28, los senadores pasaban de 38 a 50, se fijaba una sola circunscripción senatorial por región y en las candidaturas ningún sexo podía representar menos del 40 %. Aun así, la mitad de los senadores ya electos bajo el sistema binominal seguirían siéndolo hasta 2022 y en cinco circunscripciones senatoriales solo se podrían elegir a dos senadores, de manera que el binominalismo continuaba existiendo, aunque ciertamente en mucha menor medida. Cf. Reformas políticas en Chile 2014-2016. Análisis y evaluación de las modificaciones al sistema político chileno durante el gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet (2017), Ministerio Secretaría General de la Presidencia. |
[27] |
Un breve compendio bibliográfico es el que sigue: Zúñiga (2014); Chia y Quezada (2014); Zapata (2015); Muñoz (2015); Sierra (2015); Clapes UC (2015); Negretto (2015); Fuentes y Joignant (2015); Facultad de Derecho de la Universidad de Chile (2015); Sierra (2016); Democracia y Proceso Constituyente (2016); Bustamante y Sazo (2016), y Arriagada et al. (2017). |
[28] |
Una de ellas fue el vocero de la Corte Suprema, que afirmaría: «Yo creo que a estas alturas sí, y digo que a estas alturas sí porque el clamor de la ciudadanía es tan grande que deberíamos abocarnos a eso. A lo mejor tenemos una Constitución relativamente parecida, pero no importa, estamos haciendo la revisión de acuerdo con el clamor ciudadano». Cf. https://www.infogate.cl/2019/10/30/corte-suprema-tambien-se-inclina-a-favor-de-una-nueva-constitucion/. |
[29] |
Toda la información puede encontrarse en: https://www.bcn.cl/procesoconstituyente/plebiscito2020. |
[30] |
Sobre dicha cuestión, y sin entrar en los múltiples intentos de modificar las LOC, recordar que entre Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet suman veinticinco propuestas de reforma constitucional que fueron rechazadas, tuvieron que ser retiradas o se ha utilizado la táctica dilatoria, de tal modo que se encuentran todavía en fase de tramitación. |
[31] |
Eso comportaba, a sensu contrario, que la segunda fuerza política únicamente debiera obtener el 33,3 % de los votos para adjudicarse el segundo escaño. |
[32] |
Ese porcentaje sale de descontar al cómputo global los nueve senadores designados, pues como ya hemos afirmado anteriormente, durante quince años fueron mayoritariamente escogidos de entre personas que no podían más que ser afines al régimen militar. |
[33] |
El 71 % únicamente sirve hasta 2005, momento en que fueron eliminados los senadores designados. |
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