RESUMEN
El fallecimiento del dictador Francisco Franco abría un período de incertidumbre política en España. Entre los herederos del régimen cundía la convicción de que para conservar el poder sería necesario plantear reformas que permitieran responder a algunas de las demandas más acuciantes y, al mismo tiempo, conservar el control político frente a la oposición democrática. La gestión de la cuestión regional aparecía como un ámbito propicio para la experimentación de estas propuestas postfranquistas, sobre todo en su concreción catalana, donde la demanda de algún tipo de descentralización contaba con tradición y fuertes apoyos populares. Desde el entorno de Manuel Fraga se intentó poner en marcha un Régimen Especial para las Provincias Catalanas, remedo actualizado de la histórica Mancomunitat de Catalunya (1914-1925), cuyo proyecto fue continuado por el primer Gobierno de Adolfo Suárez con la implicación directa de los representantes más ilustres del franquismo catalán. La documentación interna e inédita conservada por Juan Echevarría Puig, miembro activo de esta comisión que desarrolló su actividad entre 1976 y 1977, nos permite conocer en profundidad esta última encarnación (fracasada, pero influyente) de regionalismo franquista.
Palabras clave: Regionalismo; franquismo; catalanismo; Transición; Mancomunitat; provincia; autonomía.
ABSTRACT
The death of Francisco Franco started a period of political uncertainty in Spain. The heirs of the regime needed to introduce reforms to maintain the power: they had to give an answer to the urgent political demands of that moment while keeping the political control of the situation in front of the democratic opposition. The regional question — the answer to the demands of decentralization and recognition of regional identities- was an important space to develop post-Francoist projects of decentralization. Catalonia, where projects of autonomy and decentralization had a long tradition and a strong popular support was a perfect place to implement these projects. That is the reason why Minister Manuel Fraga and his political proxies initiated a process aimed at creating an «Special Regime for the Catalan Provinces» that was actually a renewed version of the historical «Mancomunitat de Catalunya (1914.1925)». Fraga implicated himself and also important representatives of Catalan Francoism. The non-published documentation conserved by Mr. Juan Echevarría Puig, an active member of the Commission created by Fraga that worked in 1976 and 1977, allows us to know in depth this last reincarnation (failed but influential) of Francoist regionalism.
Keywords: Regionalism; Francoism; Catalanism; Transition; Mancomunitat; province; autonomy.
La centralización es la apoplejía en la cabeza
y la paralización en las extremidades
Robert de Lamennais[2]
Las dos interpretaciones más populares y divulgadas sobre la Transición, aunque difieren respecto de la valoración de este período histórico, curiosamente coinciden en hacer una lectura teleológica y conceden la primacía en la orientación y dirección del tránsito de la dictadura a la democracia a las cúpulas políticas, económicas y sociales postfranquistas. El famoso «atado y bien atado» sirve tanto para garantizar el supuesto protagonismo y liderazgo de unos como para fundamentar la crítica al presunto oscurantismo y continuidad de la herencia autocrática[3]. Sin embargo, si algo se deriva del estudio de las fuentes documentales de la época es justo lo contrario: ni existía un plan concreto ni la capacidad decisoria se concentró en un ámbito ni la coherencia y la unidireccionalidad fueron omnipresentes.
En el caso de Cataluña, esta lectura teleológica —y racionalizada a posteriori— afecta a la interpretación sobre el proceso de descentralización y los equilibrios de poder entre el catalanismo democrático y el franquismo catalán, cuya resolución natural habría sido la restauración de la Generalitat de Cataluña. La recuperación del autogobierno habría consistido, por lo tanto, en un proceso lineal donde la única cuestión opinable hoy sería el grado de protagonismo concedido a la oposición y a las élites salidas de la dictadura.
Precisamente nuestra investigación viene a cuestionar esta discrecionalidad y unilateralidad para ejemplificar, a través de un capítulo de la Transición poco conocido, lo abierto y volátil que fue el proceso de restablecimiento del autogobierno en Cataluña. El fallido intento de crear un régimen especial para Cataluña emulando la experiencia de la Mancomunitat de la Restauración fue en realidad la primera opción postfranquista para llevar a cabo una descentralización que, conservando el poder en manos de las elites, sirviera para frenar las demandas de la oposición. Esta Mancomunitat a la sombra del poder estaba diseñada por una comisión compuesta por importantes personalidades del franquismo catalán, que trabajaron durante meses en su diseño. Sin embargo, la victoria de las fuerzas catalanistas de izquierdas en las elecciones de 1977 enterró su viabilidad y condujo a la activación del retorno del exiliado President de la Generalitat republicana, Josep Tarradellas.
El análisis y reconstrucción de este episodio se basa principalmente en el archivo personal del empresario, alto cargo y miembro destacado de la Comisión Juan Echevarría Puig (Barcelona, 1928). Militante —en palabras suyas— más joseantoniano que falangista, hombre de Manuel Fraga en Cataluña y director general de Correos y Telecomunicaciones en el primer Gobierno de la monarquía, formó parte de la Comisión desde el primer momento, participó en todas las reuniones plenarias y dirigió la ponencia «Región». De esta experiencia Echevarría Puig conservó toda la documentación que hoy nos permite reseguir el proyecto político postfranquista de creación de algún tipo de institucionalización de la región catalana que respondiera a las demandas populares, que neutralizase a la oposición catalanista y que les garantizase su control, así como los réditos políticos correspondientes.
Septiembre de 1976. Juan Echevarría Puig redacta a mano unas notas en su despacho de la Dirección General de Correos en Madrid:
Descentralización. Mancomunidad. Cooficialidad del idioma. Institucionalización: Consejo Regional de Cataluña compuesto por los Diputados elegidos a Cortes de las 4 provincias catalanas, los senadores y cierto número, por provincia, de los diputados provinciales. Este Consejo elevaría el proyecto de institucionalización a las Cortes de la Nación y lo defendería ante ellas. Propuesta esta idea al Pleno 14[4]. Nombrar Asesores.
Estas anotaciones debían servir para la preparación del discurso que el mismo Juan Echevarría Puig debía pronunciar el día 14 de septiembre en una reunión de la Comisión para el Estudio de un Régimen Regional para las Provincias Catalanas, el organismo creado por el Gobierno para crear, dentro de un marco definido por él mismo, una nueva Mancomunitat[5].
Echevarría Puig empezaba recordando que la institucionalización de la región «representará el simple reconocimiento de un hecho real». La creación de una región dentro del Estado era un proyecto compartido por otras naciones de Europa, y nada impedía su generalización a toda España como «elemento de racionalización en la distribución vertical del Poder acomodado a las necesidades del tiempo que nos ha tocado vivir». Sin embargo, en el caso catalán su concreción se enfrentaba a un doble dilema. Por un lado, la creación de una región catalana era urgente «dado que el sentir prácticamente unánime de todos los catalanes confluye hoy con sigular [sic] énfasis en el tema regional». Existía, por tanto, una demanda social e incluso un riesgo de desbordamiento de la misma que requería una respuesta. Por otro lado, la solución no podía ser otorgada, ya que «no satisfaría la aspiración del pueblo catalán que desea, como es natural, intervenir de modo activo en la formulación del Estatuto que ha de reflejar sus aspiraciones»[6].
El problema catalán aparecía como una pieza clave en el intento de las autoridades postfranquistas de ganar credibilidad, dentro y fuera de España. A su reconocida relevancia económica y social, Cataluña sumaba una serie de particularidades políticas que la singularizaban. En primer lugar, existía un importante sentimiento nacional diferencial y el catalanismo aparecía como un mayoritario substrato común en todo el abanico opositor (Dowling, 2013: 65-93). En segundo lugar, la posible futura mayoría de izquierdas en Cataluña se veía como una amenaza. A ello se sumaba una precoz y consolidada tradición unitaria entre la oposición política a través de diversas plataformas (la Comissió Coordinadora de Forces Polítiques de Catalunya y la Assemblea de Catalunya, entre otras), capaces de acoger a sectores provenientes tanto del marxismo como del catolicismo (Batista y Playà, 1991). De ambas particularidades en Cataluña surgía un posicionamiento mayoritario que vinculaba ineludiblemente democracia y autonomía y que tenía como máxima expresión el famoso lema «Llibertat, Amnistia i Estatut d’Autonomia».
Ante este doble reto, la solución para las autoridades era «crear un órgano regional y de carácter representativo» que no podría construirse ni a partir de las comarcas naturales como proponía inicialmente la Diputación de Barcelona ni por vía de designación por cada una de las corporaciones provinciales como defendían las otras tres diputaciones catalanas. Para Echevarría Puig, la solución se hallaba en integrar en el futuro Consejo Regional de Cataluña a los diputados y senadores elegidos en las elecciones a celebrarse en 1977, «pues el doble carácter de representantes de Cataluña y de la Nación les caracteriza como idóneos para conseguir una institucionalización de la región que responda plenamente, por un lado a las aspiraciones de Cataluña y contemple, por otro, su necesaria inserción en el marco del Estado español». A ellos deberían sumarse tres representantes de cada diputación provincial para así «canalizar y hacer presentes […] las aspiraciones existentes en el ámbito provincial»[7].
Mientras ello no se concretaba, se sugería «una mancomunidad de las cuatro provincias catalanas que comprenda el mayor número posible de servicios [...]. Así, se posibilitaba también la creación de una Mancomunidad potente —a la que incluso podrán traspasar funciones directamente por el Estado, previo acuerdo favorable de las cuatro Diputaciones—, que prepare en el terreno operativo la institucionalización de la Región». Finalmente, «en esta línea de avanzar desde ahora en cuanto pueda satisfacer las unánimes aspiraciones del pueblo catalán —dentro del marco unitario del Estado— aparece como una medida oportuna e incluso necesaria, la conveniencia de que se declare la cooficialidad de las lenguas castellana y catalana, sin perjuicio de que en las relaciones con los órganos del Estado y con el resto de España, la lengua oficial será la castellana»[8].
Para las autoridades herederas del franquismo, la respuesta al encaje catalán constituía el termómetro de su compromiso reformista ante la ciudadanía y ante las cancillerías extranjeras. A pesar de su fracaso final, el intento de institucionalización de la región catalana ilustra este regionalismo impulsado por los herederos del franquismo —no sin contradicciones entre los poderes central, provincial y local—, compatible con la identidad española, dirigido desde arriba, de carácter principalmente administrativo y propagandístico, y con una implicación directa de altos cargos de las diferentes administraciones durante el franquismo, cuyo objetivo último era reciclarse para mantener su ascendencia pública y el control de la política catalana. Esta descentralización, postfranquista y predemocrática al mismo tiempo, reconocía la importancia del hecho catalán y recuperaba del pasado una Mancomunidad de diputaciones que combinaba el pedigrí catalanista e historicista con el mantenimiento del control en las manos de esta élite, alejaba a la oposición del poder y sintonizaba con la idea tan querida por el franquismo de un regionalismo bien entendido.
¿Qué significaban ese regionalismo bien entendido y el regionalismo catalán del franquismo? Si bien es cierto que el franquismo alumbró un españolismo intransigente y beligerante, alérgico a la diferencia, la represión de cualquier realidad nacional alternativa convivió con la integración de algunas de las particularidades regionales del país, a menudo reinterpretadas como peculiaridades complementarias de la singularidad española. Estos «regionalismos bien entendidos», como los calificaba la dictadura, eran asumidos como fuerzas centrípetas que facilitaban la construcción del nuevo Estado nación al sumar a él tradiciones, élites, referentes y trayectorias que lo legitimaban y reforzaban (Claret, Fuster-Sobrepere, 2021: 8-11).
El franquismo utilizó la región y el regionalismo. Como afirma Andrea Geniola, se usaba la región y lo regional como instrumentos para nacionalizar a los españoles (Geniola, 2017a: 14-15). Para ello contó desde sus inicios con las elites locales y, progresivamente, movilizó también los medios de comunicación, el turismo y el folklore, entre otros elementos (Molina Aparicio, 2014; Claret y Fuster-Sobrepere, 2021). Cataluña no fue ninguna excepción: sus elites entendieron que el nacionalismo español franquista era perfectamente compatible con importantes aspectos del regionalismo catalán conservador de la Restauración y lo cultivaron y desarrollaron, adaptándolo a los cambios por los que pasaba la dictadura. El proyecto de construcción de un régimen especial para Cataluña debe entenderse en este marco político y cultural.
La propuesta de institucionalización de la región catalana también ilustraba una paradoja histórica y una polémica aún hoy viva. La primera era el reconocimiento explícito de una realidad hasta entonces negada por el franquismo y reconocida únicamente de forma implícita: la existencia de una región catalana. La dictadura había priorizado la provincia como estructura administrativa básica e incluso identitaria siendo el «leridarismo» su máxima expresión (Pueyo i París, 1984). De hecho, la única institución que comprendía todo el territorio catalán era la IV Región Militar, conocida como Capitanía General de Cataluña. Luego, tácitamente, también se admitía su sustantividad en los mapas escolares de las regiones históricas y en las sanciones de extrañamiento que, cuando afectaban por ejemplo a docentes catalanes, podían pasar de la expulsión fuera de la provincia a fuera de la (en principio inexistente) región.
Entre el regionalismo bien entendido franquista y las reclamaciones del catalanismo democrático se planteaba la necesidad de diseñar con cierta urgencia e institucionalizar de manera controlada la región. El proyecto lo asumió como propio el primer Gobierno de la monarquía pero, como sabía perfectamente Echevarría Puig, la idea e impulso iniciales tenían su origen en el vicepresidente y ministro Fraga Iribarne.
El 13 de diciembre de 1975 el primer Gobierno de la monarquía, el segundo encabezado por Carlos Arias Navarro (Ysàs, 2004: 205-211), había supuesto el retorno a primera línea política de Manuel Fraga Iribarne como todopoderoso vicepresidente segundo y ministro de la Gobernación. Consciente de la centralidad de la cuestión territorial como prueba de la consistencia del compromiso reformista de la incipiente transición política, el dirigente gallego pretendió encauzar y desactivar las demandas de autonomía en Cataluña y País Vasco a través de la creación de regímenes administrativos especiales, basados en los trabajos previos de reorganización del Estado que había impulsado durante su etapa como embajador en Londres (1973-1975). De esos años datan sus obras Sociedad, región, Europa, publicada en 1973, y Un objetivo nacional, de 1975. En estos libros Fraga ya expresaba su idea de una España «una y diversa» que debía huir de los nacionalismos, pero también del centralismo extremo. El futuro del país pasaba pues por la descentralización administrativa y por el reconocimiento del hecho regional. Seguramente influyó en este posicionamiento el seguimiento de debates análogos que en esos años estaban teniendo lugar en países como Francia e Italia e incluso en su bien conocido Reino Unido.
Desde la capital británica había articulado grupos —como el club político Gabinete de Orientación y Documentación (GODSA) o el catalán Club Ágora— que agrupaban voluntades, producían documentos y lanzaban propuestas concretas en forma de los volúmenes antes citados o el posterior España en la encrucijada (Fraga, 1976). Así lo explicaba Milián Mestre hace pocos años (2016: 143-234). De ese humus surge el proyecto que intenta impulsar y capitalizar ya como miembro del primer Ejecutivo tras la muerte de Franco. Fraga basa su apuesta por la región en «la importancia y atención al fenómeno regional» «hoy común a casi todo el marco europeo», pero también en «la presión histórica» del hecho regional y en «actitudes de toma de conciencia regional, aún incipientes, pero que trasluc[ía]n un positivo entendimiento» «en el país entero» (Flaquer, 1976). No es casual que entre la documentación de Echevarría Puig se hallen diversas misceláneas sobre casos europeos y diferentes síntesis de antecedentes históricos catalanes[9]. Porque, aunque la fórmula regional era extensible a otros territorios, Cataluña era la principal destinataria de dicho plan regionalizador (Sánchez Cornejo, 2005) por la relevancia y persistencia en sus demandas de autonomía y por su significación interna y externa, como evidenciaba el atento seguimiento de la prensa internacional a los sucesos catalanes (Guillamet, 2014, 7-10).
Claramente compenetrado con Fraga, el presidente de la Diputación de Barcelona, Juan Antonio Samaranch Torelló (Barcelona, 1920-2010), cuya carrera pública se inició en las estructuras deportivas franquistas y concluiría, muchos años después y tras su paso por la embajada española en Moscú, al frente del Comité Olímpico Internacional, se apresuraba a sumarse entusiasta y activamente a la iniciativa lanzada desde Madrid. El 23 de diciembre de 1975 solicitaba al Gobierno como presidente de la corporación provincial «la constitución de una comisión que estudie la implantación de un Régimen Administrativo Especial para la provincia de Barcelona que permita en un próximo futuro institucionalizar la región catalana».[10] La capitalidad regional —oficiosa, aunque no oficial— otorgaba un significativo diferencial de representatividad e influencia. Sucedía en Cataluña con Barcelona, como en Aragón con Zaragoza, pues la sinécdoque venía a reconocer su «papel vertebrador de la región» (Geniola, 2017b: 19; Claret, 2021). Así, tanto la Diputación barcelonesa como su presidente pedirán y ejercerán el liderazgo de la iniciativa, beneficiándose tanto de su ascendente simbólico como de sus mayores recursos, entre ellos un potente equipo asesor[11].
A las autoridades no se les escapaban las evidentes resonancias históricas de la propuesta, que recordaban claramente la Mancomunitat de Catalunya creada en 1914 por la agregación precisamente de las diputaciones catalanas, bajo la dirección del presidente de la Diputación de Barcelona y líder de la Lliga Regionalista, Enric Prat de la Riba. El paralelismo era evidente y permitía un anclaje histórico del nuevo organismo. Ya no se trataba, por tanto, de un invento franquista, sino de la resurrección de un ente de contrastado pedigrí catalanista. A la legitimación histórica se sumaba la ventaja de poder ser controlado desde el poder, pues las diputaciones se hallaban en manos de adictos de confianza. Además, era la oportunidad para personajes como Samaranch de inscribirse en una tradición catalanista conservadora con que desteñir su azulado pasado franquista. De hecho, el viraje ya había empezado meses antes, cuando recuperó en el Palau de la Generalitat el nombre del edificio y el busto de su predecesor, Prat de la Riba, en el Pati dels Tarongers.
La apuesta gubernamental por un régimen especial para Cataluña iba en serio (Ysàs y Molinero, 2014: 51-69). El 16 de febrero de 1976 los reyes iniciaban su primer viaje oficial a Cataluña con un significativo discurso del monarca —con un largo párrafo en catalán— en el histórico Saló del Tinell de Barcelona. En su intervención previa, Samaranch había reiterado las bondades del futuro nuevo régimen especial. Al día siguiente, el Consejo de Ministros recibía un primer documento de concreción de dicho régimen, y el 20 de febrero se promulgaba el Decreto 405/1976 «por el que se crea una Comisión para el estudio de un Régimen especial de las cuatro provincias catalanas», publicado en el BOE de 9 de marzo[12].
De esta breve norma destaca una llamativa diferencia entre el preámbulo y el articulado. Mientras en la exposición de motivos se habla de la necesidad de «institucionalización de la región», del «signo regionalizador» y de las «preocupaciones y aspiraciones comunes a la totalidad de Cataluña», en los artículos el protagonismo recae en las provincias a través de la creación de una comisión de régimen administrativo especial para las «cuatro provincias integrantes de la región catalana» (art. 1) con estructura y funcionamiento propios pero siempre con la provincia o la diputación provincial como sujeto (arts. 2, 3 y 4).
La diferencia entre articulado y preámbulo fue motivo de debate durante toda la vida de la comisión de trabajo: los representantes de Barcelona y de Girona se basaban en el preámbulo para defender un régimen regional en el que, por criterios de población, tendrían la preeminencia y la dirección de la nueva entidad. Los de Lleida y Tarragona, temerosos de ver a sus territorios diluidos y subordinados a Barcelona, se acogían al articulado para defender la posición «territorial» de las diputaciones provinciales.
De nuevo se manifestaba, incluso dentro del postfranquismo, la visión contrapuesta entre la primacía del criterio de población y el de territorio que, en realidad, era un debate sobre poder y representación entre la potente área de Barcelona, secundada casi siempre por la Diputación de Girona, y la menos poblada Cataluña interior, representada por las diputaciones de Lleida y Tarragona. De hecho, esta es la misma discusión del catalanismo histórico prefranquista y de la política catalana actual, pues la voluntad tractora de Barcelona, a menudo acompañada de unas determinadas prioridades económicas, sociales y culturales y unas sensibilidades políticas particulares, levanta suspicacias en unas comarcas que temen verse arrinconadas, reducidas a comparsa e/o ignoradas en sus demandas.
La Comisión partía del contenido de este decreto, pero en los trabajos encontramos referencias a otras normas de carácter legislativo. Interesan las referencias a la Ley Orgánica del Estado de 1967 y a la Ley de Bases de Régimen local. Los miembros de la Comisión se apoyan en dichos precedentes para defender la construcción del régimen administrativo regional, lo que da idea del carácter predemocrático del organismo y de la idea de transición asentada en el aparato administrativo que defendían esas élites. Las reformas debían respetar y desarrollar lo que algún miembro de la Comisión llamaba «la Constitución», refiriéndose a la de la dictadura franquista, representada sobre todo por la Ley Orgánica del Estado que juega la función de Constitución no democrática o marco de gobierno desde su aprobación. Se evidencia así el directo acompasamiento entre el contexto político general y los trabajos de la Comisión, pues a finales de 1976 la referencia pasará a ser la Ley para la Reforma Política, promulgada en enero de 1977 (Núñez Seixas, 2017: 66-76).
La premura del Ministerio de Gobernación a la hora de obtener resultados se trasluce en los plazos fijados por el decreto. Debemos tener en cuenta que en calles, fábricas y universidades catalanas la oposición presionaba y planteaba propuestas políticas (Domènech, 2011). De ahí las urgencias: la Comisión debía finalizar sus trabajos y elevar sus conclusiones al Gobierno en seis meses[13]. Las diputaciones debían elaborar y presentar sus trabajos y estudios preliminares en el plazo de 45 días a la Comisión y esta, a su vez, disponía de un plazo máximo de seis meses para elaborar su propuesta.
El nuevo organismo estaba constituido por una docena de vocales técnicos nombrados directamente por Fraga y doce representantes territoriales (tres por cada diputación), presididos por el exsubsecretario de Educación y Ciencia Federico Mayor Zaragoza (Barcelona, 1934), persona implicada en esos años en cargos de alta gestión política (Ysàs y Molinero, 2014: 51-134). Como destaca el propio Fraga en una entrevista: «De los 25 miembros de la Comisión, 20 son nacidos en Cataluña y otro ha servido en Barcelona durante 8 años en la Delegación de un Ministerio. Los hay de las cuatro provincias catalanas y yo espero de todos ellos la superación de cualquier limitada visión localista» (Flaquer, 1976).
La Comisión se limitó a personas del régimen, varones todas y la mayoría vinculadas u originarias de Cataluña. Todos, menos uno, son nacidos antes de la guerra: la media de edad es de 51 años. Todos son cargos provenientes de la alta administración franquista con el encargo de hallar una solución capaz de responder a las demandas de descentralización existentes, de garantizar el control oficialista del proceso y de la entidad resultante y de desactivar a la oposición democrática con una alternativa con una mínima credibilidad democrática e histórica. De ahí que la iniciativa fuera gubernamental, que sus miembros mantuvieran vínculos evidentes con el poder y que la propuesta reciclase una cierta retórica del pasado catalanismo conservador y la propia idea de Mancomunitat.
Por la Administración central hallamos al ya citado Juan Echevarría Puig (Barcelona, 1926), doctor en Derecho y director general de Correos y Telégrafos; a José Espinet Chancho (Lleida, 1926 - Barcelona, 1977), ingeniero de Caminos y director general de Urbanismo del Ministerio de la Vivienda; a Gabriel Antonio Ferraté Pascual (Tarragona, 1932), ingeniero industrial y Director General de Universidades y posteriormente de Política científica; a Antonio Gómez Picazo (Albacete, 1926), abogado del Estado y director general de la Administración Local; a Alejandro Pedrós Abelló (Barcelona, 1940 - 2010), catedrático en Ciencias Políticas y Eeconómicas; a Pablo Roig Giralt (Barcelona, 1918), abogado y vicepresidente de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona; a Carlos Sentís Anfruns (Barcelona, 1911-2011), periodista y Director General de Coordinación Informativa del Ministerio de Información y Turismo; a Juan Sardá Dexeus (Barcelona, 1910-1995), catedrático de Económicas de la UAB y hombre clave en el Servicio de Estudios del Banco de España; a Jaime Basanta de la Peña (Madrid, 1934), abogado del Estado y secretario general técnico de la Presidencia del Gobierno, y a Alfonso Gota Losada (Teruel, 1930 - Madrid, 2019), abogado y director general de Tributos.
Por su parte, la Diputación Provincial de Barcelona nombra a su presidente Samaranch, al alcalde de Barcelona Joaquín Viola Sauret (Ávila, 1913 - Barcelona, 1978), y al presidente de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona, Andrés Ribera Rovira (Barcelona, 1919-2002); la de Girona a su presidente Antonio Xuclá Bas (Barcelona, 1916), a su vicepresidente y alcalde de La Bisbal Ramón Fina de Nouvilas (Girona, 1926) y al procurador en Cortes Juan Botanch Dausá (Girona, 1923); la de Lleida a su presidente Juan C. Sangenís y Corriá (Lleida, 1919-2001), al alcalde de Cervera y diputado provincial Juan Salat Tarrats (Cervera, 1920 - Barcelona, 2008), al alcalde de Tremp y diputado provincial José Altisent Perelló (Lleida, 1913); y la de Tarragona a su presidente José Clúa Queixalós (Corbera d’Ebre, 1923-2005), al alcalde de Montblanc, diputado provincial y procurador José Gomis Martí (Montblanc, 1934) y al alcalde de Tortosa y diputado provincial Felipe Tallada de Esteve (Tortosa, 1921-2009).
Una vez decididos los integrantes de la Comisión, una vez marcadas sus líneas de trabajo y sus límites era necesario iniciar el camino cuanto antes: recordemos la premura con la que se debía proceder. La sesión inaugural no podía demorarse y debía aprovecharse para enviar un mensaje a la sociedad catalana. Los gestos importaban y mucho en ese momento de transición. Siempre atento a la liturgia y el efectismo, Samaranch proponía otorgar un «cierto matiz popular catalán» a la constitución del nuevo organismo, eligiendo «una fecha que podría ser el 27 de abril, en la que se celebra la festividad de Nuestra Señora de Montserrat, Patrona de Cataluña». Fraga aceptó y ese día viajó a Barcelona para presidir, en el Saló Sant Jordi de la Diputación barcelonesa, la puesta de largo de la Comisión[14].
El discurso de Manuel Fraga en esa primera sesión nos aporta información sobre las ideas y objetivos que buscaba el gobierno con esta iniciativa, todas ellas al hilo de lo ya expresado en las reflexiones de etapa londinense del ministro antes citadas: unidad nacional y reconocimiento de la diversidad, descentralización limitada y realizada desde el centro y basada en una combinación de historicismo y legitimación por ejercicio. Coherente con este planteamiento, Fraga añade a su discurso una retórica cara al regionalismo conservador y referencias para alabar a «los habitantes de tantas comarcas ilustres», «herederos legítimos de los almogávares y de los grandes juristas medievales, de los viejos aristócratas y de los patricios mercantiles, como también de los payeses, luchadores por sus libertades, y de los creadores de los primeros movimientos obreros de España». Fraga usa el catalán para citar al político lligaire Enric Prat de la Riba, creador de la Mancomunitat en la que se debía inspirar la Comisión, pero también para mencionar al filósofo exiliado José Ferrater Mora y, cómo no, al poeta y sacerdote Jacinto Verdaguer, interpretado interesadamente en esos años tanto por el catalanismo democrático como por el regionalismo franquista[15]. Hay referencias a la historia e incluso al derecho histórico catalán. De hecho, Fraga dice confiar «en que saldrá algo que pase a la historia como un nuevo Recognoverunt Proceres», el célebre privilegio concedido por Pedro el Grande a la ciudad de Barcelona en 1284[16]. Como vemos, el lenguaje común entre las elites del Estado y las elites catalanas de ese momento es el del historicismo.
Entre los documentos del archivo de Echevarría Puig se encuentra un borrador de dicho discurso, remitido por el propio Fraga el 17 de abril de 1976, y las modificaciones sugeridas por el primero el día 24 en un encuentro en el Ministerio junto con Cisneros, Milián, Gómez Picazo y Otero Novas. Desconocemos las aportaciones del resto de participantes, pero las del entonces director general de Correos son incorporadas en su práctica totalidad. Además de corregir algunas expresiones del catalán o sustituir «la Moreneta de Cataluña» por «Nuestra Señora de Montserrat», Echevarría Puig añade referencias a la región y a Cataluña, elimina referencias a episodios concretos de la historia como la guerra civil, el anarquismo o el pistolerismo, modera el tono estridente del original y añade expresiones para reforzar la voluntad de dar a luz una nueva institucionalidad y no una mera reforma de la Administración provincial.[17]
Entre referencias a la Virgen de Montserrat y a los Usatges medievales, el 27 de abril de 1976 quedaban solemnemente inaugurados los trabajos de la Comisión para el estudio de un régimen especial de las cuatro provincias catalanas. A las orientaciones gubernamentales, en forma de discursos, decreto y normas de régimen administrativo, se suman a finales de abril de 1976 los informes remitidos desde cada una de las diputaciones catalanas: la Diputación de Barcelona presentaba su Estudio preliminar para el régimen administrativo especial, la de Girona un Estudio preliminar sobre el régimen especial de la provincia, la de Lleida un Proyecto de Régimen especial y la de Tarragona un Trabajo preliminar para el régimen especial. Aunque los objetivos últimos eran compartidos, cada parte aspiraba a imponer sus intereses particulares y ello se percibe en la documentación analizada. Desde el inicio se percibe cómo conviven varias propuestas postfranquistas de articulación institucional de Catalunya. De la misma manera que dentro de la Comisión se producían roces entre quienes querían primar el criterio de territorio o el de población, tampoco siempre coincidían completamente las visiones de los miembros concretos de la Comisión, en su mayoría catalanes, con las de los responsables técnicos del Instituto de Estudios de Administración Local (IEAL) sobre la profundidad y la velocidad de la regionalización.
Para garantizar un mayor control desde el poder central —pero también por residir en Madrid muchos de sus miembros—, algunas de las reuniones se celebraron en la capital española. De hecho, la Comisión para Estudio del Régimen Especial de las Provincias Catalanas tendrá allí su sede y será desde allí donde su secretario, José María Corella, coordine tanto las tareas administrativas como las de documentación y apoyo al trabajo de las diferentes ponencias, y que su presidente Mayor Zaragoza convoque plenarias como la ya citada del 27 de abril en Barcelona o la del 18 de mayo en la sede madrileña del IEAL[18].
La Comisión celebró cinco reuniones plenarias en total si descontamos la sesión de constitución: una en Madrid y una en cada una de las provincias catalanas. Las actas arrojan luz sobre la dinámica interna, las discrepancias ya comentadas y las cuestiones más importantes. Entre estas últimas sobresale el mismo proyecto de construir una región, la composición de sus órganos de gobierno y el estatus de la lengua catalana. Para superar estos roces y ganar en operatividad, se decidirá constituir ponencias temáticas que avancen discusiones y, en la medida de lo posible, acuerdos. El propio Corella, el 26 de junio de 1976, comunicaba la decisión presidencial, así como los miembros y presidentes de estas sectoriales, aunque quedaba a criterio de estos últimos permitir o no la asistencia de personas de otras ponencias, así como la potestad de «proponer la adscripción de los asesores que estimen más adecuados para que el estudio a realizar pueda llegar a ser lo más completo posible».
La ponencia Región «tendrá competencias para el análisis de las cuestiones de índole general que afecten a la estructura y funcionamiento de la Región —en su conjunto y entre ellas las relativas a la institucionalización de la Región y sus Entes representativos». Sería presidida por Echevarría Puig y formarían parte como vocales Ortiz Sánchez, Roig Giralt, Sentís Anfruns, Botanch Dausá, Ribera Rovira, Salat Tarrats y Gomis Martí. Para esta sectorial, el 26 de junio de 1976 Federico Mayor Zaragoza le sugería a Echevarría Puig incorporar como asesor jurídico «a Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, letrado del Consejo de Estado y especialista en estos temas regionales». Anecdóticamente, en el papel de carta el nombre de la Comisión aparece en catalán y castellano, con los escudos de las cuatro diputaciones catalanas en la parte superior y en la inferior las direcciones postales de la Comisión en Madrid y de las cuatro diputaciones en catalán.
La ponencia Estudio de las propuestas de las diputaciones provinciales se encargará del «análisis de las analogías y diferencias de los Estudios previos para intentar su coordinación», bajo la presidencia de López-Muñiz y González Madroño y los vocales Viola Suárez, Fina de Nouvilas, Altisent Perelló, Tallada de Estévez y Espinet Chancho. La ponencia de Hacienda se responsabilizará de «Hacienda y Patrimonio», con Sardá Dexeus como presidente y como vocales López-Muñiz y González Madroño, Rivera Rvira, Gota Losada, Pedrós Abelló, Gomis Martí, Altisent Perelló y Fina de Nouvilas. La ponencia de Planificación Territorial y Servicios «se extenderá a las materias propias de la Ordenación del territorio, y sistemas de planeamiento, urbanismo, transportes e infraestructuras relativas a ellos, turismo, radio y TV, agricultura y materias afines (caza, pesca, ganadería, montes, defensa de la Naturaleza), industria, comercio, vivienda y dotaciones de servicios urbanos y medio ambiente urbano». La presidencia recaía en Ribera Rovira y las vocalías en Basanta Peña, Espinet Chancho, Sentís Anfruns, Viola Sauret, Botanch Dausá, Tallada de Estévez y Salat Tarrats. La ponencia de Educación, Cultura, Sanidad y Asistencia Social tenía competencias sobre «todas las materias de enseñanzas en todos sus grados, culturales, Patrimonio Histórico y Artístico, sanidad, organización y coordinación hospitalaria, Asistencia y equipamiento social. Deportes». La presidía Ferraté Pascual con López-Muñiz y González Madroño, Roig Giralt, Sardá Dexeus y Fina de Nouvilas como vocales. Y, finalmente, a la ponencia Régimen Jurídico, Coordinación y Competencias «se le atribuye el estudio de los servicios delegables por la Administración del Estado, todas las materias relativas al régimen de funcionamiento de los órganos provinciales y, en su caso, regionales, y las de régimen jurídico de actos y acuerdos, incluido el régimen de recursos». Basanta Peña ejercía de presidente con las vocalías de Ortiz Sánchez, Viola Sauret, Salat Tarrats, Tallada de Estévez y Pedrós Abelló[19].
De la lectura de las actas se desprende que el presidente de la Comisión, Federico Mayor Zaragoza, jugó un papel importante, moderando y dirigiendo las discusiones y construyendo consensos entre las diferentes posiciones. Una función de este calibre solamente la podía jugar una persona de prestigio reconocido. Mayor Zaragoza lo había adquirido en sus puestos de dirección política en temas científicos y educativos y eso le permitía hacer de eslabón entre el Gobierno y el territorio.
Los puntos principales de discusión y también de fricción eran la ya citada distribución de poder entre región, provincia e incluso comarca, el tipo de institución a crear y el uso de la lengua catalana en la Administración y la educación. Sobre la primera cuestión, en los antes mencionados informes previos remitidos por las diputaciones catalanas, todos comparten la voluntad de ir más allá de una coordinación de las cuatro provincias y, al mismo tiempo, coinciden en señalar que previamente sus instituciones debían reformarse dentro de un proceso de regionalización progresivo. Sin embargo, difieren en cómo llevarlo a cabo aprovechando a favor de cada una de las dos posiciones contrapuestas la contradicción entre el preámbulo y el articulado del decreto que ya mencionamos.
Así, las diputaciones de Barcelona y Girona apuestan claramente por una regionalización de máximos que entendían les favorecía. La Administración gerundense busca ir «hacia áreas más ambiciosas», interpretando que el espíritu del legislador quiere «dotar a la Región Catalana de instituciones peculiares, haciendo de la Región algo más que la suma de las cuatro provincias». Con todo y a pesar de participar de «la exigencia histórica y vocación de regionalizar Cataluña», se matizaba su apuesta subrayando la importancia histórica de la provincia, como queriendo evitar su completa dilución[20]. Por su parte, el largo texto barcelonés contrapone la ausencia de referencias a «la prometida institucionalización regional» en la modesta parte preceptiva, al preámbulo que sí permite «en un próximo futuro, institucionalizar la región catalana» y abordar «de manera conjunta y armónica, las preocupaciones y aspiraciones comunes de la totalidad de Cataluña». Con la participación en el redactado y en el diseño de su arquitectura institucional del jurista Alejandro Nieto, la poderosa (económica e institucionalmente) Diputación de Barcelona plantea llegar al objetivo último, previa reforma de las corporaciones provinciales y de la coordinación o mancomunidad entre ellas[21].
En cambio, las diputaciones de Lleida y Tarragona, con alguna diferencia de matiz, quieren preservar la provincia. Así, defienden que la región sea el resultado de mancomunar servicios y competencias, pero manteniendo ciertos poderes provinciales y asegurando indirectamente los cedidos al disponer que todas las corporaciones cuenten con el mismo número de representantes. Además, buscan una nivelación más sensible a la representación del territorio que incluso considera la comarcalización, como medida defensiva pero también como reconocimiento de la tradición y diversidad comarcal de aquellas demarcaciones[22]. Finalmente esta fue la propuesta acordada, con lo cual el régimen administrativo catalán tenía hasta cuatro niveles: regional, provincial, comarcal y municipal.
Tampoco la institucionalización de la región se libró de la polémica, pues todos aspiraban a contar con la representación necesaria para controlarla o, cuanto menos, mantener en ella suficientes cuotas de poder. Barcelona defendía un sistema proporcional respecto de la población en la elección de los representantes al futuro consejo regional, mientras que Lleida y Tarragona se decantaban, como ya se ha comentado, por igualar el número de electos por provincia. Precisamente Echevarría Puig intervino en una de las plenarias para advertir sobre el peligro de enquistar la discusión: «Sería terrible y sería en el fondo ridículo el que no la acometiéramos [la institucionalización de la región] y sería un gravísimo error político dejar las cosas a mitad de camino para que otros con otras intenciones, lo siguieran»[23]. La convivencia de visiones y proyectos políticos diferentes se traducía en conflicto. Entonces y, como hemos señalado anteriormente, también ahora, pues la causa última de la falta en Cataluña de una ley electoral propia se halla en la pugna entre representación territorial o poblacional.
El propio Echevarría Puig propuso, como fórmula de desbloqueo, que el Consejo Regional se formase con los electos por Cataluña en los próximos comicios generales y, mientras tanto, el nuevo órgano actuase únicamente como mancomunidad de provincias[24]. Ello significaba reconocer el dominio barcelonés porque en el sistema político que se estaba elaborando contaría con mayor número de escaños. Para evitar mayores suspicacias, rápidamente Samaranch intervenía para afirmar que, teniendo en cuenta senadores y diputados, «saldría prácticamente casi una paridad» de representantes de cada provincia» y que, además, el Consejo General tendría el encargo de diseñar la región, no de gobernar[25]. La mentira piadosa no convenció y finalmente, en la reunión de diciembre en Barcelona, horas antes de entregar la memoria y el texto articulado a Adolfo Suárez, se aprobó, a propuesta de la Diputación de Lleida, pedir al Gobierno «que el número de representantes de las Diputaciones provinciales, será el necesario para equiparar los de las provincias de Gerona, Lérida y Tarragona a los que resulten para Barcelona, una vez desarrollada la ley de Reforma Política»[26]. Fracasaba así la propuesta de Lleida de elevar de 3 a 5 los representantes de las diputaciones en el Consejo.
La tercera y última gran discusión se refería al estatus jurídico del catalán tanto en el nuevo órgano como en Cataluña en general. Aunque las actas recogen la existencia de un cierto consenso sobre su cooficialidad en algunas áreas administrativas, la manera de concretarla no generaba unanimidad. Contrariamente a lo que se podría suponer —y demostrando nuevamente las limitaciones de los apriorismos a la hora de comprender la compleja realidad—, eran los representantes de los territorios con mayoría catalanohablante los más reacios a un reconocimiento inmediato y/o amplio de la lengua; mientras que Samaranch se significaba e incluso «pediría ya» la oficialidad en el ámbito local[27]. Finalmente, será el propio Mayor Zaragoza, con el significativo apoyo de Ferraté y del presidente de la Diputación de Barcelona, quien fuerce «proclamar unánimemente la necesidad de la cooficialidad de la lengua catalana, y encomendar a la Ponencia que profundice en la problemática que plantea su progresiva implantación»[28].
Sin embargo, los trabajos de la Comisión, las resoluciones adoptadas y la ejecución del proyecto final dependían de los equilibrios políticos generales. El 3 julio de 1976 Carlos Arias Navarro fue sustituido por Adolfo Suárez como presidente del Gobierno. Este relevo en Moncloa supuso un cambio en el personal político, empezando por el ministro Fraga y siguiendo con los gobernadores civiles y, al mismo tiempo, también la reorientación del proyecto sobre la futura región catalana. Si para Fraga la institucionalización de la región era estratégica en su proyecto de reforma del Estado, para Suárez el proyecto era táctico, un medio para solucionar la cuestión catalana, pero no el único posible (en el horizonte se mantenían vivas alternativas como la del acuerdo con un catalanismo conservador y pactista representado por Pujol o la más histórica y legitimista del President Tarradellas).
El nuevo presidente introdujo, por ejemplo, matices que se hallaban fuera del alcance de la generación política saliente. Por un lado, y a pesar de los guiños al pasado, la idea de Fraga se hallaba cerrada a cualquier participación externa (Sánchez Cornejo, 2005: 9-10) y ello convertía el resultado en un trágala de difícil digestión para la oposición democrática. Y sin su aquiescencia, la futura Mancomunitat nacía coja. Por el otro, Fraga entendía su plan como una respuesta puramente administrativa, sin autonomía política o presupuestaria real. El Gobierno de Arias Navarro, para quien la unidad territorial resultaba innegociable, era incapaz de ir más allá. En cambio, Suárez intentó superar ambos hándicaps, contando para ello con la complicidad del superviviente Samaranch, del recién llegado al Ministerio de la Gobernación proveniente del Gobierno Civil de Barcelona Rodolfo Martín Villa y de su sustituto en la capital catalana Salvador Sánchez-Terán.
A este último se debe, precisamente, el Informe sobre la situación política de Barcelona, que abogaba por una política combinada de gestos y de una propuesta administrativo-política a medio camino entre la Mancomunitat noucentista y la Generalitat republicana. En noviembre de 1976 se cerraba la Propuesta de actuaciones inmediatas por parte de la Comisión. La principal sugerencia, en línea con lo apuntado por Sánchez-Terán, era la «institucionalización de la región» a partir de cuatro puntos básicos: una mancomunidad de las diputaciones, la cooficialidad del catalán, un plan director de coordinación territorial y la delegación y transferencia de los servicios.[29] A pesar de contar con este bien orientado anticipo —en la línea de las ideas de Echevarría Puig de septiembre que abrían este artículo—, el documento final se retrasaba y obligaba a conceder una prórroga mediante Real Decreto 2389/1976[30].
La importancia para Suárez de la operación se evidencia hojeando el calendario. Con el referéndum de la reforma política programado para el 15 de diciembre de 1976, dos días antes recibía en Madrid las conclusiones de la mano de Mayor Zaragoza. En realidad, se trataba de un acto de propaganda, pues hasta el mismo día 20, fecha del acto oficial de conclusión de la Comisión en Barcelona, tuvieron lugar dos sesiones para cerrar flecos todavía pendientes. Durante la reunión matinal los miembros debatieron el contenido de la memoria y, especialmente, el texto articulado de una ley sobre institucionalización de la región. La sesión de la tarde ya estuvo presidida por el presidente del Gobierno, acompañado por el ministro Martín Villa y por los gobernadores civiles de las cuatro provincias. Ahora sí la Comisión entregaba la versión final de sus trabajos a Suárez, desbordando incluso algunas de las discusiones previas, pues contenía una definición de la región y de las instituciones que la debían regir, reglas sobre competencias, sobre la elección de sus miembros y sobre el uso de la lengua.
Después de meses de discusiones, las cuatro diputaciones habían logrado consensuar un régimen provisional de mancomunidad de las provincias y un proyecto de institucionalización de la región que, como se insiste en discursos y documentos, no pretendía buscar privilegios para Cataluña, sino más bien un régimen extensible al resto de España. En ningún momento se habla de «nacionalidad» y mucho menos de «nación»: se habla de región y de una personalidad histórica legitimadora del régimen especial. El anteproyecto de ley no es el de una constitución regional o estatuto de autonomía, pero prevé un régimen transitorio y una institucionalización mediante un Estatuto de la Región inspirado «en el marco constitucional vigente en los valores histórico-tradicionales de Cataluña, en las aspiraciones de sus habitantes y en los principios de orden administrativo que inspiran la presente ley». El texto, por tanto, regula las diferentes fases y fija la aprobación estatutaria como punto final del proceso. Optimistamente, la Comisión creía que, tras la promulgación de la ley de institucionalización de la región, el proyecto de Estatuto podía tardar tan solo un año.
El texto articulado, aunque sin título, establece la institucionalización de la región. Se acuerda que el Consejo General —nuevo órgano de gobierno— esté formado por tres miembros de cada diputación y los diputados y senadores de las cuatro provincias. Por tanto, no se respeta estrictamente el criterio de representación por población, pero Barcelona obtenía un mayor peso fruto del mayor número de escaños de la circunscripción provincial de acuerdo con la Ley para la Reforma Política. Se acepta un régimen común, con algunas excepciones recogidas como «Variantes y especialidades de cada provincia».
Así, Barcelona asume más competencias en el ámbito de urbanismo y preestablece un sistema comarcal de elección de los diputados provinciales, sistema también previsto para Girona. En el caso de Lleida, se aprueba la creación de una sala de lo contencioso-administrativo que rompe con la dependencia existente respecto de la jurisdicción barcelonesa, y se le asignan recursos financieros extraordinarios provenientes del fondo común para «corregir los desequilibrios interprovinciales y conseguir el desarrollo armónico de la región». Los representantes leridanos y tarraconenses logran también el reconocimiento de un orden comarcal y del principio de descentralización intrarregional. Ambos territorios, especialmente Lleida, consiguen introducir diques provinciales al poder de la capital catalana. Se reproduce en versión postfranquista el clásico debate territorial catalán —con sus tensiones y desconfianzas— entre la metrópoli barcelonesa y el resto de Cataluña.
Finalmente, el texto aprobado defiende la cooficialidad de catalán y castellano, permite que las entidades locales deliberen y trabajen en lengua catalana y —como sostenía Gabriel Ferraté— reconoce la competencia para «la creación, organización y sostenimiento de centros docentes y de investigación en todos los niveles, grados y especialidades». Ahora debía presentarse y, sobre todo, venderse el proyecto a la opinión pública catalana.
Para lograr este último objetivo, Suárez no dudó en acercarse a los sectores no marxistas de la oposición. Así, el 6 de diciembre, días antes de la finalización de los trabajos de la Comisión, se reunía en el Palacio de la Moncloa, por separado, con Josep Pallach, Jordi Pujol y Ramon Trias Fargas. Alguna aspereza debió lograr limar, pues entre las ochocientas personas que asistieron a la recepción oficial en la Diputación de Barcelona organizada para presentar los resultados de la Comisión, se hallaban Pujol y Trias Fargas. De hecho, las autoridades únicamente se vieron acompañadas por los miembros más conservadores y moderados de la vida política y económica catalana (Anton Cañellas, Carlos Ferrer Salat, Pere Durán Farell, Salvador Millet i Bel, entre otros), sin ninguna participación de representantes de las izquierdas.
La asistencia no fue en balde para ambos líderes catalanistas. Así, las propuestas de Trias Fargas para que el nuevo organismo contase con funciones políticas y no solo administrativas —alejándose así de los limitados planteamientos de Fraga—, y adoptase el nombre de Consell General de Catalunya fueron incorporadas en el discurso oficial de Suárez (Amat, 2009: 244-245). Por su parte, Pujol mantuvo un publicitado encuentro a puerta cerrada con el presidente durante la recepción, enviando de esta manera un mensaje de normalización de las relaciones entre Gobierno y oposición, y otorgando una cierta preeminencia al líder convergente.
En su discurso, Suárez reconocía el hecho diferencial catalán («el sentimiento de Cataluña como unidad diferenciada no lo estamos inventando ni improvisando»), aceptaba que debía irse hacia una descentralización política y no sólo administrativa («no podemos acudir a un puro regionalismo tecnocrático que persiga una eficacia aséptica y tan alejada del sentir popular y que no llegue siquiera a recoger y respetar las demandas de los ciudadanos, ni nos vamos a quedar en lo meramente cultural») y se comprometía políticamente en la solución del problema catalán («venir a Cataluña, señores, es encararse de lleno con el hecho regional. Y digo “encararse” porque es lo contrario a “eludir” o “soslayar”»). (Suárez González, 1978: 20-25).
Las palabras fueron acompañadas de gestos, siguiendo la estrategia conocida. Así, el recién nombrado alcalde de Barcelona, Josep Maria Socias Humbert, hombre de confianza de Martín Villa, acentuaba los guiños al catalanismo con decisiones como la restitución del nombre de Pau Claris a la calle que desde 1939 había sido bautizada como general Goded. El acto fue multitudinario, las banderas catalanas lucían de forma mayoritaria y se interpretó tanto el Cant dels Ocells como Els Segadors (Canals, 1976).
El tono, la forma y el contenido de la nueva propuesta gubernamental no podían alejarse más del discurso inaugural de Fraga. Era el mismo proyecto, pero las circunstancias —empezando por el cambio de Arias Navarro por Suárez y acabando con las elecciones constituyentes en el horizonte— habían variado tanto en seis meses que ya no lo parecía. Como pudo constatarse el 12 de enero de 1977 durante la recepción del rey a la Comisión, el proyecto se había convertido en promesa electoral de la UCD: ya no era la frontera máxima asumible por el postfranquismo representado por Arias Navarro, sino un mínimo común sobre el que superar la cuestión territorial por parte de una generación que aspiraba a pilotar la Transición. En palabras de Mayor Zaragoza, se presentaba un modelo capaz de extenderse al resto de territorios, pues se basaba en la universalidad, la igualdad, la solidaridad, la autonomía, la pluralidad y la legalidad[31].
Sin embargo, su viabilidad última residía en las urnas, y sin un apoyo suficiente en las elecciones del 15 de junio todo quedaría en papel mojado. Porque, a pesar de la actitud contemporizadora de Pujol —quien veía en el Consell General una institución inmediata, con competencias y presupuesto, con priorización de la representación territorial por encima de la población y sin interferencias del exiliado Tarradellas—, el resto de la oposición parecía poco dispuesta al cambalache, especialmente socialistas y comunistas, que se oponían radicalmente. No es casual que en aquellas fechas la Assemblea de Catalunya lanzase una campaña bajo el lema «Volem l’Estatut!».
Bajo esa bandera, la Cataluña surgida de las urnas se teñía de rojo. Liderados por Joan Reventós, los socialistas catalanes en proceso de unificación obtenían casi el 29 % de los votos y 15 diputados, y el PSUC un poco más del 18 % con 8 diputados. Más atrás quedó la UCD con casi el 17 % y únicamente 9 diputados por sus malos resultados en la provincia de Barcelona, y a pocas décimas se situaba Pujol, aunque con mayor número de diputados, 11 —de cuya coalición se desgajarían los diputados de Reagrupament para incorporarse al futuro PSC—. Peor les fue aún a los democratacristianos de Cañellas, con 2 diputados, y a ERC y AP, con 1 cada una. En el Senado, la coalición izquierdista de la Entesa dels Catalans conseguía 14 representantes, y solo 2 senadores lograban romper esta hegemonía: el independiente y destacado activista Lluís Maria Xirinacs por Barcelona, y el gubernamental Emilio Casals de UCD por Tarragona. A estos debían sumarse cinco senadores catalanes designados directamente por el rey, aunque poco representativos del sentir del electorado: el alcalde de Barcelona Socias Humbert, el escritor democratacristiano Maurici Serrahima, el catedrático conservador Martí de Riquer, el empresario Andreu Ribera y el futuro ministro de UCD Landelino Lavilla (Claret, 2018, 265-289).
La clara victoria de las izquierdas obligaba a dejar en un cajón el Consejo General. No sería la Mancomunitat revisitada —ni en la versión de Fraga, ni en la de Suárez—, sino la Generalitat la institución histórica recuperada para responder a las demandas catalanas de autonomía y para explorar caminos de solución a la cuestión territorial. Sin embargo, con nuevos protagonistas, también las nuevas autoridades estatales y autonómicas se verían retadas por los mismos desafíos que había querido encarar, sin éxito, el regionalismo postfranquista.
Los sectores continuistas o reformistas del franquismo comprendían la necesidad y la centralidad de acometer reformas institucionales que implicasen algún grado de descentralización. La regionalización contaba con antecedentes históricos evidentes, pues ya durante la Restauración se utilizaron estos aspectos y características locales como instrumento de construcción de la nación. Este uso centrípeto de la región y su correspondiente resignificación tendrían continuidad durante el franquismo. Por lo tanto, el proyecto de institucionalización de la región catalana del primer gobierno de la monarquía se situaba en esta línea de pensamiento para dar cauce a una necesidad manifiesta de una cierta autonomía que frenase los anhelos de la oposición democrática y garantizase una fórmula de regionalismo bien entendido o, lo que es lo mismo, controlado y controlable desde el poder constituido.
La documentación generada por la Comisión muestra cómo la alta Administración franquista, con el ministro Fraga a la cabeza, tenía memoria y no dudó en bucear en el pasado para rescatar el recuerdo de la Mancomunitat y una retórica historicista para articular una propuesta de futuro. Además de conectar con el regionalismo conservador previo a la guerra civil, las élites franquistas catalanas hallaban una fórmula para controlar el cambio de régimen, alejar a la oposición del control político y blanquear su propio pasado.
En este proyecto, por tanto, se concretaba un triple objetivo: responder a una demanda existente, legitimarse como protagonistas de la Transición y recuperar la iniciativa ante la oposición democrática. Sin embargo, el intento de responder a las demandas de autonomía desde un sistema político e institucional impulsado por los herederos del franquismo fracasó, pues ni logró complicidades más allá de los implicados ni superó el filtro de las primeras elecciones democráticas.
En este sentido, dicha experiencia nos permite entender mejor lo sucedido en Cataluña entre la muerte de Franco y la recuperación de la Generalitat en el exilio y, al mismo tiempo, lega una serie de aprendizajes útiles —de la necesidad de consensuar acuerdos con la oposición a la importancia de la cuestión regional— para cuando se acometa el proceso constituyente. Tengamos en cuenta que dos protagonistas de este episodio reaparecerán a raíz de la redacción de la Constitución de 1978: Manuel Fraga y Miguel Herrero de Miñón. Incluso podemos señalar un tercer nombre, pues la posición de Jordi Pujol —futuro presidente de la Generalitat y hombre fuerte del catalanismo conservador— fue, como mínimo, ambivalente ante el planteamiento regionalista avalado primero por Fraga y posteriormente por Suárez. La frustrada institucionalización de la región nos permite, por tanto, una fotografía más rica y matizada de la compleja Transición en Cataluña y de sus actores políticos y de posibles continuidades, en los discursos y en las ideas, entre los regionalismos conservadores del franquismo e incluso de la Restauración y el momento de la Transición. Si algo de ese regionalismo bien entendido quedó en el diseño de la organización territorial del texto constitucional sería materia para otro estudio.
[1] |
Este artículo se enmarca en el proyecto financiado «Regionalismo en Cataluña bajo el franquismo: discursos y prácticas» (REGIOCAT) (HAR2017-87957-P), del grupo de investigación IdentiCat de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Sobre la cuestión existe un artículo de prensa previo: Jordi Amat y Jaume Claret: «La Mancomunitat de Fraga i Suárez», en La Vanguardia, Barcelona, 30-3-2014. |
[2] |
Esta frase del filósofo francés Felicité Robert de Lamennais (1782-1854) se halla repetidamente entre los papeles del archivo personal de Juan Echevarría Puig (en adelante AJEP). |
[3] |
La primera postura se acostumbra a ejemplificar con los diversos trabajos firmados por Victoria Prego, mientras la segunda tendría una de sus evidencias en Acevedo et al. (2012). |
[4] |
AJEP. Notas preparatorias de la reunión de la Comisión, septiembre de 1976. |
[5] |
Decreto 405/1976 por el que se crea una Comisión para el estudio de un régimen especial de las cuatro provincias catalanes, Boletín Oficial del Estado, 59, 9-3-1976, 4858. |
[6] |
Íd. |
[7] |
Íd. |
[8] |
Íd. |
[9] |
Recortes de prensa y bibliografía. AJEP. |
[10] |
«Comisión para el Estudio de un Régimen Especial para las Provincias Catalanas», Acta del pleno de la Diputación Provincial de Barcelona, Barcelona, 23-12-1975, Archivo del Gobierno Civil de Barcelona (en adelante AGCB). |
[11] |
Íd. |
[12] |
Decreto 405/1976 por el que se crea una Comisión para el Estudio de un Régimen Especial de las Cuatro Provincias Catalanes, cit. |
[13] |
Juan Antonio Samaranch: «Comisión para el Estudio de un Régimen Especial para las Provincias Catalanas», Carta del presidente de la Diputación Provincial de Barcelona, Juan Antonio Samaranch, al vicepresidente para Asuntos del Interior y ministro de la Gobernación, Manuel Fraga Iribarne, Barcelona, 11-4-1976, AGCB. |
[14] |
Íd. |
[15] |
Sobre la apropiación franquista de Verdaguer, Carme Torrents y Carles Puigferrat comisariaron en 2018 la exposición «Verdaguer segrestat. La utilització del mite durant el franquisme» en la Fundación dedicada al escritor catalán. Vid. https://www.verdaguer.cat/programa/exposicions/verdaguer-segrestat. |
[16] |
AJEP. Discurso de Manuel Fraga, 27-4-1976. |
[17] |
AJEP. Enmiendas al borrador de discurso de Manuel Fraga, 24-4-1976. |
[18] |
AJEP. Correspondencia de Federico Mayor Zaragoza con los miembros de la Comisión, en cartas fechadas en Madrid el 20-4-1976 y el 10-5-1976, respectivamente. |
[19] |
AJEP. Correspondencia de José María Corella con los miembros de la Comisión, en carta fechada en Madrid el 26-6-1976. |
[20] |
AJEP. Acta de la reunión de la Comisión celebrada el 17-5-1976 en Madrid. |
[21] |
Íd. |
[22] |
Ibid., 22. |
[23] |
Ibid., 27. |
[24] |
AJEP. Acta de la reunión de la Comisión celebrada el 14-9-1976 en Tarragona, 29-30. |
[25] |
Ibid., 43. |
[26] |
AJEP. Acta de la reunión de la Comisión celebrada el 20-12-1976 en Tarragona, 4. |
[27] |
Ibid., 111 |
[28] |
Ibid., 116. |
[29] |
«Comisión para el Estudio de un Régimen Especial para las Provincias Catalanas. Propuesta de Actuaciones Inmediatas», Barcelona, noviembre de 1976, AGCB. |
[30] |
Real Decreto 2389/1976 de 1 de octubre por el que se prorroga el plazo señalado por el Decreto 405/1976 de 20 de febrero por el que se creó una Comisión para el Estudio de un Régimen Especial para las Cuatro Provincias Catalanas, Boletín Oficial del Estado, 23-10-1976, 20830. |
[31] |
Federico Mayor Zaragoza: «Comisión para el Estudio de un Régimen Especial para las Provincias Catalanas», Discurso, 12-1-1977, AGCB. |
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