Una obra, cinco bloques temáticos, veintitrés ensayos y más de seiscientas páginas: todo eso es el último libro del profesor Alfonso Ruiz Miguel[1]. En Cuestiones de principios: entre política y Derecho, el autor quintaesencia algunos temas de su extensa producción académica.
El libro nos acerca a asuntos dispares, que van desde la eutanasia al nacionalismo catalán pasando por la libertad, la igualdad política o la ciudadanía de las mujeres. Aparentemente heterogéneos, empero, los ensayos tienen un vehículo conductor común: una defensa del liberalismo social o socialdemocracia. Ideología que, como sintetizara Carl Schmitt, es «un compromiso de ideas liberales, democráticas y socialistas» (Schmitt, 2019: 73). La defensa de esas tres vertientes late a lo largo de la obra. Sin embargo, esas tres perspectivas, que la socialdemocracia trata de unir felizmente sin incoherencias, chocan en ocasiones. Ello se ve preclaro en el primer bloque temático —«Cuestiones constitucionales»—, donde Ruiz Miguel habla de eutanasia, educación para la ciudadanía, objeción de conciencia y laicidad. Este bloque será comentado al final, pues es, a mi juicio, el más rico y el que, quizás por eso, envuelve más contradicciones.
Sin perjuicio de lo anterior, el libro es tremendamente sugestivo y de todos los bloques se pueden extraer uno o varios ensayos de obligada consulta. De los trabajos sobre teoría del derecho (segundo bloque), debe destacarse «La dogmática jurídica, ¿ciencia o técnica?». En este capítulo, Ruiz Miguel combate a quienes consideran el derecho ya no una ciencia natural, puesto que evidentemente no lo es, sino una ciencia social al estilo de la economía, la historia o la sociología. Recuerda que para que pueda hablarse propiamente de ciencia debe haber una misma metodología. Mas esta brilla por su ausencia en el estudio de la «ciencia jurídica», porque hay posiciones metodológicas distintas y dispares en cuestiones tan elementales como formalismo y antiformalismo. Además, tampoco hay un único método de conocimiento del derecho. Por lo tanto, concluye, la «ciencia jurídica» no cumple los requisitos mínimos para ser considera una ciencia. Se trata, por ende, de una técnica social. Quienes defienden que es una ciencia enmarañan su carácter de técnica y ocultan una realidad; a saber, el derecho persigue fines ideológicos. En tanto que técnica, la «ciencia jurídica» sirve para intervenir en la sociedad conservándola o transformándola.
El tercer bloque («Libertad y democracia») contiene otro conjunto de sugerentes ensayos. En el primero de ellos —«Sobre los conceptos de libertad»—, Ruiz Miguel analiza las diferentes vertientes de la libertad: negativa, positiva, como poder, como derecho y derecho general a la libertad. Termina el trabajo afirmando que, partiendo de la tipología existente, no hay un concepto que sea la «verdadera libertad». Según él, la verdadera libertad debería englobar, al menos, la libertad positiva, la negativa y la libertad como poder o, dicho de otro modo, derechos democráticos, liberales y sociales. En esta afirmación se percibe de un modo diáfano su apuesta socialdemócrata, pues esta ideología trata de aglutinar todas esas vertientes.
«Democracia y mercado» es otro interesante capítulo del tercer bloque en el que Ruiz Miguel une indisolublemente la democracia y el libre mercado. El texto es una apuesta decidida —y empíricamente comprobada— por el mercado como posibilitador de la democracia. En otras palabras, «el libre mercado [es] condición necesaria para la democracia» y anterior a la misma. Primero, libre mercado y, después, democracia; no a la inversa. «La democracia como condición del mercado no resulta una tesis mantenible, pues en la historia occidental el sistema capitalista antecede con mucho a la democracia», sentencia.
El cuarto bloque versa sobre «La igualdad». El ensayo más sugerente es «Igualdad, liberalismo y socialdemocracia». Ruiz Miguel llama al acuerdo, a la convergencia, entre neoliberales y socialdemócratas. Consigue —con bastante tino— hacer ver que las posiciones de unos y de otros no están tan alejadas como, a priori, podría pensarse. Tomando como ejemplo a Hayek y Friedman, de un lado, y a Rawls y Dworkin, de otro, establece la conexión entre ambas posiciones políticas. Los últimos parten de que una excesiva igualdad es perjudicial para el crecimiento (tiene efectos desincentivadores), mientras que los primeros defienden una asistencia vital a los menesterosos. En resumen, el trabajo demuestra que, más allá de la retórica de unos y de otros, hay lugar para el encuentro.
El quinto y último bloque («Pacifismo, cosmopolitismo, nacionalismo») es fiel reflejo de la posición ideológica defendida a lo largo del libro. El liberal consecuente —y la socialdemocracia es liberal en cuestiones de política cultural— no conoce más que el individuo y la humanidad. Si el profesor Ruiz Miguel ya había defendido una «democracia mundial» de individuos en el capítulo 13, lleva este desarrollo a sus últimas consecuencias en el trabajo sobre «Pacifismo, guerra y legítima defensa» del último bloque. Por un lado, es favorable a las intervenciones en terceros Estados si estos conculcan derechos civiles o políticos y, de otro lado concluye que, en realidad, solo se conseguirá garantizar los derechos de los individuos el día que haya un Estado mundial que imparta paz y justicia liberal-democrática. Se pueden hacer muchas objeciones a lo propugnado por el autor (por ejemplo, que la humanidad no es un concepto político o, por ejemplo, que no existen individuos si no es dentro de los grupos políticamente constituidos), pero no es dudoso que, desde su posición, la propuesta es perfectamente coherente y defendible.
Mayor problema presenta, empero, el primer bloque. Como ya advirtiera Forsthoff, la realización de determinados derechos sociales colisiona con los derechos fundamentales liberales clásicos (Forsthoff, 2013: 112 y ss.). Los derechos fundamentales clásicos suponen una esfera libre de la acción estatal, mientras que los derechos sociales implican la intervención del Estado en la vida del individuo; los derechos liberales requieren lejanía del Estado, los sociales necesitan cercanía al Estado. Este choque se ve con toda su crudeza en los ensayos sobre la eutanasia (capítulos 1 a 3), de un lado, y en los trabajos sobre educación para la ciudadanía (capítulo 4) y Estado laico (capítulo 6), de otro.
En punto a la eutanasia, Ruiz Miguel no es ningún advenedizo en el tema. Sus primeros trabajos sobre ello datan de 1993. Es un firme defensor de que el individuo, en uso de su autonomía, pueda acabar con su propia vida, tanto si un tercero se limita a suministrarle un fármaco para que él se lo autoadministre (suicido asistido) como si es un tercero altruista quien le da muerte (eutanasia activa). A mi juicio, debe hacerse un distingo entre ambos tipos —que el autor no hace—. Por un lado, en un mundo racional y moderno, no creo que haya nada que objetar al sujeto que —ya cumpliendo unos requisitos o no— quiera poner fin a su vida. Argumentos del estilo «la vida pertenece a Dios», etc., no deben tener cabida en una sociedad moderna (máxime, supongamos, si se trata de un furibundo ateo). En este caso, el Estado liberal, que no tiene más fin que garantizar la libertad —incluyendo la libertad de terminar con la propia vida—, no tendría nada que objetar a que un sujeto se autoadministre un fármaco suministrado por un tercero (suicidio asistido). Cuestión distinta es exigir al Estado que un trabajador suyo —un médico— sea el ejecutor (eutanasia activa). Primero, por las propias razones que los médicos ofrecen, esto es, el juramento hipocrático compele a salvar vidas, no a acabar con ellas. Y, en segundo lugar, porque supone quebrar la idea de Estado neutral, mero garante de la libertad social, al exigirle que se convierta en amo y señor de la vida y la muerte de los súbditos que debe proteger. Por consiguiente, podemos ver aquí la quiebra del Estado neutral (propio del liberalismo) al exigir un derecho prestacional (propio del socialismo). En resumen, el Estado liberal no tendría nada que oponer al suicidio asistido, puesto que no quiebra la neutralidad estatal, pero sí a la eutanasia activa, pues el Estado deja de ser garante de la libertad para devenir en decisor último sobre la vida y la muerte de quienes debe salvaguardar.
Por lo demás, frente a los argumentos cristianos, en general, y católicos, en particular, Ruiz Miguel sostiene que la disyuntiva cuidados paliativos o eutanasia es una falacia del falso dilema; una no excluye a la otra. Es decir, se deben mejorar los cuidados paliativos y despenalizar la eutanasia; ambas son compatibles y, por tanto, no excluyentes.
El capítulo 6 habla de la laicidad del Estado. Desde una posición de estricta observancia liberal, el autor comenta las diferentes posturas que el Estado puede adoptar ante el hecho religioso. El Estado puede ser confesional, con sus tres variantes (teocrática, cesaropapista o confesional en sentido estricto), o puede ser laico. A su vez, habría tres tipos de laicidad: radical, positiva y liberal. La primera es propia de los regímenes políticos que imponen la no creencia a los súbditos (verbigracia, la extinta URSS o, según Ruiz Miguel, Francia o México al proscribir determinadas conductas). Por su parte, la laicidad positiva, señala acertadamente el autor, no es auténtica laicidad, sino confesionalismo larvado, ya que el Estado no es neutral ante el hecho religioso, sino que favorece a determinadas religiones. Por último, la laicidad liberal sería la laicidad auténtica porque el Estado es realmente neutral en materia religiosa al no perseguir a las confesiones ni favorecer a ninguna. En el modelo de laicidad liberal, el Estado no se pronuncia ante el hecho religioso, arreligioso o belicista con la religión que los miembros de la sociedad —los ciudadanos— pudieran adoptar. En palabras del autor: «Mientras los individuos tienen derecho a ser positivamente religiosos de esta o aquella confesión, agnósticos en cuanto indiferentes ante la religión e incluso laicistas en cuanto defensores de posiciones opuestas a las religiones en general, en cambio el Estado, un Estado neutral o laico, no debe adoptar ninguna de estas posiciones». Y añade: «El Estado verdaderamente laico debe ser meta-agnóstico, esto es, debe ser ajeno a cualquier pregunta y respuesta relativa a la religión. O, dicho de otra manera, el Estado no puede ni debe solo limitarse a dudar, como puede hacer el individuo agnóstico, sino que asume el deber de no pronunciarse sobre la materia religiosa, ni siquiera para afirmar la duda». La única objeción que, desde una óptica liberal, podría hacérsele es si el Estado debe ser neutral frente a aquellas confesiones que quieran acabar con su neutralidad. Para defender su postura tolerante con toda religión, el filósofo del derecho parte de Locke. Ahora bien, el autor inglés sostenía que no se podía tolerar ni a los católicos, pues estaban sometidos a un monarca extranjero, ni a los ateos, pues «aquellos que por su ateísmo socavan y destruyen toda religión no pueden pretender que la religión les conceda el privilegio de tolerancia» (Locke, 2014: 124), ni a los «mahometanos». Habiendo cambiado las cosas en cuanto a los dos primeros, cabría preguntarse, siguiendo a Locke, si el Estado debe permanecer neutral ante (si debe tolerar a) aquellos que defienden que «la religión ha de ser propagada por la fuerza de las armas» (ibid.: 90), quebrando, en consecuencia, la neutralidad estatal si llegasen al poder.
En último lugar, se debe señalar que la anterior defensa del Estado liberal está en abierta oposición con el capítulo 4, donde el autor trata la educación para la ciudadanía. En este ensayo, Ruiz Miguel deja ver el ala socialista de la socialdemocracia y propugna la no neutralidad estatal en materia educativa. Defiende la educación en valores democráticos y, sobre todo, derechos humanos, auténtica religión civil de nuestro tiempo.
Poco más que añadir de la obra. Sugerente, sin duda, no deja indiferente al lector. Genera adhesiones u oposiciones o, incluso, adhesiones y oposiciones al mismo tiempo, porque muchos son los temas tratados y, al ser tres las vertientes socialdemócratas, no es extraño que un liberal suscriba unos textos y rechace otros o que un socialista defienda unas posiciones y se oponga a otras. En definitiva, trabajo o, más bien, conjunto de trabajos polémicos que muestran la querencia del autor, como sostiene Francisco Laporta en el prólogo, por cuestiones controvertibles, antes que por grandes teorías, «y más mirada singularizadora que pretendidas tesis globales».
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Este libro ya tiene su «epílogo» en Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad, n.º 20, 2020, pp. 415 y ss. Hasta cinco profesores —Rodolfo Arango, Mauro Barberis, Roberto Gargarella, Rodolfo Vázquez y Ermanno Vitale— comentan algún bloque o capítulo del libro y son respondidos por el autor, completando, de este modo, la obra ahora reseñada. |