RESUMEN
El siguiente trabajo explora la posibilidad de un libertarianismo queer a partir de la comparación de la utopía libertaria con la utopía queer. Sostendré que la utopía libertaria de la no coacción ofrece un marco propicio para la expresión de las identidades queer, pues no tiene una concepción de sexualidad o de género predilecta. Asimismo, sostendré que el capitalismo —como sistema económico de la utopía libertaria— no resulta hostil a las reivindicaciones o aspiraciones de la utopía queer. Por ello, en la medida en que el capitalismo no supone ni requiere de la heterosexualidad obligatoria para su propio funcionamiento, la posibilidad de un libertarianismo queer es altamente plausible. Sin embargo, se identificarán algunas fuentes potenciales de conflicto entre ambas utopías. Esas asperezas solo pueden limarse si el libertarianismo amplía su concepto de voluntariedad. Concluiré que el matrimonio entre ambas utopías es posible, pero requiere de algunas concesiones mutuas.
Palabras clave: Utopía; libertarianismo; teoría queer; Nozick; Butler.
ABSTRACT
The following paper compares libertarian utopia and queer utopia to explore if queer libertarianism is possible. I argue that the libertarian utopia of non-coercion offers a favorable framework for the expression of queer identities since it does not have a preferred conception of sexuality or gender. Likewise, I maintain that capitalism —as an economic system of the libertarian utopia— is not hostile to the claims or aspirations of the queer utopia. Thus, to the extent that capitalism does not presuppose or require compulsory heterosexuality for its own functioning, the possibility of queer libertarianism is highly plausible. However, the paper identifies some potential sources of conflict between both utopias. These conflicts problems will only be resolved if libertarianism broadens its concept of voluntariness. I conclude that marriage of both utopias is possible but only by mutual concessions.
Keywords: Utopia; libertarianism; queer theory; Nozick; Butler.
El libertarianismo ha prodigado poca o ninguna atención a la teoría queer, tanto en su dimensión teórica como práctica. Por ejemplo, apenas se ha pronunciado sobre la relevancia del género como factor condicionante de la libertad individual de mujeres y personas LGBTIQ+. En parte eso ocurre porque las preocupaciones de ese libertarianismo han estado dirigidas principalmente a la teoría de la propiedad, la teoría del dinero y el crédito, la banca libre, la posibilidad de prescindir del Estado o de fijar el límite de sus competencias admisibles, y otros asuntos afines. Alguna vez, aunque con mucha menor frecuencia, se interesa en problemas «postmateriales» como la migración o el medioambiente. Fuera de alguna observación dispersa, del feminismo y de la teoría queer no se ha ocupado prácticamente en absoluto[2].
Este desinterés resulta curioso porque, en la medida en que la teoría queer es un movimiento emancipatorio, el libertarianismo podría haberse interesado en él o, al menos, tomar partido de modo más o menos explícito y sistemático por sus reivindicaciones. Además, el libertarianismo encarna una aspiración —la erradicación de la coacción— que, al menos prima facie, parece compatible, si no con todas las versiones de la teoría queer, sí con al menos alguna versión posible de ella.
Este desinterés no es, sin embargo, unilateral. Los autores queer rara vez mencionan siquiera al libertarianismo y, cuando lo hacen, es para desecharlo[3]. Hasta el momento, ninguno de ellos ha querido ver en el libertarianismo un aliado ni, menos aún, un posible marco conceptual en el que circunscribir o desde el cual pensar la emancipación propuesta; tampoco se ha pretendido o querido rescatar los principios normativos del libertarianismo para fundar sus demandas y reivindicaciones, pese a que, por otra parte, dichos principios normativos podrían resultar atractivos o prometedores para ello.
Dicho de otro modo, no ha tenido lugar ni siquiera el matrimonio mal avenido entre libertarianismo y teoría queer, que sí se ha experimentado entre, por ejemplo, el marxismo y el feminismo[4]. No ha habido una síntesis entre tales teorías, aun cuando cabría pensar en la posibilidad de la misma[5].
El presente trabajo apunta a explorar las posibilidades de un libertarianismo queer. Dado que la teoría queer es un vástago del feminismo, su propósito puede ser resumido en el lema bajo el que pueden agruparse las diferentes formas de feminismo: «la biología no es destino»[6]. Dicho lema refleja el propósito general del feminismo de liberar a la mujer de las distintas formas de sujeción a que se las puede querer someter debido a su sexo. En un sentido diferente, ese mismo lema refleja la idea de que el sexo biológico no determina de modo unívoco el género y de que, en consecuencia, las personas LGBTIQ+ han de quedar liberadas de la imposición de identidades sexuales con las que no se identifican[7].
En las siguientes páginas exploraré las posibilidades del señalado matrimonio entre libertarianismo y la teoría queer, a partir de las oportunidades que ofrece la utopía. Para ello entenderé «utopía» de modo amplio, como el conjunto de aspiraciones e ideales que definen y guían la praxis política. En este sentido, la utopía ofrece no solo un ideal regulativo en el sentido kantiano (es decir, un ideal al que acercarse indefinidamente y con el cual evaluar la rectitud de nuestras propias instituciones sociales), sino también una representación de dicho ideal, que indica los cauces por los que deben transitar los esfuerzos de transformación social[8].
Para comprobar la compatibilidad de la utopía libertaria con la utopía queer tomaré, por una parte, la metautopía libertaria de Robert Nozick. La razón de esta elección es simple: Nozick es el único autor libertario que ha reivindicado la utopía como marco de comprensión y justificación del Estado[9]. Por otra parte, tomaré el pensamiento de Judith Butler para formular una utopía queer[10]. Esta elección es controvertida, pues Butler no concibe su propio pensamiento como utópico. Sin embargo, en el sentido amplio antes indicado, el propio programa de Butler puede ser considerado como una utopía. Así las cosas, la yuxtaposición de ambas utopías permite plantear la siguiente pregunta: ¿es la sociedad libertaria una sociedad en la que el lema feminista y queer «la biología no es destino» pueda ser realizado? ¿Qué posibilidades de florecimiento tiene la utopía queer en una utopía libertaria? O, dicho de otro modo, ¿es la utopía libertaria compatible con la utopía queer? Si la respuesta es afirmativa, entonces el libertarianismo queer es posible, aunque todavía no haya sido formulado.
Aunque responderé esta pregunta de modo afirmativo, se tratará de una afirmación cualificada, tanto por lo que respecta a los alcances de las posibles demandas queer, como por lo que respecta al concepto de libertad de la utopía libertaria.
Por una parte, el carácter meramente formal de la utopía libertaria asegura la realización parcial de la utopía queer: en un mundo libertario está proscrita la coacción, de modo que no se permitiría la violencia física contra las personas LGBTIQ+. Por otra, sin embargo, no se preocupa de erradicar ni de perseguir los esquemas de inteligibilidad que proscriben la existencia de aquellos que no se ajustan a la heterosexualidad obligatoria. En ese sentido, la utopía libertaria proscribe la violencia estatal y legal, pero mantiene vigente la posibilidad de la violencia normativa contra las personas LGBTIQ+ a nivel comunitario. Solo asegura la posibilidad de desafiar las definiciones sobre las que se sustenta lo que Butler llama «la violencia normativa» y abogar, por tanto, por la redescripción de los «esquemas normativos de inteligibilidad que establecen lo que va ser y no va a ser humano, lo que es una vida vivible y una muerte lamentable» (Butler, 2006b: 183).
En este punto —y al hilo de la pregunta principal acerca de la posibilidad de una utopía libertaria y queer— resulta imperativo examinar la relación entre el capitalismo (como sistema económico que casa naturalmente con el libertarianismo) y los movimientos de disidencia sexual. En Merely cultural Butler ha desestimado la posibilidad de separar los conflictos y las reivindicaciones identitarias de los problemas económicos inherentes al capitalismo. Ambos se encuentran, en su opinión, indisolublemente ligados. La idea de Butler es que ciertas formas de explotación o discriminación sexual y de género son funcionales al capitalismo y, en esa misma medida, producto suyo. Sin embargo, como la misma utopía de Nozick sugiere, el libertarianismo (y el capitalismo como subproducto suyo) es mucho más versátil y admite muchísimas más expresiones de género de lo que Butler cree. De hecho, admite tantas como quepa imaginar, mientras no impidan directamente la expresión de otras. En este sentido, sostendré que la utopía queer yerra al dirigir sus dardos contra el libertarianismo y el capitalismo[11], pues ninguno de los dos necesita una concepción particular del género, y bien pueden renunciar a ella llegado el caso[12].
Aunque todo lo anterior permite imaginar una utopía queer, propiamente libertaria, levantada sobre los principios del consentimiento y la libre elección de la vida, la identidad y las prácticas sexuales, sostendré que la interpretación meramente formal de estos principios no es suficiente para asegurar el matrimonio bien avenido entre el libertarianismo y la utopía queer. Una alianza feliz —y consecuente por lo demás con la reivindicación de la libertad— exige abogar por la creación de las condiciones que permitan a los ciudadanos de la utopía libertaria y queer identificarse con sus propias elecciones. Eso significa complementar la concepción puramente formal de libertad característica del libertarianismo, con una concepción sustantiva de la misma, en consonancia con el propósito de poner a tales ciudadanos a salvo, no solo de la coacción, sino también de la necesidad.
Las fuentes de desavenencia entre el libertarianismo y la teoría queer conducen a una corrección recíproca de sus respectivas utopías. Por el lado del libertarianismo, esa corrección se traduce en su acercamiento a las formas más conocidas y menos provocadoras de liberalismo clásico. Por el lado de la utopía queer, la renuncia a sus ínfulas de ser esencialmente parte de un movimiento destinado a revolucionar también el sistema económico capitalista; a reconocer que, por el contrario, el capitalismo se adapta exitosamente a la desestabilización del género que propone Butler. De aquí resulta un matrimonio posible, aunque algo deslucido, sobre todo para quienes creen que la agenda queer puede ser realmente rupturista o revolucionaria. Resulta también un matrimonio con fricciones, como todos los matrimonios. La que sale mal parada, sin embargo, es la utopía a la que las renuncias indefectiblemente quitan brillo.
De todas las formas de liberalismo, el libertarianismo es la única que ha reivindicado para sí de modo expreso la forma utópica. Con ello, Nozick —el paladín de tal reivindicación— nada a contracorriente del liberalismo, una teoría usualmente recelosa de la imaginería utópica[13]. Podría explicarse este recelo como el resultado de la presunta incompatibilidad que existiría entre el liberalismo y la utopía. Mientras el primero es un proyecto político minimalista, que simplemente procura dar con los principios de la convivencia social pacífica, la segunda sería un proyecto maximalista inspirado en alguna concepción sustantiva de la felicidad[14]. Si la utopía necesariamente descansa en una cierta concepción del bien, entonces podría explicarse aún esta incompatibilidad diciendo que, mientras la utopía identifica lo bueno con lo justo, el liberalismo los diferencia y defiende la primacía de este sobre aquel.
Sin embargo, la estrategia de Nozick procura hacer de la necesidad virtud. Ve bien que el liberalismo importa una privatización del bien: la sociedad libertaria es aquella en que cada uno puede vivir según su propia concepción de la felicidad, mientras permita a los demás hacer lo propio. Por este motivo, en la sociedad libertaria —como en la sociedad liberal simpliciter— pueden proliferar las más diferentes concepciones del bien que sean compatibles con la posibilidad de otras equivalentes «según una ley universal».
Y precisamente es en la posibilidad de la coexistencia de diferentes concepciones de bien que Nozick encuentra la clave para elaborar la utopía libertaria: la utopía libertaria es aquella en que pueden florecer las más diferentes comunidades imaginables, cada una congregada en torno a una particular concepción de bien. En este sentido, la utopía libertaria es, dice Nozick, una metautopía, el lugar donde pueden realizarse y tener lugar todas las utopías. Las únicas comunidades o los únicos proyectos utópicos que quedan excluidos son los proyectos «imperialistas», que procuran imponer su propia concepción del bien por la fuerza. En la metautopía libertaria, por tanto, la adhesión a las diferentes comunidades es voluntaria, de modo que ninguna de ellas puede obligar a sus miembros a permanecer en ella. Por esta razón, las comunidades nacen y se preservan mientras cuenten con la adhesión y la lealtad voluntaria de sus miembros. Dada esta condición —la garantía de la libertad de los miembros de las comunidades— y la institucionalidad del Estado metautópico, que permite la experimentación continua de diferentes formas de comunidad, la utopía libertaria tiene, plantea Nozick, un potencial heurístico que no tiene ninguna otra utopía alternativa: ofrece las mejores condiciones imaginables para descubrir la mejor sociedad posible, a través del mecanismo de ensayo y error que ofrece a sus habitantes. Por eso, si existe una forma de vida objetivamente mejor para todos (la «Utopía» con mayúscula), la utopía libertaria sería la organización política que permitiría su descubrimiento.
No es difícil advertir que la metautopía libertaria descansa en los valores y virtudes asociados tradicionalmente al liberalismo: primacía de la libertad individual, tolerancia, libertad de asociación y libertad de conciencia. Esa coincidencia explica, por una parte, que ella sea meramente formal, es decir, que no anticipe ningún contenido para los estatutos de las comunidades particulares ni indique tampoco el modo en que cada persona o grupo debe vivir su vida o entender la felicidad. Se limita, por el contrario, a establecer un criterio negativo: cualquiera que sea la forma de vida que adopte una persona o comunidad, esta no puede imponerse coercitivamente a otros. Las diferentes comunidades —las diferentes utopías particulares o «microutopías»—[15] han de ser simultáneamente posibles. Por otra parte, la coincidencia antes señalada explica también el pluralismo y diversidad que Nozick supone tendrían lugar en la metautopía libertaria: en su seno se ensayarían diferentes proyectos utópicos, también de comunidades no liberales o iliberales, incluso. El liberalismo del marco no necesita informar los estatutos de las comunidades particulares. Por tanto, en la metautopía libertaria podría haber comunidades conservadoras, socialistas, patriarcales, etc. Incluso, podría ocurrir que ninguna de las microutopías que pueblan la metautopía libertaria fuera libertaria o liberal. ¿Podría haber comunidades queer? ¿Basta con la respuesta afirmativa para sostener la compatibilidad entre ambas formas de utopía?[16]
Con vistas a la pregunta que sirve de hilo conductor a este trabajo, aquí no tiene importancia el problema escolástico de si acaso la metautopía libertaria que describe Nozick constituye o no una prueba exitosa en favor del Estado mínimo. Basta con saber que dicha metautopía aspira a una suerte de «ecumenismo utópico» y que tal aspiración se funda en la idea de libertad como no coacción. De hecho, y aunque haría perder obviamente detalles importantes acerca de su forma, la utopía libertaria puede ser definida también como la utopía de un mundo en que no existe la coacción y en la que nadie ejerce violencia contra otros, como no sea para defenderse. La utopía libertaria, por tanto, podría ser descrita como la utopía del mínimo ejercicio de la fuerza.
Del mismo modo, no resulta determinante para el fracaso o el éxito del esfuerzo aquí emprendido el que el libertarianismo y la teoría queer sean compatibles como —por emplear la expresión rawlsiana— «doctrinas comprehensivas». Basta con que la teoría queer pueda llevar a cabo su programa, aun cuando, por otra parte, no comparta o incluso deplore en varios niveles o aspectos la metautopía libertaria o del libertarianismo (por ejemplo, su teoría de los derechos individuales, de la propiedad, etc.). Así las cosas, ¿podría haber comunidades queer en la utopía libertaria?
Una línea prometedora de investigación la ofrece lo que podemos denominar la utopía queer de Judith Butler, que tomamos del siguiente pasaje de El género en disputa:
Crecí entendiendo algo sobre la violencia de las normas del género: un tío encarcelado por tener un cuerpo anatómicamente anómalo, privado de la familia y de los amigos, que pasó el resto de sus días en un «instituto» en las praderas de Kansas; primos gays que tuvieron que abandonar el hogar por su sexualidad, real o imaginada; mi propia y tempestuosa declaración pública de homosexualidad a los 16 años, y el subsiguiente panorama adulto de trabajos, amantes y hogares perdidos […] El empeño obstinado de este texto por «desnaturalizar» el género tiene su origen en el deseo intenso de contrarrestar la violencia normativa que conllevan las morfologías ideales del sexo, así como de eliminar las suposiciones dominantes acerca de la heterosexualidad natural o presunta que se basan en los discursos ordinarios y académicos sobre la sexualidad. Escribir sobre esta desnaturalización no obedeció meramente a un deseo de jugar con el lenguaje o de recomendar payasadas teatrales en vez de la política «real», como algunos críticos han afirmado (como si el teatro y la política fueran siempre distintos); obedece a un deseo de vivir, de hacer la vida posible, y de replantear lo posible en cuanto tal. ¿Cómo tendría que ser el mundo para que mi tío pudiera vivir con su familia, sus amigos o algún otro tipo de parentesco? ¿Cómo debemos reformular las limitaciones morfológicas idóneas que recaen sobre los seres humanos para que quienes se alejan de la norma no estén condenados a una muerte en vida? (2016: 23-24).
Butler no concibe su propio proyecto como una utopía, pero supongo que no se le hace una injusticia si se lo presenta como tal, no en el sentido de que dicho proyecto represente una «utopía vana e imposible»[17], sino en el de encarnar una aspiración, un desiderátum político de difícil (o tal vez imposible) realización, al que sin embargo nos podemos acercar, como diría Kant, asintóticamente[18].
Pues bien, ¿en qué medida la utopía de Butler «de hacer la vida posible» tiene cabida en la utopía libertaria? El motivo de «hacer la vida posible» es recurrente en el pensamiento de Butler[19]. Parte de su estrategia para hacer efectiva tal posibilidad es poner al descubierto las negaciones implícitas en la construcción de las categorías presuntamente universales que finalmente producen a los sujetos jurídicos. Tales categorías no son inocuas y tienen un carácter no descriptivo, como algunos pretenden, sino constructivo: «el ciudadano», «el hombre», «la mujer», etc., no son tipos que preexistan al discurso jurídico o político que los define. Más precisamente, «el poder jurídico “produce” irremediablemente lo que afirma solo representar»[20]. No existen construcciones políticamente asépticas ni neutrales de tales categorías. La neutralidad es la ilusión que resulta de la vigencia de un determinado discurso. Más aún, bien podría afirmarse que la eficacia de un discurso consiste y se mide por su capacidad por hacer pasar por naturales las definiciones arbitrarias con que opera. Así, por ejemplo, qué y quién sea una «mujer» o qué signifique serlo (i.e., qué papeles le corresponde desempeñar, de qué modo, qué cosas puede desear, en qué momentos y en qué lugares, etc.) son definiciones que resultan de un sinnúmero de discursos (jurídicos, legales, religiosos, etc.), más o menos articulados, que se solapan, pero fijan, finalmente, un sujeto más o menos coherente (por ejemplo, la mujer heterosexual que puede desempeñarse alternativamente como madre y amante, a la que corresponde realizar ciertas tareas y no otras, etc.), cuyos rasgos y determinaciones deben recrearse constantemente. Estas definiciones inevitablemente excluyen a alguien, a saber, a todos aquellos que no se ajustan a la definición estipulada en el discurso. Esa exclusión originaria, que precede a la violencia física y, además, la hace posible, es lo que Butler denomina «violencia normativa»[21]. Por esta razón, «hacer posible la vida» significa subvertir las categorías bajo las cuales se producen los sujetos, mostrar su inestabilidad, inexactitud y, en último término, arbitrariedad, con el propósito de ampliar las fronteras de lo posible. El ejercicio genealógico cumple así un papel contestatario y liberador, porque desafía y pone en tela de juicio los esquemas normativos de inteligibilidad que deciden quién será una persona y quién no, cuál vida merece la pena ser vivida y cuál no, etc.
Para Butler el liberalismo es víctima de la ilusión según la cual los sujetos preexisten a su construcción discursiva[22]. Este reproche —que sitúa al liberalismo en las antípodas de la posición de Butler— es extensivo naturalmente al libertarianismo. Ya sea que se trate de los individuos que escogen los principios de justicia bajo una situación de elección ideal (como en Rawls), ya sea que se trate de las reglas de coexistencia de individuos dotados de derechos naturales (como en Nozick) o, en fin, de individuos que descubren las condiciones de cooperación mutua bajo reglas universales, generales y abstractas (como en Hayek), en todos los casos se asume de antemano un sujeto (sujetos razonables y racionales, capaces de una cierta concepción del bien, propietarios de sí mismos, etc.), con todo lo que ello implica.
Sin embargo, este recelo ante la universalidad y las definiciones del sujeto no tiene por qué resultar fatal para la utopía libertaria. En Dar cuenta de sí mismo, Butler comenta la crítica de Adorno a la universalidad abstracta. Al respecto dice que «el problema no radica en la universalidad como tal, sino en una operación de esa universalidad que no es sensible a la particularidad cultural ni se reformula a sí misma en respuesta a las condiciones sociales y culturales que incluye dentro de su campo de aplicación» (Butler, 2009: 17).
Esta observación —que alude a la diferencia obvia, pero no por ello menos olvidada, entre la afirmación de un principio y sus condiciones de aplicación— es importante por dos razones. Primero porque permite admitir la definición de sujeto del libertarianismo: un yo que tiene libertad formal y derechos abstractos, incluido su derecho a su propia integridad, sobre todo física. El sujeto del libertarianismo es normalmente concebido y explicado a través de la imagen de la propiedad: cada persona es «propietaria de sí misma», esto es, de su cuerpo y de su vida, de modo que nadie más que ella tiene derecho a usar o afectar su cuerpo o a decidir sobre su vida. La propiedad sobre sí mismo (la tesis del self-ownership) es un principio normativo y no la descripción de un estado de cosas. Es un imperativo en el sentido de que los individuos deben ser considerados y tomados como si cada uno de ellos fueran propietarios de sí mismos[23]. Si se lo piensa bien, el sujeto libertario no es otra cosa que la persona del derecho abstracto hegeliano. La utopía queer de Butler no necesita negar ni impugnar esa definición.
Pero, además, la afirmación recién citada de Butler permite anticipar los límites, los defectos de la utopía libertaria, y la medida en que ella debe ser desestimada. Aunque la universalidad no sea «violenta por definición», lo puede ser bajo ciertas condiciones. Concretamente cuando «por razones sociales, es imposible apropiarse de un precepto universal, o cuando —por razones sociales, otra vez— no se puede sino rechazarlo» (íd.). Ciertamente, el libertarianismo está expuesto a muchas objeciones por lo que a este segundo punto se refiere, especialmente a causa de su concepto estrictamente formal de «voluntariedad» y no, como podría pensarse, porque necesariamente se deba comprometer con definiciones heterosexistas de los sujetos. En seguida volveremos sobre este punto. Antes, una última consideración acerca de la «universalidad» del principio libertario y de sus posibles conexiones con la utopía queer.
Algún lector podría objetar, tal vez, que la distinción de Butler entre la universalidad de un principio y su aplicación no alcanza para suponer la admisión, ni siquiera prima facie, del sujeto libertario. No obstante, aun en el caso de ser cierta, esa objeción no tiene por qué resultar fatal. Todavía podría ocurrir que el marco descrito por Nozick permita «hacer la vida posible» y «replantear lo posible» para aquellos cuya morfología, deseo o identidades de género es normalmente una condena a la muerte en vida o, menos drásticamente, a la marginalidad, el desprecio, el ostracismo, etc. Y para ello no es necesario que exista alguna coincidencia, digamos, doctrinaria que acerque las filosofías de Nozick y Butler. Basta con una coincidencia puramente accidental. Nozick mismo supone en su propia utopía que «el marco» podía ser apoyado por personas o grupos por razones y motivaciones muy diferentes a las del libertarianismo.
Sin embargo, es probable que exista algo más que una mera coincidencia accidental entre ambas utopías. Nozick afirma que las restricciones libertarias que impiden la coacción se justifican porque son una condición de posibilidad del sentido de la propia vida[24]. Más exactamente dice: «Conjeturo que la respuesta se halla conectada con esa noción elusiva y difícil: el significado de la vida. El que una persona modele su vida de conformidad con un plan general es su modo de dar sentido a la vida; únicamente un ser con la capacidad de modelar así su vida puede tener, o esforzarse por tener, una vida llena de sentido» (1988: 60).
Desde esta perspectiva, la utopía libertaria de la no coacción tiene por finalidad asegurar la posibilidad de que la vida de todos y cada uno de los individuos que la habitan tenga sentido (i.e., que cada uno sea libre de dárselo). Para ello la vida de cada individuo debe poder ser el resultado cabal, íntegro, de aquello que cada uno escogió para sí mismo. La posibilidad de una vida con sentido estriba en que cada uno tenga la oportunidad de identificarse con las elecciones que ha hecho y que modelan su propia vida. Las elecciones que otros hacen por mí acerca de mi propia vida constituyen un atentado contra esa oportunidad. Es claro que Nozick pretende que la universalidad del sujeto libertario descanse en esta y no en alguna otra consideración.
Podría ser tentador responder la pregunta acerca de la posibilidad de un libertarianismo queer a partir simplemente de las reflexiones precedentes de Nozick (aunque seguramente con ellas debería bastar para afirmar esa posibilidad). Esta tentación puede ser tanto más grande cuando se tiene presente que, por su parte, Butler afirma que «la aspiración normativa [de nuevas formas de género] que funciona aquí está relacionada con la habilidad de vivir y respirar y moverse, y sin duda pertenece en cierto sentido a lo que se llama filosofía de la libertad» (Butler, 2006a: 54).
Más allá de estas coincidencias —que después de todo podrían ser más bien retóricas— se pueden ofrecer al menos dos razones ulteriores en favor de la posibilidad de un libertarianismo queer: a) el carácter formal de la metautopía libertaria, y b) la imposibilidad en ella de los así llamados «delitos sin víctimas». Estas dos razones permiten, además, abordar la primera parte del problema de la aplicación de los principios universales.
Un buen ejemplo de la dificultad que entraña la aplicación de principios universales —de los que, por otra parte, podemos estar muy seguros— lo ofrece Fichte cuando observa que «Kant dice: actúa de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda ser principio de una legislación universal. Pero ¿quién debe formar parte del reino gobernado por esta legislación y disfrutar de su protección?»[25]. Este problema —tal vez el que más intensamente preocupa a Butler— tiene relación con el problema de la definición de lo humano o, también, como lo llamó Fichte, con el problema del reconocimiento. La violencia física comienza y es posibilitada por la denegación de ese reconocimiento, por la «desrealización» del otro[26]. Una vez que esa deshumanización ha ocurrido, no hay mal que no se puede infligir a aquellos que han quedado relegados al espacio de la no humanidad y fuera de los límites de la ley[27]. Por lo que concierne a la utopía queer, el problema es el de la definición de los géneros que se considerarán propiamente humanos y el de los que serán calificados como «aberrantes» o «perversos», con todo lo que ello implica.
Por su parte, la metautopía libertaria —su marco constitucional— no prejuzga ni adopta ni tampoco promueve una cierta concepción de la sexualidad ni del género[28]. Y no lo hace porque deja en cada individuo la definición de la propia identidad. Por lo demás, abraza el más amplio ecumenismo de género que quepa imaginar. Del mismo modo, en la utopía libertaria no existe una concepción «oficial» de familia o de matrimonio. Hay tantas como sus habitantes quieran ensayar[29].
Ahora bien, por la misma razón, la metautopía libertaria admite también comunidades con concepciones sustancialistas del género: comunidades patriarcalistas, homófobas, machistas, etc. Esto suscita dos problemas: primero, garantizar a los miembros disconformes de esa comunidad la posibilidad real de salir de ella y, segundo, evitar el adoctrinamiento de los niños, con el fin de garantizar su autonomía. Como observa Nozick, «los niños representan problemas aún más difíciles. De alguna manera tiene que garantizarse que ellos están informados de las clases de alternativas que hay en el mundo» (Nozick, 1988: 317). Estas dificultades no son en absoluto sencillas para una utopía libertaria. Por una parte, seguramente requerirían de un grado de injerencia estatal mayor de la que se sugiere con la idea de «Estado mínimo». Por otra, estas dificultades ponen al libertarianismo en la disyuntiva de tener que escoger entre dos valores liberales: la tolerancia (de las distintas culturas, formas de vida, etc.) y la autonomía (i.e., la capacidad real que tiene una persona de ejercer su libertad). En este contexto, Nozick se inclina cautamente por la segunda.
La utopía libertaria garantiza ex ante la posibilidad de las vidas que escapan a la norma de la heterosexualidad obligatoria, pues tales vidas no ofenden ni causan daño a nadie. Los discursos que criminalizan las identidades queer justifican dicha criminalización en la transgresión u ofensa que, presuntamente, las personas que viven tales identidades cometen contra el orden social. A diferencia de tales discursos, el libertarianismo no admite la posibilidad de ofensas ni delitos contra la sociedad en su conjunto. Sin víctimas concretas e individualizables (con un nombre, una historia, una vida) no hay sencillamente delito. Las comunidades que tienen una visión sustancialista podrían disciplinar, hasta cierto punto (recuerde el lector la necesidad de asegurar la autonomía de los niños) a sus miembros, pero no podrían castigarlos. Mucho menos podrían «castigar» a quienes no pertenecen a su propia comunidad[30].
Llegado este punto podría aceptarse la compatibilidad de ambas utopías, para, al mismo tiempo, admitir que el resultado de su entrecruce es deslucido. Tal entrecruce asegura protección jurídica, pero, por otra parte, no parece llevarnos muy lejos. No combate directamente, por ejemplo, la «tiranía de la opinión» de la que habla John Stuart Mill o lo que Foucault llama el «poder disciplinario», es decir, la normalización que impone la sociedad. En la metautopía libertaria se proscriben las golpizas, pero se dejarían impunes varias formas de discriminación y el ostracismo social. Aunque los primos gays de Butler probablemente no tendrían que abandonar sus hogares, sí tendrían que vivir bajo la presión de un ambiente hostil.
Este reproche es cierto, pero también exagerado. No debe perderse de vista que la desactivación del castigo penal y el reconocimiento de la libertad de expresión garantiza espacios de discusión en el debate público, la pluralidad de opiniones, el cuestionamiento o la denuncia de los mecanismos de normalización y, eventualmente, la transformación de la opinión dominante. Aunque nada garantiza que de hecho suceda así, los discursos sustancialistas se ven expuestos a la pérdida de influencia y poder cuando no pueden apoyarse en la coacción estatal y se ven en la necesidad de reclutar partidarios en la opinión pública. Cualquier libertario, por su parte, no puede más que celebrar ese hecho, allí donde ocurre. Después de todo, aunque el marco (la constitución) de la utopía libertaria sea «neutral», el ethos de libertarianismo no lo es y se decanta a favor de cualquier ampliación de las libertades o, lo que para estos efectos es lo mismo, en contra de cualquier limitación arbitraria de las libertades.
El ejercicio llevado a cabo hasta aquí está expuesto a la objeción obvia de que Butler cree que el heterosexismo es parte de la estructura del capitalismo y de que, en consecuencia, no se puede desprender tan alegremente ese heterosexismo de la utopía libertaria[31]. La razón, naturalmente, es que el libertarianismo es el defensor teórico por excelencia del capitalismo y aunque su utopía no necesita, en rigor, ser imaginada como una utopía capitalista, es una utopía —quizás la única— que ofrece un espacio al capitalismo. Así las cosas ¿en qué queda la tesis de la compatibilidad (parcial) aquí defendida?
En Merely cultural Butler pretende salir al paso del «neomarxismo conservador», que reprocha a la izquierda política hacer de las luchas identitarias el objeto principal de sus reivindicaciones y, con ello —además de introducir en su propio seno divisiones sectarias— abandonar los problemas vinculados a la desigualdad, la producción y, en una palabra, la economía política[32].
Butler replica que «no hay razones para dar por sentado que estos movimientos sociales pueden ser reducidos a sus formaciones identitarias» (2016: 73) y que la división entre el plano «meramente cultural» y el plano material es engañosa. Al respecto se pregunta: «¿Por qué un movimiento interesado en criticar y transformar los modos en que la sexualidad es regulada socialmente no puede ser entendido como central para el funcionamiento de la economía política?» (ibid.: 77).
Butler retoma la argumentación de Engels acerca del carácter determinante que las condiciones de la producción y la reproducción tienen para el orden social en su conjunto. El feminismo de los setenta y ochenta del siglo pasado intentó establecer la conexión entre ambos, procurando demostrar, entre otras cosas, cómo la reproducción sexual formaba parte de las condiciones materiales de existencia y cómo, en último término, los estándares normativos de género (la familia monógama heterosexual, etc.) eran funcionales «al modo de producción apto para el funcionamiento de la economía política» (ibid.: 79). Con ese repaso, Butler quiere demostrar la continuidad que existe entre las demandas por reconocimiento cultural y las demandas por justicia social. Con todo ello quiere arribar, finalmente, a establecer que «lo económico, ligado a lo reproductivo, está necesariamente vinculado con la reproducción de la heterosexualidad» (ibid.: 82). Butler ofrece numerosos casos como prueba de esa afirmación. Así, por ejemplo, para probar que los gays forman una «“clase” diferencial» llama la atención acerca de la forma en que se distribuye la atención médica, las cargas que pesan sobre los que viven con VIH y SIDA y el hecho de que se conviertan en «deudores permanentes».
Sin embargo, el argumento de Butler acerca que la heterosexualidad obligatoria es necesaria para la reproducción de las condiciones que hacen posible el socialismo es implausible. Por de pronto, como observa Nancy Fraser, en ese argumento «se respira un aire de olímpica indiferencia hacia la historia» (2016: 99). Los ejemplos en favor de la capacidad del mercado para asimilar y, más aún, aprovechar la multiplicación de los géneros son igualmente numerosas. La misma Fraser —que discrepa con Butler «acerca de la naturaleza del capitalismo contemporáneo» (ibid.: 90)— pone ejemplos de multinacionales que han sabido encontrar un nicho de mercado en los consumidores gays: Apple, Disney, American Airlines. A esos se podrían sumar muchos otros. Y aunque ni Butler ni Fraser reparen en este punto, el mismo hecho de que las preferencias de gays, lesbianas, trans y demás personas LGBTIQ+ se conviertan en una oportunidad de negocio significa ya, quiéralo o no quien se lucra con esas preferencias, que ha tenido lugar un reconocimiento de esas identidades. Una forma tímida o muy elemental de reconocimiento, pero una forma de reconocimiento, al fin y al cabo[33].
El problema fundamental de la argumentación de Butler en este punto estriba en que sobreestima largamente la dependencia del capitalismo de la regulación heterosexual de la vida. A la vez, y por la misma razón, subestima la capacidad del capitalismo para adaptarse a las condiciones de —por ponerlo en sus términos— la producción de personas[34]. De hecho, el capitalismo y, si se quiere, la utopía libertaria, no tiene un paradigma predilecto de producción en ese sentido. Podría incluso afirmarse que el capitalismo (¿los capitalistas?) ha(n) aprendido a ser indiferente(s) a esas condiciones, al punto de que hoy es posible imaginar futuros distópicos en que las personas de sociedades capitalistas son creadas genéticamente «a la medida», según las preferencias de alguno de sus padres o de algún cliente deseoso de adoptar/comprar un hijo.
Más aún, esa versatilidad puede explicarse por la misma lógica de oferta y demanda que sirve para explicar el funcionamiento del mercado: desde el momento en que se quiebra el monopolio de la heterosexualidad, las formas de amor y de género se multiplicarán en función de su «demanda». Y a la luz de la historia, no parece aventurado afirmar que a las sociedades capitalistas no les interesa particularmente mantener dicho monopolio. Después de todo, como enrostrara el escritor chileno Pedro Lemebel a sus camaradas comunistas: «En Nueva York los maricas se besan en la calle» (2013: 38).
Esta versatilidad, por otra parte, no debería resultar sorprendente. Ya Marx y Engels llamaron la atención acerca del dinamismo de las sociedades capitalistas[35]. Ese dinamismo incluye —e incluso más, consiste esencialmente— en la capacidad de desembarazarse, si hace falta, del patriarcado, la religión, la sacralidad de la familia tradicional, etc. En este sentido, la versatilidad que constata Hartmann o Fraser no es más que una consecuencia de que en el capitalismo todo pueda ser objeto de transacción y, en consecuencia, quede librado en su valoración moral a la estimación de las partes contratantes. Pateman ha visto, con razón, en la propiedad sobre sí mismo y en la teoría del contrato —i.e., en la idea de que el consentimiento constituye el origen y medida de la autoridad— los principios de la sociedad capitalista moderna[36]. Sin embargo, yerra largamente al considerar que tales principios requieren, para su afirmación, del patriarcalismo[37]. Por el contrario, el principio de la propiedad sobre sí mismo y la teoría del contrato socavan, quiérase o no, el patriarcalismo porque sustituyen un principio de autoridad natural o teológico —el patriarcal— por otro consensual. Basta la mera extensión de esa lógica a las relaciones entre los sexos para que la idea de la subordinación «natural» de la mujer quede privada de sustento[38].
De más está decir que, del mismo modo que los principios de la propiedad sobre sí mismo y el contrato son incompatibles con el patriarcalismo, lo son también con los principios esencialistas que proscriben las sexualidades en virtud de su supuesta «perversidad» natural. La heterosexualidad normativa necesita, sin embargo, de principios esencialistas de ese tipo. Dado, por otra parte, que los principios de la propiedad sobre sí mismo y las relaciones contractuales son también los de la utopía libertaria, no solo resulta posible afirmar, con Schumpeter, que el feminismo constituye un fenómeno «esencialmente capitalista»[39], sino que la aceptación (gradual) de las identidades queer también lo es[40].
Lo que explica el desacople de capitalismo y heterosexualidad obligatoria es, en último término, la instauración del principio del consentimiento y de la primacía de la elección individual como criterio de legitimidad de los afectos. El peso de la «naturaleza» en las sociedades capitalistas es cada vez menor y, a la larga, no solo innecesario sino también insostenible. El desplazamiento del criterio de que el deseo es lícito o de que una relación sexual es lícita cuando su objeto es el «adecuado» o «proporcionado»[41], por el criterio de que lo son cuando no dañan a otros o, lo que es lo mismo, descansan en el mutuo consentimiento, explican la tolerancia cada vez mayor en favor de las relaciones homosexuales y de las identidades queer y, a la inversa, la indignación creciente ante los matrimonios arreglados o formas de sexualidad no consentida[42].
Así las cosas, cabe afirmar que el capitalismo tiene, si se quiere, de dulce y de agraz: convierte las relaciones en objeto de transacciones, pero, en la misma medida y por el mismo motivo, socava los principios patriarcalistas, esencialistas y naturalistas en que descansan las creencias de la heterosexualidad obligatoria[43]. Por esta razón, si los principios del libertarianismo aprovechan o, al menos, pueden dar cuenta del capitalismo[44]; y si es cierto también, como dice Butler, que «los momentos más prometedores se producen cuando un movimiento social halla su condición de posibilidad en otro» (Fraser y Butler, 2016: 74), entonces la posibilidad de un libertarianismo queer es enormemente prometedora, pues este halla su condición de posibilidad en aquel. En efecto, en la utopía libertaria, la heterosexualidad seguirá siendo, seguramente, ampliamente mayoritaria, pero habrá perdido su aura de sacralidad. Será una preferencia, no una norma. Una preferencia más entre tantas otras.
Llegados a este punto, permítasenos precisar nuestra definición de la utopía libertaria para decir que es aquella en que la vida de cada persona no es más que lo que ella ha escogido para sí. En tal utopía, el consentimiento es la medida de la legitimidad de las relaciones sociales (cada persona se relaciona únicamente con aquellos que ha decidido libremente relacionarse, y viceversa) y el contrato el medio por el que esas relaciones se constituyen. Por consiguiente, en una utopía libertaria y queer todas las prácticas e identidades sexuales están determinadas por las elecciones libres de sus ciudadanos; en ella no hay prácticas o identidades en la que sus ciudadanos no puedan reconocer sus propias elecciones libres o, lo que es lo mismo, no puedan reconocerse a sí mismos.
Esta formulación permite ahora distinguir más claramente el libertarianismo queer del feminismo político de la igualdad u otras clases de feminismo o utopías queer. El libertarianismo queer, al igual que un hipotético feminismo libertario, se encuentran en las antípodas de aquellas teorías o movimientos que sostienen que «el feminismo no puede articularse sobre el discurso de la libre elección (De Miguel, 2015: 340)»; rechazan la idea de que el consentimiento no es más que una coartada para cohonestar discursos de dominación o estrategias de renovación del patriarcado heterosexista. Rechazan por tanto la idea de que «el salvoconducto falsario con el que justificar el deseo vendrá de la mano del uso casi obsceno del indeterminado jurídico del “consentimiento”, que se aplica a modo de «velo de la ignorancia» para no considerar circunstancias sociales, económicas, culturales o raciales de quien supuestamente concede» (Miyares, 2021: 231).
Y la rechazan, no porque no pueda ser cierto que bajo ciertas condiciones, incluso muy persistentes, la apelación a la voluntariedad o el consentimiento «pueden entenderse como los nuevos mecanismos de alienación, subjetivos o contractuales, de la producción cultural del deseo» (ibid.: 234). La rechazan porque la aproximación de ese feminismo igualitario escamotea la importancia de la voluntariedad como criterio de legitimación de las relaciones y posterga sine die la oportunidad para consentir. A diferencia de los feminismos o teorías queer igualitarias (o socialistas o comunitaristas), la utopía queer y el feminismo de inspiración libertaria no rechazan la libertad y el consentimiento como principios legitimadores y orientadores de la praxis política, ni confunden la validez de tales principios con la concurrencia o no de las condiciones idóneas para su ejercicio o aplicación. Puede que, en efecto, ciertas condiciones no sean propicias para el ejercicio de la libertad, pero de ese hecho no se sigue que el consentimiento y el contrato sean un ardid; lo que se sigue es que deben crearse las condiciones en las cuales consentir y elegir tengan sentido.
Sin embargo —y para ser justos con el feminismo igualitario y otros en su línea— el problema de las condiciones en que se ejerce la libertad de elección constituye, en efecto, uno de los mayores obstáculos para un matrimonio feliz entre la utopía libertaria y la utopía queer. La concepción puramente formal de libertad del libertarianismo —que no del neoliberalismo, que es más amplio que el libertarianismo— prescinde de las condiciones materiales del ejercicio de la libertad y, por tanto, podría en los hechos funcionar como un pretexto para la dominación o alienación. Tal concepción meramente formal está explicada en los siguientes pasajes de ASU:
Algunos lectores objetarán que yo hable frecuentemente de intercambios voluntarios sobre la base de que algunas acciones (por ejemplo, trabajadores que aceptan una posición asalariada) no son realmente voluntarias, porque una parte se enfrenta a opciones severamente limitadas, en que todas las demás son mucho peores que la que escoge. Que las acciones de una persona sean voluntarias depende de lo que limita sus alternativas. Si los hechos de la naturaleza lo hacen, las acciones son voluntarias. (Puedo voluntariamente caminar hasta algún lugar al que yo preferiría volar sin ninguna ayuda). Las acciones de otras personas ponen límites a las oportunidades disponibles de uno. Si esto hace la acción no voluntaria, depende de si los otros tienen el derecho de actuar como lo hicieron (Nozick, 1988: 255).
Un poco más adelante Nozick añade: «Z se enfrenta a la alternativa de trabajar o morirse de hambre; las selecciones y acciones de todos los demás no se suman para dar a Z alguna otra opción, (Él puede tener varias opciones acerca de qué trabajo tomar) ¿Escoge Z trabajar voluntariamente? (¿Lo hace en una isla desierta alguien que debe trabajar para sobrevivir?)» (ibid.: 255).
Al hacer abstracción de las condiciones en que tiene lugar una elección e identificar la involuntariedad con la coacción (o, a la inversa, la voluntariedad con la ausencia de coacción), la concepción libertaria nivela las elecciones que se realizan por o bajo el apremio de la necesidad con aquellas que se realizan libres de ese apremio. Así, por ejemplo, y en conformidad con la concepción libertaria de la voluntariedad, el ejercicio de la prostitución por parte de personas trans a las que nadie contrata para un trabajo formal debería ser considerada una elección libre, tan libre como la celebración de cualquier otro contrato. Otro tanto cabría decir, por ejemplo, de las propuestas sexuales a las que una mujer accede para no perder su trabajo u otras situaciones semejantes.
Dicho de otro modo, el libertarianismo opera con una concepción binaria del acto voluntario, que opone voluntariedad e involuntariedad y desestima —al menos para efectos de formular su propia teoría de la justicia— las posibilidades intermedias. Esta concepción binaria deja fuera, por tanto, lo que Aristóteles llamaba «actos mixtos» de voluntario e involuntario, es decir, aquellos actos híbridos en que el querer del agente se encuentra dividido y, en consecuencia, quiere y no quiere hacer algo, al mismo tiempo. Aristóteles pone el ejemplo de aquel que decide tirar la carga por la borda en una tormenta. Y respecto de estas dice, primero, que «se parecen más a las voluntarias, ya que son preferibles en el momento en que se ejecutan» para añadir, sin embargo, después: «Aunque quizá en un sentido absoluto sean involuntarias: nadie, en efecto, elegiría ninguna de estas cosas [i.e., obrar de cierta manera por temor a mayores males, estar en una tormenta, etc.] por sí mismo»[45].
El feminismo y la teoría queer han llamado sistemáticamente la atención acerca de las condiciones que lastran la voluntariedad de las mujeres y las personas LGBTIQ+ (i.e., acerca de las situaciones que —dicho aristotélicamente— ponen de modo sistemático a las mujeres y personas LGBTIQ+ en la situación de tener que obrar con voluntad mixta). Esas condiciones dificultan la posibilidad de que una persona se reconozca en sus propias elecciones. Esa dificultad dota de sentido la afirmación de Ann E. Cudd de que «la propiedad sobre sí mismo es una identidad privilegiada que no es alcanzable por todos» (2017: 133). Sin embargo, la propiedad sobre sí mismo es un principio normativo y no una descripción psicológica o sociológica acerca del origen o estado del «yo». Como tal, y contrariamente a lo que sostienen sus críticos, no supone ni requiere de un atomismo o solipsismo social, o no más que la proposición que afirma que cada persona debe tener la última palabra sobre su propia vida[46]. Por esa razón es preciso insistir en la distinción entre la validez de un principio y sus condiciones de aplicación. La concepción puramente formal de libertad del libertarianismo determina un cierto particular conjunto de condiciones como suficientes para la satisfacción del principio: la no coacción. Con todo, puede aceptarse el principio y rechazar, al mismo tiempo, una determinación tan estrecha de sus condiciones de aplicación como las que el libertarianismo describe[47]. Así, por ejemplo, puede admitirse el principio de la propiedad sobre sí mismo, pero, al mismo tiempo, rechazar la afirmación de que la relación sexual a la que una mujer ha accedido para no ser despedida es voluntaria simpliciter.
Una vez distinguidos estos dos problemas —la validez del principio de la identificación de las condiciones para tenerlo por cumplido—, es claro que una utopía queer (o una utopía feminista) no necesita denunciar o renunciar al principio libertario de la propiedad sobre sí mismo aun cuando, por otra parte, le parezca inadecuada la concepción de libertad estrictamente formal del libertarianismo. De hecho, la denuncia o rechazo de ese principio sería contraproducente, pues socavaría las pretensiones emancipadoras que precisamente la inspiran.
Así las cosas ¿cómo podría arreglarse un matrimonio entre el libertarianismo y la teoría queer (o el feminismo), por lo que a este problema respecta? El libertarianismo tendría que hacer concesiones. La identificación de la libertad con la no coacción se explica por la convicción de los libertarios de que el reconocimiento de la libertad positiva pone, a la larga, en riesgo las libertades individuales. Sin embargo, no se puede consistentemente abogar por la libertad formal (o negativa) sin conceder al menos alguna importancia a las condiciones materiales del ejercicio de la libertad (o, dicho de otro modo, a la libertad positiva). Un ejemplo de ello lo ofrece precisamente la justificación de la propiedad: tal justificación parte del hecho de que necesitamos de ciertos bienes materiales para poder obrar. Pero si se considera que la propiedad es una condición (o un modo de satisfacer una condición) para el ejercicio de la libertad, ¿por qué no admitir que ese es también el caso de otras instituciones o derechos? Por ejemplo, las requeridas para afirmar razonablemente que el consentimiento prestado a una relación sexual es libre y voluntario.
Nozick pone el ejemplo de Z, que «se enfrenta a la alternativa de trabajar o morirse de hambre». Como veíamos, él cree que la decisión de Z será, en cualquier caso, «voluntaria», aun cuando, en realidad, es más plausible considerarla como mixta de voluntaria con involuntaria. Lo mismo ocurre si fuera el caso de que Z se enfrentara a la alternativa de acceder a las proposiciones sexuales de su jefe o morirse de hambre. En ese caso es igualmente implausible hablar de una relación sexual libre y voluntaria, aun cuando, por otra parte, no fuera el caso que hubiera propiamente una violación. La omisión de la voluntariedad mixta obliga (al menos teóricamente) a los libertarios a desechar abusos sexuales como el del ejemplo constituyan un atentado contra la libertad personal. De hecho, esa omisión los puede llevar a desestimar a priori todas las conductas de acoso sexual que no supongan coacción física. Pero la disyuntiva que tipifica los actos como «violación o nada» es muy gruesa, y deja la propiedad sobre el propio cuerpo de las víctimas de esos actos a merced de los acosadores, chantajistas, etc. Pero, más allá del modo en que deban calificarse tales actos, lo cierto es que no resulta convincente considerar las condiciones materiales para el ejercicio de la libertad a la hora de justificar la propiedad y desecharlo, en cambio, al momento de tratar la libertad contractual o la libertad sexual. La admisión del concepto de «voluntad mixta» permite evitar esta asimetría y evitar, por lo mismo, conclusiones contraintuitivas como las descritas a propósito del ejemplo de Nozick[48]. A través de ella, la utopía libertaria estaría en condiciones de ofrecer un horizonte en el que la vida de las personas LGBTIQ+ no solo estuviera libre de coacción sino, además, libre de los apremios de la necesidad y la precariedad a que normalmente se ven empujados en virtud de mecanismos informales de subordinación.
De ser correcto, este argumento permitiría limar las asperezas que existen entre el libertarianismo, por una parte, la teoría queer (y el feminismo), por otra. Ese sacrificio podría tal vez parecer oneroso a los libertarios. En cierto sentido lo es, pues relativiza algunos de sus principios y lo acerca al liberalismo clásico. Sin embargo, tal relativización puede resultarle ventajosa, máxime cuando, conforme a su mismo ideal —la libertad— no resulta deseable facilitar o consentir que algunos se aprovechen o saquen partido de las condiciones adversas o desventajosas de otros. Si la libertad es el ideal, entonces ha de quererse también que todos puedan elegir libres del lastre de la necesidad. En este sentido, la utopía libertaria tiene mucho que ganar de su alianza con el feminismo o la teoría queer.
La reflexión llevada a cabo hasta aquí muestra que la utopía libertaria y la utopía queer son mucho más compatibles de lo que prima facie cabría suponer. En la utopía libertaria es factible ampliar los límites de lo posible, por lo que a las identidades de género se refiere. Tal vez esa posibilidad no desmiente la conexión que Butler quiere hacer entre las condiciones de producción y las condiciones de reproducción. Sin embargo, sí desmiente el significado que ella le atribuye. Pero, más allá de eso, ¿qué supone para la utopía queer que el capitalismo no requiera para su éxito de la heterosexualidad obligatoria? Por un lado —y de cara a los propósitos de esta investigación— supone que dicha utopía es compatible con la utopía libertaria. Quizás incluso hasta un punto insospechado. Por otro, que la utopía queer no necesita esmerarse por la desaparición del capitalismo, aun cuando pueda denunciar aspectos puntuales de la utopía libertaria y del capitalismo «realmente existente». Más aún, las denuncias que pueda hacer —en tanto que utopía queer— por el funcionamiento del capitalismo, carecen realmente de potencial revolucionario, aun cuando no estén desprovistas de potencial crítico. Esto permite suponer, por una parte, que la relación entre la utopía queer y el socialismo o el marxismo es puramente accidental y, por otra, que su potencial subversivo parece ser eficaz allende la economía política. En este sentido, las posibilidades de un matrimonio feliz entre libertarianismo (o liberalismo) y teoría queer no parecen —al menos— ser peores que las posibilidades entre un matrimonio entre esta última y el socialismo.
Pero tal vez la principal fuente de desavenencias entre el libertarianismo y la teoría queer (y/o el feminismo) provengan del concepto puramente formal de libertad del primero: tal concepto encubriría las estructuras que lastran la libertad de las mujeres y personas LGBTIQ+. Por eso, si la boda ha de celebrarse, es preciso que el libertarianismo tome en cuenta las condiciones concretas en que se ejercita la libertad. Eso le supondrá renunciar a parte de su ensoñación utópica. Le supondrá, asimismo, transitar hacia el liberalismo clásico, que, por ejemplo, sí ha tenido alianzas felices con el feminismo, como testimonian los casos de Wollstonecraft o Mill. El examen del significado y los detalles de ese tránsito deberán quedar para otra ocasión. Por el momento baste con reconocer que ningún matrimonio prospera sin renuncias recíprocas.
[1] |
El siguiente trabajo forma parte del proyecto Fondecyt regular n.º 1200370. El autor agradece/ Agradezco las sugerencias y comentarios de Valentina Verbal, Gabriela Rossi y Pía León. |
[2] |
La teoría queer es posterior al libertarianismo, cuya versión más sofisticada se encuentra en Anarquía, Estado y utopía (en lo sucesivo abreviado como ASU) de Robert Nozick. El concepto de «género» aparece en el feminismo en 1970, con el libro Política sexual de Kate Millett. Sin embargo, demoró casi dos décadas en afincarse dentro de dicha corriente. Para el desarrollo del género como categoría de análisis, cf. el trabajo ya mencionado de Kate Millett (2017). También Gayle Rubin (1986) y los trabajos de Judith Butler, que son hoy referencias obligadas en el tema. |
[3] |
Esto también es cierto para importantes autoras feministas como, por ejemplo, (Pateman, 1995: 101). |
[4] |
Hago referencia aquí —y en el título— al célebre artículo de Hartmann «The Unhappy Marriage of Marxism and Feminism» (1981). La versión española se encuentra en (1996). |
[5] |
La discusión y el activismo político no propician tampoco esa posible síntesis. Los libertarios militantes suelen escorar hacia la Alt-right, es decir, hacia la nueva derecha radical, identitaria y contraria a la diversidad sexual. Para una explicación general de la derecha Alt-right, cf. (Hawley, 2018: 7 y ss.). Del mismo modo, gran parte del feminismo militante y de los movimientos LGBTIQ+ comprenden, en mayor o menor medida, sus propias reivindicaciones como parte de lo que, en términos tan generales como vagos, se puede llamar «la izquierda». |
[6] |
Para algunas autoras se trataría más bien de un hijo bastardo del feminismo, cuando no de una impostura. Cf., por ejemplo, Miyares (2021). |
[7] |
La teoría queer puede entenderse como «la elaboración teórica de la disidencia sexual y la deconstrucción de las identidades estigmatizadas, que a través de la resignificación del insulto consigue reafirmar que la opción sexual distinta es un derecho humano» (Fonseca Hernández y Quintero Soto, 2009: 43). |
[8] |
El concepto de «utopía» es equívoco. La definición amplia adoptada aquí no pretende negar esa equivocidad. Para un examen de los distintos sentidos del concepto de utopía, así como de sus diferentes funciones y usos, cf., por ejemplo, Levitas (2011). |
[9] |
Del hecho de que Nozick sea el único autor libertario que reivindica la utopía no se sigue que no pueda leerse en clave utópica (o distópica) a otros libertarios. Para las derivas distópicas del libertarianismo y del anarcocapitalismo cf. Schwember (2019, 2020). Aquí prescindo de autores como Rothbard o Hoppe, que son conservadores y/o han adoptado un discurso contrario a la diversidad sexual. La adscripción del último al libertarianismo es, por lo demás, altamente discutible. Cf. al respecto Schwember (2019). |
[10] |
Distintas utopías queer posibles se ofrecen en Jones (2013). Con todo se trata allí, en rigor, más de heterotopías que de utopías. |
[11] |
Con todo, cabría hacer ciertas precisiones acerca de la relación entre libertarianismo y capitalismo. El libertarianismo no defiende el «capitalismo realmente existente»; defiende lo que podría denominarse «capitalismo utópico». Nozick, por ejemplo, apunta a la diferencia entre ambos en (1992: 222-223) |
[12] |
Entre la redacción y la corrección de este trabajo apareció el libro de Alicia Miyares Distopías patriarcales. Analisis feminista del «generismo queer». De modo inesperado, ese libro confirma y desafía, al mismo tiempo, la tesis que aquí propongo: Miyares defiende la conexión entre «neoliberalismo» y teoría queer, pero en lugar de ver en dicha conexión una posibilidad utópica, ve una amenaza distópica. Más precisamente, Miyares sostiene que la teoría queer alentada por el neoliberalismo es la distopía patriarcal para el «feminismo político de la igualdad». Por otra parte, la continuidad entre el neoliberalismo y el «generismo queer» se podría advertir en la exaltación unilateral de la subjetividad, el atomismo y el relativismo de este último. La discusión pormenorizada de las tesis de Miyares excede los límites de este artículo y deberá quedar, por tanto, para otra ocasión. |
[13] |
Cf., por ejemplo, Popper (2006: 173 y ss.) o Berlin (2013: 21 y ss.). |
[14] |
Así lo entiende por ejemplo Aristóteles en Pol. 4, 1323a14-20 (2005). |
[15] |
Tomo el concepto de Misseri (2011). |
[16] |
Es claro que la metautopía libertaria es además una utopía en otros sentidos diferentes al indicado por el propio Nozick. Por ejemplo, lo es también en la medida en que parte del supuesto fuerte e improbable de que los miembros o microutopías no liberales aceptarán la racionalidad del marco y del principio de la adhesión voluntaria a las comunidades que dicho marco supone. La aceptación pacífica de la constitución libertaria del Estado supone también que renunciarán a disputar al libertarianismo su preeminencia o hegemonía. Todo esto quiere decir —y este es el rasgo más decisivamente utópico de la metautopía de Nozick— que las diferentes comunidades se contenten con permanecer reducidas a microutopías y no intentarán tomar el control del Estado, ni siquiera por medios legales, para imponer o promover su propia concepción del bien. O, dicho de otro modo, que renunciarán a la política (entendida ahora de un modo puramente realista o agonal como la competencia por el poder) para contentarse con una administración libertaria (y teóricamente imparcial) del poder. |
[17] |
Butler (2016: 226). |
[18] |
Otro punto de partida para la utopía queer podría encontrarse en el pasaje en que, después de examinar la política y la utopía feminista a que dan lugar los trabajos de Lévi-Strauss y Freud, Gayle Rubin formula su propia utopía feminista en los siguientes términos: «Personalmente, pienso que el movimiento feminista tiene que soñar con algo más que la eliminación de la opresión de las mujeres: tiene que soñar con la eliminación de las sexualidades y de los papeles sexuales obligatorios. El sueño que me parece más atractivo es el de una sociedad andrógina y sin género (aunque no sin sexo), en que la anatomía sexual no tiene ninguna importancia para lo que uno es, lo que hace y con quién hace el amor» (Rubin, 1986: 135). |
[19] |
Un examen acerca de los conceptos de «livability» y «life» en la obra de Butler, su continuidad e implicancias, puede encontrarse en Zaharijević y Milutinović Bojanić (2017). |
[20] |
Butler (2016: 48). |
[21] |
Para el concepto de «violencia normativa» en Butler, cf. Chambers Carver (2008: 77 y ss.). |
[22] |
«La hipótesis prevaleciente de la integridad ontológica del sujeto antes de la ley debe ser entendida como el vestigio contemporáneo de la hipótesis del estado de naturaleza, esa fábula fundacionista que sienta las bases de las estructuras jurídicas del liberalismo clásico» (Butler, 2016: 48). |
[23] |
Por eso afirma Nozick que las restricciones libertarias (i.e., los derechos naturales libertarios) reflejan el principio kantiano subyacente que manda tratar a las personas como fines y no como meros medios (Nozick, 1988: 43) |
[24] |
Se trataría, claro, de una condición necesaria, pero no suficiente, pues, después de todo, una persona aún puede desperdiciar su vida. |
[25] |
Fichte, GA I/3, 380. |
[26] |
Butler (2006b: 60). |
[27] |
«Así, si la violencia se ejerce contra sujetos irreales, desde el punto de vista de la violencia no hay ningún daño o negación posibles desde el momento en que se trata de vidas ya negadas […]. La desrealización del “Otro” quiere decir que no está ni vivo ni muerto, sino en una interminable condición de espectro» (Butler, 2006b: 60). |
[28] |
Por ejemplo, la utopía libertaria no requiere ni presupone la interpretación ideológica de la psicología evolucionista que analiza Susan Mckinnon en McKinnon (2012). De hecho, tal interpretación es —por emplear la expresión rawlsiana— una «doctrina comprehensiva» que cae fuera del marco de la utopía libertaria. |
[29] |
En la utopía libertaria podría perfectamente haber comunidades contra-sexuales como las que define Preciado. Varios de sus «principios de la sociedad contra-sexual» son total o parcialmente compatibles con la constitución del Estado mínimo. La formulación del artículo 5, por ejemplo, resulta intachable (o casi) desde un punto de vista libertario: «Toda relación contra-sexual será el resultado de un contrato consensual firmado por todos los participantes. Las relaciones sexuales sin contrato serán consideradas como violaciones […]. La sociedad contra-sexual instituye la obligación de prácticas contra-sexuales, organizadas socialmente en el seno de grupos libremente compuestos a los que cualquier cuerpo parlante puede incorporarse. Cualquier cuerpo tiene la posibilidad de rechazar su derecho a pertenecer a una o varias comunidades contra sexuales» (Preciado, 2002: 31-32). |
[30] |
La medicina y la psiquiatría han intentado ocupar el lugar que dejó vacante el derecho con la racionalización del derecho penal. Para una denuncia libertaria en contra del poder policíaco que se ha arrogado la psiquiatría, cf. Szasz (1981). |
[31] |
Cf. Fraser y Butler (2016). |
[32] |
Un ejemplo contemporáneo de ese conservadurismo de izquierdas puede encontrarse en Fusaro (2020). |
[33] |
Dos ejemplos históricos de cómo el acceso al consumo y al mercado laboral supuso el principio de un reconocimiento para las mujeres, la desestabilización de los roles de género y la ruptura de la dicotomía público-privado o producción-reproducción, pueden encontrarse en Morcillo (2008, 46-76) y Dussaillant Christie (2011). |
[34] |
Ya Hartmann llamó la atención acerca de esta versatilidad: «Si el primer elemento de nuestro argumento acerca del rumbo del desarrollo capitalista es que el capital no siempre es todopoderoso, el segundo es que el capital es tremendamente flexible» (1996: 20). Aunque su visión del mercado y del capitalismo es demasiado lineal, Ana de Miguel es de la misma idea: «Más bien parece que capitalismo y patriarcado juegan muy a gusto en el terreno de las disidencias sexuales y las tornan sin problemas en productos rentables para el negocio de la industria del sexo» (2015: 310). |
[35] |
«La burguesía no puede existir sin revolucionar continuamente los instrumentos de producción, esto es, las relaciones de producción, esto es, todas las relaciones sociales» (Marx y Engels, 2001: 45). |
[36] |
Pateman (1995). |
[37] |
Pateman confunde sistemáticamente el establecimiento o dilucidación de un principio con la aplicación consistente del mismo. Así, por ejemplo, es cierto que Locke o Kant adherían a concepciones patriarcalistas, pero no es en absoluto cierto ese patriarcalismo sea esencial a la teoría del contrato. |
[38] |
Esa extensión es la que, por su parte, hace Mary Wollstonecraft en su célebre Vindicación de los derechos de la mujer. En buena medida, la historia del feminismo teórico puede ser visto como ese ejercicio de extensión. Y esa esa extensión, además, la que ha ido mermando la dominación masculina en las sociedades que, grosso modo, han adoptado el principio del contrato. Para una defensa feminista del capitalismo cf. el capítulo de Cudd (Cudd y Holmstrom, 2011). |
[39] |
Schumpeter (2015: 241). |
[40] |
Con esto no se quiere afirmar que tales identidades solo pueden ser reconocidas bajo esos principios. Solo se quiere afirmar que tales principios son propicios para ese reconocimiento. Ello no obsta, sin embargo, a un eventual reconocimiento por razones diferentes, incluso teológicas o en virtud de cierta interpretación teológica. |
[41] |
Para un ejemplo de este tipo de concepción, cf. Tomás de Aquino, ST., II-IIae, q. 154, a. 11 (1956). |
[42] |
Lipovetsky (2000: 58 y ss.). |
[43] |
Desde una perspectiva libertaria podría formularse el punto de modo aún más favorable al capitalismo: el capitalismo no convierte por primera vez las relaciones amorosas en una transacción; tal carácter transaccional le precede. El capitalismo simplemente modifica los términos en que esta se celebra. Así, mientras en las sociedades pre-capitalistas se trata de una transacción tribal, en la que los esposos tienen poca o ninguna capacidad de decisión (matrimonios arreglados por los patriarcas de las familias), en las sociedades capitalistas se trata de una transacción que libremente celebran las partes que resultan obligadas por ella (los novios deciden unirse a partir de sus inclinaciones, afinidad, amor romántico, etcétera). |
[44] |
El capitalismo es un sistema económico histórico; el libertarianismo es una filosofía política, de modo que la equivalencia hecha aquí (y que suelen hacer los libertarios también) es problemática. Tal vez puede evitarse ciertos problemas diciendo que el libertarianismo contiene los principios para una concepción ideal (o idealizada, si se quiere) del capitalismo. |
[45] |
Aristóteles, EN, 3, 1110a11-19 (1994). |
[46] |
Cudd repasa las interpretaciones más corrientes de la propiedad sobre sí mismo. Ella misma participa de la confusión de muchas de esas interpretaciones, al atribuirle a la propiedad sobre sí mismo un sentido histórico o sociológico que en realidad no tiene. Por otra parte, la sociabilidad, la necesidad de otros, etcétera, están presupuestas en la filosofía libertaria. |
[47] |
Seguramente podrían rastrearse las diferentes concepciones del liberalismo (clásico, libertario e igualitario) hasta las diferencias en torno de la delimitación adecuada de esas condiciones de aplicación. |
[48] |
El concepto de «voluntad mixta» permite afinar la posición libertaria en materia de libertad sexual, del mismo modo que permite afinarla en materia de justicia distributiva. Por esa razón podría establecerse una analogía entre las consideraciones que aquí se han hecho acerca del consentimiento sexual y el así llamado «libertarianismo suficientarista», que admite la posibilidad de la justicia distributiva a partir de la existencia de esa forma de voluntad: en ambos casos se trata de asegurar la voluntariedad plena de las partes involucradas, y no tan solo su libertad formal. Al respecto se puede consultar (Schwember, 2017, 2018). |
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