Casi podría ponerse una fecha al comienzo del ciclo sostenido de recepción de la historia de conceptos en el ambiente académico español. Dejando de lado la temprana traducción de la obra de Reinhart Koselleck Crítica y crisis en 1965, el inicio de la incorporación atenta de su trabajo y con él de la llamada Begriffsgeschichte se situaría mediada la década de los ochenta. Aunque sería más razonable hablar de una serie de tanteos, sustanciados en textos de carácter divulgativo y en traducciones de sus trabajos, que fueron dejando lentamente un poso que terminó con el paso de los años, en torno al cambio de siglo, por servir de estímulo a proyectos sistemáticos de investigación.
Por otra parte, es conocido que la semántica histórica, sobre todo en su variante germana, enlaza con especial insistencia la reflexión teórica con la investigación empírica, constituyéndose en una suerte de punto de encuentro de aproximaciones de corte filosófico, lingüístico e historiográfico, lo que tiene su reflejo en el perfil intelectual, más filosófico en un caso, más historiográfico en el otro, de los estudiosos que han dialogado con las aportaciones de la historia de conceptos y utilizado sus recursos heurísticos.
La obra que aquí reseñamos forma parte de la fase de aprovechamiento creativo de la recepción de esta corriente, insertándose en la segunda de sus manifestaciones. Un enfoque que, en cierto modo, recoge de modo más integral el potencial de la propuesta koselleckiana. En ese sentido, no se rehúye el abordaje de cuestiones con una fuerte impronta teórica, como son, por ejemplo, la constitución del tiempo histórico y la reflexión en torno a la naturaleza del lenguaje sociopolítico. Pero su tratamiento procura a la vez no perder de vista su necesaria conexión con lo concreto tal y como se encuentra en los vestigios históricos que nos han llegado. De ahí el importante aparato crítico-documental que fundamenta el estudio de los variados temas de los que se ocupa Javier Fernández Sebastián, necesitados de una explicación «densa», es decir, del manejo de una cantidad relevante de fuentes. Al fin y al cabo, el objetivo que anima este libro no es otro que hacer más comprensible el pasado en su alteridad mediante el desarrollo de una conciencia crítica a partir de diversos recursos teórico-metodológicos.
Propósito que se desglosa en las páginas introductorias en dos objetivos interconectados. El primero de ellos se concreta en la intención de abordar una serie de cuestiones fundamentales sobre el estudio del pasado desde la óptica de la historia de conceptos, entendida en sentido laxo. Un trabajo de carácter preliminar que sirve a su vez de fulcro teórico para el segundo de los objetivos, el conocimiento de un tiempo y un espacio determinados: la transición de los imperios luso e hispano hacia la modernidad.
Este libro puede interpretarse, por tanto, como parte de un desarrollo vernáculo de la historia conceptual. Sin embargo, su relevancia va más allá de nuestras fronteras, ya que en buena medida es simultáneamente beneficiario y tributario de un proyecto de investigación de alcance iberoamericano, conocido por el nombre de Iberconceptos. La consonancia de la obra con ese espacio histórico se presenta de forma inequívoca. Su propio título remite directamente a él al tiempo que en sus páginas se señala su entronque con un proceso de apropiación de la historia de conceptos en un marco intelectual mucho mayor que el delimitado por el mundo académico peninsular. De ese modo, el Atlántico luso e hispano entre finales del siglo xviii y el último tercio del xix es, por una parte, objeto de su interés como investigador, a la vez que, por otro lado, es un laboratorio intelectual que en su presente vincula en una red a un nutrido grupo de investigadores iberoamericanos que comparten un proyecto y sus frutos. En esas empresas intelectuales, entre las que destacan por su cercanía temática con el libro recién publicado los dos tomos del Diccionario político y social del mundo iberoamericano (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2009 y 2014), encontramos al autor de este texto jugando un papel central en las diferentes fases de desarrollo, tanto en su concepción e implementación como en la publicación de sus resultados.
La cuestión del espacio territorial, cuya problemática no es ajena al enfoque de la historia conceptual, supone, por tanto, uno de los puntos medulares de esta obra. Como subraya con insistencia su autor, la productividad de una aproximación histórico conceptual radica en parte en la asunción de que el lenguaje no se pliega a las demarcaciones nacionales. En el espacio elegido, la historia compartida a ambos lados del Atlántico está trabada por formas lingüísticas y experiencias hasta cierto punto similares que no se dejan reducir del todo a las delimitaciones que organizaban los territorios de las monarquías hispana y lusa, ni tampoco a las fronteras establecidas por las nuevas entidades políticas que se constituyeron a lo largo del primer tercio del siglo xix. Los límites que estructuran interna y externamente las distintas escalas de los cuerpos políticos del periodo quedan en esta obra supeditados a un tratamiento que intenta superarlos sin anularlos. No se trata tanto de pulverizar esas fronteras como de matizar el papel determinante que habitualmente se les ha atribuido.
Ahondando más en este enfoque, los conceptos y lenguajes en los que estos se articulan no poseen una naturaleza que permita troquelarlos siguiendo fronteras políticas o culturales rígidamente establecidas, legitimando con ello una aproximación solipsista a su realidad. Todo lo contrario. El Atlántico iberoamericano no solo puede contemplarse en este sentido bajo el prisma de su unidad, sino que se encuentra vinculado a la vez con los otros imperios que se extienden por las mismas orillas oceánicas, así como con la historia occidental y a través de ella con la global. No otro es el propósito cuando se ponen en conexión, identificando sus rasgos comunes, las tres grandes revoluciones atlánticas (pp. 310-315).
El resultado de esta perspectiva se despliega en una multiplicidad no jerárquica de modernidades en cuyo estudio el acento no se coloca en el desvelamiento de la génesis intelectual de una modernidad prístina y en los avatares de su difusión, supuestamente caracterizada por corrupciones de diverso grado en el proceso de su transferencia a otras realidades sociales, sino por la asunción de que «los conceptos […] siempre están “en su lugar”» (p. 26). El énfasis, reclama Fernández Sebastián, debe ponerse no solo del lado del productor de textos considerados canónicos, sino también del polo del consumo, de las sucesivas recepciones que con sus lecturas modifican el sentido en contextos concretos. El peso recae en los agentes históricos que seleccionan y hacen suyas algunas fuentes, reformulándolas en función de sus intereses. Con ello, se rompería la tendencia a subalternizar la historia intelectual iberoamericana mediante su inserción en un marco historiográfico posnacional. Una muestra de la aplicación práctica de este enfoque, que persigue alejarse tanto de las cuestiones perennes como de los esquemas interpretativos que reproducen la imagen centro-periferia, podemos encontrarlo en el epígrafe dedicado a exponer las manifestaciones del imaginario legitimador de la república basado en pasajes de la Biblia hebrea (cap. 10).
Aquilatar el valor de esta Historia conceptual en el Atlántico ibérico requiere, por tanto, tener en cuenta estos presupuestos. En este sentido, tal vez su aspecto más sobresaliente radique en ser a día de hoy la obra más cercana a una historia integral de la semántica política en el área iberoamericana. Este rasgo implica un cambio cualitativo en la presentación de los resultados de este amplio campo de investigación, que hasta el momento se había caracterizado por acotar sus estudios, ajustándose al formato de un lexicón de conceptos, con su virtudes y sus limitaciones, y por escoger, especialmente en los últimos años, áreas temáticas delimitadas, como la temporalidad o los lenguajes de la diferencia, entre otros. Faltaba, sin embargo, un discurso historiográfico que aspirase a enlazar la sucesión de aportaciones que se había ido diseminando. Un objetivo no exento de ambición que por la propia naturaleza de su objeto de estudio requiere aunar un amplio conocimiento teórico metodológico e histórico.
Para ello el autor se ve en la obligación de recurrir a un amplio espectro de recursos expresivos utilizados por los agentes históricos del periodo de transición a la modernidad. Metáforas, mitos, imaginarios y, desde luego, conceptos y lenguajes constituyen paradas en el itinerario que Fernández Sebastián dibuja a lo largo de las más de quinientas páginas de su obra con el fin de dilucidar un complejo proceso de ruptura epistemológica que se prolongó durante cerca de un siglo y que estuvo atravesado por dislocaciones y rupturas, pero también por continuidades.
Desde este punto de vista, no nos encontramos, por tanto, simplemente ante una aportación que se suma al creciente número de publicaciones sensibles a la semántica histórica en el mundo académico iberoamericano, sino que su publicación puede interpretarse asimismo como una suerte de hito en el que junto a relevantes aportaciones propias se recoge y dota de una personal visión de conjunto parte de los resultados de un grupo de investigación en activo desde hace ya casi veinte años.
Al mismo tiempo, la particular posición que el autor ocupa en el desarrollo de la historia conceptual en el mundo hispano hace que no sea sorprendente encontrar notas propias de una autobiografía académica. Así lo expresa el propio Fernández Sebastián, al referirse a este libro como un «destilado» de los problemas que ha afrontado a lo largo de este periplo como investigador y organizador del citado proyecto de investigación.
La combinación de este rasgo con las especificidades propias de la materia histórica abordada da lugar a un cruce de géneros en el que podemos encontrar desde la investigación historiográfica caracterizada por un tratamiento exhaustivo de las fuentes hasta elementos ensayísticos, reflexiones teóricas, una parcial autobiografía académica, así como apuntes sobre una historia de la historiografía conceptual en el espacio iberoamericano. Esta pluralidad tiene a su vez su correlato en el abanico potencial de lectores al que va dirigida la obra, que incluye tanto a investigadores e historiadores familiarizados con la teoría de la historia como a quienes se acercan por primera vez a la historia de conceptos.
Antes de pasar a esbozar el contenido de los capítulos en su desarrollo secuencial, consideró de utilidad para la cabal presentación del libro hacer una referencia preliminar al contenido de su subtítulo. La tríada compuesta por las formas plurales «lenguajes, tiempos y revoluciones», una elección gramatical que no es azarosa, opera como un hilo rojo, unifica los diferentes temas tratados y sirve para dotar de sentido a una realidad histórica multiforme y magmática en algunas de sus manifestaciones simbólicas. Sus componentes poseen además un rostro jánico. Por un lado, son nociones con una fuerte carga teórica, que cumplen una función de especial relevancia en la semántica histórica; por otro, son conceptos históricos y constituyen temas presentes en las fuentes, objetos de reflexión de elevado contenido polémico. En esa época, los cambios sociopolíticos que se arremolinan entre el final de la llamada Edad moderna y comienzos de la contemporánea se presentan unidos a una intensa reconfiguración del lenguaje y de la concepción del tiempo, proveyendo parte del material del que están hechas las revoluciones.
Su doble faz como claves interpretativas y formas históricas de la reflexión se plasma así en los seis capítulos del tercer bloque, subdivididos a su vez en dos partes. Lenguaje y tiempo, por un lado, como hebras que se entrelazan en la historia que aspira a escribir Fernández Sebastián y que, como indica el autor, escasean cuando no están ausentes en otras investigaciones del periodo; y «revoluciones», por otro lado, que como categoría remite a un proceso plural que enmarca cronológicamente el libro, lo que no impide que su autor incursione más allá de la transición iberoamericana a la modernidad en ambas direcciones temporales.
El marco temporal escogido, sobre todo las primeras décadas del siglo xix (los años 1808-1810 son descritos como un parteaguas que permite hablar de una revolución conceptual), apunta a una transformación radical de la conciencia histórica de los individuos. En esa época, se habría asistido, en palabras de Fernández Sebastián, a la emergencia de un nuevo régimen de conceptualidad caracterizado por la percepción de la contingencia como atributo del lenguaje. La forma de aprehensión de la realidad y de creación de conceptos políticos habría sufrido un cambio profundo al conceder a una voluntad humana futurocéntrica un papel relevante en un mundo captado como histórico y lingüístico y, por tanto, como modificable.
Pasaré a continuación a exponer de forma general la estructura y el contenido del libro con el propósito de facilitar al lector una idea aproximada de los temas de los que se ocupa. El libro se organiza en tres bloques. La primera parte se ocupa esencialmente de cuestiones teórico-metodológicas, mientras que las dos restantes presentan un cariz más empírico. Concretamente, la segunda aborda una serie de cuestiones generales relativas al tránsito a la modernidad, mientras la tercera, cuya extensión equivale a más de la mitad del libro, trata con detalle un abanico de temas en los que los recursos simbólicos, los ya mencionados conceptos, mitos, metáforas e imaginarios, y los factores temporales constituyen sus ejes.
La primera parte progresa desde la presentación de una serie de cuestiones teóricas básicas de interés para la práctica historiográfica hasta el perfilado de las líneas generales de la propuesta teórica de la historia de conceptos. En este punto, aflora una de los aspectos que mejor caracterizan el enfoque del autor. En este bloque, Fernández Sebastián no se limita a exponer sincrónicamente el armazón teórico de la historia de conceptos, de cuyos recursos se sirve en buena medida. En un giro reflexivo que asume las aportaciones más relevantes de esta corriente, nuestro autor procede a historizar la propia historia conceptual, es decir, a plegar esta teoría sobre sí misma en un sofisticado ejercicio de reflexión teórica e historiográfica que asume la contingencia e historicidad tanto del pasado como la del aparato diseñado para su estudio. En consecuencia, se subraya la inserción del propio historiador en un horizonte de inteligibilidad móvil, lo que sitúa al experto ante una más que probable aporía racional. El resultado es un «historicismo consecuente», lo que constituiría una de las grandes aportaciones del principal impulsor de este enfoque, Reinhart Koselleck (cap. 3).
Esta idea, que late bajo todo el texto, se constituye en una suerte de centro de gravedad al que se remiten expresa o implícitamente todos los capítulos y temas. Expresa cómo un enfoque histórico conceptual procede en un mismo movimiento a despresentificar el pasado y a desnaturalizar el presente. Una toma de posición que implica entender la localización temporal del investigador como un producto contingente del pasado al tiempo que desvela la naturaleza histórica de las categorías clave de las ciencias sociales. En este sentido, Fernández Sebastián identifica una querencia en la historiografía a interpretar como pivotes neutros de la reflexión conceptos como opinión pública, nación, sociedad o liberalismo, elevados al nivel de categorías estructuradoras del conocimiento histórico.
Esta comprensión de la naturaleza del proceso cognoscitivo historiográfico le llevará a criticar en diferentes pasajes el uso sesgado y selectivo del pasado al servicio de fines políticos. Precisamente, una de las principales virtudes de la historia de conceptos radicaría en su opinión en su capacidad para «ponernos en guardia frente a todos esos sesgos, apriorismos y distorsiones» (p. 38). De este modo, se reivindica para el historiador una función que excede la meramente académica para convertirse en una figura que interviene en la esfera pública, proyectando luz sobre los usos actuales de la historia, especialmente frágiles en un marco cultural descrito como intensamente presentista y ahistórico.
Por otro lado, como ya ha quedado puesto de manifiesto, los diversos componentes teóricos y prácticos de la historia conceptual se entrelazan productivamente entre sí, por lo que no cabría hablar de un desarrollo paralelo que permita trazar una línea impermeable que los separe. En Fernández Sebastián, esta observación adquiere la forma de una advertencia propedéutica que se concreta a lo largo del libro mediante la conexión entre los dos ámbitos, enfatizando primero desde el ángulo teórico y posteriormente desde el empírico el leitmotiv de la necesidad de aproximar teoría y práctica. En este sentido, la parte dedicada al compuesto teórico-metodológico de la semántica histórica está jalonada de referencias empíricas y, en correspondencia, el bloque que pone el foco en el cambio de régimen conceptual en los mundos hispanos y lusos presenta constantes alusiones a aspectos que reflexionan sobre cuestiones de teoría y método.
El autor insiste especialmente en el primero de estos elementos, que ha generado tradicionalmente no pocas reticencias, según observa, en muchos historiadores. La reflexión teórica sería así clave en el proceso de adquisición de conocimiento porque prepara el campo de investigación «con vistas a asentar la legitimidad cognitiva de un área del saber, fijar su objetivo y sugerir los medios idóneos para abordarlo» (p. 17). Su utilidad se hace evidente al implicar una sofisticación de la conciencia histórica del investigador que le permitiría esquivar el ubicuo peligro de la retrospección presentista, cargada de anacronismos que oscurecen la alteridad del pasado y, facilitaría, por tanto, la comprensión de la diversidad de mentalidades desarrolladas en el transcurso temporal.
En definitiva, la interpretación verosímil del pasado es complicada, si no imposible, sin el recurso a una serie de categorías analíticas y clasificatorias que posibiliten el traslado del lenguaje de las fuentes al de la disciplina científica. Esas fuentes, añadirá, con las que trabaja la historiografía poseen una naturaleza equívoca, lo que exige someterlas a una hermenéutica textual susceptible de superar la «pantalla mental» o «barrera acústica» que nos separa del pasado y lo hace difícilmente inteligible para el presente (p. 42).
En la exposición del bloque teórico-metodológico, Fernández Sebastián aporta además algunas reflexiones y categorías propias que amplían las herramientas heurísticas disponibles para el historiador, contribuyendo a incrementar la sensibilidad de los recursos analíticos. En esta línea debe entenderse su propuesta de ampliar las conocidas cuatro dimensiones características de la Sattelzeit, que Koselleck presentó de forma paradigmática en su introducción al monumental lexicón de conceptos políticos y sociales. A la democratización, ideologización, politización y temporalización, se sumarían así los rasgos de emocionalización e internacionalización, a los que se dedica un epígrafe (pp. 177-181). Otro ejemplo podemos encontrarlo en el cuarto capítulo con el uso de la categoría «tradiciones electivas», que completaría a su vez los modelos de tradición propuestos por Jörn Rüsen. Su aplicación ayudaría a comprender la naturaleza histórica de las ideologías y la construcción en su seno de una genealogía legitimadora. La modernidad vendría así a ser una rica fuente de tradiciones orientadas al futuro.
Éstas no son las únicas categorías que encontraremos en sus páginas. Otras, como cambio y permanencia, ruptura y continuidad o, en su versión más saturada de historia, tradición y modernidad son también objeto de una confrontación crítica. Categorías que en su uso dicotómico son sometidas a un análisis crítico: la innovación no sería posible sin cierto grado de continuidad, sin una simultaneidad no contemporánea que vincule sincrónica y diacrónicamente el pasado y el presente. La percepción de diferencias y continuidades dependería, en definitiva, de la base epistémica, es decir, de las escalas y categorías de análisis aplicadas (cap. 4).
El segundo bloque, el más breve de los tres, se compone de dos capítulos, que desempeñan una función de gozne entre la primera parte y la tercera, derivada del elevado contenido teórico-metodológico presente en sus páginas. Un contenido que se ve equilibrado mediante el abordaje de dos constelaciones móviles de conceptos, los político-espaciales (política, ciudadano, nación, pueblo, república, democracia) y los menos numerosos histórico-temporales (historia, revolución, progreso, crisis…). Para su exposición, Fernández Sebastián se basa de forma general en los resultados del proyecto de investigación Iberconceptos (cap. 5). Una vía que se retomará más adelante al profundizar en la revolución conceptual del lenguaje político iberoamericano (cap. 8). Junto a la anterior pluralidad de conceptos, se otorga una atención especial al liberalismo. Su complejo espectro semántico y la situación central que ocupa en el lenguaje político de la época justifican que sea calificado como un macroconcepto. En ese mismo capítulo, encuentra además espacio la reclamación de potenciar los enfoques transdisciplinares y transnacionales que den cuenta de la pluralidad de modernidades (cap. 6).
Ya se apuntó más arriba que el tercer bloque era el más extenso. Su mayor amplitud material tiene una traducción en la diversidad de aspectos de los que se ocupa, recogidos bajo la mentada tríada del subtítulo, que sirve también para encabezar esta última parte. Lenguajes, tiempos y revoluciones encuadran una mirada que se desplaza a lo largo de sus capítulos desde la percepción por los coetáneos de un sismo lingüístico en el umbral epocal que analíticamente separa dos regímenes de conceptualidad (cap. 7) hasta el estudio de los conceptos y mitos (cap. 8), sin olvidarse de las metáforas (cap. 9) y los imaginarios (cap. 10). Estos temas, agrupados en la primera de las dos secciones del bloque, preceden a la cuestión nuclear del tiempo, a la que Fernández Sebastián reserva los dos capítulos finales, dedicados respectivamente a la experiencia de la aceleración temporal (cap. 11) y al perfil que comienza a adquirir el futuro en el entramado cultural euroamericano (cap. 12).
Ampliaré de forma somera las principales ideas expuestas en esta segunda mitad del libro. Fernández Sebastián destaca, en primer lugar, como uno de los principales rasgos que impregna el vocabulario político de estas décadas liminares su carácter ambiguo, polémico y constituyente. Nos encontraríamos ante un nuevo marco lingüístico menos vinculado con prácticas sociales que en etapas previas que se presenta como expresión de un conjunto de ideales. En este contexto histórico, proliferaron las acusaciones cruzadas de tergiversación del sentido de las palabras y surgieron nuevos géneros, como los catecismos políticos o los diccionarios satíricos, indicadores de un profundo proceso de transformación.
A pesar de que los conceptos suponen un elemento privilegiado para la intelección de las transformaciones culturales, gracias entre otros aspectos a su capacidad para incorporar como índices y factores los desplazamientos en los regímenes de historicidad, caben pocas dudas de que las fórmulas conceptuales están lejos de agotar el conjunto de recursos expresivos y que la comprensión del decurso histórico exige su inserción en un enfoque más abarcador que considere, además de los lenguajes o discursos, otras manifestaciones que estructuran espacial y temporalmente la realidad humana. Sensible a esta pluralidad de medios, Fernández Sebastián dedica sendos capítulos a los mitos, las metáforas y los imaginarios, completando así la vía a la interpretación del proceso de ruptura epistemológica abierta con el estudio de los conceptos.
Este conjunto de recursos simbólicos aparece vinculado entre sí, además de por su función compensatoria de la contingencia en tiempos inciertos, por su contribución a la construcción desde diferentes ángulos de un marco que hace concebible la existencia de una comunidad política. De este modo, la aurora de la libertad, la revolución, la independencia y el culto a los héroes se constituyen, entre los mitos, en relatos articulados capaces de vincular a los seres humanos. Una eficacia vinculante que también puede predicarse de las metáforas e imaginarios.
Un ulterior rasgo compartido es el atributo de la historicidad, presente en todas estas formas estructurantes de la experiencia humana. Es precisamente esa característica la que permite historizarlos. Siguiendo a Hans Blumenberg, las metáforas son definidas como sustrato y unificadoras del espacio conceptual, haciendo los conceptos más accesibles en un entorno lingüístico caracterizado por su creciente abstracción. Su relación con los conceptos se extendería también a ser origen de muchos de ellos, como puede ejemplificarse con el conocido caso de revolución. En las páginas dedicadas a este tropo, resaltan las que tematizan las grandes metáforas o macrometáforas. El cuerpo político, el mecanismo, la familia y el contrato, también la metáfora de la red, son concebidos como medios que permiten captar de forma oblicua la estructura profunda de la realidad humana en su faceta social y política. Un fondo que permite hacer inteligible el mundo, debido quizá a que escapa a su reducción conceptual.
En el último capítulo de esta sección, dedicado a los imaginarios, Fernández Sebastián escoge dos de ellos como objeto de estudio: la imagen del rey cautivo y la legitimación de la república con argumentos tomados de la Biblia hebrea. Entendidos como rasgos culturales de fondo que establecen la trama en la que se producen los cambios en los tropos y conceptos mediante la atribución de matices emocionales que favorecen su aceptación o rechazo, su investigación permitiría conectar el plano semántico y el cultural.
Llegamos por último al tratamiento del tiempo histórico, probablemente el aspecto más decisivo para trazar la autonomía de la historiografía como disciplina frente a otros campos afines. Ese carácter central, que desde la historia conceptual ha sido incesantemente puesto de relieve, lleva a Fernández Sebastián a dedicar los dos capítulos con los que cierra el libro a explorar con mayor detenimiento la experiencia del tiempo histórico en este periodo de transición. Por un lado, se profundiza en la percepción de la aceleración del tiempo que se produce entre finales del siglo xviii y principios del xix como resultado de la reducción de los lapsos temporales que separan los acontecimientos. Una compresión de la experiencia histórica que va asociada a una idea de futuro, analizada en el último capítulo, secularizada y determinante en las relaciones entre las tres dimensiones temporales. Este «descubrimiento del futuro», cada vez más abstracto y englobante, habría tenido su etapa formativa crucial entre 1808 y mediados del siglo xix.
Las páginas finales retoman la cuestión de la conciencia histórica, ahondando en unas reflexiones que no pueden ser sino diacrónicas. En el epílogo, Javier Fernández Sebastián pergeña un esquema que cronológicamente se centra en dos momentos separados por una arco de doscientos años: una primera fase que inaugura una nueva conciencia histórica en la Iberoamérica del periodo revolucionario, y un segundo momento, nuestro presente, caracterizado por un proceso de transformación de la percepción del tiempo al menos tan radical como el que tuvo lugar dos siglos antes. Estas catas, que coinciden con el surgimiento de la historiografía como disciplina científica y con la disolución, en el polo temporal opuesto, de muchas de sus categorías analíticas y clasificatorias tradicionales, sirven a Fernández Sebastián para reafirmar la historicidad de las herramientas desarrolladas para aprehender la realidad histórica y el carácter contingente de los resultados de su aplicación. Ni siquiera el pasado, el presente y el futuro constituirían desde esta perspectiva nociones universales.
Sin embargo, esta particular conciencia histórica no conduce en este planteamiento a una actitud relativista en la que los límites entre realidad y ficción terminan volviéndose excesivamente difusos. Al menos no con la suficiente intensidad como para escapar a su control mediante dispositivos como la contrastación de las afirmaciones y la existencia de cierto criterio de cientificidad. De este modo, Javier Fernández Sebastián finaliza con un alegato que subraya uno de los objetivos planteados inicialmente: la reivindicación del papel de la teoría y la metodología como instrumentos sustentadores del proceso de verificación y control intersubjetivo de los discursos historiográficos. Teoría y praxis que la semántica histórica se esfuerza en anudar con el fin de hacer para nuestro presente comprensible en su otredad el pasado.
La diversidad de sus temas, que nos lleva de la contribución a la teoría de la historia a la interpretación de un amplio espectro de fuentes, convierte a esta Historia conceptual en el Atlántico ibérico en una referencia que por necesaria resulta ineludible para comprender un periodo formativo y convulso de la historia política, social y también de la historia de la propia historiografía como disciplina científica, dintel de un nuevo marco epistemológico a cuyos estertores probablemente estemos asistiendo. Si hubiese que calificar este libro en referencia a las dimensiones temporales, podría decirse que con él culmina, sin ponerle fin, el pasado de un proceso de investigación en el que lo personal y lo colectivo se entrecruzan, al tiempo que de cara a un futuro próximo coloca la base para posteriores trabajos con similar ambición, que aspiren a un discurso más global que no pierda su asiento en la multiplicidad de lo concreto.