De vez en cuando aparecen libros fuera de lo común, y este es uno de ellos. Por varias razones que ahora diré, La Corte nel contesto es una monografía poco habitual en el panorama bibliográfico europeo sobre la justicia constitucional, y de la que en España podríamos extraer bastantes enseñanzas.
Empezando por el principio, hay que decir que Diletta Tega es una constitucionalista formada y asentada en Bolonia de la mano de Augusto Barbera, que trabajó entre 2011 y 2014 como letrada en la Corte Costituzionale con la jueza Cartabia y que acaba de convertirse en professoressa ordinaria en septiembre de 2021, siendo la primera mujer que accede a una cátedra de Derecho Constitucional en la Universidad de Bolonia. Lo primero que llama la atención sobre el libro objeto de esta recensión es el título, por la referencia al «contexto», y el subtítulo, por el «ri-accentramento» —«ri-accentrare» no sería «recentralizar» sino «situarse en el centro» o, si se prefiere, «recentralizarse uno mismo». Y es que la obra no es uno de los habituales estudios teóricos o dogmáticos sobre la jurisdicción constitucional, sino que la analiza en relación con el contexto institucional y con las dinámicas políticas. Y de ese análisis deduce la autora que en la última década la Corte habría dado un paso adelante para colocarse en un papel institucional más relevante. Veamos ambas cosas.
El libro, como ya se ha dicho, no es un libro de teoría de la jurisdicción constitucional, sino una obra centrada en Italia, sobre su historia y su «contexto», o sea, sobre la praxis de la Corte Costituzionale desde su puesta en marcha en la década de los cincuenta. En ese sentido tengo la impresión que es una obra filoamericana, que se apunta a la tendencia denominada law in context. Solo por eso me parece que el libro es no ya poco habitual o infrecuente, sino muy valioso. Porque en Europa han abundado históricamente los estudios teóricos sobre la jurisdicción constitucional, en general abrumados por la herencia kelseniana, acaso recibida de manera acrítica o demasiado complaciente (solo Francia se libró de ello). Creo que los juristas en muy pocas ocasiones miramos más allá de nuestro cascarón académico, o nos despojamos de dogmas y conceptos. Vamos, que casi nunca hemos estudiado el control de constitucionalidad en relación con el contexto histórico, social o político de cada momento. Tal vez ello pueda tener que ver con que acá en Europa no hemos tenido un hito tan gigantesco como Marbury, y que nunca ha habido tribunales tan activistas como para dinamitar de un día para otro las relaciones sociales y raciales (Brown) o como para rehacer los protocolos de detención policial (Miranda) o para crear de la nada las reglas y requisitos para abortar legalmente (Roe). El caso es que los contextos importan, y que no han sido por lo general muy tenidos en cuenta por los académicos europeos.
Por eso el libro de Tega me parece tan extraordinario. En él se repasa la historia de la Corte desde el inicio de su andadura en 1956, historia entendida como su papel respecto de los partidos, de la presidencia de la República, del Gobierno, del Poder Judicial, de la tutela de los derechos, y también respecto de las opiniones académicas, y más recientemente de la UE en el llamado «diálogo judicial multinivel». El primer capítulo es un pequeño tratado de historia de la jurisdicción constitucional italiana y de cómo fue estudiada por los académicos, y plantea las tres tesis en torno a las cuales se articula el libro. Sigue el cuerpo en sí de la obra, consistente en tres capítulos en los que Tega selecciona tres ámbitos que pondrían de manifiesto el cambio de jurisprudencia de la Corte. Se trata de capítulos relativamente técnicos, no fáciles de descifrar para el lector español porque se refieren a aspectos procesales bastante distintos a los procesos constitucionales españoles: el abandono parcial de la teoría denominada de las rime obbligate (sentencias en las que, por deferencia al legislador, la Corte no anulaba la ley aparentemente inconstitucional, sino que indicaba cuál era la interpretación conforme, lo cual sucedía sobre todo con las leyes penales del periodo fascista), la tendencia a la concentración en la propia Corte de la interpretación del derecho europeo (frente al control difuso derivado de la inaplicación por cada juez de la norma nacional contraria al mismo) y la conocida como ridondanza (que se produce cuando la vulneración, por una ley estatal, de aspectos ajenos a las competencias regionales del título V de la Constitución —por ejemplo principios como la igualdad, derechos fundamentales o reglas presupuestarias— puede ser invocada por las regiones recurrentes como vulneración indirecta de sus competencias y potestades).
Además de poner el foco en el «contexto», el segundo dato relevante es que el libro da cuenta de ese ri-accentramento que la autora vivió de primera mano. Ri-accentramento o «situarse en el centro de la escena institucional» que desde el año 2011 aproximadamente habría consistido, según Tega, en una fiscalización más intensa de las leyes electorales, en un énfasis en los efectos temporales o interpretativos de sus sentencias (abandonando la deferencia en que consisten las rime obbligate), en la ampliación de la legitimación procesal para recurrir ante la propia Corte, en la admisión de la personación de terceros coadyuvantes (lo que los americanos denominan amicus curiae), en la profundización del control de constitucionalidad de las leyes estatales en relación con las competencias regionales, aun cuando estas no hayan sido vulneradas de manera directa (ridondanza). Ri-accentramento significa también algo a lo que en España no estamos demasiado habituados, a saber: concentrar un sistema de justicia constitucional que en Italia está mucho más difuso, como consecuencia de la inexistencia del amparo y de que, como el enjuiciamiento de la Corte sobre las leyes es sobre todo indirecto o incidentale, resulta que la interpretación de los derechos constitucionales es cosa sobre todo de los jueces ordinarios, que dialogan constantemente con la Corte a través de las cuestiones prejudiciales giuidizio incidentale (nuestras cuestiones de constitucionalidad).
Parece pues que la Corte habría optado por dar un paso al frente en el escenario institucional, y a eso se le suele denominar activismo. Curiosamente, en el libro Tega no emplea esta palabra (bueno, lo hace sólo en ocho o diez ocasiones, y casi siempre para referirse no a lo que ella piensa de la Corte, sino a las opiniones de otros autores acerca de la Corte). Tampoco lo hacen otros comentaristas. Ferrarese, recensionando en libro en el primer número de la Trimestrale de 2021, habla de «renovada energía institucional» y de «lógica expansiva». Otros sí se han referido directamente al activismo: Cassese, en una breve reseña del libro de Tega publicada en Il Sole-24 ore del 27 de septiembre de 2020, escribe acerca del «insólito activismo» y del «expansionismo» de la Corte. No me detengo en si la opción de Tega de no emplear el término «activismo» es un mero nominalismo o si obedece a una razón de fondo, pero incluso desde fuera de Italia me parece que es legítimo hablar de activismo para referirse a esta última década de jurisprudencia constitucional en aquel país. De hecho el propio Cassese, que como es conocido fue juez constitucional entre 2005 y 2014, en el libro en el que relata su experiencia en la Consulta (Dentro la Corte: diario di un giudice costituzionale, Il Mulino, 2015) defiende abiertamente el papel activo de la Corte en el escenario político-institucional italiano —le reprochaba al Tribunal del que formó parte haberse en el pasado apartado de la misión, para él esencial, de «juez de las leyes» y en particular de «juez de los derechos», por haber estado más pendiente de asuntos competenciales o territoriales o procesales, y de no entrar en fricciones con otras instancias políticas o jurídicas—.
Sea activismo o sea otra cosa muy similar, cabe preguntarse por las razones para que la Corte haya asumido este nuevo papel. Tega apunta varias: el desorden legislativo, el incremento del denominado «diálogo» europeo —que habría movido a la Corte no sólo a interactuar con Estrasburgo y sobre todo con Luxemburgo, sino a aplicar con más ahínco las directrices europeas—, las lentitudes e inefectividades de otros mecanismos de tutela de los derechos. O incluso la falta de atención de otros actores a la ejecución, efectividad o cumplimiento de las sentencias de la propia Corte. La autora sostiene que esas razones reflejan en realidad la debilidad del sistema político e institucional italiano (en una recensión al libro de Tega publicada en Nomos, n.º 3 de 2020, Ingenito habla en el mismo sentido de «la debilidad de la política» como causa que explicaría el activismo de la Corte). En efecto, esta habría dado un paso al frente como consecuencia de las disfuncionalidades o debilidades de las instancias de representación política, o sea, de algo parecido a lo que Giannini denominó hace muchos años «le inciviltà tipicamente italiane». En la antes citada reseña Cassese menciona también, como motivo que explica o justifica que la Corte o su presidente asuman un papel activo, hacer frente a «le storture — algo así como las sinuosidades — del sistema costituzionale».
Así que ahí es donde confluyen el «contexto» y las razones por las cuales la Corte habría entrado en esa fase activista. Como antes apunté, ambas cosas me parecen lo más destacable de la obra de Tega, y las dos darían para muchas más reflexiones de las que caben en una reseña. Pero creo que sí se puede ahora decir algunas cosas. El activismo, como indica el título mismo del libro, es el contexto, o el trasfondo, en el que se desarrolla el relato de la autora, y sobre ello en Italia, al contrario que en España, se ha debatido bastante. No me refiero sólo a las dudas expresadas por algunos en el momento constituyente (Orlando, y otros juristas menos familiarizados con las por entonces aun recientes doctrinas de Kelsen), sino a una cierta veta de pensamiento si no crítico que por lo menos sí ha reflexionado sobre el papel de la justicia constitucional, como Elia o Crisafulli. Me refiero, entre otras cosas, a algunas ideas más recientes sobre la Corte y su activismo (por ejemplo, Morrone acaba de escribir sobre el «supremacismo» judicial, y antes Zanon, Fioravanti o Barbera habían expresado sus dudas acerca de la capacidad o legitimidad de la Corte para asumir un papel más activo respecto de la discrecionalidad del legislador). Mi impresión es que se trata de una discusión sana, y hasta imprescindible —porque ese debate público es, en términos prácticos, el único contrapeso interno o nacional que tienen los tribunales constitucionales europeos—. Entiéndaseme bien, no digo que haya que volver a Bickel, o al minimalismo descrito por Sunstein, ni que haya que sumarse a los singulares llamamientos que Tushnet o Kramer han hecho al «constitucionalismo popular». A lo que me refiero es a que todos en Europa deberíamos mirar con ojos distintos a nuestros tribunales constitucionales, no dando por bueno per se lo que muchos están empezando a denominar imperialismo judicial (también de Estrasburgo o de Luxemburgo). O por lo menos no dándolo por bueno sin tener presente a Bickel y a sus muchos detractores, o sin hacer el ejercicio que hace en este libro Tega de tener en cuenta aspectos no jurídicos, o, como dice Cassese en la reseña, «no de aséptico derecho» —y así en las pp. 96 o 311 la autora defiende abiertamente que se puede y se debe hablar de la «politicidad» de la Corte—.
En esta «politicidad», y en la búsqueda de legitimación social y popular que la Corte habría conscientemente emprendido, es donde esta ha encontrado el caldo de cultivo para su nuevo activismo. En concreto, la defensa de los derechos fundamentales ha sido, según Tega, el pretexto o la finalidad que ha justificado este paso al frente. Tras ser concebida inicialmente como tímido juez de los valores constitucionales, y sobre todo como juez de las leyes, con el discurrir del tiempo y con las nuevas tendencias de interpretación de todo el derecho a través de los derechos, la Corte se ha autoafirmado como juez protector de los derechos, y ello, a decir de Tega (p. ej. en la p. 310), es el trampolín para otorgarle una legitimación superior al de otros actores institucionales, y el pretexto para su posición activista. Ante la posible decepción del lector —español o no— por lo relativamente evidente de esta explicación, habría que recordar que la Corte italiana casi nunca enjuicia directamente vulneraciones de derechos (porque no existe recurso de amparo y porque los recursos directos contra leyes por motivos no competenciales son muy poco frecuentes, a causa de la inexistencia de legitimación de las minorías parlamentarias para interponer recurso). De modo que allá en Italia sí es una novedad que el juez constitucional se esté convirtiendo, como defiende Cassese, en juez de los derechos, ri-accentrandose en el escenario institucional a decir de Tega. El objeto propiamente dicho del libro (capítulos 2 a 4) es el análisis de los cauces procesales a través de los cuales se ha producido el ri-accentramento, y la autora no da el paso, que tal vez hubiese sido más interesante desde una perspectiva general, y más libre de ataduras técnico-jurídicas, de por ejemplo estudiar o comparar los estándares sustantivos de tutela de derechos, o qué tipo de derechos se han protegido a raíz de la tendencia activista (derechos liberales, prestacionales, procedimentales, participativos, tecnológicos, etc.) o incluso si ha habido, y en su caso cuáles han sido, reacciones al activismo o ri-accentramento (o sea, si esta nueva tendencia de la Corte ha intentado ser de alguna manera contrapesada por otras instancias políticas o judiciales).
En todo caso, del libro y de las recensiones que de él he podido leer parece deducirse que en Italia habría acuerdo acerca de que a) la Corte ha entrado en una fase activista; b) la causa de ello es la debilidad de la política, y c) la manifestación y la finalidad de tal activismo es la protección de los derechos fundamentales. Y aquí es donde quien desde España se aproxime a Italia, a través del libro de Tega o a través de cualquier otro medio, tal vez caiga en la tentación de comparar la situación de la jurisdicción constitucional en ambos países. Las comparaciones son si no odiosas, sí potencialmente equívocas y muchas veces especulativas, y además la distinta configuración del Tribunal y de la Corte dificulta la comparación. Aun así, cabe hacer un par de reflexiones a este respecto.
La primera es que al menos en un aspecto sí se puede advertir un cierto paralelismo entre los dos tribunales. Salvando las distancias derivadas de que en Italia no existe recurso directo ante la Corte por violación de derechos fundamentales, y eso es relevante a efectos del art. 267 TFUE, no hace mucho se ha producido una cierta aproximación entre la praxis de la Corte y de nuestro Tribunal Constitucional. Similarmente a la pretensión de aquella de concentrar el enjuiciamiento del derecho de la UE, limitando las posibilidades de inaplicación normativa por cada órgano judicial italiano, nuestro Tribunal en la STC 37/2019 estimó un amparo basado en la infracción del art. 24.1 CE argumentando nada menos que el Tribunal Supremo debió haber planteado una cuestión prejudicial en un caso en el que, de manera a priori del todo legítima conforme a la doctrina del TJUE del acto claro/aclarado, concluyó que la ley relevante para el caso enjuiciado era contraria a una directiva, y por ello la inaplicó. Y resulta que según el Tribunal Constitucional eso, en ciertas circunstancias, resulta contrario a la efectividad de la tutela judicial. Ocasiones habrá de estudiar más despacio las razones y los efectos de esta jurisprudencia, pero a lo mejor para lo primero habría que recurrir al contexto de Tega y en concreto, me parece a mí, a una especie de psicología institucional (muy toscamente expresado, me atrevo a apuntar que Corte y Tribunal Constitucional estarían aquejados de algo así como de celos jurisdiccionales o de egolatría interpretativa).
La segunda y principal cosa que quería decir es que la debilidad de la política venía siendo una cosa típicamente italiana, pero en España la hemos importado hace no mucho: tuvimos largos periodos sin Gobierno, o sea, con Gobiernos en funciones; hemos tenido nada menos que cuatro elecciones generales entre 2015 y 2019 (y en Cataluña, de las seis elecciones habidas desde 2003 solo una completó los cuatro años de legislatura); hemos tenido instituciones supuestamente esenciales sin que los partidos hayan querido o podido renovar a sus miembros; y seguimos teniendo tránsfugas, corrupción, y percepción por parte de la ciudadanía de la política y de los políticos como el principal problema además del desempleo (así lo señalan todos los barómetros del CIS desde el año 2018). Y si es que ello se considera una anomalía en la democracia representativa, que podría ser, acá también hacemos presidentes del Gobierno a personas que no eran miembros del Parlamento. El caso es que siendo similar el diagnóstico, la actitud de la Corte y del Tribunal Constitucional ha sido completamente distinta. Mientras aquella, como estamos viendo, ha dado un paso al frente, nuestro Tribunal se ha vuelto minimalista, por lo menos desde la sentencia sobre el Estatuto catalán del año 2010 y probablemente también desde más atrás.
Sus síntomas de minimalismo o de bickelianismo resultan evidentes, y acaso no sean debidos a una opción deliberada o a haber leído a los norteamericanos y aceptado sus postulados, sino a la inercia o a la desresponsabilización. Estos síntomas son la tardanza escandalosa en resolver los asuntos (no solo los amparos, lo que le ha valido condenas en Estrasburgo, sino muchísimos recursos o conflictos competenciales —algunos de ellos demorados de manera del todo inexplicable, como el interpuesto en el año 2010 por el Partido Popular contra la vigente ley del aborto y que aun está pendiente de ser resuelto—); o la selección casi arbitraria y durísima de los recursos de amparo (no es fácil comparar estadísticas para periodos distintos, pero es posible que tras la reforma de 2007 la tasa de admisión sea todavía menor que antes), combinada con una interpretación muy severa de los requisitos procesales de acceso al amparo (agotamiento de recursos a través del incidente de nulidad, por ejemplo). Si a estas dudosamente virtuosas «virtudes pasivas» se le añade una muy difícilmente comprensible deferencia para con los Gobiernos nacionales o autonómicos (por ejemplo en lo referente al presupuesto de hecho habilitante de los decretos leyes), y a que tanto la Fiscalía como el Defensor del Pueblo rara vez interponen recursos —pero esto no es imputable al Tribunal Constitucional, claro—, el resultado en España es un escenario radicalmente distinto al descrito por Tega para Italia y en el cual a las debilidades de la política se ha venido a sumar, para desgracia de todos, la de la jurisdicción constitucional.
No estoy abogando por un Tribunal que quiera él solo redimir los muchos males que aquejan al sistema político español, particularmente la galopante degradación institucional. Al revés: dudo que nada ni nadie pueda librarnos de nosotros mismos, y aunque ello pudiese hacerse, dudo que un Tribunal Constitucional cuyo prestigio y autoridad decae desde hace tiempo esté en condiciones de emprender esa tarea. Estoy tan solo intentando hacer notar las diferencias entre una y otra actitud más acá y más allá de los Alpes, y en que por lo menos allá discuten al respecto o se han planteado la influencia del contexto en la praxis de la jurisdicción constitucional. Pondré un ejemplo: me parece que está aún por hacer la reflexión sobre si el Tribunal Constitucional ha tenido o no una actitud distinta en el siglo xxi respecto al legislador, o en cuanto a la tutela de los derechos, de la que tuvo en la postransición, entendiendo por tal el periodo que va desde su creación en 1980 hasta la llegada al poder del PSOE en enero de 1983 o como mucho hasta la dimisión del presidente García-Pelayo en 1986; o sobre si los periodos de crisis (crisis económico-financiera, crisis política) han influido sobre su mayor o menor activismo. Pondré otro ejemplo: puede que me equivoque, pero tampoco me parece que hayamos debatido mucho —Caamaño ha sido de los poquísimos que sí lo han hecho— sobre las perversiones del recurso de inconstitucionalidad y su instrumentalización política. Sin duda las minorías parlamentarias o territoriales deben tener cierta protección frente a las mayorías, pero es indudable que el actual sistema conforme al cual los partidos acusan sistemáticamente de inconstitucionales —interponiendo el correspondiente recurso o conflicto ante el Tribunal Constitucional— a las leyes que aprueba el adversario significa prostituir la Constitución en el sentido de apropiársela y de reclamarla como excluyente. Ello conduce al Tribunal Constitucional, a su pesar, por la pendiente de la politización, y en lugar de reaccionar de manera enérgica contra ello, por complicado que sea, parece ensimismarse, recular y recurrir a las antes mencionadas virtudes pasivas bickelianas.
El libro tiene una narrativa en ocasiones no fácil porque pasa de un análisis histórico (el «contexto» a lo largo de varias etapas de la República) a estudiar aspectos más o menos procesales en los que el lector español tiende a perderse: me refiero, entre otras cosas, a las denominadas «rime obbligate» del capítulo II, y a las complejidades de las sentencias interpretativas o manipulativas, sobre todo en materia penal, con las que la Corte intentaba evitar tener que anular las leyes. También a la doble prejudicialidad (constitucional y europea), que como antes dije en Italia está mucho más desarrollada que en España. Esto nos llama la atención a los españoles: acá los jueces plantean pocas cuestiones al Tribunal Constitucional, y menos aún a Luxemburgo, pero en Italia eso es infinitamente más frecuente, no solo por tener varias décadas más de experiencia en la UE, sino porque la interacción de los jueces con el Tribunal Constitucional no se canaliza a través de un inexistente recurso de amparo, sino a través de lo que aquí llamamos cuestiones de constitucionalidad. El resultado es que una vez más en este aspecto el sistema español está falto de finezza en comparación con las sutilezas y prolijidades de la jurisdicción constitucional italiana —lo cual, claro está, no significa que uno sea mejor o peor que el otro—.
Naturalmente, la obra no está libre de aspectos que cabe considerar discutibles. Por ejemplo, no pone a mi juicio el suficiente énfasis en recalcar los peligros de una especie de «populismo» a que en última instancia vendría a conducir la búsqueda de legitimación social de la Corte basada en «razones de justicia material», como se señala en la p. 310 —si bien es cierto que en las conclusiones Tega advierte tímidamente de una muy probable alteración de la división de poderes tal y como se deduce tanto del texto constitucional como de la andadura de la República—. Las tres tesis en que la obra se sustenta, tal y como aparecen enunciadas en el primer capítulo, pueden parecer demasiado planas o demasiado obvias (a lo mejor el que la jurisprudencia constitucional varíe en función del contexto de cada momento no es una tesis propiamente dicha, sino una simple constatación, y la tesis tendría más bien que ver con los motivos concretos, dentro del contexto, en atención a los cuales varían las soluciones jurisprudenciales, o con los objetivos que se persiguen con ellas). Y, como comentario más general, el lector a veces se queda con la miel en los labios porque Tega me parece que peca de demasiada humildad. Por ejemplo, en las dos advertencias que hace en la Premessa (pp. 17 a 21) la autora demuestra que conoce perfectamente las tendencias europeas y norteamericanas sobre la jurisdicción constitucional, y maneja con soltura a los autores que las han construido, pero en seguida nos dice que no ha escrito una obra de teoría de la jurisdicción constitucional ni de su historia y que se ha concentrado únicamente en la experiencia italiana.
Sin duda ello es cierto, pero no lo es menos que al libro le podría faltar dar un paso más, ese paso de elaborar teorías generales y de dialogar con los grandes teóricos de la jurisdicción constitucional —talento para ello no le falta a su autora—. Posiblemente Tega, de manera deliberada, no haya querido dar los pasos o bien de hacer un libro de teoría constitucional o de fijarse no en los cauces técnico-procesales o instrumentales del activismo, sino del resultado mismo del activismo. Esto segundo me parece lo más relevante. Porque si el camino es interesante, más lo es —a mi juicio— el resultado del «ri-accentramento» en términos de equilibrios entre poderes, o de quitar la última palabra a otros actores institucionales, o de reparto constitucional de competencias entre Estado y regiones, etc. O incluso, como antes apunté, de reflexionar sobre si el activismo ha sido capaz, y en qué medida, de poner algún tipo de remedio a las debilidades de la política italiana. Acaso dentro de algún tiempo la propia Tega quiera retomar el hilo y nos cuente el final de la película.
Hay muchas posibles maneras de mirar para atrás la historia y la trayectoria de un órgano constitucional, y de analizar su realidad político-institucional. De entre ellas Tega, en este La Corte nel contesto, transita por la mejor. Con una madurez insólita para su edad, me parece que ha escrito un libro norteamericano, en el mejor sentido de la palabra, porque enmarca a la Corte en su entorno institucional, histórico, político y social y examina sus decisiones políticas (de política judicial) como las hubiese examinado cualquiera de los grandes estudiosos de ultramar. Y pese a no ser una obra teórica, el libro tiene el enorme mérito de analizar, basándose en un exhaustivo conocimiento de la jurisprudencia de la Corte y de la dotrina académica, el papel que juega o debería jugar la jurisdicción constitucional en sistemas denominados «multinivel» —que también son líquidos, en el sentido baumaniano del término, y que también, al menos en España y en Italia, están a mi juicio inmersos en un lento proceso de degradación que los aleja bastante de las idea y valores plasmados en sus constituciones—. Acaso por eso el libro ha suscitado enorme interés académico, pues en los primeros meses desde su publicación ha sido objeto, si no me equivoco, de por lo menos cinco recensiones a cargo de prestigiosas plumas del derecho público y de la ciencia política y de varias presentaciones académicas, y tiene todas las papeletas para convertirse en uno de los referentes —si no el referente— sobre la jurisdicción constitucional en Italia.