El Proyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, aprobado por el Consejo de Ministros el 6 de julio de 2021, ha iniciado su tramitación parlamentaria en medio de un fuerte debate académico e institucional que no solo alcanza a su contenido, sino incluso a la propia necesidad de la reforma. Desde que el Ministerio de Igualdad presentara en marzo del año anterior la primera propuesta de regulación integral de las violencias sexuales la polémica no ha dejado de crecer en la doctrina especializada, a lo que hay que sumar una recepción dispar por parte de los órganos públicos consultados, con un Consejo Fiscal mucho más favorable que el Consejo General del Poder Judicial. Es más, si en su versión original el anteproyecto encontró el consenso de los distintos feminismos al centrarse únicamente en las conductas que suponen un claro atentado a la libertad de decisión sobre la propia sexualidad, lamentablemente la obsesión por criminalizar todo el entorno de la prostitución ha acabado por volar también esos puentes provocando una innecesaria polémica sobre la punición de la tercería locativa.
La gran novedad del nuevo modelo consiste en introducir la perspectiva de género entre los criterios decisivos para la regulación de las violencias sexuales en línea con el artículo 3 del Convenio de Estambul, que incluye en la definición de «violencia contra las mujeres por razones de género» no solo la que se ejerce de forma exclusiva sobre ellas, sino también la que afecta a las mujeres de forma desproporcionada, una realidad indiscutible en el caso de los delitos sexuales. Por eso el Proyecto atiende de manera especial a las circunstancias y efectos específicos que este tipo de violencia tiene sobre las mujeres, sin que ello implique naturalmente la exclusión de otros eventuales sujetos pasivos. Así se infiere del artículo 1 cuando establece que «el objeto de la presente ley es la protección integral del derecho a la libertad sexual y la erradicación de todas las violencias sexuales», sin perjuicio de configurar «una respuesta integral especializada para las mujeres, niñas y niños, en tanto víctimas principales de todas las formas de violencia sexual». Las graves consecuencias que este tipo de violencia tiene para quienes la sufren en primera línea explica que se proponga una ley integral que contempla un amplio abanico de medidas de prevención, investigación y reparación de las víctimas, si bien, como era de esperar en una época marcada por el intenso punitivismo, son las reformas penales las que han monopolizado la polémica. Por eso la Revista IgualdadES ha decidido dedicar a este tema la presente sección de debates contando con dos voces autorizadas del ámbito académico y judicial que contrastan sus ideas con seriedad y solvencia.
De la lectura de ambos artículos se infiere una interesante coincidencia de partida sobre ciertos defectos importantes en la forma de enjuiciar los delitos sexuales en la actualidad. Pero el acuerdo empieza y acaba ahí ya que las explicaciones de esas carencias discurren por caminos muy distintos y hasta contrapuestos. Mientras María Acale las vincula con defectos estructurales originados en la configuración del sistema de protección de la libertad sexual ayuno hasta ahora de una mirada feminista, José Luis Ramírez apunta a defectos de naturaleza procesal que, en su opinión, pueden solventarse sin necesidad de cambiar el modelo actual de delitos contra la libertad sexual que considera adecuado en sus rasgos esenciales.
En una apretada síntesis, las diferencias de fondo entre ambas posturas pueden agruparse en tres asuntos básicos: la necesidad de la reforma, la adecuación o no del nuevo modelo centrado en una única figura de agresión sexual y la definición legal del consentimiento.
El primer aspecto tiene que ver con las obligaciones derivadas del Convenio del Consejo de Europa sobre Prevención y Lucha contra la Violencia contra las Mujeres y la Violencia Doméstica de 2011, habitualmente citado como Convenio de Estambul. Las voces partidarias de una modificación integral de los delitos sexuales y la propia exposición de motivos del Proyecto entienden que el Convenio obliga a realizar cambios importantes en el modelo actual para dejar claro que la clave de un atentado a la libertad sexual está en la falta de consentimiento de la víctima y no en los medios comisivos, de donde se infiere la conveniencia de contar con un único tipo básico de agresión sexual en lugar de las figuras de agresión y abusos sexuales que recoge la legislación vigente. Por el contrario, la posición crítica afirma que la ley española ya cumple con las exigencias del Convenio en la medida en que castiga todos los comportamientos que de un modo u otro suponen involucrar a la víctima en un contexto sexual no consentido, sin perjuicio de hacerlo a través de diversas figuras delictivas para captar la mayor o menor gravedad del hecho y cumplir así con el principio de proporcionalidad.
A partir de aquí la discusión se traslada al que sin duda constituye el eje principal de la reforma proyectada: la unificación en una única figura de agresiones sexuales de todos los «actos que atenten contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento», con la consecuente desaparición del delito de abusos sexuales como forma menos grave de ataque a la libertad sexual. Los argumentos esgrimidos en los dos artículos son ricos y variados y dejan al descubierto las brechas profundas entre ambas posturas, que no solo tienen que ver con la técnica jurídica sino también con presupuestos ideológicos diversos.
El último punto de desencuentro, este sí de técnica legislativa, es el referente a la decisión de incluir una definición del consentimiento en el propio texto legal: «Solo se entenderá que hay consentimiento —dice el Proyecto— cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona». Se trata de una técnica poco frecuente en la legislación penal que para un sector contribuye a garantizar la seguridad jurídica de toda la ciudadanía y para el otro no es más que una injustificada señal de desconfianza hacia la judicatura.
Cualquiera sea la opinión por la que se decante quien lea las páginas que siguen, está claro que nos encontramos ante uno de los debates penales más complejos de los últimos años donde confluyen cuestiones tan importantes como el papel que ha de jugar la perspectiva de género en la política criminal o la propia concepción de las violencias sexuales. Pero, sobre todo, si algo queda claro aquí es la importancia de contar con plataformas como la que ofrece la sección de debates de la Revista IgualdadES para confrontar ideas de manera seria y en plena libertad.