I
En el remoto 2002, cuando el autor publicó el tomo I de su Maestros alemanes del derecho público, le puso un capítulo primero con el siguiente título: «Donde se relata la búsqueda en los territorios alemanes de un orden constitucional y nos enteramos de quiénes fueron autores muy citados, entre ellos Maurenbrecher y Albrecht». Ocupaba las páginas 15 a 48.
Y es que si nosotros tuvimos la guerra que hoy llamamos de la Independencia, la Constitución de Cádiz, el regreso de Fernando VII en 1814, el trienio liberal de 1820-1823 y, entre 1833 y 1840, la guerra Carlista (la primera) y la desamortización de Mendizábal, a ellos, los alemanes, que, además, no estaban unidos, tampoco les faltaron sobresaltos en ese período. En el verano de 1806, y por acción directa de Napoleón, se puso en pie la Federación del Rin, Rheinbund (julio), y, además, se extinguió formalmente el Sacro Imperio Romano Germánico (en agosto). Pero el torbellino —la revolución liberal, que allí, además, resultó indisociable del empeño en la unificación— no había hecho más que empezar: derrota de Prusia en Jena contra Francia (octubre de ese mismo 1806), Congreso de Viena (1814-1815), con Acta Final en 1820, y, finalmente, revueltas por doquier, como la de los siete de Gotinga, en Sajonia, en 1837. Ni siquiera en 1848, otro año lleno de acontecimientos, se alcanzó el objetivo.
Sosa Wagner, en aquel libro, explicaba ese contexto para poner en su sazón las obras de pensamiento jurídico que se fueron publicando en la época. Trabajos trenzados por las muchas polémicas que se superponían en aquella circunstancia: unidad territorial contra pluralidad —la clave de todo—, pero, también, democracia contra autocracia («principio monárquico») y, dicho con palabras actuales, confesionalismo contra laicidad, con el debate sobre las manos muertas en lugar de privilegio. Siendo los alemanes gente con un profundísimo sentido de lo jurídico, y estando particularmente dotados para el pensamiento abstracto, nuestro hombre se detenía en el contenido de muchas de las obras que se fueron publicando y, en algunas ocasiones, se recreaba incluso en hacer semblanzas de las personas de los autores. Así, por citar solo algunos:
Johan Ludwig Kluber (1808). Staatsrecht des Rheinbundes.
Carl Salomo Zachariä (1820-1840). Vierzig Bücher vom Staat. Cuarenta libros, sí, nada menos.
Y, por supuesto, el citado Romeo Maurenbrecher, que en 1837 sacó a la luz sus Grundsätze des heutigen deutschen Staatsrecht, de tono no precisamente entusiasta con lo que significa el voto popular, y que dio lugar —es lo que lo ha hecho famoso— a la inmediata reseña crítica de Wilhelm Eduard Albrecht en la revista Göttingischer gelehrten Anzeigen: «Vamos a vernos obligados a considerar el Estado como una persona jurídica». Ahí se emboscaba el punto de partida de todo lo que en nuestros ramos de conocimiento y de práctica jurídica ha venido después —hectolitros de tinta y bibliotecas enteras—, y no solo en Alemania.
De todo eso hablaba el autor en aquella ocasión hace casi veinte años, con apoyo confesado en los investigadores alemanes del siglo xx que han estudiado exhaustivamente, al germánico modo —aunque sin que un Joaquín Varela, con su recientemente publicado libro póstumo Historia constitucional de España, les tenga nada que envidiar—, como, por supuesto, Ernst Rudolf Huber, Deutsche Verfassungsgeschichte, o Michael Stolleis, Geschichte des öffentlichen Rechts in Deutschland, cuyo tomo II —son tres— se dedica a lo sucedido entre 1800 y 1914.
Ahora, con el libro recién publicado, retoma Sosa Wagner —partiendo de Montgelas, el gran reformador de Baviera, que vivió entre 1759 y 1838— el hilo de aquel repaso de las doctrinas jurídicas germánicas de la época. Lo hace en el capítulo séptimo y último, «El derecho público que conoció Montgelas», páginas 211 a 261. Todo un who is who del gremio de los juristas alemanes, remontándose incluso hasta el siglo xvi, cuando se rompió la unidad religiosa y se fueron creando universidades de una u otra confesión. En boca del profesor Sosa Wagner hablan Jean Bodin (1530-1596), creador del concepto de soberanía y del Estado (de este autor nos ocuparemos más adelante), Sammuel Pufendorf (1632-1694), anticatólico a machamartillo, que en 1667 dijo aquello tan conocido de que el Sacro Imperio ya no era más que un monstruo, o el mismísimo Gottfried Leibniz (1646-1716), el enciclopédico por excelencia —al que tanto ha admirado gente como su contemporáneo Spinoza y, ya en nuestro tiempo, Jorge Luis Borges, nada menos— y, por supuesto, cómo no, Christian Thomasius (1655-1728). Que se tratase de pensadores en sentido amplio —«filósofos»— no significa que no escribiesen específicamente sobre derecho, porque, como es notorio, entonces no existían áreas de conocimiento ni ningún otro artificio de los que sirven para estabular a los que se dedican a tareas intelectuales.
Y eso sin contar a un Christian Wolff (1679-1754), con justicia tenido universalmente por padre del derecho natural de corte racionalista.
En la Alemania de finales del siglo xviii o comienzos del xix no se produjo un corte político como fue en Francia la Revolución de 1789 —si es que de verdad entendemos que constituyó una ruptura, porque sabemos que, desde Tocqueville, hay quien lo discute—, y eso explica que los juristas de esa época, muchos de ellos en las universidades de Halle o de la propia Gotinga, no dejasen de emplear el material heredado. En la obra de esos personajes pone el autor el foco, empezando por Johan Stephan Putter (1727-1807), que incluso lo defendió de manera explícita: el derecho público, dicho en dos palabras, no se entiende sin la historia. Pero estaban igualmente, por ejemplo, un August Ludwig Schlosser (1735-1808) y un Carl Friedrich Häberlin (1756-1808). Y también nos volvemos a encontrar con Zachariä. De cada uno de ellos, y de otros muchos, se ofrece ahora una síntesis de su pensamiento.
II
La excusa para hablar de ello está en este libro, de 2020, cuyo subtítulo es «Montgelas, el liberalismo incipiente», que se está haciendo muy famoso. Pero no debe llevar al equívoco de olvidar que el rubro primero y mayor es otro: «Gracia y desgracia del Sacro Imperio Romano Germánico». En la literatura española, no solo la jurídica, faltaba un estudio tan profundo como el que ha realizado Sosa Wagner a lo largo de varios años, incluyendo, por supuesto, la visita a la biblioteca personal del propio Montgelas en Múnich. Así ha podido ver los libros que en ella había. De su época y, por lo que se ha dicho, de las anteriores.
Antes de llegar a la página 211, en la que se abre ese capítulo séptimo y último, hay muchas cosas, muchísimas. Nada mejor que recordar los epígrafes para hacerse una idea:
Primero, «Un imperio convulso, de solar blando, de conflictos audaces. Montgelas en el paisaje», páginas 13 a 88.
Segundo, «El rugido de la revolución o la libertad emponzoñada», páginas 89 a 118.
Tercero, «Francia bebe a grandes sorbos la historia y Baviera se viste de reino», páginas 119 a 146.
Cuarto, «Guerras como laberintos, el Tirol sublevado y una argolla: la Federación del Rin», páginas 147 a 171.
Quinto, «El hechizo de las reformas se abre paso entre las brumas de la tradición», páginas 171 a 190.
Sexto (y penúltimo), «Napoleón abatido: hacia el Congreso de Viena, se apaga la estrella de Montgelas, se afianza su huella».
En fin, al libro no le podían faltar —fue época de mucha reorganización territorial y no solo en Alemania— unos mapas y, por supuesto, una bibliografía (sobre todo, en alemán) que resulta abrumadora.
Y así llegamos al capítulo último, el de las obras de la biblioteca de Montgelas. Que, en cierto sentido, puede verse, así pues, como la introducción o la parte primera del libro de 2002.
III
Antes de entrar en Montgelas y en la ultimísima etapa del Sacro Imperio, el autor trata esta forma de organización política en las setenta y cinco primeras páginas del libro.
El Reich tuvo una vigencia de poco más de mil años (800-1806). Mas lo excepcional no fue su longevidad, sino cómo pudo durar tanto siendo tan débil. Un imperio que fue perdiendo más y más poder tras la Querella de las Investiduras iniciada por Gregorio VII, quien gobernó la Iglesia romana entre 1073 y 1085, tarea continuada por sus sucesores hasta que el Concordato de Worms (1122) puso fin a la disputa estableciendo una separación entre los asuntos eclesiásticos, que correspondían al papa (p. ej., consagrar las órdenes religiosas), y los asuntos civiles, que quedaban bajo la jurisdicción del káiser (v. g., investir a los señores feudales laicos o religiosos). Por lo tanto, se estableció la autonomía de la Iglesia y del pontífice respecto del Sacro Imperio y del emperador. Comenzaba, de este modo, la época de las dos espadas. Pues, en puridad, antes de la Querella había una preminencia del Imperio y una subordinación de la Iglesia a este.
Sin embargo, lo que había sido un sano correctivo de la Iglesia para lograr su ansiada autonomía del Imperio pronto se tornó en primacía de la primera sobre el segundo. Desde el siglo xiii, partiendo de las doctrinas escolásticas, la Iglesia debilitó más y más al Reich en pro de los reinos nacientes. Declaró exentos del poder imperial ciertos territorios y, asimismo, a través de los obispos que gobernaban algunos feudos del Imperio, contribuyó a capitidisminuir el poder del emperador. El creciente poder de los Estados territoriales («Estados imperiales», según el profesor Sosa Wagner) fue inversamente proporcional al poder del káiser. Los duques, príncipes y condes aumentaban su poder al mismo tiempo que el emperador perdía el suyo hasta convertirse en algo totalmente anodino.
La Bula de Oro de 1356 estableció que el emperador fuese elegido por príncipes electores (oscilaron entre siete y diez, según la época). Esta norma jurídica sirvió a los intereses de los príncipes, puesto que, en cada elección, hacían firmar al emperador unas capitulaciones que fijaban compromisos (derechos y obligaciones) entre el elegido y los diferentes poderes medievales. Debido a las capitulaciones, que de ordinario se respetaban, el Reich jamás fue un poder unificado. Tampoco fue posible establecer un sistema tributario único en todo el Imperio, difícil empresa, porque el emperador no tenía siquiera medios económicos propios, con la salvedad de los obtenidos de aquellas ciudades vinculadas directamente a su señorío. Los diferentes territorios solo se unían para luchar contra el turco y, a falta de enemigo exterior, para hacer valer sus privilegios frente al Imperio; pero, cuando no se daba ni lo uno ni lo otro, guerreaban entre ellos.
La Reforma protestante (siglo xvi) vino a echar unas cuantas gotas más a un vaso rebosante. «Actuó como un cuchillo en esa piel delicada que era la estructura política del Reich», nos dice el autor. La Reforma tendría como resultado la Paz de Augsburgo (1555) y la Paz de Westfalia (1648). Con la primera se suprimió el juramento de fidelidad al papa (quedando, así, definitivamente roto el orden medieval) y, además, sirviéndose del famoso cuius regio, eius religio, los príncipes territoriales ganaron autonomía respecto del Imperio. Westfalia, por su parte, debilitó (¡más aún!) al Reich en favor de los príncipes, pues, en 1654, los diferentes poderes territoriales pudieron establecer sus propios impuestos sin que estos pudiesen ser recurridos ante los tribunales imperiales.
En el siglo xviii, la guerra de los Siete Años (1756-1763) entre Austria y Prusia, los poderes políticos más importantes del Reich, desgastó todavía más la estructura imperial.
Después de lo narrado, a nadie puede coger de sorpresa que, cuando Napoleón invade ciertos territorios del Sacro Imperio, este último no esté unido. Mientras que Austria se sumó a la alianza antinapoleónica, Prusia se declaró neutral. Las guerras de Napoleón llevaron a la Paz de Lunéville (1801), que fortaleció el poder de Francia e hizo desaparecer multitud de ducados y principados del Reich (principalmente los gobernados por eclesiásticos). Lunéville, señala el profesor Sosa Wagner, «es el principio del fin del Sacro Imperio Romano Germánico». Esta Paz descuartizó el Reich y tuvo como corolario el Acta concluyente de la Dieta Imperial (1803) y la Rheinbund (1806), lo que finiquitó el Imperio.
***
Los sucesos relatados —solo hemos citado algunos, la obra contiene muchísimos más, pero creemos que los anteriores son los más relevantes— tuvieron su lógica repercusión en la organización política.
El autor reflexiona, al principio de la obra, sobre qué tipo de forma política fue el Sacro Imperio. Este tipo de preguntas, frecuentes en los autores alemanes pero infrecuentes entre nosotros, no tienen fácil respuesta. Sin embargo, Sosa Wagner —acertadamente— concluye que el Sacro Imperio no fue un Estado, «sino más bien una combinación de personas, instituciones, corporaciones que cambiaba al hilo de guerras pero también de muertes y herencias de príncipes, de matrimonios entre familias reinantes, de compras de territorios».
El Estado no nace de un día para otro, obvio es. Mas no menos evidente es que el concepto central de la estatalidad es la soberanía. Concepto inventado por el francés Bodino en el siglo xvi como modo de superar las guerras de religión. Antes de llegar a este autor, cuya teoría es ejecutada en Baviera por Montgelas, volvamos a la pregunta que el autor deja abierta. ¿Qué tipo de forma política fue el Sacro Imperio?
Mil años son muchos, incluso para una organización política. En la vida del Reich, podrían distinguirse tres momentos o fases. Una primera como heredero de la idea de Imperio que había en la Antigüedad, una segunda de debilidad del emperador y fortaleza de los poderes territoriales y, por último, una fase de decadencia y alumbramiento de nuevos Estados.
En el mundo antiguo existían básicamente dos formas políticas: la ciudad (la polis) y el Imperio (el imperio mundi). La idea de imperio mundi se basaba en que el imperator no reconocía ninguna autoridad por encima de él ni tampoco a su misma altura. Es decir, no confería el derecho a la existencia política de otros pueblos en relaciones de igualdad, sino que todos le debían sumisión. Como ejemplos de esta forma de organización pueden citarse el Imperio chino, el alejandrino o el romano, entre otros. El Sacro Imperio, cuando el papa coronó emperador a Carlomagno (año 800), se asentaba en la idea de que el emperador era sucesor del Imperio romano y que, en consecuencia, el resto de poderes terrenales estaban sometidos a su jurisdicción.
Tras la Querella de las Investiduras, primero, y la declaración de la exención imperial de ciertos territorios (Francia, Inglaterra, España) por parte de la Iglesia, después, la idea de imperio mundi desapareció paulatinamente y se inició una nueva fase en el Sacro Imperio. Los poderes territoriales, después de Federico Barbarroja (1122-1290), ganaron más y más poder en perjuicio del emperador. El káiser pasó a ser algo nominal y, como contrapunto, los príncipes y duques territoriales, guerreando entre sí, fueron ganando territorios y poder. No hubo unidad del poder, pero sí empezó a disminuir la pluralidad de poderes feudales en favor de determinados príncipes, ya fueran eclesiásticos o laicos. Esta forma de organización política, a veces denominada Estado territorial y otras, con mayor tino, constitución estamental, fue un paso intermedio entre el feudalismo, propio de la Antigüedad, y el Estado, característico de la Modernidad; entre la pluralidad de poderes feudales y la unidad del poder estatal. Arquetípica de esta forma política es la distinción entre Rex, de un lado, y Regnum o estamentos, de otro, a los que el profesor Sosa Wagner hace referencia. El Rex había de contar con el concierto del Regnum para aprobar cualquier norma jurídica de calado (por ejemplo, aprobar un impuesto); y, cuando llegaban a grandes acuerdos en la Asamblea del reino (Dieta, Cortes, etc.), aprobaban una carta válida para todo el reino.
Con la Reforma protestante y las guerras de religión a las que condujo, fue necesario fortalecer uno de los poderes y llegar a la unidad del poder propia del Estado. En el continente, Francia fue la primera en dar el paso. En este país, el rey devino en absoluto y empleó su poder para debilitar a todos los poderes intermedios que le hacían frente hasta convertirse en soberano. Para ejercer su señorío, el rey se dotó de un cuerpo de funcionarios —juristas— que sustituyeron, poco a poco, la Administración patrimonial y de nobles por una Administración de burócratas. Fue un proceso lento, no inmediato, que quizá culminó con la Revolución francesa, pero que, ya desde el siglo xvi, se fue imponiendo en Francia y, después, por extensión, en todos los territorios del continente (Sacro Imperio inclusive). Esta es la última fase del Reich, iniciada con la Reforma, seguida con Westfalia y continuada por Napoleón. De aquí surgieron varios Estados (por ejemplo, Baviera). No obstante, en Alemania, la unificación del poder no se consumó hasta 1871 (cuando el Sacro Imperio llevaba varias décadas extinto).
En resumen, tres son las fases del Reich. Sin grandes rupturas, pero, en términos histórico-universales, puede distinguirse una primera fase en la que se emula la idea de Imperio propia de la Antigüedad, seguida de una fase de constitución estamental en la que el emperador va perdiendo su poder en favor de los estamentos y de los príncipes territoriales, y una tercera fase de desaparición del Imperio y surgimiento de Estados.
IV
Si hemos de ponerle nombre y apellido al debelador del orden medieval que el Sacro Imperio representaba, este no es otro que Jean Bodin (o Juan Bodino, entre nosotros). En medio de las cruentas guerras de religión desencadenadas tras la Reforma, este autor francés del siglo xvi será —aun sin quererlo— quien dé a luz al Estado. Como Carl Schmitt afirma: «[Bodino es] el padre del derecho europeo internacional y del Estado». El Maquiavelo del siglo xx en un trabajo poco conocido («El Estado como concepto concreto vinculado a una época histórica») desarrolla aquella sentencia.
Bodino inventó el Estado —aunque en su obra no hace referencia al Estado, sino a la república y al soberano— para poner fin a las guerras de religión, secularizando la vida política. Esta nueva forma de organización, dice Schmitt, «desplaza hacia la Edad Media al Imperio [Reich] alemán con su mezcla de elementos feudales, estamentales y eclesiásticos». Es decir, el ideario jurídico estamental-feudal se supera con Bodino. El autor francés —continúa Schmitt— nos lleva «al Estado como unidad espacialmente cerrada, deslindada con precisión matemática de otros Estados, centralizada y fuertemente racionalizada». Los medios organizativos de la nueva forma política serán el ejército, la hacienda y la policía. Y el derecho, reducido a la ley estatal, será el instrumento empleado por el rey para imponerse a los cuerpos intermedios. Las corporaciones medievales y feudales irán reduciendo su poder hasta, con los siglos, desaparecer. La Iglesia, por su parte, también pierde el poder terrenal; mas será bueno mantener la religión como fundamento social. Ahora bien, recuerda Bodino, «si el príncipe soberano toma partido, dejará de ser juez soberano, para convertirse en jefe de partido». En consecuencia, el Estado —que al principio se identificaba con el príncipe— debe ser neutral en materia religiosa.
Para lograr lo anterior, el concepto clave fue la soberanía. ¿Qué implicaba este concepto? Como todo gran concepto político, en su origen, fue concebido de modo polémico. Sin perjuicio de que otras fórmulas anteriores desarrolladas desde el siglo xiii («el rey es emperador en su reino», «la voluntad del rey es la ley», etc.) sirvieran al poder real para ir mermando el poder de los cuerpos intermedios, la soberanía será, sin duda, el concepto decisivo para esa misión. Bodino la ideó como instrumento al servicio del poder real y en contra de los poderes estamentales-feudales. Habiendo saltado por el aire el orden tradicional —donde se obedecía a un señor concreto— con la Reforma, era menester una construcción jurídica que conceptuase la sumisión del vasallo al príncipe. La soberanía sirvió a tal fin. El príncipe se hizo, pues, soberano. Y la soberanía implica un poder absoluto, perpetuo, inembargable e imprescriptible sin el cual no hay Estado. El príncipe, que representa al Estado, como soberano que es, solo responde ante Dios. No hay ningún poder terrenal por encima suyo en su territorio, a la vez que reconoce el derecho a la existencia política de otros Estados. El soberano se sitúa por encima de las leyes al tiempo que es el único con la facultad de «dar ley a los súbditos y anular y enmendar las leyes inútiles». La soberanía no se comparte con nadie. Quien sostenga lo contario dice algo absurdo e incluso «dign[o] de pena capital». El auténtico soberano no puede someterse a nadie, o sea, no puede depender de los estamentos ni de ningún otro poder, puesto que, de lo contrario, dejaría de ser soberano. Aun más: el soberano no precisa el consentimiento de los súbditos, sino que sus disposiciones se deben obedecer se hayan o no consentido. Luego, si fuese necesario el consentimiento para aprobar cualquier norma (por ejemplo, un impuesto), no habría soberano.
Bodino une soberanía y derecho. El soberano podrá dictar las normas que quiera («la ley no es otra cosa que el mandato del soberano que hace uso de su poder») y el resto de súbditos deben obedecerlas. El Estado surge, así, como forma política iuscéntrica y su máximo señorío se ve en la producción del derecho legal, que fulmina todas las normas consuetudinarias propias del feudalismo y de la constitución estamental. Consecuencia necesaria de la estatización del derecho es el monopolio del uso de la violencia por parte del poder público. Solo la violencia estatal será legítima, esto es, la violencia permitida por las leyes estatales. El Estado se eleva, de este modo, por encima de las discordias internas. El soberano —nos dice Bodino— debe promover «la paz y amistad entre los súbditos, extirpando las raíces de las guerras civiles». Hobbes desarrollará esto último tres cuartos de siglo más tarde.
***
Es fácil colegir de la teoría bodiniana que el Sacro Imperio (esa «combinación de personas, instituciones, corporaciones», con un emperador sin poder al frente) jamás fue soberano. Como el autor francés señaló: «El título imperial no conlleva en nada la soberanía». Según él, la soberanía la poseían los siete príncipes electores y los más de trescientos principados en los que el Imperio se dividía. Por eso, según Bodino, el Reich era una aristocracia. Además, como recuerda el profesor Sosa Wagner en el libro, Francia y Suecia adquirieron el derecho de intervenir en los asuntos del Sacro Imperio en la Paz de Westfalia (1648). Esto significó que dos monarcas extranjeros decidiesen en los asuntos internos del Reich. Y, concluye Bodino, si el soberano no puede —si quiere ser soberano— compartir su poder con los súbditos, todavía menos podrá compartirlo con extranjeros.
El Sacro Imperio —evoca Schmitt en su Teoría de la Constitución— jamás fue una unidad política. El emperador carecía de poder frente a los estamentos y los príncipes electores. Solo el Estado absoluto pudo acabar con los poderes intermedios. Fue «absoluto» porque puso fin a los privilegios feudales y estamentales. Y, por su parte, el término «Estado» también es algo buscado, pues expresa que el status de la unidad política que surge relativiza y absorbe las relaciones estamentales. El Estado aparece, por ende, como soberano, poder indivisible cuya función fue superar los poderes medievales y unificarlos en la unidad política estatal.
Bodino enseñó la lección y, en Baviera, hubo quien la aprendió: Montgelas.
V
El profesor Sosa Wagner nos presenta a Maximilian von Montgelas (1759-1838) en las últimas páginas del capítulo primero y en los capítulos dos a seis. Lo hace con especial clarividencia. Es consciente de que el entendimiento de una obra (del espíritu o política) no puede desligarse de la biografía del autor. Y, en consecuencia, narra la vida de Montgelas sin separarla de su quehacer político e intelectual.
Este ministro nació en Múnich en 1759. Estudió derecho en Estrasburgo. En la Universidad, se interesó por el derecho público y la historia por influjo del profesor Christoph Wilhelm Koch (1737-1777), quien le enseñó conceptos clave como soberanía y que la historia, el derecho y la política están imbricados.
Montgelas, ciertamente, no fue un gran teórico, entendiendo por tal a alguien que ha legado a la posteridad una obra escrita cumbre. Pero ha dejado un hacer (construir el Estado bávaro), al tiempo que era un buen conocedor de las mejores obras de derecho público y de historia. Montgelas sabía —a diferencia de nuestros contemporáneos— que el conocimiento histórico y jurídico es menester para aprehender la política. «[Fue] un político y diplomático —dice el profesor Sosa Wagner— que estudió muy concienzudamente, entre otras materias, historia, derecho y finanzas antes de atreverse a plasmar en el papel las ideas que luego pudo llevar a la práctica como ministro todopoderoso del reino de Baviera».
Se ausentó unos años de su amada Baviera debido a la persecución política de Karl Theodor. Se exilió en el ducado de Zweibrücken (Dos Puentes), donde sirvió a Karl II y, a su muerte, al duque Max, quien luego sería el primer rey bávaro. Desde el pequeño ducado ya dejó plasmadas por escrito las reformas que sería preciso introducir en Baviera.
La suerte le sonrió a Montgelas, sin duda, puesto que Karl Theodor murió sin descendencia y fue sucedido, como príncipe elector de Baviera, por el duque Max.
Por obra y gracia de Napoleón, tras el descuartizamiento del Reich, Baviera se convirtió en reino (1806) y, por consiguiente, el príncipe elector Max devino en rey con el nombre de Maximiliano I. Comenzaba, pues, el tiempo de las reformas que Montgelas tenía en mente.
***
El profesor Sosa Wagner sostiene que Montgelas, a pesar haber estudiado a Bodino en Estrasburgo, bebe más de Emer de Vattel (1714-1767) que del autor francés, ya que el primero atribuye la soberanía al Estado y no al príncipe. Empero, las similitudes con el autor galo son más que notorias (de ahí que hayamos titulado este texto «[…] y Montgelas, un bodiniano de Baviera»). Por ejemplo, ambos —Bodino y Montgelas— definen el Estado como asociación de varias familias que debe lograr la seguridad y el bien de sus miembros («republica est familiarum rerumque inter ipsas communium summa potestate ac ratione moderata multitudo», dice Bodino), en vez de como simple agregación de individuos. O, por ejemplo, ambos defienden que sin soberanía no hay Estado posible. Bodino señala:
Del mismo modo que el navío solo es madera, sin forma de barco, cuando se le quita la quilla que sostiene los lados, la proa, la popa y el puente, así la república, sin el poder soberano que une todos los miembros y partes de esta y todas las familias y colegios en un solo cuerpo, deja de ser república. […] No es la villa, ni las personas, las que hacen la ciudad, sino la unión de un pueblo bajo un poder soberano.
Montgelas, por su parte, tenía claro que «Baviera debía ser un Estado y además un Estado soberano llamado a erradicar de su seno cualquier poder intermedio»; se necesitaba «un Estado donde imperara la ley con un poder fuerte en la cumbre que se impusiera resueltamente a los intereses particulares» e hiciese, desde arriba, las reformas necesarias. En fin, los dos —Bodino y Montgelas— creen en un poder fuerte y enérgico, esto es, en un poder soberano. Se podrían poner otros ejemplos como la importancia de la historia para el estudio de la política o la desconfianza en el pueblo («animal de muchas cabezas, sin entendimiento ni razón», según el autor francés) para intervenir en los asuntos públicos, mas los citados bastan para mostrar las analogías entre ambos.
Para sacar adelante sus reformas, Montgelas tuvo claro que había un valladar que debía superarse: el poder terrenal de la Iglesia. Era imperioso erradicar ese poder para construir un Estado soberano. Por eso, cuando Napoleón, Federación del Rin mediante, secularizó territorios (quitó poder a los eclesiásticos y desamortizó sus tierras, que pasaron a manos del Estado) en 1806, el ministro vio cumplidas sus expectativas. Las manos muertas eran un obstáculo para el despliegue de la economía bávara y, pues, la desamortización le agradó. Además, defendió la aplicación de la ley civil en los conventos. También pretendió acabar con las órdenes mendicantes porque, de un lado, su mantenimiento era un lastre para la sociedad y, de otro, propagaban —según él— supersticiones entre la población.
Pese a lo que pudiera parecer, Montgelas no fue un enemigo del cristianismo —de hecho, en 1838, murió cristianamente tras recibir los sacramentos—, sino enemigo de que hubiese estamentos que no se sometiesen al poder real. Por ello, debía ponerse fin a sus privilegios. La síntesis de su pensamiento era la siguiente: «La Iglesia está en el Estado, no el Estado en la Iglesia. El reino de la Iglesia no es de este mundo, por eso en este ha de obedecer a los gobiernos laicos» (dixit).
La Constitución bávara de 1808, que estuvo signada por la mano reformadora de Montgelas, estableció el derecho de propiedad, la igualdad ante la ley, la libertad religiosa, la centralización administrativa («los sanos principios de la centralización», en feliz expresión del profesor Sosa Wagner), el acceso a la función pública según el principio de capacidad, etc.
Asimismo, el ministro prestó atención a la universidad. Quiso llevar a Hegel a la Universidad de Erlangen, pero ciertas enemistades lo impidieron. No obstante, el filósofo siempre se lo agradeció.
Por último, sin perjuicio de ser un desastre —según su esposa— como ministro de Hacienda, trató de implementar medidas mercantilistas. Eliminó las aduanas interiores e impuso aranceles al exterior, lo que resultó beneficioso para el débil fisco bávaro. También construyó puentes, conducciones de agua, etc., para potenciar el mercado interno.
Desgastado y enfermo, el 2 de febrero de 1817, el rey Max lo apartó del poder.
Murió en su amada Baviera —cristianamente, como se ha dicho— el 14 de junio de 1838.
VI
Habrá quien diga que se trata de una biografía de Montgelas, personaje al que, puestos a buscarle parangones en España, habría que concebirlo como una mezcla de Jovellanos (1744-1811) y Mendizábal (1790-1853), y, de hecho, biológicamente estuvo justo en medio de ambos: nació tres lustros más tarde que el gijonés y veintiún años antes que nuestro desamortizador. También cabría pensar con el libro que, en realidad, estamos más bien ante una historia política —y social— de Baviera (y de Centroeuropa), o de la ciudad de Múnich, en los años finales del siglo xviii y comienzos del xix, con la Constitución de 1808 como cráter.
Pero, probablemente, esos calificativos —biografía de una persona, historia de un territorio y una época—, aun sin resultar disparatados, se queden muy cortos a la hora de reflejar lo que este libro significa. Casi diríase que Montgelas y Baviera no son sino pretextos para acabar llegando mucho más lejos. En el trabajo se retrata en abstracto lo que es la nunca sencilla articulación territorial de varias esferas de poder —en eso consisten todos los federalismos— y también las tensiones que inevitablemente se producen en las épocas en las que lo viejo ha muerto y lo nuevo no termina de nacer: los períodos de transición, que casi siempre lo son también, valga el juego de palabras, de transacción o compromiso. Transaccional fue nuestro texto gaditano de 1812 —luego ascendido a mito democrático, pero esa es otra historia, la de cómo nacen y se desarrollan los mitos hasta arraigar—, y lo mismo, más o menos, puede predicarse de todos los textos normativos de aquella época, empezando por la Constitución francesa de 1791 e incluyendo a la de 1808 en Baviera, por supuesto.
La obra ya ha tenido su epílogo en Abdicación por amor. Una novela real (Triacastela, Madrid, 2021). En esta última, el autor continúa la historia del reino de Baviera en la época del rey Luis I (hijo del rey Max). Así pues, el profesor Sosa Wagner cumplió este 2021 la promesa, que anunciaba en Gracia y desgracia del Sacro Imperio Romano Germánico, de sacar del cajón a Lola Montes y su romance con el rey Luis. Mas comentar la novela sería un trabajo que se excede, en mucho, del presente. Por el momento, debemos concluir de esta obra del Sacro Imperio y de Montgelas que, si, como sentenciaba el incisivo pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila, «a la literatura pertenece todo libro que se pueda leer dos veces», nos hallamos, sin ningún género de dudas, ante una obra literaria esencial que viene a enriquecer nuestra —pobre— bibliografía sobre el Sacro Imperio.
Como punto y final, se ha de hacer mención a que algunos administrativistas, casi sin quererlo, se han convertido en dignos sucesores de lo mejor del pensamiento jurídico-político hispano. El lector debe estar agradecido de tener entre nosotros plumas como la del profesor Sosa Wagner, quien nos interpela, con sus magníficas obras, a dar la talla y alcanzar, siquiera por leve aproximación, su altura algún día.