RESUMEN
Este trabajo analiza el conflicto planteado en Francia a raíz de la publicación de las caricaturas de Mahoma, renovado actualmente por la celebración del juicio por los atentados del año 2015 y que ha impulsado, entre otras razones, el proyecto de ley para reforzar los valores de la república. Parte de la idea de que este tipo de cuestiones requiere un enfoque político-normativo, que evalúe las instituciones y los procedimientos —la laicidad, en este caso— atendiendo a los valores que las justifican —la igualdad— y al contexto en el que actúan. A partir de la distinción entre los diferentes planos de las caricaturas (su publicación, su contenido burlesco y la asociación con la violencia) muestra, en primer lugar, un posible acercamiento desde los criterios establecidos por el Consejo de Europa sobre los límites de la libertad de expresión. Continúa con la exposición de una perspectiva político-normativa, tomando como referencia los valores que propone reforzar el proyecto de ley francés para combatir el islamismo radical. Concluye, además de la insuficiencia de un enfoque meramente legal, que este tipo de valores se convierten en algo intangible, algo que no admite la crítica, contribuyendo a reforzar el asimilacionismo típicamente francés, en detrimento del valor de la igualdad.
Palabras clave: Multiculturalismo; laicidad; inmigración.
ABSTRACT
This paper analyses from a normative perspective the conflict that arose in France as a result of the publication of the Muhammad cartoons, currently renewed by the trial for the attacks of 2015 and which has prompted the law to reinforce the values of the Republic. It is based on the idea that this type of issue requires a political—normative approach, which evaluates institutions and procedures —secularism, in this case— considering the values that justify them —equality— and the context in which they operate. Based on the distinction between the different aspects of caricatures: their publication, their burlesque content, and their association with violence, it first shows a possible approach based on the criteria established by the Council of Europe on the limits of freedom of expression. It goes on to present a normative perspective, taking as a reference the values that the French law proposes to reinforce in order to combat radical islamism. It concludes, in addition to the inadequacy of a merely legal approach, that this type of values become intangible, something that does not admit criticism, contributing to the reinforcement of typically French assimilationism, to the detriment of the value of equality.
Keywords: Multiculturalism; secularism; immigration.
Uno sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa.
Michel Foucault. El orden del discurso[1]
Coincidiendo con el inicio del juicio a los responsables del atentado contra los dibujantes del semanario Charlie Hebdo, Macron afirmaba en septiembre de 2020 ante la Asamblea Nacional —como tras los atentados de 2015 lo hiciera Manuel Valls— que la prohibición de la blasfemia no tendría lugar jamás en Francia (Le Figaro, 2020). Sería algo difícilmente compatible con el sentido de la laicidad, que no es otro que garantizar los principios del pluralismo y la igualdad democrática. Tanto en el momento de los atentados como ahora, durante la celebración del juicio, ha tenido lugar una gran movilización de la sociedad francesa «en defensa de la república» y sus valores frente a «la intolerancia». Y ese es también el objetivo que persigue el Proyecto de Ley para reforzar el respeto a los valores de la República (Assemblée Nationale, 2020)[2] con el fin de combatir el islamismo radical.
Francia se halla inmersa desde hace años en un intenso debate en relación con la integración de la población de tradición musulmana y sobre la manera de responder a las demandas para extender sus prácticas al espacio de la sociedad civil, como la ayuda para la construcción de mezquitas o el uso de los símbolos religiosos en la vía pública. Esta cuestión, a su vez, ha dado lugar a una reflexión sobre la identidad nacional y la necesidad de profundizar en los valores que la integran, especialmente la laicidad, establecida en la ley de 1905 y consagrada en la constitución de 1958, como un elemento distintivo del proyecto republicano. En estas circunstancias, el conflicto planteado por la publicación de las caricaturas de Mahoma, los atentados que lo siguieron, así como el juicio recientemente celebrado contra quienes los perpetraron y los tristes acontecimientos que lo acompañaron, como el asesinato del profesor Samuel Paty, plantean una serie de cuestiones de indudable interés y que tienen que ver, no solo con la integración, sino también con la manera de mediar entre las demandas de la sacralidad de lo religioso y la libertad de expresión en una sociedad multicultural.
Voy a analizar el conflicto tomando como referencia los diferentes planos de las caricaturas a los que se refirieron, tanto entonces como ahora, los argumentos desplegados por la comunidad musulmana en contra de su publicación[3]. Estos son de dos tipos: en primer lugar, los que se refieren al mero hecho de su publicación, considerado como una profanación de lo sagrado. Segundo, los que aluden al contenido, tanto a su carácter burlesco, como, fundamentalmente, a la representación del profeta con una bomba en el turbante —que se convirtió en símbolo de la polémica—, sugiriendo que el islam es un credo violento o que todos los musulmanes son terroristas. Cada uno de ellos merece un tratamiento diferente. El primero, desde la consideración —a la que se referían Macron y Valls— de la blasfemia en una sociedad democrática. El segundo, desde la definición de discurso ofensivo y discurso de odio y la prevención de la discriminación.
Ambos aspectos pueden, a su vez, abordarse desde una doble perspectiva: jurídica y político-normativa. Mi tesis es que un enfoque meramente legal constituye únicamente un punto de partida, que debe ser complementado con una perspectiva de tipo político-normativo, desde los valores que justifican las instituciones —en este caso, la laicidad—, su funcionamiento real de cara a la realización de dichos valores, así como los objetivos que pueda priorizar una política desarrollada en respuesta a las demandas de un grupo. Esa evaluación normativa exige considerar el contexto en el que actúan los procedimientos institucionales de los que nos dotamos para lograr determinados fines. Y para ello, resulta ineludible legitimar la crítica —eliminar, por tanto, la blasfemia— también cuando se refiere a nuestras instituciones y a la valoración de su funcionamiento. En definitiva, no es tan importante preservar los procedimientos —la separación de esferas en la que se materializa la laicidad— como los valores que los justifican y los objetivos que persiguen —la igualdad y la cohesión social—.
Mostraré, en primer lugar, un posible acercamiento a este caso desde los criterios establecidos por el Consejo de Europa en relación con los límites de la libertad de expresión. Seguiré con la exposición del enfoque político-normativo y para ello tomaré como referencia los valores que se propone reforzar el proyecto de ley francés para combatir el islamismo radical, para concluir cómo este tipo de valores no solo actúan como referentes normativos sino que, de alguna manera, se convierten en algo intangible, algo que no admite la crítica —precisamente en un contexto en el que Francia asiste a un intenso movimiento en favor de la libertad de expresión—, contribuyendo a reforzar el asimilacionismo típico de este país.
Lo que sigue no es un análisis exhaustivo del complejo debate sobre la libertad de expresión y su difícil equilibrio con la libertad religiosa. Únicamente pretendo mostrar, tras un análisis de las dificultades que plantea la perspectiva jurídica, la pertinencia de un enfoque de carácter político-normativo y contextual, que ponga el acento en el objetivo de la integración.
Los valores que están en juego aquí y que podrían llevar al Estado a limitar legalmente el derecho a la libertad de expresión son la protección del debate público, la protección de los sentimientos religiosos y la prevención de la discriminación (Post, 2007). Cada uno de esos tres valores nos va a permitir analizar los diferentes planos del conflicto y los argumentos utilizados por la comunidad musulmana: representación de Mahoma, representación caricaturesca, representación del profeta con una bomba en el turbante, que asocia al islam —y a sus creyentes— con la imagen de un credo violento.
La protección del debate público es, en primer lugar, el sentido tanto de la libertad de expresión como de la laicidad. La legitimidad democrática exige dos cosas: que el debate público esté abierto a todas las opiniones por igual y que las decisiones políticas se basen en argumentos racionales, universalizables, nunca en convicciones particulares. Y este es, en primer lugar, el sentido de la laicidad, como separación de las esferas política y religiosa (MacLure y Taylor, 2011; Roy, 2007; Ruiz Miguel, 2021). Esa mutua autonomía es una condición para que las decisiones políticas respondan a una justificación de carácter laico, en el sentido de que no se basen en una cosmovisión particular, como lo son las creencias religiosas, de forma que no beneficie a ninguna opción concreta, con el fin de garantizar la igualdad entre los ciudadanos. Significa, además, la expulsión del debate público de lo que un grupo considera como intangible. Por eso laicidad y libertad de expresión están estrechamente vinculadas. Si la legitimación democrática exige la argumentación racional y la posibilidad de manifestar las diferentes opiniones en asuntos de interés público, no es posible excluir aquellas que son contrarias a lo que un grupo estima como sagrado. Por eso no cabe el delito de blasfemia en un sistema que aspira a gobernar democráticamente a una ciudadanía con diferentes creencias. Este es el sentido de la Recomendación (2007) 1805, sobre blasfemia, insultos religiosos e incitación al odio, del Consejo de Europa, que señala que «la blasfemia, el insulto a una religión no debe considerarse como un delito» y aconseja a los países que «permitan un debate abierto sobre cuestiones relacionadas con la religión y las creencias y no privilegien a una religión en particular a este respecto» (Consejo de Europa, 2007).
La protección del debate público implica, entonces, la imposibilidad de limitar el discurso exclusivamente por violar un precepto de un determinado grupo en relación con lo sagrado —como ocurre con la prohibición de representar a Mahoma—. La mera representación del profeta significa no respetar una norma sagrada para un grupo, algo, entonces, perfectamente admisible, por mucho que algunos musulmanes se sintieran ofendidos por lo que consideraban un acto blasfemo. En esta línea argumentaba Flemming Rose, editor del primer periódico que publicó las caricaturas, el Jyllands—Posten: «Una cosa es el respeto a la religión [de hecho, su periódico se disculpó por la ofensa causada] y otra muy distinta la sumisión a los tabúes de cualquier religión» (Rose, 2006). Desde esta perspectiva, la publicación de las caricaturas debería quedar inmune a cualquier ejercicio de censura.
Pero la protesta iba dirigida, fundamentalmente, contra la representación irreverente del profeta, considerada como algo ofensivo. La protección de los grupos religiosos sería un segundo valor en juego, que podría llevar a limitar la libertad de expresión. De hecho, en los países democráticos en los que aún existe una ley de blasfemia —como puede ser Gran Bretaña— su justificación no radica en la violación de algo considerado como sagrado, sino en la posible ofensa hacia un determinado grupo.
En relación con este punto el Consejo de Europa ha establecido, en primer lugar, la legitimidad de la crítica. «La libertad de expresión se refiere no solo a las “informaciones” o “ideas” favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una “sociedad democrática”» (Tribunal Europeo de Derechos Humanos, 1976: par. 49)[4]. En consecuencia, desde la consideración de la legitimidad de la crítica y la ofensa, la publicación de las caricaturas entraría también dentro del ámbito de la libertad de expresión.
Sin embargo, el Tribunal manifiesta que no serán permitidas aquellas «expresiones que resulten gratuitamente ofensivas para los demás y, por tanto, vulneren sus derechos», ya que no contribuyen de forma alguna a un debate público ni a la promoción del progreso en asuntos humanos (Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Otto Preminger Institut v. Austria, 1994, par. 49)[5]. El Tribunal invoca, además, «el derecho de los ciudadanos de no ser insultados en sus sentimientos religiosos» que, en casos extremos, puede llegar a limitar el ejercicio de la libertad religiosa, por lo que «la exhibición de forma provocativa de objetos de veneración religiosa. puede ser considerada como una maliciosa violación del espíritu de tolerancia que debe caracterizar a una sociedad democrática» (Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Otto Premminger, v. Austria, 1994, par. 43). El respeto a los sentimientos religiosos, la protección del derecho a la libertad religiosa y la defensa del orden público (como establece el artículo 10.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos) justifican, en este caso, la limitación de la libertad de expresión. Esto es aceptable, siempre que no excluya —conforme a lo que hemos visto— la crítica o la manifestación del desacuerdo con las convicciones ajenas ya que, de otra forma, se excluiría de la posibilidad de contribuir a la formación de la opinión pública a quien tenga una opinión negativa respecto a una creencia determinada. La tolerancia debe referirse, entonces, a la expresión del desacuerdo o la valoración crítica, no a la expresión vejatoria.
Pero ¿cuándo una ofensa es gratuita e innecesaria para el debate público? Hay que diferenciar aquí el contenido de la forma de la crítica. Por lo que respecta al contenido, algunas de las caricaturas sí se referían a cuestiones con una amplia presencia en el debate público (violencia, desigualdad de género) que fueron, justamente, las que dieron lugar a su publicación. Pero una cosa es la argumentación razonada que lleva a conclusiones críticas respecto al islam y otra la mofa y la ridiculización mediante una representación caricaturesca, como podría ser el caso aquí. Como señaló en su momento el Relator de Naciones Unidas para temas de racismo, los grupos deben tolerar la crítica, pero no los insultos que, por la forma en que son emitidos, pueden resultar «absolutamente insultantes» y «las creencias no pueden ser humilladas al amparo de la libertad de expresión» (Diéne, 2006).
El problema es cómo la ley puede discriminar aquellos estilos que son intrínsecamente ofensivos de los que merecen una protección (Post, 2007: 81). De acuerdo con lo que hemos visto antes, la distinción no puede establecerse, obviamente, sobre la base de las creencias de un grupo determinado. No solo porque puede ocurrir que dichas creencias sean incompatibles con los valores democráticos —la igualdad de género, por ejemplo—, sino por el carácter contingente, particular, de lo que se considera ofensivo. El umbral debería establecerse a partir de principios racionales que protejan a todos los ciudadanos —y el reto aquí es brindar a todos los grupos la misma protección— que tengan, por tanto, una aplicabilidad universal, de forma que sean compatibles con la legitimidad democrática, es decir, a partir de principios laicos. Pretender hacerlo desde la idea de blasfemia no lo es, puesto que esta se funda en las convicciones religiosas de un grupo particular. En consecuencia, la publicación de las caricaturas podría ser, quizás, rechazable, no por violar algo sagrado para un grupo concreto —como lo es la representación gráfica del profeta—, ni por la crítica de cuestiones que están en el debate público, sino, en todo caso, por la forma caricaturesca y el carácter gratuito de la burla contenida en algunas de las viñetas.
La dificultad para diferenciar de una manera nítida y general la crítica de la ofensa gratuita a los sentimientos religiosos justifica el margen de apreciación permitido a los tribunales de cada Estado, que deberán juzgar el caso de acuerdo con el contexto y las circunstancias específicas de cada país. Esas circunstancias podrían incluir, por ejemplo, la situación de minoría en la que se encuentra el colectivo objeto de la crítica o las potenciales consecuencias de dicha expresión y su impacto en la paz social. También el semanario aludía a la justificación —o a su ausencia— en el contexto de la celebración del juicio a finales de 2020. «Desde enero de 2015, nos han pedido repetidamente publicar otras caricaturas de Mahoma. Siempre nos hemos negado, no porque esté prohibido, porque la ley nos lo permite, sino porque hacía falta un buen motivo para ello, una razón que tenga sentido y que aporte algo al debate» (Ayuso, 2020). Pero, aún entonces, ¿es necesaria —ahora como en 2006— su publicación? ¿Contribuye al debate público? No, desde luego —como luego se argumentará—, si lo consideramos desde el punto de vista de la igualdad y la integración.
Hay un tercer valor que está aquí en juego y que es la prevención de la discriminación. No se trata, en este caso, de proteger lo que un grupo considera como sagrado, ni de preservar al grupo de la crítica y la ofensa, sino de evitar la discriminación. Cabría aplicar en este aspecto lo que el Consejo de Europa ha definido como discurso de incitación al odio, que «abarca todas las formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo y otras formas de odio basadas en la intolerancia, en particular, la intolerancia expresada por el nacionalismo agresivo y el etnocentrismo, la discriminación y la hostilidad contra las minorías, los inmigrantes y las personas de origen inmigrante» (Tribunal Europeo de Derechos Humanos, 2003)[6]. A diferencia de lo que hemos visto en relación con la blasfemia y la ofensa, en el discurso que pueda incitar al odio y la discriminación se reducen los márgenes de la libertad de expresión.
Desde esta perspectiva únicamente podrían censurarse legalmente las caricaturas que asocian a Mahoma y sus enseñanzas con la legitimación de la violencia. Es lo que ocurre en la que aparece el profeta con una bomba en el turbante o la que representa a los terroristas suicidas que a la puerta del Paraíso se topan con un cartel que avisa: «Nos hemos quedado sin vírgenes». No es este un trato irreverente de objetos o ideas sagradas, ni una crítica a una religión, sino un discurso que asocia a un colectivo con estereotipos que lo vinculan con el terrorismo y la violación de los derechos humanos. No se trata, en este caso, de proteger lo sagrado para un grupo, ni siquiera sus sentimientos religiosos, sino de proteger al grupo del rechazo y la discriminación.
Sucede aquí algo semejante a lo contemplado en el caso Norwood v. Reino Unido (2004), referente a un ciudadano británico que había colocado una fotografía de las Torres Gemelas de Nueva York en llamas y un letrero en el que ponía: «Fuera el islam de Gran Bretaña. Protejamos al pueblo británico». El Tribunal considera que constituye un ataque general contra un grupo religioso por asociarlo a un grave atentado terrorista, algo incompatible con los valores de la tolerancia, la paz social y la no discriminación y, en consecuencia, no queda amparado por la libertad de expresión.
Es preciso distinguir, por tanto, tres planos en las caricaturas, los tres criticados en las movilizaciones contra su publicación. Primero, la representación de Mahoma, violación de una norma o un valor que, obviamente, solo afecta a la comunidad musulmana y no puede reclamar una justificación universalizable. Segundo, la representación caricaturesca, un discurso de carácter ofensivo, que entra dentro de los límites de la libertad de expresión. Aunque, quizá, atendiendo a la forma, cabría su consideración como una ofensa gratuita y podría ser, quizás, rechazable. Y, finalmente, las imágenes que contienen estereotipos en relación con la comunidad musulmana, como sucede en las que asocian islam y violencia. Todas las caricaturas tendrían, por tanto, un carácter blasfemo en la medida en que transgreden algo sagrado para el grupo, pero no todas son meramente blasfemas (Cox, 2017: 58). En este último caso, además de blasfemo, se considere o no como incitación al odio, se trata cuando menos de un discurso cargado de estereotipos que contribuyen al racismo y la discriminación y, en consecuencia, rechazable.
A estas distinciones aludía el imán de Alfortville (Val-de-Marne), Abdelali Mamoun, coincidiendo con la celebración del juicio por el atentado, lamentando, precisamente, la «amalgama» que contienen las caricaturas. «Cuando se muestra al profeta con bombas y granadas en su turbante, estamos dando a entender que todos los seguidores de este profeta serían potencialmente terroristas, personas peligrosas para la sociedad. Eso es lo que condeno y no los insultos ni la blasfemia» (L’Express, 2020).
En cualquier caso, tampoco aquí resulta fácil trazar de manera clara la línea que separa el discurso de incitación al odio de la mera crítica, protegida por la libertad de expresión. A este respecto, el Tribunal de Primer Instancia de París declaró en el año 2007 en relación con el caso Charlie Hebdo que en una sociedad laica y pluralista, como es Francia, el respeto por todas las creencias va unido a la libertad de criticar cualquier religión, a diferencia de la injuria, en cuanto ataque a una persona o grupo de personas por su pertenencia a un grupo (Tribunal de Grande Instance Paris, 2007). El Tribunal absuelve al periódico por considerar, a diferencia de lo que alegaban en su demanda la Unión de las Organizaciones Islámicas de Francia y el Consejo Francés del Culto Musulmán, que la caricatura, lejos de pretender representar al islam, solo buscaba llamar la atención sobre una cuestión que ya estaba en el debate público y que no suponía una injuria contra los musulmanes porque únicamente se refería a extremistas. Sin entrar a valorar la decisión del Tribunal, queda abierta la pregunta sobre si el recurso a imágenes caricaturescas no podría estar obedeciendo a «una estrategia de calculada ambivalencia» (Wodak, 2015: 19) para solventar, precisamente, la posible acusación de discurso discriminatorio.
Pero, al margen de su intencionalidad e incluso aunque se interpretara como algo que contribuye al debate público en torno a la cuestión de la justificación del terrorismo desde el islam y, por lo tanto, como una expresión legítima desde el punto de vista jurídico, se trata de un ataque a una religión y, por extensión, a quienes la practican, que debería ser interpretado, al menos, como una manifestación de racismo hacia los musulmanes como grupo y no como una crítica o una ofensa a las creencias religiosas. Por eso, aunque pueda resultar difícil justificar la prohibición, hay argumentos de tipo político-normativo que pueden servir para mostrar su carácter problemático.
El enfoque jurídico es, entonces, un punto de partida, pero considero que esta cuestión exige una perspectiva político-normativa y contextual, que atienda a los valores que subyacen a las instituciones y a su funcionamiento real en sociedades multiculturales, en las que existen minorías en una clara situación de desventaja, que puede determinar la conveniencia del momento y la manera de una determinada expresión. La publicación de las caricaturas puede resultar admisible desde un punto de vista jurídico (salvo, quizá, la del turbante con la bomba y la de los terroristas autoinmolados), pero podría no serlo desde una perspectiva político-normativa: desde la consideración de los valores de la república, desde el modelo de sociedad al que aspiramos y las políticas implementadas en aras a lograr una mayor integración y cohesión social (Post, 2007: 72; Levey y Modood, 2009: 429; Laborde, 2011: 604; Parekh, 2017: 932; Gauthier 2017).
El Proyecto de Ley para reforzar el respeto a los principios de la República, presentado en la Asamblea Nacional el 9 de diciembre de 2020[7], impulsado, entre otros factores, por los acontecimientos que rodearon al juicio contra los terroristas y situado en ese largo proyecto francés por definir su identidad en relación con la laicidad y por avanzar en la integración de la población musulmana y combatir el islamismo radical, proporciona las claves normativas desde las que abordar el conflicto. Los objetivos de la ley son los que inspiran las políticas de integración y, por tanto, constituyen una referencia axiológica que debería orientar también el abordaje de este tipo de conflictos. Concretamente, en la exposición de motivos señala: «Nuestra república se apoya sobre fundamentos sólidos, fundamentos intangibles para el conjunto de los franceses: la libertad, la igualdad, la educación, la laicidad»[8]. Tres cuestiones deberían ser consideradas desde estos principios intangibles: el objetivo de la integración social, la situación de desigualdad que afecta, en este caso, a la comunidad musulmana y el «secularismo moderado» (Modood, 2010) que caracteriza a las sociedades occidentales.
La integración es el sentido de la Ley para reforzar el respeto a los principios de la república. Pretende combatir las amenazas a «la cohesión social y la fraternidad», según reza la presentación del Proyecto de Ley ante la Asamblea Nacional. Y el medio para lograrlo es reforzar los valores republicanos, como se deriva del propio título de la ley.
Partimos de que en un contexto democrático la integración debe entenderse, en primer lugar, no como un proceso de inclusión/absorción de un grupo minoritario en el conjunto de la sociedad hasta la completa eliminación de la diferencia (Brubaker, 2001), sino como ese «proceso bidireccional de adaptación mutua» propuesto por la Unión Europea (2005), que se traduce en el modelo intercultural defendido por el Consejo de Europa (2008) y que exige el diálogo entre culturas como un medio para favorecer la integración y la cohesión social. Aplicado a la situación que aquí analizamos implica varias cosas en relación con los tres planos de las caricaturas señalados en el epígrafe anterior.
En primer lugar, por parte de las comunidades musulmanas exige renunciar al delito de blasfemia. Tolerancia y pluralismo son las bases del sistema democrático, tolerancia en relación con las minorías, en relación con las opiniones divergentes, pero tolerancia también de las minorías respecto al hecho del pluralismo y la consiguiente expulsión de lo sagrado —lo intangible— del debate público. Asumir, por lo tanto, —como señalaban Valls y Macron— que el delito de blasfemia —como categoría religiosa no universalizable— no tiene cabida en una sociedad democrática. Esto exigiría, por tanto, admitir la publicación de imágenes de Mahoma.
Aceptar, en segundo lugar, la legitimidad de la crítica como algo exigido tanto por la laicidad, como por el derecho a la libertad de expresión y su función de legitimación democrática. A esto se refería el presidente del Consejo Francés del Culto Musulmán, Mohammed Moussaoui, durante la celebración del juicio el pasado mes de noviembre cuando llamaba a «ignorar» las caricaturas del profeta después de que el semanario hubiera decidido volver a publicarlas. «La libertad de hacer caricaturas y la libertad de que no gusten están garantizadas y nada justifica la violencia»; «hemos aprendido a ignorarlas y llamamos a mantener esta actitud ante toda circunstancia» (L’Express, 2020). Ninguna religión está exenta de la crítica y eso es lo que está en juego en otro caso actual que divide a la opinión pública francesa, el affair Mila, adolescente que se ha visto obligada a ocultarse tras recibir violentas amenazas por criticar al islam en las redes sociales (Mila, 2021). Aceptar la crítica es, entonces, una clara exigencia democrática, pero en cualquier caso, quizá habría que atender, como he señalado antes, no solo al contenido sino también a la forma de la crítica. Y, si el objetivo es la integración, debería priorizarse el respeto mutuo y la igualdad sobre el derecho a la ofensa, la mofa y la ridiculización (Modood, 2019: 64). No es una cuestión de blasfemia, no es una justificación de carácter religioso, sino un asunto de igualdad en respeto y dignidad.
¿Y qué actitudes exigir a la sociedad de acogida? Esto nos lleva al tercer plano que distinguíamos en las caricaturas, la asociación con la violencia. No parece muy coherente señalar de esa manera a un grupo concreto, atribuyéndole cualidades indeseables que justificarían la hostilidad hacia sus miembros y, a la vez, promover una —mal llamada— «ley contra la separación»: se exige su integración en ese espacio de la ciudadanía igualitaria a la vez que se los señala como un grupo difícilmente integrable. Una ley criticada, precisamente, por estigmatizar a los musulmanes como un todo, cuando, como señalaba el presidente del Consejo Francés del Culto Musulmán en una de las sesiones de tramitación de la ley en el Senado, «la lucha contra el extremismo es también nuestra lucha» (Moussaoui, 2021).
Paradójicamente, también desde la perspectiva de la integración, aunque en un sentido bastante diferente al aquí sugerido, justificaba Flemming Rose, editor del Jylands Posten, su decisión de publicarlas: «Las caricaturas fueron un acto de inclusión. La igualdad de trato (equal treatment) es la manera democrática de superar las barreras tradicionales de sangre y suelo para los recién llegados. Para mí, eso significa tratar a los inmigrantes de la misma manera que trataría al resto de los daneses» (Rose, 2006). En opinión del periodista danés, la ofensa podría considerarse como algo que, más que infligir un daño a un grupo, ayuda a su integración, en la medida en que al hacerles objeto de la sátira y el humor se trata a los musulmanes como a cualquier otra persona o grupo social.
Pero esto plantea varias dudas. En primer lugar, habría que distinguir también aquí la representación de Mahoma de la representación ofensiva y de la imagen estereotipada del islam asociado a la violencia. ¿Realmente los insultos son integradores? ¿En qué condiciones? ¿En qué sentido hablamos de «inclusión»? Se trata, en todo caso, de una inclusión que pasa necesariamente por la total conformidad con los valores occidentales, lejos, por tanto, del modelo intercultural propuesto por el Consejo de Europa (Kahn, 2009: 285). Para responder a estas preguntas es preciso atender al contexto en el que se publican, un contexto marcado por la desigualdad social.
Los principios, las instituciones, no operan en el vacío sino en unas circunstancias socioculturales determinadas. El apoyo a la publicación de las caricaturas se basa en la defensa de la libertad de expresión y la laicidad, pero no considera la situación de desigualdad en la que se encuentran quienes son objeto de las críticas ni su potencial impacto en un contexto de creciente rechazo hacia el islam y los musulmanes[9]. Suele señalarse que la respuesta al discurso ofensivo debe ser una mayor libertad de expresión. Pero las ideas no actúan en un espacio ideal en el que se impone «la fuerza del mejor argumento», sino en una determinada estructura social, donde no todos los grupos gozan de igual acceso y reconocimiento y «la victoria cae del lado de quienes están en una situación ventajosa o saben tocar las teclas adecuadas para agitar los temores de la gente» (Parekh, 2017: 933).
Es preciso, por tanto, atender a ese contexto de desigualdad en el que se produce una «esencialización neo-racista» (Mondon y Winter, 2017: 41) de la comunidad musulmana, y en el que el islam está siendo estigmatizado por medio de su vinculación con el terrorismo y las violaciones de los derechos humanos. «Tener el derecho a publicarlas no significa que deba hacerse y, desde luego, publicar caricaturas que muchos musulmanes considerarían ofensivas en un contexto marcado por la islamofobia posterior al 11 de septiembre fue una grave falta de prudencia y empatía» (Maclure, 2015).
Al margen de que alguna de las caricaturas quizá podría calificarse como discurso de odio, una de las justificaciones para limitar este tipo de discurso es el daño directo causado a terceros. No es tarea fácil identificar y probar el daño pero, desde luego, es preciso ir más allá de la amenaza de violencia inmediata. Y el declive del clima social de respeto mutuo es ya un serio daño, aunque no se dirija contra individuos concretos ni suponga un peligro de violencia inminente (Waldron, 2012: 96; Modood, 2019: 62; Parekh, 2017: 934-935; Post, 2007: 83). Resulta difícil determinar dónde empieza el daño y, por tanto, dónde trazar la línea de lo permisible. Pero, en cualquier caso, no basta solamente con prohibir la discriminación, sino que es preciso prevenirla, modificando las condiciones sociales que puedan legitimarla, entre las que se encuentra la islamofobia, ampliamente extendida desde hace décadas en Europa (Runnymede Trust, 2017) y que las caricaturas no hacen sino alimentar. Y esto es aún más necesario en un momento en el que parece haberse producido una «normalización de la retórica excluyente» (Wodak 2015, xiii) por parte de algunas fuerzas políticas, especialmente de la derecha radical, que presenta al islam como una amenaza, «contribuyendo a hacer respetable la xenofobia» (Kahn, 2008: 526). Por eso, la coherencia con el objetivo de la integración exige centrar nuestros esfuerzos, no solo en el daño producido, ni en su causa inmediata, sino también en sus condiciones a largo plazo, evitando sembrar palabras de odio.
Puede ser útil aquí recurrir a la distinción entre lesiones ilegítimas (lesiones tanto desde el punto de vista sociológico como jurídico) y lesiones legítimas a los sentimientos religiosos (son lesiones en términos sociológicos, pero no jurídicos) (Ferreiro Galguera, 2006: 19). Si lo que se busca es la integración, lo que cabe esperar de la sociedad de acogida es renunciar a lo que constituye una lesión que, aunque sea legítima jurídicamente hablando, resultaría ilegítima desde el punto de vista sociológico. Ofender gratuitamente, reforzar estereotipos que ya están presentes en la opinión pública, no parece la mejor forma de crear un clima de respeto a los derechos humanos que favorezca la integración. Y, desde este punto de vista, no cabe considerar la ofensa como un acto de inclusión. En primer lugar, porque este tipo de discursos implica negar que los grupos a los que se dirigen sean plenamente miembros de esta sociedad en igualdad de condiciones que los demás (Waldron, 2012: 88). Y, además, porque excluye al grupo minoritario de la participación en la conformación de los valores colectivos. Si los valores liberales fueran realmente incluyentes deberían estar abiertos, desde esa idea de integración bidireccional, a una reformulación en el contexto de una mayor presencia de esos grupos ya no tan minoritarios en términos cuantitativos, pero que lo siguen siendo en un sentido sociológico.
Esto nos lleva también a preguntarnos por la manera de entender la igualdad. Desde un sentido meramente formal, como «tratar por igual» —en la línea de lo que Rose afirmaba sobre la inclusión—, la publicación de las caricaturas quizá podría ser normativamente justificable. Pero, en su sentido de «tratar como iguales» nos plantea la exigencia de proteger a los miembros de los colectivos vulnerables de expresiones que dificultan su «reconocimiento como iguales y como portadores de los mismos derechos» (Waldron, 2012: 59), en definitiva, como dignos miembros de esta sociedad. Es la idea de «sociedad decente» propuesta por Margalit (1997), aquella que, más allá de lo legal, no humilla a sus miembros, aunque pertenezcan a grupos minoritarios o excluidos. Algo que no ocurre cuando se propagan palabras insultantes que, probablemente, no aceptaríamos si fueran proferidas por una minoría.
Desde esta perspectiva, resulta entonces, un discurso problemático no por ser crítico o irreverente, sino por su carácter xenófobo, por ser un discurso —a diferencia de la blasfemia— dirigido contra un grupo, no contra objetos, valores, creencias o preceptos sagrados. No se trata, por tanto, de proteger lo sagrado para un grupo, de proteger una religión, sino de proteger al grupo —minoritario— de la demonización xenófoba mediante la difusión de estereotipos negativos a partir del comportamiento de una parte de él. La perspectiva es aquí la de la igualdad de derechos: la protección del grupo, no de una creencia concreta.
La laicidad es otra de las referencias normativas que propone la ley para reforzar los valores de la república y que exige también atender al contexto de desigualdad para desde ahí evaluar normativamente el «status quo de la neutralidad» (Laborde, 2011: 605). Para ello debemos distinguir entre los fines perseguidos por la laicidad —la igualdad y la protección de la libertad en materia religiosa— y los procedimientos —la separación de esferas— y su funcionamiento real para lograr dichos fines. Y en esta comparación entre los ideales y la realidad surgen dos cuestiones pertinentes para este análisis: el «giro sustantivista» (Baubérot, 2012) de la laicidad francesa y el «secularismo moderado» (Modood, 2019) que caracteriza a los diferentes regímenes de separación en Europa.
Por lo que se refiere, en primer lugar, a los fines, la laicidad se enmarca en el ideal general de neutralidad al que debe aspirar el Estado si quiere tratar de manera justa a los individuos con visiones y esquemas de valores diferentes (MacLure y Taylor, 2011; MacLure, 2015; Modood, 2012; Ruiz Miguel, 2021). Para ello son necesarios una serie de arreglos institucionales —con sus diferentes versiones en cada país— que aseguren la separación de los ámbitos político y religioso. En el caso francés, la laicidad no es de suyo una institución combativa hacia el hecho religioso, sino una demarcación de esferas que implica la neutralidad del poder político en relación con las diferentes confesiones religiosas. Pero esa separación es un procedimiento que persigue el objetivo de garantizar la libertad y la igualdad de la ciudadanía dentro de esa «república indivisa» que es Francia. El fin de la laicidad responde a un proyecto de integración cívica que exige trascender los determinantes identitarios del individuo (así lo propone también la ley de manera expresa) como puede ser la religión, para acceder al espacio universal de la ciudadanía y la igualdad de derechos, en el que ya no existen las «distinciones de nacimiento» que declaraba abolidas la Constitución francesa de 1791, para lograr, en definitiva, la integración y la cohesión social.
Y desde el ideal tenemos que volver de nuevo al contexto. Un contexto marcado, en primer lugar, por un movimiento «identitarista» (Naïr, 2016: 138) que recorre Europa y que se manifiesta, entre otras cosas, en la tendencia a denominar a las personas migrantes a partir de su pertenencia a una confesión religiosa particular. A pesar de ser franceses —de varias generaciones, incluso— que practican el islam, se les sigue denominando «musulmanes franceses o musulmanes de Francia (musulmans de France). No existe otro término equivalente como los cristianos de Francia, los judíos de Francia o los budistas de Francia» (Hannoum, 2015: 23). Esto resulta en lo que podríamos denominar una «alterización» del islam, percibido como el «otro» de la república «una e indivisible», no solo por pertenecer a una tradición no europea, sino, sobre todo, porque sus demandas presentan, supuestamente, una amenaza para los valores que sustentan las democracias occidentales, fundamentalmente la laicidad (Innerarity, 2018).
Ese movimiento identitarista tiene también sus consecuencias en la manera de entender la laicidad. Más allá de los distintos modelos de relación entre el Estado y las confesiones religiosas, en el debate intelectual y político francés existen diferentes versiones de la laicidad —Baubérot (2017) distingue hasta siete—, que orientan, a su vez, el sentido de las políticas desarrolladas en este campo. El debate público actual sobre este tema se mueve entre dos posturas intelectuales diferentes. Por un lado, la laicidad universalista, republicana (Badinter et al., 1989; Kintzler, 2014) que propugna «el exilio de la religión de la esfera pública» (Portier, 2018: 39). El argumento principal es que la expresión de las diferencias —por ejemplo, mediante el velo— atenta contra los valores republicanos de la igualdad —dificulta recibir un trato igualitario— y la libertad —por el sometimiento a los dictados culturales del grupo, especialmente, en el caso de las mujeres—, en último término, porque contribuye a reforzar las solidaridades particulares que apartan a los individuos del proyecto colectivo francés de unidad social e igualdad en torno a la idea de ciudadanía[10]. En el otro extremo, algunos intelectuales (Baubérot, 2014, 2017; Wieviorka, 2017; Touraine y Renaut, 2005) critican el —falso— universalismo abstracto republicano, que ignora una realidad social en la que las desigualdades socioeconómicas no se reparten por igual entre los diferentes grupos étnicos, haciendo imposible el desarrollo de políticas para abordarlas. Por eso abogan por una interpretación liberal de la laicidad, que, a partir del reconocimiento del hecho del pluralismo, aspira a proteger las libertades individuales —en materia religiosa—, la expresión de la propia identidad, como algo que, además de ser más acorde con la dignidad humana —y la igualdad—, puede favorecer la integración.
Pero frente a las concepciones liberales, desde los años noventa se ha producido en Francia el despliegue de una laicidad, en su versión republicana, que se ha vuelto especialmente combativa hacia el islam (Joppke, 2009; Portier, 2018; Baubérot, 2012; Wieviorka, 2017; Bouvet, 2019). Esta laicidad se ha traducido en una serie de medidas para evitar que las diferencias se hagan visibles en el espacio público, como la prohibición del hiyab —de los símbolos que manifiestan ostensiblemente la pertenencia religiosa— en 2004[11], del velo integral en 2010 o del rezo en las calles 2011.
Se trata de una «laicidad fundamentalista» (Edmunds, 2011) que, de ser un instrumento al servicio de la igualdad de derechos, se convierte en «una seña de identidad que hay que defender» (MacLure y Taylor, 2011: 79) frente a las demandas de la comunidad musulmana de extender sus creencias y prácticas religiosas al espacio público[12]. Una laicidad, cuya defensa en Francia ha dejado de estar en manos de la izquierda, que «se transforma en un discurso identitario cajón de sastre, recuperado por el Frente Nacional» (Roy, 2015: 11), utilizada estratégicamente como argumento contra la inmigración. Se trata de una «lepenización de la laicidad» (Baubérot, 2012: 25) que, frente a versiones liberales que subrayan la protección de los derechos, ha abandonado su vocación universalista, para convertirse en un rasgo identitario con efectos excluyentes, especialmente, en relación con «el otro» de la laicidad: la comunidad musulmana. «El otro religioso parece ser ahora el inmigrante que muestra su creencia en público, aquél cuya observancia es delatada en público a partir de determinados usos sociales y en la manera de vestir» (Moreras, 2006: 50). Pese a su compromiso con la separación y protección de los derechos y la igualdad, termina siendo un nacionalismo que se declara a sí mismo como universal y que tiene claros efectos excluyentes.
No es de extrañar, entonces, el amplio respaldo por parte de todo el espectro político con el que contaron las denominadas «marchas republicanas» con el hastag Je suis Charlie, que se produjeron tanto en los días posteriores al atentado como durante el juicio y tras el asesinato del profesor Samuel Paty. Resultan difícilmente imaginables movilizaciones de tal alcance en apoyo a un periódico que fuera, por ejemplo, abiertamente racista u homófobo o que hubiera publicado caricaturas semejantes en relación con cualquier otro grupo social, minusválidos o judíos, por ejemplo. Son manifestaciones que tienen enfrente a un colectivo muy concreto, los musulmanes, en un contexto cargado de islamofobia, en el que son percibidos, no solo como una fuente potencial de violencia, sino también como una amenaza para los valores que definen el proyecto republicano francés.
Por lo que se refiere, en segundo lugar, a los procedimientos en los que se materializa la laicidad, a la separación de los ámbitos político y religioso, las religiones —en Europa, concretamente, el cristianismo— perviven de alguna manera como sistemas de valores compartidos al margen de las creencias, por lo que la religión no es, de hecho, algo meramente privado, sino que tiene una relevancia pública. Es lo que algunos autores denominan un «secularismo moderado» (Modood, 2019) y que subyace a un tercer sentido de la laicidad presente en el debate político francés, la «laicidad positiva», promulgada por Sarkozy (2007), que combina la aconfesionalidad del Estado con el trato favorable hacia determinadas confesiones (Ruiz Miguel y Villavicencio, 2014). Se manifiesta, por ejemplo, en la financiación de organizaciones religiosas para proveer determinados servicios sociales o en el papel que puedan desempeñar en relación con la tradición cultural y la producción de valores. Y esto se da también en Francia, a pesar de que la ley de 1905 establece que la república no reconoce ningún culto. Existe una mutua autonomía, pero no una estricta separación. Esa neutralidad relativa, esa «laicidad falsificada» (Baubérot, 2012), no se corresponde con el relato oficial del republicanismo, que pretende tratar a todos los ciudadanos, también a los musulmanes, por igual. Por eso, «no es que los musulmanes no sean suficientemente franceses, sino que la laicidad francesa no es suficientemente secular» (Hanoun 2015: 22). La respuesta debería ser sí, más laicidad, pero porque lo realmente amenazado es la vocación originaria de esta institución: la igualdad.
Y esto nos lleva a la última referencia que propone la ley: la educación. La escuela es uno de los pilares de la integración, el lugar en el que los individuos se incorporan a ese proyecto republicano en torno a la igualdad, al margen de los determinantes identitarios de cada persona. Paradójicamente, una significativa cantidad de los conflictos que se han producido en Francia en los últimos años en esta ámbito ha tenido lugar en la escuela: desde los debates sobre el uso del velo islámico durante la década de los noventa hasta el atentado cometido en octubre de 2020 contra el profesor Samuel Paty tras mostrar las caricaturas en una clase sobre la libertad de expresión.
Tiene un gran valor simbólico el hecho de que dichos conflictos se planteen en la escuela, el «templo republicano», como afirmaba Chirac en su discurso de presentación del Informe de la Comisión Stasi en 2003, en el que los individuos —procedan de donde procedan— se convierten en ciudadanos de la «república indivisible, laica, democrática y social que garantiza la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos sin distinción de origen, raza o religión y que respeta todas las creencias» (Constitución francesa, 1958, art. 1)[13]. Por eso resulta más sangrante que sea en la escuela donde el velo visibilice la diferencia identitaria o donde se vean contestados los valores republicanos, el lugar en el que se supone que dichos valores tienen que asimilarse, el lugar de paso hacia lo universal.
Charlie Hebdo se convirtió, así, en un referente simbólico, no solo en cuanto al valor de la libertad de expresión, sino que fue la chispa para una «renovación autoritaria de una república idealizada» (Titley, 2017: 1), un catalizador —como, en su momento lo fue el uso del velo (Innerarity, 2005)— de los valores republicanos, especialmente la laicidad, como un rasgo de la identidad nacional en Francia. Contra la barbarie, defendamos los valores de la república fue uno de los lemas de las marchas, en favor de la «unidad frente a la amenaza de quienes no comparten esa comunión secular» (Fassin, 2015: 7). «Nuestra república es nuestro bien común… Representa mucho más que una simple forma de organizar los poderes: es un proyecto», señala el proyecto de ley para reforzar los valores republicanos.
Sin embargo, a pesar de la celebración de las caricaturas como un símbolo de la libertad de expresión, contribuyeron a crear un clima que demandaba la conformidad con los valores de la república, «valores intangibles» —como los califica expresamente la ley—, que no admiten la crítica, y que dio lugar, paradójicamente, a una clara limitación de la libertad de expresión de quienes se manifestaban en contra del consenso dominante. Todo intento de criticar el lema Je suis Charlie fue claramente rechazado, como una «blasfemia» contra la república sacralizada, precisamente en un momento de especiales movilizaciones en favor de una libertad de expresión sin límites (Hanoun, 2015: 21; Fassin, 2015: 3).
Pero si, como hemos visto, el sentido de la libertad de expresión es la protección del debate público, habrá que proteger también a quienes se oponen al derecho a ofender o a quienes critican al Estado o lo que el Estado considera como sagrado. El derecho de Charlie Hebdo a criticar supone también el derecho a criticar a Charlie Hebdo (MacLure, 2015), el derecho a criticar y oponerse de forma pacífica al derecho de blasfemia. Como se ha señalado más arriba, la legitimidad de la blasfemia se deriva del hecho de que la justificación de lo sagrado para un grupo tiene un carácter particular, se basa en una tradición cultural concreta. No queda claro, entonces, por qué este argumento no se aplica a todas las tradiciones culturales, incluida la tradición liberal, secular, occidental, como criterio para restringir lo que puede ser dicho públicamente.
Dos ejemplos ilustran esta tesis. En primer lugar, en el año 2015 se tuvo constancia de incidentes en alrededor de doscientas escuelas en las que parte del alumnado —otra vez la escuela— no quiso sumarse al minuto de silencio en apoyo al semanario y fueron sancionados por ello (Le Nouvel Observateur, 2015). Los estudiantes que se negaron a participar en el homenaje a las víctimas del atentado lo hacían, sí, por un rechazo a los valores de la república, pero no a la libertad de expresión y la laicidad, sino al doble rasero a la hora de afrontar la caricatura cuando esta se refiere a los musulmanes o cuando los destinatarios de la mofa son otros grupos, como sucedió en el caso del humorista Dieudonné (Le Nouvel Observateur, 2014), condenado en sucesivas ocasiones por reírse de los judíos (Wieviorka 2017; Fassin, 2015: 4; Weil, 2021: 111)[14]. Pero, en cualquier caso, la resistencia de los estudiantes no se debía al rechazo de los valores de la república, sino a lo que consideraban como una aplicación falta de equidad. Ese doble estándar, más que la representación del profeta, es lo que resultaba especialmente ofensivo.
Y esto mismo se plantea en la reciente destitución de la activista Rokhaya Diallo de su cargo en el Consejo Nacional Digital por acusar a Francia en sus comparecencias públicas de «racismo de Estado»[15]. Parece, entonces, que la defensa de la libertad de expresión no se aplica cuando esta se refiere a los «tabús» de la república. En palabras de Hanoun (2015: 23), «no existe lo sagrado en Francia y, por tanto, tampoco el sacrilegio, paradójicamente esta declaración es ya la afirmación del valor sagrado fundamental de la laicidad francesa». O, como señala Baubérot (2017: 118), la identidad laica tiende a limitar, o incluso a transgredir, la neutralidad del Estado, al tiempo que defiende una fuerte extensión de la obligación de neutralidad a los individuos.
Todo ese proceso de reafirmación de la identidad laica francesa culmina en la ley que, para combatir la radicalización, propone reforzar los principios republicanos que, paradójicamente, nos han servido como referentes axiológicos para analizar este caso. La ley surge como una respuesta a los ataques acaecidos en Francia en los últimos años, cuya causa se atribuye a la «separación» y el medio para lograrlo es la exigencia, una vez más, de imponer un sistema de valores, entre los que destaca la laicidad. «Nuestra república es nuestro bien común… Representa mucho más que una simple modalidad de poderes organizativos: es un proyecto». «Nuestra república está construida sobre bases sólidas, bases intangibles para todos los franceses: libertad, igualdad, fraternidad, educación, laicidad», señala la ley. «Pero este proyecto es exigente; la república requiere la adhesión de todos los ciudadanos que la componen». La ley pretende, tal como se declara en la exposición de motivos, «reforzar los valores republicanos frente a los que socavan la cohesión y la fraternidad nacionales, frente a los que malinterpretan la república y desprecian las exigencias mínimas de la vida en sociedad».
Los valores republicanos adquieren, así, el valor sagrado e intangible que antaño se atribuía a lo religioso, convirtiéndose en la «nueva religión de Francia» (Chelini-Pont, 2010: 765). «El vacío de retórica mística y de ritual se rellena rápidamente con una cuasi religión creada por el Estado» (Baumann, 1999: 63). La desacralización de lo político pretendida por la laicidad resulta así en una sacralización de los valores a los que se exige adhesión, no solo respeto, reforzando, de este modo el asimilacionismo típicamente francés, con consecuencias poco favorables para la integración en igualdad.
La primera conclusión a la que nos lleva este análisis apunta a que en este tipo de cuestiones el enfoque jurídico debe ser complementado con una perspectiva político-normativa y contextual. Una perspectiva, que evalúe el funcionamiento real de las instituciones desde la referencia de los fines y valores que las justifican, en este caso, la igualdad y el objetivo de la integración.
Además, el conflicto generado por la publicación de las caricaturas puede ser interpretado, precisamente, como un atentado contra aquello que la república considera intangible y que la legitimidad de la blasfemia —eliminar los límites que protegen lo sagrado frente a la libertad de expresión— no se aplica a lo que el Estado eleva a dicha categoría, como en este caso, la laicidad republicana y el objetivo de la igualdad que persigue. Los valores —cívicos— como la libertad de expresión o la laicidad, han pasado a ser rasgos definitorios de la identidad europea/francesa —sobre todo, frente al islam— adquiriendo, de alguna forma, un carácter sagrado que convierte en ilegítima, paradójicamente, cualquier crítica. Y, desde luego, para que esos valores e instituciones fueran realmente incluyentes deberían estará abiertos a la crítica, a la reformulación, contando para ello con la participación de los nuevos ciudadanos.
Por eso, la respuesta debería ser más laicidad, sí, pero desde la consideración del objetivo de esta institución, que no es otro que la igualdad. Por tanto, frente al secularismo moderado existente en Europa, quizá la respuesta más adecuada sea hacer realmente plural, multicultural, esa laicidad con el fin de lograr una efectiva igualdad de derechos, al margen de las particularidades identitarias de cada persona, como propone el proyecto republicano.
Finalmente, desde su compromiso con la neutralidad, el Estado no debería prohibir determinadas expresiones, pero sí promover un clima de «civismo multicultural» que lleve a evitar daños innecesarios —o la normalización de un determinado discurso, más allá de la violencia inmediata— y poco favorables a la integración. No se trata de ceder a las presiones de determinados grupos, ni, por supuesto, de justificar las reacciones provocadas por la publicación de las caricaturas, tanto en 2015 como ahora. No es una cuestión de autocensura motivada por el miedo, sino de evitar la propagación de la ofensa gratuita y el discurso racista. Por lo tanto, de lo que se trata, más bien, es de una autolimitación a partir de un ethos y una tolerancia multicultural, para —parafraseando a Putnam— hacer que funcione la sociedad multicultural.
[1] |
México: Tusquets, 2013 (p. 14). |
[2] |
Las referencias aquí señaladas corresponden al proyecto de ley presentado en la Asamblea Nacional el 9 de diciembre de 2020: Projet de loi confortant le respect des principes de la République (disponible en: https://bit.ly/3HobdE7). En la exposición de motivos que lo acompaña quedan reflejados los objetivos y los valores que el proyecto persigue y que nos sirven para el análisis de este caso. La ley fue aprobada el pasado 24 de agosto: Loi n° 2021-1109 du 24 août 2021 confortant le respect des principes de la République (disponible en: https://bit.ly/3JgoMWT). |
[3] |
Sobre las diferentes reacciones de la comunidad musulmana, ver Saloom (2006) y Ferreiro Galguera (2006). En cualquier caso, la mayoría de los países, instituciones y líderes de diferentes comunidades musulmanas condenaron abiertamente los atentados. Ver Judaism and Islam (2015). |
[4] |
Esta sentencia se refería a la prohibición del denominado «libro rojo del colegio», dirigido a niños mayores de doce años, con un contenido claramente obsceno. |
[5] |
Por este motivo, considera legítima la prohibición de la exhibición de la película Das Liebeskonzil, que satirizaba las creencias cristianas y que probablemente suscitaría una «indignación justificada» (Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Otto Preminger Institut v. Austria, 1994, par. 48). Ver también Tribunal Europeo de Derechos Humanos (1996: par. 52). |
[6] |
En la misma línea, la Recomendación 1805 (2007), sobre blasfemia, insultos religiosos e incitación al odio contra las personas por razón de su religión recomienda prohibir los actos que deliberadamente y de forma grave perturben la paz pública e inciten a la discriminación o la violencia por motivos religiosos. Ver también, Consejo de Europa. Comité de Ministros, Recomendación R (97) 20, 30 de octubre de 1997, pp. 2-3. |
[7] |
Assemblée nationale. Projet de loi confortant le respect des principes de la République (9-11-2020) (disponible en: https://bit.ly/3GnKKoT). |
[8] |
Assemblée nationale. Projet de loi confortant le respect des principes de la République (9-11-2020) (disponible en: https://bit.ly/3rlvogq). |
[9] |
Sobre la discriminación que experimenta la comunidad musulmana, ver Jean Jaurés (2019). État des lieux des discriminationa et des agressions racistes envers les musulmans de France (disponible en: https://bit.ly/348noXp). |
[10] |
Este es el modelo propuesto por el movimiento Printemps Républicain, inspirado por Laurent Bouvet, y que se ha visto reforzado como consecuencia de los atentados de 2015 (disponible en: https://bit.ly/3uuQ4Eq). |
[11] |
De hecho, las mujeres que llevan velo sufren una discriminación considerablemente mayor que las que no lo hacen. Sobre la discriminación y agresiones racistas contra población musulmana en Francia, ver Jaurés (2019). |
[12] |
Un sondeo de IFOP realizado en 2019 mostraba cómo el 78 % de los franceses —cuatro puntos más que seis meses antes— opinaba que la laicidad se encuentra amenazada en Francia. Además solo un 19 % —frente al 32 %, en 2005— considera que el sentido de la laicidad es garantizar la igualdad entre todas las religiones (IFOP, 2019). |
[13] |
Disponible en: https://bit.ly/3J14zUA. |
[14] |
En su caso, sí se había considerado que la mofa iba dirigida a los judíos como un grupo (Viennot, 2015; Leloup, D. y Laurent, S., 2015), cosa que no ocurre en el que aquí nos ocupa, en el que, como hemos visto, el tribunal francés considera las caricaturas como un ataque a las creencias, no a los individuos. |
[15] |
Diallo fue la fundadora en 2007 del movimiento Les Indivisibles, français sans commentaire!, que hace referencia al art. 1 de la Constitución —«Francia es una República indivisible, laica, democrática y social»—. Precisamente porque el sentido de la laicidad es mantener la unidad y la igualdad de la república, debería prestarse una especial atención a todo lo que pueda ser una manifestación de racismo de Estado. |
[16] |
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