RESUMEN

Este artículo tiene como objetivo establecer un diálogo entre los tratados jurídico-políticos y los escritos de política exterior de Hermann Heller. Tras constatar que existe un equívoco entre sus intérpretes relativo al carácter nacionalista o cosmopolita de su obra, tomamos como clave de lectura la noción de «autoconservación» para demostrar que existe en la obra de aquel autor una particular síntesis de ambos caracteres que se expresa en una concepción informada por el estatalismo jurídico-político y por el cooperativismo internacional. Para esto, dividimos nuestro trabajo en tres partes. En la primera, reconstruimos su concepción del derecho internacional a través de sus textos Hegel y el pensamiento del Estado nacional de poder en Alemania y La soberanía. En la segunda, en cambio, atendemos los señalamientos sobre política exterior que hizo en «¿Política exterior socialista?», «Conversación entre dos amigos de la paz» y Socialismo y nación. Finalmente dedicamos un apartado a la recapitulación de los principales hallazgos del artículo y a la extracción de un conjunto de conclusiones.

Palabras clave: Hermann Heller; derecho internacional; política exterior; autoconservación; Estado; nación; cosmopolitismo.

ABSTRACT

This paper aims to establish a dialogue between Hermann Heller’s juridical-political treatises and his writings on foreign policy. After considering the existence of a disagreement related to the nationalist or cosmopolitan character of his work, we show Heller’s thought as a synthesis of both characters through the concept of «self-preservation». As we state here, his work synthesizes juridical statism and international cooperation. To do so, we divide our paper into three sections. In the first one, we reconstruct Heller’s view of international law through his books Hegel und der nationale Machtstaatsgedanke in Deutschland and Die Souveränität. In the second one, we take his views on foreign policy in consideration, as they appear in «Sozialistische Aussenpolitik?», «Gespräch zweier Friedensfreunde» and Sozialismus und Nation. Finally, we summarize the main arguments, and we draw a conclusion.

Keywords: Hermann Heller; international law; foreign policy; self-preservation; state; nation; cosmopolitanism.

Cómo citar este artículo / Citation: Fraile, N. (2022). La autoconservación del Estado como principio del derecho internacional y de la política exterior en Hermann Heller. Revista de Estudios Políticos, 195, 41-‍67. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.195.02

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. LA AUTOCONSERVACIÓN COMO PRINCIPIO SUPRAPOSITIVO DEL DERECHO INTERNACIONAL
    1. 1. La autoconservación y el derecho internacional en la tesis de habilitación de Hermann Heller
    2. 2. La autoconservación como norma jurídica fundamental en La Soberanía
  5. III. LA AUTOCONSERVACIÓN COMO PRESUPUESTO DE UNA POLÍTICA EXTERIOR SOCIALISTA
  6. IV. CONCLUSIONES
  7. NOTAS
  8. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

Hermann Heller, ¿fue un nacionalista o un cosmopolita? En principio, parecería no haber dudas de que la respuesta correcta es la primera, que Heller fue un nacionalista, al menos en lo que hace a los fundamentos teóricos de su propuesta: esto es, que es la nación o el Estado nacional quien organiza el orden político y no alguna clase de comunidad internacional o entidad supranacional. La habitual referencia al rechazo de la internacional que este teórico explicitó, al afiliarse al Partido Socialdemócrata Alemán en marzo de 1920[2], parece encontrar eco en su obra, de acuerdo con los estudios que realizaron algunos de sus más importantes comentaristas. A juicio de Michael Henkel, por ejemplo, la preeminencia del nacionalismo sobre el cosmopolitismo se expresa en la subordinación helleriana de la política exterior a la política interna: en tanto no se postula la existencia a priori de ninguna comunidad internacional, son los Estados los que, en función de sus propios intereses domésticos, deciden «si y en qué medida entablan relación con sus otros iguales» (2011: 282). Algo similar ocurre para Gómez Arboleya (‍1982), quien señala que, en tanto Heller no toma como punto de partida la existencia de una comunidad internacional con principios morales objetivos, no hay en este autor ningún principio cosmopolita.

Si estos señalamientos afirman una preeminencia del nacionalismo sobre el cosmopolitismo, el lector no puede quedar menos que perplejo cuando encuentra, por ejemplo, que, en algunos de sus escritos sobre política internacional de comienzos de la década de 1920, Heller afirma querer «la internacional socialista, porque queremos la nación» (1992c: 420). Esto es, señala la necesidad de que el Estado alemán se incardine en una internacional para proteger a la nación misma. Un efecto similar de perplejidad ocurre tras la lectura del llamamiento a construir los «Estados Unidos de Europa» o la «Confederación Europea», que también se constata en aquellos escritos. Ante estos pasajes, la preeminencia del nacionalismo sobre el cosmopolitismo parece quedar puesta en entredicho y requerir, por lo menos, alguna aclaración ulterior.

Es Leticia Vita quien identifica este equívoco. En un artículo dedicado al problema de la soberanía y el derecho internacional, indica que, a pesar de que los fundamentos teóricos de la obra de este autor son de carácter estatalista y nacionalista, es innegable que algunas de sus ideas son «tomadas hoy por autores fuertemente cosmopolitas como Peter Häberle y Jürgen Habermas» (2012: 20). ¿Qué es lo que ocurre con la obra de Heller que parece prestarse a interpretaciones tan disímiles? ¿Hay alguna clase de escisión, por la que es posible encontrar un Heller nacionalista y otro cosmopolita? ¿Se trata de una obra ecléctica, que en determinados momentos afirma el nacionalismo y en otros el cosmopolitismo? ¿Se trata, en todo caso, únicamente de un malentendido, producto de una mala lectura por parte de algunos académicos?

A nuestro juicio, resulta innegable que coexisten en la obra de este autor elementos nacionalistas y cosmopolitas. Sin embargo, esto no supone ni un eclecticismo ni una escisión en su obra. En este artículo sostenemos que es posible encontrar una coherencia entre ambos argumentos si se toma como clave de lectura la noción de Selbsterhaltung o, con mayor precisión, la Selbsterhaltung des Staates, esto es, la autoconservación del Estado. Como explicita Heller en La soberanía, la autoconservación es el principio jurídico sobre el que se apoya el derecho internacional: dado que este derecho es creado por los Estados nacionales, ningún actor puede admitir una norma que ponga en riesgo su propia existencia.

Ahora bien, a pesar de la afinidad que puede tener la insistencia en un principio jurídico de estas características con una política exterior de hostilidad o, incluso, de aislamiento frente a otras unidades estatales, lo cierto es que, en el caso de Heller, este principio conduce a la persecución de tratados y acuerdos mutuos que permitan una resolución pacífica de los conflictos internacionales. Este aspecto, que en los textos jurídico-políticos suele ser obliterado por el lugar que ocupa la soberanía estatal en la economía de argumentos, es resaltado en sus escritos de política exterior. En estos últimos, nuestro autor subraya que la autoconservación solo puede alcanzarse si se produce una asociación y cooperación entre las naciones europeas. Así, la autoconservación parece operar en la obra de Heller en una doble modalidad: por un lado, como principio jurídico suprapositivo del derecho internacional; y, por otro lado, como principio orientador de la política exterior. Con esto, se vuelve posible delinear una síntesis entre los argumentos nacionalistas y los argumentos cosmopolitas.

A fin de demostrar la viabilidad de esta clave de lectura y entablar un diálogo entre aquellos escritos «soberanistas» y aquellos volcados a la política exterior, vamos a dividir el artículo en dos partes. En la primera, titulada «La autoconservación como principio suprapositivo del derecho internacional», vamos a atender al papel que cumple este principio en el derecho internacional helleriano. Para ello, realizamos un trabajo en dos tiempos: primeramente, vamos a dirigirnos a su tesis de habilitación de 1921, Hegel y el pensamiento del Estado nacional de poder en Alemania [Hegel und der nationale Machtstaatsgedanke in Deutschland][3], donde los principales argumentos sobre el derecho internacional son expuestos por primera vez. Seguidamente, trabajaremos sobre La soberanía, donde algunos de aquellos argumentos son sistematizados y expuestos en una teoría jurídico-política. A pesar de que entre ambos textos pueda existir alguna diferencia, vamos a encontrar que la autoconservación del Estado es el principio suprapositivo que regla el derecho internacional.

En la segunda parte, titulada «La autoconservación como presupuesto de una política exterior socialista», vamos a prestar atención a los escritos políticos de Heller, esto es, aquellos con los que pretendió tomar cartas en la dirección que llevaba adelante el Partido Socialdemócrata y en la coyuntura alemana: Socialismo y nación, «¿Política exterior socialista?» (Sozialistische Aussenpolitik?) o «Conversación entre dos amigos de la paz» (Gespräch zweier Friedensfreunde) son algunos de los principales textos que tomamos en consideración. A través de ellos, constatamos que la autoconservación es el principio que orienta una política exterior dada por la asociación y la cooperación entre las naciones europeas.

Por último, dedicamos unas líneas a establecer algunas conclusiones en las que vinculamos el papel de la autoconservación en tanto principio jurídico y principio orientador de la política exterior.

II. LA AUTOCONSERVACIÓN COMO PRINCIPIO SUPRAPOSITIVO DEL DERECHO INTERNACIONAL[Subir]

1. La autoconservación y el derecho internacional en la tesis de habilitación de Hermann Heller[Subir]

La tesis de habilitación de Heller titulada Hegel y la concepción nacional del Estado de poder en Alemania vio la luz como libro en 1921 a través de la editorial B. G. Teubner, en Leipzig y Berlín[4]. Desde aquel entonces, esta publicación permaneció durante varios años como una obra secundaria, obliterada por el peso y el renombre de otros títulos del autor como La soberanía o Teoría del Estado, o visitada únicamente por ciertos especialistas de la Hegel-Forschung por considerar que expresaba de manera cabal una interpretación propia de la Alemania de posguerra en la que la filosofía política hegeliana se modulaba en términos imperialistas[5]. En los últimos años, sin embargo, han aparecido algunas lecturas en las que se valora el significado que este texto tiene dentro de la obra del propio Heller[6]. Entre ellas, cabe rescatar el significativo texto de Henkel en el que indica que este libro muestra que

la teoría del Estado, como la que Heller finalmente articuló de manera principal en su Teoría del Estado, había sido previamente bosquejada en su interpretación de Hegel: en ese libro, no solo ya están problematizados todos los interrogantes de su posterior teoría, sino que aspectos centrales de la teoría madura de Heller sobre la política y el Estado ya se encuentran aquí formuladas bajo la cobertura de su interpretación sobre Hegel (‍Henkel, 2011: 160).

En este texto vamos a seguir un camino similar al que señala Henkel, a saber: que el libro en el que nuestro autor analiza la filosofía política hegeliana es una exploración primaria de algunos de los tópicos que constituyen los principales interrogantes de su obra posterior. En particular, tal como indicamos previamente, nos interesa atender aquellos argumentos que hacen al derecho internacional y, más precisamente, al principio suprapositivo de la autoconservación del Estado.

La cuestión del derecho internacional se enmarca en esta tesis dentro de una reflexión sobre la concepción hegeliana del Estado y de la nación. Según indica, Hegel fue el responsable espiritual de la concepción estatal-nacional que triunfó en la unificación alemana en 1871 y que imperó, al menos, durante el período en que Otto von Bismarck estuvo al frente de la cancillería. Hay en la filosofía política hegeliana, de acuerdo con Heller, una concepción según la cual el Estado es una instancia dotada de una voluntad propia que expresa y trasciende a la nación entendida como un todo. Como tal, los derechos y libertades individuales, las máximas éticas o la fe religiosa no pueden aparecer como un límite a su poder, sino que más bien están subordinadas a él y tienen como tarea incrementar el poder del Estado: «En la escala de valores está siempre el Estado en la cima; él es el valor absoluto y las ideas de lo verdadero, lo bello, lo bueno y lo santo tienen solo un valor relativo, subordinado al del Estado» (‍Heller, 1992a, pp. 105-106).

Esta primacía estatal caracteriza su pensamiento internacional. En él, el Estado es el sujeto de un derecho internacional que, a grandes rasgos, puede ser definido como la traducción jurídica de las relaciones que traban entre sí los distintos actores estatales. La característica más distintiva de estas relaciones es la carencia de ética. Según indica Heller, la filosofía política hegeliana solo puede concebir la eticidad hacia el interior de la comunidad nacional, mientras que hacia el exterior, al relacionarse con otros Estados, solo prima la voluntad y la fuerza: «Hacia afuera», dice Heller, «no hay ya más eticidad, el Estado se presenta como un puro poder libre de normas, para el cual ahora se vuelve ético aquello que Hegel había combatido de la manera más vehemente para el individuo: la libertad de hacer lo que el pueblo unido como Estado quiere» (ibid.: 109).

Si hacia afuera solo hay fuerza, se sigue que las relaciones entre las unidades estatales solo pueden estar dadas por la lucha y la competencia. Con esto, la filosofía política hegeliana contradice las dos principales corrientes en las que se dirimía la concepción sobre las relaciones internacionales en aquel entonces, a saber: por un lado, aquella, habitualmente referenciada en Grocio, que, a partir de la razón y de las costumbres, pretendía despejar una serie de normas y parámetros para regular las relaciones entre los Estados; por otro, aquella vinculada al cristianismo, pero también al iusnaturalismo, que pretendía dar con un principio jurídico supranacional que permitiera establecer una organización internacional de Estados. Bajo la óptica hegeliana, no sería posible encontrar normas comunes ni reducir a la unidad la pluralidad de Estados. En su lugar, solo queda aceptar la realidad de la competencia y la lucha entre los poderes.

Ahora bien, ¿es posible que exista una lucha permanente entre los Estados? Si la filosofía política hegeliana ofrece una visión realista de los asuntos políticos, tal como anticipa Heller, también es necesario que ofrezca las condiciones bajo las cuales pueden producirse períodos de relativa paz. Esto es lo que aparece cuando nuestro autor menciona que la filosofía política hegeliana contempla la posibilidad de que existan acuerdos y tratados interestatales que garanticen esa paz. La pregunta es, entonces, ¿cómo puede existir un derecho internacional o un conjunto de tratados de paz si la realidad de la política exterior es la lucha y la competencia entre los actores estatales? Aquí es donde se introduce el principio de la autoconservación (Selbsterhaltung) del Estado.

Si bien, como señalamos recién, la filosofía política hegeliana desestima la posibilidad de una eticidad o de una normatividad fuera de la unidad estatal, esta sí reconoce que, en el plano internacional, se constata una regularidad que puede ser expresada casi como una norma jurídica natural: todos los actores estatales pretenden salvaguardar su propia existencia, es decir, autoconservarse. Por lo tanto, además de aumentar su poder para imponerse sobre los demás, estos Estados tratan de alcanzar acuerdos de paz con los otros actores a fin de llevar adelante una convivencia sin incurrir permanentemente en conflictos. Así, en vista de esta regularidad que nuestro autor denomina principio de la autoconservación, los Estados tratan de sancionar leyes que regulen sus relaciones mutuas.

Cabe aclarar que este principio no tiene una traducción jurídica inmediata. Más bien, los Estados interpretan cómo salvaguardar su existencia instituyendo un derecho común. Así es porque, como se sigue de este planteamiento, el principio de la autoconservación, así como el derecho internacional que se positiviza en vista de aquel, no está al servicio de la construcción de una comunidad cosmopolita en la que se borren los límites entre los Estados. Más bien, lo único que persigue el derecho internacional es garantizar la existencia de cada uno de los actores estatales. En términos de nuestro autor,

el derecho no sirve a una sociedad humana supranacional, sino a su único fin en el poder de las comunidades nacionales. La única norma «natural» que [este fin] reconoce como derecho internacional apriorístico es la incondicional autoconservación (Selbsterhaltung) del Estado individual. Esto debe concederse como fundamento para el comportamiento de los Estados entre sí, y, a partir de esto, debe determinarse el derecho internacional positivo (ibid.: 153)[7].

En otros términos, el derecho internacional no es más que un instrumento al servicio de la preservación de los Estados y, por lo tanto, son ellos los que interpretan el principio de la autoconservación y lo traducen en normas positivas.

Ahora bien, ¿de quién depende la observancia de estas normas? Precisamente, de los mismos Estados. Aquel principio que inspira el derecho internacional no puede prestar ninguna garantía para su obediencia, ni tampoco puede designar a algún órgano supranacional como competente para reducir a la obediencia a los actores que no cumplen con sus tratados. La única garantía para la observancia de las normas de derecho internacional la prestan los mismos Estados a través de su fuerza. Dado que los tratados y los preceptos jurídicos son establecidos en virtud de su voluntad de efectivizar aquel principio de la autoconservación, son ellos mismos los que vigilan su cumplimiento: «Los tratados, sobre los cuales descansan las obligaciones de los Estados entre sí, deben ser cumplidos. Pero [deben ser cumplidos] porque sus relaciones tienen como principio la soberanía […] y sus derechos tienen su realidad no en una voluntad general constituida en un poder sobre ellos, sino en su voluntad particular (ibid.: 152)».

En otros términos, la obligatoriedad de los tratados se encuentra no en un poder universal, sino en la voluntad individual de los Estados y, por lo tanto, en su fuerza. Si el derecho internacional debe ser cumplido, es porque existen actores estatales que a través de su aparato de poder pueden hacerlo cumplir. Con esto se constata, también para el derecho internacional, uno de los motivos más recurrentes en la tesis de habilitación de Heller respecto al derecho estatal, a saber: que el derecho es igual a la fuerza. O, al menos, que el derecho se apoya en la fuerza ya que, en caso de que un Estado incurra en la desobediencia, podría desatarse un conflicto bélico.

Sin embargo, a pesar de que la autoconservación implica la posibilidad efectiva de que los Estados tracen un derecho internacional común y acuerden una serie de tratados a fin de pacificar sus relaciones, cabe mencionar el cierto escepticismo de Heller al respecto. Según indica, «estas convenciones de intereses tienen empero más carácter declarativo que obligatorio», pues «las relaciones interestatales son relaciones entre Estados independientes, que establecen acuerdos entre sí, pero que a la vez están por encima de esos acuerdos» (ibid.: 154). En otros términos, en tanto permanecen por encima del derecho internacional, este resulta inestable pues existe la posibilidad permanente de que los Estados lo violen. Por lo tanto, su cumplimiento parece ser más bien improbable.

A pesar de que el derecho internacional que surge de su tesis de habilitación parece algo inconsistente, esta breve visita por el análisis helleriano de la filosofía política de Hegel nos deja elementos valiosos para dirigirnos a su libro La soberanía. En primer lugar, como punto de partida, aparece la carencia de eticidad en el plano internacional y la existencia de una lucha o competencia entre los Estados, los sujetos por antonomasia del derecho internacional. En segundo lugar, se da la posibilidad de que existan relaciones pacíficas entre ellos a raíz de que cada uno de los Estados persigue aquel principio plausible de ser elevado a una norma natural, el principio de la autoconservación, por el cual todos los actores están interesados en garantizar su existencia. En tercer lugar, refleja la posibilidad de sancionar y reconocer normas de derecho común y tratados interestatales, cuyas garantías de observancia está puesta en el mismo poder estatal y que permiten preservar su existencia.

2. La autoconservación como norma jurídica fundamental en La Soberanía[Subir]

Si bien el libro La soberanía, publicado en 1927, ha ganado importancia principalmente por los episodios dedicados a la decisión política interna, lo cierto es que casi la mitad de los diez capítulos que conforman el texto están dedicados al problema del derecho internacional. A nuestro juicio, este texto sistematiza una teoría de los preceptos jurídicos internacionales que pretende disputar con algunas de las concepciones más extendidas de la época, señalando que el derecho internacional se ancla, por un lado, en la voluntad de los Estados individuales y, por otro lado, en una norma jurídica suprapositiva dada por la autoconservación.

A grandes rasgos, podemos identificar dos interlocutores de Heller. En primer lugar, Georg Jellinek y su teoría de la «autoobligación», tal como la denomina nuestro autor. Esta teoría supone que, en tanto el orden interestatal carece de una autoridad que haga cumplir las obligaciones jurídicas, la única manera de garantizar su obediencia es a través de la voluntad de los Estados. En otras palabras, que el derecho internacional es producto del cumplimiento voluntario de los preceptos jurídicos por parte de los Estados y, por lo tanto, se trata de una autoobligación que los actores estatales se imponen a sí mismos. A juicio de Heller, si bien no debe desestimarse el papel que cumple la voluntad del Estado en el derecho internacional, es un error considerar que este «permanece jurídicamente sometido solo a su propia voluntad» (‍Jellinek, 1914) ya que el derecho internacional requiere de alguna dimensión normativa que exceda a la voluntad estatal.

Precisamente esta dimensión normativa es la que fragua su otro interlocutor, Hans Kelsen, a través de su teoría pura del derecho. Según indica, este autor pretende afirmar un derecho internacional cuya validez prescinde de la voluntad de los Estados individuales. Es decir, que independientemente de cuál sea la postura o la voluntad de las unidades estatales, existe un derecho internacional válido por sí mismo cuyas normas deben ser reconocidas como obligatorias. Así es porque, tal como describe nuestro autor, la construcción jurídica de la teoría pura establece una norma fundamental de la cual se derivan, a través de la deducción lógica, las normas positivas que dan lugar a los órdenes jurídicos estatales. Con esto, no hace falta que haya una promulgación o aceptación de las mismas por parte de los Estados individuales, ya que estos, en tanto orden jurídico, están subordinados a aquel.

De esta manera, Heller describe un escenario dicotómico en el que, por un lado, se circunscribe la voluntad estatal sin atender la dimensión normativa del derecho internacional y, por otro lado, se desconoce el asiento en la voluntad estatal que tienen las normas jurídicas. En sus palabras, «la teoría de la autoobligación significa una unilateralización ilícita del problema de la validez hacia el lado de la facticidad, al igual que la teoría pura del derecho hacia el lado de una idealidad abstracta» (‍Heller, 1992c: 145). Frente a esto, nuestro autor pretende abrirse paso estableciendo una concepción que atienda a ambas dimensiones. Para ello, como dijimos, se va a tomar en consideración la función que cumple la voluntad estatal en la sanción del derecho internacional, así como la función normativa que tiene aquel precepto jurídico suprapositivo que tratamos a través de su análisis sobre la filosofía política hegeliana: la autoconservación.

El punto de partida es, al igual que en su tesis de habilitación, la postulación del Estado como sujeto de derecho internacional. A juicio de Heller, solo hay derecho internacional allí «donde hay, al menos, dos unidades territoriales de decisión universales y efectivas» (‍1992e: 141), esto es, dos Estados. Si existiera, en cambio, una organización mundial que federara a las naciones, o algún tipo de instancia decisoria que pudiera establecer normas positivas de alcance global, no podríamos hablar de derecho internacional, sino únicamente de derecho estatal: la lógica de la positivización del derecho estatal se reproduciría a una escala global, pero no sería propiamente derecho internacional que, como dijimos, necesita de una pluralidad de Estados jurídicamente iguales.

Ahora bien, si el derecho internacional tuviera como único requisito la pluralidad, podríamos encontrar un vasto número de actores sin recurrir a las unidades estatales: las colonias, los protectorados, incluso la piratería. Sin embargo, hay una cualidad que es exclusiva de los Estados: la capacidad de crear y positivizar derecho. Esto es, las unidades estatales son las únicas que pueden crear preceptos jurídicos y obligar a la población a su observancia sin que deba intervenir un tercero. En tanto son soberanas, están en condiciones de «imponer a sus miembros las obligaciones por ellas contraídas sin la intervención de otra unidad decisoria, y de reformar su constitución para este fin, de ser necesario» (‍Heller, 1992c: 168). Por lo tanto, solo los Estados soberanos pueden producir efectos normativos en el derecho internacional.

Dada una pluralidad de Estados, ¿podemos considerar que ya estamos en presencia de un derecho internacional? La respuesta, por supuesto, es negativa. Este era el error que cometía la teoría pura del derecho, a saber: considerar la existencia inmediata de un orden jurídico internacional del cual se derivaban los órdenes jurídicos estatales. A juicio de nuestro autor, para que haya derecho internacional, esto es, para que existan normas jurídicas positivas que regulan las relaciones entre dos o más actores estatales, primero debe haber un conjunto de Estados que establezcan relaciones entre sí y sancionen un derecho común. En otras palabras, debe haber un conjunto de actores estatales que decidan actuar como sujetos del derecho internacional, sancionando una norma o reconociendo una norma internacional ya existente como obligatoria. El punto de partida para la existencia de un derecho internacional es, entonces, la decisión por parte de dos o más Estados individuales de establecer o reconocer una serie de preceptos jurídicos comunes: «el Estado, como hecho jurídico-internacional, debe su origen, única y exclusivamente, al acto de voluntad que lo constituyó y no a una norma jurídica internacional o estatal. El hecho de que se afirme como independiente y se imponga una unidad de poder decisora y universal en un territorio, construye, en primer lugar, el punto de vinculación para todas las normas jurídicas internacionales (‍Heller, 1992e: 171)».

El derecho internacional se apoya, por lo tanto, en las voluntades individuales de los Estados. Es la soberanía, en última instancia, el «punto de vinculación para todas las normas jurídicas internacionales», tal como se refiere en la cita. Ahora bien, dijimos que la teoría helleriana pretendía abrirse paso entre la concepción voluntarista de Jellinek y la concepción normativista de Kelsen. Sin embargo, si el apoyo del derecho internacional fuera únicamente la voluntad y la soberanía estatal, caeríamos en una reedición de la teoría de la «autoobligación». Para evitar esto, Heller señaló que el derecho internacional tiene dos apoyos: uno, por supuesto, es la voluntad, pero el otro es la norma jurídica fundamental dada por la autoconservación. Como bien señala allí, «la validez del derecho internacional está entonces fundada en la voluntad común de los Estados y en la validez de las normas jurídicas fundamentales» (ibid.: 145).

Antes de introducirnos en la autoconservación, debemos aclarar qué es una norma jurídica fundamental, ya que, al menos en el apartado sobre la filosofía política hegeliana, este término no había aparecido. De acuerdo con Leticia Vita (‍2015), para Heller es plausible dividir el sistema jurídico entre normas positivas y normas fundamentales o, lo que es lo mismo, entre reglas y principios. Las reglas son, por supuesto, las normas positivizadas por una unidad decisoria soberana, es decir, por un Estado. Ahora bien, los principios o normas jurídicas fundamentales son aquellas normas suprapositivas que tienen una función ético-directiva y que deben su validez a una comunidad de cultura. Es decir, no se positivizan, sino que valen de manera apriorística. Al crear derecho o al vincularse a un precepto jurídico, los Estados pretenden realizar, precisamente, aquel contenido ético establecido en las normas jurídicas fundamentales[8].

La pregunta es, entonces, ¿cuál es la norma jurídica fundamental en la que se funda el derecho internacional? La respuesta, como ya adelantamos, es el principio de la autoconservación. Sin embargo, a diferencia de la exposición sobre la filosofía política hegeliana, donde la autoconservación se elevaba al grado de ser prácticamente un precepto jurídico natural tras una constatación de la acción de los Estados en el plano internacional, en La soberanía esta norma alcanza el grado de un principio jurídico fundamental en virtud de la propia lógica jurídica. Como señalamos previamente, las normas del derecho internacional son los preceptos positivizados y reconocidos por dos o más unidades estatales. Por lo tanto, si estas normas descansan sobre la existencia del Estado, ¿puede haber algún derecho internacional si aquella instancia que lo positiviza y reconoce se ve en peligro? La respuesta, claramente, es negativa. El Estado, para el derecho internacional, es un presupuesto necesario: si no hay Estado, tampoco hay derecho internacional. Por lo tanto, que el Estado debe autopreservarse se trata de un principio jurídico cuya validez está contenida en todas las normas positivas del derecho internacional:

Porque la positividad del derecho significa tanto unidad decisoria como efectividad del derecho, pero ambas dependen de manera incondicional de la existencia de una unidad de voluntad que, con la moderna centralización del establecimiento del derecho, se llama Estado, por eso es la absoluta autoconservación [Selbsterhaltung] del Estado la norma jurídica fundamental más alta (‍Heller, 1992c: 186).

De esta manera, la autoconservación como norma jurídica fundamental aparece en la teoría del derecho internacional que Heller expone en La soberanía, marcando una continuidad con su exposición sobre la filosofía política hegeliana. Ahora bien, la economía argumental de este texto lleva a nuestro autor a poner la autoconservación al servicio de la posibilidad que tiene un Estado de violar el derecho internacional, más que de construir tratados o acuerdos comunes. Veamos esto con mayor detenimiento.

Según indica Heller, ningún Estado puede cumplir una norma o acatar el fallo de un tribunal si el contenido de este implica una lesión a su propia existencia o soberanía. En su lugar, lo que debe hacer es desconocerlo y rehusarse a su cumplimiento, violando las normas positivas del derecho internacional. Ahora bien, este acto por el que se incumple el derecho no cae necesariamente fuera del derecho mismo. Más bien, se apoya en aquella norma suprapositiva dada por la autoconservación. Por lo tanto, su violación está dentro del orden jurídico. En otras palabras: no es un cálculo de intereses o la mera arbitrariedad lo que lleva a los Estados a desconocer el derecho internacional, sino la propia norma en la que este se funda. Si, como dijimos, el derecho tiene como presupuesto al Estado, estos no pueden cumplir una norma que lesiona su propia existencia y, con ello, lesiona al derecho mismo. La autoconservación contempla, entonces, la posibilidad de que un Estado desconozca una norma positiva de derecho internacional en pos de garantizar su propia existencia, aunque eso abra la posibilidad de un conflicto bélico.

Si bien escapa al contenido meramente teórico de la doctrina del derecho internacional helleriana, esta justificación normativa de la violación de los preceptos jurídicos está motivada por la experiencia de la Sociedad de Naciones y, particularmente, por la existencia de algunos códigos normativos, como el Protocolo de Ginebra, que pretendían dictar resoluciones aún en contra de la voluntad de las partes en conflicto, lesionando su soberanía. Sin embargo, a pesar de ocupar un papel menor en su exposición, Heller, a diferencia de otros políticos e intelectuales de talante conservador que le fueron contemporáneos, reconoce el papel virtuoso que pueden tener los acuerdos interestatales y los tratados de paz en tanto permiten resolver los conflictos de un modo pacífico, a través de regulaciones y tribunales comunes[9]. Ahora bien, para que un tratado de estas características pueda considerarse satisfactorio, debe quedar explícita la posibilidad de que aquello que decide en última instancia sea la soberanía de los Estados individuales. Este es el caso, por ejemplo, del tratado entre Suiza e Italia concertado en 1924 que preveía la solución de los conflictos a través de vía judicial. Si bien las decisiones sobre las controversias debían ser tomadas por tribunales mixtos, lo cierto es que el tratado mismo se autolimitaba al señalar que los fallos judiciales no debían conducir a una lesión de la soberanía de los Estados italiano y suizo. En otras palabras, el tratado se autolimitaba frente a la norma jurídica fundamental de la autoconservación.

Con esto, alcanzamos el final de nuestra exposición sobre el derecho internacional que Heller conceptualiza en La soberanía. En ella, a pesar de las diferencias de objetivos y de interlocutores, encontramos una serie de afinidades con la exposición sobre la filosofía política hegeliana que nuestro autor había hecho en su tesis de habilitación. El punto de partida de ambas es el mismo: toman al Estado como actor excluyente del derecho internacional. Los Estados son los que pueden sancionar y reconocer un derecho interestatal común. Ahora bien, este derecho no surge de una voluntad por constituir una comunidad internacional, sino por la observancia de aquel principio suprapositivo o norma jurídica fundamental que insta a los Estados a salvaguardar su existencia: la autoconservación. Ya sea una constatación del comportamiento de los actores estatales en el plano internacional, o un supuesto jurídico de las normas, la autoconservación es el contenido suprapositivo que los Estados intentan traducir en preceptos normativos de derecho internacional que garanticen relaciones pacíficas entre sí. A su vez, tal como vimos con La soberanía, la autoconservación es el límite que debe observar cualquier tratado o norma de derecho internacional, pues en ningún caso puede pretender violar la existencia o la soberanía estatal.

Como señalamos, Heller se muestra escéptico o, incluso, algo indiferente a la efectividad que tienen estos acuerdos para garantizar relaciones pacíficas. Sin embargo, aquí queremos resaltar que, jurídicamente, la concepción del derecho internacional de Heller contempla la posibilidad de que existan tratados de esta índole que permitan resolver de manera pacífica los conflictos internacionales. Como adelantamos en la introducción, sus escritos sobre política exterior subrayan esta posibilidad del derecho internacional y apuestan a una cooperación entre los Estados europeos a fin de garantizar su autoconservación.

III. LA AUTOCONSERVACIÓN COMO PRESUPUESTO DE UNA POLÍTICA EXTERIOR SOCIALISTA[Subir]

Como dijimos al comienzo, la autoconservación no es solo un precepto jurídico suprapositivo o una norma jurídica fundamental, sino también un principio orientador para la política exterior. Esto es lo que vamos a tratar de mostrar a través del análisis de algunos de los textos que Heller publicó durante la década de 1920, tales como Socialismo y nación, «¿Política exterior socialista?» o «Conversación entre dos amigos de la paz». Estos artículos tienen como particularidad el hecho de que fueron publicados a través de revistas cercanas a algunos movimientos socialistas[10], especialmente del denominado Círculo de Hofgeismar, al cual Heller fue cercano (‍Osterroth, 1964), y tuvieron como principal propósito discutir la dirección del Partido Socialdemócrata, la formación que sus miembros tenían y la coyuntura alemana.

En particular, estos escritos disputan la necesidad de una política exterior realista que postule como principio orientador la autoconservación del Estado. A juicio de Heller, hay dos corrientes predominantes que pierden de vista este principio, a saber: el pacifismo marxista y el conservadorismo irracionalista. El primero, representante de aquellos sectores vinculados al comunismo y al espartaquismo que se habían reincorporado a la Socialdemocracia en 1922, desatiende la dinámica internacional de las relaciones de poder y, por lo tanto, pone en peligro la situación alemana en el plano global[11]. El segundo, representante de aquellos sectores conservadores antirrepublicanos y movilizados contra el Tratado de Versalles, si bien tiene una comprensión realista de las relaciones de poder, en su afán de realizar el interés nacional exige una política exterior que podría llevar a Alemania a protagonizar una nueva guerra europea y, por consiguiente, a su destrucción. Tanto uno como otro, a juicio de Heller, pierden de vista la importancia de la autoconservación del Estado y, por ello, en estos escritos pretende desarrollar una concepción de política exterior que demuestre que la cooperación y la resolución pacífica de los conflictos internacionales son la forma más efectiva de garantizar la existencia del Estado.

Si atendemos al primero de estos contendientes, el marxismo pacifista, debemos dirigirnos al escrito «Conversación entre dos amigos de la paz», publicado en 1924, en el que se muestra precisamente cómo el pacifismo y el marxismo se amalgaman en un solo personaje al que Heller denomina como «F.», en clara referencia al término «Frieden» (paz), y que cae ante las agudas argumentaciones de su interlocutor, denominado simplemente «K.», en probable referencia al término «Krieg» (guerra), quien pone en palabras las posiciones que asumía el propio Heller. Este marxismo pacifista, que en algunos textos parece hallarse representado por el ensayo «Política exterior marxista» (Marxistische Aussenpolitik) de Hugo Saupe[12], tiene como punto de partida una concepción inmediatista de la paz. Esto es, la convicción de que la paz no es un valor o un ideal al que las sociedades deben aproximarse progresivamente, sino una posibilidad efectiva, plausible de ser realizada. Esta idea, que Heller ancla en una mala lectura de La paz perpetua de Kant, da lugar, rápidamente, a la ortodoxia marxista cuando se le pregunta de qué manera es posible alcanzarla.

A juicio de este pacifismo, la única causa de las guerras es la economía. Es decir, si el capital está asegurado en última instancia por el aparato represivo del Estado moderno, la guerra es solo una consecuencia de la competencia económica entre los actores estatales. Si esto es así, la paz como realidad efectiva depende exclusivamente de la organización económica. Los intereses nacionales y geopolíticos o las diferencias culturales y religiosas no cumplen aquí ningún papel ya que, tal como señalaba Marx en el Manifiesto comunista, la agudización de la contradicción entre el capital y el trabajo subordina el resto de las contradicciones y simplifica el campo social al constituir un espacio económico mundial unificado. En palabras de «F.», «si organizamos la economía, la paz perpetua va a devenir realidad y no va a permanecer como una idea» (‍Heller, 1992b).

Por lo tanto, si la paz es de posible realización inmediata a través de la organización económica, ¿qué importancia tiene la política exterior? La respuesta es clara: ninguna. Parafraseando a Karl Liebknecht, quien había dicho que la mejor política exterior es la que no existe, Heller señala en su artículo «¿Política exterior socialista?» que, para el marxismo, aquella es solamente un reflejo de la política interna. Por lo tanto, no se deben tomar acciones específicas de cara a los otros Estados, sino que los socialistas deben encargarse únicamente de agudizar las contradicciones del proletariado con la burguesía al interior del Estado o, más bien, al interior de aquel espacio económico mundial unificado que era concebido como el terreno de la acción política.

Bajo esta concepción, a juicio de Heller, no solo no existe ninguna posibilidad de alcanzar la paz, sino que, además, se cae en una posición irresponsable respecto al papel de Alemania en las relaciones de poder internacionales, en las que puede llegar a ponerse en juego la misma seguridad y existencia alemana. Para aspirar a la paz que, según indica, no es una posibilidad inmediata de ser realizada, sino un ideal o valor por el que hay que luchar, se requiere, primeramente, una consideración realista y responsable de la situación mundial. Para esto, el primer paso es deshacerse de la tesis marxiana relativa a la unificación del espacio económico global y la simplificación de las contradicciones sociales.

A juicio de Heller, el desarrollo económico y político de los países europeos dista mucho de corroborar aquella hipótesis del marxismo y, más bien, se constata una creciente particularización de los Estados que, acompañada por una también creciente integración, da lugar a la aparición de espacios culturales económicamente integrados, en cuyo interior los intereses de los actores no convergen, sino que tienden a ser paralelos y, por ende, se suscita una competencia entre ellos. Conviene analizar este panorama con algún nivel de detalle mayor.

Según indica nuestro autor en Socialismo y nación, donde expone con precisión este panorama, el final de Bismarck como canciller vino acompañado de una serie de desplazamientos políticos que permiten caracterizar la situación global de imperialista. El imperialismo se produjo a raíz de la dialéctica entre particularización e interpenetración estatal. Del lado de la particularización, aparece, en primer lugar, el carácter nacional que adquieren los Estados tras la Revolución francesa, y que impiden describirlos como una unidad política sin hacer referencia a su cultura o a su lenguaje. Ahora bien, estas no son las únicas características que particularizan a los Estados: también lo hacen, por ejemplo, las tarifas y políticas aduaneras que regulan los flujos del comercio internacional y que le permiten a una nación fortalecer su autonomía y prevenir ser dominada económicamente por actores estatales más fuertes.

Al mismo tiempo, se produce una creciente implicación e interpenetración entre los Estados y las economías. El fenómeno más palpable es la incipiente globalización, dada por una división del trabajo mundial que, en la producción, utiliza insumos importados y, en el consumo, mercancías traídas de otros países y continentes. Tal como ilustra Heller, «los medios de trabajo del obrero manual, así como sus productos, le recuerdan diariamente el hecho de la vinculación económico-mundial. Esta máquina vino de Inglaterra, aquella materia prima de la India, este producto va a China, aquel a Norteamérica» (‍Heller, 1992d).

Esta dialéctica entre particularización e integración da lugar, como mencionamos antes, al surgimiento de espacios culturales relacionados económicamente. Por ejemplo, el espacio atlántico compuesto entre Estados Unidos de Norteamérica y Europa. Ahora bien, la realidad de lo que ocurre en el interior de estos espacios está lejos de replicar la unificación y homogeneización de intereses que subyacía a la hipótesis marxiana. Más bien, a juicio de nuestro autor, los intereses tienden a ser paralelos. Esto es, los Estados compiten entre sí por ampliar los mercados donde colocar su producción y por incrementar su influencia y dominio político en otros territorios. Esta competencia y estos intereses paralelos caracterizan al imperialismo. Según indica nuestro autor, «como resultado de la época imperialista, no vemos, entonces, de ninguna una manera una economía mundial igual y unificada, sino una economía de área cultural unificada relativamente solo en la forma» (íd.).

El imperialismo, como caracterización del panorama global, es, entonces, la consecuencia de un escrutinio realista de las relaciones internacionales para el que el marxismo pacifista estaba incapacitado. Ahora bien, ¿cuál es la situación del otro antagonista que tiene Heller, esto es, el conservadurismo? En principio, la comprensión que tiene este resulta bastante más aceptable. En alguna medida, estos conservadores son deudores de la Realpolitik de Bismarck y Treitschke, por lo que se muestran proclives a entender el juego de poder entre las potencias en una época signada por el imperialismo. Sin embargo, como mencionábamos al comienzo de este apartado, los conservadores tienen una comprensión del interés nacional que está dada únicamente por la recuperación de la posición de poder que otrora detentaba Alemania. Por ello, tras las consecuencias que había tenido el camino pacifista dado por el Tratado de Versalles, consideran que el único modo de recuperarla es imponerse a través de la fuerza y, eventualmente, allanando el camino a una nueva guerra europea.

De esta manera, el panorama que traza Heller está caracterizado por una oposición dada, en primer lugar, por la irresponsabilidad de aquel pacifismo marxista que desatiende la política exterior y, con ello, deja a Alemania a merced de las potencias imperialistas. En segundo lugar, por aquel conservadorismo que, a pesar de tener una comprensión razonable de las relaciones de poder, no tiene pruritos de ir hacia una nueva guerra europea que «destruirá a todas las naciones, pero que sobre todo hará de Alemania un montón de escombros» (‍Heller, 1992c: 420). Frente a esto, nuestro autor pretende postular una concepción realista de la política exterior que busque el interés nacional sin abandonar la paz como un valor deseable. Por ello, insta a quienes se adscriben a la idea política socialista a compatibilizar sus ideales con la realidad de la situación global. Tal como indica, les insta a afirmar una «política exterior nacional responsable con fundamentos socialistas» (ibid.: 419). ¿Cómo es posible llevar adelante una política exterior de estas características?

Según señala nuestro autor, esto es posible si se entiende el interés nacional no en los términos de la posición de poder que desempeña Alemania, sino en base a la autoconservación del Estado. Es que, si como ya mencionamos, la salida bélica tiene como resultado inexorable la destrucción alemana, la única política que puede garantizar la autoconservación del Estado alemán es la cooperación pacífica entre las naciones. En otros términos, la única política exterior posible es una que retome el ideal pacifista que afirmaba el socialismo.

A diferencia del marxismo que antes retratamos, este ideal pacifista no puede conseguirse agudizando las contradicciones sociales en el interior del Estado u organizando en clave proletaria la economía, sino, únicamente, a través de una política exterior que profundice el trabajo en común con las otras naciones y que logre instaurar un derecho internacional europeo. Ahora bien, para que puedan existir preceptos jurídicos comunes, debe haber antes convencimiento de que la existencia de este derecho es un fin loable y necesario entre aquellos países que tienen un trasfondo cultural común y que comparten un mismo territorio continental. Por ello, la principal tarea que debe perseguir la política exterior es generar este convencimiento y esta «fuerza ética» que posibilitan la existencia de un derecho común. Tal como dice «K.», el personaje de Heller en el escrito «Conversación entre dos amigos de la paz»,

Alemania y Francia lucharán hasta la muerte y Europa les acompañará en su decadencia si no se crea el convencimiento en ambos países de que es humanamente digno y racional con acuerdo a fines el reconocimiento de un tribunal y un derecho común. Sin este convencimiento común no hay derecho, y si este existe, incluso, las grandes contradicciones, hasta cierto punto, pueden ser tratadas de manera no violenta (‍Heller, 1992b).

Como se sigue de esta cita, es necesario un trabajo de política exterior cuyo objetivo sea lograr el «convencimiento» sobre el que un derecho y un tribunal común para resolver los conflictos internacionales puedan asentarse y lograr efectividad. De lograrse esto, sería posible que se alcance aquella unidad que Heller denomina indistintamente los «Estados Unidos de Europa» o la «Confederación Europea» y que es, a su juicio, la manera más efectiva de garantizar la autoconservación. Ahora bien, según indica este autor, este trabajo común no debe realizarse, únicamente, con vistas a evitar otra guerra europea, sino que también debe dirigirse a poner un coto a aquel otro peligro para los Estados nacionales: los capitales, particularmente los transnacionales.

Tanto en el libro Socialismo y nación como en el artículo «¿Política exterior socialista?», nuestro autor constata la existencia de capitales transnacionales capaces de eludir las obligaciones estatales, particularmente las relativas a cuestiones impositivas. Si bien, en un principio, para instaurarse como tal, cualquier capital requiere de la estatalidad, al desarrollarse y al diversificarse a lo largo de distintas naciones gana en independencia respecto de las obligaciones estatales, a tal punto que son capaces de «rehuir las contraprestaciones hacia el Estado nacional que les resultan incómodas» (‍Heller, 1992d: 517). El ejemplo más claro que da Heller, a este respecto, es la fuga de capitales: los exportadores alemanes, por caso, fugaban sus ganancias a bancos extranjeros y sociedades de comercio internacionales, cometiendo fraude en las declaraciones impositivas.

Ahora bien, con estos capitales transnacionales, aparece un problema relativo a la propia existencia estatal. Según indica Heller, se constata, en el tiempo en que escribe, una significativa pérdida de la capacidad de acción estatal frente a los capitales transnacionales. Si bien, algunas décadas atrás, «la ocupación de los pasos de fronteras con más funcionarios públicos» (ibid.) hubiera sido suficiente para detener la fuga de capitales, tras la sofisticación de los mecanismos financieros, pasado el tiempo, esta solución ya no parece posible. Así pues, el Estado no tiene capacidad para hacer cumplir las obligaciones jurídicas a aquellos actores que operan sobre su territorio y, por lo tanto, se pone en entredicho su autodeterminación e, incluso, su propia existencia: «Estos poderes supranacionales amenazan hoy la existencia nacional; el derecho a la autodeterminación de todas las naciones es puesto en cuestión por el capital internacional» (íd.).

Frente a esta reducción de la capacidad de acción estatal, la única posibilidad que entrevé Heller para evitar que los capitales transnacionales pongan en riesgo la existencia de los Estados individuales es la cooperación internacional. Por ejemplo, a través de la eliminación del secreto bancario y de la toma de acciones a nivel interestatal sería posible, a juicio de nuestro autor, conocer los movimientos financieros de los capitales transnacionales y, con ello, tomar medidas tendientes a evitar su predominio sobre los Estados. Con esto, se constata lo que habíamos adelantado previamente: la propia conservación estatal conduce a la cooperación internacional o, para decirlo con los términos del propio Heller, «la nación necesita la internacional para su autoconservación [Selbsterhaltung]» (íd.).

Así, podemos ver que aquello que orienta las decisiones en materia de política exterior es el mismo principio que regulaba el derecho internacional: la autoconservación. La cooperación y el derecho común no solo coinciden con el ideal pacifista que persigue Heller, sino que, a su juicio, se muestran como los medios más eficaces y, por ello, más realistas, para garantizar la existencia del Estado. Por un lado, evitan una hipótesis de conflicto bélico frente a las otras naciones en la que Alemania tendría las mayores posibilidades de salir derrotada; por otro, generan instrumentos para ponerle un coto al capital trasnacional que amenaza la existencia del Estado. La autoconservación parece ser el principio rector del camino que nuestro autor traza para la política exterior.

El papel que cumple este principio queda confirmado, una vez más, cuando Heller, en Socialismo y nación, aborda la necesidad de la cooperación internacional para llevar adelante la realización material de los derechos sociales en el interior del Estado. Según indica, un aumento general de salarios o una reducción de la jornada laboral solo son posibles si en las otras naciones europeas se toman medidas similares: si en una de ellas, por ejemplo, los costes laborales son significativamente más altos que en el resto, los capitales productivos podrían abandonarla rápidamente. Por eso, nuestro autor entiende que Alemania tiene una tarea internacional relativa a la promoción y realización de los derechos y de la política social: «La tarea histórico-mundial de Alemania, de la que depende ética y políticamente, consiste hoy en realizar la idea de la verdadera comunidad popular socialista entre el Este bolchevique y el Oeste capitalista. La política de poder alemana más realista es actualmente la política social» (íd.).

Ahora bien, este papel de potencia tiene un presupuesto o, más bien, un límite claro. El desarrollo espiritual que, a juicio de Heller, se sigue del cumplimiento del papel de liderazgo por parte de Alemania no puede entrar en colisión con la autoconservación del Estado. Se sobrentiende, entonces, que poco sentido tendría para esta nación cumplir este papel si eso implicara la proximidad de una guerra en la que tuviera posibilidades reales de perder y ser destruida. Por ello, inmediatamente después de mencionar aquella tarea histórico-mundial, señala: «Pero no olvidemos que aquí también la autoconservación [Selbsterhaltung] es el presupuesto del desarrollo espiritual» (íd.).

A lo largo de estos párrafos tratamos de mostrar que la autoconservación es el principio rector o, al menos, el presupuesto para la concepción de la política exterior de Heller. Como vimos, frente al marxismo pacifista y el conservadurismo que, de una u otra forma, ponían en peligro la existencia alemana, Heller pretende llevar una política exterior que garantice la conservación del Estado. Para ello, el medio más realista no son las demostraciones de fuerza o la guerra misma, sino la cooperación y el derecho común entre los Estados europeos. Para que esto sea posible, es necesario, ante todo, un trabajo de política exterior que logre el convencimiento de que este derecho y esta cooperación son éticos y necesarios para alcanzar dos objetivos. El primero, evitar el peligro de una nueva guerra europea en la que Alemania tenía todo que perder. El segundo, controlar los capitales transnacionales. Como dijimos, ambos objetivos tributan a la autoconservación del Estado, principio que informa la política exterior helleriana e, incluso, aquello que señala los límites en las acciones que un Estado puede emprender en materia de política internacional.

IV. CONCLUSIONES[Subir]

¿Cómo podemos interpretar la relación entre el nacionalismo y el cosmopolitismo de Heller? ¿Se trata de una obra ambigua, ecléctica, contradictoria? ¿O, más bien, hay alguna posibilidad de conciliar ambos principios? En este artículo, sostuvimos que aquello que da inteligibilidad a los elementos nacionalistas y cosmopolitas es la noción de autoconservación del Estado, entendida como un precepto suprapositivo o una norma jurídica fundamental y, a la vez, como un principio orientador de la política exterior. A mi juicio, es posible sostener con la obra de este autor que, a nivel jurídico, el precepto suprapositivo de la autoconservación del Estado tiene preeminencia sobre las normas de derecho internacional ya que, al apoyarse este ordenamiento jurídico sobre las unidades estatales, el mismo derecho internacional se lesionaría en caso de que alguno de los Estados sobre los que se apoya estuviese en riesgo. Por otro lado, al nivel de la política exterior, el principio de la autoconservación del Estado lleva a construir una política de cooperación con las otras unidades estatales, tendiente a evitar una nueva guerra europea que, para este autor, hubiese sido fatal para Alemania, y a unir esfuerzos contra los capitales trasnacionales que debilitan las capacidades del Estado.

Sin embargo, la conciliación que aquí ensayamos no está libre de dificultades. Una política exterior de cooperación entre los Estados europeos requiere, como señalamos, de un conjunto de normas y de tribunales comunes para resolver los conflictos. El problema estriba en que, a pesar de que Heller menciona la posibilidad de que se sancionen acuerdos y preceptos comunes, lo cierto es que, permanentemente, los Estados nacionales pueden violarlos. Al ser ellos los garantes del derecho internacional, si su existencia se ve puesta en riesgo, pueden afirmar su propia soberanía y desconocer los pactos o tratados con los que se hayan comprometido. Por ello, nuestro autor parece mostrarse más bien escéptico sobre la efectividad del derecho internacional para resolver los conflictos internacionales de manera pacífica. ¿Es posible sortear esta dificultad?

A mi juicio, esa pregunta debe responderse afirmativamente. Uno de los aspectos más importantes de los escritos sobre política exterior de Heller estriba en que se muestra consciente no solo de la importancia que tienen las normas y tribunales comunes, sino que, para que estos funcionen, se requiere de un trabajo previo que solo puede lograr la política: el «convencimiento común». Si los Estados que van a fungir como garantes no están convencidos políticamente de resolver sus conflictos de manera pacífica, a través de preceptos y cortes comunes, entonces estos arreglos institucionales no van a tener ningún viso de éxito. La política exterior, antes que trazar y sancionar tratados internacionales, debe generar las condiciones políticas y éticas para que estos puedan ser viables y operativos. En esto se halla uno de los principales aportes de Heller a este campo.

De esta manera, a través de un trabajo de política exterior que logre un «convencimiento común» sobre la dignidad y la utilidad que traen los preceptos y los tribunales comunes, se posibilita la generación de un marco normativo y un conjunto de arreglos institucionales con vistas a la realización de aquella unidad que Heller denomina indistintamente «Confederación Europea» o «Estados Unidos de Europa». Es cierto que el concepto de confederación o de unión comporta, al menos parcialmente, una pérdida de soberanía por parte de sus miembros. Sin embargo, difícilmente pueda conjeturarse que esta unión o confederación de Estados europeos suponga una renuncia a la soberanía estatal. Más bien, parece configurarse como un espacio cultural y político compartido, con normas e instituciones para que los Estados soberanos resuelvan de manera pacífica sus conflictos y cooperen mutuamente.

El hecho de que esta unión o confederación europea tenga por miembros a los Estados soberanos de Europa parece reforzarse si recordamos algo que señalamos previamente en el artículo, a saber: que los tratados y pactos interestatales deben contemplar la soberanía nacional. De un acuerdo que pretenda imponerse a la fuerza sobre las partes solo se siguen consecuencias negativas que conducen, inevitablemente, a la resolución del conflicto a través de otros medios. Por ello, todo ordenamiento internacional debe reconocer su límite en aquello que es, a la vez, su condición de posibilidad: la soberanía estatal. Es eso lo que lleva a este autor a reconocer el previamente referido tratado entre Italia y Suiza de 1924.

Si volvemos sobre esa unión o confederación europea, no resulta difícil aventurar que, en la mente de Heller, aquella debía tener un carácter bastante definido. Tal como vimos con sus indicaciones sobre el rol histórico mundial de Alemania, aquel espacio común de cooperación debía apoyarse sobre la realización material de los derechos y la política social. Con ello, podemos colegir que los «Estados Unidos de Europa» debían abrirse paso entre el este bolchevique y el oeste capitalista, fundando una «comunidad popular» de carácter socialista. Sobre este rol histórico-mundial de Alemania y, en general, de Europa, vuelve a hablar en un escrito de 1932, titulado «Socialismo nacional», que fue publicado en ocasión de la reedición de su libro Socialismo y nación. Allí indica que «necesitamos hoy la internacional europea de las naciones» ya que, de lo contrario, «estas se rebajarán en poco tiempo a ser una colonia de esclavos blancos de los americanos» (‍1992g: 575).

Para finalizar, podemos señalar un problema ulterior para la propuesta helleriana que aparece cuando ponemos en consideración que los principios jurídicos fundamentales, tal como señalamos previamente, tienen validez para una comunidad de cultura determinada. Si los Estados se vinculan a las normas de derecho internacional no solo siguiendo su libre voluntad, sino también aquellos preceptos jurídicos suprapositivos, ¿hasta qué punto pueden fungir estos como fundamento de una teoría del derecho internacional? Si no hay una comunidad global de cultura, ¿qué validez pueden reclamar estos principios? ¿Solo son válidos en el territorio europeo? ¿Lo serían también para aquellas comunidades que, a pesar de no encontrarse en aquel continente, han tenido un fuerte influjo cultural por parte de Europa?

Estas preguntas, sin duda, muestran los límites del planteo de Heller y no pueden ser respondidas desde su obra. Sin embargo, eso no quita relevancia a sus aportes. Como vimos aquí, podemos extraer valiosas lecciones de derecho internacional y de política exterior tanto de sus escritos «soberanistas» o jurídico-políticos, como de sus escritos de intervención pública relativas a la dependencia del ordenamiento jurídico internacional de la soberanía estatal, al papel que tiene la política exterior para generar las condiciones políticas y éticas para instaurar normas y tribunales comunes, al rol histórico-mundial de las naciones y de los espacios culturales compartidos y, por supuesto, a la función que tiene el principio de autoconservación estatal en el derecho internacional y en la política exterior.

NOTAS[Subir]

[1]

El autor agradece especialmente a Ramiro Kiel y Emilse Toninello por sus comentarios y observaciones. También al par evaluador por las valiosas sugerencias que realizó.

[2]

Este dato, consignado originalmente en el trabajo biográfico que realizó Klaus Meyer (‍1984), puede encontrarse en numerosos artículos y estudios sobre su obra. Uno de ellos es el estudio introductorio que La Torre (‍1996) dedicó a la compilación El sentido de la política y otros textos. También aparece en Miguel Herrera (‍2002); Contreras (‍2005), y Monereo Pérez (‍2009), entre otros.

[3]

La traducción del título de la tesis de habilitación de Heller es nuestra. A lo largo de este artículo, vamos a citar a nuestro autor directamente de sus obras completas, por lo que las traducciones van a ser propias. En el caso de los títulos, vamos a ofrecer entre corchetes el nombre original en la primera aparición.

[4]

Este dato lo tomamos de la bibliografía que consignó Hans Rädle (1967) y que fue publicada, de manera ampliada, en la reedición del tercer tomo de las obras completas de Heller.

[5]

Esto es lo que expresa Domenico Losurdo (‍2012), que vincula el libro de Heller a las obras de Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado, y Franz Rosenzweig, Hegel y el Estado. Una concepción similar aparece en Pelcynski (‍2016). Para una crítica de la lectura que Heller hizo de Hegel, particularmente en lo que concierne a la noción de «personalidad estatal», puede consultarse Jiménez Colodrero (‍2017).

[6]

Además del libro de Michael Henkel que se menciona en la siguiente oración, cabe resaltar la traducción del artículo «Hegel y la política alemana», un texto relativo a su tesis de habilitación, que Maximiliano Hernández Marcos realizó para la revista Res Publica. En particular, cabe señalar que en la presentación de aquella traducción se hace hincapié en la importancia que tuvo la interpretación de Hegel para Heller (‍Hernández Marcos, 1999).

[7]

Las cursivas son nuestras.

[8]

Si bien aquí estamos siguiendo la distinción que hizo Heller en torno a las normas positivas y los principios jurídicos fundamentales, la propia Vita señala la importancia que tiene esta distinción en el derecho constitucional actual, particularmente a partir de las obras de Ronald Dworkin y Robert Alexy. La distinción que aquí se hace no necesariamente es replicada por el neoconstitucionalismo e, incluso, tal como señalan Atienza y Ruíz Manero (‍1991), existe una diversidad de significados del término «principio jurídico» en la actualidad: desde formulaciones vagas, enunciados muy generales, norma programática o directriz, entre otros.

[9]

Nos referimos principalmente a aquellos que, movilizados contra el Tratado de Versalles, adoptaron una posición reacia a las normas y los tratados internacionales. Como vamos a ver más abajo, estos sectores, deudores de la Realpolitik de Bismarck o Treitschke, pueden ser identificados con aquellos conservadores de Weimar que rechazaron su constitución por haber sido hija de una «quiebra» o de «una derrota» (‍1992f: 375) y por las obligaciones que, tras la derrota bélica, se le impusieron a Alemania. En un escrito posterior, Heller identifica que fueron ellos quienes formaron parte de los apoyos políticos e intelectuales del Gobierno de Franz von Papen (‍1992h) y, en general, de los Gobiernos del período conocido por los «gabinetes presidenciales» (‍Kolb, 2005). Entre las figuras más importantes, resalta, por supuesto, la de Carl Schmitt, pero no es la única: Heller también menciona a Oswald Spengler, entre otros.

[10]

Tal como puede constatarse en las obras completas, el artículo «Política exterior socialista» fue publicado en 1924 en el Boletín Político del Círculo de Hofgeismar (Politische Rundbrief des ,Hofgeismar’-Kreises). «Conversación entre dos amigos de la paz» fue publicado el mismo año a través de revista Juventud Socialista (Sozialistische Jugend). Por último, Socialismo y nación se publicó un año más tarde, en 1925, a través de la Editorial de la Juventud Trabajadora (Arbeiterjugend-Verlag).

[11]

Recordemos que durante la Primera Guerra Mundial el Partido Socialdemócrata se dividió en dos facciones: el Partido Socialdemócrata Mayoritario (MSDP) y el Partido Socialdemócrata Independiente (USDP). En 1922, el USDP se fraccionó, a su vez, en dos, unificándose una de ellas con el MSDP y constituyéndose, nuevamente, bajo el nombre del SDP. La otra, en cambio, constituyó el Partido Comunista Alemán (KDP) (‍De Deken, 1999). Bajo el USDP pasaron algunos miembros icónicos del espartaquismo como Rosa Luxemburg, Karl Liebknecht, entre otros (‍Albrecht, 1984). Heller, en cambio, había ingresado al partido en 1920 de la mano de Gustav Radbruch, quien se había unido a la socialdemocracia después de la Revolución de noviembre, lo que le valió que antiguos miembros lo tildaran de oportunista y de «socialista de noviembre» (‍Miguel Herrera, 2002).

[12]

Hugo Saupe fue un político socialdemócrata y redactor de la Revista Popular de Leipzig (Leipziger Volkszeitung). Esta publicación, cuya fecha de inicio data de 1894, había estado comprometida con las tendencias más radicales del partido, al menos hasta 1915, cuando estuvo bajo la dirección de Paul Lench (‍Fowkes, 1984). Posteriormente, la revista quedó en manos del Partido Socialdemócrata Independiente (‍Vestring, 1987).

Bibliografía[Subir]

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[14] 

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