RESUMEN
Ante la falta de regulación constitucional expresa sobre el régimen de las posibles alteraciones territoriales del mapa autonómico, la doctrina mayoritaria, apoyada fundamentalmente en la STC 99/1986, ha venido defendiendo una interpretación muy amplia de la remisión que el art. 147.2.b de la Constitución hace a los estatutos de autonomía para realizar la delimitación del territorio autonómico. En este trabajo se justifica por qué esa habilitación a los estatutos no es suficiente para que, a través de la reforma de los mismos, se lleve a cabo la creación de una nueva comunidad autónoma a partir de la integración de otras preexistentes.
Palabras clave: Alteraciones territoriales; límites; estatutos de autonomía; comunidades autónomas; fusión; integración.
ABSTRACT
Given the lack of express constitutional regulation on the regime of possible territorial alterations of the autonomous map, the majority doctrine, based mainly on STC 99/1986, has been defending a very broad interpretation of the referral that article 147.2.b of the Constitution makes the Statutes of Autonomy to carry out the delimitation of the autonomous territory. This paper justifies why this empowerment of the Statutes is not enough so that, through their reform, the creation of a new Autonomous Community is carried out from the integration of other pre-existing ones.
Keywords: Territorial changes; limits; statutes of autonomy; autonomous communities; fusion; integration.
Como es lógico, los países de estructura territorial compuesta o compleja suelen recoger expresamente en sus constituciones previsiones que regulan las posibles y diversas alteraciones de los límites de los entes integrados en el conjunto del Estado —estados federados, länder, regiones—, incluida la eventual integración en uno solo de dos o más de tales entes territoriales inferiores. La mayor parte de estos textos constitucionales prevén, en primer lugar, una habilitación expresa para poder llevar a cabo tales alteraciones territoriales y, en segundo lugar, establecen también, al menos, un mínimum procedimental a respetar por el legislador en la ejecución de tales acciones[2].
Sin embargo, nuestra Constitución (CE) no dedica ninguno de los preceptos de su extenso título VIII a esta cuestión[3]. Nos encontramos, pues, con una importante laguna, quizá lógica en la medida en que la CE no cierra un modelo territorial concreto sino que establece los cauces para repartir territorialmente el poder, quedando desatendidos varios extremos relevantes de su eventual evolución posterior. Así lo consignó tempranamente el Tribunal Constitucional (TC) en su STC 99/1986, de 11 de junio:
Es de señalar […] que, a diferencia de lo que ocurre en otros ordenamientos, la Constitución española no contiene norma alguna que condicione expresamente el procedimiento de alteración del territorio de las Comunidades Autónomas. Si bien el art. 141.1, inserto en el capítulo segundo del título VIII, dedicado a la Administración Local, hace referencia a la alteración de los límites provinciales, no constituye, sin embargo, una norma reguladora de los cambios territoriales autonómicos, aun cuando sea de aplicación en la medida en que estos cambios impliquen, a su vez, alteraciones de los límites provinciales[4].
Esta omisión constituye, como muy acertadamente señaló hace ya décadas García Roca (1984: 120-121), «no solo un grave defecto técnico, sino también una clara contradicción con el propio principio de voluntariedad, pues no parece tener mucho sentido dejar la elaboración del mapa regional a la voluntad de las propias Comunidades Autónomas […] e impedir, a la vez, la posterior rectificación de errores históricos o la acomodación a las nuevas necesidades de regiones económico-planificadoras». Y más aún, lo que interesa al objeto principal de este estudio, esta laguna abre el interrogante de hasta qué punto podrían los estatutos de autonomía suplir esta función y regular cada uno de ellos el régimen de las diversas alteraciones territoriales de su CA, al amparo de la habilitación al estatuto para delimitar el territorio autonómico que hace el art. 147.2 CE.
Lo que sí recoge nuestra CE es la prohibición de federación entre comunidades autónomas (CC. AA.) (art. 145.1 CE), lo que, en opinión de algunos autores, impediría aquellas modificaciones más intensas del mapa territorial: la creación de nuevas CC. AA. a partir de la integración de otras preexistentes[5].
En mi criterio, la fusión o integración de CC. AA. y la federación de las mismas son, sin duda, categorías cercanas —a veces, incluso, conectadas—, pero claramente diferenciables. Resulta, pues, perfectamente compatible que un sistema que prohíbe la federación de territorios, permita a la vez la eventual fusión de los mismos. De hecho, así sucede, por ejemplo, en los casos de Suiza, México y Estados Unidos[6].
Entonces, ¿qué es lo que, efectivamente, prohíbe el art. 145.1 CE? En ausencia de jurisprudencia del TC sobre esta concreta cuestión[7], ha sido la doctrina quien, tímidamente, ha intentado dar respuesta a este interrogante apuntando en la siguiente dirección: lo que pretende evitar el art. 145.1 CE es la «creación de mancomunidades políticas y económicas, dotadas de órganos comunes de autogobierno, que pudieran alterar de facto el equilibrio político regional buscado por la CE e incluso la correlación de poderes entre el Estado y las nuevas mancomunidades que pudieran crearse» (Leguina Villa, 1981: 739). Se habla, pues, de dos realidades conectadas pero distintas: la creación de órganos comunes de decisión y la alteración del equilibrio territorial como consecuencia de tales decisiones conjuntas. Y se pone el acento en esta segunda circunstancia, en la desvirtuación del orden territorial establecido por la CE a través de la «división en bloques de Comunidades Autónomas», sin profundizar en la determinación del instrumento jurídico necesario para sustentar esas «alianzas políticas permanentes, entre Comunidades Autónomas» (Calafell Ferrá, 2005: 342).
Por el contrario, según mi criterio, es en este primer extremo donde debemos buscar la característica definitoria de lo que debamos entender por federación de CC. AA. Así, no todo pacto interautonómico que creara un foro común para llegar a acuerdos que, eventualmente, pudieran afectar al equilibrio solidario del modelo, constituiría federación de CC. AA. En mi opinión, para que exista federación, ese nuevo tercer nivel interpuesto entre el Estado y las CC. AA. tendría que poder tomar decisiones jurídicamente vinculantes para las partes. He aquí el quid de la cuestión. Si dos o más CC. AA. acordaran crear un órgano común al que transfirieran competencias propias, de manera que fuera ya esa nueva estructura y no las CC. AA. quien ostentara la titularidad de las mismas, sí podríamos hablar de federación[8].
Así, la prohibición de federación entre CC. AA. obliga a las Cortes Generales a denegar la autorización para la suscripción de un acuerdo horizontal que atribuya a un ente organizativo distinto de las propias CC. AA. firmantes competencias autonómicas. Realidad, por tanto, jurídicamente muy distinta —aunque políticamente cercana, en según qué casos— a la posibilidad de modificación de los límites territoriales de dos o más CC. AA. que pueden implicar, incluso, la fusión de todos sus territorios en una sola Autonomía, pero no la creación de un ente territorial diferente, interpuesto entre las comunidades y el Estado, carente de anclaje constitucional. Y aquí estaría la clave de su diferenciación de la integración de CC. AA.: integrar dos o más CC. AA. en una sola cambia lógicamente el número de CC. AA., su extensión y población, pero no crea entes interpuestos entre el Estado y las autonomías, no hay un traslado de competencias a sujetos distintos de las propias comunidades. De modo que no resultaría incompatible prohibir la federación de territorios con la habilitación de fusión entre los mismos.
Cuestión distinta es, como veremos, si esa habilitación debe ser expresa en la CE o si podemos entender habilitados a los estatutos de autonomía para regular y articular dichas fusiones ex art. 147.2.b de la CE, que reserva a los mismos la delimitación de su territorio.
A lo largo de estos años todos los estatutos de autonomía, en ejercicio de la reserva que el art. 147.2.b de la CE hace en favor de esas normas, han venido regulando diversos procedimientos de alteración de sus estructuras y límites territoriales, algunos de ellos ya derogados. Dejamos aquí fuera de nuestro análisis aquellos procedimientos que prevén exclusivamente la reordenación intraautonómica del territorio, es decir, las regulaciones de las modificaciones de los límites territoriales de municipios, provincias u otros entes locales que no implican, a su vez, alteración de las fronteras autonómicas, para referirnos exclusivamente a los que tienen —o tenían— un impacto o efecto interautonómico, esto es, los que afectan —o afectaban— de algún modo no solo al territorio propio sino también al de otra u otras CC. AA.[9].
La única norma estatutaria que recoge una cláusula genérica y abierta que prevé la necesaria reforma del Estatuto para la articulación de «cualquier alteración de los límites territoriales» de la comunidad autónoma (CA) es la disposición adicional segunda del estatuto murciano. Esto sitúa a esta CA en una posición muy diferente al resto. Ninguno de los demás estatutos de autonomía ha establecido expresamente la vía de la reforma estatutaria para cualquier alteración territorial. Dependiendo del modo en que se define el territorio de la CA en cada estatuto, bien incluyendo la alusión a los límites territoriales «actuales» de las provincias/municipios que la forman en el momento de la aprobación del mismo[10], bien sin utilizar esa fórmula retórica[11], la jurisprudencia constitucional ha establecido soluciones diferentes[12]. En el primer caso, se precisaría para toda alteración una reforma estatutaria —ordinaria o ad hoc—, mientras que para el segundo caso esas alteraciones podrían sustanciarse sin tener que recurrir ningún tipo de procedimiento de reforma estatutaria[13], en la medida en que con ellas no se incide sobre la definición que del territorio comunitario se hace en el estatuto.
No obstante, parece claro que esa referencia a que «cualquier alteración de los límites territoriales» precisa reforma del estatuto no está pensada por el legislador estatutario como una puerta abierta a alteraciones territoriales de la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia que afecten al territorio de otras CC. AA., sino como un modo de dotar de mayor rigidez y protagonismo del Parlamento autonómico a un eventual proceso de reorganización territorial intracomunitario. Esta peculiaridad de la norma murciana tiene mucho que ver con la histórica reivindicación de algunas formaciones políticas minoritarias de la creación de la provincia de Cartagena, a partir de la escisión de la comarca correspondiente de la provincia de Murcia, lo que no alteraría los límites territoriales de la CA, sino que la haría pasar de autonomía uniprovincial a biprovincial. Se refuerza de este modo la garantía de que una decisión de ese tipo requeriría, en todo caso, reforma del estatuto.
El resto de regulaciones estatutarias han sido normas ad casum, referidas a realidades territoriales concretas:
Se han dado dos fórmulas estatutarias que permiten la incorporación a su CA de territorios no integrados en otras CC. AA. Ambas tienen una redacción de propia de norma de alcance general, pero se refieren a situaciones y territorios muy determinados. Tanto es así que, una vez desaparecido el supuesto de hecho recogido en la segunda de ellas, ha sido expresamente derogada por el legislador estatutario[14]. Se trata de la incorporación automática del territorio a la CA, sin reforma del estatuto de autonomía. Así lo establece la disposición adicional primera del Estatuto de Autonomía de Andalucía, introducida ya en la primera redacción de la norma estatutaria y mantenida en sus sucesivas reformas. Prevé la disposición adicional primera: «La ampliación de la Comunidad Autónoma a territorios no integrados en otra Comunidad Autónoma se resolverá por las Cortes Generales, previo acuerdo de las partes interesadas y sin que ello suponga reforma del presente Estatuto, una vez que dichos territorios hayan vuelto a la soberanía española».
Pese a su abierta formulación, se trata de una disposición exclusivamente prevista para el caso de que Gibraltar volviera a ser de soberanía española (Blasco Esteve, 1987: 821; Balaguer Callejón, 2007: 235), tanto ahora que ya no existen territorios no incorporados a alguna CA como cuando todavía no estaban constituidas todas las autonomías[15]. Aunque se trata de una ampliación del territorio autonómico por incorporación de otro, no estamos, lógicamente, ante la afectación del territorio de otras CC. AA. puesto que se trata de una zona de soberanía extranjera —enclavada en el territorio de la Comunidad Autónoma de Andalucía— que no tiene la condición de entidad local dentro de nuestro sistema, ni podría optar a la autonomía por sí misma como paso previo a su integración en la Comunidad Autónoma de Andalucía.
Además de un buen número de enclaves interprovinciales dentro de la misma CA[16], en nuestro país existen no pocos enclaves interautonómicos, esto es, entidades municipales enclavadas en el territorio de una CA distinta a la que pertenecen. Así, Treviño, Villaverde de Trucíos, Santa María de la Alameda, Sajuela, Rincón de Ademuz, Orduña, Petilla de Aragón, Lastrilla-Ceruza y Berzosilla[17]. Las normas estatutarias que regulan su eventual segregación/agregación son las siguientes.
Los Estatutos vasco, riojano y aragonés establecen el régimen de la agregación a su CA de territorios de otras autonomías enclavados dentro de sus fronteras, si bien que de distinto modo. La disposición adicional segunda del Estatuto de Autonomía de La Rioja prevé la posibilidad de agregación de enclaves pero remite in toto su regulación a lo que establezca una ley estatal. Por el contrario, tanto el art. 8 del Estatuto de Autonomía del País Vasco, como el art. 10 del Estatuto de Autonomía de Aragón, recogen —en términos casi idénticos— un régimen de la agregación bastante completo que incluye como requisitos fundamentales la solicitud de los ayuntamientos, la audiencia a las provincias, el referéndum favorable de los ciudadanos afectados y la aprobación por el Parlamento autonómico y por ley orgánica de las Cortes Generales.
Por su parte, la disposición transitoria tercera del Estatuto de Autonomía de Castilla y León vigente[18] regula los requisitos y procedimiento para la eventual segregación de enclaves pertenecientes a su CA sitos en otra distinta en unos términos que, claramente, colisionan —en parte— con los preceptos de otros estatutos de autonomía reguladores de la correspondiente agregación[19]. Esta situación dio lugar a los recursos de inconstitucionalidad acumulados n.º 384/1983 y 396/1983, promovidos por el Gobierno y el Parlamento vascos, respectivamente, contra la entonces disposición transitoria séptima, 3, de la Ley Orgánica 4/1983, de 25 de febrero, de Estatuto de Autonomía de Castilla y León, que fueron desestimados por la STC 99/1986, de 11 de julio. Sentencia que sentó los ejes fundamentales sobre los que debe pivotar la regulación estatutaria de esta materia y a la que me referiré en el próximo epígrafe.
El art. 58 del Estatuto de Autonomía de Cantabria —hasta 1998—, el art. 44 del Estatuto de Autonomía de La Rioja —hasta 1999— establecían, con idéntica redacción, la posibilidad de que esas CC. AA. uniprovinciales se incorporaran a otra CA limítrofe a iniciativa de dos terceras partes de los miembros de sus respectivos Parlamentos, ratificada en los seis meses siguientes por dos terceras partes de sus municipios cuya población representara la mayoría del censo electoral de la CA. Se disponía también la necesaria aprobación por la CA en la que se fueran a integrar —de conformidad con el procedimiento previsto en el correspondiente Estatuto de Autonomía— y la aprobación final de las Cortes Generales por ley orgánica[20].
Se preveía, pues, en ambos casos la incorporación de estas CC. AA. a otra limítrofe en dos pasos: la previa disolución de las mismas y su integración en otra a través de la reforma del estatuto de autonomía de esa CA de destino, de modo que cada norma estatutaria regula el procedimiento a través del cual sus órganos respectivos adoptan la decisión que a cada uno corresponde. A confirmar esto vino la regulación, complementaria de la anterior, recogida en la disposición transitoria séptima apartados 1 y 2 del Estatuto de Autonomía de Castilla y León —hasta 2007—, que disponía la aprobación de la iniciativa y de la posterior reforma de su Estatuto —aprobada por mayoría de dos tercios y limitada a la incorporación del nuevo territorio— por parte de las Cortes de Castilla y León «en el caso de que una Comunidad Autónoma decida a través de sus legítimos representantes, su disolución para integrar su territorio en el de la Comunidad Autónoma de Castilla y León»[21].
Se nos presentaba, de este modo, una suerte de acto complejo en fases sucesivas, que culminaría en la derogación formal de los estatutos de Cantabria y La Rioja y la aprobación de la reforma del Estatuto de Castilla y León en un procedimiento final acumulado de ambas tramitaciones por ley orgánica de Cortes Generales, tal y como se dispone en los arts. undécimo y duodécimo, respectivamente, de la Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados y de la Norma Supletoria del Reglamento del Senado, reguladoras de los procedimientos de tramitación de las reformas de los estatutos de autonomía[22]. Ambas normas procedimentales todavía no derogadas formalmente, pero carentes ya de eficacia tras la derogación expresa de las normas estatutarias a las que se refiere.
Una parte relevante de nuestra doctrina ha dado por bueno este mecanismo de reorganización territorial, siempre que cada estatuto de autonomía respete el ámbito de regulación que le corresponde, sin calificarlo como integración o fusión de CC. AA. Así, Rivero Ysern (1985: 335) lo denominó «incorporación de provincias, como consecuencia de la disolución de la Comunidad Autónoma» y Muñoz Machado (2007: 349) señaló que «supone la liquidación de una Comunidad Autónoma y su sometimiento al régimen de un Estatuto de Autonomía distinto» con efectos «similares» a la segregación/agregación de enclaves territoriales, «con la salvedad de que la Comunidad de origen no se disuelve [en el caso de los enclaves]». No parece, pues, en opinión de estos autores, que estuviéramos ante un salto cualitativo de categoría jurídica.
Sí se mostró, por el contrario, muy crítico Gutiérrez Llamas (1991: 257) con estos primeros dos apartados de la disposición transitoria séptima del Estatuto castellano-leonés. Este autor censuró duramente el hecho de que se pretendiera llevar a cabo «la incorporación de una Comunidad limítrofe de modo incondicional […] como si la finalidad del proceso que regula no fuese la formación de una nueva Comunidad Autónoma —distinta de las que dan origen a su constitución— sino, más bien, una simple anexión territorial a la Comunidad Autónoma de Castilla y León». Y, consecuentemente, «una elemental idea de racionalidad, sin embargo, repugna esta alternativa, habida cuenta que la incorporación de una Comunidad Autónoma a otra constituye una realidad que, inexorablemente, incide en la estructura, organización y funcionamiento de cualquier entidad territorial dotada de autonomía política. En este sentido, toda pretensión de reducir esta compleja operación a un simplista suma y sigue está condenada al campo de la irrealidad»[23].
En mi criterio, el procedimiento de potencial incorporación de Cantabria y La Rioja a la Comunidad Autónoma de Castilla y León, previa disolución de las primeras, establecido en la versión no reformada de aquellos estatutos de autonomía, articula un claro y manifiesto supuesto de integración de CC. AA. Desde luego, pretender incorporar una CA al régimen de otra sin mayores consecuencias que la ampliación del territorio de la segunda, pertenece al mundo de la frivolidad jurídica. Pero es que, además, entender que lo que se incorpora es simplemente la provincia resultante de la simultánea disolución de la CA anexionada nos conduce ya a un terreno muy cercano a lo fraudulento.
Hay que conceder, sin embargo, que probablemente los estatutos de autonomía adoptan este tipo de disposiciones dirigidas alcanzar este fin por vías impropias porque, por su propia condición y naturaleza, no pueden diseñar un verdadero procedimiento de fusión de dos CC. AA. ya constituidas, en la medida en que resultaría necesaria la elaboración ex novo de un único estatuto, con el correspondiente impulso y protagonismo conjunto —no separado y simultáneo— de ambos sujetos autonómicos. Y es que ahí está precisamente el quid del problema. Tanto el legislador como el TC y la mejor doctrina han admitido la premisa de que, en ausencia de precepto constitucional de alcance general que prevea y regule en sus elementos basilares la posible fusión de dos o más CC. AA., los estatutos de autonomía están habilitados para llevar a cabo esa función. Veámoslo.
El conjunto de la doctrina constitucionalista que ha estudiado el fenómeno territorial de nuestro país ha venido coincidiendo en admitir que cualquier alteración del mapa autonómico, incluida la fusión de CC. AA., puede vehicularse a través de la reforma estatutaria, en la medida en que el art. 147.2.b de la CE establece como contenido obligatorio —y reservado— de los estatutos de autonomía la delimitación del territorio de la CA. Acuerdo doctrinal que parte de una interpretación muy expansiva de lo dispuesto por el TC en la citada STC 99/1986, de 11 de junio, referida —en principio— a la regulación de los enclaves territoriales en virtud de aquella reserva estatutaria[24].
A juicio del TC, esa reserva incluye no solo la delimitación del territorio propio de cada Comunidad en el momento del acceso a la autonomía, sino también «las previsiones relativas a su posible alteración, [lo que] ha dado lugar a normas estatutarias de contenido diverso». Y como, lógicamente, una vez dividido todo el territorio estatal en CC. AA., la alteración del territorio de cualquiera de ellas podría afectar al territorio de otras comunidades limítrofes —cuyo estatuto gozaría de idéntica reserva— añade el TC que «la regulación estatutaria no puede contener el procedimiento de modificación territorial que deberá seguir las dos comunidades implicadas, sino tan solo el proceso de formación y manifestación de la voluntad de cada una de ellas», de modo que será siempre necesario que las normas estatutarias correspondientes se limiten a la regulación de las decisiones que corresponden a cada CA, actos «distintos, pero complementarios […] que habrán de concluir integrándose en un único resultado».
Por tanto, la alteración del territorio de una CA que implique, a su vez, la alteración del territorio de otra autonomía requiere el cumplimiento de dos condiciones esenciales. En primer lugar, la existencia una regulación paralela y complementaria en cada uno de los estatutos de autonomía afectados. Hay, por tanto, una concurrencia objetiva de competencia sobre la que debe proyectarse el criterio del interés respectivo como delimitador del ámbito propio de normación de cada estatuto de autonomía. En palabras de Gutiérrez Llamas (1991: 236), «el reparto de la materia debe partir del reconocimiento a cada estatuto de autonomía de la competencia para regular los requisitos, el procedimiento y todos aquellos aspectos referidos solo y exclusivamente a la manifestación e integración de las voluntades de los órganos y sujetos comprendidos dentro de su Comunidad Autónoma». Y, en segundo lugar, la puesta en marcha de dos procedimientos —simultáneos o sucesivos, pero en todo caso coordinados— que culminen con la correcta manifestación de la voluntad de segregación/agregación de todas las partes implicadas. A pesar de que el Tribunal no lo señala expresamente en esa sentencia, parece aconsejable que esos procedimientos de alteración interautonómica del territorio sean previstos por una normación estatutaria ad hoc, si bien nada impediría que pudieran vehicularse a través de los mecanismos generales de reforma estatutaria.
De esta manera lo ha entendido, pues, la mejor doctrina. En ausencia de regulación constitucional de la integración de CC. AA. preexistente, se ha entendido que los estatutos de autonomía, en uso de la reserva normativa recogida en el art. 147.2.b, son norma habilitada para establecer —conjunta y coordinadamente— el régimen jurídico de este fenómeno. Así, García Roca (1984: 121) criticó la omisión en el texto constitucional «de un procedimiento de agregación o fusión futura de Comunidades Autónomas ya existentes», no obstante lo cual, consideraba que ese «error se ve en cierta medida amortiguado con las previsiones contenidas en algunos Estatutos de Autonomía»[25]. Posteriormente, ahondando en esa misma línea, Fossas Espadaler (2006: 605-606) ha señalado, no sin razón, que la regulación estatutaria de esta materia —integrante del llamado «bloque de la constitucionalidad»— no difiere demasiado de lo previsto en las constituciones de otros Estados complejos que sí regulan la fusión de los territorios que los integran, garantizando siempre «el concurso de voluntades de los órganos supremos del Estado miembro y los de la Federación». Reserva al estatuto de autonomía de la regulación de las eventuales fusiones entre CC. AA. —y del resto de alteraciones territoriales interautonómicas— que ha sido mayoritariamente calificada como reserva absoluta, «de suerte que solo los Estatutos de Autonomía, y no otras normas estatales o autonómicas, pueden regular esta materia» (Calafell Ferrá, 2006: 120).
Además, se ha venido entendiendo que, en ausencia de previsión constitucional y también de cauce estatutario específico, la creación de una nueva CA a partir de la integración de otras preexistentes habría de vehicularse a través de las vías ordinarias de reforma de los estatutos de autonomía. Así, por ejemplo, Ridaura Martínez (2016: 393) ha señalado, en relación con una eventual fusión de la Comunidad Valenciana con otra u otras autonomías, que «el proceso de fusión estaría sujeto a las exigencias, primero, de reforma estatuaria, que al no contener previsión alguna al respecto equivaldría a un nuevo proceso estatuyente ya que implicaría la reforma total del Estatuto de Autonomía»[26].
A pesar del general acuerdo doctrinal sobre la viabilidad de este cauce para la fusión de CC. AA., el Consejo de Estado no ha secundado —ni refutado— esta tesis, optando deliberadamente por no pronunciarse de modo claro al respecto Rubio (Llorente y Álvarez Junco, 2006: 155). En contra de esta interpretación se ha manifestado Fossas Espadaler (2007: 169), quien entiende que «la ausencia [en el informe] de una propuesta de incluir en el texto constitucional un procedimiento previsto para la eventual alteración en el futuro de los actuales límites territoriales de las Comunidades Autónomas, que figura en la mayoría de las Constituciones federales» es un modo implícito de admitir por parte del Consejo de Estado la posibilidad de seguir recurriendo a la vía de la reforma estatutaria para estas alteraciones —y fusiones—, aun cuando una hipotética reforma constitucional fijara la denominación de las diecisiete CC. AA.
No comparto que esta reflexión, quizá procedente en relación con otro tipo de alteraciones territoriales, pueda proyectarse sobre la integración de CC. AA. Hay que tener en cuenta que el propio Consejo de Estado indica en su informe que, pese a no haber consulta expresa del Gobierno sobre cómo afectaría la reforma constitucional planteada a la «apertura del sistema […] a través de la reforma posible de los Estatutos», el informe «quedaría incompleto» si no tuviere presente ese interrogante, por lo que, en consecuencia, se formulan al respecto «algunas reflexiones, sin sugerencias sobre posibles textos» (Rubio Llorente y Álvarez Junco, 2006: 133). Esto es, las aportaciones que hace el Consejo de Estado sobre esta cuestión no tienen pretensión de exhaustividad y, además, no se concretan en propuestas de reforma. A mayor abundamiento, sucede que, aunque el informe se refiere en diversas ocasiones a las alteraciones territoriales en general, la única vez que se pronuncia específicamente sobre un supuesto de fusión de CC. AA. —País Vasco y Navarra— elude de modo expreso dar respuesta a este interrogante (Rubio Llorente y Álvarez Junco, 2006: 155). Parece prudente, pues, entender que el Consejo de Estado no ha ratificado la tesis mayoritaria, si bien tampoco se ha manifestado expresamente en sentido contrario.
En todo caso, en lo que no suelen profundizar estos autores es en cómo concluiría, desde el punto de vista normativo, ese proceso de fusión de CC. AA. regulado en los correspondientes estatutos de autonomía como procedimiento especial u ordinario de reforma estatutaria. Esto es, si el resultado sería dos estatutos de autonomía reformados o si iríamos a la creación de un nuevo estatuto conjunto que sustituiría a los anteriores. El criterio más claro al respecto, lo encontramos en la obra de Gutiérrez Llamas (1991: 266-269), quien claramente apuesta por la elaboración de un único estatuto de autonomía para estos supuestos. Ahora bien, ¿cabe la aprobación de un nuevo estatuto de autonomía a partir de los procedimientos de alteración territorial que pueda prever cada uno de los estatutos de las comunidades a fusionar? Como se detalla en las páginas siguientes, esta operación tropezaría con no pocas dificultades que, a mi juicio, indicarían que la premisa de la que parten estos autores —que los estatutos de autonomía puedan regular la fusión de CC. AA.— es, al menos, muy cuestionable.
A mi criterio, la doctrina ha venido haciendo una interpretación excesiva e injustificadamente amplia del objeto al que se refiere el art. 147.2.b CE cuando remite a los estatutos de autonomía de delimitación del territorio de las CC. AA. La supresión de dos o más CC. AA. para crear un nuevo ente autonómico distinto de aquellas, no es una mera alteración del territorio de las mismas. Y no es, desde luego, ninguna de las modificaciones del ámbito territorial autonómico a las que alude la STC 99/1986, referida —insisto— al supuesto de los enclaves territoriales.
Evidentemente, esta operación de integración o fusión de CC. AA. preexistentes, tiene efecto sobre el ámbito territorial de ambas, que pasa a constituir el territorio de la nueva CA. Pero esa es una consecuencia secundaria del proceso. Lo pretendido aquí no es reordenar el territorio de dos o más CC. AA. La fusión es nada menos que la extinción de las CC. AA. fusionadas para la creación, a partir de las mismas, de un nuevo sujeto dotado de autonomía y que, lógicamente, integra el territorio completo de aquellas.
Sin duda, en nuestro sistema los estatutos de autonomía pueden y deben delimitar el territorio de su CA y regular el régimen de sus variaciones posteriores —al menos, en la parte que hace a la decisión que corresponde a sus instituciones—. Y también es cierto que una nueva CA, resultado de la fusión de otras preexistentes, será creada por un nuevo estatuto de autonomía que delimitará su territorio. Pero el régimen de cómo debe articularse esa fusión y, por tanto, la elaboración de ese nuevo estatuto no es materia atribuida por la CE a la norma estatutaria, ni expresa ni implícitamente.
La decisión de si es o no posible integrar dos o más CC. AA., como la decisión de si es posible o no crear CC. AA., así como el régimen básico del procedimiento a seguir para adoptar las mismas, corresponde exclusivamente, incluso en un modelo parcialmente desconstitucionalizado y presidido por el principio dispositivo como el nuestro, al constituyente. Como señaló en TC en la muy conocida STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 6.º, a la «expansividad material de los Estatutos se oponen límites cualitativos». Límites que
definen toda la diferencia de concepto, naturaleza y cometido que media entre la Constitución y los Estatutos, como son cuantos delimitan los ámbitos inconfundibles del poder constituyente, por un lado, y de los poderes constituidos, por otro. En particular, los que afectan a la definición de las categorías y conceptos constitucionales, entre ellos la definición de la competencia de las competencias que, como acto de soberanía solo corresponde a la Constitución, inaccesibles tales límites a cualquier legislador y solo al alcance de la función interpretativa de este Tribunal Constitucional.
Este es, a mi juicio, el contexto interpretativo en el que hay que situar la categoría integración o fusión de CC. AA. Esta es, pues, una de esas categorías o conceptos constitucionales que el constituyente no ha dejado en manos de la norma estatutaria. Su remisión al estatuto no podría nunca entenderse derivada del silencio de la CE sobre la materia, ni de la previsión del art. 147.2.b. La decisión del constituyente de recoger expresamente en la disposición transitoria cuarta del texto constitucional el régimen de la eventual incorporación de Navarra al País Vasco es un vivo recordatorio de esta circunstancia.
No cabe, por tanto, lógicamente, invocar aquí la tesis de los contenidos adicionales posibles de los estatutos que, no estando expresamente señalados en la CE, son «complemento adecuado por su conexión con las aludidas previsiones constitucionales [de remisión]», en la medida en que los estatutos de autonomía son «norma institucional básica que ha de llevar a cabo la regulación funcional, institucional y competencial de cada Comunidad Autónoma»[27]. Tampoco, por supuesto, recurrir al argumento de los posibles efectos extraterritoriales de las normas autonómicas y, en particular, de los estatutos de autonomía, como ha hecho, por ejemplo, Muñoz Machado (2007: 233-234) para justificar los procedimientos de fusión encubierta —ya derogados— que se recogían en los estatutos de La Rioja, Cantabria y Castilla y León. No procede, finalmente, alegar que la norma estatutaria, en la medida en que forma parte del bloque constitucional o de la constitucionalidad, y que prevé siempre un procedimiento de reforma que garantiza la expresión de la voluntad de los territorios y del Estado —y, por ello, aparentemente paralelo al recogido en otras constituciones del mundo que sí regulan la fusión de sus entes territoriales—, puede integrar la laguna que existe en nuestra CE sobre esta materia (Fossas Espadaler, 2006: 605-606).
Admitido ello, podría plantearse a fin de lograr la integración territorial de varias CC. AA. no una reforma estatutaria, sino revertir el camino de la autonomía y crear ex novo la CA pretendida a partir de las provincias resultantes, que habrían vuelto al régimen estatal común. Un modo peculiar de reactivar la virtualidad original del art. 147.2.b CE.
El primer argumento para invalidar la posibilidad de instrumentalizar la reversión del proceso autonómico en algunas partes del territorio y el inicio de una nueva fase de acceso a la autonomía como vía para fusionar CC. AA. ya constituidas es, sin duda, la actual ineficacia de los preceptos constitucionales que regulan tales cauces de acceso. El título VIII de la CE —y, en particular, las reglas que rigen la creación de CC. AA.— no se puede leer del mismo modo en los momentos iniciales del proceso autonómico que varias décadas después de ya constituidas y consolidadas todas las autonomías. No hay que perder nunca de vista que ese título VIII no es más que un manual para la descentralización que, una vez culminado completamente el proceso, pierde gran parte de su virtualidad y comienzan a advertirse muchas de sus lógicas carencias.
La doctrina mayoritaria ha entendido agotados los efectos del art. 143 y concordantes de la CE por ser norma con cessante legis ratione. Por todos, Fossas Espadaler (2007: 99):
En la primera vertiente, el principio dispositivo actúa a través de las distintas vías de acceso a la autonomía. Estas distintas vías están configuradas en los artículos 143, 144, 146, 148, 151 y las siete primeras disposiciones transitorias. […] Una vez estas vías han sido utilizadas, los preceptos constitucionales mencionados pierden eficacia ya que, aun los incluidos en el Título VIII, tienen un carácter meramente instrumental con el único fin de constituirse en Comunidades Autónomas y, por tanto, una vez conseguido este fin, cesa la eficacia de sus preceptos […]. El principio dispositivo en su vertiente primera, en el acceso a la autonomía, ha agotado sus posibilidades de actuación y, por tanto, ha quedado desactivado.
Así lo ha constatado también el Consejo de Estado en el informe antes citado sobre la propuesta de reforma constitucional de 2005: «Aquellos preceptos (artículos 143, 144, 148 151 y disposiciones transitorias 1.ª a 7.ª) […] eran ya inaplicables desde que concluyó el proceso de organización política del territorio nacional en Comunidades Autónomas»[28].
No obstante, en contra de esta tesis se ha manifestado algún autor de notable relevancia. Así, Aguado Renedo (1997: 156) ha advertido lo siguiente:
Mientras el Título VIII esté transido del principio de voluntariedad, la posibilidad jurídica de utilizar de nuevo los preceptos reguladores de la elaboración, contenido y reforma de los Estatutos, subsiste. La mejor prueba de ello es que en la hipótesis de que una Comunidad Autónoma quisiese incorporarse a otra Comunidad, o separarse, o en la más inverosímil (no prevista, pero tampoco prohibida por la Constitución, usando los términos del legislador que ha hecho suyos el Tribunal Constitucional) de que quisiese revertir al régimen común, no habría posibilidad jurídico-constitucional de impedirlo.
En mi criterio, resulta, en efecto, incuestionable que el principio de voluntariedad rige nuestro modelo de reparto territorial del poder y que el mapa autonómico es modificable y hasta reversible. De hecho, en un trabajo anterior he defendido la tesis —absolutamente minoritaria— de que las CC. AA. podrían devolver competencias —o renunciar a la autonomía— incluso contra la voluntad del Estado, pese el carácter marcadamente bilateral del estatuto de autonomía (González García: 2014). Así, pues, comparto la idea de que las CC. AA. pueden volver al régimen común derogando su estatuto de autonomía, en la medida en que el principio dispositivo sigue vigente en la segunda de sus dimensiones. Y hasta podría discutirse si, posteriormente, una vez recuperada su original condición de meras provincias, podrían volver a iniciar —en cuanto tales— un procedimiento de acceso a la autonomía. Pero lo que es claramente contrario a la lógica del modelo y a la finalidad de las normas que lo rigen es la instrumentación de esa vía de reversión/acceso para alcanzar el objetivo de fusionar dos CC. AA. ya existentes. En tal caso, lo pretendido por las CC. AA. no es la renuncia a la autonomía, la vuelta al régimen común, sino integrarse con otras CC. AA. utilizando una vía prevista para un fin distinto. Estaríamos, a mi juicio, en un evidente fraude de CE.
Hay que reparar en que no es la voluntad de esas provincias en las que se disgrega una CA que renuncia a la autonomía, sino la de la CA en cuanto tal, la que debe guiar el proceso de integración con otra autonomía. El Consejo de Estado, en el mismo informe (Rubio Llorente y Álvarez Junco: 129), señaló claramente que el principio dispositivo, si bien permanece vivo tras la creación de la CA, ya no se proyecta sobre las provincias que la integran sino sobre el nuevo sujeto autonómico constituido:
Una vez terminada la división del territorio, el principio dispositivo no puede jugar ya en favor de las provincias para hacer posible la creación de nuevos entes dotados de autonomía política. Pese a ello, no desaparece por entero, pues en cierto modo también es este principio, ya transformado, el que explica que estos nuevos entes hayan recibido la facultad de redefinir de manera indefinida el ámbito de su autonomía; una facultad plasmada en aquellos preceptos (147.3 y 152.2) que regulan la reforma de los Estatutos. […] Según lo dispuesto en ellos, corresponde a las Comunidades Autónomas la facultad de proponer y codecidir la modificación de sus propios ámbitos.
Consecuentemente, el derecho a la autonomía inicialmente atribuido a aquellos entes territoriales se transforma en derecho de autonomía de las CC. AA. creadas, especialmente a partir de la culminación del acceso a la autonomía —en solitario o junto con otras limítrofes— de todas las provincias del Estado (Rubio Llorente y Álvarez Junco: 151):
Una vez completada la creación de las Comunidades Autónomas, parece razonable, sin embargo, sustituir la referencia a un derecho a la autonomía, ya realizado, por una garantía constitucional de la autonomía que gozan nacionalidades y regiones mediante su transformación en Comunidades Autónomas. El hecho de que las nacionalidades y regiones, en virtud del ejercicio que hicieron de su derecho constitucional a la autonomía, se hayan constituido en Comunidades Autónomas, sirve para consolidar el carácter y el fundamento constitucional del derecho de autonomía, que es el que les corresponde en esta fase, como reconocido y garantizado por la Constitución.
Por su parte, la doctrina más autorizada también ha venido a refrendar esta idea. Por todos, traemos aquí las elocuentes palabras de Fossas Espadaler (2007: 100, 110), que lo explica con meridiana claridad:
Es obvio que en el momento de la instauración y el momento de modificación la capacidad decisoria no corresponde a los mismos entes. En la instauración hemos dicho que podría distinguirse entre el derecho de iniciativa, que se atribuía a concretos entes locales y los entes preatonómicos, y el derecho a la autonomía que se reconocía a unas indeterminadas nacionalidades y regiones […]. En cambio, en el momento de la modificación de la capacidad decisoria sí corresponde a la Comunidad Autónoma, en concreto a determinados órganos de aquélla o incluso a sus ciudadanos. […] La creación de una nueva Comunidad Autónoma no sería un ejercicio del derecho de las nacionalidades y regiones, sino una decisión de una (o varias) Comunidades Autónomas mediante la reforma de sus Estatutos de Autonomía.
Así, pues, parece admitido que, una vez conformado el conjunto del mapa autonómico, una eventual fusión de CC. AA. es un proceso que debe ser protagonizado por esas CC. AA., en tanto sujetos titulares del derecho de autonomía, no por las provincias o los entes locales. El derecho a la autonomía atribuido por el art. 2 de la CE a las nacionalidades y regiones, y que se ejerce a través de las provincias y municipios o entes preautonómicos que las integran por los cauces previstos en el título VIII, se troca en derecho de autonomía de las CC. AA. ya constituidas.
No quedaría, pues, margen alguno para la creación de nuevas CC. AA. por la integración de otras preexistentes a través de la reforma estatutaria ni a través de esta instrumentalización de los mecanismos de reversión-acceso a la autonomía.
El procedimiento de creación de una nueva CA, a partir de la integración de otras preexistentes —pero distinta de estas— debería seguir, a mi criterio, las pautas esenciales que la propia CE establece para el acceso a la autonomía de las provincias, adaptándolas a la diferencia cualitativa de que el sujeto titular del derecho de autonomía son ya las CC. AA. a fusionar y no las provincias que las componen.
De este modo, en primer lugar, corresponde a la CE el establecimiento de los requisitos y límites en que tales integraciones podrían realizarse. Tal y como ya vimos, es habitual que las constituciones de otros Estados complejos que prevén la posible fusión de los entes territoriales que los integran establezcan determinadas condiciones que limitan las opciones de tal posibilidad[29]. Así, parecería razonable —y hasta necesario— que se dispusieran requisitos relacionados con el carácter limítrofe de las CC. AA. a fusionar, límites al número mínimo de autonomías que pudieran quedar finalmente constituidas, volumen máximo relativo de población que se pudiera concentrar en una sola comunidad o, en fin, cualquier otro requisito o límite orientado a salvaguardar el interés general del Estado y los equilibrios territoriales dentro del mismo. Este tipo de reglas pueden establecerse o no, pero, de hacerlo, su lugar es exclusivamente el texto constitucional, único modo de asegurar la regulación uniforme y de aplicación general de las mismas.
En segundo término, se debe pautar por la CE el proceso de negociación y aprobación del proyecto del nuevo estatuto de autonomía entre las CC. AA. implicadas. No cabe pensar en procesos paralelos e independientes. Los sujetos llamados a fusionarse deben alcanzar una propuesta común que elevar al Estado y, por tanto, deben poder deliberar y negociar —en régimen de igualdad— de modo directo. Este es un elemento clave que, hasta ahora, la doctrina ha obviado completamente. El concreto modo de articularlo sería lo menos relevante siempre que se establecieran condiciones suficientes para garantizar la negociación y la posición paritaria de las partes. Quizá lo razonable pudiera ser que cada Parlamento aprobara una propuesta que fuera discutida en una comisión mixta paritaria de representantes de las cámaras correspondientes, cuyo resultado final fuera de nuevo ratificado por el pleno de cada una de las mismas.
Estamos ante uno de los ejes del problema porque, a mi juicio, aquí quiebra totalmente la lógica que preside la STC 99/1986, de 11 de julio, relativa a los enclaves territoriales, que ha venido guiando el criterio de la doctrina mayoritaria. Esa sentencia establecía que en el complejo proceso de segregación/alteración de enclaves no hay «identidad de objeto». A criterio del TC, «aun cuando ambas regulaciones [estatutarias] estén llamadas a dar curso a actos que, adoptados de modo autónomo por cada Comunidad, habrán de concluir integrándose en un único resultado», cada regulación se proyecta «sobre ámbitos distintos», cuales son «la adopción por cada Comunidad Autónoma de una decisión relativa a su alteración territorial [segregación una, agregación la otra]». A mi juicio, en el caso de plena integración de ambas CC. AA. ya no se puede hablar de ausencia de identidad de objeto, al menos en esta fase del proceso. Una vez aprobado por separado que se pretende iniciar el procedimiento, existe un único objeto cuya elaboración y decisión final corresponde conjuntamente —no paralelamente, ni sucesivamente— a las CC. AA. implicadas. Y, consecuentemente, no pueden los estatutos de autonomía respectivos regular lo que a cada parte corresponde, porque no la hay. Es inexcusable que este procedimiento esté previsto y regulado en el texto constitucional.
Tampoco cabe dejar en manos del estatuto de autonomía, en tercer término, el siguiente de los elementos esenciales del proceso: el consentimiento por parte del Estado de la fusión propuesta por las CC. AA., cuyo régimen debe venir dado expresamente también por la CE[30]. Es bien cierto que la norma fundamental ya establece cuál es la participación del Estado —aprobación por ley orgánica y, en algunos casos, referéndum de ratificación— para los supuestos de reforma de estatutos de autonomía, pero —hay que insistir en ello— no estamos ante un caso de reforma estatutaria sino ante un fenómeno distinto y de mayor intensidad, cuyo objeto escapa del ámbito propio de los estatutos de autonomía. El constituyente debe prever, como es habitual en otras constituciones, el modo y el alcance de la intervención final del Estado en este proceso. Y es razonable entender que debiera establecer un régimen nunca menos gravoso que el que ya prevé para la reforma estatutaria.
En aquellos supuestos en los que la propia CE habilita expresamente a los estatutos de autonomía para que regulen la intervención del Parlamento estatal, como sucede con la segunda parte del citado art. 145.2 CE respecto del carácter y efectos de la comunicación a las Cortes Generales de los convenios de colaboración entre CC. AA., la doctrina ha censurado esta decisión del constituyente, en el entendido de que es un error de técnica jurídica la atribución de la determinación de los efectos que debe surtir un acto de control estatal, de carácter general, a normas particulares y distintas —los estatutos de autonomía—, abriendo la puerta con ello a una «diversidad de regímenes a todas luces incompatible con la condición unitaria del acto sobre el cual debe recaer dicho control» (González García, 2011: 104).
En cuarto y último lugar, en la línea de garantizar que la integración de CC. AA. se vehicula por un procedimiento revestido de —como mínimo— los mismos rigores que las reformas estatutarias, habría de preverse también en la CE la celebración final de un referéndum vinculante de ratificación en el conjunto del territorio de la nueva autonomía a constituir, para todos los supuestos de fusión, con independencia de cuáles fueran las CC. AA. implicadas en el proceso.
En definitiva, pese a la enorme apertura de nuestro modelo territorial y a la vigencia —matizada y transformada— del principio dispositivo, «no hay que hacer recaer sobre los Estatutos un peso que debe recaer sobre la Constitución» (Cruz Villalón, 1991: 68). El título VIII es una suerte de manual para la descentralización donde se consagra el «compromiso dilatorio» sobre el mapa territorial (Aguado Renedo, 1997: 159). Pero la virtualidad de sus preceptos y, particularmente, las potencialidades normativas del estatuto de autonomía como instrumento para ir concretando la decisión sobre el reparto territorial del poder son finitas, están sujetas a los límites que derivan de la propia naturaleza de esas normas y de la cualidad del objeto a regular.
Creo que son trasladables aquí las certeras reflexiones de García Roca (2011: 89) sobre los límites de la ingeniería constitucional:
La ausencia de un diseño constitucional con suficiente densidad normativa, su práctica desconstitucionalización, es el escenario muy arriesgado […]. Deberíamos […] corregir sus defectos y reconocer que el consenso constituyente se alcanzó a menudo sobre la falta de acuerdos concretos mediante constantes compromisos dilatorios […]. Una Constitución concebida como un proceso sin fin no puede tener la estabilidad que demandan las normas constitucionales ni gobernar un Estado compuesto. […] Pero, mientras el poder de reforma constitucional no actúe, como debería, las vías de desarrollo y concreción de la Constitución (las convenciones constitucionales en acuerdos, la reforma de los Estatutos, las leyes integradoras o interpuestas y la labor jurisdiccional del intérprete supremo) tienen evidentes limitaciones: los poderes constituidos no pueden ocupar el lugar del poder constituyente. […] La ingeniería constitucional ya no nos sirve, es tiempo de arquitectura: un momento de reforma constitucional.
A mi criterio, estamos ante uno de esos casos en los que no podemos estirar más las posibilidades abiertas por el título VIII de la CE y, muy en particular, las de su art. 147.2.b.
[1] |
Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto «Reforma constitucional: dimensión institucional y territorial» (20639/JLI/18), financiado por la Fundación Séneca-Agencia de Ciencia y Tecnología de la Región de Murcia a través de la convocatoria «Jóvenes Líderes en Investigación» del Subprograma de Apoyo y Liderazgo Científico y la Transición a la Investigación Independiente (Programa Fomento de la Investigación Científica y Técnica 2018, del que el autor es IP). |
[2] |
Vid., v.g., el art. 4, sección 3.ª de la Constitución de los Estados Unidos de América; el art. 13 de la Constitución argentina; el art. 53 de la Constitución suiza; el art. 18 de la Constitución brasileña; el art. 3.2. de la Constitución austríaca; el art. 46 de la Constitución mexicana; el extensísimo art. 29 de la Constitución alemana; o el art. 132 de la Constitución italiana. |
[3] |
No lo hace, al menos, con carácter general. Sí recoge un mecanismo excepcional de eventual incorporación de Navarra al País Vasco en la disposición transitoria cuarta, si bien una parte de nuestra doctrina ha advertido que este precepto habría agotado sus efectos una vez que la provincia de Navarra se constituyó en comunidad foral en aplicación de lo dispuesto en la disposición adicional primera de la propia CE. Vid., al respecto, González García (2021: 227-264). |
[4] |
En esta misma línea se ha pronunciado también la mejor doctrina. Vid., por todos, Pérez Calvo y Simón Acosta (2004: 54) y Fossas Espadaler (2006: 605). |
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Vid., entre otros, Calero Rodríguez (1988: 97) y Santolaya Machetti (1985: 383). De opinión contraria, vid., por todos, Ridaura Martínez (2016: 390) y Gutiérrez Llamas (1991: 256). |
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La prohibición de federación de cantones suizos, expreso en el original art. 7 de la Constitución de la Confederación, se encuentra implícita en la actual regulación del art. 48 de la misma, al tiempo que el art. 53 prevé expresamente la posibilidad de fusión entre cantones y establece el procedimiento correspondiente. Por su parte, la Constitución mexicana prohíbe expresa y taxativamente en su art. 117.1 que los estados federados celebren «alianza, tratado o coalición» entre sí o con Estados extranjeros, mientras que su art. 46 permite cualquier tipo de alteración territorial de los mismos, cumpliendo una serie de requisitos. Pero, sin duda, el referente más claro lo tenemos en el sistema estadounidense. El art. I, sección 10.ª de la Constitución de los Estados Unidos de América, establece un régimen paralelo al del conjunto de nuestro art. 145, recogiendo la prohibición de federación y el control por el Parlamento federal de los convenios interterritoriales. En interpretación de este precepto, la jurisprudencia del Tribunal Supremo de ese país ha categorizado tres tipos de pactos interterritoriales, estableciendo un esquema también perfectamente equiparable al de nuestro modelo: a) lo que llaman propiamente «tratados», que son esos pactos prohibidos constitucionalmente porque constituirían una confederación de estados que alteraría el equilibrio federal garantizado; b) los denominados «pactos», que no llegan a crear ese ente confederativo y que, por tanto, pueden celebrarse, pero siempre previa autorización expresa del Congreso estadounidense, que verificará así que no se está vulnerando la prohibición anterior, y c) los meros «convenios» entre estados, que se entenderán tácitamente autorizados por la Cámara Federal si esta no se manifiesta en sentido contrario dentro del plazo correspondiente una vez recibida la noticia de su celebración. Figuras, pues, equivalentes a nuestros acuerdos federativos prohibidos por el art. 145.1 CE, los acuerdos de cooperación necesitados de autorización por las Cortes Generales y los convenios de colaboración para la gestión y prestación de servicios propios de las comunidades autónomas que deben ser comunicados al Parlamento estatal, pudiendo ser recalificados por este como acuerdos de cooperación y, en tal caso, ser sometidos al trámite de autorización. Todo ello es compatible con la previsión recogida en el art. 4, sección 3.ª, apartado 1 de esa Constitución regulador del régimen de la fusión entre estados federados. |
[7] |
Tan solo existe una referencia indirecta en el obiter dicta de un voto particular de un auto del Tribunal: «[…] resulta preciso […] salvaguardar la subsistencia misma […] del Estado compuesto frente a cualquier iniciativa parcial de alterar su equilibrio (principio que la literatura constitucionalista considera que implícitamente se apunta en el artículo 145.1 CE al excluir la admisibilidad de la federación de Comunidades Autónomas). La existencia, junto al Estado central, de Entes territoriales dotados de poder político ha de ir acompañada de la prohibición de alterar unilateralmente el equilibrio y las reglas fundamentales que hacen posible el funcionamiento del sistema» (voto particular de los magistrados Jiménez Sánchez, García-Calvo y Montiel y Rodríguez-Zapata Pérez respecto del fallo y de la fundamentación jurídica del auto dictado en el recurso n.º 6761-2003 contra el Acuerdo del Gobierno Vasco de 25 de octubre de 2003, por el que se aprueba la denominada Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi). |
[8] |
Podría argumentarse, y no sin cierta razón, como ya se ha hecho, que el principio de indisponibilidad competencial consagrado en nuestro sistema «viene a jugar el mismo efecto que se pretende con la prohibición» puesto que la atribución constitucional de competencias se hace «a las regiones individual y aisladamente consideradas» (Santolaya Machetti, 1985: 383). De este modo, la interdicción del art. 145.1 CE no sería sino una más de las manifestaciones de este principio que podemos encontrar en el bloque de la constitucionalidad, que nada distinto aportaría al conjunto del sistema. Resulta innegable que, efectivamente, la aplicación del genérico principio de indisponibilidad competencial bastaría para impedir que dos o más CC. AA. transfirieran, de iure o de facto, competencias a un ente supraautonómico distinto de las mismas, creado por un acuerdo de cooperación, pero eso no significa que el art. 145.1 CE devenga innecesario por redundante. El control de las vulneraciones del orden competencial establecido por el bloque de la constitucionalidad corresponde, como sabemos, al TC, y solo en la medida en que los sujetos legitimados para ello hagan uso de los correspondientes instrumentos, singularmente, del conflicto positivo de competencias. Pero la inclusión de esta concreta prohibición, en conexión con lo dispuesto en el apartado siguiente del mismo art. 145 CE, supone, nada más, y nada menos, que las Cortes Generales se encuentran habilitadas para impedir, de oficio, la suscripción de todo acuerdo de cooperación que vulnere el principio de indisponibilidad competencial en unos términos muy concretos: a través de la creación de un órgano intercomunitario con potestades ejecutivas sobre competencias autonómicas. Y ello con independencia de que, posteriormente, tanto el acuerdo de cooperación como la propia intervención de las Cortes Generales puedan ser fiscalizables por el TC. |
[9] |
También dejamos fuera las previsiones del Estatuto de Autonomía del País Vasco y de la LORAFNA sobre la eventual incorporación de Navarra a la Comunidad Autónoma vasca, en la medida en que tales preceptos son desarrollo de la disposición transitoria cuarta de la CE —que, como ya dijimos, entendemos como derecho ya no aplicable— y no de la remisión del art. 147.2.b CE aquí analizada. |
[10] |
Art. 2 Ley Orgánica 7/1981, de 30 de diciembre, del Estatuto de Autonomía del Principado de Asturias; art. 2.1 Ley Orgánica 1/2011, de 28 de enero, de Estatuto de Autonomía de Extremadura; art. 2 Ley Orgánica 14/2007, de 30 de noviembre, del Estatuto de Autonomía de Castilla y León; art. 2.uno Ley Orgánica 1/1981, de 6 de abril, del Estatuto de Autonomía de Galicia; art. 4 Ley Orgánica 13/1982, de 10 de agosto, de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra, y art. 9 Ley Orgánica 6/2006, de 19 de julio, del Estatuto de Autonomía de Cataluña. |
[11] |
Art. 2.1. Ley Orgánica 8/1981, de 30 de diciembre, del Estatuto de Autonomía de Cantabria; art. 2 Ley Orgánica 3/1982, de 9 de junio, del Estatuto de Autonomía de La Rioja; art. 2.1 Ley Orgánica 9/1982, de 10 de agosto, del Estatuto de Autonomía de Castilla La Mancha; art. 2 Ley Orgánica 5/1982, de 1 de julio, del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana; art. 2 Ley Orgánica 5/2007, de 20 de abril, del Estatuto de Autonomía de Aragón; art. 2 Ley Orgánica 2/2007, de 19 de marzo, del Estatuto de Autonomía de Andalucía; art. 2 Ley Orgánica 3/1983, de 25 de febrero, del Estatuto de Autonomía de Madrid; art. 4 Ley Orgánica 1/2018, de 5 de noviembre, del Estatuto de Autonomía de Canarias, y art. 2 Ley Orgánica 1/2007, de 28 de febrero, del Estatuto de Autonomía de las Islas Baleares. |
[12] |
Principalmente, STC 99/1986, de 11 de julio: «El territorio de la Comunidad Autónoma es definido por relación a los municipios integrados en la provincia o provincias que contribuyen a crear el nuevo ente autónomo […]. Este modo de delimitar el territorio autonómico […] no es en rigor el territorio mismo, sino el ámbito espacial de aplicación de los actos y disposiciones jurídicas pertenecientes al subsistema normativo de cada Comunidad Autónoma. En otros casos, lo normado es […] el territorio mismo como espacio natural […] con expresión análoga a […] actuales límites». |
[13] |
Vid., respecto de la tendencia a incluir la referencia temporal en la delimitación del territorio en las últimas reformas estatutarias, Bello Paredes y Prieto Álvarez (2013: 313-318). |
[14] |
La disposición transitoria octava del Estatuto de Autonomía de Castilla y León —derogada por Ley Orgánica 14/2007, de 30 de noviembre, de Reforma del Estatuto—, establecía lo siguiente: «En el caso de que una Ley Orgánica autorice la incorporación de una provincia limítrofe al territorio de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, tal incorporación se producirá sin más requisitos a la entrada en vigor de dicha Ley Orgánica, en cuyo caso se modificará automáticamente el artículo 2 de este Estatuto, con la mención expresa de la provincia incorporada». Precepto ad hoc, destinado a articular el concreto supuesto de la incorporación de la provincia de Segovia a la Comunidad Autónoma de Castilla y León, que se llevó a cabo por Ley Orgánica 5/1983, de 1 de marzo, por la que se aplica el art. 144.c) de la Constitución a la provincia de Segovia, cuyo art. único establece la incorporación de esa provincia «al proceso autonómico de Castilla y León» —todavía en curso en ese momento— y la integración de esta norma orgánica «en el cuerpo del Estatuto de Autonomía de Castilla y León para la efectividad de la incorporación de la provincia de Segovia a dicha Comunidad Autónoma en el plazo y con los requisitos que el propio Estatuto establezca», que, a la vista de la redacción final de la disposición transitoria citada, fue ninguno. Es, por tanto, imprescindible interpretar el contenido de esta norma en conexión con el art. 144.c) de la CE. Vid. los detalles sobre la procelosa tramitación de este concreto proceso autonómico y, en particular, el contenido de la STC 100/1984, de 8 de noviembre, que desestimó el recurso de inconstitucionalidad n.º 380/1983 contra la referida Ley Orgánica 5/1983, de 1 de marzo, por la que se aplica el art. 144.c) de la CE a la provincia de Segovia, en Sánchez Blanco (1985: 517-546) y Aguado Renedo (1992: 99-117). |
[15] |
La muy particular situación de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla se encuentra regulada por la disposición transitoria quinta de la CE y sus normas de desarrollo. |
[16] |
Vid. una relación completa de los mismos en Bello Paredes y Prieto Álvarez (2013: 308-309). |
[17] |
Treviño (municipios del Condado de Treviño y la Puebla de Arganzón de la provincia de Burgos, enclavados en la provincia de Álava), Villaverde de Trucíos (municipio cántabro, enclavado en la provincia de Vizcaya), Santa María de la Alameda (municipio madrileño, parcialmente enclavado entre las provincias de Ávila y Segovia), Sajuela (entidad inframunicipal burgalesa, enclavada en La Rioja), Rincón de Ademuz (seis municipios valencianos, enclavados entre las provincias de Cuenca y Teruel), Orduña (municipio vasco, enclavado parcialmente en la provincia de Burgos), Petilla de Aragón (municipio navarro, enclavado en la provincia de Zaragoza), Lastrilla-Ceruza (parte del municipio palentino de Pomar de Valdivia, enclavado en Cantabria) y Berzosilla (municipio palentino, enclavado entre las provincias de Burgos y Cantabria). |
[18] |
Ley Orgánica 14/2007, de 30 de noviembre. En idénticos términos, la original disposición transitoria séptima, 3 (Ley Orgánica 4/1983, de 25 de febrero). |
[19] |
Disposición transitoria tercera del Estatuto de Autonomía de Castilla y León: «1. Para que un territorio o municipio que constituya un enclave perteneciente a una provincia integrada en la Comunidad Autónoma de Castilla y León pueda segregarse de la misma e incorporarse a otra Comunidad Autónoma será necesario el cumplimiento de los siguientes requisitos: a) Solicitud de segregación, formulada por todos los Ayuntamientos interesados, mediante acuerdo adoptado con el voto favorable de las dos terceras partes del número de hecho y, en todo caso, de la mayoría absoluta de los miembros de cada una de dichas Corporaciones. b) Informes de la provincia a la que pertenezca el territorio, municipio o municipios a segregar y de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, favorables a tal segregación, a la vista de las mayores vinculaciones históricas, sociales, culturales y económicas con la Comunidad Autónoma a la que se solicite la incorporación. A tal efecto, la Comunidad Autónoma de Castilla y León podrá realizar encuestas y otras formas de consulta con objeto de llegar a una más motivada resolución. c) Refrendo entre los habitantes del territorio, municipio o municipios que pretendan la segregación, aprobado por mayoría de los votos válidos emitidos. d) Aprobación por las Cortes Generales, mediante Ley Orgánica. 2. En todo caso, el resultado de este proceso quedará pendiente del cumplimiento de los requisitos de agregación exigidos por el Estatuto de la Comunidad Autónoma a la que se pretende la incorporación». |
[20] |
Art. 58 del Estatuto de Autonomía de Cantabria, en su redacción original dada por Ley Orgánica 8/1981, de 30 de diciembre, derogado por Ley Orgánica 11/1998, de 30 de diciembre, de Reforma del Estatuto de Autonomía de Cantabria; y art. 44 del Estatuto de Autonomía de La Rioja, en su redacción original dada por Ley 3/1982, de 9 de junio, derogado por Ley Orgánica, 2/1999, de 7 de enero, de Reforma del Estatuto de Autonomía de La Rioja. |
[21] |
Disposición transitoria séptima, 1 y 2 del Estatuto de Autonomía de Castilla y León, en su redacción original dada por Ley Orgánica 4/1983, de 25 de febrero, derogada por Ley Orgánica, 14/2007, de 30 de noviembre, de Reforma del Estatuto de Autonomía de Castilla y León. |
[22] |
Art. undécimo de la Resolución de la Presidencia del Congreso de los Diputados, de 16 de marzo de 1993, sobre el procedimiento a seguir para la tramitación de la reforma de los estatutos de autonomía (modificada por Resolución de la Presidencia, de 25 de septiembre de 2018); y art. duodécimo de la Norma supletoria sobre el procedimiento a seguir para la tramitación de la reforma de los estatutos de autonomía en el Senado, de 30 de septiembre de 1993. |
[23] |
Sorprende que, como se colige necesariamente de tales argumentos, el autor no llegue a afirmar expresamente que nos encontrábamos ante un supuesto de fusión de comunidades autónomas, como sí señalaba en páginas posteriores para el caso del País Vasco y Navarra (Gutiérrez Llamas, 1991: 266-267). Sí utiliza el término fusión para catalogar este fenómeno Aguado Renedo (1996: 453). |
[24] |
Esta sentencia ha sido objeto de numerosas críticas doctrinales. Vid. los trabajos más representativos de las distintas posiciones adoptadas respecto de los argumentos utilizados por el TC en la misma, por orden de publicación: Sánchez Blanco (1986: 129-156), Díez-Picazo Giménez (1987: 139-176) y Aguado Renedo (1992: 99-117). |
[25] |
En el mismo sentido, en alusión a la regulación del Estatuto de Autonomía castellano-leonés, Sánchez Blanco (1985: 543): «La validez para la alternativa uniprovincial leonesa es ampliable a fórmulas combinadas que puedan implicar otras provincias de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, y no excluiría la alternativa posible de integración de otra Comunidad Autónoma limítrofe. Todo se reconduce a un problema de derechos dispositivos, que respeten los procedimientos que la Constitución establece, y que tiene que ir acompañado del complemento procedimental de la reforma del Estatuto o, en su caso, de los Estatutos de Autonomía». |
[26] |
No obstante, aun afirmando la existencia de esa posibilidad desde el punto de vista estrictamente técnico, apuesta esta autora (2016: 394) por no implementar este proceso en la Comunidad Valenciana. |
[27] |
STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 4.º. |
[28] |
Rubio Llorente y Álvarez Junco (2006: 128). |
[29] |
Vid. nota 2. |
[30] |
En esta misma línea, Aragón Reyes (1992-1993: 204) y Aguado Renedo (1996: 470). |
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