El autor se había dedicado anteriormente al estudio de uno de los valedores más sólidos de la tradición liberal en el pasado siglo con su Rawls y la sociedad liberal[1]. Este esfuerzo de análisis sistemático y crítico del más representativo baluarte de la tradición liberal, desde John Stuart Mill en el siglo xix, dotaba a Melero de un amplio conocimiento de la filosofía política sustantiva liberal y, también, de las objeciones comunitaristas de sus críticos. Quedaba situado ante quizás el problema más atractivo de la filosofía práctica: la reconstrucción de una moralidad política en las sociedades democráticas. El esfuerzo teórico desarrollado le aportaba un bagaje variado y adecuado para futuras investigaciones. Rawls le situaba en el desmarque respecto de las tradiciones utilitarista e intuicionista. Pero, sobre todo, abría el pensamiento de Melero hacia la idea de «razón pública». Una idea que ya le situaba ante dilemas teóricos que reaparecen ahora en su reciente libro. El uso público de la razón proporcionaba, en la teoría rawlsiana, un consenso justificativo de las «esencias constitucionales» y las «cuestiones de justicia básica» del liberalismo político. Pero el propio Rawls había desplazado su teoría hacia los planteamientos de la democracia deliberativa en un giro teórico ante el republicanismo de Jürgen Habermas. En expresión de Javier Muguerza, Mariano Melero afrontaba, ya en aquella obra importante, una interpretación original y exhaustiva no solo de las categorías rawlsianas de la «justicia como equidad» y la «neutralidad política», sino también se adentraba en la concepción deliberativa de signo individualista del profesor de Harvard.
Ahora se sitúa más allá de Rawls, ya que el razonamiento judicial del Tribunal Supremo que el profesor de Harvard concibe como «paradigma de la razón pública» se ciñe al modelo norteamericano de constitucionalismo. Melero cambia, por ello, de ángulo de visión: dirige su mirada hacia el modelo commonwealth de constitucionalismo (pp. 160, 161). Además, en el presente libro, se produce un desplazamiento de la filosofía moral a la filosofía jurídica. El lector encuentra no solo un modelo plausible del papel de los jueces en la interpretación y aplicación del derecho, sino también, más decididamente, cuál es la relación más favorable entre los tres poderes del Estado de derecho dentro de una concepción deliberativa de razón pública. El modelo constitucional real de su propuesta teórica es el modelo «commomwealth». Al modelo arraigado históricamente en Gran Bretaña, Nueva Zelanda, Australia y Canadá se dedica la primera parte del libro (capítulos II y III). Pero no se trata de un estudio de derecho comparado o un análisis de uno de los «grandes sistemas jurídicos» en expresión de Mario Losano. El estudio de Mariano Carlos Melero de los tres modelos de justicia constitucional quiere situar, finalmente, su propuesta teórica más allá de las limitaciones del modelo liberal de justicia de John Rawls y de las aporías republicanas de Carlos Santiago Nino y Jürgen Habermas.
Los tres modelos de justicia constitucional —norteamericano, europeo y commonwealth— aparecen en su trabajo bajo la cultura de la justificación. A mediados del siglo xx, el marco constitucional pasó de una cultura de la autoridad a una cultura de la justificación. La autoridad de los poderes del Estado resultó ser condición necesaria pero no suficiente de su actuación: no solo requieren ser competentes, sino actuar de acuerdo a la proporcionalidad (capítulos V y VI). Han de justificar sus decisiones con razones sustantivas y no ser meros soberanos. Todos los modelos de justicia constitucional desarrollan una cultura de la justificación. Melero destaca que difieren en la extensión y enfoque de este requerimiento: en el modelo norteamericano no se implantó la reconstrucción teórica de John Rawls, pues los derechos no se consideran absolutos (defiende los principios protectores de la autonomía individual, pero no se reconoce la constitucionalidad de los derechos sociales, económicos y culturales). En el modelo europeo, se obliga a la intervención del Estado en la promoción socioeconómica para la transformación social del país y por la centralización del control de constitucionalidad en el Tribunal Constitucional. Finalmente, en el modelo commonwealth, Melero encuentra el modelo más genuino de colaboración entre los tres poderes del Estado para procurar la justicia pública.
En este último modelo, se avanza más y más decididamente que en los modelos americano y europeo en la colaboración de los poderes públicos para favorecer una moralidad política que encierre reciprocidad, equidad y respeto a las personas. El modelo commonwealth no se limita a los derechos civiles —dentro del argumento de Melero— y se extiende a los derechos políticos, económicos, sociales y culturales. El modelo europeo es el más garantista, pues legisladores y jueces se someten a la autoridad interpretativa del Tribunal Constitucional. El modelo americano sitúa al Tribunal Supremo por encima del Parlamento, pero sus interpretaciones se limitan a ser jurisdiccionales y de alcance legislativo muy inferior al Parlamento. El modelo commonwealth representa la colaboración entre las interpretaciones de los tres poderes con respeto y complementariedad. Aquí no se trata de una independencia negativa de los jueces, defensora de su específica competencia judicial, sino de una independencia positiva, contribuidora de las tareas de gobierno. Ya no se da una separación tajante entre crear e interpretar el derecho, entre actividad judicial y actividad legislativa. Los poderes del Estado realizan una contribución deliberativa y no mutuamente excluyente para impulsar una cultura constitucional pública y racional. El Tribunal Constitucional no veta las legislaciones parlamentarias por inconstitucionales, sino que realiza una función creativa, pedagógica y dirigida al futuro para fortalecer la justificación de las decisiones de gobierno.
Melero participa de la convicción de que «los legisladores que gobiernan con los jueces constitucionales acaban razonando como ellos» (p. 170). Más allá de las coincidencias entre el modelo europeo y el modelo commonwealth en la garantía realizada de las tres generaciones de derechos, el modelo europeo constitucionaliza la iniciativa parlamentaria con obligaciones de procedencia judicial. Se trata de una serie de mandatos que predeterminan la actividad parlamentaria, venidos de la autoridad suprema del Tribunal Constitucional. La judicialización del sistema commonwealth se caracteriza, en cambio —dentro del argumento de Melero—, no solo por la proporcionalidad de las decisiones, sino también por la «deferencia debida»: la última palabra en los disentimientos entre Gobierno, jueces y Parlamento la tiene este último. La cuestión central no es quién tiene la autoridad final para decidir, como en la concepción constitucional tradicional, sino qué requisitos debe reunir una limitación justificada de los derechos. En el modelo colaborativo, sobre el que Melero llama nuestra atención, se trata de establecer robustos mecanismos institucionales que comparten la responsabilidad en la protección y desarrollo de los derechos humanos (p. 172).
Melero realiza una exposición metódicamente impecable y materialmente excelente de la aportación del modelo commonwealth al constitucionalismo político y al constitucionalismo jurídico. Su contribución es fundamental pues la discusión suele saldarse entre ambos modelos constitucionales diferenciados. El primero centrado en la autoridad; el segundo, en la justificación. El modelo commonwealth representa su propuesta más factible de «legalidad como razón pública» en el siguiente sentido: «Para la legalidad como razón pública, los principios constitucionales son los principios inherentes al orden jurídico entendido como una práctica de deliberación pública. El orden jurídico implica una “cultura de la transparencia” (ethos of accountability), donde los que ejercen el poder por medio de Derecho se someten a él, asumiéndolo como una restricción» (p. 175).
Desde el principio de su reflexión, Melero toma distancias no solo con el constitucionalismo político, sino también con el constitucionalismo jurídico. El Tribunal Constitucional no puede ser solo una muralla infranqueable a las extralimitaciones posibles de las mayorías contra la moralidad prepolítica. Este libro subraya que la «legalidad como razón pública» concibe el control de constitucionalidad bajo la legitimidad de la igualdad política. El control judicial de constitucionalidad no es una limitación autoritativa al legislador, sino el brazo institucional que solicita siempre la justificación de las decisiones públicas. No es un poder que debilite la democracia, sino un mecanismo de deliberación racional que puede impugnar las disposiciones legislativas y los actos administrativos discrecionales. La deliberación se extiende, en el modelo aireado por Melero, a las actuaciones judiciales y de los tribunales superiores. La deliberación no se restringe a las asambleas representativas y al ejercicio del voto como pretende el constitucionalismo político (p. 33). Dice así: «Según la legalidad como razón pública, una democracia deliberativa tiene por objeto institucionalizar una cultura de la justificación. En esta clase de cultura jurídica, el foro judicial forma parte consustancial de la deliberación colectiva que produce y modifica las leyes. Esta deliberación comienza en la esfera pública “débil” del debate público general, para pasar luego a la esfera pública “fuerte” de los partidos políticos y el Parlamento. Una vez promulgada, la legislación se concreta a través de un debate racional ulterior, que acontece en sede judicial (y en los tribunales cuasi-judiciales de la administración), donde la legislación debe mantenerse constantemente abierta a la experiencia pública. Es a esta deliberación en el foro judicial (y administrativo) a la que cabe llamar segunda parte de la democracia deliberativa» (pp. 188,189). Los jueces amplían el marco deliberativo abierto por los ciudadanos en el Parlamento y el Gobierno a una esfera más amplia que profundiza y mejora la calidad de la razón pública.
El modelo commonwealth es presentado por Melero como una evolución de la tradición del common law. Esta tradición conllevaba la obligación de justificar las decisiones administrativas y judiciales. El modelo commonwealth no hizo sino patentizar esta obligación de proporcionalidad. Los jueces eligen las interpretaciones más compatibles con la legalidad en sus decisiones. El common law es, dentro de este razonamiento de Melero, un repositorio de razonamientos en el proceso de interpretación y aplicación del derecho en el tiempo. Desde el punto de vista de la «legalidad como razón pública», las decisiones judiciales se justifican dentro de una concepción que interpreta el derecho como realización de la justicia y no desde la validez meramente empírica. La moralidad del razonamiento judicial trae a la superficie los principios o estándares inmanentes al common law. Fuller y Dworkin —al que Melero dedicó Dworkin y sus críticos: el debate sobre el imperio de la ley (2012)[2]— aportan la visión common law de razonamiento jurídico desde la posición de los operadores jurídicos. La tradición del common law observa al derecho como parte de una «razón» colectiva artificial, dentro de la exposición de este libro, en vez de resultado de una razón individual natural. Es razón artificial, nos dice Melero, porque se sustancia en el material jurídico existente al decidir judicialmente. La posición del autor de Legalidad como razón pública. Una teoría de constitucionalismo desde el modelo commonwealth es distante del positivismo de Hart, que considera esta suposición de una «racionalidad artificial» como una «ficción infantil». Melero supone que es una ficción, pero una ficción útil. Me parece que está lejos del empirismo de Hart, pero no de la validación que Kelsen realiza de ficciones útiles como la «soberanía popular» para comprender, en última y fundamental instancia, el ordenamiento jurídico y la democracia. Melero no sigue a Hart cuando considera fuertemente discrecionales las decisiones judiciales —cuasi legislativas— en los casos difíciles. Adopta, en cambio, la propia visión de los jueces common law cuando desarrollan su práctica como operadores. En cualquier caso, supone que esta ficción es necesaria para que los participantes actúen cara a la plausibilidad de la práctica.
Esta concepción de la tradición del common law como razón pública puede ser objetable desde la propia tradición inglesa del pensamiento político. Me parece que encierra una valoración muy diversa a la codificadora de Bentham para evitar que «a río revuelto» de la tradición inescrutable por caótica «ganasen los pescadores» jueces ad honorationem y abogados frente al inerme ciudadano. Pero la posición de Melero acerca de esta tradición jurídica no deja de resultar plausible. Si seguimos el sobresaliente argumentario de Melero, el modelo commonwealth refuerza la visión colaborativa de jueces con representantes elegidos ya anunciada por la tradición common law. No se trata aquí de la consolidación de las soberanías respectivas, sino de la colaboración dentro del rule of law. La «legislación como razón pública» no establece una separación de poderes, sino que imprime la colaboración de representantes y jueces cara a la consolidación de los principios del common law y la elusión del reforzamiento no racional de la voluntad mayoritaria. Los jueces deben superar la sumisión a una supuesta soberanía del Parlamento. Melero muestra cómo las cartas canadienses de 1960 y 1982 establecen la obligada justificación del Parlamento cuando desee establecer limitaciones a los derechos reconocidos por los tribunales, de la misma manera que la ley inglesa de derechos humanos refuerza la interpretación judicial y conduce a evitar que se plieguen decididamente a la soberanía parlamentaria.
Mariano Melero, en cualquier caso, es consciente de que defiende una interpretación de la tradición del common law no al uso. A. Dicey y D. Dyzenhaus le sirven, con diferencia temporal en sus aportaciones, para postular la empresa judicial activa no sometida al Parlamento. Y ello es así porque la Constitución abarca reglas escritas y no escritas que los jueces deben poner de manifiesto más allá de lo legislado. Por supuesto, la legalidad establece restricciones efectivas a la toma de decisiones tanto legislativas como judiciales. Pero los contenidos morales sustantivos son producto de una deliberación pública —del legislador, pero también del Gobierno, los jueces y los propios ciudadanos— que no queda encapsulada en la constitución escrita y la legislación ordinaria. Esta apertura de la constitución —con cierta fraternidad conceptual, en mi opinión, con el concepto de constitución abierta de Peter Häberle— procura una mayor protección de los derechos sociales y económicos.
A. Bickel le aporta a Melero una bella iconografía antigua, apropiada para representar el reparto de papeles entre el poder legislativo y el judicial: Sócrates y el círculo socrático. El diálogo entre el poder legislativo y el poder judicial no es entre iguales que poseen el mismo derecho a actuar de acuerdo con sus respectivas interpretaciones de la constitución. El Tribunal Supremo o el Tribunal Constitucional interpretan el papel de Sócrates, mientras que los estudiantes, que desempeñan el papel activo y relevante instigados por el sabio en la ciudad, son representados por el Parlamento. El Tribunal Supremo ofrece sentencias finales preceptivas, pero no tiene necesariamente la última palabra. Tampoco existe paternalismo de parte de Sócrates, pues los estudiantes pueden desestimar las enseñanzas del sabio e, incluso, desbancarle siempre que asuman las responsabilidades del ateniense.
Me queda alguna duda acerca de hasta qué punto los poderes puedan estar dispuestos a dialogar. Si se caracterizan por su deseo de prevalencia y egocentrismo, no habrá ningún feedback entre ambos poderes. Mis dudas son las propias de Bartolomé Clavero. Cuando el historiador del derecho anarquista analiza la «organización de los poderes» en su historia, subraya que lo que caracteriza a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial no es su adjetivo, sino su nominativo. Los tres son poderes, antes que nada, y entonces van a desear prevalecer en vez de entenderse.
La formación filosófica moral ha obrado como un arsenal de ideas en Mariano Carlos Melero. Le ha aportado toda una concepción teórica para encarar la investigación jurídica e, incluso, un método. El autor de Legalidad como razón pública. Una teoría de constitucionalismo desde el modelo «commonwealth» marca su posición en este análisis dentro de la filosofía práctica. Creo que realiza una interpretación de Weber dentro del positivismo más empirista. Aquí no le sigo del todo. Si Weber supone que «no puede negarse la legitimidad de un orden jurídico efectivo» (p. 176), dadas sus condiciones de existencia, es a su pesar. Cabe que Weber concluya en que a los ciudadanos no les quede sino obedecer y a los funcionarios no les corresponda sino interpretar y aplicar las normas. Pero se debe a que el avance incontenido del positivismo jurídico supuso una pérdida imparable de fe en el iusnaturalismo revolucionario. Weber incluyó entre las fuerzas conservadoras de esta trasformación del derecho natural al derecho positivo a los prácticos del derecho (a los abogados, los políticos y la dogmática jurídica). Indudablemente, era consciente de la seguridad y estabilidad que supone la modernización codificadora del derecho, pero no desconsideraba que en la obediencia al derecho positivo, propugnada tras las revoluciones burguesas, existía una sumisión (acrítica) a la autoridad del derecho positivo. Pero este arranque crítico de Melero al gran teórico de la «autoridad» no afecta a la fortaleza y sugestión de su argumento. Mariano Melero sí concede que Jürgen Habermas, prosélito de Weber, postula una legitimidad sustantiva y no solo procedimental. La «legitimidad como razón pública» supone una justificación del derecho en los principios democráticos, deudora de la acción comunicativa de Habermas. Dentro de esta concepción, existe una producción cívico-colectiva tanto del derecho positivo como de la moralidad. El derecho no es solo una ordenación obligatoria de intereses, sino una coordinación de valores intersubjetivos racionalmente motivada. Jürgen Habermas y Carlos Santiago Nino le aportan a Melero un poderoso argumento para consolidar una legalidad fruto de la discusión intersubjetiva. Algo que presupone el valor epistémico de la democracia. Así es siempre que los derechos a priori sean considerados como prerrequisitos del proceso democrático. Precisamente el genial argentino abre una línea fértil para la fundamentación de la «legalidad como razón pública» de Melero frente al individualismo racional de John Rawls cuando este último fía a la «posición original» y el «velo de la ignorancia» el descubrimiento de los dos principios de justicia como equidad. Nino niega la supremacía judicial sobre los procesos deliberativos democráticos y abre paso a la deferencia debida de los jueces al Parlamento electo. Las posiciones del filósofo argentino son viga maestra del edificio teórico de Melero. Así es porque descarta también tanto el constructivismo ontológico de Jürgen Habermas como el populismo moral. Por ello, Nino acepta la revisión de las decisiones colectivas por los jueces cuando las leyes democráticas afecten a los requisitos que garantizan el valor epistémico de la democracia. Pero Melero toma distancia de Habermas y Nino porque no permiten una concepción colaborativa del constitucionalismo. Melero no suscribe el supuesto divorcio entre la racionalidad legislativa y la racionalidad judicial al que aquellos avocan. Existe, en cambio, una producción judicial de legislación porque la interpretación de los jueces crea derecho dentro de su argumento. El juez aplica y desarrolla el derecho en la visión de A. Kavanagh que suscribe Melero. Por ello, existe una segunda parte de la democracia deliberativa cuando los jueces evalúan las razones de las partes en sede judicial y administrativa.
En el rico argumento de la «legalidad como razón pública», Mariano Melero adopta posiciones fuertes en favor de una tercera vía entre el constitucionalismo jurídico y el constitucionalismo político (pp. 32, 33, 151-154). Observa un modelo de control judicial que, lejos de debilitar la democracia, la dinamiza y la refuerza porque «defender una voz «fuerte» para los jueces no implica necesariamente abogar por la supremacía judicial», no hay juego de suma cero entre el legislativo y el judicial, siempre deben ganar protección los derechos fundamentales (pp. 27, 163). Revisa la doctrina iusfilosófica de Comanducci, Alexy, Ferrajoli y Coleman a Prieto, Atienza, Moreso y Ródenas (pp. 34-46). Adopta una visión cosmopolita acerca de las responsabilidades de los Estados y el derecho internacional en la protección de los derechos humanos (pp. 48, 49). Analiza las formas institucionales del modelo commonwealth como fórmula constitucional híbrida con la mirada puesta en legislaciones y jurisprudencias claves de Canadá, Nueva Zelanda y Australia (pp. 53-81). Subraya el papel decisivo de los poderes electos en la protección de los derechos (p. 87). Formula su tesis básica sobre la legalidad como «imperio de la ley» (pp. 159, 160). Realiza una incursión muy sugestiva sobre derechos fundamentales, proporcionalidad y deferencia debida (pp. 233-313). El método empleado, la documentación expuesta, la formación académica acumulada, la reflexión desarrollada, la escritura diáfana ejercitada muestran una línea de trabajo sobresaliente. Se ponen en marcha en este excelente trabajo y hacen esperable que prosiga una aportación muy sólida. Melero tendrá futuros logros en la investigación constitucional a los que debemos estar muy atentos.