RESUMEN
La democracia española parece incapaz de reformar su sistema de justicia penal. Ha habido varios intentos para modificar el procedimiento penal y todos ellos han fracasado, entre otras razones, por la fuerte resistencia a conceder, como en los demás países democráticos, la dirección de la investigación de los delitos al Ministerio Fiscal. En este trabajo, con ocasión del anuncio por el Gobierno de España de un nuevo proyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal, se analizan las razones de esa atávica resistencia y las perjudiciales consecuencias que para los derechos fundamentales tiene el hecho de que la dirección de la investigación se atribuya a un juez.
Palabras clave: Investigación penal; derechos fundamentales; juez; fiscal.
ABSTRACT
Spanish democracy seems incapable of reforming its criminal justice system. There have been several attempts to modify the criminal procedure and all of them have failed, among other reasons, due to strong resistance to attribute, as in other democratic countries, the direction of the investigation of crimes to the Public Prosecutor’s Office. This work analyzes, on the occasion of the announcement by the Government of Spain of a new draft law on criminal procedure, the causes of this atavistic resistance, as well as the damaging consequences produced by the direction of the criminal investigation attributed to the judge on fundamental rights.
Keywords: Criminal investigation; fundamental rights; judge; public prosecutor.
«Vladimir: Alors, on y va?
Estragon: Allons-y.
Ils ne bougent pas».
Samuel Beckett, 1952.
Existe un amplio consenso sobre la necesidad de reformar nuestro sistema de justicia penal. El aire de los derechos se escapa entre tanto parche. La fatiga del proceso penal es uno de los males crónicos de nuestra democracia. Los anuncios gubernamentales se suceden en los últimos años, pero se quedan en el intento. El último, de finales del año 2020, con la aprobación de un nuevo Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (ALECrim), continúa su curso, con un avance lento y tortuoso[1]. En materia penal, lo imprescindible nunca es urgente.
El enjuiciamiento penal es una pieza central del sistema de justicia de cualquier país y expresión cierta de su compromiso democrático. El equilibrio entre los derechos de las víctimas y las garantías de los investigados, entre la sospecha fundada y la presunción de inocencia, entre las medidas de aseguramiento y la libertad personal, es, entre otros, indicador inequívoco de esa trascendencia. A ello podemos unir el necesario deslinde entre el orden penal y el contencioso-administrativo o entre la responsabilidad criminal y la civil, así como la definición de conceptos tan relevantes como los de detención, domicilio, prueba ilícita, agente encubierto, interceptación de las comunicaciones, registros corporales, cadena de custodia y un largo etcétera detrás del que late, con mayor o menor intensidad, aquella parte de la Constitución que, por ser garantía de la libertad, es la realmente vivida.
Sin embargo, cada vez que la reforma de la LECrim toma impulso, todas esas cuestiones transitan hacia la cara oculta de la luna y en el debate cívico y académico solo queda una: ¿quién debe dirigir la investigación penal: el juez o el fiscal?
La pregunta, absurda en cualquier democracia, persiste irracionalmente[2] en la nuestra, convirtiendo cualquier propósito de reforma de nuestro proceso penal en una suerte de insoportable día de la marmota. Se resucitan argumentos atávicos sobre el control gubernamental de la fiscalía y se invoca, sin más soporte que la defensa del statu quo, la independencia del juez de instrucción, como si esta fuese garantía suficiente para asegurar la imprescindible imparcialidad que el juez ha de tener frente a la investigación de hechos penalmente relevantes en la que se pueden constreñir derechos y libertades fundamentales de la ciudadanía. La sola idea de un juez «instructor», es decir, de un juez que ni juzga ni ejecuta lo juzgado, rememora las viejas funciones gubernativas otorgadas a los miembros del Poder Judicial en momentos predemocráticos de nuestra historia.
A este coro político-corporativo, adornado de ciertos argumentos jurídicos, se une otro, no menos sonoro y agitado por similares motivos, aunque con intereses opuestos: si el fiscal ha de dirigir la investigación criminal, se ha de garantizar su plena independencia, como si de un juez se tratase. Véase el ejemplo italiano. No me detendré en argumentos de derecho comparado. Me basta con recordar que de Italia importamos otra singularidad en materia de justicia (el Consejo General del Poder Judicial) y que, cuarenta años después, no sabemos cómo arreglar aquella mala idea.
En todo caso, estos defensores de un cuarto e insólito poder del estado (el Ministerio Público, con el Consejo Fiscal a la cabeza) parecen desconocer que la persecución del delito es una función típicamente ejecutiva y estrechamente vinculada a la política criminal de un país y a las preferencias democráticamente expresadas por la ciudadanía.
Puesto que es materialmente imposible perseguir todos los delitos, en una democracia, corresponde al poder político determinar cómo priorizar las líneas de trabajo y la orientación de los recursos existentes en atención a la demanda ciudadana y a criterios de oportunidad política y social. Solo son eficaces las leyes bien gestionadas. Cuando se trata de luchar contra la delincuencia y ejercer el ius puniendi del Estado, es necesario adoptar decisiones y asumir responsabilidades que exceden las estrictamente jurídicas que pueden serle exigidas a un cuerpo de funcionarios, pues conviene no olvidar que, a diferencia de lo que acontece en otros países, en el nuestro, los responsables de ejercer la acción pública no son elegidos por la ciudadanía o por órganos de naturaleza política, sino que son personas pertenecientes a la carrera fiscal (Torres-Dulce, 2021), a la que representan sin responder directamente ante la ciudadanía.
En las páginas que siguen, pretendo denunciar la falacia que se cobija con esos interesados planteamientos. Para ello, procede recordar, en primer lugar, que con la reforma de la investigación penal no se pretende —nunca se ha pretendido— sustituir al juez de instrucción por el fiscal, como a menudo se nos quiere hacer ver. Antes bien, se trata de sustituir al juez de instrucción por un juez de garantías, dando al fiscal lo que es propio de su condición, y al juez, lo que a él corresponde en esa fase del proceso, con arreglo a los imperativos de una sociedad democrática. Y, en segundo lugar, que, en todo caso, la necesidad de la reforma de nuestro proceso penal desborda, con mucho, esa concreta y puntual cuestión.
Convivir con una pieza procesal tan defectuosa ha perjudicado notoriamente el normal desarrollo de algunos derechos y libertades fundamentales vinculados al enjuiciamiento criminal. En los últimos cuarenta años la ciudadanía ha tenido que soportar una legislación extemporánea y retocada por parroquias, lo que ha dado lugar a islas de incoherencia que han contagiado al intérprete, generando en muchos casos una jurisprudencia de subsistencia democrática, que ha procurado suplir la indeterminación normativa y la inadaptación constitucional de la ley, mediante soluciones de decoro mínimo, para la salvaguarda de los derechos.
Recordemos:
i)Fue el Tribunal Constitucional (por todas, STC 145/1988, de 12 de julio) el que tuvo que declarar la inconstitucionalidad de algo tan elemental como que el juez que instruye no debe juzgar.
ii)El reiterado incumplimiento del derecho a la doble instancia penal, presente en convenios internacionales suscritos por España, hizo que la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas se pronunciase de forma muy crítica acerca de nuestro procedimiento penal, como se aprecia en los informes recaídos en los casos Hill contra España, Joseph Semen contra España o Cesáreo Gómez Vázquez contra España, y, en igual sentido, son múltiples las condenas del TEDH a nuestro país, como nos lo recuerdan los casos Valbuena Redondo c. Reino de España, Almenara Álvarez c. Reino de España (16096/08, 2011), García Hernández c. Reino de España (15256/07, 2010), Marcos Barrios c. Reino de España (17122/07, 2010), Igual Coll c. Reino de España (37496/04, 2009), Lacadena Calero c. Reino de España (23002/07, 2011), o Gómez Olmeda c. Reino de España (61112/2012, 2016), entre otros. Con todo, no será hasta la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal operada por la Ley Orgánica 13/2015 que el derecho a la segunda instancia penal encuentre, al fin, su debido acomodo en nuestra legislación procesal.
iii)Otro tanto podemos decir en relación con la intervención de las comunicaciones, cuya insuficiencia normativa fue puesta de relieve por el TEDH en Valenzuela Contreras v. España (2767/1[96]), y reiterada por el TC en su STC 49/1999, que no mereció la atención del legislador hasta la ya citada LO 13/2015, de 5 de octubre.
iv)También podemos traer a colación la limitación que para la restitución de la libertad personal se ha derivado de la restrictiva interpretación jurisprudencial del art. 294.1 LOPJ, sobre el derecho a ser indemnizado por funcionamiento anormal de la Administración de justicia en el caso de haber sido absuelto tras encontrarse en situación de prisión provisional. Ni la interpretación finalista que realizó la Sala Tercera del Tribunal Supremo (Sentencia de 27 de enero de 1989, FJ 3), ni la sostenida por la STC 98/1992, de 22 de junio, en el sentido de que la persona inculpada no tiene por qué demostrar su inocencia, evitaron la condena al Reino de España por el TEDH (casos Puig Panella, de 25 de abril de 2006, y Tendam, de 22 de junio de 2010), poniendo de manifiesto la notoria insuficiencia de aquella doctrina. Ante esa situación, la Sección Sexta de la Sala Tercera del Tribunal Supremo ensayó un nuevo cauce de interpretación del precepto a través de su Sentencia de 23 de septiembre de 2010, volviendo a una interpretación restrictiva, lo que motivó nuevas sentencias del TEDH (asuntos acumulados Vlieeland Boddy y Marcelo Lanni c. España, de 12 de febrero de 2016) y del Tribunal Constitucional (SSTC 8/2017 y 10/2017). Con todo, la Sala Tercera, en la Sentencia 1230/2017, de 12 de julio, reiteró sustancialmente su posición, de modo que no sería hasta la STC 85/2019 cuando se pusiese fin a la situación mediante la declaración de inconstitucionalidad de un inciso del citado precepto. Si en el año 1985 la LECrim estableciese una regulación como la ahora contenida en el art. 10 del anteproyecto, probablemente nunca se habría producido la interpretación del art. 294.1 LOPJ causante, durante tantos años, de una discriminatoria e injustificada aplicación del derecho a la reparación de la libertad personal vulnerada.
Las incidencias sobre los derechos fundamentales, las modificaciones parciales de la ley y las recomendaciones de los tribunales advirtiendo de la situación han sido tantas que la prudencia aconseja quedarse en el ejemplo.
Pero las consecuencias derivadas de la continuidad normativa del juez instructor no se han circunscrito al proceso penal. La falta de un juez de garantías, es decir, de un juez de los derechos, procesalmente distanciado de la iniciativa de las partes, ha restado eficacia general al mandato contenido en el art. 53.2 CE, que atribuye a los jueces y tribunales integrantes del Poder Judicial la defensa primera de los derechos y libertades fundamentales.
El juez de garantías es el prototipo constitucional de juez de los derechos, y su ausencia, durante todos estos años de democracia, ha comportado un vacío, un defecto estructural o de diseño en nuestro sistema de justicia, que ha repercutido muy seriamente en la eficacia real de los derechos, más allá de su estricta aplicación en el proceso penal. La falta de referente y la persistencia de un modelo distorsionado, por la tácita convalidación del juez instructor como eterno sustituto transitorio, han ido relajando la cultura procesal de los derechos, resituándolos en un plano próximo al de aquellos otros que solo nacen de la ley. Una igualación a la baja, difusa, a veces inconsciente, pero que, por el peso de la inercia, ha ido calando como una lluvia fina, hasta debilitar la fuerza inherente a la idea constitucional del juez de los derechos.
La incapacidad del legislador ha hecho que quien en democracia estaba llamado a convertirse en el «juez de los derechos» por excelencia se quedase en una versión reacondicionada del preconstitucional juez instructor, más al servicio del éxito de la acción punitiva del Estado que de la eficacia de los derechos y libertades que la Constitución incorpora. Carecemos de un verdadero «juez de los derechos» porque el modelo que seguir, el que debiera inspirar su configuración y su práctica, todavía no ha nacido y, en su lugar, hemos habilitado malos sucedáneos. Una carencia que, como decía, trasciende el específico contexto del proceso penal y que, en mi opinión, ha repercutido negativamente en la forma de articular y entender la función constitucional del juez de los derechos.
Con independencia de sus concretos contenidos, las leyes socialmente relevantes son un punto de inflexión entre lo que se ha sido y lo que se quiere ser. Un contraste innovativo que, además de transformar la legalidad, persigue cambiar la cultura jurídica, el modo de concebir colectivamente una realidad determinada.
La democracia española no lo ha hecho así. Ha alejado ese debate sustituyéndolo por una prolongada secuencia de constantes e incompletas reformas que han cambiado poco a poco el marco legal, pero que nos han privado de una ley procesal penal pensada desde la Constitución y con vocación verdaderamente transformadora, cuando menos, en lo concerniente a los derechos fundamentales más directamente afectados por el ejercicio del ius puniendi del Estado. La ausencia de ese debate, unida a las insuficiencias normativas de la vigente LECrim y el continuo esfuerzo aclaratorio al que se ha visto abocado el Tribunal Constitucional, ha provocado, en la práctica, serias distorsiones en la aplicación de algunos derechos fundamentales.
Así, la inexistencia de un mínimo referente legal sobre el contenido sustantivo del derecho a la presunción de inocencia ha hecho que los órganos judiciales hayan acogido irreflexivamente la definición de ese derecho acuñada por el Tribunal Constitucional en su jurisprudencia de amparo, omitiendo la trascendental circunstancia de que el Tribunal Constitucional no puede revisar la valoración de la prueba realizada por los órganos judiciales y que, por tanto, en consonancia con su limitada capacidad de enjuiciamiento, está obligado a diferenciar entre los aspectos «amparables» de la presunción de inocencia y aquellos otros, no menos relevantes, que únicamente pueden ser verificados por los órganos integrantes de la jurisdicción penal (in dubio pro reo).
Que el Tribunal Constitucional no pueda sustituir la ponderación de los jueces y tribunales penales acerca de si, tras la práctica de una prueba lícita y válidamente practicada, existe o no una duda razonable sobre la culpabilidad de la persona investigada no significa que la obligatoriedad y racionalidad de esa ponderación no forme parte del contenido del derecho como, sin embargo, a menudo han interpretado los jueces penales, cercenando, con tal proceder, una de sus principales garantías, hasta el punto de convertir la presunción de inocencia en una suerte de mera reiteración del derecho a un proceso con todas las garantías, entre las que, obviamente, se encuentran las probatorias.
La falta de concreción legal, unida a esa traslación mecanicista de lo declarado por el Tribunal Constitucional en sus sentencias de amparo, ha hecho que, en no pocas ocasiones, los tribunales penales de apelación se desvíen inconscientemente de su cometido y dejen de operar como órganos dotados de plena jurisdicción. Ante la alegada vulneración del derecho a la presunción de inocencia es habitual comprobar cómo el órgano judicial encargado de resolver de apelación se limita a verificar que la prueba de cargo utilizada por el juzgador a quo para justificar la culpabilidad del encausado se ha obtenido de forma lícita y con todas las garantías, sin entrar a comprobar si la sentencia condenatoria ha justificado y motivado la suficiencia de la prueba para sostener la culpabilidad del encausado más allá de toda duda razonable, pues se sostiene —con expresa invocación de la jurisprudencia del TC— que esa ponderación no forma parte del derecho a la presunción de inocencia, por ser un aspecto vinculado a la libre valoración judicial de la prueba.
Desde el momento en que el órgano judicial de apelación interpreta y aplica el derecho a la presunción de inocencia como si estuviese sujeto a los particulares límites de la jurisdicción de amparo, renunciando a su condición de tribunal de plena jurisdicción, el derecho a la presunción de inocencia queda gravemente mermado en su contenido y, al tiempo, se desvanece la garantía que ofrece la existencia de una segunda instancia penal.
Por eso, es tan de agradecer la clarificadora propuesta normativa que, en relación con este derecho, se contiene en el anteproyecto que ahora se comenta. En efecto, su art. 8.1 se dispone que «la condena penal solo podrá fundarse en pruebas suficientes que permitan a un tribunal imparcial alcanzar, más allá de toda duda razonable, una convicción fundada sobre la culpabilidad del acusado», previsión que se complementa con lo establecido en el apdo. 4 de ese mismo artículo: «Cuando los medios probatorios presentados por la acusación puedan ser considerados suficientes para probar la culpabilidad del acusado [y aquí radica, a mi juicio, la importancia de esta regla], el tribunal deberá evaluar la verosimilitud de la versión de la defensa».
«El tribunal no podrá condenar al acusado si, una vez valoradas las distintas versiones de los hechos, persisten dudas razonables sobre la culpabilidad».
Ya no basta, como hasta ahora, con una motivación unidireccional de la culpabilidad (existencia de indicios incriminatorios suficientes). El tribunal también deberá justificar motivadamente por qué, con las mismas pruebas válidas y lícitamente obtenidas, la versión de la defensa no permite mantener alguna duda razonable sobre la culpabilidad del acusado. El in dubio pro reo es parte integrante del derecho fundamental a la presunción de inocencia y no un elemento distinto y ajeno a la realidad del derecho.
La misma causa originaria explica por qué el derecho a no declarar contra sí mismo ha sido estratégicamente debilitado por la Administración, ya sea bajo la amenaza de sanción por negarse a colaborar, o bien mediante la instrumentalización de lo declarado por los administrados en procedimientos sancionadores, que, posteriormente, a través de la aportación del expediente, es trasladado a órganos jurisdiccionales, singularmente a los del orden penal, generando la apariencia de que las manifestaciones de los administrados o la previa aportación de documentos se hicieron de forma libre y voluntaria y no bajo la coacción propia de todo procedimiento sancionador.
El anteproyecto pone término a una práctica bastante común en los asuntos judiciales que traen causa de procedimientos administrativos de inspección (defraudaciones tributarias, fraude de subvenciones, medio ambiente, urbanismo, prácticas colusorias y anticompetitivas…), pues, según su art. 17.4: «En el proceso penal no podrán utilizarse las manifestaciones con valor incriminatorio que la persona encausada haya realizado a requerimiento de la Administración bajo apercibimiento de sanción en caso de negarse a hacerlas. Esa prohibición es igualmente aplicable a los documentos con valor incriminatorio que hayan sido aportados como consecuencia directa de un requerimiento igualmente efectuado bajo apercibimiento de sanción».
La incapacidad del legislador para introducir, en el proceso penal, la figura del juez de garantías como juez de los derechos, y, por tanto, la ausencia de esa fundamental perspectiva regulatoria, ha tenido consecuencias en contextos distintos del penal.
En efecto, como se sabe, corresponde a los jueces y tribunales de lo contencioso-administrativo conocer de las autorizaciones para la entrada en domicilios y restantes lugares cuyo acceso requiera el consentimiento de su titular, siempre que ello proceda para la ejecución forzosa de actos de la Administración pública (arts. 8.6 LJCA y 91.2 LOPJ). Según el Tribunal Constitucional (por todas, vid. la STC 144/1987): «Al ejercer esta atribución el Juzgado no asume el control de la legalidad de la actuación administrativa, sino que su función de garantía se agota al asegurar que la entrada domiciliaria es, efectivamente, necesaria para ejecutar un acto que, prima facie, parece fundado materialmente en un acto administrativo válido y dictado por autoridad competente en ejercicio de facultades propias». Nos encontramos, pues, ante una función del juez de lo contencioso-administrativo en que opera como juez del derecho del art. 18.2 CE y, por tanto, como un juez de garantías.
Sin embargo, el alcance de ese «conocimiento» y el modo en que se ha parcelado procesalmente esa función han debilitado, en la práctica, su eficacia, pues, cuando la Administración pública excede o incumple deliberadamente los términos del auto judicial (por ejemplo, interviniendo e incautando más documentación que la expresamente autorizada), el administrado que ha sufrido ese registro contrario a lo expresamente dispuesto por la autoridad judicial no puede dirigirse al órgano judicial autorizante para que la Administración le devuelva lo debidamente incautado o para que, en su caso, anule la validez probatoria de los materiales ilícitamente intervenidos.
Expresado de otro modo: el «juez de garantías» es competente para verificar que la Administración solicitante de la autorización de entrada y registro cuenta con un mínimo soporte que justifique su intervención, pero carece de facultades para hacer valer, por sí mismo, el cumplimiento de las condiciones que él mismo ha dispuesto en garantía del derecho fundamental. Su tarea se limita a controlar que el acto ha sido dictado por la Administración competente, que aparece fundado en derecho y que es necesario y proporcional para alcanzar el fin perseguido (por todas, STC 76/1992), pero en modo alguno puede controlar el incumplimiento de la resolución que él mismo dictó, declarando, en su caso, la devolución de lo indebidamente incautado o la nulidad probatoria del material intervenido. El registro practicado con inequívoca infracción de los términos fijados por la autoridad judicial solo podrá ser alegado por el administrado en el procedimiento contencioso-administrativo que, en su caso, interponga contra la sanción administrativa que, finalmente, se le pueda imponer. Una situación verdaderamente paradójica, puesto que lo que el administrado requiere del juez en ese momento no es que examine la legalidad del acto administrativo, sino que compruebe que el registro se ha practicado en el modo y forma en que él lo acordó y que, si la Administración ejecutante ha excedido los términos de lo judicialmente autorizado, proceda a la reparación del derecho fundamental vulnerado.
Esta configuración del juez de lo contencioso-administrativo como un juez de garantías «a tiempo parcial» resulta poco alentadora para la eficacia de los derechos. Si la persona pretendidamente infractora no es finalmente sancionada, no tendrá forma de impugnar el registro domiciliario ilegalmente practicado, lo que constituye un incentivo para que los órganos de inspección e intervención desatiendan lo ordenado por la autoridad judicial. Además, como se priva al juez autorizante de la capacidad de reacción en defensa del derecho, aunque, posteriormente, en el procedimiento contencioso-administrativo el registro sea declarado nulo, en principio, esa declaración no impediría a la Administración actuante, a partir de la documentación ilícitamente incautada, abrir otros muchos expedientes sancionadores derivados de la información ilícitamente obtenida, pues las personas ahora concernidas ya no podrían alegar la vulneración de su derecho a la inviolabilidad del domicilio (art. 18.2 CE), puesto que la documentación incautada lo fue en domicilio ajeno.
Por estas razones, nunca he compartido el criterio del TC plasmado en la STC 94/1999, donde se nos dice: «Una vez obtenido el mandamiento judicial, la forma en que la entrada y registro se practiquen, las incidencias que en su curso puedan producirse y los excesos o defectos en que incurran quienes lo hacen, se mueven siempre en otra dimensión, el plano de la legalidad». A mi juicio, entrar en dependencias no autorizadas por el juez, o registrar e incautar soportes documentales no contemplados en el auto de entrada y registro, no es algo que se desenvuelva en el plano de la legalidad. Tiendo a pensar que nos encontramos ante elementos que integran el corazón mismo del derecho.
No encuentro justificación razonable por la que el juez de los derechos fundamentales no pueda controlar la eficacia de sus propias resoluciones, adoptadas, precisamente, para la garantía de aquellos, y que, únicamente, mucho después y en una fase procesal distinta, cuyo centro de interés ya no es la protección y restitución del derecho, sino la validez, o no, del acto administrativo impugnado, se pueda cuestionar ante otro órgano judicial el incumplimiento de lo previamente acordado por la autoridad judicial llamada a garantizar el derecho.
En mi opinión, solo hay un motivo capaz de explicarlo: la mala influencia de la práctica sostenida en el proceso penal.
Una de las más lamentables consecuencias del vigente sistema de instrucción penal es que las vulneraciones de derechos fundamentales producidas en la fase de investigación que afecten a la validez de la prueba y que, por tanto, son claves para decidir la apertura de juicio pueden ser alegadas por la defensa, pero nunca enjuiciadas y resueltas por el juez encargado de supervisar que aquellas no lleguen a producirse (Carmona Ruano, 1996). Las intervenciones de las comunicaciones, los registros domiciliarios, los seguimientos y vigilancias, los careos, las inspecciones corporales para la obtención de pruebas biológicas…, carentes de autorización judicial o practicadas con manifiestamente incumplimiento de las condiciones impuestas por el órgano judicial en garantía de los derechos y libertades de los investigados se presumen válidas en su resultado probatorio y únicamente podrán ser reparadas, una vez acordado el inicio de la fase de enjuiciamiento, por el órgano competente para juzgar el asunto. Mientras dure la fase de investigación (a veces años), no solo perdurará la vulneración del derecho fundamental, procesalmente aparcado en espera de ser atendido y reparado, sino que, además, los materiales probatorios así obtenidos se presumen válidos y pueden servir de soporte a otros medios de prueba subsiguientes o complementarios, e, incluso, para abrir otras líneas de investigación de nuevos delitos respecto de personas que, inicialmente, nada tenían que ver con los hechos que motivaron el ejercicio originario de la acción penal[3].
Así es la realidad de nuestro vigente proceso penal. Las vulneraciones de derechos fundamentales que se producen en la fase investigación perduran en sus efectos y despliegan todas sus consecuencias, hasta el momento (uno o dos años después de haberse formulado la acusación) en que se procede a la apertura del juicio oral o, en el caso del procedimiento abreviado, en el trámite previo legalmente establecido (art. 786.2 LECrim). En ambos procedimientos la posibilidad de alegar la invalidez de la prueba practicada con vulneración de un derecho fundamental siempre se produce después de haberse dictado el auto que concluye la fase de investigación y, por tanto, habiéndose acordado el enjuiciamiento, sin que previamente se haya constatado la validez de las fuentes de prueba, aun cuando se hubiesen obtenido con vulneración de los derechos fundamentales. A pesar de la manifiesta preocupación doctrinal y jurisprudencial suscitada por este asunto, es evidente que carecería de todo sentido permitir que fuese el juez instructor, es decir, la autoridad encargada de dirigir la investigación, la que se pronunciase sobre la licitud de una prueba que ella misma habría admitido. Ese cometido solo lo puede desempeñar un juez distante de las partes y ajeno a la investigación.
No desconozco los inconvenientes de establecer en nuestro proceso penal que el juez de garantías pueda declarar siempre y, en todo caso, la ilicitud de una prueba por haberse practicado con ablación de algún derecho fundamental. Para que esto se pueda producir en plenitud hace falta articular procesalmente un trámite para el debate contradictorio entre las partes y que, además, fuese posible practicar otras diligencias de prueba a menudo necesarias para tener acreditados ciertos aspectos fácticos de aquella prueba de cuya validez se duda. Por ello mismo se necesita de una reforma decidida del proceso penal y no de una nueva solución de circunstancias.
Confieso mi preferencia por la solución anglosajona del voire dire o trial into the trial, que permite al órgano judicial pronunciarse con carácter previo y de forma plena sobre la licitud de una prueba obtenida con vulneración de derechos fundamentales y, por ende, sobre la pertinencia de su exclusión, lo que evita su influjo psicológico e higieniza el proceso. Aunque el ALEcrim apunta claramente en esa dirección, cuando menos, es del todo imprescindible que al juez de los derechos (especialmente al penal) se le permita hacer valer su autoridad constitucional y que, tras oír a las partes, pueda excluir aquellas pruebas incriminatorias que se han practicado sin respetar los límites por él establecidos para la protección del derecho fundamental concernido. Los representantes del Poder Ejecutivo (sean policías, inspectores de Hacienda o agentes de algún organismo regulador) no solo han de saber que cuando no se ajustan a lo ordenado por el juez son ellos los únicos responsables del eventual sobreseimiento de un delincuente, sino que, además, han de perder toda esperanza de que la irregularidad cometida pueda quedar ulteriormente subsanada, bien por el impacto en el juzgador del material ilícitamente obtenido, bien como consecuencia de cierta interpretación autónoma de la prueba derivada.
El momento en que se excluye la prueba no es algo irrelevante: puede suministrar información y favorecer la obtención de otros elementos incriminatorios válidos con los que no guarda conexión de antijuridicidad; produce un efecto subliminal a la hora de valorar el conjunto de los materiales probatorios, pues resulta muy difícil sustraerse de una evidencia inequívocamente incriminatoria, aunque se hubiese obtenido de forma irregular. Por tanto, cuanto antes se excluya la prueba lesiva de derechos fundamentales, menos riesgo de metástasis procesal.
La imposibilidad de excluir en la fase de investigación la prueba obtenida con vulneración de derechos fundamentales ha motivado una difuminada patología en torno a la prueba derivada, que la jurisprudencia constitucional intentó corregir en un primer momento con una importación adaptada de la conocida teoría de la fruta del árbol envenenado. La eficacia de esa solución se debilitó con su abandono y la incorporación sustitutiva del nuevo estándar de la conexión de antijuridicidad (que, por cierto, también ha evolucionado a la baja en los últimos años; véase, sin embargo, el art. 21 ALECrim).
Ahora bien, la insuficiencia en la protección de los derechos no se debe al contenido de esas reglas de estructuración de la validez de la prueba, sino al hecho de que están siendo aplicadas en un sistema procesal penal en el que no existe la figura del juez de garantías, y, por tanto, un debate previo y diferenciado del enjuiciamiento materialmente penal, sobre la licitud de la prueba, a los efectos de determinar si existe, o no, base probatoria suficiente para sostener la acusación y proceder a la apertura del juicio. Al desconocerse esa distinta arquitectura procesal, la aplicación del canon de la conexión de antijuridicidad se proyecta retrospectivamente desde la fase de juicio sobre la de investigación, con el inevitable propósito de salvaguardar la subsistencia del proceso, cuando su principal finalidad es la inversa: determinar si existe prueba lícita para abrir la fase de enjuiciamiento.
No solo eso. La falta de una garantía judicial directa de los derechos fundamentales en la fase de investigación es, además, uno de los principales motivos de las llamadas instrucciones generales y de las condenas basadas exclusivamente en pruebas derivadas, en las que la «conexión de antijuridicidad» se convierte, a menudo, en una patente de corso para la justificación a posteriori de una condena en la que la prueba de cargo es reputada válida porque se carecía del trámite procesal previo para atacar, en su momento, la transitoria validez jurídica de aquella otra prueba, ilícitamente obtenida, de la que trae causa.
El juez de instrucción no puede, por su configuración legal, actuar como un juez de los derechos y, al diferirse las cuestiones jurídicas relativas a la protección y defensa de los derechos fundamentales a otro órgano judicial y a un momento procesal posterior y distinto (fase de enjuiciamiento), el objeto del debate entre las partes sufre una inevitable mutación por transferencia. Pierde interés la garantía del derecho, cuyo espacio es ocupado por la determinación de la culpabilidad, de suerte que, habiéndose ya acordado la existencia de indicios racionales de criminalidad, existe más interés en salvaguardar la validez de las actuaciones que en asegurar la eficacia de los derechos. En autos figuran los materiales incautados, las declaraciones de los investigados y otros muchos elementos que apuntan claramente a su culpabilidad. Las eventuales irregularidades que pudiesen haberse cometido en la instrucción pasan a desempeñar un papel secundario. Son las pequeñas cosas del pasado.
Siempre he considerado que esta imposibilidad para poder cuestionar, antes de la apertura de juicio, la validez de la prueba era el aspecto constitucionalmente más hiriente de nuestro vigente proceso penal y, como es notorio, esa circunstancia se debe a la subsistencia de la figura de un juez instructor que simultáneamente debe investigar los hechos e intentar parecer un juez de garantías. Una distorsión/confusión que ha repercutido en una deficiente cultura de los derechos en el proceso penal y que el ALECrim corrige al disponer que antes de la apertura del juicio oral se tenga que resolver lo que denomina «juicio de acusación», cuyo contenido consiste, precisamente, en la depuración de la prueba (tít. III, arts. 619 a 627).
Esta es, en mi criterio, la cuestión principal que debe resolver cualquier nueva propuesta de proceso penal —deslindar la función de investigación de la función de garantías—, y, para ello, lo más razonable es asignar la investigación al Ministerio Fiscal.
La ausencia de una conciencia clara sobre la proactividad procesal que ha de conferirse al juez en la fase de investigación para la protección directa e inmediata de los derechos ha diluido la prioridad de esa tarea, entremezclándola con la gestión ordinaria del proceso, según la dinámica propia de cada orden jurisdiccional.
Describo un caso típico: la jurisdicción penal declaró en apelación la nulidad de un registro practicado por la Agencia Tributaria y, consecuentemente, declaró que, ante la falta de prueba válida, no existía fundamento para el ejercicio de la acción penal. A pesar de ello, la Administración continuó con el procedimiento sancionador y los administrados, penalmente absueltos, recurrieron ante la jurisdicción contencioso-administrativa la sanción que se les había impuesto alegando que las únicas pruebas de cargo obrantes en el expediente se habían obtenido en un registro que ya se había declarado nulo en el orden penal.
La respuesta de la Sala Tercera del Tribunal Supremo es, en estos casos, bien conocida (por todas, STS de 6 de abril de 2016): la cosa juzgada penal no puede trasladarse de manera automática al ámbito de la jurisdicción contencioso-administrativa y, por tanto, la entrada y registro en un domicilio puede declararse nula a efectos penales, pero no necesariamente a los que son propios de esta jurisdicción.
Con esta interpretación, el Tribunal Supremo aplica su muy razonable doctrina acerca de la incidencia de los hechos probados penales sobre la jurisdicción contencioso-administrativa, pero no repara en la circunstancia de que, en estos casos (declaración de vulneración del art. 18.2 CE), el órgano judicial penal no actuó materialmente como juez penal (no está interpretando ni aplicando normas penales), sino que lo había hecho como juez de los derechos fundamentales ex art. 53.2 CE. La inexistencia del juez de garantías, y, sobre todo, del impacto cultural que conlleva esa figura, provoca que, en el supuesto descrito, la cosa juzgada en materia de derechos fundamentales se llegue a confundir con la cosa juzgada en materia penal. La consecuencia más dramática de todo ello es que un mismo registro domiciliario puede ser considerado lesivo, o no, del derecho del art. 18.2 CE, en función del orden jurisdiccional al que pertenezca el juez o tribunal que se pronuncie sobre este.
La incomodidad producida por esta situación puede apreciarse con toda claridad en la reciente Sentencia del Tribunal Supremo (Sala Tercera) de 14 de julio de 2021 (STS 1027/1021), que resolvió un asunto como el anteriormente expuesto. Tras reconocer que en las sentencias absolutorias dictadas por la justicia penal «se efectúan consideraciones detalladas, rotundas y muy graves acerca del modo en que se desarrolló el registro e incautación de documentos por parte de los funcionarios», no estando su intervención cubierta por el auto autorizante concedido por el juez de lo contencioso-administrativo, la Sala recuerda que, si bien «el artículo 10 LOPJ […] se limita a establecer una regla general sobre prejudicialidad en los diversos órdenes jurisdiccionales, y una regla especial relativa a la prejudicialidad penal» (la suspensión de los demás procesos), de ello se ha de inferir: «[…] la vinculación a los hechos declarados probados en la sentencia penal […], no pueden ser desconocidos en las demás clases de procesos». La «dogmática comúnmente aceptada arranca de la idea de que los hechos declarados probados en la sentencia penal vinculan a los tribunales de otros órdenes jurisdiccionales, como el nuestro, pero no los hechos declarados no probados —o no declarados probados, esto es, sobre los que ha quedado tras el proceso penal una incertidumbre—, ni tampoco, como es obvio, las opiniones o inferencias jurídicas de esos hechos».
Descendiendo al caso concreto […], puede afirmarse con absoluta rotundidad que la declaración [del órgano penal] sí define hechos probados en materia penal —no encaminados a la condena, pero sí a la privación del efecto jurídico de una prueba que ha sido obtenida con lesión grave de derechos fundamentales— y que, por ende, nos vincula en este proceso: el de que el desarrollo o práctica del registro autorizado por el Juzgado de lo contencioso-administrativo se llevó a cabo con evidente vulneración de los derechos fundamentales, pues ello incorpora una consecuencia jurídica, pero solo derivada, en relación causal unívoca, del factum apreciado como tal, esto es, del modo en que tuvo lugar la práctica por la AEAT del registro autorizado en el auto del juez de lo contencioso-administrativo (FD 3).
Además, la Sala, con sumo acierto, incorporó a sus razonamientos el derecho a no padecer persecuciones arbitrarias de la cuarta enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América, bajo la siguiente fórmula:
Si se otorgase general validez probatoria a materiales incautados en domicilio ajeno al del titular de dichos materiales, cuando no existe solicitud ni autorización judicial para ello, además de poder vulnerar su intimidad, se afectaría su derecho a no ser investigados sin una sospecha razonable (art. 24.2 CE). La inobservancia de las garantías establecidas para poder limitar el derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio (art. 18.2 CE) cuando se tratara de intervenir material relativo a terceros no titulares ni moradores del domicilio en cuestión, podría conllevar investigaciones prospectivas que el derecho prohíbe, para obtener por esa vía indirecta información o indicios, al margen de los mecanismos de control que la ley establece (FD 3).
Con todo, gran parte de este interesantísimo esfuerzo argumental, incluido el debate entre jurisdicciones, no llegaría a producirse si el juez de lo contencioso-administrativo hubiese podido verificar, por sí mismo, el cumplimiento de los límites establecidos en el auto de entrada y registro que había autorizado.
En anteriores apartados he intentado dejar constancia de que la principal razón para abandonar la vigente regulación de la fase de investigación del proceso penal, por dañina para la eficacia de los derechos y libertades fundamentales, estriba sobre la necesidad de asegurar la igual posición procesal de la acusación y la defensa, y en articular una fórmula que asegure que no se iniciará la fase de enjuiciamiento sin que exista la posibilidad de obtener un pronunciamiento judicial previo acerca de la validez de una prueba de cargo pretendidamente lesiva de derechos fundamentales, cuando así lo demande la persona investigada. Confieso mi inclinación por el proceso acusatorio puro.
Pues bien, alcanzar razonablemente ese propósito solo es jurídica e institucionalmente factible si se implanta la figura del juez de garantías y se confiere la dirección de la investigación al Ministerio Fiscal. A ese objetivo apunta el anteproyecto y, como ha ocurrido siempre que se ha intentado, esa es la cuestión que más reparos suscita.
Una interesada visión judicial de la justicia, muy reiterada y con fuerte arraigo en nuestro país, ha conseguido convencer a una amplia mayoría de que la política criminal solo puede regularla el legislador y ser ejecutada, desde su independencia, por los jueces. Cualquier intervención del Poder Ejecutivo en este contexto ha de interpretarse como una politización de la justicia y una quiebra del principio de división de los poderes.
El Gobierno dirige la política interior (art. 97.1 CE), pero, para los defensores de la anterior creencia, esa atribución no incluye la investigación y persecución del delito. Las condiciones de exigibilidad de la responsabilidad penal no pueden ser negociadas, ni pueden establecerse prioridades o diseñarse estrategias realmente operativas en la persecución del crimen. Está la ley (principio de legalidad) y están los jueces. Nadie más. La garantía de esa apodíctica verdad, la única que impide que el Gobierno pueda contaminar el ejercicio de la acción penal, es la figura del juez instructor, o, como alternativa de último recurso, un fiscal con idéntica independencia.
En uno y otro caso el objetivo es el mismo: que la política criminal de un país, a partir de los presupuestos establecidos por el legislador penal, se sustraiga a la acción del Gobierno, y, por tanto, que deje de formar parte de la «política interior» para convertirse en un saber administrado por una corporación de personas, jurídicamente independientes —también entre sí—, y que, en nuestro caso, por su condición de funcionarios públicos, tampoco tienen que responder directamente ante la ciudadanía, situándose, de este modo, al margen de la contienda democrática y de los lodos de la política. El imán de la organización técnica de la investigación penal atrae hacia sí toda la competencia sobre la política criminal, reservando su entera administración a un reducido número de funcionarios (jueces instructores y fiscales), mediante los que se asegura que el Gobierno no utilizará su poder para perseguir al inocente o dejar huir a los culpables. Solo ellos, en la mismidad de su conciencia —individual y corporativa—, pueden gestionar todas las decisiones relativas a la aplicación de la ley penal. Se abre una suerte de paréntesis en la división de poderes y en su interior se sitúa la investigación penal, como una función derivada, que se legitimaría en su sola existencia y que no encaja enteramente en ningún poder del Estado. Una concepción que sus defensores refuerzan alegando que la persecución del delito y la lucha contra la criminalidad solo admiten un reducido margen de discrecionalidad técnica, porque, en el Estado de derecho, el ejercicio de la acción penal no es, ni puede ser, un interés negociable. En definitiva, se considera que la persecución del delito nada tiene que ver con la democracia o con la política. Tan solo es una cuestión de derecho, como si este careciese de contexto.
Las democracias de nuestro entorno, que, con la excepción italiana, han hecho suyo el principio de discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal, dotándose de fiscalías mayoritariamente dependientes del Gobierno, viven en el error. Piensan que si se acepta que el fiscal dirija la investigación, entonces, ha de ser tan independiente como un juez.
Esta falacia ha calado con fuerza en España, como también lo ha hecho la extravagante idea de que sin el CGPJ la justicia no es independiente. Esta visión excesivamente judicialista de la investigación y persecución de los delitos empobrece la complejidad de los diversos valores e intereses concurrentes (seguridad ciudadana, priorización de recursos, planificación y unidad en el ejercicio de la acción pública…), predeterminando en exceso la libertad de configuración del legislador. Corremos el riesgo de consolidar un modelo de investigación penal creado a imagen y semejanza del juez, cuando este, con la Constitución en la mano, poco tiene que decir en relación con la investigación del delito.
Denomino política criminal a la planificación, priorización y gestión de la persecución e investigación de los delitos con arreglo a lo dispuesto en la Constitución y las leyes. Una tarea en la que habitualmente intervienen los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, el Ministerio Fiscal y, en nuestro caso, cuando se pone en su conocimiento —exista, o no, persona detenida o investigada—, el juez de instrucción que asume, desde ese momento, la dirección de la investigación para el esclarecimiento de los hechos.
Recordemos que en nuestro proceso penal el Ministerio Fiscal no puede filtrar previamente las denuncias que son directamente trasladadas de la policía al juzgado competente, donde se inicia el procedimiento y se da curso a las oportunas diligencias, aunque se sepa, desde su inicio, que serán sobreseídas por la imposibilidad de identificar al autor de los hechos o carecer de la mínima probabilidad de hallar algún indicio. A día de hoy, el rendimiento de los órganos judiciales, el aprovechamiento de los recursos en la persecución del delito y su resultado social, no parece ser un factor relevante en la ecuación de la justicia penal.
Puesto que ningún Estado puede perseguir todos los delitos que puedan cometerse en su territorio o sobre sus ciudadanos, es ridículo pretender que el ejercicio de la acción penal sea, en todo caso, obligado. Todo delito es reprobable y, potencialmente, ha de ser perseguido. Pero la eficacia del ius puniendi del Estado exige administrar y gestionar el ejercicio de la acción pública atendiendo a los recursos y a las capacidades disponibles, estableciendo prioridades y atendiendo a las inquietudes sociales de cada momento. La definición y la responsabilidad de esa parte de la política contra el delito solo pueden residir en el Poder Ejecutivo del Estado.
La discrecionalidad en la política criminal (Gobierno) y en el ejercicio de la acción penal (fiscales), dentro del marco establecido por las leyes, es un requisito impuesto por el principio de realidad y un imperativo para la eficiencia de la acción penal, especialmente, en las democracias de nuestros días, dada la complejidad de la criminalidad organizada y los avances tecnológicos que han globalizado las acciones delictivas (estafas informáticas, blanqueo de capitales…)[4]. Lo verdaderamente preocupante para la ciudadanía no es la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal, sino que una concepción oxidada del Estado de derecho y del principio de legalidad reste eficiencia al ejercicio de la acción pública contra el delito. Salvo por atavismo, no existen razones para recelar de la existencia de la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal, siempre que se regulen, con precisión y rigor jurídico, las condiciones normativas, los controles y los remedios necesarios para impedir que pueda traducirse en arbitrariedad.
A diferencia de lo que ocurre en la gran mayoría de los países constitucionalmente comparables con el nuestro, en España, el Estado no tiene el monopolio de la acción penal, y, por tanto, algunos de los efectos no deseados que podrían derivarse de la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal quedan atenuados por la existencia de acusaciones particulares y por la acusación popular. Que el fiscal, por razones de oportunidad, decida no ejercer la acción penal no significa que no puedan ejercerla otros sujetos legitimados.
Por otra parte, y a poco que se profundice en las interioridades de la investigación penal, es fácil percatarse de lo superficial que resulta la afirmación de que los fiscales no pueden dirigir la investigación penal porque el fiscal general del Estado, del que dependen jerárquicamente, es nombrado por el Gobierno. En este mundo complejo y globalizado, la persecución y la investigación de los delitos con mayor incidencia sobre la vida de la comunidad no las dirigen, materialmente, ni el juez instructor ni el fiscal.
La verdadera cuestión de fondo en la asignación de tareas dentro de la fase de investigación del proceso penal no está en decidir entre el juez instructor o el fiscal, sino en determinar de quién va a depender la Policía Judicial. No solo en el Reino Unido, Países Bajos, Suecia o Dinamarca la persecución del delito y su investigación corresponden, con autonomía de decisión, a sus policías. En España, quien haya tenido la oportunidad de examinar los denominados «informes de inteligencia» que se remiten a la fiscalía y al juzgado de instrucción, elaborados por las diversas unidades especializadas de la Policía Judicial (Vigilancia Aduanera, SEPRONA, unidades Antiterrorista, de Investigación de Delitos Tecnológicos, de Delincuencia Económica…), a veces en colaboración de otros órganos técnicos dependientes de la Administración General del Estado (Agencia Tributaria, SEPBLANC, CNMC…), habrá podido comprobar que en ellos no solo se detalla el relato de los hechos y se identifica a las personas pretendidamente implicadas en estos. También se califican penalmente sus conductas y el grado de participación, y, en no pocas ocasiones, se recomienda la negociación con alguno de los implicados, o la adopción de medidas cautelares para el aseguramiento del proceso. El informe encauza la investigación en sus elementos principales y lo que se espera del juez instructor y del fiscal es que lo acojan. Aquí sí que existe un claro riesgo de dirección gubernamental de la investigación, mucho más relevante y preocupante, que el que pueda derivarse de la actuación de los miembros del Ministerio Fiscal.
Un análisis de superficie del ALECrim pone de manifiesto que, en este complejo y difícil punto de encuentro (Policía/Gobierno —dirección de la investigación por el fiscal—), se han previsto un conjunto de garantías que confieren al Ministerio Fiscal la dirección de las unidades de la Policía Judicial implicadas en una determinada investigación. La Policía Judicial no solo tiene la obligación legal de actuar con arreglo a las instrucciones generales (reglas, métodos y procedimientos) al efecto dictadas por los órganos competentes del Ministerio Fiscal (art. 531), sino que, además, ha de observar las órdenes e instrucciones particulares y específicas que reciba del fiscal responsable de la investigación (art. 532), disponiéndose, además —frente a cualquier posible maniobra por parte del Ministerio del Interior—, que, iniciado el procedimiento investigador, los funcionarios policiales a quienes se haya asignado la investigación de un delito «no podrán ser apartados sin la autorización del fiscal responsable» (art. 534). En sintonía con lo anterior, cualquier actividad investigadora propia de la Policía Judicial cesará cuando el fiscal asuma la dirección de la investigación y, a partir de ese momento, «la policía únicamente realizará las actuaciones que el fiscal expresamente le ordene» (art. 536.2).
La transferencia de algunas de las actuales funciones del juez de instrucción al fiscal no implica, en contra de lo que tan a menudo se nos dice, un radical cambio de rol, sino un reacondicionamiento de competencias, con el fin de asegurar una menor contaminación del juzgador en la fase de investigación y mejor proteger los derechos fundamentales e intereses de las partes.
Los defensores del actual modelo de juez instructor sostienen que la actividad que se despliega en la fase de investigación para el esclarecimiento de los hechos es inevitablemente invasiva de espacios de libertad, por lo que solo se llevará a cabo con las debidas garantías si es ejercida por un órgano imparcial sujeto al imperio de la ley. En su criterio, el único órgano que reviste esas características en nuestro ordenamiento jurídico es el juez.
Ocurre, sin embargo, que el juez de instrucción no es juez en sentido constitucional (art. 117.1 CE), porque ni juzga ni ejecuta lo juzgado. Su función investigadora es ajena a la función jurisdiccional, hasta el punto de que es su condición de juez la que confiere carácter jurisdiccional a un conjunto de actuaciones que materialmente no lo son. Estamos, pues, ante una suerte de atribución jurisdiccional subjetiva que atrae hacia sí todas las actuaciones que se producen en la fase investigación. Son jurisdiccionales por la sola razón del sujeto que las desempeña.
No todos los actos de la fase de investigación tienen carácter jurisdiccional y, por tanto, no existe motivo para vincularlos de modo necesario a los principios de imparcialidad e independencia. La independencia y la imparcialidad son cualidades que se reservan a los órganos de control, es decir, a quienes ocupan una posición supra partes (Diez-Picazo, 2000).
Quien asuma la dirección de la investigación no puede ser independiente como un juez, porque ha de ser parte interesada en el proceso, defendiendo el interés público y respondiendo —directa o indirectamente— ante la ciudadanía de sus decisiones. Que, como responsable público, ejerza su cometido con objetividad y sujeción a la ley no significa que no pueda comprometerse con el desempeño de su función o que no procure un resultado exitoso. De quien investiga el delito se espera una actitud proactiva, impropia de quien debe juzgar.
Esta inevitable dinámica de confrontación entre quien investiga y quien es investigado exige que la fase de investigación también deba desarrollarse en un plano de igualdad procesal entre las partes, lo que requiere de la presencia de un juez equidistante, cuya competencia se circunscriba a aquellas actuaciones imprescindibles y de marcado carácter jurisdiccional que, a menudo, están directamente relacionas con la garantía de los derechos y libertades fundamentales y con la observancia de las reglas legales que ordenan el proceso (el juez de garantías).
Esa función proactiva en la investigación de los hechos delictivos, en la que indirectamente se concreta el programa de política criminal comprometido por el Gobierno, y que exige la existencia de una convicción procesal de parte alineada con el interés público y el cumplimiento de la legalidad, solo la puede desempeñar el Ministerio Fiscal. Un poder público organizado y especializado, dotado de unidad de acción, y cuyo estatuto jurídico no puede ni debe pretender una independencia en sentido fuerte, como la del juez, aunque sí debe contar con un conjunto razonable de garantías que refuercen su objetividad, lo que implica autonomía organizativa y de decisión —tanto colectiva como individual—, y, consecuentemente, también, una especial responsabilidad.
La imparcialidad a que hace referencia el art. 124.2 CE en relación con el Ministerio Fiscal no es la imparcialidad del juez, sino la que, con acierto, Gimeno Sendra denominó «imparcialidad colectivamente reflexionada» Gimeno Sendra, 2012. Una imparcialidad que informa programáticamente su actuación como órgano, pero que no significa que, en el interior de cada proceso, el fiscal pierda su condición de parte. Así lo entiende también el art. 91 del ALECrim, al disponer que, «en virtud del principio constitucional de imparcialidad, el Ministerio Fiscal está obligado a actuar en el proceso en defensa de la legalidad con plena objetividad».
La imparcialidad procesal del Ministerio Fiscal no es una condición sine qua non del proceso debido. Al Ministerio Fiscal no le corresponde la aplicación supra partes de la ley —función reservada a los miembros del Poder Judicial—. Antes bien, su tarea consiste en priorizar y definir, a través del ejercicio de la acción penal en cada caso concreto, el interés público.
Recuerdo que nuestros fiscales no son designados por ningún poder político ni tampoco elegidos por la ciudadanía. Al igual que los jueces son funcionarios públicos que acceden a su puesto por mérito y capacidad en procesos competitivos y que su ordenación jerárquica no es, por sí misma, inconveniente alguno para que su estatuto orgánico les garantice el ejercicio autónomo y objetivo de sus funciones, tanto individualmente como de forma colectiva. Por tanto, la objetividad reforzada que, según creo, les es exigible se encuentra suficientemente garantizada por la Ley 50/1981, de 30 de diciembre, sobre todo, tras la reforma llevada a cabo por la Ley 24/2007, de 9 de octubre.
Comprobemos ahora cómo afronta el ALECrim los puntos críticos del nuevo modelo de investigación penal. A tal fin examinaré, muy brevemente, los dos aspectos que estimo más comprometidos para, a continuación, comentar la solución propuesta por el anteproyecto.
Comienzo con lo que Díaz-Picazo (1997) denomina «criminalidad gubernativa». Salvo error u omisión por mi parte, no figura en el ALECrim una regulación específica para el supuesto en el que los hechos pretendidamente constitutivos de delitos graves hubiesen sido cometidos por miembros del Gobierno u altos cargos vinculados al Poder Ejecutivo del Estado. Una alternativa, defendida por el citado autor, sería la del nombramiento, para tales casos, de un fiscal especial, como ocurre, por ejemplo, en los Estados Unidos de América.
Sin embargo, no creo que esa solución sea la más adecuada para nuestro país. En primer lugar, por razones estructurales y de concepción del modelo, pues, en España, el fiscal general de Estado no es miembro del Gobierno ni depende estrechamente de él. Es cierto que el Gobierno lo nombra, pero no lo es menos que el Gobierno no puede cesarlo ni darle instrucciones sobre concretas actuaciones procesales.
En segundo lugar, si con la medida propuesta se persigue garantizar una razonable apariencia de imparcialidad externa, la habilitación, en nuestro modelo, de un cauce legal específico de sustitución como el descrito siempre alimentaría la duda acerca de si el nombramiento del fiscal especial solo es una forma, más o menos sutil, de remover al fiscal a quien correspondería asumir, con arreglo a los criterios generales de distribución y reparto, el ejercicio de la acción penal en ese particular asunto. Sería fácil darle la vuelta al calcetín y convertir la garantía en sospecha. La designación de un fiscal especial, lejos de entenderse como una manifestación de independencia, sería vista como una facultad del Gobierno para apartar de las actuaciones a un fiscal que no es de su gusto.
Para evitar lecturas tendenciosas, podría pensarse en que el nombramiento del fiscal especial lo hiciesen las Cortes Generales. Me temo, sin embargo, que esa solución solo serviría para incrementar la politización de la medida. En un sistema parlamentario, si el Gobierno contase —como es previsible— con una mayoría favorable, siempre se podrá argumentar que la figura del fiscal especial es una triquiñuela al servicio de los intereses del partido o los partidos de gobierno, y si, contrariamente, estuviese en minoría, los miembros del Ejecutivo investigados y sus correligionarios políticos sostendrían que la oposición, a falta de otros argumentos, ha decidido nombrar a un fiscal próximo a sus ideas para cuestionar en los tribunales la acción del Gobierno, ante su incapacidad de hacerlo en el Parlamento.
No creo, en consecuencia, que la importación de la fórmula del fiscal especial sea la mejor de las soluciones y, salvo error por mi parte, no ha tenido acogida en aquellas democracias que se han dotado de un sistema parlamentario de gobierno. En Alemania, en Francia y en Portugal, en los que el ejercicio de la acción penal es discrecional (como con mayor intensidad lo es en el Reino Unido o Países Bajos), los supuestos de criminalidad gubernamental siguen las normas comunes de asignación de fiscal, que, obviamente, experimentan variaciones cuando alguno de los acusados cuenta con un aforamiento especial, como ocurre, normalmente, con los miembros del Gobierno. No todo es negativo en la prerrogativa de aforamiento.
Me temo que, en el modelo español de organización de la fiscalía la figura del fiscal especial soluciona poco y añade nuevas críticas a la crítica. Por eso, me parecen razonablemente suficientes las reglas de asignación de asuntos previstas en los art. 93 a 98 del ALECrim una vez completadas para supuestos como el que nos ocupa, con las cautelas adicionales previstas en el art. 174.3 ALECrim, donde se establece que el Ministerio Fiscal no puede decretar el archivo del procedimiento por razones de oportunidad cuando se trate de la investigación de delitos de violencia de género o relacionados con la corrupción. Además, si se comprueba el catálogo de delitos que delimita el ámbito objetivo de la acción popular (art. 122 ALECrim), se aprecia que, en él, se acogen todas aquellas conductas ilícitas relacionadas con la criminalidad gubernamental en sentido amplio, lo que garantiza que, ante una hipotética renuncia del fiscal a ejercer la acción pública, esta siempre se podrá promover por otros sujetos legitimados.
Nos encontramos, así, ante el segundo factor de riesgo del nuevo modelo de investigación penal. La facultad de la fiscalía para negociar la pena o, incluso, para decidir no ejercer o no continuar con el ejercicio de la acción. No es algo nuevo, pero es indudable que cobrará un especial protagonismo si, finalmente, al Ministerio Público se le encomienda legalmente la dirección de la investigación penal para que la ejerza con una inequívoca visión de parte.
La terminación del proceso penal por razones de oportunidad aparece regulada en el cap. II de la sección II del tít. IV del ALECrim, que comienza estableciendo un primer límite: la fiscalía solo puede adoptar esa decisión «cuando la imposición de la pena resulte innecesaria o contraproducente a los fines de prevención que constituyen su fundamento» (art. 174.1), para señalar, a continuación, que esa apreciación discrecional solo podrá ejercerse dentro de los estrictos márgenes que establece la ley. Si examinamos los arts. 174 a 180 del ALECrim, podremos comprobar la precisión y ajustada delimitación de los márgenes de los que dispone el Ministerio Público para «negociar» el ejercicio de la acción penal, así como la razonabilidad y el equilibrio de las reglas allí establecidas.
Obviamente, todas las decisiones adoptadas por la fiscalía —incluido el archivo— pueden ser recurridas ante el juez de garantías, no solo por los acusados, sino también por las víctimas y otras partes interesadas en el procedimiento. Al considerarse al Ministerio Fiscal como una parte procesal en igual posición, se facilita que las demás partes y sujetos interesados puedan llevar a cabo un mayor y mejor control sobre las decisiones que adopte, singularmente en la fase de investigación (detención, medidas cautelares…), de modo que el apuntado riesgo se disipa.
Es tiempo de vencer resistencias acríticas y de remover las últimas inercias incrustadas en nuestro sistema de justicia penal. Necesitamos un procedimiento penal pensado desde la Constitución, coherente con los derechos fundamentales, y que presente un funcionamiento más homologable al existente en otras democracias. Hay cosas en las que España no debiera seguir siendo different.
[1] |
El informe del Consejo Fiscal anticipa problemas sobre la nueva delimitación de funciones juez/fiscal (vid. «El Consejo Fiscal cuestiona la gran reforma del proceso penal que prepara el Gobierno», El País, 2-7-2021). El informe puede consultarse en: https://bit.ly/3uqLZRY. |
[2] |
Muestra de ello es que, en materia de responsabilidad penal de los menores, desde la LO 5/2000, de 12 de enero, la instrucción corresponde al Ministerio Fiscal (art. 16), sin que, desde entonces, se haya planteado problema jurídico alguno. Antes bien, en términos generales, se considera que el procedimiento penal del menor cumple, con creces, su cometido, y que observa todas las garantías constitucionalmente exigibles desde la perspectiva de los derechos y libertades fundamentales. |
[3] |
En este punto, resulta obligado traer a colación el interesantísimo debate académico sostenido entre los profesores Gimeno Sendra (2012; 2013a; 2013b) y Asencio Mellado (2013a; 2013b) acerca de esta cuestión, con el telón de fondo de las SSTC 202/2001, de 15 de octubre, y 184/2003 (Pleno), de 23 de octubre. Para el primero, «la jurisprudencia del TC nunca ha sustentado, con fundamento en el art. 11.1 LOPJ, la doctrina de la prueba ilícita o de la prueba nula, sino la tesis germana (Beweiswürdigungsverboten) de la prohibición de valoración de las pruebas obtenidas con vulneración de derechos fundamentales, por lo que las infracciones de la Constitución en materia probatoria deben generar una jurisprudencia sobre las reglas de exclusión de valoración de la prueba prohibida, mas no la importación, en la instrucción, de la doctrina de la nulidad de los actos procesales (arts. 238 y ss. de la LOPJ)» [Gimeno Sendra, 2013a)]. Contrariamente, para Asencio Mellado, «sostener vivo un proceso sobre una prueba ilícita y nula atenta a la igualdad de las partes, a la buena fe y al derecho de defensa», por lo que no estaríamos ante una mera prohibición de valoración, sino de uso general de la prueba ilícita, lo que implica que la prueba inconstitucionalmente obtenida no debe ser admitida; de serlo, no debe ser practicada, y, en último caso, no debe ser valorada [Asencio Mellado, 2013a)]. Con independencia de los argumentos sustantivos, la discusión no puede ocultar un elemento fundamental: mientras Gimeno Sendra intenta compatibilizar la regla de exclusión probatoria con la figura del juez de instrucción, lo que propone Asencio Mellado es, en el fondo, una interpretación de esa regla que transforme al juez de instrucción en juez de garantías sin modificar su posición procesal. |
[4] |
Sobre esta cuestión y, en general, las demás expuestas en este apartado, es de referencia obligada Díaz-Picazo (2000). |
Asencio Mellado, J. M. (2013a). La exclusión de la prueba ilícita en la fase de instrucción como expresión de garantía de los derechos fundamentales. La Ley, 8009, 1. |
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Asencio Mellado, J. M. (2013b). Otra vez sobre la exclusión de las pruebas ilícitas en fase de instrucción penal (Respuesta al Prof. Gimeno Sendra). La Ley, 8026, 1. |
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Carmona Ruano, M. (1996). De nuevo la nulidad de la prueba: ¿es indiferente el momento en que puede declararse? Revista Jueces para la Democracia, 25, 95-99. |
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Díaz-Picazo, L. M.ª (1997). Criminalidad gubernativa y acusación independiente (Del Watergate al Whitewater). Claves, 69, 160-171. |
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Díaz-Picazo, L. M.ª (2000). La criminalidad de los gobernantes. Crítica: Barcelona. |
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Gimeno Sendra, V. (2012). Corrupción y propuestas de reforma. La Ley, 7990, 1. |
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Gimeno Sendra, V. Situación actual del proceso penal en España: hacia un nuevo Código Penal Procesal. en https://bit.ly/3xiM2AL |
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Gimeno Sendra, V. (2013a). La improcedencia de la exclusión de la prueba ilícita en la instrucción (contestación al artículo del Prof. Asencio). La Ley, 8009. |
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Gimeno Sendra, V. (2013b). La improcedencia de la exclusión de la prueba ilícita en la instrucción (contestación a la réplica del Prof. Asencio). La Ley, 8027. |
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Torres-Dulce Lifante, E. (2021). Hacia el fiscal investigador: un recorrido histórico. Revista de las Cortes Generales, 110, 133-162. |