RESUMEN
La mayoría de los conflictos que se producen en el interior de los partidos políticos derivan del difícil equilibrio entre la garantía del pluralismo y el mantenimiento de la cohesión interna. El presente trabajo expone la evolución de la jurisprudencia constitucional sobre esta cuestión: una doctrina que, inicialmente, partía de una posición favorable al derecho de autoorganización de los partidos, pero que ha avanzado hacia una mejor protección de los derechos fundamentales de los afiliados. A partir del análisis de la reciente STS 412/2020, se comprueba cómo la aplicación de esta doctrina permite corregir los excesos en el ejercicio de la potestad disciplinaria; ahora bien, es posible limitar aún más el margen de autonomía de los partidos para elevar el estándar de protección jurídica del afiliado y conseguir organizaciones más plurales y participativas en consonancia con el mandato constitucional de estructura interna y funcionamiento democráticos.
Palabras clave: Democracia interna en los partidos; partidos políticos; pluralismo; disciplina partidaria; derechos de los afiliados; control judicial.
ABSTRACT
Most of the conflicts that take place within political parties are caused by the difficult balance between guaranteeing pluralism and maintaining internal cohesion. This paper sets out the evolution of constitutional case-law on this issue: a doctrine that initially started from a position favourable to the right of self-organization of parties but has moved towards better protection of the fundamental rights of party members. The analysis of the recent STS 412/2020 shows how the application of this doctrine corrects the excesses in the exercise of disciplinary power; however, it is possible to further limit the margin of autonomy of the parties in order to raise the standard of legal protection of party members and achieve more plural and participatory organizations, in line with the constitutional mandate of intraparty democracy.
Keywords: Intraparty democracy; political parties; pluralism; party discipline; rights of party members; judicial review.
Es por todos conocido que en las entrañas de los partidos políticos son habituales los comportamientos autoritarios y las tendencias oligárquicas que tienen por finalidad lograr la estabilización y fortalecer el liderazgo de las élites partidistas (Michels, 1972). Estas inclinaciones son cuasi naturales, inherentes a toda organización humana que quiere desenvolverse con solvencia en un sistema competitivo; de hecho, podemos llegar a considerarlas aceptables si concebimos la democracia desde una perspectiva schumpeteriana y la definimos como la competencia efectiva de los partidos en los procesos electorales (Schumpeter, 2015: 67-90). Cuando el principal objetivo de un sistema democrático consiste en procurar reñidos enfrentamientos en la arena electoral, está claro que las disputas en el seno de un partido político provocan que este se vuelva más débil, ineficaz, caótico y vulnerable en comparación con el resto de sus competidores.
Sin embargo, existen comprensiones alternativas de la democracia que presentan resistencias al hecho de que los protagonistas del proceso de participación política se rijan internamente por una ley de hierro de la oligarquía. Entender la democracia como disenso (Sartori, 2005: 47) o como un espacio público deliberativo (Habermas, 1998: 363-406) supone incentivar la confrontación de opiniones diversas en todas las instancias de participación política para enriquecer y mejorar el debate público. Por este motivo, no es admisible que los principales intermediarios entre las instituciones de gobierno y la sociedad civil en los Estados contemporáneos no sepan gestionar el pluralismo y eludan la discusión de ideas, programas y candidaturas en su seno. Este razonamiento ha ido teniendo una mayor acogida a medida que se ha producido la consolidación de la democracia partidista en España, hasta el punto de que, a día de hoy, existe un amplio consenso doctrinal en torno a la conveniencia de que los partidos democraticen sus dinámicas internas para fortalecer su legitimidad como herramientas de participación política (Flores Giménez, 1998; Navarro Méndez, 1999; Contreras Casado y Garrido López, 2015). En palabras del Tribunal Constitucional:
Difícilmente pueden los partidos ser cauces de manifestación de la voluntad popular e instrumentos de una participación en la gestión y control del Estado que no se agota en los procesos electorales, si sus estructuras y su funcionamiento son autocráticos. Los actores privilegiados del juego democrático deben respetar en su vida interna unos principios estructurales y funcionales democráticos mínimos al objeto de que pueda «manifestarse la voluntad popular y materializarse la participación» en los órganos del Estado a los que esos partidos acceden (STC 56/1995, de 6 de marzo, FJ 3).
Ahora bien, esta contraposición de teorías demuestra que materializar la exigencia de un funcionamiento democrático interno supone un difícil desafío para los partidos políticos. Al habilitar canales de participación y discusión entre sus miembros, no solo se vuelve más compleja la organización interna, sino que pueden desencadenarse luchas fratricidas por el control de la formación poniendo en peligro la propia supervivencia del partido e impidiendo el correcto desempeño de las funciones que la Constitución les encomienda dentro y fuera de las instituciones de representación política[2]. El mandato de «estructura interna y funcionamiento democráticos» —que en el ordenamiento jurídico español aparece consagrado en el art. 6 CE y está escuetamente desarrollado por los arts. 6-8 de la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos (en adelante, LOPP)— encierra, por tanto, un difícil equilibrio entre la reivindicación del pluralismo y la indispensable cohesión interna.
La relevancia del pluralismo político se explica por su condición de valor superior de nuestro régimen constitucional (art. 1.1 CE), lo que lo convierte en una pauta interpretativa del resto del ordenamiento jurídico (Peces-Barba, 1987: 380). Según Sánchez de Vega García (1992: 84), la expresión del pluralismo inherente a nuestras sociedades se encauza a través del reconocimiento del sistema de partidos (pluralismo político a través de los partidos), consagrando la libertad de creación y organización de formaciones políticas (pluralismo político de partidos) y garantizando la democratización de sus estructuras (pluralismo político en el interior de los partidos). Centrándonos en las implicaciones de esta tercera vertiente, hay que tener presente que el mandato constitucional de democracia interna no solo constituye «una carga impuesta a los partidos, sino que al mismo tiempo se traduce en un derecho o conjunto de derechos subjetivos y de facultades atribuidos a los afiliados respecto o frente al propio partido, tendentes a asegurar su participación en la toma de las decisiones y en el control del funcionamiento interno de los mismos» (STC 56/1995, FJ 3). Así pues, la manifestación del pluralismo en el interior de los partidos se garantiza con el reconocimiento, el ejercicio y la protección de los derechos de los afiliados.
Por otro lado, la cohesión interna es un bien jurídico que también merece protección constitucional porque el partido debe mantenerse unido para garantizar su continuidad como grupo organizado. Las discrepancias exacerbadas, el cuestionamiento feroz de las élites y las actitudes desleales expresan una pluralidad de pareceres dentro del partido, pero también son comportamientos que esconden disputas internas por el poder, polarizan a la militancia y erosionan la imagen pública de la formación; por este motivo, al amparo del derecho constitucional de asociación (art. 22 CE), los partidos pueden dotarse de las herramientas necesarias para mantener el control y evitar fragmentaciones que conduzcan al descalabro electoral y a su propia desaparición[3]. De entre todas ellas, la más importante es, sin duda alguna, la potestad disciplinaria, que, a su vez, deriva del poder de regulación englobado dentro de la libertad autoorganizativa de que gozan las asociaciones, también las políticas (Navarro Méndez, 2000: 271; Salvador Martínez, 2019: 395-396). Este poder sancionador del partido sobre los afiliados «permite asegurar el respeto de los socios a los postulados ideológicos, las convicciones éticas e, incluso, al talante cívico que debe acompañar a la realización de los fines sociales» (Ferrer i Riba y Salvador Coderch, 1997: 126); unos fines que, en el caso de los partidos, consisten en la traducción «de una posición política en contenido de normas de Derecho» (SSTC 5/2004, de 16 de enero, FJ 9, y 298/2006, de 23 de octubre, FJ 5), por lo que la cohesión interna debe entenderse en torno a un mismo programa ideológico.
Planteados los parámetros del debate, resulta pertinente hacer una consideración previa: la legitimidad de la potestad disciplinaria de las asociaciones tiene como fundamento «la libre voluntad de los socios de unirse y permanecer unidos para cumplir los fines sociales, y quienes ingresan en ella se entiende que conocen y aceptan en bloque las normas estatutarias a las que quedan sometidos» (STC 218/1988, de 22 de noviembre, FJ 1). Al integrarse en una formación política, los afiliados contraen un deber de lealtad hacia la organización que se traduce en la obligación de respetar los estatutos, acatar y cumplir los acuerdos válidamente adoptados por los órganos directivos del partido y asumir algunas restricciones —las mínimas indispensables— en el ejercicio de sus derechos fundamentales para salvaguardar los intereses colectivos y contribuir a la consecución de los fines perseguidos por la asociación[4]. Estas restricciones pueden operar, esencialmente, cuando el afiliado ejercita su derecho fundamental ad extra, es decir, fuera de los cauces internos de la organización: por ejemplo, a través de los medios de comunicación o en las propias instituciones representativas. Ahora bien, ni cabe exigir del afiliado una lealtad omnicomprensiva y sumisa a la interpretación que haga el partido de los estatutos (Pérez-Moneo, 2017: 177-178 y 183), ni es admisible que la potestad disciplinaria se convierta en un instrumento de purga del militante crítico, disidente e incómodo. Para evitar esta degeneración tiránica del régimen sancionador, además de las garantías procesales que posibilitan la defensa del sancionable (presunción de inocencia, principio de legalidad, principio acusatorio, audiencia del interesado, publicidad, derecho de prueba…)[5], los afiliados pueden reclamar la revisión judicial de las decisiones adoptadas por el partido cuando consideren que sus derechos han sido conculcados.
La jurisprudencia constitucional sobre el alcance de dicho control judicial ha experimentado en los últimos años una notable evolución que se explica, entre otros motivos, por la creciente sensibilidad respecto a la vigencia y exigibilidad del mandato de democracia interna. Hasta el año 2016, el Tribunal Constitucional limitaba la vigilancia de los conflictos internos de los partidos al cumplimiento de la legalidad estatutaria, lo que se traducía en un mero control formal del procedimiento y de la razonabilidad de la resolución; pero a partir de la STC 226/2016, de 22 de diciembre, se introduce la consideración de los partidos como asociaciones constitucionalmente cualificadas, lo que justifica una mayor injerencia por parte de los poderes públicos y posibilita el control material de las decisiones partidistas que afecten a los derechos fundamentales de los afiliados. La reciente STS 412/2020, de 7 de julio, es el mejor exponente hasta el momento de este control judicial intensificado, pues, a pesar de que sigue dejando importantes flancos abiertos, corrige los excesos en el ejercicio de la potestad disciplinaria y supone un considerable avance en la difícil labor de equilibrar pluralismo y cohesión dentro de los partidos políticos.
La primera vez que el Alto Tribunal se pronuncia sobre la adecuación constitucional del ejercicio de la potestad sancionadora por parte de un partido político es en la STC 56/1995, de 6 de marzo. En este caso, era el Partido Nacionalista Vasco (EAJ/PNV) el que sufría un importante conflicto interno a raíz de la propuesta impulsada por la ejecutiva de Guipúzcoa para asumir todas las atribuciones del partido en el territorio de la provincia. Ante este intento de escisión unilateral, la Asamblea nacional de EAJ/PNV acordó la expulsión de todos aquellos afiliados que se habían pronunciado a favor de la propuesta guipuzcoana. Esta decisión terminó siendo recurrida en amparo ante el Tribunal Constitucional aduciendo la vulneración del derecho de asociación en relación con el mandato de democracia interna del art. 6 CE.
Desde el inicio de su fundamentación jurídica, el Tribunal es consciente de que debe determinar hasta dónde puede llegar el control judicial sobre el requisito de la democracia interna. En este sentido, la sentencia aboga por la interpretación conjunta y sistemática, «sin separaciones artificiosas», de los arts. 6 y 22 CE: es decir, reitera la doctrina que defiende que, aunque los partidos políticos ocupan una especial posición constitucional, estos no dejan de ser una forma particular de asociación y que, por tanto, les resultan aplicables todas las previsiones y garantías relativas a este derecho fundamental (SSTC 3/1981, de 2 de febrero, y 85/1986, de 25 de junio). Ahora bien —y he aquí donde descansa la principal aportación de esta sentencia—, hay que tener presente que lo dispuesto en el art. 6 CE añade una cuarta dimensión al contenido genérico del derecho de asociación: «[…] a la libertad de creación de partidos políticos, al derecho de no afiliarse a ninguno de ellos y a la libre autoorganización de los mismos, se añaden los derechos de participación democrática interna de los afiliados» (FJ 3). Por tanto, el art. 6 CE incorpora al derecho de asociación del art. 22 CE un nuevo contenido exclusivo para las formaciones políticas: un elenco de derechos subjetivos de los afiliados que limitan la libertad autoorganizativa de los partidos.
¿Qué derechos conforman ese catálogo? ¿Cuál es su alcance y contenido? Ante el silencio del constituyente, el Tribunal Constitucional responde que deben ser derechos de configuración legal. Solo los derechos regulados por el legislador integran el mandato de democracia interna en relación con el derecho de asociación política, de modo que los derechos de rango estatutario que no vengan establecidos en la ley nunca podrán limitar la autonomía organizativa del partido. Esta precisión es clave para comprender que, de acuerdo con la doctrina del máximo intérprete de la Constitución, un derecho del afiliado que solo esté consagrado en unos estatutos siempre va a decaer frente a la libre autoorganización del partido en tanto que dimensión del derecho fundamental de asociación[6].
Puesto que los derechos estatutarios no están incluidos en el catálogo de derechos de participación democrática interna de los afiliados, el Tribunal Constitucional tiene que acudir a lo dispuesto en dos leyes preconstitucionales donde apenas se regula nada sobre el estatus jurídico del afiliado: la Ley 21/1976, de 14 de junio, de Asociaciones Políticas, y la Ley 54/1978, de 4 de diciembre, de Partidos Políticos. Los magistrados advierten que en los apartados f) y g) del art. 3.2 de la Ley de Asociaciones Políticas se reconoce, «aunque sea indirectamente, un derecho de los afiliados a no ser expulsados del partido si no es por las causas y siguiendo el procedimiento establecido en la ley y en los estatutos» (FJ 3). A priori, este derecho a no ser expulsado arbitrariamente del partido podría limitar la autonomía organizativa de la formación política —ambas facultades forman parte del mismo derecho fundamental: el derecho de asociación—: sin embargo, el legislador no consagra un parámetro de corrección material de la potestad disciplinaria, lo que da lugar a un «control jurisdiccional menos intenso en los aspectos sustantivos que en los procedimentales» (FJ 4). Es por este motivo por el que el Tribunal Constitucional, finalmente, se limita a reiterar la doctrina que había desarrollado hasta el momento sobre conflictos endoasociativos (SSTC 218/1988, de 22 de noviembre, y 96/1994, de 21 de marzo). Esta doctrina se basa en dos líneas maestras: la autocontención judicial para evitar la interferencia de los poderes públicos en la autonomía asociativa[7] y la comprobación de la existencia de una «base razonable» en la decisión de los órganos sociales a la luz de las disposiciones legales y estatutarias aplicables, sin entrar a valorar la conducta de los socios (Pérez-Moneo, 2017: 175-179). Así pues, tras constatar la competencia del órgano actuante, la regularidad del procedimiento sancionador y la razonabilidad en la interpretación y aplicación de los estatutos, los magistrados concluyen que la decisión de la Asamblea nacional del PNV no puede considerarse arbitraria y que, por tanto, no vulneró el derecho de permanencia en el partido de los afiliados.
Plantea Pérez-Moneo (2017: 180) que el fallo podría haber sido distinto si el derecho aducido hubiese sido un derecho reconocido en la ley, como, por ejemplo, la libertad del afiliado de manifestar su opinión (art. 3.2.f de la Ley de Asociaciones Políticas). Sin embargo, no creo que esta alegación hubiese prosperado, puesto que los recurrentes ya aducen la vulneración del art. 20.1 CE —derecho fundamental constitucionalmente reconocido— y el Tribunal desestima dicha pretensión al entender que lo que se impugna es el acuerdo de expulsión, no las hipotéticas trabas a la posibilidad de comunicar opiniones e ideas durante los procesos internos de toma de decisiones (FJ 5). En cualquier caso, la jurisprudencia constitucional posibilitaba otra estrategia argumentativa para realizar un control sustantivo de la sanción impuesta por EAJ/PNV, ya que en la STC 218/1988 se especifica que la revisión judicial puede tener mayor alcance en dos situaciones: a) cuando el acuerdo de expulsión lesione «otros derechos del socio distintos del de asociación» (FJ 2) —se descarta para este caso puesto que los magistrados entienden que la libertad de expresión no ha sido conculcada—, y b) cuando la expulsión del socio se produzca «en una asociación que, aun siendo privada, ostentase de hecho o de derecho una posición dominante en el campo económico, cultural, social o profesional, de manera que la pertenencia o exclusión de ella supusiese un perjuicio significativo para el particular afectado» (FJ 3). Dentro de esta segunda consideración encajan, sin lugar a dudas, partidos y sindicatos debido a su posición de monopolio en la representación de intereses colectivos (ibid.: 177); por tanto, el intérprete constitucional podría haber justificado una mayor injerencia en la autonomía organizativa de EAJ/PNV basándose en su jurisprudencia sobre la especial posición constitucional de los partidos políticos, todo ello sin apartarse de la doctrina de la «base razonable» y sin necesidad de que los afiliados alegasen la vulneración de un derecho fundamental o de configuración legal.
El mérito de la STC 56/1995 consiste en detectar que los derechos de los afiliados consagrados en la ley constituyen un límite adicional a la autonomía organizativa de los partidos políticos debido a la exigencia constitucional de estructura interna y funcionamiento democráticos. Sin embargo, la virtualidad de esta cuarta dimensión del derecho de asociación política está muy restringida en la práctica, no solo por la parquedad del derecho de partidos y las frágiles garantías jurisdiccionales de los derechos estatutarios, sino también por la actitud de autocontención de un Poder Judicial que se limita a revisar la razonabilidad de la expulsión y la regularidad del procedimiento disciplinario sin realizar ponderación alguna ni entrar a valorar la calificación jurídica de los hechos o la proporcionalidad de la sanción (Ferrer i Riba y Salvador Coderch, 1997: 74-88)[8]. Superar esta barrera y formular la conveniencia de una revisión sustantiva de los conflictos internos de los partidos políticos es lo que logra el Tribunal Constitucional en la sentencia que analizo a continuación.
La jurisprudencia constitucional antes expuesta pone de manifiesto que, sin unas disposiciones legales que regulen de forma más exhaustiva el estatus jurídico del afiliado, es muy difícil poner límites a la libertad organizativa de un partido político porque el control judicial se circunscribe a aspectos meramente formales. En este sentido, la entrada en vigor de la LOPP no ha supuesto un avance significativo: nuestro legislador sigue sin desarrollar de forma suficiente la exigencia de democracia interna, dejando un amplísimo margen a las formaciones políticas para su autorregulación a través de sus respectivos estatutos (art. 8.4 LOPP). Esta dejación del legislador genera importantes consecuencias prácticas, ya que, como he señalado anteriormente, la falta de configuración legal de los derechos de los afiliados repercute negativamente en su protección jurisdiccional.
A menudo el afiliado se encuentra en una situación de indefensión cuando reivindica el ejercicio de sus derechos estatutarios y de los escasos derechos de participación democrática consagrados por el legislador. Pero no hay que olvidar que los miembros de los partidos también son, como no podía ser de otro modo, titulares de los derechos fundamentales previstos en la Constitución y, por tanto, pueden alegar la vulneración de estos frente a las decisiones de los partidos. He aquí la especial trascendencia constitucional del recurso de amparo que se resuelve en la STC 226/2016, de 22 de diciembre: la recurrente —una afiliada del PSOE que fue suspendida de militancia a causa de la publicación en un periódico de una carta en la que criticaba duramente el cese del proceso de primarias para elegir al candidato a la alcaldía de Oviedo— plantea por vez primera la cuestión de la colisión entre la libertad de expresión ejercida en el seno de un partido (art. 20.1 CE) y el derecho de asociación de la formación política (art. 22.1 CE). Y al intérprete constitucional no le queda más remedio que pronunciarse para sentar doctrina sobre esta interacción entre derechos fundamentales[9].
Centrándonos en la argumentación de la sentencia, lo primero que hace el Alto Tribunal es recordar que «los afiliados son titulares y pueden ejercer en el interior del partido los derechos y libertades constitucionalmente reconocidos, derechos estos últimos irrenunciables» (FJ 6); por lo tanto, hay que partir de la premisa de que las personas que deciden entrar a formar parte de un partido político no pueden (ser obligadas a) renunciar al ejercicio de un derecho fundamental, aunque asuman ciertas restricciones derivadas del deber de lealtad a la organización. Ya lo adelantó en la STC 56/1995 cuando afirmó que «nada se opone, pues, al reconocimiento de un derecho a la libertad de expresión de los afiliados en el seno del partido político del que forman parte con los límites que puedan derivarse de las características de este tipo de asociaciones» (FJ 6). Huelga decir que, independientemente del desarrollo legal del art. 6 CE, un adecuado ejercicio de los derechos fundamentales en el seno de los partidos contribuye a satisfacer el mandato constitucional de democracia interna y potencia la calidad del sistema democrático en general, tal y como reconoce el propio Tribunal Constitucional:
Dado que los partidos políticos son asociaciones «cualificadas por la relevancia constitucional de sus funciones […]», la cuestión relativa al ejercicio de los derechos fundamentales en su seno, no ya por el partido político […] sino por los afiliados, adquiere una significación constitucional añadida. De hecho, trasciende a aquellos derechos en particular afectando a la propia esencia del Estado democrático en el seno del cual están llamados a actuar los partidos políticos (FJ 6).
La recurrente no ejerció un derecho legal o de rango estatutario, sino un derecho fundamental distinto del derecho de asociación que plantea fricciones con la libertad autoorganizativa del partido. Es por ello que el Tribunal Constitucional tiene que perfilar los límites de la libertad de expresión en el seno de los partidos para poder determinar, caso por caso, cuándo resulta legítimo restringirla de cara a preservar la cohesión interna y cuándo la potestad disciplinaria reprime la crítica de forma contraria a las exigencias de funcionamiento democrático. La militancia ha de poder manifestar «opiniones que promuevan un debate público de interés general» y ha de poder criticar «las decisiones de los órganos de dirección del partido que se consideren desacertadas»; pero, puesto que «el ejercicio de la libertad de expresión de quien ingresa en un partido político debe también conjugarse con la necesaria colaboración leal con él», el Tribunal concluye que el partido puede utilizar la potestad disciplinaria «frente a un ejercicio de la libertad de expresión de un afiliado que resulte gravemente lesivo para su imagen pública o para los lazos de cohesión interna que vertebran toda organización humana y de los que depende su viabilidad como asociación y, por tanto, la consecución de sus fines asociativos» (FJ 7).
Los límites a la libertad de expresión de los afiliados se sitúan, por tanto, en la lesión grave de la imagen pública y de la cohesión interna del partido: unos daños que potencialmente solo pueden producirse cuando la expresión del pluralismo de la organización trasciende los espacios internos de debate y discusión, es decir, cuando nos encontramos ante un ejercicio ad extra del derecho fundamental y el afiliado no respeta las restricciones derivadas del deber de lealtad. Sin embargo, esta aportación novedosa de la sentencia presenta una serie de debilidades que me conducen a suscribir las agudas críticas de la profesora Salvador Martínez (2019: 411-412): la vaguedad e imprecisión de los bienes jurídicos que limitan la libertad de expresión —sobre todo en el caso de la «cohesión interna»[10]— perpetúan un deber de lealtad demasiado genérico que obliga al afiliado a actuar con una contención desproporcionada. El Tribunal Constitucional no establece un parámetro claro de conducta desleal, de modo que esta doctrina de límites sigue amparando interpretaciones muy restrictivas del ejercicio de la libertad de expresión en el interior de los partidos, constriñendo el pluralismo y olvidando el valor preferente de este derecho fundamental cuando es garantía de la libre formación de la opinión pública.
Pese a las notables deficiencias en la delimitación de la libertad de expresión, la principal y más valiosa contribución de esta sentencia es la defensa de un control judicial de mayor intensidad sobre los acuerdos sancionadores de los partidos políticos. Para justificar esta decisión, el Tribunal no cambia su doctrina de la «base razonable», sino que se limita a aplicar las dos matizaciones ya previstas por la STC 218/1988: vulneración de un derecho fundamental del socio distinto del de asociación —la libertad de expresión— y posición dominante de los partidos en el ámbito de la participación política en tanto que «asociaciones constitucionalmente cualificadas» (Salvador Martínez, 2019: 416). La singularidad de este recurso de amparo radica en que, por primera vez, una afiliada aduce la vulneración de un derecho fundamental (no legal ni estatutario) que puede confrontarse en pie de igualdad con el derecho de asociación, y esta alegación, unida a la especial naturaleza jurídico-constitucional de los partidos, hace posible que el control judicial sobre la potestad disciplinaria se intensifique mediante un juicio de ponderación de los bienes en conflicto.
Resulta pertinente hacer una consideración adicional que atañe a la eficacia de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares. A la hora de interpretar los conflictos de derechos en el interior de los partidos, hay que tener en cuenta ciertas peculiaridades de la relación jurídica entablada entre las formaciones políticas —parte que detenta el poder a través de la capacidad de imponer sanciones y/o de dictar órdenes que limiten el ejercicio de un derecho fundamental— y sus afiliados —parte más vulnerable—. Cuando nos encontramos ante esta evidente posición de desigualdad entre las partes y estalla un conflicto de derechos fundamentales, el derecho de la parte débil resulta «acreedor de una tutela específica en todos los casos en que la intromisión [de la parte fuerte] no pueda considerarse constitucionalmente fundada» o resulte «desproporcionada» (Gutiérrez Gutiérrez, 1999: 206). En estos casos, lo deseable es que el legislador se ocupe de identificar los criterios objetivos que hacen admisible y proporcionada dicha intromisión; pero, ante el silencio de la LOPP y en virtud del art. 6 CE, el Poder Judicial debe asumir la responsabilidad de tutelar el derecho fundamental del afiliado para garantizar su eficacia frente a la actuación del partido. Creo que este criterio interpretativo que toma en consideración la relación de poder entre el afiliado y el partido coadyuva a la justificación, por parte del Tribunal Constitucional, de un control judicial de mayor alcance sobre la potestad disciplinaria de las formaciones políticas.
Con estos mimbres argumentativos, ahora sí es posible ir más allá de la comprobación de la existencia de una «base razonable» y entrar a valorar las causas materiales de la sanción. Sin embargo, el fallo del Tribunal Constitucional no resulta satisfactorio porque no lleva la ponderación hasta sus últimas consecuencias. Después de verificar que se han respetado todos los requisitos procedimentales en el ejercicio de la potestad disciplinaria, los magistrados concluyen que la demandante de amparo no observó el deber de lealtad hacia el partido porque, si bien el objeto de su crítica era una materia de interés general y relevancia pública —el procedimiento interno de selección de candidatos para una convocatoria electoral concreta—, las expresiones empleadas y las acusaciones explícitas e implícitas comprometieron seriamente la consideración pública de la formación política. ¿Cuál es el problema? Que el Tribunal Constitucional hace suya la apreciación del PSOE sobre la lesividad de las opiniones vertidas por la afiliada sin llegar a comprobar si la imagen del partido, efectivamente, sufrió un «grave» perjuicio objetivo a raíz de dicha conducta. Una adecuada ponderación de los bienes jurídicos en conflicto hubiera exigido verificar, además del presunto animus nocendi de la afiliada, si la carta le provocó al PSOE serias dificultades para competir y ejercer sus funciones en igualdad de condiciones con el resto de formaciones políticas, en cuyo caso sí estaríamos ante un supuesto claro de grave daño a su imagen que deslegitimaría esta expresión pública (ad extra) de las discrepancias internas[11]. La ponderación permite extender el control judicial para revisar la calificación de los hechos probados, la proporcionalidad de la sanción y la conformidad constitucional de la decisión del partido, pero el Alto Tribunal decidió inhibir de nuevo su capacidad de control y, en la práctica, el fallo terminó siendo el mismo que si se hubiera aplicado, sin matización alguna, la doctrina de la «base razonable»[12].
Varios años después de este último y desalentador pronunciamiento del Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo ha resuelto un recurso de casación que devuelve la esperanza porque permite comprobar cómo la construcción argumentativa del máximo intérprete constitucional es válida para garantizar y proteger mejor el ejercicio de los derechos fundamentales de los afiliados en el interior de los partidos. Se plantea ante el Tribunal Supremo un caso en el que, de nuevo, colisionan la libertad de expresión y la libertad asociativa, la exigencia de funcionamiento democrático interno y la potestad disciplinaria, el pluralismo y la cohesión interna. Veamos cuáles son los hechos que desencadenan la dicotomía.
En el año 2016, cuatro afiliados de Podemos que también eran procuradores de las Juntas Generales de Álava rompieron con la disciplina de voto de su grupo parlamentario y decidieron votar en contra de la aprobación de los presupuestos pese a que el órgano competente del partido había acordado la abstención. Después de la votación, estos cuatro procuradores celebraron una rueda de prensa para explicar su postura y criticar la adoptada por el partido. Posteriormente, también publicaron en redes sociales (Facebook, Twitter) la creación de una plataforma de afiliados de Podemos en Álava disconformes con la línea oficial de la formación morada.
Podemos incoó un expediente disciplinario contra estos cuatro afiliados que culminó con la Resolución 2017/007 de la Comisión de Garantías Democráticas[13], en la que se acordó su inmediata expulsión del partido. A partir de entonces se inicia un periplo judicial en el que puede observarse la completa evolución jurisprudencial sobre conflictos internos de los partidos políticos. Los afiliados disidentes solicitan la nulidad de la mencionada resolución y el Juzgado de Primera Instancia de Vitoria desestima la demanda aplicando la doctrina de la «base razonable»: es decir, realiza un mero control formal de la decisión de Podemos y concluye que el partido ha ejercido de forma legítima su potestad disciplinaria porque respeta el procedimiento sancionador establecido en los estatutos y porque resulta razonable actuar contra quien desacata las directrices del partido. Por su parte, la Audiencia Provincial de Álava resuelve la apelación aplicando la doctrina de la STC 226/2016, esto es, realizando un control material de la decisión del partido y concluyendo que la sanción de expulsión resulta desproporcionada.
Así las cosas, Podemos agota la vía ordinaria presentando un recurso de casación en el que alega dos motivos: la observancia del derecho de participación política (art. 23 CE) y, como no podía ser de otro modo, la vulneración de su libertad asociativa (art. 22 CE). El Tribunal Supremo resuelve el recurso respondiendo individualmente a cada una de estas dos alegaciones, lo cual permite deslindar las secuelas que la sanción de expulsión del partido puede llegar a tener para alguien que aúna la condición de representante público (art. 23 CE) y la de afiliado al partido (art. 22 CE, en relación con el art. 6 CE).
Respecto a las implicaciones para el derecho de participación política, Podemos sostiene que la sanción de expulsión es constitucional porque no afectó al núcleo del ejercicio de la función representativa[14], ya que los cuatro demandantes siguieron ostentando sus cargos como procuradores de la Junta General de Álava, obtenidos tras ser elegidos en las listas presentadas por la formación de la que dejaron de formar parte. Lo cierto es que la única consecuencia institucional de la expulsión del partido fue el abandono, a iniciativa de los propios demandantes, del Grupo Juntero de Podemos y su automática incorporación al Grupo Mixto. Esta situación difiere radicalmente de la que en su momento provocó el art. 11.7 de la Ley 39/1978, de 17 de julio, de Elecciones Locales, que disponía el cese en el cargo público representativo si el candidato electo dejaba de pertenecer al partido bajo cuyas siglas había concurrido a los comicios; de hecho, dicho precepto fue declarado inconstitucional por conculcar el mandato representativo en virtud del cual, «una vez elegidos, los representantes no lo son de quienes los votaron, sino de todo el cuerpo electoral, y titulares, por tanto, de una función pública a la que no pueden poner término decisiones de entidades que no son órganos del Estado» (STC 10/1983, de 21 de febrero, FJ 4)[15]. En el caso enjuiciado no resulta de aplicación dicha doctrina porque los derechos y facultades de los procuradores permanecieron indemnes[16]; en consecuencia, el Tribunal Supremo concluye que la actuación del partido demandado no infringió el art. 23 CE, puesto que el derecho de los recurrentes «a permanecer, en condiciones de igualdad y con los requisitos que señalen las leyes, en los cargos o funciones públicas a los que se accedió»[17] no se vio afectado.
Tras estimar la primera alegación de Podemos, la sentencia se adentra en el análisis de la posible infracción de la libertad autoorganizativa del partido, que, como ya sabemos, es la pretensión bajo la que habitualmente se escudan las asociaciones cuando el Poder Judicial revisa y enmienda sus conflictos internos. El Tribunal Supremo advierte de que la doctrina expuesta en la STC 226/2016 permite superar el mero control formal de la potestad sancionadora de los partidos políticos y extender «ese control de la regularidad de la expulsión [...] al análisis material de las causas de expulsión, en particular cuando esas causas pueden entenderse como límites al ejercicio de un derecho fundamental del afiliado en el seno del partido político» (FJ 8). Por tanto, en un caso en el que se ven involucrados los derechos fundamentales de los afiliados y el derecho de asociación de un partido político, ya no cabe ninguna duda: hay que llevar la revisión judicial hasta sus últimas consecuencias y ponderar uno por uno los motivos de la sanción disciplinaria[18].
Atendiendo a lo dispuesto en la Resolución 2017/007 de la Comisión de Garantías Democráticas de Podemos, las conductas infractoras cometidas por los exafiliados fueron, fundamentalmente, tres: las manifestaciones públicas en rueda de prensa explicando el voto en contra y reprobando el posicionamiento adoptado por el partido; la creación y publicación de una plataforma de militantes críticos con la línea oficial del partido, y la desobediencia al acuerdo de abstenerse en la votación de los presupuestos forales de Álava. El órgano sancionador de Podemos determinó que estas actuaciones eran constitutivas de dos faltas muy graves —atentar contra la libre decisión de uno de los órganos decisorios del partido y actuar en el ejercicio de los cargos públicos de forma contraria a los principios del partido— y de otras dos faltas graves —realizar declaraciones públicas en nombre de Podemos que comprometan a la organización sin contar con la autorización del órgano competente y desoír los acuerdos y directrices adoptados por el Consejo Ciudadano Autonómico—. La sanción impuesta como consecuencia de estas infracciones tipificadas en los estatutos fue la inmediata expulsión del partido.
El Tribunal Supremo analiza de manera casi conjunta las declaraciones en la rueda de prensa y la creación de la plataforma de afiliados críticos porque en ambas actuaciones aprecia un conflicto entre la libertad de expresión y la potestad disciplinaria del partido. Los magistrados resuelven esta colisión de derechos fundamentales entendiendo que, en ambos casos, los recurrentes tan solo expresaron públicamente una discrepancia con la dirección, lo cual es un hecho que ni compromete a la organización ni puede ser considerado una deslealtad justificativa de una sanción[19]; por tanto, el partido realizó una represión de la disidencia interna que «es incompatible con el derecho a la libertad de expresión» (FJ 5, apartado 28). Cabe realizar dos observaciones a esta argumentación del Tribunal.
En primer lugar, es muy discutible que se otorgue el mismo tratamiento jurídico a dos conductas cuyas consecuencias para la vida interna del partido resultan tan dispares. La creación de la plataforma de afiliados críticos no puede considerarse una manifestación de la libertad de expresión equiparable a la concesión de una rueda de prensa porque trasciende, con claridad, el ejercicio de ese derecho. Tal y como señala Vírgala Foruria (2015: 245), las corrientes internas o corrientes de opinión «agrupan afiliados que, compartiendo el ideario del partido, mantienen posturas comunes ante determinados temas fundamentales en el posicionamiento de la organización política»: por tanto, aunque evidentemente contribuyen a la expresión del pluralismo interno, son iniciativas de índole asociativa que favorecen la visibilidad, la recognoscibilidad y el fortalecimiento de una oposición organizada y estable dentro del partido, lo que supone una mayor presión para las ejecutivas y un riesgo más alto de fragmentación partidaria. Vetar la creación de estas agrupaciones que únicamente operan en los procesos internos de los partidos no vulnera la libertad de expresión: en todo caso, podría menoscabar los derechos de participación democrática de los afiliados, esto es, la cuarta dimensión del derecho fundamental de asociación política. Pero hay que recordar que esta cuarta dimensión requiere de un desarrollo legal y la LOPP, lamentablemente, no regula nada sobre esta cuestión; es más, los estatutos de Podemos no reconocen la posibilidad de crear corrientes internas, aunque tampoco las prohíben de forma expresa. Así pues, con esta equiparación, el Supremo no solo ignora por completo la diferente naturaleza que reviste esta iniciativa en comparación con las declaraciones en rueda de prensa —lo que demostraría la conveniencia de dar un tratamiento diferenciado a ambas conductas—, sino que utiliza un subterfugio para interferir en la autonomía organizativa del partido sin el suficiente apoyo legal, extralimitándose en su capacidad de control y forzando, a mi juicio, la aplicación del derecho fundamental a la libertad de expresión.
Asimismo, y en segundo lugar, hay que lamentar que la sentencia no desarrolle la jurisprudencia constitucional sobre los límites a la libertad de expresión de los afiliados. Para justificar su decisión, el Supremo emplea expresiones tan ambiguas como que en la actuación de los militantes no existen «otros factores agravantes» o que no se añade «ningún otro matiz que denote deslealtad hacia el partido o grave daño para su imagen pública y su cohesión» (FJ 5, apartados 28 y 29). ¿Cuáles son esos matices o factores agravantes que deben acompañar al ejercicio de la libertad de expresión para poder considerarlo desleal e ilegítimo? La sentencia no lo aclara, de modo que a la hora de ponderar se sigue utilizando un parámetro de lealtad vago, confuso, impreciso: la diferencia respecto a la STC 226/2016 es que, en este caso, dicha indeterminación inclina la balanza a favor del afiliado y no del partido. El Tribunal Supremo podría haber justificado mejor la conformidad constitucional de la crítica emitida en la rueda de prensa apelando no solo a la ausencia de un grave perjuicio objetivo para el partido, sino a la relevancia del cargo institucional desempeñado por los afiliados sancionados y a la necesidad democrática de los ejercicios de rendición de cuentas que obligan a dar explicaciones públicas sobre un asunto tan relevante como el sentido del voto en una sesión parlamentaria —requerimiento que se acentúa aún más, si cabe, cuando se produce un acontecimiento tan poco habitual como es la ruptura de la disciplina de voto—. La ponderación de estas circunstancias evidenciaría que no es admisible que el partido castigue estas muestras de responsabilidad y transparencia institucional por parte de sus miembros. Finalmente, la justificación de la legitimidad de la corriente interna es rotundamente insuficiente, ya que, si mantenemos la tesis del Supremo y defendemos que estamos ante una manifestación de la libertad de expresión de los afiliados —una premisa muy discutible, como he tratado de demostrar más arriba—, resulta incomprensible que la creación de una corriente de opinión no sea considerada como un «factor agravante» de la mera discrepancia pública, capaz de provocar un «grave daño» a la cohesión del partido. En la STC 226/2016 bastaban unas palabras malsonantes publicadas en prensa para considerar que ese grave daño se había producido, pero el Tribunal Supremo ni siquiera entra a valorar como posible factor agravante la constitución de una oposición organizada en el seno del partido. Creo que no hay mejor exponente de la confusión que genera este parámetro de lealtad y de la urgente necesidad de revisarlo.
Las declaraciones en la rueda de prensa y el impulso de una plataforma aglutinadora del sector crítico de Podemos en Álava son dos conductas que, según la sentencia, no deben ser objeto de castigo. No ocurre lo mismo con la tercera y última conducta infractora: desobedecer la decisión de los órganos competentes del partido acerca del sentido del voto en la votación de los presupuestos forales. Los magistrados no albergan ninguna duda en relación con la legitimidad de Podemos para actuar contra los cargos públicos que incumplen las directrices y acuerdos de los órganos decisorios del partido. Contrariamente a lo sucedido con las otras dos conductas de los afiliados, aquí no se castiga la mera expresión de una disensión, sino una actuación llevada a cabo en las instituciones públicas por representantes políticos que infringen la disciplina de voto y, efectivamente, rompen con la coherencia interna del partido[20]. No se puede privar a un afiliado de su derecho a manifestar —con plena libertad a través de los cauces internos y con alguna cautela derivada del deber de lealtad si desea hacerlo públicamente— su desacuerdo con un determinado posicionamiento oficial del partido; pero, desde luego, no puede pasar inadvertida la sublevación en la arena institucional una vez que se ha cerrado el debate interno y el partido ha adoptado un acuerdo válido, porque no acatar ni cumplir dicho acuerdo sí que provoca un perjuicio objetivo al impedir «que el partido político cumpla sus fines, esto es, la traducción de su programa político a normas y acciones de gobierno» (STS 412/2020, FJ 5, apartado 24). La conducta es punible de acuerdo con unas mínimas exigencias de disciplina asociativa y el Supremo no cuestiona su razonabilidad, pero, al tratarse de una «asociación constitucionalmente cualificada», el control judicial debe extenderse también a aspectos materiales como la adecuación de la subsunción y la proporcionalidad de la sanción[21].
El Tribunal Supremo coincide con los demandantes en que su conducta se enmarca dentro de la infracción prevista en el art. 65.5.f de los estatutos de Podemos («desoír los acuerdos y directrices adoptados por la Asamblea Ciudadana, el Consejo Ciudadano o el Círculo de Podemos al que se está afiliado/a»), la cual es una falta grave que está sancionada con la suspensión de militancia entre uno y seis meses y con la inhabilitación para desempeñar cargos en el seno del partido o en representación de este durante seis meses y un año. Es este, a juicio del Tribunal, un castigo que sí resulta proporcional al daño infligido[22]. Argumenta el Supremo que, cuando una conducta está expresamente tipificada como infracción grave —y la cometida por los cuatro exafiliados de Podemos así lo estaba—, no es posible considerarla constitutiva también de otras infracciones más genéricas, como la de atentar contra la libre decisión de uno de los órganos del partido[23]. Por último, los magistrados entienden que la infracción relativa a la actuación en el ejercicio de un cargo público de forma contraria a los principios de Podemos tampoco ha quedado suficientemente demostrada, pues la abstención es una mera decisión estratégica —no ideológica— adoptada por el partido tras una negociación; así pues, no puede considerarse que el voto negativo atente contra los principios generales de Podemos, menos aún si se tiene en cuenta que se trataba del posicionamiento de partida de la formación morada antes de culminar la negociación (FJ 1, apartado 2)[24]. Para reforzar esta conclusión, el Supremo hace referencia a su jurisprudencia más reciente (SSTS 231/2019, de 11 de abril, y 595/2019, de 7 de noviembre), donde la motivación de quienes amenazaron con romper la disciplina de voto —favorecer profesionalmente a un compañero de partido— sí provocó un perjuicio objetivo para la imagen pública de la formación, porque demostraba un espurio compromiso con los principios éticos y políticos del partido, al anteponer los intereses particulares sobre los intereses generales (STS 231/2019, FJ 3, apartado 3).
Como se puede observar, el Tribunal Supremo aplica la jurisprudencia constitucional más reciente y efectúa un control material del acuerdo sancionador para resolver la colisión entre el derecho de asociación y el derecho de los afiliados a su libertad de expresión y a permanecer y participar en el partido. Esta revisión judicial de amplio alcance permite restaurar la libertad de expresión de los demandantes, y aunque el razonamiento empleado por el Supremo presenta notorias deficiencias, consolida un precedente que protege y pone en valor la expresión pública de la discrepancia sobre los asuntos internos de los partidos. Respecto a la ruptura de la disciplina de voto, los magistrados concluyen que la sanción de expulsión no se ajustó a las previsiones estatutarias debido a un incorrecto y abusivo ejercicio de subsunción, por lo que el castigo fue desproporcionado e infringió el derecho de los afiliados a permanecer en el partido y a participar en su actividad y organización. En suma, el Tribunal Supremo intensifica la capacidad de control sobre la potestad disciplinaria de los partidos a partir de su consideración como asociaciones constitucionalmente cualificadas, lo que le permite reparar los derechos vulnerados de los afiliados. Por este motivo, la sentencia constituye un significativo avance en la garantía del mandato constitucional de democracia interna, pero lo cierto es que la ausencia de un adecuado juicio de ponderación que clarifique el alcance del deber de lealtad no permite despejar las dudas sobre la legitimidad de los militantes cuando expresan ad extra el pluralismo interno de la organización a la que libre y voluntariamente pertenecen.
Una de las claves para profundizar en la calidad de nuestro sistema democrático y frenar la crisis de legitimidad que sufren los partidos políticos es procurar la democratización de sus estructuras y dinámicas internas. Esta labor se vuelve factible cuando la entendemos, en palabras de Pasquino (2000: 24-25), como una estrategia consistente «en la multiplicación y potenciación de los instrumentos de control de las instituciones y de contención de los comportamientos desviados, así como en el aumento de los contrapesos disponibles para los ciudadanos democráticos y de las sanciones aplicables a comportamientos no y antidemocráticos». Dicho propósito requiere la puesta en marcha de una serie de transformaciones organizativas que tienen en los afiliados a sus principales beneficiarios, puesto que son ellos la parte más vulnerable de la relación jurídica entablada con el partido, pero, al mismo tiempo, son los únicos que pueden frenar en origen los abusos de poder de las élites. La democracia interna implica proteger y empoderar a los afiliados; por tanto, hablar de democracia interna en los partidos políticos es hablar de las garantías de ejercicio de los derechos fundamentales de sus miembros.
El problema está en que revertir las tendencias oligárquicas y autoritarias que suelen caracterizar el funcionamiento de los partidos supone un esfuerzo contraintuitivo para las propias formaciones políticas, ya que estas son conscientes de que «compiten peor cuando tienen que asumir la pesada carga de un funcionamiento democrático» (Blanco Valdés, 2015: 174); por ello, resulta ingenuo pensar que los partidos políticos, en el marco de una plena libertad autoorganizativa, diseñarán estructuras, procedimientos y espacios en favor de los derechos fundamentales de sus miembros, aunque esto les conduzca a una debacle en las urnas y ponga en peligro su propia supervivencia. He aquí la justificación de lo dispuesto en la parte final del art. 6 CE: aunque a priori sean las propias formaciones políticas las destinatarias de la exigencia de democracia interna, la constitucionalización entraña un mandato dirigido a los poderes públicos, pues solo con su intervención es posible trasladar los principios democráticos al interior de los partidos.
A este respecto ya hemos visto que el legislador español sigue sin aprobar una ley orgánica de partidos políticos que desarrolle de manera pormenorizada los requisitos para garantizar una organización y funcionamiento democráticos[25], lo que le aparta del referente alemán[26] y de la tendencia predominante en Europa, que se posiciona a favor de una creciente normativización de los partidos (Flores Giménez, 2015: 366-368; Morlok, 2015: 199)[27]. Esta actitud de nuestro legislador no nos puede extrañar, pues son los propios partidos los que monopolizan la producción legislativa y dentro del Parlamento siguen sin encontrar incentivos suficientes para fortalecer la democracia interna. Así pues, cuando ni la autonomía privada ni el Poder Legislativo consiguen garantizar la vigencia de los principios democráticos en el seno de las formaciones políticas, el último resquicio para preservar los derechos de los afiliados dentro del partido es el control judicial[28].
En su jurisprudencia más reciente, y al hilo de los sistemas de selección de candidatos, el TEDH ha dictaminado que caben diversos modelos de democracia interna y que los Estados no pueden imponer ninguno en particular porque ello atentaría contra la libertad organizativa de los partidos. Esta postura, que en un primer momento parece decantarse por el principio liberal de no intervención en los asuntos internos de los partidos, es matizada por el propio TEDH a través de la enumeración de una serie de principios —transparencia, participación, representación, responsabilidad y rendición de cuentas— que deben ser ponderados con el derecho de asociación y permiten garantizar los derechos de los afiliados[29]. Así pues, la sentencia respalda el hecho de que los tribunales desempeñen un papel decisivo en la definición de los límites a la omnímoda libertad organizativa de los partidos, supliendo, a través de la ponderación, los vacíos normativos —estatutarios y legislativos— de los que en muchas ocasiones se sirven las formaciones políticas para obviar los principios democráticos y sacrificar los derechos de participación de sus miembros.
Por fortuna, la actual doctrina del Tribunal Constitucional establecida en la STC 226/2016 aboga también por una revisión más exhaustiva de las decisiones de los partidos, apelando a su naturaleza de asociaciones constitucionalmente cualificadas. La jurisprudencia recaída sobre el ejercicio de la potestad disciplinaria ha conseguido trascender el mero control procedimental y de razonabilidad que llevó a cabo el Alto Tribunal en sus primeras sentencias para poner de relieve que, cuando se produce un conflicto entre el derecho de asociación del partido (art. 22 CE) y los derechos fundamentales de sus afiliados (arts. 20.1 y 23 CE), este debe resolverse mediante un juicio de ponderación. Pese a que el Tribunal Constitucional finalmente no llegó a realizar una revisión material de la expulsión y mantuvo intacto el margen de apreciación del partido demandado, su argumentación ha servido para que, con posterioridad, el Tribunal Supremo sí haya podido corregir la desproporcionalidad de un acuerdo sancionador y restaurar los derechos de los afiliados. No cabe duda de que tanto la construcción jurisprudencial del Tribunal Constitucional como su pionera aplicación por parte del Tribunal Supremo contribuyen a dotar de contenido y eficacia al mandato constitucional de democracia interna.
Los casos analizados demuestran que la ausencia de una regulación exhaustiva sobre el funcionamiento de los partidos da lugar a disposiciones estatutarias genéricas y a interpretaciones abusivas que vulneran los derechos de los afiliados. He aquí la importancia de la actuación de un Poder Judicial que, sin menoscabar las libertades asociativas de los partidos, puede contribuir a paliar sus dinámicas autoritarias. No obstante, esta doctrina tiene aún muchas posibilidades de mejora. Es constitucionalmente viable limitar más el margen de apreciación de los partidos exigiendo la constatación de un daño efectivo provocado por la actuación de los afiliados, y si este extremo no se acredita suficientemente, entonces el juicio de ponderación deberá resolver que la conducta en cuestión es una contribución legítima de la militancia al funcionamiento democrático interno en virtud de una suerte de principio pro afiliado que garantice la tutela de sus derechos fundamentales y evite su indefensión. Este nuevo paradigma establecería una relación más armónica entre los valores del pluralismo y la cohesión interna, logrando un equilibrio mucho más consecuente con el mandato contenido en el art. 6 de nuestra Constitución y con las exigencias de rendición de cuentas que propician una representación política de calidad.
Urge blindar mejor la esfera jurídica del afiliado si queremos avanzar hacia una sociedad más participativa en todas sus instancias de representación, que promueva la vocación política en lugar de desalentarla, que no disuada la libertad de crítica, sino que la fomente. Cuando los partidos comprendan que la verdadera cohesión interna a la que todos ellos aspiran solo se logra sabiendo integrar el pluralismo característico de las democracias contemporáneas, dejarán de concebir la relación entre ambos bienes jurídicos como una dicotomía, y quizá entonces consigan restaurar buena parte de su prestigio entre la ya muy desafecta ciudadanía.
[1] |
Agradezco al profesor Víctor J. Vázquez que me pusiera sobre la pista de la jurisprudencia más reciente abordada en este trabajo. Asimismo, doy las gracias al profesor Antonio Porras y a los evaluadores anónimos de la revista por sus valiosas sugerencias. |
[2] |
Estos inconvenientes se pusieron de manifiesto en las primeras décadas de nuestra andadura democrática con el fenómeno del transfuguismo, cuya gravedad fue uno de los factores determinantes para la desaparición y progresiva irrelevancia, respectivamente, de la UCD y del PCE, los partidos más emblemáticos de la transición española. Sobre este asunto y la controvertida jurisprudencia del Tribunal Constitucional al respecto, véase Blanco Valdés (2015: 154-158). |
[3] |
Martín de la Vega (2004: 224) pone el acento en la importancia de no olvidar el previsible castigo electoral que aguarda a cualquier partido que no presente una imagen de inquebrantable unidad: «Se ha dicho que en su funcionamiento interno los partidos o son iglesias o son selvas. De lo que no cabe duda es de que los electores prefieren las iglesias». |
[4] |
Una configuración del deber de lealtad que deriva del elenco de obligaciones de los afiliados formulado por el legislador en el art. 8.5 LOPP. |
[5] |
Son las garantías consagradas en los arts. 24.2 y 25.1 CE, como bien advierte Navarro Méndez (2000: 272). Asimismo, reiterada jurisprudencia sostiene que el ejercicio de la potestad disciplinaria dentro de los partidos no solo debe cumplir con las mínimas condiciones formales exigidas por los estatutos, sino que debe estar presidido por los principios más elementales de las técnicas sancionadoras (Vírgala Foruria, 2015: 270-272). |
[6] |
De esta constatación no debe deducirse que los derechos estatutarios no sean exigibles por los afiliados, o que no vinculen a los órganos del partido ni puedan gozar de protección jurisdiccional. Los estatutos de cualquier asociación son la fuente primaria de su ordenamiento interno y la propia jurisprudencia constitucional reconoce que, ante un conflicto asociativo, las normas aplicables por los órganos judiciales son, «en primer término, las contenidas en los estatutos de la asociación, siempre que no fuesen contrarias a la Constitución y a la ley» (STC 218/1988, FJ 1). |
[7] |
Una autocontención que se acentúa en el caso de los partidos políticos, para los que se trata «de asegurar el máximo de libertad e independencia», garantizando un «menor grado de control y de intervención estatal de los mismos» y preservando «la existencia de un ámbito libre de interferencias […] en la organización y funcionamiento interno» (SSTC 85/1986, de 25 de junio, FJ 2; 56/1995, de 6 de marzo, FJ 3; y 48/2003, de 12 de marzo, FJ 5). |
[8] |
Este criterio de intervención mínima ya encontró oposición en un voto particular disidente de la STC 218/1988, formulado por los magistrados Fernando García-Mon y González- Regueral y Carlos de la Vega Benayas: «Creemos que el control judicial no puede [estar] solo limitado a una revisión formal de la aplicación de los Estatutos o de la observancia de las leyes, sino a la decisión de los conflictos que se provoquen precisamente por aquella aplicación, ya que el aserto de que los integrantes de una asociación, al ingresar, deben saber a qué atenerse a la vista de los Estatutos, que se entiende que aceptan, no implica de suyo que también hayan de aceptar la interpretación y aplicación que de esos Estatutos o reglas hagan los órganos directivos». |
[9] |
Salvador Martínez (2019: 406) precisa que la libertad de expresión sigue siendo un derecho fundamental constitucionalmente reconocido «con independencia de que el legislador establezca esta libertad también como derecho de participación de los afiliados, o de que la establezca el propio partido en sus estatutos». |
[10] |
Sobre la imagen pública como límite a la libertad de expresión, coincido con Pérez-Moneo (2017: 185) en que debe hacerse una interpretación restrictiva cuando se trate de partidos políticos, pues debería incorporarse la doctrina sentada en la STC 79/2014, de 28 de mayo, en cuyo FJ 7 se establece que «los límites permisibles de la crítica son más amplios si se refieren a personas que, por dedicarse a actividades públicas, están expuestos a un más riguroso control de sus actividades y manifestaciones». Ello no obsta para reconocer el valor y la necesidad de proteger la reputación o imagen pública de los partidos, sobre todo desde una perspectiva del derecho de partidos como un derecho de la competencia (Morlok, 2019: 156-157). |
[11] |
Comparto con Pérez-Moneo (2017: 185) y Salvador Martínez (2019: 419) la decepción en cuanto al sentido del fallo y la crítica sobre la pertinencia de acreditar un daño objetivo. La necesidad de ocasionar una lesión efectiva de los intereses del partido para poder limitar la libertad de expresión del afiliado ya fue expuesta con anterioridad por Flores Giménez (1998: 212-214), Navarro Méndez (1999: 312-313) y Vírgala Foruria (2015: 260), y también por Morlok (2019: 156-157) en referencia al caso alemán. Se trata, sin lugar a dudas, de un estándar más garantista con la libertad de expresión de los afiliados, pues, además de la obligación de interpretar los límites a un derecho fundamental de forma restrictiva, Salvador Martínez (2019: 413) subraya que «hay que imaginar supuestos muy excepcionales en los que, jurídicamente, la opinión de un afiliado pueda afectar tan gravemente a la imagen del partido o a su cohesión interna como para impedir que el partido pueda lograr sus fines, entendiendo por ello los fines establecidos constitucionalmente (contribuir a la formación democrática de la voluntad popular y política)». |
[12] |
Así lo advierte el magistrado Pérez de los Cobos en su voto particular, si bien esgrime este argumento con una intencionalidad bien distinta: para defender la conveniencia de mantener la doctrina de la «base razonable» sin matizaciones, esto es, sin realizar ningún juicio de ponderación entre los derechos del afiliado y del partido político, puesto que, desde su punto de vista, dicha ponderación solo tiene cabida para resolver conflictos entre ciudadanos iguales y no entre sujetos jurídicos vinculados por un pacto asociativo (afiliado-partido). |
[13] |
De acuerdo con lo dispuesto en el art. 67 de los vigentes estatutos de Podemos, la Comisión de Garantías de Democráticas es «el órgano imparcial e independiente encargado de velar, en última instancia, por el respeto de los derechos de las personas afiliadas a Podemos y los principios fundamentales y normas de funcionamiento de la organización de acuerdo con lo establecido en la normativa del propio partido». |
[14] |
La consolidada doctrina del Tribunal Constitucional considera que se vulnera el derecho de participación de los representantes políticos cuando se produce una restricción ilegítima de los derechos y facultades que pertenecen al núcleo de su función representativa: participar en las deliberaciones y votar en el pleno, participar en las actividades de control del Gobierno y obtener la información necesaria para ejercer las anteriores funciones (SSTC 38/1999, de 22 de marzo, FJ 2; 107/2001, de 23 de abril, FJ 3; 141/2007, de 18 de junio, FJ 3; 169/2009, de 9 de julio, FJ 2, y 20/2011, de 14 de marzo, FJ 4). |
[15] |
El criterio empleado por el Tribunal Constitucional supone la extensión a las elecciones locales del mandato representativo «con todo lo que de ficción jurídica tiene en el Estado de partidos» (Torres del Moral y López Mira, 1996: 32). Una ficción que se produce en el momento en el que «política y sociológicamente son los partidos los auténticos titulares del mandato electoral, [pero] jurídicamente esa titularidad se atribuye intuitu personae al representante» (Caamaño Domínguez, 1992: 129). Sirvan estas reflexiones para apuntar las contradicciones que genera la prohibición del mandato imperativo en el marco de una democracia partidista: ahondar en ellas excede con creces el propósito de este trabajo. |
[16] |
Con la salvedad de las modulaciones que supone la integración en el Grupo Mixto en lo que atañe, por ejemplo, al ejercicio de cargos en comisiones, a la cuantía de las percepciones económicas y a la reducción de los tiempos de intervención. Cambios, todos ellos, que desde luego no inciden en el núcleo de la función representativa. |
[17] |
Se trata de un contenido implícito del art. 23.2 CE, tal y como reconoce la STC 298/2006, de 23 de octubre, FJ 6. |
[18] |
Un ejercicio de ponderación que «no parta apriorísticamente de la prevalencia de un derecho sobre otro, sino que tenga en cuenta las circunstancias concurrentes y tome en consideración si el ejercicio del derecho fundamental de una parte en el conflicto resulta justificado por su función constitucional y debe prevalecer por tanto sobre el de la otra parte en el conflicto» (STS 412/2020, FJ 5, apartado 23). De este modo, se niega que exista una jerarquía entre los derechos en conflicto y queda corregida la afirmación de la Audiencia Provincial sobre la prevalencia de los derechos de los afiliados frente al derecho de autoorganización asociativa (SAP Álava 548/2019, de 10 de julio, FJ 12). |
[19] |
«Y menos aún de la sanción de expulsión», apostilla el Tribunal Supremo. |
[20] |
Sostiene Holgado González (2017: 51) que la disciplina de voto contradice la prohibición del mandato imperativo, ya que, en una democracia de partidos, esta interdicción va dirigida a las formaciones políticas ante la imposibilidad de los electores para dar instrucciones a los representantes. De conformidad con los arts. 67.2 y 79.3 CE, los parlamentarios gozan de libertad de voto gracias a la indisponibilidad del escaño por el partido o grupo parlamentario; en este sentido, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional entiende que «el cese en el cargo electivo no puede depender de una voluntad ajena a la de los electores y, eventualmente, a la del elegido», porque el derecho de participación en los asuntos públicos corresponde a la ciudadanía, no a los partidos (SSTC 5/1983, de 4 de febrero, FJ 4; 10/1983, de 21 de febrero, FJ 2, y 31/1993, de 26 de enero, FJ 2). Pese a todo, la disciplina de voto es una práctica habitual entre los grupos parlamentarios de una democracia partidista y se sustenta en el hecho de que los partidos ostentan «elementos de control suficientes sobre el diputado de a pie como para llegar a su cuasi-revocación, entendiendo por tal la expulsión del propio grupo, y por supuesto, la negación de cualquier tipo de apoyo futuro en el siguiente proceso electoral», tal y como advierte Porras Nadales (1994: 45). |
[21] |
«El control judicial de la sanción, cuando esta es impugnada ante los tribunales, puede incluir la valoración de la adecuación del acuerdo disciplinario a la previsión estatutaria, tanto en la tipificación de la infracción como en la determinación de la sanción asociada y la proporcionalidad de la misma, porque una sanción desproporcionada afecta ilegítimamente al derecho del asociado a permanecer en la asociación» (STS 412/2020, FJ 5, apartado 25). |
[22] |
Sobre la valoración de la proporcionalidad de la sanción, el Tribunal Supremo vuelve a corregir el criterio empleado por la Audiencia Provincial de Álava y descarta utilizar como referencia el apto. s) del art. 3.2 LOPP —que reserva la expulsión del afiliado al supuesto de sentencia firme condenatoria en el ámbito de la corrupción— para concluir que el castigo a los demandantes fue desproporcionado. El razonamiento de la Audiencia Provincial invade la autonomía organizativa de los partidos, puesto que nada impide castigar con la expulsión otras conductas distintas a los delitos relacionados con la corrupción (STS 412/2020, FJ 5, apartado 20). |
[23] |
Pese a que la sentencia no lo menciona, esta doble punición vulnera el principio general de non bis in idem, que «consiste en la prohibición de que un mismo hecho resulte sancionado más de una vez», y deriva, a su vez, del principio de legalidad consagrado en el art. 25.1 CE, tal y como sostienen Muñoz Conde y García Arán (2019: 98). La Comisión de Garantías Democráticas de Podemos castigó por duplicado a los cuatro exafiliados aplicando de forma simultánea el tipo específico de desobediencia y otra infracción más genérica; sin embargo, lo correcto hubiera sido imputarles únicamente la primera infracción de acuerdo con el principio de especialidad. |
[24] |
Según el Tribunal Supremo, es desmesurado considerar —como así hacía la resolución de la Comisión de Garantías Democráticas— que desobedecer las directrices del partido en cualquier asunto pueda hacer peligrar los «principios» del partido. |
[25] |
Lo cual no deja de ser llamativo si tenemos en cuenta que el apto. b) del art. 10.1 de la LOPP contempla la vulneración continuada, reiterada y grave del requisito de funcionamiento democrático interno como una causa de disolución judicial de un partido político. |
[26] |
Para el análisis sobre la regulación de la democracia interna de los partidos políticos en Alemania y la constatación de su alcance y exhaustividad, me remito al excelente estudio de Fernández Vivas (2013: 477-490). |
[27] |
Asimismo, merecen especial atención por su valor como parámetro de convencionalidad los estudios de la Comisión de Venecia sobre partidos políticos y, en particular, su informe Lineamientos sobre la regulación de los partidos políticos —CDL-AD(2010)024—, donde se recogen una serie de recomendaciones sobre la orientación que han de tener las leyes de partidos en el ámbito del Consejo de Europa. |
[28] |
«La democracia interna sirve para articular intereses y crear el consenso, pero más bien poco para resguardar la integridad de la esfera personal del socio frente a las pretensiones de la organización, sobre todo si esta se encuentra muy burocratizada; para esto último es mucho más efectivo el control judicial» (Ferrer i Riba y Salvador Coderch, 1997: 166, nota 164). |
[29] |
STEDH Yabloko Russian United Democratic Party And Others v. Russia, 2016, párrs. 79-81. Puede encontrarse un examen detallado de la argumentación de esta sentencia en Dueñas Castrillo (2019). |
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