El desafío de la revolución es el resultado de varios encuentros celebrados en la universidad de Zaragoza entre 2015 y 2016. Pedro Rújula y Javier Ramón Solans coordinan y presentan el fruto de este esfuerzo colectivo por impulsar una renovación historiográfica que cuestiona el conocimiento que se tenía hasta ahora de la relación entre contrarrevolución y revolución en el tránsito del Antiguo Régimen hacia la «modernidad». Para compensar el desequilibrio historiográfico —se ha privilegiado el estudio del proceso revolucionario—, este conjunto de artículos propone una nutrida síntesis dedicada a la contrarrevolución.
El libro reúne a veintidós autores de varios países y de distintas generaciones, tanto modernistas como contemporaneístas, que, afortunadamente, navegan más allá de las fronteras académicas y se encuentran en el propósito común e irreverente de reconsiderar los enfoques tradicionales de la contrarrevolución. De la riqueza de estas miradas cruzadas nace un atrayente y sugerente monográfico que apuesta decididamente por un planteamiento abierto en cuanto a sus objetos de análisis. Si bien el espacio principalmente abordado es el sur de Europa —España, Italia y Francia esencialmente, a los que cabría añadir Portugal— también se encuentra incluido el teatro transatlántico. De todos modos, las contribuciones no privilegian necesariamente los enfoques nacionales, sino que hacen variar la distancia focal desde lo local hasta lo transnacional según el tipo de tema. Y es que, en la materia, El desafío de la revolución presenta un amplio abanico de propuestas: abarca el examen de la institución estatal y de la eclesiástica, el rescate de ciertas figuras desconocidas, el análisis de los modos de producción y de circulación de las ideas, así como las herramientas de movilización utilizadas por la contrarrevolución para promocionar su proyecto.
A pesar de las variadas contribuciones, no se pierde en ningún momento la coherencia programática del conjunto, inteligentemente descrita en la introducción que firman los dos coordinadores. Se trata de revertir el «paradigma revolucionario», es decir, el esquema explicativo que describe el tránsito del Antiguo Régimen a la «modernidad» como un proceso ineluctable. Como bien lo demuestra el conjunto del monográfico, este esquema no ha sabido tomar en cuenta la capacidad modernizadora de la contrarrevolución y ha anclado su análisis en una muy reducida lectura que la resumía en un intento desesperado por restablecer un mundo caduco, mero freno ante la triunfante e incontenible progresión del liberalismo, de la razón y de la democracia. Situarla en su presente y quitarle los anacrónicos polvos que la convierten en una corriente llamada a desaparecer y sin capacidad de proyección en el futuro equivale a «rehistoricizar» la contrarrevolución: he aquí el amplio y ambicioso programa. Y es que la labor conlleva la crítica de los principales conceptos hasta ahora manejados como son el de secularización, de «modernidad» y también la idea de instrumentalización, a menudo utilizada para explicar la supuesta irracionalidad y el uso de la violencia por los actores, en especial de las clases populares. Por tanto, la convincente demostración traza el camino para nuevas investigaciones que quieran considerar la capacidad de atracción del proyecto contrarrevolucionario, que no confundan los discursos con los hechos, que devuelvan la voz y el protagonismo a los actores y hagan una lectura social de la politización, que se deshagan de los monolitismos y piensen la indefinición de los grupos sociales y de las ideas. De todo ello viene el título del libro: si la contrarrevolución ha de pensarse como un fenómeno dinámico, es porque tuvo que reinventarse, formular respuestas y concebir nuevos mecanismos frente al novedoso desafío que representaba la revolución. De allí también que el libro se divida en cuatro bloques temáticos, observatorios de la capacidad de respuesta de la contrarrevolución: dos instituciones, la monarquía borbónica y la Iglesia, y dos campos de enfrentamiento, las movilizaciones y las ideas.
La primera parte se interesa por las adaptaciones de las monarquías borbónicas frente a la revolución. En el caso español, aparece claramente su fuerza y arraigo social en los tres momentos que apunta Pedro Rújula: en la guerra de la Convención con el recurso movilizador del «patriotismo borbónico», en el proceso juntista conformado por la organización estamental del Antiguo Régimen y en la restauración absolutista de Fernando VII en 1814. Sin embargo, después del golpe de Estado fernandino y desde la perspectiva de la gestión de la Hacienda, Jean-Philippe Luis pone al día las contradicciones y las dificultades del realismo y de sus concepciones económicas para enfrentarse a la situación presupuestaria catastrófica del Estado. Las dos otras contribuciones de esta parte descentran la mirada. Desde el espacio atlántico hispanoamericano, Ivana Frasquet reflexiona en torno a la superposición entre revolución e independencia en las dos primeras décadas del siglo xix. La confusión entre los dos términos, mantenida por las historiografías nacionalistas iberoamericanas, merece ser cuestionada. De ahí que la autora busque la revolución escondida detrás de las independencias (y viceversa) y saque a la luz las hibridaciones que no se cumplieron: bien se hubiera podido producir una independencia sin revolución (proyecto contrarrevolucionario) o bien una revolución sin independencia (proyecto del constitucionalismo gaditano). En el Reino borbónico de las Dos Sicilias, Silvia Sonetti analiza la rapidez con la que se desvaneció el proyecto alternativo al Risorgimento que proponía el legitimismo. A pesar de su fuerte arraigo mantenido hasta los años 1850, el encadenamiento de la guerra y los errores de Fernando II precipitaron su fin, pero no el de la monarquía.
Los procesos de politización han sido tradicionalmente reservados para los estudios sobre la revolución, negándole a la contrarrevolución cualquier implicación en el asunto. La segunda parte propone demostrar que, al contrario, participó plenamente en los procesos de movilizaciones políticas y que el catolicismo no constituía su única base ideológica. El caso de los voluntarios realistas madrileños de la segunda restauración fernandina resulta elocuente al respecto. En un fino estudio a partir de los partes de agentes secretos de la policía, Álvaro París recalca la politización de la clase popular que incorpora estos cuerpos y los elementos de sincretismo entre su cultura y el realismo. De sincretismo ideológico también se trata con la figura de Pablo Ulibarri (1774-1847), un herrador que Andoni Artola, Javier Esteban Ochoa de Eribe y Koldo Ulibarri rescatan del olvido. Este personaje de clase intermedia, glorificador de la pureza lingüística vascuence, revela en sus escritos una cosmovisión particular que se inspira tanto en el tubalismo como en la mitología foral vasca y en la historia sagrada. Que el catolicismo no lo es todo también lo evidencia el intento de crear un cuerpo de voluntarios españoles para defender el poder temporal del papa Pío IX. Gregorio Alonso insiste en los elementos geográficos y sociales para explicar cómo, a pesar de las buenas pagas que ofrecía el papado, su intento acabó en un fracaso. Sin lugar a duda, la movilización de la «internacional blanca» fue más allá. Insertando su nacimiento en la historia de las circulaciones transnacionales de las élites desde el Antiguo Régimen, Alexandre Dupont señala la irrupción de lo político en las mismas y sus evoluciones en la segunda mitad del siglo xix. A pesar de las aparentes paradojas que suponía el internacionalismo para la contrarrevolución, su proyecto involucionista acabó fomentando una cultura política cosmopolita. En su aportación dedicada a la resistencia armada de los legitimistas napolitanos al finalizar el Reino de las Dos Sicilias, Carmine Pinto se interesa por la construcción de una cultura política vinculada a este internacionalismo contrarrevolucionario. En un intento por recuperar el trono de Francisco II y frente a las vicisitudes que el proyecto acarreó, un patriotismo borbónico se consolidó y algunos de sus rasgos han llegado hasta hoy. Después de la lectura de esta parte, queda acreditado que la contrarrevolución participó en los procesos de movilización política y que, además, afectaron tanto a las clases populares como a las élites. En cuanto a su relación con el proceso de nacionalización, se desprende la sugerente idea de que la politización de las masas no consistió en una mera «superación» de la conciencia local por el ámbito nacional sino que emprendió múltiples vías.
El tercer bloque del libro se adentra en los complejos mecanismos de circulación de las ideas y de formación de la opinión pública. Carolina Armenteros repasa las visiones del siglo xvii de varios pensadores monárquicos francófonos (Maistre, Chateaubriand, Montlosier, Saint-Victor, Robert de Lezardière) y establece que no fueron absolutistas en el sentido más clásico de la palabra puesto que hicieron en parte responsable al absolutismo del estallido de la revolución. Centrando su atención en el Nuevo vocabulario filosófico-democrático (1799), un irónico estudio pensado como un antídoto contra la corrupción de las palabras y la resemantización provocada por la revolución, el capítulo de Gonzalo Capellán de Miguel se adentra en la «guerra de diccionarios» que libraron liberales y contrarrevolucionarios. En lo que se refiere a la batalla por la formación de la opinión pública, el Cádiz de las Cortes (1810-1813) constituye uno de los primeros escenarios de confrontación entre el periodismo liberal y el periodismo reaccionario. Y es donde el marqués de Villaplanés, el personaje que estudia Fernando Durán López, elabora un primer contradiscurso que responde a las publicaciones liberales. Gonzalo Butrón Prida destaca otro momento en el que herederos del marqués utilizaron la herramienta de la prensa para defender sus ideas: en el momento crucial del avance de los Cien Mil Hijos de San Luis (verano de 1823), el periódico ultrabsolutista El Restaurador ejerció una fuerte presión contra toda posible negociación entre los franceses y los liberales. El teatro también libró su propia batalla: tras el primer retorno del absolutismo y desaparecido el teatro patriótico, el teatro cortesano celebró la Restauración escenificando una suerte de paralización de la historia, según explica Marie Salgues. Antonio de Francesco finaliza el recorrido por los terrenos de batallas de las ideas con el estudio de una tardía expresión del tradicionalismo francés. Brochures populaires sur la Révolution française (1875-1883) fue una revista de divulgación histórica que utilizó las herramientas de la historia positivista para asentar su propuesta historiográfica y cuyo éxito confirma el mantenimiento de una amplia resistencia de tipo contrarrevolucionario al régimen de la III República.
La última parte del libro reflexiona en torno a la relación aparentemente paradójica entre la «modernidad» y el catolicismo. Daniele Menozzi investiga sobre las posiciones oficiales de la Iglesia durante los papados de Pío IX y León XIII y forja el concepto de «modernación» para subrayar que su cultura intransigente no se oponía a los instrumentos y las técnicas del mundo moderno (modernización), sino a sus valores (modernidad). También profundiza en la exploración conceptual Roberto Di Stefano al repensar la secularización como un proceso de recomposición de lo religioso que emprendió varias vías, todas ellas modernizadoras. El caso argentino aparece entonces como una propuesta de conciliación entre las mismas (galicanismo, liberalismo y ultramontanismo). Antonio Calvo Maturana confirma con la figura del clérigo franciscano Sebastián Sánchez Sabino, firme defensor del Antiguo Régimen, pero también de la libertad de imprenta, que el estudio de trayectorias individuales es muy valioso para diluir las asignaciones políticas demasiado evidentes. En la última contribución, Raúl Mínguez Blasco propone redefinir la idea de feminización de la Iglesia desde la perspectiva de género. El concepto no tiene por qué reducirse a las evoluciones de la práctica religiosa y a la estrategia de la Iglesia para luchar contra la secularización. Fue sobre todo un discurso en el que la Iglesia se representó a sí misma con los rasgos de una mujer idealizada.
Las expectativas de esta obra llamada a ser un referente se cumplen con creces. La modernización de la contrarrevolución queda plenamente demostrada. Además, la clara inflexión historiográfica que opera el libro abre camino a una revisión más amplia sobre la relación dialéctica entre el liberalismo y la contrarrevolución y sobre la dinámica de cambio/equilibrio que ha marcado hasta ahora nuestra visión del siglo xix. Se está dibujando un mapa historiográfico renovado. En él, cabrá a lo mejor precisar el terminus ad quem de la contrarrevolución.