RESUMEN

El siguiente trabajo analiza los acuerdos de paz suscritos en Colombia, primero con los grupos paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), en 2005, y después con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), en 2016. Lo anterior, para hacer especial énfasis en los diferentes marcos de justicia transicional que ofrece cada uno de los procesos. Tras una revisión teórica se proponen cuatro aspectos que abordar para comparar cada contexto: a) el papel de la comunidad internacional; b) las relaciones de poder entre actores; c) la concurrencia de una agenda política de negociación, y d) la participación de la sociedad civil en el proceso. Esto se suma a un conjunto de veinte variables que van desde la naturaleza de las sanciones o las sentencias condenatorias hasta la participación de la ciudadanía, el tipo de reconocimiento de la responsabilidad o aspectos como la duración o el presupuesto. Así, aunque en la Ley de Justicia y Paz (2005) se aprecian estándares mínimos de justicia transicional, es el Acuerdo con las FARC-EP en donde existe un compromiso mayor para con la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición.

Palabras clave: Acuerdo de Paz; Autodefensas Unidas de Colombia; Colombia; FARC-EP; Ley de Justicia y Paz; justicia transicional.

ABSTRACT

The following paper analyzes the peace agreements signed in Colombia, first with the paramilitary groups of the United Self-Defense Forces of Colombia (AUC), in 2005, and later, with the Revolutionary Armed Forces of Colombia-People’s Army (FARC-EP), in 2016. The foregoing, to place special emphasis on the different transitional justice frameworks offered by each of the processes. After a theoretical review, four aspects are proposed to address in order to compare each context: a) the role of the international community; b) power relations between actors; c) the concurrence of a political negotiating agenda; and d) the participation of civil society in the process. This is added to a set of twenty variables that range from the nature of the sanctions or convictions, to the participation of citizens, the type of acknowledgment of responsibility or aspects such as duration or budget. Thus, although the Justice and Peace Law (2005) contains minimum standards of transitional justice, it is the Agreement with the FARC-EP where there is a greater commitment to truth, justice, reparation and non-repetition.

Keywords: Peace Agreement; United Self-Defense Forces of Colombia; Colombia; FARC-EP; Justice and Peace Law; transitional justice.

Cómo citar este artículo / Citation: Espinosa-Díaz, C. y Ríos, J. (2022). La paz con los grupos paramilitares y las FARC-EP: diferencias entre dos procesos transicionales en Colombia (2005-‍2016). Revista de Estudios Políticos, 196, 193-‍224. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/rep.196.07

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. MARCO TEÓRICO
  5. III. EL CONTEXTO Y LA NEGOCIACIÓN CON LAS AUC
  6. IV. EL CONTEXTO Y LA NEGOCIACIÓN DEL GOBIERNO DE JUAN MANUEL SANTOS CON LAS FARC-EP
  7. V. DIFERENCIAS ENTRE LOS ACUERDOS CON LAS AUC Y LAS FARC-EP
    1. 1. Duración del proceso
    2. 2. Justicia: investigación y procesamiento
    3. 3. Sanciones
    4. 4. Amnistías e indultos
    5. 5. Aplicación de la justicia
    6. 6. Extradición
    7. 7. Sentencias
    8. 8. Presupuesto
    9. 9. Reconocimiento de víctimas
    10. 10. Verdad, verdad extrajudicial y reconocimiento de responsabilidades
  8. VI. PARTICIPACIÓN POLÍTICA
    1. 1. Participación de las víctimas en el proceso de diálogo
    2. 2. Participación de las fuerzas militares
    3. 3. Participación ciudadana
    4. 4. Cese de hostilidades
    5. 5. Refrendo y legalización de los acuerdos
    6. 6. Arquitectura institucional ex novo
    7. 7. Acompañamiento internacional
    8. 8. Desmovilización y reintegración
    9. 9. Armas y bienes entregados
  9. VII. DISCUSIÓN
  10. VIII. CONCLUSIONES
  11. NOTAS
  12. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

En la década que transcurre en Colombia entre 2005 y 2016 tienen lugar los dos procesos de desmovilización más numerosos respecto de actores armados del conflicto interno. Primero, con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), en el marco de la Ley de Justicia y Paz, Ley 975 de 2005. Después, con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), gracias al Acuerdo de Paz suscrito con el gobierno de Juan Manuel Santos en noviembre de 2016.

Estos dos acontecimientos, por sus implicaciones, merecen ser analizados en conjunto, al menos por tres razones. Primero, por la incorporación de mecanismos transicionales de justicia que difieren de los mecanismos punitivos ordinarios (‍Pizarro, 2017). En segundo lugar, porque su mirada comparada permite escapar de reduccionismos sectarios entre quienes se posicionan de uno u otro lado. Finalmente, porque al desarrollarse en momentos muy diferentes es posible observar diversas estrategias implementadas por el Estado colombiano para la terminación del conflicto armado (‍López, 2016).

La desmovilización paramilitar y la de la guerrilla muestran que las medidas de justicia transicional dependen de factores altamente relacionados con el grado de responsabilidad, participación o afectación a los derechos humanos (DDHH) y al derecho internacional humanitario (DIH) durante la prolongación de la violencia. Como reconoce el Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame (‍2017), se trata de elementos que devienen a la vez indisociables en todo proceso de paz, si bien son «normalidades» que no quedan exentas de tensiones. Esto se ha podido comprobar con el caso de las FARC-EP en Colombia, en donde la justicia transicional ha sido uno de los principales elementos de contienda política, por entenderse que se trata de un tipo de beneficio que colinda con la impunidad (‍Melamed, 2017; ‍Basset, 2018).

La pregunta de partida desde la que se construye este trabajo es la siguiente: ¿cuáles son las similitudes y diferencias que concurren, en términos de justicia transicional, en los marcos normativos que permitieron la desmovilización tanto paramilitar como de las FARC-EP? La hipótesis de partida pasa por entender que en el segundo de los procesos de paz existe un mayor compromiso con los derechos de verdad, justicia, reparación y no repetición. Empero, para entender el alcance y significado de cada experiencia es imprescindible analizar cuatro aspectos fundamentales.

Primero, debe destacarse la importancia de la diferente condición internacional en cada caso. La Ley de Justicia y Paz, que permitió la desmovilización de las AUC, tuvo lugar en un momento de prevalencia de la agenda securitaria posterior a los atentados del 11 de septiembre de 2001, bajo una marcada influencia de Estados Unidos. Todo muy diferente a lo que sucedió con las FARC-EP, en donde hubo un gran respaldo de la comunidad internacional, especialmente, de actores altamente comprometidos con los DDHH, como la Corte Penal Internacional, las Naciones Unidas o la Unión Europea, además de otros muchos Estados de la región latinoamericana.

En segundo lugar, se reconoce la importancia de observar la dimensión estrictamente nacional y las relaciones de poder entre los actores violentos y el Estado. Mientras que entre este último y el paramilitarismo hubo elementos puntuales de concomitancia ante un enemigo común como era la guerrilla, en el caso de las FARC-EP existe una razón evidente de enemistad alimentada durante décadas. Es decir, esta circunstancia se entiende como fundamental para entender el grado de concesiones de parte del Estado, las exigencias reparadoras de los actores violetos y el nivel de taxatividad sobre los intercambios cooperativos que acompañaron a cada momento de desmovilización.

Una tercera cuestión tiene que ver con la dimensión política que entiende la necesidad de un desarrollo normativo exprofeso que intervenga sobre los factores estructurales, institucionales y territoriales que soportaron la violencia. A tal efecto, mientras que en la experiencia paramilitar hubo un planteamiento minimalista, centrado en la mera desaparición del actor armado, en el caso de las FARC-EP concurre un planteamiento maximalista, más complejo y ambicioso en sus términos.

Finalmente, resulta imprescindible prestar atención a la posición de la sociedad civil en relación con estos instrumentos normativos. Esto es así porque incide en el resultado final, dado que no es igual la situación de favorabilidad que acompañó al desmantelamiento paramilitar que la coyuntura de polaridad y encono que se mantuvo durante el proceso de diálogo con la guerrilla, especialmente, en sus últimos años.

Para cumplir con lo anterior se identifican hasta veinte diferencias sustanciales, que abordan, problematizan y analizan aspectos y dimensiones que sustantivan el grado de complejidad y sofisticación de los instrumentos de justicia transicional que cada acuerdo de paz propone. Se analizan como variables a considerar la duración del proceso, los mecanismos de esclarecimiento e investigación, la naturaleza de las sanciones y los beneficios procesales en forma de posibles amnistías o indultos. Igualmente, se atiende a la aplicación de la justicia, la concurrencia de mecanismos de extradición y el carácter de las sentencias. Además, entre las variables de análisis se incorporan el presupuesto, el tipo de reconocimiento a las víctimas y el papel que se otorga al reconocimiento de responsabilidades. Esto es complementado con otros aspectos como la posibilidad de participar políticamente, el protagonismo de las víctimas, la participación ciudadana y de las fuerzas militares o la existencia de un cese de las hostilidades. Finalmente, se atiende a la existencia de mecanismos de refrendación, la arquitectura institucional concurrente, el papel de la comunidad internacional, el alcance de la desmovilización y el nivel de compromiso conforme a la entrega de bienes propiedad del grupo armado.

A tal efecto, se recurre a una metodología cualitativa, cuyas fuentes primarias de referencias son los Acuerdos de Santa Fe de Ralito en 2001 y de Fátima en 2004 con las AUC, además de la referida Ley de Justicia y Paz de 2005. Con las FARC-EP la norma de referencia es el Acuerdo Final del Teatro Colón, firmado el 24 de noviembre de 2016. Igualmente, este trabajo se sirve de una profunda revisión bibliográfica que, abordada de forma exhaustiva y sistemática, permite elaborar diferentes categorías de análisis. A ello se suma una profunda revisión de sentencias, leyes, decretos y directivas que guardan relación con el marco transicional. Por último, se recurre a relatos provenientes de algunas entrevistas en profundidad realizadas con actores clave de la violencia en Colombia, a efectos de ilustrar algunos argumentos o consideraciones expuestas. Tal es el caso de Álvaro Uribe (presidente de Colombia entre 2002 y 2010); Edwar Cobos, alias Diego Vecino (comandante paramilitar del Bloque Héroes de Montes de María de las AUC); Freddy Rendón, alias el Alemán (comandante paramilitar del Bloque Élmer Cardenas de las AUC); Luciano Marín Arango, alias Iván Márquez (comandante del Bloque Caribe de las FARC-EP y jefe del equipo negociador en La Habana); Elda Neyis Mosquera, alias Karina (comandante del Frente 47 de las FARC-EP), y Sergio Jaramillo (Alto Comisionado de Paz bajo el Gobierno de Juan Manuel Santos).

El artículo se organiza en cuatro partes claramente diferenciadas. Primero se realiza una caracterización, en clave nacional e internacional, del momento y las relaciones de poder en que transcurren y se enmarcan los dos procesos transicionales objeto de estudio. Seguidamente, se procede con un planteamiento que llega a diferenciar hasta una veintena de aspectos entre el proceso desarrollado con las AUC y con las FARC-EP. Finalmente, a modo de discusión, se presenta un análisis de los componentes que caracterizan las negociaciones y acuerdos con ambos grupos, los cuales se acompañan, a modo de corolario, de unas conclusiones con las que ofrecer nuevas perspectivas para el estudio de la justicia transicional en Colombia.

II. MARCO TEÓRICO[Subir]

Durante las últimas tres décadas, aproximadamente la mitad de los países del mundo han aplicado medidas que podrían considerarse como de justicia transicional (‍Stan y Nedelsky, 2013), la mayoría de ellas relacionadas con cambios de régimen a nivel mundial, desde el proceso de democratización en América Latina hasta los tribunales ad hoc en la antigua Yugoslavia y Ruanda (‍Peskin, 2008).

Para el análisis que se propone desde las siguientes páginas, la justicia transicional se entiende simultáneamente como un concepto y como un proceso (‍Mihr, 2017) que abarca una serie de instrumentos judiciales y no judiciales (‍Naciones Unidas, 2010) y que son diseñados para afrontar atrocidades y masivas violaciones a los derechos humanos —generalmente, producto de un cambio de régimen o de un conflicto violento (‍de Greiff, 2006)—. Los dispositivos legales, políticos y culturales pueden acelerar, fortalecer o debilitar los procesos de cambio o de consolidación de la nueva democracia (‍Mihr, 2017), a la vez que deslegitiman el sistema político anterior (‍Teitel, 2014), contribuyendo al restablecimiento del Estado de derecho (‍McAdams, 1997). Desde una mirada legal, la justicia transicional se ha apoyado en los derechos a la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición (‍Naciones Unidas, 2010) como elementos nucleares para establecer los cimientos sobre los que debe reposar un proceso de construcción de paz y de reconciliación pleno.

Generalmente, es necesario destacar cómo la justicia transicional siempre está más orientada a mirar hacia el futuro que hacia el pasado (‍Skaar, 2018), lo cual contribuye, aunque no automáticamente, a la construcción de confianza en las instituciones (‍Hayner, 2002), entre sociedades divididas, excombatientes, enemigos y grupos étnicos, lingüísticos o religiosos (‍Minow, 1999).

De otro lado, las medidas de justicia transicional pueden ser aplicadas en contextos no transicionales como Colombia, en donde la democracia está consolidada. Así, estas medidas abarcan crímenes cometidos décadas atrás y buscan complementar un proceso tardío de transición frente a procesos complejos de violencia política (‍Collins, 2011). Esta dinámica postransicional se puede encontrar, por ejemplo, en el caso argentino a partir del proceso contra la antigua Junta Militar entre 2007 y 2017, casi veinticinco años después del final de la dictadura.

Como tercera posibilidad existe una justicia exotransicional, la cual se aplica en períodos que no tienen ninguna relación con un momento de transición (‍Daviaud, 2010). Una muestra de ello es la recién inaugurada Comisión de Reparaciones creada en el estado de California en los Estados Unidos, cuyo mandato es estudiar los daños de la esclavitud y del racismo sistémico. Este tipo de justicia transicional no guarda una conexidad directa con un proceso de democratización o de búsqueda de paz, sino que se insertan en dinámicas de cambio social sin verdadera transición. Ahora bien, es válido aclarar que todo proceso de justicia transicional debe ser entendido como polémico y polisémico, de modo que hasta la fecha ninguno ha logrado satisfacer en su totalidad las expectativas de las partes involucradas (‍Hamber, 2002).

Por último, conviene añadir cómo diversos autores se han preocupado por desarrollar una teoría de la justicia transicional en términos de teoría política, tal y como sucede con Caney (‍2006), Dube (‍2011), Grodsky (‍2009), Rincón (‍2010), Hansen (‍2011) o Winter (‍2013). Todos ellos se basan en hechos, datos, mediciones y estudios de caso, y tienen en común el concepto de la justicia planteado por Rawls (‍1971)[2]. En cuanto a los estudios históricos, Elster (‍2004) identifica los antecedentes más remotos de la justicia transicional en los juicios y las purgas acaecidos durante las revueltas políticas en Atenas hace más de dos mil años, toda vez que De Greiff (‍2006) se enfoca en el desarrollo del concepto en el tiempo, y Teitel (‍2003) elabora una genealogía de la justicia transicional a partir del proceso de Nuremberg.

En cuanto al caso colombiano, son varios los académicos que lo clasifican como un proceso de justicia transicional sin transición (‍Uprimny Yepes et al., 2006). En el marco de su particular violencia interna se han aplicado diversos dispositivos con el propósito de lograr su definitiva desactivación. Así ha sucedido con la Ley de Justicia y Paz de 2005, que permitió la desmovilización de las diversas estructuras paramilitares, y con el Acuerdo de Paz de 2016 con las FARC-EP. Dos marcos normativos que ocuparán las siguientes páginas y que evidencian una profunda innovación legislativa (‍Romero, 2021), además de una evolución constante en la búsqueda por responder a los diversos dilemas y desafíos que dificultan la consolidación de una paz estable y duradera en Colombia (‍Gutiérrez, 2021).

En cualquier caso, en Colombia ya hubo experiencias previas para favorecer la negociación y el desarme de las guerrillas y de los grupos paramilitares, especialmente a finales de los noventa y principios del nuevo milenio (‍García-Godos y Andreas, 2010). Sin embargo, Rúa (‍2015) sostiene que solo se puede hablar de justicia transicional en Colombia a partir del año 2005, habida cuenta de que con la Ley de Justicia y Paz se establecen los primeros estándares mínimos de protección y satisfacción para los derechos de las víctimas. No obstante, otros como García Jaramillo (‍2017) entienden que con la Constitución de 1991, surgida tras la desmovilización de varios grupos armados, ya existe un marco transicional. Algo que, incluso, puede retrotraerse varias décadas atrás con motivo de las primigenias comisiones de investigación para el esclarecimiento de la violencia y su superación (‍Jaramillo, 2014).

III. EL CONTEXTO Y LA NEGOCIACIÓN CON LAS AUC [Subir]

Aunque el fenómeno paramilitar surge a finales de la década de los setenta (‍Medina, 1990), su actor de referencia desde abril de 1997 son las conocidas AUC, herederas de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), conformadas entre 1993 y 1994. Con especial arraigo en el Magdalena Medio, la región Caribe y el departamento de Antioquia, las AUC, con la familia Castaño al frente, se erigen como actor nuclear de la violencia gracias a su presencia en casi doscientos municipios y un grueso de efectivos que llega a superar ampliamente los diez mil integrantes (‍Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013; ‍Ríos, 2021a).

Hablar de estos grupos paramilitares, en realidad supone hacer referencia a un instrumento contrainsurgente, armado e irregular (‍Franco, 2002) que involucraba directamente a la población civil (‍Cubides, 1998) y que desde la década de los ochenta se nutrió de ingentes fuentes de financiación ilícita (‍Palacio y Rojas, 1990; ‍Romero, 2003), además de la cooptación de elites locales y regionales con las que compartían como enemigo común a las guerrillas (‍Centro Nacional de Memoria Histórica, 2012).

Tales AUC funcionaron, hasta 2005, en paralelo con la lucha contrainsurgente desplegada por la política de seguridad democrática (PSD) del presidente Álvaro Uribe, debilitando especialmente la presencia de las FARC-EP y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en algunos de sus enclaves con mayor arraigo e influencia (‍Ríos, 2021a). Una PSD que, además, fue desarrollada desde un marco de total oposición a las guerrillas, dada la negación por parte del mismo presidente Álvaro Uribe de que en Colombia existiera en realidad un conflicto armado, tal y como expresa de la siguiente manera:

Yo nunca hablé ni utilicé la palabra conflicto. La palabra conflicto aplica a la disputa entre insurgencias y dictaduras. Entre guerrillas y sistemas no democráticos. En Colombia siempre ha habido una democracia sólida, desafiada por grupos que terminaron reducidos a narcoterrorismo. Tampoco he utilizado nunca el concepto de guerra porque el problema nuestro en Colombia, era un problema de orden público. Nosotros lo que teníamos que hacer era garantizar seguridad y velar por un cumplimiento con el ciudadano. Esto se hizo con base en tres ejes: seguridad, inversión y política social (entrevista personal. Expresidente de Colombia. Bogotá, junio de 2015).

Es decir, para el uribismo se parte de la premisa de que el problema colombiano es más bien producto del narcoterrorismo (‍Gaviria, 2005), de modo que se difuminan decididamente las normas que regulan la guerra en relación con los DDHH y el DIH, y quedan legitimados todos los excesos con el fin de derrotar militarmente al enemigo[3]. Un contexto, además, que se encuentra favorecido por el cambio en el código geopolítico de Washington y la afectación al orden global de la lucha contra el terrorismo (war on terrorism) que se desarrolla tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en el World Trade Center (‍Cairo, 2018). Aspectos a los que, además, cabía añadir unas muy tensas relaciones diplomáticas con Venezuela, Ecuador e, incluso, Cuba (‍Pizarro, 2017).

Bajo esta tesitura transcurren los sucesivos diálogos con los grupos paramilitares, coadyuvados, si cabe más, por diferentes cuestiones. La connivencia entre estos grupos y la fuerza pública permitió reducir muy sustancialmente la presencia guerrillera en algunos enclaves, de manera que, siendo ese el principal propósito para su sustento de parte del Gobierno, su continuidad, una vez fortalecido el Estado en su dimensión estrictamente militar, pasaba a resultar tan desfavorable como poco deseada (‍Ríos, 2021a). Asimismo, Estados Unidos había incluido a las AUC en las circulares de grupos terroristas, solicitando incluso la extradición de sus dos principales líderes, como era el caso de Carlos Castaño y Salvatore Mancuso. Por si fuera poco, Colombia, en 2002, había ratificado el Estatuto de Roma, de manera que resultaba posible que algunos de los comandantes pudieran terminar siendo juzgados por la Corte Penal Internacional, algo que el uribismo estaba dispuesto a evitar a toda costa.

No se puede pasar por alto que durante su primer gobierno (2002-‍2006), y como después quedó destapado a tenor del escándalo de la parapolítica, las AUC mantuvieron excelentes relaciones con buena parte del Congreso (‍Ronderos, 2014) y del alto mando militar (‍Ruiz, 2014). Es decir, era de esperar que toda interlocución fuese más sencilla que en cualquier otro tiempo pasado, aunque siempre considerada en términos más políticos que militares, como denotan las siguientes palabras del jefe paramilitar de las AUC, Edwar Cobos, alias Diego Vecino:

A pesar de todo, lo nuestro era un proyecto político. Vencimos. Tomamos el territorio. Lo consolidamos e implantamos nuestro modelo de Estado bajo el poder de las armas. Nos hicimos con Sucre. Dos gobernadores, dos alcaldes de su capital y 17 de 26 municipios eran nuestros. Ese era mi proyecto político e ideológico. Un modelo de Estado que explicaría que el 90% de los congresistas que fueron judicializados por la parapolítica fueran de Sucre. Mientras que «Cadena» era el responsable militar, yo dirigía todo un proyecto político que encuentra en Sucre el mejor ejemplo de qué querían ser las AUC. Un proyecto con confrontación militar pero un proyecto político (entrevista personal. Excomandante del Bloque Héroes de Montes de María de las AUC. Cárcel de La Picota, Bogotá. Mayo de 2015).

A pesar de estas circunstancias, la voluntad del Gobierno de Álvaro Uribe era proponer una suerte de diálogo exprés, tal y como muestra la omisión de las normas provenientes del DIH, o la aceptación de un cese de las hostilidades que nunca se cumplió. De la misma forma, se tramitó una ley con penas alternativas que llegaba a ofrecer beneficios importantes siempre que se asumiera un proceso condicionado de desarme, hasta el punto de obviarse cualquier magnitud con respecto a los crímenes cometidos incluso antes de negociar (‍Pizarro, 2017).

En realidad, lo anterior no prosperó, aunque no por ello cesaron los intereses por obtener un marco favorable de desmovilización. Sin embargo, esto se realizaba bajo difíciles circunstancias, pues la violencia paramilitar seguía vigente en forma de masacres y asesinatos a la población civil, desplazamiento forzado masivo y despojo sistemático de tierras en aquellos enclaves en donde su proyecto criminal se había consolidado (‍Centro Nacional de Memoria Histórica, 2012). Una dificultad añadida al diálogo reposaba en las confrontaciones al interior del paramilitarismo, lo cual dejó consigo muertes importantes como la del mismo Carlos Castaño, Carlos García Fernández Doble Cero o Miguel Arroyave, además de la venta de las franquicias paramilitares a grupos narcotraficantes para evitar con ello ser extraditados a Estados Unidos. Por último, no se puede pasar por alto que, incluso, algunos comandantes como el citado Castaño, Ramón Isaza o Iván Roberto Duque Ernesto Báez llegaron a comparecer públicamente en el Congreso a efectos de reivindicar y defender la «contribución» que había realizado el paramilitarismo para la consecución de la «paz» en Colombia.

Tras todo lo expuesto finalmente entra en vigor la Ley 782 de 2002, la cual permite al mismo Álvaro Uribe negociar tanto con los grupos paramilitares como con las guerrillas. No obstante, había una particularidad frente a los procesos realizados desde los años ochenta, y era que en este caso no resultaba necesario demostrar el carácter político de los grupos armados y se cerraba cualquier posible interlocución con grupos pertenecientes al crimen organizado y cárteles narcotraficantes. El Gobierno designó como Alto Comisionado de Paz a Luis Carlos Restrepo, para así liderar la interlocución con las distintas formaciones paramilitares. A tal efecto, el 23 de diciembre de 2002 se creó una Comisión Exploratoria cuyo cometido era el de adelantar diálogos preliminares en compañía de los obispos de Apartadó y Montería, la diócesis de Sonsón-Rionegro y la Organización de Estados Americanos (OEA), la cual constituyó el 23 de enero de 2004 la Misión de Apoyo al Proceso de Paz (MAPP).

Desde el inicio de estos diálogos se observaron importantes avances formales. Varios jefes paramilitares suscribieron actas de compromiso con esta primera negociación exploratoria, condicionando incluso su propia posición de comandantes (‍Oficina del Alto Comisionado para la Paz, 2006). Dados estos acontecimientos, y acogiendo las recomendaciones propuestas por la Comisión Exploratoria el 25 de junio de 2003, se firma el conocido Acuerdo de Santa Fe de Ralito, en el que el Alto Comisionado de Paz y los responsables de las AUC firman el 15 de julio de 2003 un compromiso con el que iniciar un proceso de negociación formal.

Si bien algunos comandantes de estructuras paramilitares no lo hicieron, con el paso de los meses diferentes dirigentes se fueron sumando a los compromisos adquiridos, de manera que el 31 de julio de 2004 se llega a suscribir un segundo acuerdo, el de Fátima, en el municipio de Santa Fe de Ralito, y que con 368 km2 concentró los diálogos para avanzar en el plan de desmovilización paramilitar. Comienza el 25 de noviembre de 2003 y finaliza a comienzos de 2006, si bien la mayoría de los grupos y bloques paramilitares desarrolla su proceso de dejación de armas entre 2005 y 2006. Esto no sin tensiones ni contradicciones, como reconocía al ser entrevistado el exjefe paramilitar, Freddy Rendón:

Hacia 2002-‍2003 lo cierto es que nos damos cuenta de que somos unos idiotas útiles de la Fuerza Pública y de la estrategia de Estados Unidos. Todos querían que les hiciésemos el trabajo sucio. Eso nos llevó a la decisión de poner un alto al fuego en la confrontación armada. El Estado tenía ya capacidades de combate. Ya le habíamos hecho el trabajo sucio. Teníamos que dar un paso al costado. Castaño no quería que fuésemos un cartel. Lo cierto es que la desmovilización fue un golpe duro a las FARC. Les dimos donde más les dolía. Nos sometimos a la justicia y les demostramos que no puede haber impunidad. Pero fue un fracaso, más de 30 000 combatientes sin empleo. Con desigualdad. Se excluye a las AUC como actor político. Piense que la exclusión de las AUC como actor político será el inicio de la próxima guerra. El ELN siempre ha visto a las FARC como su hermano mayor y las Bacrim tienen una gran oportunidad criminal, pero son más exguerrilleros que pasaron por las AUC que hombres de nuestras estructuras. Carapollo o Ever Veloza son el mejor ejemplo de ese tipo de individuos (entrevista personal. Excomandante del Bloque Élmer Cárdenas de las AUC. Cárcel de Itagüí. Junio de 2015).

En cualquier caso, conviene señalar que todo este proceso se realizó desde una absoluta «nebulosa» jurídica, pues a medida que se producían las desmovilizaciones en realidad no había claridad con respecto a la situación legal que albergaba a combatientes, mandos medios y comandantes de las AUC, tal y como reconoce Ronderos (‍2014: 369):

Quizás los paramilitares confiaban en que, teniendo tantos aliados en el Congreso, no sería problema conseguir una ley que en lo fundamental les cumpliera lo que les habían prometido desde un principio: penas leves y que estas no dependieran de cuanta verdad aportaban, o de cuántos bienes entregaban. Un par de años después, cuando los medios, la academia y la justicia destaparon la profundidad de los vínculos que habían tejido las autodefensas con por lo menos 60 congresistas, en el escándalo que el país conoció como la parapolítica, se pudo entender mejor por qué accedieron a desmovilizarse confiados en que todo saldría a su favor en el Congreso.

Bajo esta circunstancia fueron presentados varios proyectos de ley con los que dar cobertura legal al Acuerdo. Inicialmente, se presentó la Ley de Alternatividad Penal, la cual no fue aprobada por el Congreso. Después se presentaron otros intentos, entre los que destacó uno promovido desde el Gobierno, el cual ofrecía tratos de favor generosos para todos los paramilitares —presentado por Claudia Blum y Mario Uribe—. Lo mismo sucedió con un segundo proyecto, con origen parlamentario e impulsado por Luis Fernando Velasco, Gina Parody y Wilson Borja, que enfatizaba en los derechos de las víctimas a la justicia, la verdad y la reparación. No obstante, como cabe esperar, este último tuvo muy poco recorrido y finalmente resultó aprobada la primera de las iniciativas, la Ley 975 de 2005, conocida comúnmente como la Ley de Justicia y Paz.

Dicha ley se erigiría como el marco jurídico de referencia para el desarme, la desmovilización y la reinserción a la vida civil del grueso de quienes conformaban este grupo. Además, en una sentencia de 2006, la Corte Constitucional respaldaba su legalidad, aunque con matices y la solicitud de incorporar algunos cambios para que se ajustara plenamente al derecho interno y los tratados internacionales ratificados por Colombia. De este modo, con tal fallo de la Corte se fortalecía, en parte, los derechos de las víctimas, al exigirse a los paramilitares el reconocimiento de los delitos, la necesidad de reparación y garantizar la plena verdad y no repetición.

La mencionada Ley de Justicia y Paz integraba algunos novedosos elementos de justicia transicional al ordenamiento jurídico colombiano, tal y como sucedió, por ejemplo, con la definición de víctima, que tradicionalmente tomaba como referencia el Código Penal y se limitaba a concebir un daño causado por algo/alguien que debía ser reparado. Empero, en esta nueva ley, según su artículo 5, la víctima pasaba a ser concebida exclusivamente como resultado de actores armados y no de agentes del Estado, tal y como evidencia el siguiente párrafo:

La persona que individual o colectivamente haya sufrido daños directos tales como lesiones transitorias o permanentes que ocasionen algún tipo de discapacidad física, psíquica y/o sensorial (visual y/o auditiva), sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo de sus derechos fundamentales. Los daños deberán ser consecuencia de acciones que hayan transgredido la legislación penal, realizadas por grupos armados organizados al margen de la ley.

No obstante, este será igualmente un punto controvertido que acompañará en todo momento a la implementación de la ley, en tanto que el énfasis que se realiza sobre las víctimas queda desdibujado en la realidad, al ofrecer y garantizar un marco de punibilidad de un máximo de ocho años de privación de libertad, con independencia de cuál fuese la magnitud y la cantidad de los crímenes realizados (‍Angarita y Gallo, 2012).

IV. EL CONTEXTO Y LA NEGOCIACIÓN DEL GOBIERNO DE JUAN MANUEL SANTOS CON LAS FARC-EP[Subir]

Desde el año 1982 se ha intentado llevar a cabo diálogos formales e informales con las FARC-EP para lograr un marco de negociación con esta guerrilla. Todos los presidentes, desde Belisario Betancur hasta Juan Manuel Santos, en algún momento plantearon políticas de acercamiento con este grupo armado (‍Pizarro, 2017; ‍Ríos, 2021a), si bien hubo tres intentos formales que, previos a los diálogos de La Habana que transcurrieron entre 2012 y 2016, terminaron fracasando.

En primer lugar, en 1984 el presidente Belisario Betancur consiguió suscribir los Acuerdos de La Uribe. Estos implicaban varias cuestiones que destacar: a) se reconocía la impronta política de la guerrilla y se aceptaban las condiciones estructurales de la violencia como un fenómeno explicativo del conflicto armado (‍Ríos, 2021a); b) se acordaba un cese de las hostilidades de carácter bilateral y se consiguió que las FARC-EP condenasen actos como el secuestro; finalmente, c) se aceptaba la creación de un partido político, la Unión Patriótica, que debía favorecer el tránsito de las armas a las urnas y que obtuvo importantes resultados electorales (‍Sánchez y Chacón, 2003).

Empero, el auge del fenómeno paramilitar, la ausencia de garantías para el cumplimiento de los compromisos adquiridos, la continuidad de la violencia y las tensiones en las relaciones cívico-militares terminaron imposibilitando cualquier avance (‍Illera y Ruiz, 2018). De ello dan buena cuenta, por ejemplo, las siguientes palabras de Iván Márquez, antiguo comandante de las FARC-EP, al ser preguntado por ello:

Un primer esfuerzo, grande, serio, que hicimos fueron los diálogos de La Uribe [...] no se llegó a ninguna conclusión a pesar de que si el Gobierno hubiera llegado a esos acuerdos, las FARC se habrían, seguramente, desmovilizado [...]. Se vino el paramilitarismo. Nosotros, para aquella época nos habíamos convertido en plataforma de lanzamiento de una organización política que se llamaba la Unión Patriótica. Esa la acabaron. Más de 5000 muertes (entrevista personal. Excomandante de las FARC, miembro del Secretariado y jefe del Equipo Negociador de las FARC-EP en La Habana. Organización de Estados Iberoamericanos, Bogotá. Marzo de 2017).

En segundo lugar, hay que destacar los diálogos de Caracas y Tlaxcala producidos durante el Gobierno de César Gaviria. A estas conversaciones se incorporaron, igualmente, el ELN y el EPL, llegándose a identificar una hoja de ruta de diez puntos por negociar (‍Chernick, 2012). Desde el principio se observó la escasa disposición por dialogar de parte de unas guerrillas que carecían de incentivos, habida cuenta del auge de las fuentes de financiación ilícita, la importante tendencia de crecimiento y acumulación de recursos y la notable debilidad institucional del Estado (‍Pécaut, 2008). Finalmente, algo similar sucedió con el proceso del Caguán, entre 1999 y 2002, en la presidencia de Andrés Pastrana. Tras 1139 días de aparente diálogo no se llegó, ni siquiera, a abordar el primer punto de los doce que conformaban la agenda de negociación. Sobre todo porque durante este tiempo, las FARC-EP se aproximan a los ochenta frentes de guerra y los 18 000 combatientes, además de disponer de una zona de distensión de 42 000 km2 que contribuyó a su fortalecimiento durante el aparente diálogo de paz (‍Ríos, 2021a). Razones todas por las que el proceso de diálogo resultaba impracticable y llevaba a la guerrilla a concebir como plausible una victoria militar sobre el Estado, como evidencian las siguientes palabras de la excomandante de las FARC-EP, Elda Neyis Mosquera, alias Karina:

Hacia 1998 en las FARC seguíamos pensando en tomar el poder por las armas. El Secretariado era consciente de ello. De hecho, cuando nos sentamos con Pastrana en el Caguán estábamos cerca del golpe final. Todo aquello fracasa, pero los guerrilleros lo entendieron mal. Empezaron muchos a darse al crimen y al narcotráfico sin ser conscientes de que podíamos en ese momento ganar la guerra. Se relajaron. De hecho, les decíamos que no se trataba de negociar nada. Era un dialogo pues nosotros éramos más fuertes (entrevista con Elda Neyis Mosquera, Karina. Excomandante del Frente 47 de las FARC. Carepa, Antioquia. Mayo de 2015).

El proceso que comienza a finales de 2012 en Oslo bajo la presidencia de Juan Manuel Santos (2010-‍2018) vendría a ser el cuarto intento formal de diálogo, aunque, a diferencia de los anteriores, es el que verdaderamente conseguiría desactivar el conflicto con esta guerrilla. En primer lugar conviene destacar que, de manera diferente a los anteriores tres intentos, las FARC-EP llegaban en un claro proceso de debilitamiento, producto del profundo desgaste al que habían sido sometidas durante los ocho años de la PSD (‍Echandía y Cabrera, 2017). Es decir, entre principios y finales de la primera década del siglo xxi, la guerrilla reduce a más de la mitad su número de efectivos y presencia territorial (‍ODHDIH, s. f.), mientras que las capacidades militares del Estado se encuentran claramente fortalecidas.

También hay que destacar un cambio con respecto a las relaciones diplomáticas con los vecinos regionales. Primero, porque tras ocho años de tensas relaciones entre Colombia, Venezuela y Ecuador, desde su llegada a la presidencia en agosto de 2010 Santos dedica lo primeros esfuerzos a normalizar las relaciones con Caracas y Quito, conocedor de que devienen como socios estratégicos fundamentales en cualquier marco posible de negociación (‍Santos, 2019). Igualmente, en parte porque a lo largo de los últimos años el conflicto armado interno había experimentado una tendencia de periferialización (‍Ríos, 2016), de manera que los departamentos colombianos en la frontera ecuatoriana (Nariño, Putumayo) o venezolana (Arauca, Norte de Santander) se habían convertido en escenarios de intensificación de la violencia guerrillera y de enquistamiento territorial del conflicto.

Además de las mejores relaciones de vecindad y la condición de derrota estratégica, que no militar, de las FARC-EP, hay quienes consideran que un factor adicional para entender el buen puerto de las negociaciones se debe al cambio generacional experimentado en parte de la comandancia de la guerrilla. Es decir, entre los nuevos dirigentes había varios que habían cursado estudios universitarios y, asimismo, se apreciaba un menor dogmatismo del que exhibían los otrora Manuel Marulanda, Mono Jojoy o Raúl Reyes. De hecho, de los siete miembros del Secretariado que habían sido seleccionados en la VIII Conferencia Guerrillera de 1993, tan solo llegan vivos dos: Rodrigo Londoño Echeverri Timochenko y Luciano Marín Arango Iván Márquez (‍Ríos, 2021b).

De otra parte, ha de tenerse igualmente en consideración el talante negociador de Juan Manuel Santos, que ya en 2010, y desmarcándose de su predecesor, señalaba que «la puerta del diálogo no está cerrada con llave. Yo aspiro, durante mi gobierno, a sembrar las bases de una verdadera reconciliación entre los colombianos» (‍Santos, 2019:184). Así, una de las primeras muestras de esa propensión al consenso fue, precisamente, reconocer la existencia de conflicto armado en el país, en unos términos similares a los que, previamente, había hecho la Corte Constitucional, y entender que las guerrillas, a diferencia de lo que proponía Álvaro Uribe, eran un actor político.

Bajo estas circunstancias se aprobó la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011) y el concepto de víctima vigente por la Ley de Justicia y Paz se extendió para conferir mayores garantías y protección, reconociendo como víctima también a aquellas que provenían de la acción del Estado. De la misma manera, se conformaron enfoques diferenciales para los pueblos indígenas (Decreto Ley 4633 de 2011), el pueblo rom (Decreto 4634 de 2011) y las comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras (Decreto Ley 4635 de 2011). Igualmente, se creó una arquitectura institucional que diese robustez a este tipo de política pública, creándose la Unidad Administrativa Especial para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, la Unidad Administrativa Especial de Gestión de Restitución de Tierras Despojadas y el Centro Nacional de Memoria Histórica.

También ha de destacarse la aprobación del Acto Legislativo 1 de 2012, que negociado con las FARC-EP tenía como prioridad la inclusión de la justicia transicional en el cuerpo constitucional colombiano, sirviendo como soporte para el futuro proceso de paz con la guerrilla —en tanto que generaba confianza para el diálogo y facilitaba el impulso para un bueno inicio de las conversaciones—. Por último, queda señalar que tales conversaciones transcurrieron a lo largo de cuatro etapas: a) una fase informal que tuvo lugar en 2010 y 2011; b) una fase exploratoria que transcurrió entre 2011 y 2012; c) una fase de negociación formal, que se desarrolló entre 2012 y 2016 y, finalmente, d) una fase de implementación, que comenzó desde la firma del Acuerdo de Paz, el 24 de noviembre de 2016, y que se mantiene en la actualidad (‍Bermúdez, 2021)

Más allá de las dificultades, el resultado del «Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera» resolvía seis elementos especialmente nucleares a la hora de poner fin a la violencia, pero, sobre todo, en cuanto a superar las condiciones estructurales, simbólicas y culturales que durante décadas soportaron la violencia en Colombia. De esta manera, los elementos más destacados sobre los que gravitaba el Acuerdo eran: a) reforma rural integral; b) participación política; c) fin del conflicto; d) solución al problema de las drogas ilícitas; e) víctimas, y f) implementación, verificación y refrendación (‍Ríos, 2017). Aspectos que, como sostenía el Alto Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, eran la base nuclear de la violencia, de acuerdo con las siguientes palabras:

Aquí tenemos el propósito de terminar el conflicto armado histórico, que es la pretensión de este proceso. No solo es una negociación con las FARC; es cerrar el conflicto armado histórico. Los acuerdos tienen que ir más allá para asentar las bases de esa paz estable y duradera que es lo que dice el Acuerdo Final. Contribuir a una paz estable y duradera. ¿Cómo se construye la paz estable y duradera? Ahí el asunto no solamente es identificar una serie de temas que garanticen la no repetición del conflicto histórico, que es objetivo de este proceso, que tiene un fin superior de no repetición, así como crear oportunidades para los campesinos que no terminen reclutados por grupos armados, creando bienestar. Es, sobre todo, dar una respuesta más inteligente al problema de los cultivos ilícitos y responderles a las víctimas (entrevista personal. Alto Comisionado para la Paz. Bogotá. Febrero de 2017).

En todo caso, y para conferir al Acuerdo un mayor elemento de legitimidad, conviene recordar que se planteó una consulta plebiscitaria que, en realidad, sirvió mayormente para polarizar política y socialmente al país y dejar consigo un resultado inesperado, por el cual el 50,2 % de los votantes optaba por rechazar lo comprometido con la guerrilla (‍Basset, 2018). Un punto de inflexión que obligó a renegociar y redefinir hasta 58 de las 60 peticiones que realizaron los opositores al Acuerdo de Paz (‍Santos, 2019), y que permitió su firma definitiva en noviembre de 2016, en las instalaciones del Teatro Colón en Bogotá.

V. DIFERENCIAS ENTRE LOS ACUERDOS CON LAS AUC Y LAS FARC-EP[Subir]

Realizada la contextualización de ambos procesos de negociación, en las siguientes páginas se propone un análisis comparado entre los aspectos más destacados de la negociación llevado a cabo con los grupos paramilitares y la desarrollada con las FARC-EP. De esta manera, se identifican hasta veinte variables diferentes que permiten, con posterioridad, desarrollar un marco analítico que tenga a la justicia transicional como principal categoría de reflexión.

1. Duración del proceso[Subir]

El proceso de negociación con las AUC se desarrolló a lo largo de dos años y medio que, igualmente, fue el tiempo en el que transcurrió el total de las desmovilizaciones. A lo largo de 37 actos dispersos de desmovilización, que comenzaron el 25 de noviembre de 2003 con la desmovilización del Bloque Cacique Nutibara en Medellín (Antioquia), la fase de desarme finalizó el 30 de abril de 2006 con la entrega de armas de los frentes Paravandó y Dabeiba del Bloque Élmer Cárdenas en Turbo (Medellín). Por su parte, el diálogo con las FARC-EP transcurrió, stricto sensu, entre finales de 2012 y finales de 2015, a lo largo de 51 ciclos de conversaciones. De otra parte, el proceso de entrega de armas y reincorporación a la vida civil comenzó el 1 de diciembre de 2016 y concluyó ocho meses y medio después, el 14 de agosto de 2017, a lo largo de un total de 27 zonas rurales.

2. Justicia: investigación y procesamiento[Subir]

La Ley de Justicia y Paz cobijaba a miembros de las AUC, al tiempo que permitía la desmovilización total o parcial de otros grupos armados. Civiles ajenos a este tipo de estructuras, así como agentes del Estado y miembros de la fuerza pública quedaban al margen de este marco normativo. Todo lo contrario, el Acuerdo con las FARC-EP dispone de una cobertura sustancialmente más amplia, pues permite albergar a miembros de la guerrilla, pero también integrantes de la fuerza pública y terceras personas implicadas en conductas cometidas en contextos de protesta social o disturbios internos —siempre que se sometan voluntariamente a la justicia—.

Conviene precisar de qué modo la Ley de Justicia y Paz nunca contempló la creación de un tribunal extraordinario de justicia transicional, operando en términos estrictamente retributivos. Así, se intentaba lograr los compromisos de justicia, verdad y reparación a través del proceso penal. Sensu contrario, el Acuerdo con las FARC-EP, a través de la Jurisdicción Especial para la Paz integra un elemento puramente restaurativo, tanto por medio de un tribunal transicional como recurriendo a un sólido sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición.

3. Sanciones[Subir]

El acuerdo con los grupos paramilitares establece privación de libertad generalizada de entre cinco y ocho años a cumplir en establecimientos penitenciarios ordinarios, tanto de Colombia como del exterior. Con las FARC-EP se establecen tres tipos de sanciones. Primero, la sanción restaurativa y reparadora del daño, la cual prevé penas de privación de libertad entre cinco y ocho años en establecimientos no carcelarios para los delitos graves, y de dos a cinco años para quienes tuviesen una responsabilidad indirecta en la realización de delitos. Sea como fuere, todo beneficio jurisdiccional está sujeto al reconocimiento de la responsabilidad antes de la sentencia. De lo contrario, se continúa con un proceso adversarial que prevé penas de prisión de hasta veinte años.

4. Amnistías e indultos[Subir]

La Ley de Justicia y Paz no preveía ningún tipo de amnistías e indultos, aunque sí se aplicaron reducciones de condena para quienes contribuyeron a la verdad. Empero, en el caso de las FARC-EP, este tipo de beneficios penales se han aceptado siempre que sea para delitos políticos y conexos, de una manera generalizada, pero no extensible en ningún caso para los crímenes de guerra y lesa humanidad que rigen por el Estatuto de Roma. Así, con fecha a diciembre de 2020, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) había concedido un total de 275 amnistías y desestimado otras 1827 peticiones (‍Jurisdicción Especial para la Paz, 2020).

5. Aplicación de la justicia[Subir]

Inicialmente con los grupos paramilitares se trabajan casos individuales. Dada la cantidad y magnitud de estos, la Ley 1592 de 2012 permitió la priorización y juzgamiento de los delitos más graves. En cuanto a las FARC-EP se optó también por criterios de selección y priorización, trabajando sobre los casos más graves y representativos del conflicto. Así, cabe destacar, entre otros, el 001, iniciado el 6 de julio de 2018 sobre la retención ilegal de personas por parte de las FARC-EP; el 003, iniciado el 17 de julio de 2018, sobre las muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por agentes del Estado; o el 007, iniciado el 6 de marzo de 2019, sobre reclutamiento y utilización de niñas y niños en el conflicto armado colombiano.

6. Extradición[Subir]

En un primer momento fue desestimada para los integrantes de las AUC, aunque algunos de sus comandantes terminaron extraditados a Estados Unidos arguyéndose que seguían delinquiendo desde la cárcel, tal y como era el caso de Salvatore Mancuso, Rodrigo Tovar Pupo Jorge 40, Diego Fernando Murillo Don Berna, Hernán Giraldo Pablo Sevillano, Francisco Javier Zuluaga Gordo Lindo o Ever Veloza HH, entre muchos otros. En relación con la guerrilla, la extradición quedó descartada ab initio para miembros de esta organización y sus familiares, así como para delitos cometidos durante o relacionados con el conflicto armado, incluido el narcotráfico, que terminó siendo concebido como delito conexo al delito político. En todo caso, con datos de la JEP a diciembre de 2020, se había concedido una extradición, otra había resultado denegada y siete más se encuentran en trámite.

7. Sentencias[Subir]

La primera sentencia condenatoria para integrantes de las AUC tuvo lugar cuatro años después de la entrada en vigor la Ley de Justicia y Paz. De este modo, 4900 exparamilitares fueron postulados, de manera tal que para finales de 2020 había un total de setenta sentencias condenatorias que afectaban a 588 antiguos integrantes de este grupo. Tales condenas, en realidad, responden a 9929 actos ilícitos que suponía reconocer a un total de 38 000 víctimas (‍López Morales, 2020). Unas cifras que, de otra parte, implican que apenas el 1,8 % de los desmovilizados de las AUC fueron condenados, a pesar de que la Dirección de Justicia Transicional de la Fiscalía de Colombia había llegado a registrar hasta 238 000 actos ilícitos imputables al paramilitarismo. En cuanto al proceso con las FARC-EP, aún no se han dictado sentencias para los macrocasos que trabaja la JEP, aunque para diciembre de 2020 se habían registrado un total de 35 703 decisiones judiciales. De igual forma, 12 678 personas han suscrito actas de compromiso y sometimiento a la justicia, de las cuales el 77,1 % son integrantes de las FARC-EP, 21,9 % integrantes de la fuerza pública y el 1 % restante conformado por agentes del Estado y civiles (‍Jurisdicción Especial para la Paz, 2020).

8. Presupuesto[Subir]

A pesar de la disparidad en cuanto al volumen de trabajo, alcance y significado del andamiaje transicional, la Ley de Justicia y Paz se dotaba de un presupuesto, nada desdeñable, de 1,1 billones de pesos colombianos, mientras que la JEP, en el marco del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, apenas lo hace con 208 000 millones de pesos, lo que supone cinco veces menos de dotación presupuestaria (‍Contraloría General de la República, 2017).

9. Reconocimiento de víctimas[Subir]

Mientras que en los primeros seis años de funcionamiento de la Ley de Justicia y Paz se reconocieron un total de 2865 víctimas, la JEP en menos de tres años de vigencia ha conseguido reconocer a 3286 víctimas individuales y otras 300 000 en sujetos colectivos concebidos igualmente como víctimas.

10. Verdad, verdad extrajudicial y reconocimiento de responsabilidades[Subir]

Bajo el propósito de garantizar la verdad plena de los actos de violencia perpetrados por los grupos armados, en lo que respecta a las AUC la normativa reconocía como principales instrumentos a las versiones libres de los integrantes del paramilitarismo, así como la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación y el Grupo de Memoria Histórica adscrito a este. De otro lado, en relación con las FARC-EP, se partió del trabajo de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, la cual estuvo formada por doce académicos y dos relatores, escogidos a partes iguales por guerrilla y Gobierno, cuyo propósito era el de ofrecer explicaciones sobre las causas y evoluciones del conflicto armado en Colombia. También hay que destacar la labor de la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, cuyo cometido a lo largo de tres años ha sido el de problematizar sobre los factores asociados a la persistencia de la violencia, aparte de la misma JEP y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas.

VI. PARTICIPACIÓN POLÍTICA[Subir]

En el caso de las AUC nunca se aceptó que hubiera estatus político alguno; incluso la Corte Suprema negó la relación de sus delitos conexos con el ámbito político. Todo lo contrario a lo sucedido con las FARC-EP, que desde el inicio dispusieron al menos de cinco representantes a la Cámara y cinco senadores por dos mandatos sucesivos de cuatro años, y susceptibles de ampliarse si, finalmente, obtenían el respaldo electoral suficiente. Sea como fuere, respecto de aquellos que sea condenados por la JEP será el tribunal transicional el que decida si los condenados pueden o no participar en política.

1. Participación de las víctimas en el proceso de diálogo[Subir]

Nuevamente, en el caso de las AUC no hubo presencia alguna de las víctimas, de manera que su participación en el proceso quedó reducida a los juicios orales. No obstante, y como se apuntaba previamente, un primer paso sí que estuvo presente fue la nueva definición de víctima, muy alejada de la noción previa, arraigada a la concepción básica del derecho penal. Del lado de las FARC-EP sí que ha habido una mayor participación de parte de los colectivos de víctimas. Así, cinco delegaciones de representaciones de todas las víctimas estuvieron en La Habana mientras se negociaba el punto quinto del Acuerdo. Además, se realizaron diferentes foros regionales y nacionales de víctimas en donde las estimaciones de participación superaron las 3500 personas con el propósito, aparte de reconocer y dignificarlas, de recoger propuestas sobre las necesidades de una política pública de reconciliación integral en Colombia (‍Brett, 2017).

2. Participación de las fuerzas militares[Subir]

Si bien en el proceso con las AUC las fuerzas militares estuvieron ausentes, no sucedió lo mismo con el proceso con las FARC-EP. Primero, porque en la delegación del equipo negociador se encontraban tanto Jorge Enrique Mora, general retirado del Ejército, como Óscar Naranjo, general retirado de la Policía. Además, porque en la negociación del punto tercero, relativo al fin del conflicto, se creó ad hoc el Comando Estratégico de Transición (COET), el cual estuvo formado por generales de los diferentes cuerpos de las fuerzas militares a la vez que firmemente apoyado por Naciones Unidas.

3. Participación ciudadana [Subir]

Las negociaciones entre el gobierno de Álvaro Uribe y la comandancia de las AUC se realizaron al margen de la ciudadanía, aunque se tiene constancia de que entre julio y diciembre de 2004 hubo presencia de ciertas personalidades y organismos, como una comisión de la embajada de Estados Unidos en Colombia, representantes de UNICEF, la Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz, la OEA, el cabildo indígena Kancuamo, algunos obispos y miembros de la Iglesia, además de un contingente de veinticinco congresistas y representantes de ciertos sectores económicos, sociales y políticos del departamento de Magdalena (‍Oficina del Alto Comisionado para la Paz, 2005). En todo caso, no hay información veraz sobre sus resultados e impactos en el diálogo con los paramilitares. Finalmente, en el caso del proceso con las FARC-EP, entre 2012 y 2014 se recibieron un total de 9.306 propuestas relacionadas con la agenda, además de 27 000 aportaciones que fueron remitidas a través de diferentes formularios físicos y virtuales. Sin embargo, tampoco se tiene constancia de cuánto de todo ello terminó integrado en el Acuerdo (‍Brett, 2017).

4. Cese de hostilidades[Subir]

En el caso de las AUC, aunque se planteó, nunca se cumplió, tal y como lo muestran los impactos de la violencia paramilitar, especialmente entre 2003 y 2005. Asimismo, con las FARC-EP la negoción transcurrió a lo largo de cuatro años sin interrupciones en el desarrollo de las hostilidades más allá de ceses puntuales de la violencia. No obstante, sí que resulta notorio la reducción de las acciones armadas, en tanto que en lo que respecta a las FARC-EP, si estas protagonizaban hasta 824 actos violentos en 2012, tres años después, en 2015, apenas eran 94 (Observatorio de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario, s. f.).

5. Refrendo y legalización de los acuerdos[Subir]

El Acuerdo con las AUC a través de la mencionada Ley de Justicia y Paz fue refrendado por el Congreso colombiano y la Corte Constitucional a través de la Sentencia C370/06, la cual aceptaba la legalidad constitucional de la norma, aunque con algunos ajustes y transformaciones. En relación con el Acuerdo de Paz con las FARC-EP, antes que nada, se intentó un refrendo plebiscitario el 2 de octubre de 2016, en el cual el 50,2 % de los colombianos votó en contra del Acuerdo. Así, tras acogerse numerosas reformas y peticiones de los opositores, una segunda versión resultó suscrita en noviembre de 2016. En el Congreso el Acuerdo obtuvo 205 votos a favor y ninguno en contra, en tanto que el principal partido opositor, el Centro Democrático, finalmente se abstuvo. Igualmente, la Corte Constitucional respaldó unánimemente el Acuerdo además del Acto Legislativo que lo protege jurídicamente para los siguientes tres períodos presidenciales. En todo caso, a nivel internacional el compromiso firmado entre Gobierno y FARC-EP fue depositado en el Consejo Federal Suizo de Berna y entregado a Naciones Unidas.

6. Arquitectura institucional ex novo [Subir]

Desde la Ley de Justicia y Paz, y a efectos de transformar la violencia producida por parte del paramilitarismo, se sirvió de la Unidad Nacional de Fiscalías para Justicia y Paz, el Sistema de Defensoría Pública para los Postulados y la Procuraduría Judicial para la Justicia y Paz. Además, se constituyó la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, el Grupo de Memoria Histórica y las Comisiones Regionales para la Sustitución de Bienes, aparte del Fondo de Reparación para las Víctimas. De otro modo, en cuanto al proceso desarrollado con la guerrilla, el resultado fue la creación del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, que está compuesto por la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, la JEP y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas.

7. Acompañamiento internacional[Subir]

Mientras que con las AUC el único apoyo al proceso de paz fue el proveniente de la MAPP perteneciente a la OEA, con las FARC-EP la internacionalización fue diferente. Cuba y Noruega hicieron las veces de países garantes, mientras que Chile y Venezuela hacían las veces de acompañantes. Aparte, desde Naciones Unidas se creó una misión especial de seguimiento y verificación con el apoyo unánime del Consejo de Seguridad, y actores como la Unión Europea respaldaron desde el inicio los avances del proceso.

8. Desmovilización y reintegración[Subir]

Inicialmente, se desmovilizaron más de 30 000 integrantes de las AUC, de manera que, tras quince años de vigencia, 16 539 terminaron todo el proceso de reintegración y 1606 siguen aún en el proceso. Es decir, 12 626 personas o están ausentes o se retiraron del mismo o fallecieron. Por su parte, las FARC-EP desmovilizaron un total de más 13 000 efectivos, de los cuales un 94 % continúa en activo en el proceso de reincorporación a la vida civil (‍Agencia para la Reincorporación y Normalización, 2019).

9. Armas y bienes entregados[Subir]

En el proceso con los paramilitares se entregaron un total de 13 554 armas largas, 2780 armas cortas, 1230 armas de acompañamiento y 12 580 granadas, además de más de 2,6 millones de municiones (‍Oficina del Alto Comisionado para la Paz, 2006). Por su parte, las FARC-EP entregaron 8994 armas individuales, 509 armados colectivas de combate y 1,8 millones de municiones para armas ligeras. Asimismo, la guerrilla entregó 38 toneladas de explosivos, 11 015 granadas de mano y 4370 municiones de mortero. En lo que respecta a bienes entregados, las AUC se deshicieron de 59 inmuebles urbanos, 149 automotores y 3 aeronaves. En todo caso, el material entregado por las FARC-EP fue sustancialmente mayor, conformado por 2114 millones de pesos en efectivo, 450 000 dólares, 255 kilogramos de oro, 229 semovientes, 134 carreteras y 8 bienes inmuebles. Además, se entregaron 1546 muebles, enseres y equipos (‍Naciones Unidas, 2017).

VII. DISCUSIÓN[Subir]

El análisis comparado de los procesos adelantados con los paramilitares y las FARC-EP, como se puede observar, muestran diferencias sustanciales que van más allá de las presentadas con anterioridad. A continuación, y a modo de discusión, se presentan cuatro tesis con las que intentar contribuir al estudio académico de la justicia transicional y de los procesos de paz en Colombia.

En primer lugar, es evidente que los contextos nacionales e internacionales jugaron un papel muy importante en cada negociación. La postura del Gobierno de Álvaro Uribe frente al conflicto armado tuvo eco en el contexto global de lucha antiterrorista, fuertemente influido por las consecuencias que dejaron consigo los atentados del 11-S y, en particular, en el código geopolítico desplegado por Bogotá y Washington. La prioridad de la comunidad internacional, y en especial de Estados Unidos, era combatir a Al-Qaeda y a sus redes transnacionales, de manera que los diálogos con los paramilitares no contaron, ni mucho menos, con el mismo escrutinio que se dispuso con las FARC-EP. De hecho, durante el proceso de diálogo dispuesto por Álvaro Uribe, el único actor internacional que legitimó regionalmente el proceso fue la Organización de Estados Americanos.

De este modo, un eventual diálogo con estas mismas condiciones para un proceso con las FARC-EP era impensable, no solo porque el contexto internacional era más garantista en materia de DDHH y DIH, sino porque la opinión de los colombianos sobre las FARC-EP era mayoritariamente desfavorable, por encima de los 97 puntos porcentuales entre 2002 y 2015 (‍Gallup, 2019). Además, la Corte Penal Internacional tenía puesta su atención en Colombia, en tanto que desde 2004 comenzó un examen preliminar en el país a efectos de observar su grado de cumplimiento con respecto a las normas humanitarias internacionales. Incluso países como Cuba o Venezuela, que mostraron públicamente sus simpatías con las FARC-EP, comenzaron a cuestionar muchas de sus prácticas, como era el caso del secuestro. Es decir, todos estos factores hicieron que la negociación con las FARC-EP contara con mayores instrumentos de control y vigilancia de parte de la presidencia de Barack Obama, la Unión Europea o Naciones Unidas, cuyo Consejo de Seguridad llegó a aprobar hasta cinco misiones para acompañar el cese de hostilidades, la dejación de armas y la reincorporación de excombatientes a la vida civil.

De otro lado, la negociación con los paramilitares fue un proceso que se llevó a cabo no entre enemigos directos, pero tampoco entre simpatizantes confesos. Tal vez quien mejor define esta situación es Ljodal (‍2002), quien describe el paramilitarismo como una organización armada al margen del Estado, pero que no necesariamente se ha de oponer a él. Si bien la decisión por encontrar una salida a su situación pudo estar influida por la presión que ejerció los Estados Unidos para la extradición de sus máximos líderes, la verdad es que las AUC encontraron en el Gobierno de Álvaro Uribe una ventana de oportunidad política para obtener un acuerdo de máximos. Esto es, con penas y castigos de escasa relevancia, favorecidos por el amplio respaldo político institucional con el que contaban en el Congreso, y en donde no existieron condiciones con respecto a embargos económicos o exigencias con respecto a unos mínimos de contribución a la verdad. A tal efecto, el Gobierno se aprovechó del amplio respaldo popular del que gozaba y de los excelentes resultados militares en la lucha contra las guerrillas que provenían de la PSD para así desarmar un grupo armado que podía ser incomodo en el futuro. De esta manera, los diálogos terminaron concentrándose exclusivamente en el tema de justicia y no en una agenda amplia que buscase resolver los problemas de las zonas marginadas del país, más golpeadas por la violencia.

Diferente fue lo que sucedió con las FARC-EP, en cuyo Acuerdo sí había una distinción clara entre lo que suponía ser un grupo armado alzado en armas y, por otro lado, el Estado en su máxima expresión político-institucional. Prueba de ello fue el reconocimiento de un conflicto armado interno y, por ende, la consideración de la guerrilla como actor político. Igual sucede con el alcance de la agenda de seis puntos que fue finalmente suscrita. Seis puntos entre los cuales se aspiraba a resolver problemas y necesidades directamente asociados a la violencia como las víctimas, la entrega de armas o el narcotráfico, e igualmente aspectos estructurales como el fortalecimiento de la democracia colombiana o la inversión sobre la geografía más afectada por décadas de conflicto armado.

En tercer lugar, la voluntad de las partes es también un aspecto para destacar. La predisposición al diálogo deja ver, por un lado, el proceso de maduración de un conflicto armado y, por otro, la posición de poder y los intereses de los actores intervinientes. En consonancia con lo anterior, las AUC y el Gobierno de Álvaro Uribe aprovecharon la coyuntura política para obtener un acuerdo que beneficiase claramente los intereses de ambas posiciones. Una muestra de ello fue, por ejemplo, el proyecto de ley de alternatividad penal, que se propuso antes de negociar y que terminaba siendo una legislación a todas luces benévola con los crímenes perpetrados por el paramilitarismo. Y aunque esta ley finalmente no prosperó, tampoco la Ley de Justicia y Paz exigió demostrar el carácter político de las AUC.

La voluntad de negociar de las FARC-EP y del Gobierno de Juan Manuel Santos bebía de otras fuentes (‍Ríos et al., 2021). La guerrilla, que venía de lograr sus máximos triunfos militares en los años noventa, sufrió un proceso de debilitamiento de sus estructuras y de derrota estratégica en el nuevo milenio. Sus principales líderes habían muerto y estaban replegados en zonas fronterizas con Ecuador y Venezuela. En apenas ocho años, entre 2002 y 2010, había perdido la mitad de su número de combatientes y su control territorial, aparte de haber experimentado la desmovilización nada desdeñable de 15 000 efectivos. La nueva comandancia era menos dogmática que la anterior y el contexto internacional resultaba menos favorable. A su vez, por las propias transformaciones territoriales de la violencia, al Estado le resultaba cada vez más difícil intervenir sobre escenarios altamente periféricos y fronterizos, de manera que el conflicto armado transitaba por lo que en la literatura especializada se conoce como un «estancamiento mutuamente doloroso» (mutually hurting stalemate) (‍Touval y Zartman, 1985).

El propio Juan Manuel Santos supo interpretar este momento de las FARC-EP y trató de favorecer un escenario de negociación política, cambiando por completo el discurso político y aceptando públicamente la existencia de un conflicto interno en el país, hasta el punto de promover la Ley de Víctimas 1448 de 2011 y el Marco Jurídico para la Paz de 2012, entre otros dispositivos normativos. Además, reorientó las relaciones diplomáticas con sus vecinos e instó a la comunidad internacional para que apoyase el nuevo proceso de paz que se comenzaba a preparar, habida cuenta de que se consideraba que la opción de la violencia había llegado a un punto de mutuo empate negativo, sin atisbo de superación.

Por último, queda mencionar dos aspectos especialmente relevantes: la oposición a los acuerdos y el espíritu jurídico de estos. Quienes se manifestaron en contra de la Ley de Justicia y Paz fueron, principalmente, sectores políticos alternativos, colectivos de abogados y defensores de derechos humanos además de numerosos movimientos de víctimas. Las AUC y el Gobierno de Álvaro Uribe, pero también una amplia parte de la sociedad colombiana, compartían la idea del enemigo común que eran las guerrillas, entendiendo que el paramilitarismo, en realidad, era un problema menor para el Estado. Claro está, la magnitud de la confrontación con la guerrilla en ese momento era sustancialmente mayor, como igual lo era la popularidad del presidente, quien en 2006 resultó reelegido en primera vuelta con más del 60 % de los votos —lo que indirectamente fortalecía al acuerdo con las AUC—.

Sensu contrario, la oposición al Acuerdo con las FARC-EP resultó ser mucho más fuerte. Primero, porque la popularidad de Juan Manuel Santos cuando se suscribe el Acuerdo en 2016 es muchísima menor (próxima al 30 %), y después por la movilización en contra del mismo que motivaron los expresidentes Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, además de algunas de las figuras de referencia del conservatismo colombiano, como Marta Lucía Ramírez o Alejandro Ordóñez. Fruto de lo anterior es que el plebiscito de octubre de 2016, tras imponerse por un margen mínimo, en realidad dejó consigo una sociedad civil altamente fracturada, a la vez que un Acuerdo fuertemente cuestionado —más si cabe tras la llegada de Iván Duque a la presidencia en 2018—.

VIII. CONCLUSIONES [Subir]

Antes de los acuerdos con las AUC y las FARC-EP se suscribieron cinco procesos de paz con otros grupos armados como el M-19, el EPL o la guerrilla indigenista Quintín Lame, entre otros. Es decir, dicha experiencia colombiana lo que viene a mostrar es la ocurrencia, en todo caso, de acuerdos parciales, de manera que mientras se negocia con ciertos actores ilegales otros se mantienen alzados en armas.

Las negociaciones con los paramilitares fueron el primer esfuerzo por integrar mecanismos, aunque fuesen de mínimos, para el reconocimiento y la satisfacción de los derechos de las víctimas. A grandes rasgos, y como se ha podido observar a lo largo de estas páginas, se trató de un proceso de desarme, desmovilización y reintegración de combatientes a través de una agenda enfocada exclusivamente en el componente de justicia, y que fue mejorada gracias a la intervención de la Corte Constitucional. No obstante, tras más de quince años de aquella Ley de Justicia y Paz existen aún grandes deudas con las víctimas colombianas, como evidencian, por ejemplo, las escasas 70 sentencias condenatorias a 588 paramilitares por razón de 9929 delitos que dejaron consigo un total de 38 000 víctimas. En otras palabras, los condenados equivalen al 1,8 % del total de desmovilizados, aun cuando más de 200 000 fueron los crímenes cometidos por el paramilitarismo según la Fiscalía General de la Nación.

El Acuerdo con las FARC-EP es más generoso y ambicioso en materia de justicia transicional, en parte por el desarrollo de este campo desde 2005, con prominentes avances durante los dos gobiernos de Juan Manuel Santos. No obstante, han pasado casi cinco años desde la firma del Acuerdo de Paz con la guerrilla y si bien se han cumplido algunas de sus disposiciones, numerosos aspectos críticos de la implementación, como la reforma rural integral, la reparación a las víctimas o las medidas que buscan ampliar la democracia presentan muy escasos avances cuando no retrocesos (‍Instituto Kroc, 2021).

Tanto un proceso como otro evidencian, por un lado, la asimetría del avance de la justicia transicional en Colombia y, por otro, muestran el peso importante que a tal efecto representan el contexto nacional e internacional y la voluntad política de los gobernantes implicados. En los dos casos, igualmente, ha terminado primando el componente político sobre el jurídico, de manera que se pondera la búsqueda de la paz con respecto a los derechos de las víctimas y la justicia, si bien toda fuente última de los derechos fundamentales acaba dependiendo directamente del sentido político en el que se inscribe cada proceso de paz.

Este ejercicio de análisis comparado, por tanto, permite observar las diferencias entre los procesos llevados a cabo con el paramilitarismo y las FARC-EP. Sin embargo, para futuras investigaciones es posible, igualmente, indagar en marcos comparados de la misma experiencia colombiana, como los provenientes de los procesos con el M-19, el EPL o el PRT; pero también con prácticas regionales como las de Guatemala, El Salvador o Perú. En todas ellas será posible encontrar lecciones aprendidas, buenas prácticas y desaciertos que dotan a este objeto de estudio de posibilidades inagotables de estudio e investigación.

NOTAS[Subir]

[1]

Este trabajo ha sido resultado del proyecto PR65/19-22461, denominado «Discurso y expectativa sobre la paz territorial en Colombia». De este último, Jerónimo Ríos es el investigador principal y ha sido financiado en la convocatoria de ayudas para proyectos de I+D para jóvenes doctores, resultado del marco del convenio plurianual entre la Administración de la Comunidad de Madrid y la Universidad Complutense de Madrid de 2019.

[2]

Recuérdese que para Rawls la justicia es el valor central de una sociedad concebida bajo elementos puramente contractualistas y reparadores, de manera que define su estructura de acuerdo a principios rectores como la equidad, la moral y la libertad.

[3]

Bajo este contexto el paramilitarismo mantuvo importantes connivencias con agentes del Estado a la hora de dirigir la «guerra sucia» contra la guerrilla de las FARC-EP y el ELN. Lo anterior, aparte de los estrechos vínculos con grupos narcotraficantes y determinados sectores políticos (‍Romero, 2003; ‍Ronderos, 2014).

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