Ha querido la casualidad que el libro sobre la Sociedad de Naciones que acaba de publicar José Antonio Sánchez Román, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense, coincida, poco más o menos, con el estreno de la película Múnich en vísperas de una guerra (Munich: The Edge of War), dirigida por Christian Schwochow y protagonizada por Jeremy Irons en el papel del primer ministro británico Neville Chamberlain. Se ha insistido mucho, y con razón, en el error que supuso la política de apaciguamiento practicada por las democracias occidentales con la Alemania hitleriana —también con Italia y Japón— y de la que Chamberlain fue el principal exponente. Al suscribir en septiembre de 1938 los acuerdos de Múnich que marcaron la apoteosis de aquella claudicación por entregas, el político británico personificó una culpa anticipada por lo ocurrido un año después: el estallido de una nueva guerra mundial, a la que se llegó tras años de un apaciguamiento inútil y contraproducente.
¿Hasta qué punto fue responsable la Sociedad de Naciones de aquel estrepitoso fracaso, fruto de la debilidad de las democracias ante la agresividad de sus enemigos y de las graves disfunciones del orden internacional establecido en 1919? En su libro Diplomacy, el exsecretario de Estado norteamericano Henry Kissinger define la Paz de Versalles y la nueva política internacional derivada de ella como una mezcla explosiva de utopismo norteamericano y paranoia europea. Estados Unidos —es decir, el presidente Wilson— puso el principio de autodeterminación —un dislate de consecuencias catastróficas, como vaticinó Robert Lansing— y Gran Bretaña y sobre todo Francia un revanchismo antialemán que se acabó volviendo contra ellas. Veinte años después, era la Alemania nazi la que buscaba la revancha por las humillaciones pasadas y las democracias las que claudicaban ante la amenaza de una guerra tal vez inevitable.
El papel de la comunidad internacional en la fase aguda del apaciguamiento estuvo muy condicionado por un vacío de poder que devolvió a las grandes potencias su protagonismo de los viejos tiempos, pero administrado con un miedo cerval a un nuevo baño de sangre. He ahí una verdad histórica tan indiscutible que, probablemente, haya frenado hasta ahora un análisis en profundidad de la Sociedad de Naciones o de la Liga de las Naciones, expresión anglosajona a la que recurre de vez en cuando Sánchez Román. Su libro se sale del bucle de ese viejo relato para replantear la historia de la Sociedad de Naciones desde una perspectiva más amplia, original y compleja. En realidad, no cuestiona las líneas generales del consenso historiográfico en torno a ella, pero ilumina aspectos cruciales de su trayectoria que habían quedado eclipsados por el relato dominante. Lo hace con gran profusión de datos a partir de un corpus bibliográfico y documental impresionante y de una argumentación inteligente, que sigue un hilo conductor claro, pese a la extrema complejidad de los temas tratados. A ello se añaden el rigor en el uso de los conceptos clave —empezando por el que da sentido a la obra: el imperialismo liberal— y la capacidad de transmitir con precisión y elegancia ideas que no siempre son fáciles de expresar. Estamos ante un gran libro, por el que hay que felicitar al autor y a la editorial que lo ha publicado, pese a su considerable extensión.
La obra se divide en siete capítulos que alternan el orden cronológico de los acontecimientos y los grandes temas tratados, desde el sistema de mandatos con el que se pretendió gestionar los territorios afectados por la implosión de los imperios vencidos en 1918 —un término nuevo, el de mandato, que se incardinaba perfectamente en la lógica del viejo imperialismo, aunque en la práctica pudiera socavarlo—, hasta el régimen de protección de minorías y el problema recurrente de los refugiados y desplazados por los continuos cambios de fronteras. Temas mucho menos conocidos como el control del tráfico de armas y drogas, la lucha contra la prostitución y la esclavitud o la mejora en las condiciones de vida del campesinado, a los que Sánchez Román dedica un amplio espacio en su obra, formaron parte también de la agenda en la que trabajó la Sociedad de Naciones en estos años, en una labor escasamente (re)conocida, que quedó marcada por su fracaso final. La estructura temática predomina, pues, sobre el desarrollo cronológico, con un leitmotiv en torno al cual giran en gran medida temas y acontecimientos: la analogía existente entre el Imperio británico y la Sociedad de Naciones, dos realidades históricas muy distintas que acabaron teniendo, inesperadamente, un cierto aire de familia.
Esta visión supone un cambio significativo respecto a la interpretación de la Sociedad de Naciones como expresión del nuevo liderazgo norteamericano en el mundo de la posguerra, una dimensión incuestionable, pero más bien efímera, si recordamos que el Senado norteamericano votó en contra de la ratificación del ingreso de Estados Unidos en ella y que la victoria de Harding en las elecciones presidenciales de 1920 se construyó en torno a un discurso netamente aislacionista. De ahí el brusco cambio de paradigma que se produjo en la naturaleza de la Sociedad de Naciones nada más ponerse en marcha: de representar la pax americana impulsada por el presidente Wilson a tomar el imperialismo británico como fuente de inspiración del nuevo orden mundial, construido y desarrollado a partir de la experiencia acumulada por el Imperio a lo largo de su historia. Como el propio autor reconoce en la introducción, semejante planteamiento se sitúa en la estela de La nación imperial (2015), obra monumental y en muchos sentidos insuperable de Josep M. Fradera. Sánchez Román no podía haber elegido mejor libro de cabecera para su propósito.
Pero el desarrollo de su enfoque, pese a esta reconocida deuda historiográfica, sigue su propio camino al abordar la evolución de la política internacional durante el periodo de entreguerras. En realidad, se trata de un camino con múltiples derivaciones y recovecos que nos apartan de la habitual visión lineal, y a menudo teleológica, de la etapa histórica que arranca del Tratado de Versalles y acaba con el estallido de la Segunda Guerra Mundial o, si se prefiere, con los Acuerdos de Múnich de 1938. Aquellos polvos —el revanchismo aliado en Versalles— habrían traído estos lodos —la nueva guerra mundial como consecuencia inevitable de una paz fallida—. El autor no niega el fracaso de la Sociedad de Naciones y de la doctrina internacionalista que la inspiró como forma de «domesticar los nacionalismos más agresivos», pero el legado que dejó trascendió con mucho el hecho de que, como él mismo afirma, «en el terreno de la seguridad, la Liga había muerto para casi todos los efectos desde 1936», cuando decidió retirar las sanciones a Italia tras su ataque a Etiopía. Con ello reconoció su impotencia ante las agresiones al orden internacional establecido en 1919 y señaló a los Estados expansionistas el camino que debían seguir para conseguir sus objetivos. De la impunidad —la falta de respuesta a una agresión— al apaciguamiento —las concesiones al agresor como forma de evitar la guerra general— había solo un paso.
Varios factores explican esa espiral de impotencia y resignación en la que entró la Sociedad de Naciones a partir de principios de los años treinta. La crisis económica internacional fue, sin duda, uno de ellos al afectar directamente al prestigio del sistema liberal con el que, de una u otra forma, estaba conectada la Sociedad de Naciones. Pero algunos problemas, aunque agravados a partir de 1929, formaban parte, como dice el autor, de una suerte de pecado original de la institución; por ejemplo, su papel como supervisora de unos tratados de paz que los países vencidos en la Gran Guerra, incluso alguno de los vencedores, como Italia, consideraban inicuos. Cabe preguntarse si el protagonismo que la Sociedad de Naciones concedió a la opinión pública internacional hasta convertirse ella misma en «una esfera de argumentación moral» no contribuyó a restarle eficacia, en vez de arroparla con una legitimidad añadida. Esta era la idea inicial del presidente Wilson, como recuerda Sánchez Román, que otorga a la cuestión una especial relevancia. Señala cómo en 1930 el historiador Alfred Zimmern destacó la mejora en la «calidad» de la opinión pública desde 1918, con una clara propensión al desarme que parecía consolidar la causa de la paz. Es difícil saber si la valoración demoscópica de Zimmern, fundada más bien en una percepción subjetiva, estaba equivocada, por un exceso de optimismo, o si el cambio de escenario en la nueva década supuso un vuelco del pacifismo al belicismo en la opinión pública. Si los Acuerdos de Múnich reflejan el sentir de los países participantes, se podría afirmar que el rechazo a la guerra de las sociedades democráticas, combinado con la resuelta disposición a ella de las potencias fascistas, daba a estas últimas una baza ganadora en cualquier negociación porque en una subasta para evitar la guerra las democracias siempre estarían dispuestas a pagar el precio más alto; al menos hasta la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939. La impresión, por tanto, es que desde 1930, cuando Zimmern subrayó el valor supremo de la paz para la sociedad civil en las naciones democráticas, los pacifistas se habían hecho más pacifistas y los belicistas más belicistas, con obvia ventaja para estos últimos.
Todo lleva, como se ve, a la cuestión del apaciguamiento y, sin embargo, Sánchez Román resiste con éxito esa inercia historiográfica, lógica pero acaso agotada ya como elemento de reflexión, para plantear un final completamente distinto en el que la historia de la Sociedad de Naciones enlaza con el origen de la ONU. Ahí es donde la experiencia de la Sociedad de Naciones se puede ver como un antecedente necesario para el relativo éxito del orden internacional creado en 1945, capaz de evitar una nueva guerra mundial, de establecer mecanismos de arbitraje más o menos eficientes tutelados por las dos superpotencias y de gestionar razonablemente el proceso descolonizador. La importancia de esta conclusión se entiende mucho mejor si vemos el libro de Sánchez Román como un ejercicio encubierto de historia conceptual y, al hilo de su lectura, hacemos inventario de aquellos principios fundamentales del orden mundial posterior a 1945 que surgieron de las tareas y los debates desarrollados en el marco de la Sociedad de Naciones. Destacan entre ellos el Estado del bienestar, esbozado ya en su humanitarismo militante; el impulso a un feminismo liberal; el proyecto de gobernanza financiera planteado en Bruselas en 1920, en el que se atisban los acuerdos de Bretton Woods de 1944; el «ensayo de un orden euroatlántico» que se percibe en la confluencia entre el Plan Dawes y el sistema de Locarno; el decidido, aunque frustrado, empuje a la causa de la unión europea a partir de 1930 o un nuevo lenguaje, entre tecnocrático y desarrollista, favorecido por el creciente prestigio de los expertos y por una «semántica del desarrollo», como la llama el autor, que fue reemplazando las viejas categorías raciales y civilizatorias del imperialismo clásico. Extraña, si acaso, que al abordar «el esplendor del pacifismo» en el periodo de entreguerras afirme que no hubo un resurgir del mismo hasta los años ochenta, obviando el indudable protagonismo que tuvo en los sesenta en las movilizaciones contra la guerra de Vietnam.
Se puede decir, en suma, que La Sociedad de Naciones y la reinvención del imperialismo liberal nos permite contemplar la corta vida de aquella institución y los debates que generó como un Sattelzeit hacia una modernidad puesta al día, en el que se plantearon in nuce ideas, conceptos e instituciones que dieron forma al mundo de la Guerra Fría. Incluso en la etapa posterior a 1989 y en pleno siglo xxi, no es difícil reconocer el legado de aquella experiencia marcada por la fatalidad a corto plazo, pero fecunda en la creación de un nuevo orden intelectual. ¿Acaso no podría verse la pasión estadística que desarrolló la Sociedad de Naciones, tratada en el epígrafe «El gobierno de los expertos», como un antecedente de la lucha actual por el análisis y el control de los big data? Es lo que tienen los grandes libros: que además de resolver viejos problemas interpretativos abren nuevos debates para futuras investigaciones.