RESUMEN
Las constituciones de 1979 y 1993 marcaron la era de la apertura del ordenamiento peruano al derecho internacional. De este modo, se incorporaron cláusulas inéditas, las cuales regulaban el rango de los tratados, el derecho de acceder ante organismos o tribunales internacionales, y cuál era la función del operador al advertir que un instrumento internacional era contrario a alguna ley interna. Sin embargo, uno de los temas que ha pasado desapercibido es el relativo al control de constitucionalidad de los tratados. Las constituciones peruanas han oscilado entre establecer la falta de competencia de los tribunales para conocer esta clase de casos, a la fórmula contraria de brindar al Tribunal Constitucional la posibilidad de examinar demandas en contra de tratados en vigor. Este artículo busca explorar las razones que impulsaron a los constituyentes a adoptar estas fórmulas, y qué reformas son necesarias para respetar los compromisos internacionales del Estado peruano.
Palabras clave: Tratados; control constitucional; jerarquía; Treaties; derechos humanos; control preventivo; control posterior; derecho internacional.
ABSTRACT
The constitutions of 1979 and 1993 marked the era of the opening of the Peruvian order to international law. In this way, novel clauses were incorporated, and they regulated, for example, the range of treaties, the right to access before international organizations or courts, and what was the role of the operator in noting that an international law instrument was contrary to some municipal law. However, one of the issues that has gone unnoticed is related to the constitutional control of treaties. Peruvian constitutions have ranged from establishing the lack of jurisdiction of the courts to hear this type of case, to the contrary formula of giving the Constitutional Court the possibility of examining claims against treaties in force. This article seeks to explore the reasons that prompted the constituents to adopt these formulas, and what reforms are necessary to respect the international commitments of the Peruvian State.
Keywords: constitutional review; hierarchy; human rights; preventive control; subsequent control; international law.
El examen de compatibilidad entre los tratados internacionales y las constituciones estatales ha generado distintas discusiones en el derecho comparado, el cual se encuentra lejano de algún nivel de uniformidad en esta materia. El derecho constitucional peruano no ha sido ajeno a esta situación. La Constitución de 1979 —anterior a la actualmente vigente Constitución de 1993— inició, de forma seria, los debates en torno a la situación del derecho internacional en el Perú. Ello no quiere decir, evidentemente, que antes de estas cartas el problema del cuestionamiento de los tratados no haya merecido ninguna clase de atención por parte de la doctrina, aunque sí refleja que no era un asunto que, al menos en esa época, revistiera mayor importancia.
Este artículo tiene como finalidad examinar cómo es que las constituciones de 1979 y 1993 abordaron la problemática del control de constitucionalidad de los tratados, cuestión que no había sido abordada en las cartas anteriores. Ahora bien, esto no solo demandará —como no podía ser de otra forma— el análisis de las disposiciones constitucionales relacionadas con la temática internacional, sino que también supondrá analizar la voluntad de los constituyentes, la doctrina de la época, así como los pronunciamientos que tanto el Tribunal de Garantías Constitucionales (en el marco de la Constitución de 1979) como el Tribunal Constitucional actual (a través de la Constitución de 1993) han emitido a propósito de dicha cuestión.
Como se ha precisado, antes de la Constitución de 1979 no existían disposiciones que regulen las interacciones entre el derecho constitucional local y el derecho internacional. De este modo, el período anterior a su vigencia se caracterizó por el escaso abordaje de esta temática (con la excepción, como se examinará, de la carta de 1839), aspecto bastante entendible debido al contexto en que estos documentos fueron aprobados[2].
El viraje de la cuestión internacional empezará, entonces, con la Constitución de 1979, la cual fue expedida en un contexto de retorno a la democracia luego de los gobiernos militares. Ello generó que el debate parlamentario incidiera sobre distintos aspectos que no habían sido objeto de cuestionamiento alguno en constituciones anteriores, como ocurriera con la de 1920 o la de 1933[3]. Al respecto, Pareja Paz Soldán estimaba que la futura carta —es decir, la de 1979— debería contener, como ocurría con otras constituciones del mundo, referencias a los principios generales del derecho, al deber de cumplir con los tratados, y muestras claras de rechazo al colonialismo y la agresión, bastante comunes en la época (Pareja, 1978: 24). También existían, a nivel de la doctrina, algunos estudios que abogaban por la existencia de un derecho internacional que debía superponerse a la voluntad de los Estados, tal y como se advertirá a propósito de la situación de las normas mercantiles[4]. Ello demuestra que, independientemente del silencio de la carta de 1933, ya la cuestión internacional había sido insertada en los pensadores peruanos, por lo que parecía ser inexorable su incorporación en la siguiente constitución.
De este modo, será la carta de 1979 la que iniciará distintos debates que, hasta ese momento, no se habían efectuado en las asambleas o congresos constituyentes previos. La inserción del Estado en la comunidad internacional —fenómeno que empezará a advertirse con mayor nitidez luego de la Segunda Guerra Mundial— generará que sean objeto de discusión cuestiones tan trascendentes como el proceso de integración o la incorporación de los tratados. Es por ello que, con el propósito de examinar los aportes de cada documento, se ha decidido realizar, por separado, el análisis de la cuestión internacional, tanto en la Constitución de 1979 como en la de 1993, ya que ello será determinante para comprender, en su verdadera dimensión, el control de constitucionalidad de los tratados.
Para el año 1979, ya eran conocidos distintos progresos relacionados con la posición y el rol del derecho internacional[5]. En dicho escenario será objeto de polémica la cuestión relativa a la jerarquía de los tratados y su relación frente a la ley[6]. La plural composición de la Asamblea Constituyente responsable de la adopción de este documento generó que existan visiones bastante marcadas de la cuestión internacional. Esto se va a reflejar en el debate respecto del rango de estos instrumentos, materia que interesa particularmente a esta investigación, pues ello permitirá determinar cómo es que se analizaban las relaciones entre la constitución y el derecho internacional.
La Constitución de 1979 tiene entre sus grandes aportes la apertura al derecho internacional, ya que, de conformidad con su art. 101, en caso de conflicto entre un tratado y la ley, prevalecía el primero[7]. La génesis de esta disposición, así como la lógica que le subyace, deben ser encontradas en los debates realizados por los integrantes de la Asamblea Constituyente de 1978, en los cuales surgió una importante duda en torno a la posición jerárquica de los tratados, cuestión que las anteriores constituciones peruanas no se preocuparon en analizar. De este modo, será natural que la conocida polémica entre monistas y dualistas se refleje en los debates constituyentes[8], lo que se advertirá en las diversas críticas al contenido del proyecto[9]. También se evidenciaron en el seno de la Asamblea posturas ajenas a cualquier clase de efecto del derecho internacional en el ordenamiento peruano[10]. Todo ello reflejaba que la misión de sus integrantes pasaba por afrontar, además de la cuestión relativa a la incorporación de los tratados en el derecho interno, dos grandes problemas: i) las relaciones entre el derecho infraconstitucional y los tratados; y ii) las relaciones entre el derecho constitucional y los tratados.
Respecto de lo primero, se adoptó la fórmula del art. 101, y se brindó preferencia al tratado en relación con la ley interna (i). Las razones para justificar esta preferencia se fundamentaron, en esencia, en la idea que los tratados internacionales eran actos bilaterales o multilaterales, a diferencia de la ley, que «es un acto unilateral y no puede por eso prevalecer sobre aquéllos»[11]. En todo caso, el art. 101 de la Constitución de 1979, bien interpretado, no implicaba que el tratado «abrogue» automáticamente la ley con la que se encontraba en conflicto, sino que únicamente reconocía un sistema de prevalencia[12]. La incorporación de esta cláusula generó, como no podía ser de otro modo, interesantes y nutridos debates en el interior de la Asamblea Constituyente. Una de las propuestas alternativas que se ocupó de la cuestión internacional fue la del Partido Socialista Revolucionario, el cual sostuvo que los tratados y convenios tenían carácter de ley, y que, en esa condición, eran incorporados al derecho interno[13]. Esta fórmula, como es posible de notar, era más restrictiva que la finalmente adoptada en la Constitución de 1979, ya que no disponía expresamente la preferencia por la aplicación del tratado en caso de conflicto. Ahora bien, ello podía generar que, en caso de concurrencia de normas, el legislador simplemente recurriera a las conocidas fórmulas del lex posterior derogat priori o lex specialis derogat generali[14]. Sin embargo, esa posición no prosperó, ya que los integrantes de la Asamblea prefirieron optar por la propuesta relacionada con la aplicación preferente de los tratados en relación con las leyes.
Ahora bien, y vinculado con lo anterior, también se generó en la Asamblea otro importante debate en lo que respecta a la posibilidad que un tratado internacional pudiera incidir en disposiciones de carácter constitucional (ii). La fórmula del art. 101 se refería a las leyes (y, con ellas, según se infiere, a todas las normas que tengan dicho rango), mas no a las disposiciones constitucionales, cuestión que era muy sensible en la época. La solución finalmente aprobada fue novedosa: no se aplicó ninguna de las tres salidas existentes en el derecho comparado[15], y se optó por establecer que el tratado se aprobara mediante el procedimiento existente para la reforma de la norma fundamental, lo cual suponía que la disposición constitucional posiblemente afectada se mantenía vigente y no era objeto de ninguna modificación, a diferencia del ejemplo francés. Al respecto, el internacionalista Andrés Aramburú, miembro de la Asamblea Constituyente de 1978, indicó que se tuvo la precaución de establecer que los tratados prevalecían sobre las leyes internas, mas no por encima de la Constitución, y ello obedecía a que consideraban que sus preceptos «son de orden público internacional, […] posición concordante con el art. 4° del Código de Bustamante [y] con los arts. 27 y 46 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados»[16].
En efecto, la Asamblea Constituyente adoptó una postura bastante llamativa respecto de la Convención de Viena de 1969[17] —instrumento ya conocido en ese entonces—, ya que consideró que las constituciones locales ostentaban una jerarquía superior a los tratados[18], por lo que no existiría alguna eventual contradicción entre el art. 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969 y la idea que la constitución local es la fuente suprema del derecho interno. De hecho, esta fórmula también va a ser trasladada a la Constitución de 1993, aunque con el importante añadido de que las tensiones entre los tratados y la norma fundamental deben ser analizadas por el Tribunal Constitucional. Sin embargo, la carta de 1979 preferirá el modelo de control político, ya que establecerá que correspondía al Congreso de la República elaborar esta clase de análisis. Como se comprenderá, esto será un asunto delicado, pues no en todos los escenarios el Congreso podría intervenir para hacer ese filtro, tal y como ocurrirá con los tratados aprobados por forma simplificada, cuya aprobación no era, en muchos casos, informada al órgano legislativo. Del mismo modo, no se le brindó al flamante Tribunal de Garantías Constitucionales alguna competencia explícita para controlar la constitucionalidad de algún tratado. A nivel de la jurisprudencia, tampoco existió algún fallo o pronunciamiento, tanto por parte de la Corte Suprema o del Tribunal de Garantías Constitucionales, que aclare lo que ocurriría en el escenario en que se advirtiera alguna contradicción entre disposiciones constitucionales y tratados internacionales.
El art. 105 de la Constitución de 1979 también será importante para analizar esta problemática. Según esta disposición, «[l]os preceptos contenidos en los tratados relativos a derechos humanos, tienen jerarquía constitucional». A diferencia del art. 101, que solamente hacía referencia a una aplicación preferente, el art. 105 sí determinaba el rango que adquirían estos preceptos contenidos en instrumentos internacionales. Es, por cierto, bastante claro el hecho que el rango constitucional que se había asignado a los tratados sobre derechos humanos tenía que ver con la asimilación que se hacían, en aquel momento, de estas obligaciones con las normas de ius cogens[19].
Por otro lado, y como se indicó supra, no se insertó formalmente la posibilidad que un tribunal de justicia examinara la constitucionalidad de los tratados internacionales, de modo que surgía la duda respecto de qué podría ocurrir con aquellos tratados que, pese a ser contrarios a alguna cláusula constitucional, terminaran siendo de todas formas aprobados por el Congreso de la República y el Poder Ejecutivo, o únicamente por este en el caso de los tratados aprobados de forma simplificada. Como se acaba de indicar, la situación de conflicto entre ley y tratado no generaba que la primera sea derogada por la supuesta «superioridad jerárquica» de la segunda, sino que la doctrina coincidió en que solo se trató de un sistema de prevalencia. En ese mismo orden de ideas, es posible afirmar que, en caso un tratado internacional hubiese sido aprobado independientemente de ser contrario a alguna cláusula constitucional, ello no afectaba la validez misma del instrumento, aunque pudiese suponer una limitación de sus efectos en el derecho interno. Como bien anotan Nicolás de Piérola y Balta y Carolina Loayza Tamayo, «si un tratado que afecta la Constitución fuese aprobado siguiéndose el procedimiento ordinario, no podría prevalecer frente a la Constitución (al menos en el derecho interno)» (1993: 164). Lo que inexorablemente sí se generará, en el caso que no se implemente dicho instrumento, es la responsabilidad a nivel internacional del Estado peruano.
El fenómeno de la «internacionalización de los derechos» tuvo un viraje importante al final de la Segunda Guerra Mundial, ya que supuso la creación de organizaciones y mecanismos cuyo propósito central era el de limitar el poder estatal[20]. Los constitucionalistas peruanos de ese entonces eran de la idea que estos instrumentos debían ser incorporados formalmente en una futura constitución, ya que reflejaban el derecho de las naciones y la ley de la humanidad (Pareja, 1978: 59 y 60). Esta tendencia se advertirá con la aprobación, a través de la Resolución Legislativa 13282 de 5 de diciembre de 1959, de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Es bastante sintomático que el texto de aquel documento se haya ratificado en virtud del art. 123, inciso 20, de la Constitución de 1933, ya que dicha disposición hacía referencia a la competencia del Congreso de aprobar o desaprobar tratados o convenios internacionales. En efecto, como se conoce, la Declaración de 1948 no era, en estricto, un tratado, internacional, por lo que no se sabe si, con dicha aprobación, los congresistas de la época quisieron darle un valor superior, o si simplemente estas categorías no eran, en ese momento, objeto de distinción alguna. Si se consulta bibliografía de la época, puede afirmarse que la primera alternativa era la correcta[21]. Ahora bien, también debe precisarse que este entusiasmo en torno a lo que podría significar esta declaración tampoco fue masivo[22]. En todo caso, cualquier duda relacionada al valor jurídico de la Declaración Universal sobre Derechos Humanos será disipada con la suscripción de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, lo cual ocurrirá el 27 de julio de 1977, bajo el gobierno de Francisco Morales Bermúdez[23]. La Constitución de 1979, al establecer que los preceptos relativos a derechos humanos contenidos en tratados sobre derechos humanos tenían rango constitucional, les brindará una posición preferente en nuestro ordenamiento.
En todo caso, este reconocimiento normativo no irá necesariamente de la mano con un amplio desarrollo jurisprudencial, ya que el Tribunal de Garantías Constitucionales de la época carecía de atribuciones para controlar la validez de los tratados. En este aspecto, la Constitución de 1993 sí permitirá una participación más activa de las cortes de justicia.
Como es ya generalmente conocido, la Constitución de 1979 fue dejada sin efecto por el autogolpe realizado por Alberto Fujimori Fujimori. Con posterioridad a dicho acto, se convocó a un Congreso Constituyente Democrático, el cual tenía la misión especial de crear una nueva constitución para el país. Fruto de la labor de este órgano, surgió la Constitución de 1993. Ahora bien, no puede asumirse que, por ser la carta más reciente, es la que contiene un desarrollo más prolijo de los aspectos concernientes al derecho internacional. De hecho, sus disposiciones dejan más preguntas que respuestas. Como bien advierte Landa Arroyo, se trata de un instrumento que «no aborda sistemáticamente el problema de las fuentes del derecho, a lo más establece algunos artículos dispersos relativos a los tratados, su control constitucional y carácter de fuente interpretativa del ordenamiento jurídico» (2002: 320). Esto también va a implicar que, a diferencia de la carta anterior, no se exploren las relaciones entre el derecho interno y el internacional. En lo que, en todo caso, sí demostró un ligero avance fue en la inserción de un mecanismo de control jurisdiccional de la constitucionalidad de los tratados, cuestión que nunca se reconoció expresamente al antiguo Tribunal de Garantías Constitucionales.
Sin perjuicio de lo hasta aquí expuesto, la Constitución de 1993 también trajo consigo importantes aportes y precisiones en cuestiones internacionales que no habían sido advertidas en la Carta de 1979[24]. La propuesta inicial que fue objeto de debate disponía que «[l]os tratados celebrados por el Estado y en vigor forman parte del derecho nacional. En caso de conflicto entre el Tratado y la Ley, prevalece el primero, bajo reserva de que el mismo principio sea aceptado por la otra u otras partes contratantes». Esta fórmula, defendida arduamente por el congresista Enrique Chirinos Soto, fue posteriormente rebatida en posteriores intervenciones de otros constituyentes, en las que, en esencia, se sostenía que era innecesario hacer referencia a alguna suerte de reciprocidad[25].
La fórmula final que se adoptó en la carta de 1993 fue, sencillamente, la de evitar cualquier referencia específica al rango de los tratados internacionales. Este solo hecho, aunado a que el art. 200 faculte a presentar demandas de inconstitucionalidad en su contra, permitió concluir que los constituyentes decidieron asignarles jerarquía de ley. Esta solución, cuestionada por un sector de la doctrina, es, sin embargo, algo que se encuentra dentro del espectro de posibilidades que es posible notar en el derecho comparado[26]. Otro asunto que generó especial controversia fue el de los tratados que pudieran suponer una reforma de la carta fundamental. Este asunto, de hecho, fue objeto de debate por parte de los constituyentes del texto de 1993. Al respecto, Chirinos Soto observó que [l]a Carta Magna no se somete, sino que para aprobar ese tratado hay que observar los mismos trámites que para modificar el texto constitucional. Lejos de someterse a la Constitución, se la está respetando»[27]. La propuesta que sería recogida finalmente en el actual art. 55 de la Constitución de 1993 partiría del congresista Francisco Tudela van Breugel-Douglas, quien sostuvo que los aspectos relacionados con la jerarquía del tratado en cuestión debían ser dilucidados por las autoridades jurisdiccionales. Así, indicó que no era conveniente entrar al debate sobre si un tratado era o no constitucional, ya que ello debía ser resuelto por la Sala Constitucional de la Corte Suprema o el Tribunal Constitucional, y esto dependería de la materia del instrumento internacional respectivo[28].
La propuesta del congresista, según su parecer, se encontraba además respaldada en criterios que se relacionaban con la fluidez propia de las relaciones internacionales. Sostenía, sobre ello, que «cuando los tribunales constitucionales, los políticos en los Parlamentos, los jefes de Estado se ven confrontados con un problema real, una fórmula filosófica incorporada tal cual en la Constitución nos coloca en dificultades. De manera que hay que dejar flexibilidad al Estado»[29]. Esta propuesta, que excluía cualquier referencia a algún orden de prevalencia entre las cláusulas internas e internacionales, terminó siendo aprobada por 47 votos a favor y 13 en contra. La fórmula finalmente empleada por el constituyente de 1993 también efectuó una supresión considerablemente relevante: se eliminó la referencia que hacía el art. 105 de la Constitución de 1979 a la jerarquía constitucional de los preceptos relativos a los derechos humanos. Esta exclusión, sin embargo, no pasó inadvertida, ya que algunos congresistas manifestaron su oposición a dicha propuesta. Así, por ejemplo, la congresista Lourdes Flores Nano sugería que el texto mantuviera la fórmula de la Constitución de 1979, la cual, según entendía, brindaba buena imagen internacional y de demostración de la voluntad del Estado de respetar los derechos humanos.
Una discusión, que también se había presentado con la Constitución de 1979, tiene que ver con lo dispuesto en el art. 57 de la Constitución vigente, según el cual los tratados que incidan en cláusulas constitucionales se aprueban con el mismo procedimiento que rige precisamente para la reforma de la norma suprema del ordenamiento nacional. El art. 57 puede tener, como de hecho ha tenido, dos lecturas: i) asumir que, para los constituyentes de 1993, se debe privilegiar la Constitución antes que los tratados internacionales, o, ii) entender que lo que desearon los constituyentes de 1993 fue reconocer, precisamente, que en caso que se presente alguna posible colisión se otorgue preferencia a los tratados en lugar de a la constitución.
Los partidarios de la primera posición sostienen que los tratados internacionales tienen rango legal, lo cual, de hecho, se fundamenta en que la fórmula final de la Constitución de 1993 fue la de suprimir la referencia a la prevalencia del tratado respecto de la ley, posición que sí se había asumido en la Constitución de 1979. A ello también contribuiría el que se permita la presentación de una demanda de inconstitucionalidad de conformidad con el art. 200.4 de la carta vigente. En ese escenario, el art. 57 sería entendido en el sentido que el tratado, al ser de rango legal, no se encuentra jurídicamente habilitado para reformar una norma de una jerarquía superior. En todo caso, de desear aprobarse el instrumento internacional, ello se haría con el procedimiento previsto para la reforma de la Constitución. Esto significaría que el grado de consenso debe ser lo suficientemente amplio como para contar con los votos para modificar la norma suprema peruana.
En el caso de asumirse la segunda postura, se entendería que los constituyentes privilegiaron la ratificación de un tratado antes que la disposición constitucional respectiva. En ese sentido, se ha sostenido que el hecho que los tratados que versen sobre aspectos relacionados con el texto constitucional deban ser aprobados por el procedimiento de reforma demostraría que, en caso de colisión, se esté prefiriendo al acuerdo internacional por encima de la norma fundamental (Rubio, 2012: 108). Sin embargo, no debe confundirse la «preferencia» con el rango del instrumento internacional. El hecho que se apruebe un tratado mediante el procedimiento de reforma de la constitución, no le quita a aquel su rango original, ni lo convierte en una norma de carácter constitucional. Solamente implica que la Constitución se va a entender como enmendada, pero sin que ello implique que el tratado adquiera su misma jerarquía.
Ahora bien, y como se explicará detenidamente en otro apartado, la constitución vigente habilitó directamente al Tribunal Constitucional de conocer demandas en contra de tratados, lo cual suponía insertar, de manera directa, mecanismos de carácter jurisdiccional para la protección de la supremacía normativa de la Constitución. Ello permitió que, a diferencia del periodo en que estuvo en vigencia la Constitución de 1979, los tribunales tuvieran que asumir un rol más activo en relación con el análisis de las relaciones entre el derecho interno y el internacional. Corresponde, pues, examinar los principales pronunciamientos que se dieron sobre estos asuntos, a fin de entender cómo finalmente los preceptos constitucionales fueron entendidos en la práctica.
La idea de la supremacía de la constitución en los ordenamientos generó que se asumiera que los tratados —y las leyes en general— no podían ser contrarios a ella. Como consecuencia de esta premisa, se van a desarrollar distintos mecanismos para protegerla frente a alguna posible alteración de su contenido. En el caso peruano ocurrirá, en esencia, un fenómeno muy cercano al de buena parte de la Europa occidental: se iniciará el control con métodos exclusivamente políticos y, progresivamente, se insertarán mecanismos de control jurisdiccional para controlar la constitucionalidad de las leyes (y, en general, de las normas con rango de ley, dentro de las cuales se puede incluir a los tratados). En este apartado se analizará esta evolución a propósito del tema específico de los tratados internacionales.
El modelo peruano de control de constitucionalidad de las leyes se caracterizó, durante todo el siglo xix, por su carácter estrictamente político, ya que alejó a los tribunales de cualquier análisis de validez de las normas jurídicas[30]. Esta forma de control, bastante común en Europa, se va a extender durante una considerable parte del siglo xx. Solo era de general conocimiento el modelo estadounidense de la judicial review, el cual tardará en implementarse en el Estado peruano[31]. Esto obedecerá a la actitud de los tribunales nacionales, que, «sumisos en su mayoría a las decisiones políticas del Ejecutivo (y en otras defensoras de los intereses dominantes de la sociedad), reiteraron en numerosas oportunidades que eran incapaces de revisar la constitucionalidad de las leyes» (Bernales y Rubio, 1985: 208).
Debe añadirse a ello que, durante todo el siglo xix (con excepciones muy marcadas como la de Estados Unidos) e inicios del xx se partía de una premisa elemental, vinculada con la idea de infalibilidad del legislador en tanto órgano representante de la nación. Como bien anota Blume Fortini, en este período de los primeros cien años de república, el andamiaje constitucional se sostenía en «la idea de que el Poder Legislativo era el primer poder del Estado y, como tal, las normas que él dictaba solo podían ser interpretadas, revisadas y modificadas por él mismo; descartándose, por tanto, el examen de constitucionalidad» (2014: 246).
Esta idea de la función judicial va a repercutir en relación con la falta de competencia de los tribunales para conocer, durante todo el siglo xix y parte del xx, de la justiciabilidad de los tratados. Esto no impidió, sin embargo, que algunos textos constitucionales tuvieran algunas referencias a cuestiones vinculadas con el derecho internacional. En efecto, a las conocidas cláusulas, propias de la primera mitad del siglo xix, sobre la prohibición de celebrar tratados que se opongan a la independencia o unidad del Estado (a propósito de lo ocurrido, por ejemplo, luego de la época de la Confederación peruano-boliviana), se va a unir una disposición de la Constitución de 1839 que otorgó competencia a la Corte Suprema de Justicia de conocer de posibles infracciones al derecho internacional (Pareja, 1981: 72).
De hecho, la doctrina nacional fue bastante reacia a la idea que los jueces pudieran tener incidencia en los aspectos concernientes a la interpretación de los tratados internacionales. Sin que ello se dijera expresamente, es bastante probable que se asumiera que la conducción de las relaciones internacionales formaba parte de lo que en el derecho norteamericano se conoce como «political questions», esto es, cuestiones políticas no judicializables. Por ejemplo, el jurista Toribio Pacheco, en sus «Cuestiones Constitucionales» (publicada por primera vez en 1854), criticaba la posibilidad de asemejar a la Corte Suprema de su época con la Corte Suprema Federal de los Estados Unidos. De forma particular, sostenía que en el modelo estadounidense las atribuciones de dicho tribunal son básicamente políticas, aunque su constitución sea judicial, lo que la diferencia del tribunal peruano, el cual, según entendía, solo debía encargarse de las cuestiones que estuvieran vinculadas a asuntos civiles o criminales (Pacheco, 2015: 279).
En efecto, en esta época era natural que las posibles infracciones a la Constitución sean examinadas por el Congreso de la República, ya que, al entenderse que era el órgano que representaba a la nación, estaba mejor posicionado para determinar si las leyes eran contrarias a la norma suprema. De este modo, se hacía indispensable la participación del órgano legislativo, ya que se asumía que era el que más conocía el ordenamiento jurídico, por lo que era el mejor posicionado para analizar si la suscripción de un tratado era lesiva o no de la norma fundamental.
La Constitución de 1979, entre otros aportes, instauró en el Perú un modelo de control de constitucionalidad que encargaba la protección de la supremacía normativa ya no solamente al Poder Judicial, sino también a un Tribunal de Garantías Constitucionales. Un asunto bastante curioso —y que dice mucho en relación con la visión de los constituyentes de 1978-1979— es el que, a diferencia de la constitución actual, no se reconoció expresamente la posibilidad de presentar una demanda de inconstitucionalidad en contra de tratados internacionales. El inconveniente de esta clase de vacíos normativos era que ello dificultaba el conocimiento respecto de la instancia facultada para resolver aspectos relativos a la calificación de los tratados contrarios a la norma fundamental (Villarroel, 2014: 123). Ahora bien, el hecho de que esta atribución no se haya reconocido al Tribunal de Garantías Constitucionales o a la Corte Suprema, no significa que no se haya advertido la posibilidad de alguna posible contradicción entre los instrumentos internacionales y la carta magna.
En efecto, como hace recordar Ruth Gonzáles (1995: 174), la posibilidad de reconocer expresamente algún mecanismo judicial de control fue desechada por la Asamblea Constituyente, en especial por el asambleísta Andrés Aramburú, ya que se sostenía que la Constitución de 1979 ya contaba con una disposición en relación con la eventualidad que un tratado internacional modifique la carta. En ese sentido, no era necesario regular algún mecanismo adicional que permitiera declarar la inconstitucionalidad de un instrumento de dicho carácter. De esta manera, no puede negarse que la Asamblea Constituyente efectivamente pensó en la posibilidad que un tratado internacional contenga disposiciones que sean contrarias a la norma suprema, y, precisamente en esa línea, el art. 103 disponía que «[c]uando un tratado internacional contiene una estipulación que afecta una disposición constitucional, debe ser aprobado por el mismo procedimiento que rige la reforma de la Constitución, antes de ser ratificado por el Presidente de la República». Los integrantes de la Asamblea se colocaron, así, en un escenario de infalibilidad del Congreso[32], ya que estimaron que este órgano detectaría, en todos los supuestos, alguna eventual infracción a la Constitución de 1979 que estuviera contenida en algún tratado internacional a punto de ser aprobado por el ente legislativo.
En todo caso, y es justo decirlo, esto no quiere decir que esta problemática no se haya debatido. Se ha señalado, por ejemplo, que el asambleísta Javier Valle Riestra había propuesto, aunque sin éxito, la posibilidad que este Tribunal pueda absolver «consultas del Presidente de la República o del Congreso sobre la inconstitucionalidad de tratados internacionales pendientes de ratificación» (Centro de Estudios Constitucionales del Tribunal Constitucional del Perú, 2018: 20). En esta misma línea, el dictamen en minoría respecto de la Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales también consideraba la posibilidad de efectuar esta clase de control, y para fundamentar esta competencia formulaban las siguientes interrogantes: ¿Qué sucedería si el Ejecutivo ratificase, sin aprobación parlamentaria, un tratado? ¿Y qué sucedería con un tratado ya aprobado que violase la carta constitucional? ¿Qué sucedería si se aprobase por el Parlamento y ratificase por el Jefe de Estado en una legislatura un tratado reñido con la Constitución? (Valle Riestra, 1986: 25).
Sin embargo, las razones que impulsaron a no efectuar un reconocimiento expreso de esta atribución fueron más allá de las que eran de carácter estrictamente constitucional. En efecto, cuando el proyecto inicial que reconocía las atribuciones originarias del Tribunal de Garantías Constitucional empezó a ser objeto de debate, las críticas que se realizaron se basaron en las excesivas atribuciones que se le estaban brindando al naciente órgano de justicia. Este intercambio de pareceres, que empezó a realizarse en la Comisión Principal de Constitución, tuvo como uno de sus protagonistas a Ernesto Alayza Grundy «quien fue sumamente duro al cuestionar la amplitud de facultades que se le pretendía atribuir, argumentando que se estaba desnaturalizando la función del Tribunal de Garantías Constitucionales» (Blume, 1996: 321).
Ahora bien, tampoco debe perderse de vista que, durante su funcionamiento, los propios integrantes del Tribunal de Garantías Constitucionales pensaron en la necesidad de que se incorpore la posibilidad de interponer demandas de inconstitucionalidad en contra de tratados internacionales. Así, el magistrado Pelaéz Bazán, en su memoria como presidente de esta institución durante en el período 1986-1987, planteó precisamente esta reforma (Centro de Estudios Constitucionales del Tribunal Constitucional del Perú, 2018: 41). Sin embargo, como es bien conocido, ninguna de estas propuestas prosperó. La razón, como ya se explicó, consistió, tal y como lo habían asumido los constituyentes de 1978, en que este control ya era realizado por el Congreso, por lo que debía asumirse que los tratados que ya habían sido ratificados no contenían vicios de inconstitucionalidad. En ese sentido, es posible concluir que la cuestión relativa a la posibilidad de interponer reclamos judiciales relativos a la validez constitucional de tratados internacionales, si bien no existió legalmente en esta época, sí fue objeto de un nutrido debate.
Debe tomarse en consideración que no es que se haya asumido que los tratados internacionales no podían ser, en ningún escenario, contrarios a ciertas cláusulas de la Constitución. Lo que pensaron los constituyentes fue que dicho análisis de constitucionalidad tenía que ser efectuado por el Congreso de la República al momento de analizar la aprobación del tratado. Ello era un resquicio de un país que convivió, durante más de 150 años, con un modelo de control exclusivamente político, y en el que la judicatura no era, todavía, del todo consciente de las funciones que estaba llamada a realizar. Sin perjuicio de lo hasta aquí expuesto, es también evidente que los constituyentes de la Asamblea de 1978 fueron muy idealistas al asumir que los órganos del poder constituido iban a respetar, en todos los escenarios, la Constitución. La práctica demostrará que, con posterioridad, tanto el Poder Ejecutivo como el Congreso de la República tuvieron que afrontar problemas que no fueron advertidos en los debates preparatorios. Así, cuestiones como las materias sobre las que el Poder Ejecutivo podía ratificar tratados en forma simplificada, o qué ocurría en el escenario que este último no informara al Congreso respecto de la celebración de un acto internacional, terminaron por demostrar que era necesaria la participación de alguna entidad que pudiera delimitar prolijamente el ámbito de acción de cada uno de estos órganos[33].
En todo caso, el saldo que dejó la Constitución de 1979 puede asumirse como positivo para el derecho internacional, ya que incorporó y visibilizó cuestiones que, en otras oportunidades, no habían sido objeto de preocupación para los constituyentes del siglo xix e inicios del xx. Aspectos como la prevalencia de los tratados respecto de las normas con rango de ley, la posibilidad de incorporar acuerdos que incluso podían incidir en disposiciones constitucionales, o las considerables referencias al proceso de integración nos colocan frente a un documento inédito en el constitucionalismo peruano. No sorprenderá, inclusive, que varios autores, y cuando ya estaba vigente la Constitución de 1993, abogaran por adoptar las fórmulas que aquella incorporó en temas internacionales (Loayza, 1996: 48).
A diferencia de lo que ocurría con la Constitución de 1979, el texto actual sí es explícito en cuanto a la posibilidad de cuestionar la constitucionalidad de un tratado internacional, ya que permite la interposición de una demanda de inconstitucionalidad en su contra (art. 200.4). En esa misma lógica, si el Tribunal Constitucional tiene dicha competencia, es evidente que el Poder Judicial también se encontrará facultado a recibir, en casos particulares, reclamos en contra de tratados que puedan ser lesivos de la norma fundamental peruana, y podrá, también, evaluar su posible inconstitucionalidad en virtud del art. 138 del referido texto[34].
De esta forma, no se admite la interposición de algún recurso judicial antes de la ratificación del tratado internacional. En todo caso, según el art. 206 de la Constitución, se desprende que el único «control preventivo» lo ejerce el Congreso, ya que, de advertir dicho órgano que un tratado es contrario a alguna cláusula constitucional, solamente lo podrá aprobar con el procedimiento que se exige para la reforma constitucional. Al respecto, Elizabeth Salmón ha indicado que el mecanismo de control de los tratados diseñados por la Constitución de 1993 genera distintos inconvenientes, dado su exclusivo carácter posterior, ya que «[e]n el ámbito interno, nos encontraríamos en la situación de no poder aplicar el tratado internacional por una sentencia que lo ha declarado inconstitucional y, en el ámbito internacional, el Estado seguiría plenamente obligado a cumplir la norma por ser Estado parte (2002: 74).
Esta contradicción compromete la responsabilidad internacional del Estado peruano, lo cual podría ser evitado con la inserción de un mecanismo de control judicial de carácter preventivo, ya que no siempre el Congreso cuenta con el conocimiento especializado en materia constitucional que permita realizar estos juicios de contraste. Ahora bien, la pregunta que resta hacerse es: ¿qué ocurriría en el caso que el Tribunal Constitucional advierta que un tratado es contrario a alguna cláusula constitucional? Si bien ello no ha ocurrido en el seno de un proceso de inconstitucionalidad, es claramente factible que no se trata de una opción remota. Sobre ello, se ha sostenido que este control posterior «resulta paradójico y contraproducente, por los efectos para las relaciones internacionales que acarrearía una eventual declaratoria de inconstitucionalidad de un tratado ya aprobado y ratificado […]» (Eguiguren, 2000: 61).
El debate en torno al control de constitucionalidad de los tratados es un asunto aun más problemático si es que los instrumentos que son objeto de control versan sobre derechos humanos. Esto obedece a que, si es cierto lo que afirma el Tribunal Constitucional en el sentido en que esa clase de documentos ostentan rango constitucional, entonces se presentaría la paradoja de que sería factible, en nuestro modelo, controlar la constitucionalidad de normas que ostentan, a su vez, el rango constitucional[35]. En ese sentido, Landa Arroyo, por ejemplo, propone que el control de constitucionalidad no puede versar sobre tratados de derechos humanos (Landa, 2002: 320). Esto obedece a que, para el jurista nacional, los tratados con rango constitucional son parámetro y no objeto de validación en el seno del control de constitucionalidad de las normas[36]. Es en este contexto en que adquiere un particular protagonismo el control judicial de los tratados internacionales. Los dos principales actores, esto es, tanto el Poder Judicial como Tribunal Constitucional, han demostrado, sobre todo en el siglo xxi, una marcada predisposición y apertura para con el derecho internacional. Sin embargo, al haber sido diseñados bajo lógicas y estructuras distintas, es conveniente analizar, por separado, en qué medida cada uno de ellos ha interactuado con la normatividad internacional.
Bastante curioso ha sido el caso del Poder Judicial, el cual, de conformidad con el art. 138 de la Constitución, está facultado a ejercer control difuso, lo que tiene una serie de consecuencias. En lo que concierne a esta investigación, ello supone que dicho órgano estaría facultado a realizar control de constitucionalidad de los tratados internacionales. En efecto, el Poder Judicial podría efectuar dicho juicio de compatibilidad en muchos escenarios: i) a través del control difuso en el marco de cualquier proceso judicial, sea civil, penal, laboral, administrativo, etc; ii) a través de los procesos de tutela de derechos, particularmente en los procesos de habeas corpus y amparo, cuando el vicio que se impugne provenga de un tratado internacional; y iii) a través del proceso de acción popular, cuando se cuestione que algún decreto supremo es contrario a un tratado.
En el primer escenario, puede ocurrir que, en el desarrollo de un proceso judicial de cualquier materia, la autoridad jurisdiccional advierta que existe una contradicción entre el tratado internacional aplicable y la constitución. Es evidente que, al menos en materias ajenas a los derechos humanos, los tratados tienen rango de ley, por lo que tal operación estaría autorizada por la norma suprema. Cuestión distinta será, como no puede ser de otro modo, la responsabilidad internacional del Estado peruano en este caso. Y es que este problema se ha azuzado por la inexistencia de alguna disposición que haga referencia a la prevalencia del tratado respecto de la ley, como ocurría con la Constitución de 1979.
De hecho, ha sido en los casos en los que se ha efectuado control difuso en los que se han realizado distintas consideraciones en torno al derecho internacional, particularmente en el ámbito de los derechos humanos. Por ejemplo, se ha empleado el art. 10.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos con el propósito de inaplicar el art. 189, inciso 4 del Código Penal, el cual reconocía la cadena perpetua en nuestro ordenamiento[37]. En un sentido similar, se han aplicado tanto la Convención Americana como el mismo Pacto con el propósito de inaplicar el art. 425, inciso 3 del Código Procesal Penal, el cual permitía la condena, en segunda instancia, de quien había sido absuelta en primera, con el propósito de garantizar el derecho a la pluralidad de instancias[38]. Lo que, en todo caso, no se ha podido advertir es que el tratado sea objeto de inaplicación, ya que, por lo general, este acto ha sido realizado en contra de disposiciones expedidas por la autoridad nacional. En lo que sí existe, por lo menos, cierto consenso a nivel judicial es en lo relativo al rango de los tratados sobre derechos humanos, que se ha asumido como constitucional. Se ha afirmado, sobre ello, que
[e]n el caso de incompatibilidad de normas legales con normas constitucionales se procede al control de constitucionalidad, y cuando se diere la incompatibilidad con normas convencionales, además del control de constitucionalidad por la protección que los derechos fundamentales gozan en nuestro sistema jurídico, corresponde el control de convencionalidad cuando se vulneran tratados internacionales sobre derechos humanos vinculantes para el Estado Peruano[39].
Por otro lado, también es posible que, en el marco de un proceso de tutela de derechos, se haga referencia a la posible incompatibilidad con la constitución de algún tratado que ha sido aplicado en un caso en concreto. Esto puede ocurrir cuando, por ejemplo, dicho instrumento incide en el derecho a la libertad individual, el derecho al trabajo, la salud, o, en general, respecto de cualquier derecho que se desprenda de la Constitución de 1993.
Finalmente, aunque mucho menos probable, es posible que, en el marco de un proceso de acción popular —proceso constitucional que permite el cuestionamiento de normas infralegales—, se impugne lo dispuesto en una norma con rango infralegal por ser contraria a un tratado internacional, lo cual no hace sino evidenciar la necesidad que la judicatura conozca, adecuadamente, las obligaciones que dimanan del derecho internacional. Ahora bien, no ha pasado desapercibida la cuestión internacional en esta clase de procesos. Durante la vigencia de la Constitución de 1979 se presentaron nutridas discusiones en torno al rango infralegal que se otorgó a los denominados «tratados ejecutivos», tal y como se advirtió en otro acápite. Dicho problema ha sido superado en la carta vigente, pero no han faltado demandas de acción popular frente a decretos supremos que aprobaban tratados internacionales de dicho carácter.
Por otro lado, la Constitución de 1993 ha incorporado, a diferencia de su antecesora, la posibilidad de presentar una demanda de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional en el caso que un tratado en vigor vulnere la norma suprema. De este modo, y a diferencia de una tendencia cada vez más prevaleciente en el derecho comparado[40], se descartó cualquier clase de control preventivo en nuestro modelo de jurisdicción constitucional[41]. La posibilidad de iniciar este tipo de procesos también consolidó la idea de que los tratados ostentan en el ordenamiento peruano jerarquía legal.
Ahora bien, el Tribunal Constitucional peruano no ha incorporado la figura del control preventivo a través de su jurisprudencia. De hecho, ha sido bastante enfático en sostener que cualquier posibilidad de insertar en nuestro ordenamiento dicha facultad demanda el uso, por parte del Congreso de la República, de su competencia para reformar la constitución[42]. La explicación en el caso alemán se fundamentaba en la idea de no permitir que el Gobierno Federal tenga competencia de firmar acuerdos internacionales sin que pueda existir alguna clase de filtro que determine si dicho accionar resultaba compatible con la Ley Fundamental de Bonn. No ocurrió así en el modelo peruano, en el que, por el contrario, se han brindado importantes atribuciones al presidente de la República para la suscripción de tratados internacionales sin participación directa del Congreso de la República. En todo caso, y nuevamente al conocer de demandas de inconstitucionalidad, el Tribunal ha exhortado al Congreso de la República a fin que pueda incorporar el control preventivo en nuestro ordenamiento. Así, en la STC 00018-2009-PI, el supremo interprete de la constitución indicó que
el control previo busca prevenir precisamente las eventuales contradicciones que pudieran surgir luego de la entrada en vigor o incorporación del tratado en el ordenamiento jurídico; ello afirmaría la coherencia normativa y lógica del sistema de fuentes y evitaría la inseguridad jurídica y la potencial responsabilidad internacional del Estado, además de fortalecer la supremacía constitucional, lo cual no sería posible con un control posterior de constitucionalidad de los tratados; es por tanto conveniente la implementación en estricto de un sistema de control previo de constitucionalidad de los instrumentos internacionales (tratados), previa reforma constitucional de acuerdo a lo establecido en el art. 206º de la Constitución[43].
De este modo, para el Tribunal Constitucional, son dos las razones que justifican la inserción del control preventivo de tratados internacionales: (i) afirmar la coherencia normativa del sistema de fuentes; y (ii) evitar la inseguridad jurídica y la potencial responsabilidad internacional del Estado peruano. En relación con la primera, como lo precisa la misma sentencia, lo que se pretende es fortalecer la supremacía constitucional, ya que no debería permitirse la inserción de normatividad que sea incompatible con la norma suprema. En efecto, es un principio conocido que los Estados no pueden invocar sus disposiciones internas (incluso las constitucionales) para incumplir con obligaciones internacionales, pero eso opera únicamente en el plano internacional. En el plano local, el juez debe respetar el diseño del sistema de fuentes que se ha implementado de conformidad con la constitución respectiva. Así, como bien anota Elizabeth Salmón, el «juez nacional deberá aplicar las disposiciones de su ordenamiento interno, pero si estas le mandan preferir una norma interna en desmedro de una internacional, entonces la aplicación de la norma interna entrañará la responsabilidad del Estado en el plano interno. Sin embargo, la ley interna o la decisión judicial sigue siendo válida en el sistema nacional»[44].
Ahora bien, este enfoque de ninguna manera faculta a los Estados a no asumir sus obligaciones internacionales, las cuales aun podrán ser exigidas por las partes que se hayan visto perjudicadas por esta decisión. Sin embargo, ello es independiente de la decisión que pueda ser adoptada en el marco del control de constitucionalidad de los tratados, el cual dependerá, esencialmente, de la posición asignada a estos instrumentos en la norma suprema respectiva. Sobre ello, se ha indicado que «la fallida adecuación del ordenamiento interno a la normativa internacional no justifica la inobservancia de las correspondientes obligaciones internacionales del Estado, sino que la responsabilidad que de esto se desprende podrá hacerse valer solo en el plano del derecho internacional, […] y no también por el derecho interno» (Pizzorusso, 2020: 71).
Por otro lado, se indica que la inserción del modelo de control preventivo garantiza la seguridad jurídica y evita que se genere la responsabilidad internacional del Estado peruano. Esto va de la mano con el punto anterior. Se había indicado que el juez nacional, en estricta observancia del sistema nacional de fuentes del derecho, debe preferir la aplicación de la constitución antes que de una norma con rango de ley, sin perjuicio de la responsabilidad internacional que se genere. De este modo, la otra parte del tratado podrá asumir que el visto bueno del tribunal constitucional respectivo es una garantía de que dicho acto no sea inobservado en el derecho interno del Estado. De esta forma, solo se permite el control posterior de validez de los tratados. En todo caso, lo conveniente sería que el constituyente peruano, en aras de mantener en armonía tanto el principio de supremacía de la Constitución como el adecuado manejo de las relaciones internacionales, permita el uso de ambos mecanismos de control. El preventivo como premisa general, a fin de examinar, antes de su ratificación, la compatibilidad del tratado con la Constitución; y el posterior con el propósito de destacar si es que la interpretación o aplicación subsecuente del tratado ha sido de forma contraria a la ley fundamental.
Se puede advertir, de lo expuesto, que el constituyente de 1993 pasó de la fórmula de la falta de competencia del Tribunal Constitucional para conocer esta clase de casos —que fue la adoptada en la carta de 1979— a brindarle una salida igualmente cuestionable, esto es, la posibilidad de solo controlar tratados en vigor. Esta última puede ser una alternativa viable siempre y cuando coexista con el control preventivo, el cual se muestra como un instrumento idóneo para evitar el surgimiento de responsabilidad internacional y mantener la seguridad jurídica. Ahora bien, pese a las propuestas del Tribunal Constitucional, el control posterior no debería ser descartado del todo, ya que existen escenarios en los que es necesario examinar si es que la forma en la que efectivamente ha sido interpretado y aplicado el tratado es conforme con la Constitución[45].
Estos supuestos podrían presentarse, por ejemplo, si es que las Partes contratantes han brindado alguna clase de interpretación o lectura posterior del acuerdo que pueda ser incompatible con la norma suprema. Del mismo modo, también se puede presentar el caso de que la aplicación del tratado, en situaciones específicas, pueda ser contraria a derechos reconocidos por la constitución local. En ese sentido, es importante que, junto con el control preventivo se pueda mantener, para esta clase de casos, el de carácter posterior (aunque de forma excepcional), ya que no son mecanismos excluyentes. En este último escenario, los tribunales deberían actuar solo excepcionalmente y velando por seguir los procedimientos establecidos en la Convención de Viena[46].
Las constituciones de 1979 y 1993 empezaron un fecundo debate en torno al control de constitucionalidad de tratados en el ordenamiento peruano. Esta materia había sido absolutamente inexplorada en las constituciones vigentes entre 1823 y 1933, las cuales asumían que estos instrumentos no podían contravenir lo dispuesto en la norma suprema. Naturalmente, esta posición era la general de la época, ya que el modelo westfaliano consideraba a los Estados como el eje central de la comunidad internacional. De esta forma, será la carta de 1979 la primera en abordar el tema internacional y, particularmente, el relativo al control de validez de los tratados. Sin embargo, tuvo ella el defecto de confiar en la infalibilidad del Congreso, al no regular ningún mecanismo judicial que permitiera cuestionar la inconstitucionalidad de un instrumento internacional.
Una de las razones principales que justificó esta omisión era que, según el parecer de los constituyentes, se estaba brindando demasiadas atribuciones al flamante Tribunal de Garantías Constitucionales. La actual Constitución de 1993, por su parte, no solo reconoció esta competencia al Tribunal Constitucional, sino que le permitió ejercerla respecto de tratados en vigor, cuestión que ha suscitado importantes debates respecto de la compatibilidad de esta fórmula con las obligaciones que dimanan de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados.
Como se conoce, de conformidad con el art. 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969, los Estados no pueden invocar sus disposiciones internas para justificar el incumplimiento de los tratados. La lectura de esta disposición, al menos para los organismos internacionales, también abarca a las cláusulas constitucionales, lo cual encuentra un importante precedente en la Opinión Consultiva de la Corte Permanente de Justicia Internacional en el Caso de los empleados ferroviarios de Dantzig de 1928. De este modo, evitar la responsabilidad internacional del Estado peruano debe implicar que se adopten las medidas necesarias para eludir cualquier riesgo de incumplimiento respecto de un instrumento que haya entrado en vigor. Evidentemente, no se podrá demandar esta responsabilidad si es que el instrumento aun no hubiera sido ratificado. De ahí que el modelo de control preventivo tenga la ventaja, respecto del posterior, de sortear esta clase de escenarios. Ahora bien, a nivel interno la discusión, al menos para los tribunales constitucionales, se suele centrar en el sistema de fuentes diseñados por la carta fundamental, y ello explica, como se ha mencionado en esta investigación, que existan modelos como los de Estados Unidos o Inglaterra.
El propio supremo intérprete de la norma fundamental ha exhortado al Congreso a regular la figura del control preventivo, ya que es el que, en mejor medida, permite resguardar la supremacía constitucional al mismo tiempo que la buena fe en el sostenimiento de las relaciones internacionales. Ahora bien, se ha recomendado en esta investigación que el modelo peruano debería reconocer la posibilidad de controlar preventivamente, como regla general, la validez del tratado; mientras que el control posterior debería ser empleado de forma excepcional si es que se advirtiera que la interpretación y aplicación posterior del instrumento internacional sean contrarios con la Constitución.
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Asesor del Tribunal Constitucional del Perú. Ha sido profesor de Derecho Constitucional Comparado en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y de Historia Constitucional Peruana en la Universidad de San Martín de Porres. Cuenta con estudios de especialización en Argumentación Jurídica por la Universidad de Alicante (España), en Interpretación Constitucional por la Universidad de Castilla-La Mancha (España) y en Derechos Humanos por la American University Washington College of Law (Estados Unidos). |
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La Constitución de 1979 fue la primera en examinar minuciosamente las cuestiones de derecho internacional. Antes de este texto, rigió la carta de 1933, la cual fue interrumpida por el Estatuto del Gobierno Revolucionario de 1968, cuyo art. 7 solo indicaba que el Gobierno respetaría los tratados internacionales suscritos por el Perú. Como puede apreciarse, para 1933, los constituyentes solo tenían como importantes referencias en este tema a la Constitución de España de 1931 y a la Constitución de Weimar de 1919, ya que en diversos países se guardaba silencio respecto de esta materia. Como se recuerda, estos documentos incorporaron importantes cláusulas relativas a la recepción de obligaciones internacionales, lo cual se encontraba vinculado con el surgimiento de la Sociedad de Naciones y el supuesto nuevo orden internacional. En lo que se refiere a la República de Weimar, el art. 4 de la Constitución de 1919 disponía que «las reglas generalmente aceptadas del derecho internacional deben considerarse como partes integrantes vinculantes del Reich alemán». Ahora bien, lo cierto es que, pese a lo generoso de esta redacción, no se encontró, al menos en los órganos judiciales, algún especial terreno de cultivo. Como sostiene Leticia Vita, la justicia, «especialmente aquella que se ocupó de asuntos políticos, formó parte de la página más oscura de la República de Weimar» (Vita, 2015: 40). En relación con la Constitución española de 1931, el art. 7 disponía que el «Estado español acatará las normas universales del Derecho internacional, incorporándolas a su derecho positivo». Sobre ello, se ha sostenido que, al no efectuar la carta alguna especial referencia respecto de la norma que debía ser objeto de cumplimiento, era posible deducir que esta disposición había sido redactada en términos amplios, por lo que incluía «al conjunto de normas que forman parte del Derecho internacional: la costumbre, los principios generales del Derecho y los tratados válidamente celebrados y publicados» (Pérez, 2001: 138). Del mismo modo, el art. 65 establecía que todos «los Convenios internacionales ratificados por España e inscritos en la Sociedad de las Naciones y que tengan carácter de ley internacional, se considerarán parte constitutiva de la legislación española, que habrá de acomodarse a lo que en aquellos se disponga». En todo caso, e independientemente de lo hasta aquí expuesto, lo cierto era que, en esa época, aún prevalecía el modelo westfaliano de la comunidad internacional, el cual estimaba que los Estados eran el eje central de la política internacional (Cortés y Piedrahita, 2011: 44). |
[3] |
Es importante precisar que, ya en esa época, empezaron a alzarse algunas voces que abogaban por la necesidad que el texto constitucional tuviera referencias a cuestiones de derecho internacional. Así, en plena vigencia de la Constitución de 1933, se resaltaba el hecho de que ella guardara silencio sobre aspectos internacionales, por lo que era «prudente aconsejar desde ahora que [la temática internacional] sea contemplada por la nueva constitución que debe regir al país cuando se restablezca el Estado de derecho, como ya se ha hecho en algunas constituciones modernas» (Aramburú, 1977: 52). |
[4] |
Sobre ello, se puede consultar el interesante estudio de Humberto Ogolotti, relacionado con esta materia. En este documento, el autor sostendrá que el «carácter universal del comercio, y en consecuencia del derecho mercantil, ha sugerido la conveniencia y posibilidad de contar con una misma legislación para todos los pueblos» (1934: 462). |
[5] |
Como advertía Luis Solari, desde la primera edición de su obra Derecho Internacional Público, existía en el derecho público de la época una tendencia, propia del siglo xx, de «incorporar en la Constitución de los Estados, un dispositivo que reconozca la primacía de la norma internacional sobre la interna» (Solari, 1994: 18). La constitución que se comenta en este apartado no será una excepción a dicho planteamiento, lo que generará diversos debates en torno a la posición del derecho internacional en nuestro ordenamiento. |
[6] |
Esto también va a suponer que se debatan propuestas como las del asambleísta Hugo Blanco, quien sugirió que todos los tratados debían ser sometidos a la consulta de un plebiscito, y que, por tanto, no bastaba con la simple aprobación de la Cámara de Diputados o Senadores. Sobre ello, se recomienda ver la intervención del asambleísta Hugo Blanco Galdós en el Diario de los Debates de la Asamblea Constituyente de 1978, Tomo VI, p. 367. |
[7] |
Sobre ello, refiere Fabián Novak que dicha disposición supuso la adopción, en nuestro ordenamiento, de una postura monista. Esto originaba que las leyes que «contenían normas que se hallaban en contradicción con las disposiciones de un tratado, dejaban de aplicarse en favor de este y, por otro lado, las leyes aprobadas con posterioridad a la entrada en vigencia de un tratado, tampoco podían tener efectos jurídicos […]» (Novak, 1998: 254). |
[8] |
Es importante destacar que, para 1979, era ya conocido el debate entre posturas monistas y dualistas. La primera posición tiene, a su vez, dos vertientes. El monismo nacionalista, postulado en esencia entre los siglos xvii y xix, va a defender que, en supuestos de colisión, va a prevalecer automáticamente la norma interna. A su vez, el monismo internacionalista va a sostener que el derecho internacional es superior al derecho interno de los Estados. Por otro lado, las posturas dualistas van a tener como eje central la idea que el derecho interno y el internacional son dos «ordenamientos absolutamente separados, por tener fundamentos de validez y destinatarios distintos» (Verdross, 1963: 63). El modelo denominado «pluralista» y que varios autores van a asociar a lo que ocurre actualmente en la Unión Europea, no había sido, en ese entonces, lo suficientemente desarrollado como para servir de referencia. |
[9] |
En efecto, la fórmula adoptada en el art. 101 no estuvo exenta de críticas en el marco de los debates de la Asamblea Constituyente. El asambleísta Jesús Veliz Lizagarra, por ejemplo, se manifestó en contra de esta propuesta, alegando que no era viable celebrar un tratado internacional si es que el mismo era contrario a una ley interna, por lo que, si el acuerdo era conveniente a los intereses nacionales, «previamente debe modificarse la ley, aquí entonces, interviene el Congreso, para ver si el tratado lesiona o no los intereses nacionales, porque si decimos que un tratado prevalece sobre la ley estaríamos mellando la soberanía nacional». Seguían vigentes, así, posturas en las que se continuaba asumiendo que la eficacia de los tratados debía estar condicionada a lo dispuesto en las leyes internas. Ello es curioso, porque un gran sector de la doctrina de la época ya les otorgaba rango legal. |
[10] |
En efecto, existieron constituyentes que sostenían que la ratificación de tratados internacionales no era más que una muestra de genuflexión ante el «imperialismo internacional». Esta postura, que fue asumida por algunos partidos de la izquierda de la época, planteaba que los tratados internacionales eran por sí mismos lesivos de cualquier interés nacional. Por ejemplo, el asambleísta Hugo Blanco manifestó que su partido se encontraba «en contra de todo este tipo de tratados que se hacen a espaldas del pueblo y que tienen por objeto someter a nuestros países a las garras del imperialismo […]. Por eso es que nosotros denunciamos estos tratados, que muchas veces han servido como pretexto […] para que el imperialismo intervenga […]». Ver, al respecto la intervención del asambleísta Hugo Blanco Galdós en el Diario de los Debates de la Asamblea Constituyente de 1978, Tomo VI, p. 367. |
[11] |
El profesor sanmarquino Andrés Aramburú Menchaca es uno de los «padres fundadores» del Derecho Constitucional Internacional en el Perú. Sus principales participaciones en lo que se relaciona con esta investigación se pueden consultar en el Diario de los Debates de la Asamblea Constituyente de 1978, Tomo VI, p. 374. |
[12] |
Esto suponía que, aunque inaplicada en algún caso particular, ella seguía siendo parte del ordenamiento jurídico peruano, lo cual ocurría hasta la derogación (efectuada por el Congreso) o por su expulsión en el seno de un proceso de inconstitucionalidad (efectuada por el Tribunal de Garantías Constitucionales, el cual, sin embargo, no estaba facultado expresamente de ejercer dicha atribución respecto de los tratados según la carta de 1979). De este modo, la ley solo podía ser formalmente derogada por el procedimiento que había diseñado la Constitución. |
[13] |
Las propuestas del Partido Socialista también incluían un proyecto de artículo que indicaba que la Constitución primaba sobre todos los acuerdos y convenciones internacionales, las que no podían ser invocadas para su incumplimiento (Ruiz-Eldredge, 1980: 166). Estos planteamientos no obtuvieron mayoría para su aprobación. |
[14] |
Esta fórmula no ha sido desechada, en la actualidad, en el derecho comparado. De hecho, su principal representante es el modelo de los Estados Unidos. Un caso trascendental, y que marcó la tendencia del enfoque judicial sobre el rango de los tratados internacionales en ese país se presentó en el caso Chae Chang Ping vs. Estados Unidos (1889). En este pronunciamiento, la Corte Suprema precisó que los tratados requerían ser implementados a través de leyes internas a fin de poder ser ejecutados de forma exitosa, a lo que añadió que, inclusive, era factible que estos acuerdos puedan ser modificados por leyes posteriores (González Oropeza, 2014: 544). Esto supuso que se asumiera que el rango brindado a los tratados era el de una ley ordinaria, más aun cuando la propia Constitución de los Estados Unidos, en el conocido art. VI, establece que ella es la norma suprema del ordenamiento, lo que confirmaría que los instrumentos internacionales ostentan, en ese modelo, un rango inferior al de la carta fundamental. Actualmente, el debate parece relativamente zanjado a propósito de lo resuelto en el caso Medellín vs. Texas (2008), fallo en el que la Corte Suprema de Estados Unidos indicó que, si bien se pueden asumir obligaciones internacionales a través de tratados, estas no son exigibles hasta que exista una ley aprobada por el Congreso Federal que permita su implementación. |
[15] |
En ese entonces, el constituyente nacional tenía conocimiento de, al menos, tres formas de analizar las posibles incompatibilidades entre disposiciones constitucionales y las de derecho internacional (De la Lama, 1987: 487): a) otorgar primacía al tratado sobre la Constitución, como ocurría con el art. 63 de la Constitución del Reino de Países Bajos de ese momento; b) brindar primacía a la Constitución sobre el tratado, caso en el cual la propia norma fundamental dispone que no se pueden celebrar tratados incompatibles con ella, tal y como ocurría en ese entonces en el Ecuador; c) y, finalmente, la idea de permitir la aprobación de un tratado que contenga alguna cláusula contraria a la Constitución pero previa reforma a ella, como sucedía con el art. 54 de la Constitución de Francia de 1958. |
[16] |
Ver, al respecto la intervención del asambleísta Andrés Aramburú Menchaca en el Diario de los Debates de la Asamblea Constituyente de 1978, Tomo VI, p. 363. |
[17] |
Como se conoce, los tribunales internacionales cuentan con jurisprudencia consolidada en el sentido de sostener que los Estados no pueden invocar sus normas internas (incluso las constitucionales) para justificar el incumplimiento de un tratado internacional. Esta lectura también se basa en la Convención de Viena de 1969. En el sistema interamericano, se puede revisar lo sostenido por la Corte Interamericana en el caso Boyce vs. Barbados, y por la Comisión Interamericana en el caso Andrés Aylwin Azócar y otros vs. Chile. |
[18] |
Es importante destacar que la postura de Andrés Aramburú también se reflejaba en la experiencia de otros países americanos. El caso paradigmático en esta región es el de Argentina, cuya Corte Suprema ha sostenido, en el caso Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, que «[e]l constituyente ha consagrado en el art. 27 una esfera de reserva soberana, delimitada por los principios de derecho público establecidos en la Constitución Nacional, a los cuales los tratados internacionales deben ajustarse y con los cuales deben guardar conformidad (Santiago, 2017: 283). |
[19] |
Así, al referirse al art. 94 del proyecto de Constitución, que justamente asignaba rango constitucional a los preceptos de derechos humanos contenidos en dichos instrumentos, se sostuvo que «[h]ay un nuevo tipo que es el del art. 94°. En ese artículo recogemos, señor Presidente, la nueva noción que hoy preside todas las relaciones internacionales, [que] es la noción de jus cogens». Sobre ello, consultar la intervención del asambleísta Andrés Aramburú Menchaca en el Diario de los Debates de la Asamblea Constituyente de 1978, Tomo VI, p. 365. Ahora bien, un sector de la doctrina de la época estimaba que el rango constitucional de los tratados no solamente se relacionaba con aquellos que contenían preceptos relativos a derechos humanos, sino que este artículo se refería, en general, a todos aquellos instrumentos que hayan sido adoptados mediante el procedimiento de reforma constitucional, por incidir, precisamente, en cláusulas constitucionales. Sobre este grupo de tratados, Bernales y Rubio sostenían que, también, se trataban de instrumentos internacionales con rango constitucional, a diferencia del resto de tratados, que solo tenían rango de ley (1985: 271). |
[20] |
El Estado peruano no podía ser ajeno a esta corriente, por lo que progresivamente irá reconociendo estos instrumentos internacionales. Los debates en torno a la incorporación de estos acuerdos se darán con la vigencia, al menos formal, de la Constitución de 1933. En aquella época se encontraba en el poder el gobierno militar, encabezado, en un primer momento, por Juan Velasco Alvarado, y posteriormente secundado por Morales Bermúdez. |
[21] |
En efecto, en un interesante estudio sobre la recepción de los derechos humanos a nivel nacional, Andrés Aramburú Menchaca precisó que, luego de consultar con los autores de la iniciativa consistente en la incorporación de la Declaración Universal de Derechos Humanos, es claro que ellos intentaron que ella fuera considerada como un tratado internacional, dándole aprobación mediante el procedimiento que, en ese momento, se empleaba para la recepción de esta clase de instrumentos. Otra razón que brinda es que, de no haber tenido dicha intención, simplemente «hubieran empleado el procedimiento corriente para la aprobación de leyes, o sea mediante el voto separado de ambas cámaras. Al aprobarla por resolución legislativa, procedimiento que está reservado a la aprobación de tratados, el caso que exponemos adquiere indiscutible trascendencia» (1966: 98 y 99) |
[22] |
Las críticas que, en su momento, formuló la doctrina nacional estaban vinculadas con que este documento no era más que un conjunto de postulados y normas doctrinarias, «mas no un Convenio o compromiso que obligue jurídicamente a los miembros de las Naciones Unidas y cuyo cumplimiento sea exigible ante la Justicia Internacional» (Benavides, 1959: 93). |
[23] |
De hecho, el art. 29.d de este instrumento dispone que las normas de la Convención no pueden ser interpretadas en el sentido de dejar sin efecto las cláusulas de la Declaración Universal de Derechos Humanos o instrumentos análogos. |
[24] |
Ahora bien, ello no quiere decir que se trate de un documento que, en el balance general, sea más prolijo que su antecesor. Como bien anota Alvarez Vita, uno de los problemas del texto vigente tiene que ver con la falta de precisión de los aspectos vinculados con las relaciones entre normas internas y tratados. Indica, en concreto, que «[e]l no haberse recogido la norma, contenida en el segundo párrafo del art. 101 del anterior texto constitucional, ha quitado precisión a la categoría que los tratados adquieren una vez que son incorporados en la legislación interna peruana» (2001: 139). |
[25] |
Por ejemplo, el congresista Raúl Ferrero Costa precisó que dicha propuesta no tenía sentido, «porque el hecho de que entre el tratado y la ley prevalezca el tratado es un asunto de derecho interno, por el cual opta el Estado. No es un aspecto que dependa de las relaciones con los demás ni tampoco del comportamiento de las otras partes». Su intervención puede ser revisada en el Diario de los Debates del Congreso Constituyente Democrático de 1993, Tomo V, p. 3128. |
[26] |
Como bien refiere Landa, «un país está obligado a incorporar las normas internacionales a su ordenamiento y a cooperar para su efectivo cumplimiento, pero no está obligado por el derecho internacional a dotar a dichas normas de un grado específico en la jerarquía de su sistema interno» (2016: 38). |
[27] |
Intervención del congresista Enrique Chirinos Soto en el Diario de los Debates del Congreso Constituyente Democrático de 1993, Tomo IV, p. 2221. Una línea similar fue la destacada por el congresista Roger Cáceres Velásquez, quien indicó que «jamás el tratado puede estar por encima de la Constitución, salvo que hubiera reciprocidad». Véase ibíd., p. 2222. |
[28] |
Intervención del congresista Francisco Tudela van Breugel-Douglasen el Diario de los Debates del Congreso Constituyente Democrático de 1993, Tomo IV, p. 2315. |
[29] |
Intervención del congresista Francisco Tudela van Breugel-Douglasen el Diario de los Debates del Congreso Constituyente Democrático de 1993, Tomo IV, p. 2319. |
[30] |
El art. 10 de la Constitución de 1856 disponía que «[e]s nula y sin efecto cualquier ley en cuanto se oponga a la Constitución». Se trataba de una disposición que no será reproducida en ningún otro texto del siglo xix. Sin embargo, no tuvo mayor impacto a nivel de los tribunales. |
[31] |
Es importante precisar que, en el caso peruano, la primera referencia expresa en una carta fundamental a la facultad de los jueces de ejercer la judicial review recién se efectuará con la Constitución de 1979. Sin embargo, a nivel legislativo y jurisprudencial existen importantes antecedentes. Así, en 1920, en el conocido caso Luis Pardo, la Corte Suprema de Justicia decidió inaplicar la Ley 4007 (que culminaba todos los procedimientos iniciados en contra de autoridades políticas por «resguardar el orden»), por ser este contrario al art. 35 de la Constitución de 1920, el cual preveía que las garantías individuales no podían ser suspendidas por ninguna autoridad. Sin embargo, y pese a que el Código Civil de 1936 también reconocerá esta atribución, ella no fue posteriormente practicada por las autoridades judiciales (Planas, 1999: 377). También existió un proyecto de reforma constitucional en 1919 que propuso la inserción de esta potestad, y en la que tuvo una destacada participación Javier Prado. Esta iniciativa no fue aprobada. |
[32] |
Es importante precisar que el derecho comparado también contiene importantes ejemplos de fórmulas en las que prevalece la voluntad del Poder Legislativo. Ciertamente, existe en la actualidad una preferencia por los mecanismos judiciales de control, sean estos preventivos o posteriores. Sin embargo, esto no quiere decir que se haya descartado completamente la adopción de sistemas en los que la decisión final de algún asunto de relevancia constitucional recaiga en el Parlamento. Un caso paradigmático es el de Inglaterra. A fin de sintetizar este modelo, José Gamas Torruco (1976: 40) recuerda lo mencionado por la Cámara de los Lores en la apelación del caso Edinburgh abd Dalkeith Ry vs. Wauchope, en el sentido que «todo lo que una corte de justicia puede hacer es cuidar el procedimiento parlamentario: si de ello apareciere que un proyecto ha pasado por ambas cámaras y recibido la sanción real, ninguna corte de justicia puede inquirir en el modo a través del cual se introdujo en el Parlamento ni lo que fue realizado previamente a su introducción en el Parlamento durante los diversos pasos seguidos en su proceso a través de las dos cámaras». Evidentemente, esta lógica se va a trasladar al ámbito del control de los tratados, por lo que los tribunales internos no tienen un control activo. Sin embargo, esta postura se ha matizado a partir de la adopción de la Human Rights Act de 1998, la cual brinda a los jueces la posibilidad de emitir sentencias de incompatibilidad en caso adviertan una contradicción entre una ley interna y alguna disposición del Convenio Europeo sobre la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales de 1950. Sin embargo, esta decisión es, de todos modos, elevada al Parlamento para que este decida si deroga o no la cláusula impugnada (Virgola, 2017: 112). |
[33] |
Para un adecuado conocimiento de la problemática de estos acuerdos en el ordenamiento nacional, se puede consultar Méndez, 1999. |
[34] |
En lo pertinente, el art. 138 establece que «[e]n todo proceso, de existir incompatibilidad entre una norma constitucional y una norma legal, los jueces prefieren la primera. Igualmente, prefieren la norma legal sobre toda otra norma de rango inferior». |
[35] |
Sobre este punto, existen importantes desacuerdos en la doctrina, ya que no existe alguna cláusula internacional explícita que obligue a los Estados a incorporar los tratados sobre derechos humanos con algún rango especial dentro de su ordenamiento. Así, se ha señalado que la «Convención Europea de Derechos Humanos no exige que se garantice su cumplimiento en el nivel nacional con instrumentos específicos, por ejemplo incorporándola con un determinado rango. Por lo tanto, la Convención no se ve lesionada por el mero hecho de que Alemania le conceda únicamente rango de ley simple y no como Austria rango constitucional, o como los Países Bajos primacía sobre todo derecho. Nacional, incluida la Constitución». (Lübbe-Wolff, 2012: 99). |
[36] |
El Tribunal Constitucional Perú ha indicado que «nuestro sistema de fuentes normativas reconoce que los tratados de derechos humanos sirven para interpretar los derechos y libertades reconocidos por la Constitución. Por tanto, tales tratados constituyen parámetro de constitucionalidad en materia de derechos y libertades. Estos tratados no solo son incorporados a nuestro derecho nacional —conforme al art. 55.º de la Constitución— sino que, además, por mandato de ella misma, son incorporados a través de la integración o recepción interpretativa». Véase Tribunal Constitucional del Perú. Sentencia recaída en el expediente 0047-2004-PI, fundamento 22. |
[37] |
Sala de Derecho Constitucional y Social Permanente de la Corte Suprema de Justicia de la República. Consulta 3850-2009, considerando 4. |
[38] |
Sin embargo, en la elevación en consulta ello fue desaprobado por la Sala de Derecho Constitucional y Social Permanente de la Corte Suprema de Justicia de la República. Véase Consulta 4184-2011. Sin embargo, con posterioridad el Tribunal Constitucional también interpretó que dicha disposición colisionaba con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. |
[39] |
Sala de Derecho Constitucional y Social Permanente de la Corte Suprema de Justicia. Expediente 16707-2018-LIMA. Resolución de 6 de agosto de 2018, p. 2. |
[40] |
Por ejemplo, la creación y expansión de la Unión Europea y del Consejo de Europa generaron importantes discusiones respecto de la posible contradicción entre los tratados que regulaban sus competencias y las disposiciones constitucionales y legales de los países miembros. Para evitar algún posible conflicto de normas, muchos Estados procedieron a reformar, antes de la ratificación de estos instrumentos, su derecho interno con el propósito de adecuarlo a las obligaciones internacionales y supranacionales asumidas. Casos interesantes fueron las reformas constitucionales emprendidas en Luxemburgo (1956) y en los Países Bajos (1963) para suprimir los obstáculos para la integración supranacional, o el caso de Noruega (1956), país que derogó de su Constitución la cláusula que impedía el ingreso de jesuitas a su territorio (Truyol, 1970: 122). Todo este fenómeno va a generar que, a fin de evitar futuras tensiones, los Estados prefieran optar por hacer las adaptaciones necesarias antes de la incorporación de un tratado, y es precisamente en este escenario en el que tiene una importancia capital el control preventivo de constitucionalidad. |
[41] |
El Tribunal Constitucional peruano ha definido con meridiana claridad en qué consiste el control preventivo. Como ha sostenido el supremo intérprete de la Constitución en la STC 0002-2009-PI/TC, «[e]l control preventivo de constitucionalidad de los instrumentos internacionales es reconocido en el Derecho constitucional comparado como el pronunciamiento previo de la jurisdicción constitucional antes de formar o ratificar por parte del Presidente de la República un tratado legislativo o un tratado simplificado; lo cual rige en los sistemas constitucionales de Chile, Colombia, España, Alemania, entre otros». Véase STC 00002-2009-PI/TC, fundamento 67. |
[42] |
En la misma STC 00002-2009-PI/TC, el mismo Tribunal se encargó de precisar que «esta consideración, como es obvio, requeriría del estudio y propuesta parlamentaria para una reforma constitucional, de conformidad con el art. 206.º de la Constitución» (fundamento 67). |
[43] |
STC 00018-2009-PI/TC, fundamento 18. |
[44] |
Salmón, Elizabeth (2018). Curso de Derecho Internacional Público. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, p. 280. |
[45] |
De hecho, el control posterior se aplica en diversos países en el mundo, y fue la primera fórmula que se reconoció para examinar posibles incompatibilidades entre los tratados o instrumentos similares y las constituciones. En Italia, por ejemplo, una importante discusión se dio a propósito de los Concordatos y su posible contradicción con la Constitución italiana de 1947. En las sentencias 30 y 31 de 1971 la Corte Constitucional precisó que «la referencia que el artículo 7 de la Constitución hace al Concordato no puede tener la fuerza de negar los principios supremos del ordenamiento constitucional del Estado, siendo Estado e Iglesia puestos en posición de independencia y soberanía recíproca» (Zagrebelsky y Marcenò, 2018: 305). |
[46] |
En ese sentido, es muy distinto que un tribunal declare que el tratado es inconstitucional y lo expulse inmediatamente (un caso bastante llamativo se presentó en la sentencia TC/0256/14, en la cual el Tribunal Constitucional de República Dominica desconoció la competencia de la Corte Interamericana alegando que el instrumento había sido celebrado de manera contraria al procedimiento fijado en la Constitución), respecto del caso en que simplemente alguna autoridad judicial disponga que Poder Ejecutivo de inicio al procedimiento de denuncia, el cual se encuentra previsto dentro de la misma Convención de Viena de 1969 y es una forma legítima de desvincularse de un tratado. En el derecho comparado, sin embargo, también existen casos en los que los tribunales han respetado la forma de conducción de las relaciones exteriores llevada a cabo por el Poder Ejecutivo, tal y como ha ocurrido, según explica Rojas Amandi, cuando el Tribunal Federal de Suiza precisó que el fracaso del gobierno para obtener la aprobación parlamentaria antes de concluir un acuerdo con Austria no suponía una vulneración manifiesta del derecho interno suizo, o cuando la Suprema Corte de Israel sostuvo que la falta de ratificación por parte de la Knesset de un acuerdo de extradición tampoco era una violación expresa del derecho nacional (2018: 287). |
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