RESUMEN
Desde los albores del constitucionalismo democrático, se afirma que los tribunales son instituciones inherentemente débiles y, por ello, las posibilidades de limitar a sus contrapartes elegidas democráticamente, por medio del control de constitucionalidad, serían pocas. Sin embargo, el caso de la Corte Constitucional de Colombia desafía esta afirmación dado que en varias sentencias ha limitado el poder de presidentes al cuestionar la constitucionalidad de reformas constitucionales importantes para la agenda gubernamental (como reelección presidencial y paz). Este artículo pretende explicar las razones jurídico-políticas que han hecho que el control judicial de las reformas en Colombia haya sido un instrumento realmente efectivo para la limitación del poder presidencial. Concretamente, el artículo sostiene que la existencia de una arquitectura constitucional adecuada, condiciones político-culturales favorables y una estrategia judicial prudente, le permitió a la Corte Constitucional limitar a un actor mucho más poderoso como el presidente.
Palabras clave: Control de constitucionalidad; reformas constitucionales; presidencialismo; paz; fortaleza institucional.
ABSTRACT
Since the dawn of constitutional democracies, it is commonly believed that the judiciary is an inherently weak branch of government and, hence, its ability to impose meaningful constraints on its elected counterparts would be quite limited. Nevertheless, the case of the Colombian Constitutional Court casts doubts on this conventional wisdom. In several decisions, this Court has managed to curb the power of the presidential office through the review of certain constitutional amendments which were central pieces of the governmental agenda (like presidential re-election and peace). This article aims to explain the legal and political reasons that made judicial review of amendments in Colombia an effective tool to constrain presidential power. More specifically, this document argues that the existence of a sensible constitutional design, propitious political-cultural circumstances, and a prudent judicial strategy allowed the Court to restrain the power of a mightier actor such as the president.
Keywords: Judicial review; constitutional amendments; presidentialism; peace; institutional strength.
En el año 2010, y contra la opinión de buena parte del país, la Corte Constitucional de Colombia declaró la inconstitucionalidad de una refor- ma constitucional que establecía una segunda reelección presidencial que hubiese permitido un tercer periodo al presidente más popular de las últimas tres décadas en Colombia[1]. Como reportan Versteeg et al. (2020: 179, 217, 231), la Corte Constitucional colombiana ha sido la única corte en el mundo que, desde el año 2000, ha logrado impedir la posibilidad de la extensión del mandato de un Jefe de Estado que ha intentado prolongarlo mediante reformas constitucionales[2]. Siete años después, la Corte Constitucional nuevamente limitó el poder del presidente, cuando muy pocos lo esperaban. En un caso mucho menos estudiado por parte de la doctrina, la Corte Constitucional estableció una serie de restricciones al poder presidencial en el marco del proceso abreviado de reforma constitucional creado para implementar las reformas constitucionales y legales dirigidas a ejecutar el Acuerdo de Paz entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP)[3]. A pesar de la molestia presidencial, la Corte salvaguardó las facultades del Congreso para deliberar y modificar los aspectos de la implementación del Acuerdo que a bien tuviera.
Estos dos casos, en los cuales una corte restringe las competencias de un funcionario mucho más poderoso, no encajan muy bien en la lógica convencional sobre el poder de los jueces en relación con el de sus contrapartes elegidas. Desde los albores del constitucionalismo liberal, se ha dicho que los tribunales son instituciones inherentemente débiles puesto que, a diferencia del ejecutivo y del legislativo, no tienen la fuerza de la espada ni de la bolsa, respectivamente. Su fuerza solo es moral (Hamilton, 2009: 32). Si ello es así, la pregunta que surge es ¿cómo una institución más frágil que sus contrapartes elegidas fue capaz de, efectivamente, imponer límites al poder del servidor más poderoso del Estado de Colombia y a su coalición legislativa, particularmente en proyectos cruciales para el éxito de la agenda gubernamental de los expresidentes Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos? Como se examinará en secciones posteriores, este cuestionamiento no es retórico. Múltiples cortes alrededor del mundo han sido cooptadas por ejecutivos que han aprobado reformas para consolidar su poder y neutralizar obstáculos que impiden el logro de sus agendas (Ginsburg y Huq, 2018, 174; Sadursky, 2019).
En este contexto, este artículo pretende responder esta pregunta que indaga por las condiciones jurídico-políticas que hacen que el control judicial de las reformas sea un instrumento realmente efectivo para la limitación del poder presidencial. Más concretamente, y mediante el análisis de una Corte que en general ha sido exitosa en esa empresa, este escrito sostendrá que tres factores jugaron un papel clave en ese resultado positivo. Primero, una arquitectura constitucional adecuada auspició la existencia de jueces autónomos. Segundo, una actitud estratégica por parte de la Corte evitó confrontaciones innecesarias con el ejecutivo (de las que posiblemente hubiese salido mal librada) y permitió dar las batallas (y ganarlas) cuando era verdaderamente propicio hacerlo. En tercer lugar, una serie de factores extrajurídicos, como la presencia de pluralismo político (o condiciones políticas competitivas) y una cultura jurídica adecuada, crearon un espacio político suficiente para que la Corte pudiese aplicar su doctrina de las reformas constitucionales inconstitucionales contra los presidentes de turno.
Para sustentar estos hallazgos, este artículo se dividirá de la siguiente forma. En un primer momento, dará cuenta del marco teórico que soporta el argumento que se acaba de describir. Luego de ello, abordará, en la segunda parte, las sentencias que decidieron sobre las dos reformas que buscaban flexibilizar la prohibición de reelección presidencial en Colombia y mostrará cómo los factores señalados explican que la Corte haya sido capaz de limitar al presidente. La tercera sección, por su parte, estudiará los dos casos sobre la reforma constitucional promovida por el gobierno de Juan Manuel Santos para implementar rápidamente el Acuerdo de Paz por la vía de la flexibilización de la Constitución y argumentará que los tres factores arriba señalados, que jugaron un papel clave en los casos de reelección, están presentes también en estas sentencias de paz. Finalmente, el artículo concluye con algunas reflexiones que invitan a abrir la puerta a análisis interdisciplinarios en el derecho constitucional y a ser cautos con ciertas doctrinas como la de las reformas constitucionales inconstitucionales.
El juez dworkiniano Hércules ejemplifica la visión tradicional de la decisión judicial. Hércules es una creatura que, para decidir los casos que tiene sobre su escritorio, solo debe enfocarse en lo que dice el Derecho (Dworkin, 2012: 173-177). Factores extrajurídicos (como las presiones externas de actores influyentes), restricciones de tiempo o problemas epistemológicos, no afectan su proceso de decisión. Esta es, por supuesto, una visión idealizada de la justicia (Friedman, 2005). Aunque es indudable que el Derecho es un criterio fundamental para decidir, los jueces viven en una realidad ante la cual no pueden cerrar los ojos (Brinks y Blass, 2018: 22-27). Vivir en esta realidad, a su turno, permite que ciertos elementos no jurídicos incidan en la forma en la que los jueces fallan.
Por ejemplo, y siguiendo nuevamente a Hamilton (2009), el poder judicial necesita del concurso de las otras ramas del poder para el adecuado desarrollo de varios asuntos de su quehacer: en muchos Estados, los jueces constitucionales requieren del ejecutivo y del legislativo para que sus sentencias sean debidamente ejecutadas, para la debida elección de sus integrantes, para la expedición de las normas jurídicas que deben aplicar, para la hechura del presupuesto que les permite funcionar, para la determinación de la estructura administrativa de las cortes, etc. (Friedman et al., 2020: 704-720; Ferejohn y Kramer, 2002). Esa apertura inevitable hacia el mundo de lo político hace que las interferencias de actores políticos sean también ineludibles. Los miembros del ejecutivo y del legislativo de varios Estados, por medio de varias de las vías que se acaban de referir, han tratado de influenciar el proceso de decisión judicial, especialmente en aquellos casos en los cuales tienen un interés directo (Belov, 2020).
De esto dan cuenta situaciones en las cuales los representantes elegidos popularmente han tratado de influir en las cortes de lugares tan distantes como Estados Unidos (Friedman, 2009), Venezuela (Sánchez-Urribarri, 2017), India (Neuborne, 2003 y Sathe 2011) y Alemania (Mann, 2018) o, a la vez, han tratado de eludir el cumplimiento de ciertas decisiones judiciales adversas (Kapiszewski y Taylor, 2013). Frecuentemente, las cortes han cedido ante estos avances porque no han sido capaces de contrarrestar estas interferencias o no han logrado obtener un cumplimiento cabal de sus decisiones (Huq, 2018: 25). Como ya se advirtió, las cortes son instituciones intrínsecamente frágiles que no tienen ejércitos ni consideraciones presupuestales a su disposición con los cuales puedan enfrentar, de manera efectiva, esas incursiones externas. Siguiendo la concepción de ‘poder’ promovida por Dahl (1957: 201-215), las cortes son comparativamente más débiles que los ejecutivos y legislativos.
Una consecuencia de lo anterior es que los tribunales constitucionales, en muchas ocasiones, deben enfrentarse a casos que no solo son jurídicamente difíciles (Hart, 2014) sino, también, institucionalmente difíciles (Mann, 2018). En aquellas situaciones en las cuales el juez constitucional debe decidir la constitucionalidad de un proyecto político fuertemente respaldado por los órganos democráticamente elegidos, además de resolver escenarios interpretativos de discrecionalidad judicial complicados, usualmente debe también tener en cuenta las posibles repercusiones políticas de sus decisiones como lo demuestran varios casos alrededor del mundo (Eskridge Jr., 1991; Ferejohn y Shipan, 1990).
Así, un juez que toma una decisión políticamente valiente, sin medir las posibles reacciones que esta puede provocar, puede estar firmando su propia destrucción o la vergüenza de un incumplimiento evidente de sus sentencias. Solo para efectos de ilustrar el punto, la extinta Corte Suprema de Justicia en Venezuela trató de imponer una serie de limitaciones (derivadas de la Constitución de 1961) al proceso constituyente organizado por el presidente Hugo Chávez en 1999. Este intento por limitar el proyecto político del presidente exacerbó su oposición hacia la Corte que, posteriormente, fue suprimida (Landau, 2013). Este no es un ejemplo aislado como lo atestiguan los casos de las cortes constitucionales de Polonia y Hungría[4].
Por oposición, diversas experiencias concretas demuestran que cortes supremas como la estadounidense o la israelí, han preferido darle la razón al gobierno y respaldar medidas constitucionalmente cuestionables con el fin evitar la ira del ejecutivo, lograr la ejecución de sus sentencias y esperar por un mejor momento en el cual puedan efectivamente limitar al ejecutivo. Si bien es cierto que sentencias como Marbury v. Madison o United Mizrahi Bank Ltd. v. Migdal Cooperative Village son lejanas en el tiempo y su análisis puede adelantarse desde diversas perspectivas, una de las propuestas más sugerentes ha sido expuesta en años recientes por autores como Dixon e Issacharoff (2016) y Ferejohn (2013). Según estos académicos, múltiples altas cortes del mundo[5], con el suficiente criterio político, han declarado la constitucionalidad de las medidas (posiblemente inconstitucionales) bajo examen pero, al mismo tiempo, han introducido doctrinas que expanden su jurisdicción (como la del control judicial de constitucionalidad). En ambos casos, las cortes de Estados Unidos e Israel eligieron prevenir una confrontación con gobiernos que no las veían con buenos ojos, pero años después desataron revoluciones constitucionales por cuenta del control judicial (Ferejohn, 2013: 354).
En resumen, como bien arguye Mann (2018: 22-24), en casos institucionalmente difíciles no siempre es razonable por parte de las cortes aplicar con rigor la famosa máxima fiat iustitia, et pereat mundus. En ocasiones, es mejor la prudencia y la inteligencia política.
En ese marco, ¿qué significa ese llamado a la prudencia y a la sensatez política? Una de las respuestas más comunes tiene que ver con el uso de estrategias judiciales (Epstein y Knight, 1998: 9-18). Una postura estratégica supone que los jueces resuelven el caso de una manera diferente a la cual preferirían, teniendo en cuenta «el impacto que sus votos tienen sobre otras instituciones» (Baum, 1997: 90). Las estrategias judiciales son, en último término, instrumentos que pueden emplearse para lograr muy diversos fines (que van desde propósitos egoístas como asegurar un cargo atractivo luego del fin del periodo en el tribunal respectivo, hasta la protección misma de la institución). En casos institucionalmente difíciles, que son los que interesan en esta investigación, una de las estrategias más exitosas son los denominados «aplazamientos de segundo orden» que fueron empleados en casos como en Marbury y United Mizrahi Bank.
Como expresan Dixon e Issacharoff (2016), gracias a este tipo de estrategia los jueces pueden posponer la aplicación efectiva de límites constitucionales a las medidas bajo escrutinio aprobadas por el ejecutivo y el legislativo mientras, simultáneamente, crean doctrinas o tesis para ser aplicadas en tiempos mejores. Con esto, los jueces evitan un choque con el ejecutivo y el legislativo (choque luego del cual aquellos probablemente pueden salir mal librados), no renuncian del todo a su labor de proteger la constitución (al crear —pero no aplicar— ciertas doctrinas o tesis para contener medidas gubernamentales inconstitucionales) y allanan el terreno normativo para limitarles en el futuro cuando las condiciones políticas sean propicias. En suma, esta estrategia les permite «sobrevivir por el momento, para luchar en el futuro» (Dixon e Issacharoff, 2016).
A pesar de lo dicho en la sección anterior, y como se explorará en los casos de la reelección presidencial y de paz, el éxito de los aplazamientos de segundo orden depende, en buena medida, de una serie elementos. Estos elementos, justamente, constituyen los ingredientes que hacen que una corte pueda limitar instituciones que, a primera vista, son más fuertes. En otras palabras, la simple existencia de un juez estratégico no es suficiente para que este, efectivamente, tenga la capacidad de limitar judicialmente órganos en principio más poderosos como es el caso de presidentes o cámaras legislativas. Los aplazamientos de segundo orden requieren de jueces (i) autónomos, esto es, capaces de resistir presiones externas que les impidan crear doctrinas y tesis y aplicarlas en el futuro; (ii) que estén dispuestos a usar las estrategias a las que recurren para salvaguardar los valores constitucionales; y (iii) que tengan la capacidad de hacer cumplir sus fallos aun contra la voluntad del ejecutivo. Estas tres características (autonomía, compromiso normativo y efectividad de las sentencias), hacen que un juez sea lo suficientemente poderoso para que su control sea verdaderamente eficaz contra los impulsos inconstitucionales de ejecutivos carismáticos.
¿Cómo conseguir que una corte adquiera estas características? Primero, el diseño constitucional es importante. Mecanismos de selección y remoción de jueces que no estén bajo el control de un solo actor, pueden prevenir la existencia de cortes cooptadas al servicio de los órganos elegidos popularmente (Brinks y Blass, 2018: 307; Melton y Ginsburg, 2014: 187-217). Del mismo modo, constituciones con disposiciones que claramente impongan límites al ejecutivo (como sería el caso de los derechos o el principio de separación de poderes con competencias bien definidas) pueden contribuir a que el juez esté listo para defender la supremacía constitucional (Hirschl, 2008: 129-130 y Stone-Sweet, 2012: 826). Finalmente, la existencia de algunos mecanismos de sanción legal frente al incumplimiento de las sentencias, podría incrementar los costos de desafiar una decisión judicial y puede disminuir la probabilidad de que una corte sea irrespetada (Kapiszewski y Taylor, 2013: 819).
No obstante, la arquitectura constitucional podría ser necesaria, pero no suficiente para lograr cortes robustas con el poder de detener proyectos políticos inconstitucionales auspiciados por gobiernos fuertes (Ríos-Figueroa y Staton, 2014). Junto con estos factores de jure, las condiciones políticas deben ser favorables para que el juez pueda crear doctrinas y tesis a ser aplicadas en momentos aún más favorables. Más concretamente, el panorama político debe ser plural o competitivo —para que una corte pueda ser autónoma y para que sus fallos sean respetados— y debe existir una cultura jurídica propicia —para que los jueces estén prestos a defender la constitución—.
Frente al pluralismo político, se debe decir que la ausencia de un frente político unificado en torno a los proyectos políticos presidenciales auspicia la autonomía judicial y el respeto por las decisiones judiciales. En contraste, la cohesión política alrededor del presidente desincentiva la existencia de cortes autónomas y respetadas. En efecto, un ambiente político plural en el que exista fragmentación política (porque las fuerzas políticas en el legislativo o en la sociedad están divididas) impiden que un presidente molesto con una corte pueda coordinar los actores necesarios para influenciar una decisión que la corte está por tomar o para rebelarse frente a una decisión adversa (Ferejohn et al., 2009: 728, 733-735). Piénsese, por ejemplo, en una reforma constitucional destinada a dejar sin efectos una sentencia judicial o a disminuir las competencias de una corte. En algunos Estados (como en los estados federales) a menudo se requiere la participación concertada de varias entidades (en nuestro ejemplo, de entidades federales y federadas) y la división política hace que esa concertación no sea fácil. Algo similar ocurre en un ambiente políticamente fragmentado en el que mientras que la corte es popular, el titular del poder ejecutivo no goza del favor de la opinión pública. En este supuesto, una agresión a una corte o resistirse a una de sus providencias puede ser un suicidio político dado que atacar una institución prestigiosa puede poner en riesgo el futuro político del atacante (Vanberg, 2004; Staton, 2010).
El pluralismo político también puede tomar la forma de incertidumbre electoral. En aquellas situaciones en las que, por ejemplo, un presidente teme que él mismo o su partido pueden perder las próximas elecciones, afectar la independencia de una corte o eludir sus sentencias puede ser contraproducente. Ginsburg (2003) ha sostenido y demostrado que, en ese tipo de escenarios, gobernantes que posiblemente van a ser derrotados en las próximas votaciones y serán minoría política, tienden a ser deferentes con las cortes y con fallos desfavorables a sus agendas. Esto es así en tanto que es razonable pensar que una corte que protege los derechos de las minorías en el presente, continuará haciéndolo luego de las elecciones. Así, esta corte será, en el futuro cercano, una aliada fundamental del gobernante actual cuando este pierda el poder y se convierta en una minoría política y, por esa razón, no le beneficia atacar a la corte que podrá protegerlo en el corto plazo. La falta de incertidumbre electoral, por el contrario, inhibe cualquier posible beneficio que una corte autónoma o respetada puede tener para el presidente de turno: una corte que decide en contra de las mayorías y protege minorías, no es recomendable para el gobernante o partido político que, seguramente, va a permanecer en el poder y continuar como mayoría política.
Pero autonomía y respeto no son suficientes. Jueces autónomos y respetados pueden estar al servicio de la opresión. Varios autores destacan que justo antes y poco después de la dictadura de Pinochet en Chile, la rama judicial de ese Estado era, en buena medida, independiente y sus sentencias eran efectivas. No obstante, el judicial chileno dejó pasar la oportunidad para proteger los derechos de las personas y limitar el poder (Hilbink, 2010; Couso, 2005). Algo similar puede decirse de algunos jueces como el integrante del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, Omar Mora Díaz, quien autónomamente impulsó algunas de las notas más opresivas el proyecto político chavista (Mora Díaz, 2007). Además de autonomía y efectividad, se requiere de jueces comprometidos y, de algún modo valientes, que estén dispuestos a limitar el poder y defender los derechos. Para ello, la cultura resulta ser un factor primordial. Varios autores (González-Ocantos 2016: 27-40; Gillman, 1993: 17; Klare, 1998: 166-168; Hilbink, 2012: 589) han observado convincentemente que valores, ideas, prácticas, hábitos, actitudes y concepciones acerca de lo que es el Derecho y el quehacer judicial afectan la disposición con la cual los jueces se acercan a su labor. En tal sentido, una cultura en la cual la idea de derechos y limitación del poder o bien no se conozca (porque es algo impensable) o sea inaceptable, hará mucho más difícil que exista una judicatura comprometida. Por el contrario, una cultura en la cual ser juez implica, de suyo, la guarda de la supremacía de la constitución, hará que los jueces sientan que esa tarea no se puede desconocer e, incluso si se recurre a estrategias, estas estarán al servicio de la preservación de los derechos y la separación de poderes (Mann, 2018: 41-43).
El argumento central de esta parte es que a pesar de que los tribunales son órganos más frágiles que los órganos elegidos del Estado y encuentran por ello dificultades para limitar estas instituciones más poderosas, una actitud estratégica puede contribuir a la limitación de los impulsos inconstitucionales de, particularmente, el ejecutivo. El éxito de las estrategias descritas requiere la presencia de cortes autónomas, respetadas (o efectivas) y comprometidas con los valores constitucionales. A su vez, esas características son producidas por factores de jure (como el diseño institucional) y de facto (como el pluralismo político y una cultura adecuada). Como veremos, la Corte Constitucional de Colombia tuvo la capacidad de limitar dos proyectos presidenciales relevantes como resultado de su actitud estratégica, aunada a un diseño constitucional sensato y factores políticos propicios.
Como se mencionó más arriba, la Corte Constitucional de Colombia ha sido el único tribunal en el mundo capaz de detener el ánimo continuista de un presidente desde el año 2000. Y lo hizo no solo en el marco de una «fiebre reeleccionista» que se ha expandido exitosamente en Latinoamérica en las últimas dos décadas (Treminio, 2013; Fernández, 2012), sino frente al presidente más popular de Colombia en años recientes (Gallup Colombia, 2017: 34). Para comprender cómo un órgano que es más débil que un presidente logró que este no siguiera en el poder y aceptara el dictamen judicial, es necesario entender las dos decisiones acerca de reelección presidencial como dos actos de la misma obra.
En este primer caso, la Corte Constitucional recurre a un aplazamiento de segundo orden. La Corte, en 2005, era consciente que no podía detener la primera reelección del entonces todopoderoso presidente Álvaro Uribe. Sin embargo, prefirió esperar y preparar el terreno para dar la batalla cinco años después. La Corte gozaba entonces de cierto grado de autonomía y eso le permitió recurrir a esa estrategia sin enfrentar ninguna reacción adversa de Uribe y obtener el cumplimiento de su decisión. Además, su compromiso con la Constitución fue determinante para diseñar una estrategia dirigida a la limitación del poder del gobernante.
Para soportar estas consideraciones, se debe señalar, primero, que la Corte ha sido una institución independiente, al menos desde su diseño formal (Landau, 2010: 339-340 y Ríos-Figueroa, 2011: 33). La Constitución dispersa la nominación de sus integrantes entre la Corte Suprema, el Consejo de Estado y el presidente, mientras que la elección es competencia del Senado[6]. Eso significa que el control de los nombramientos no está en manos de un solo órgano o servidor público. Así mismo, existen otras garantías de independencia como la mayoría calificada de 2/3 de los miembros del Senado para remover a los magistrados de la Corte[7], la posibilidad de que la Corte expida su propio reglamento[8], la imposibilidad de renovar el periodo de los integrantes de la Corte Constitucional[9] y su periodo de ocho años que es el doble del de los funcionarios que los nominan y eligen[10]. Esta independencia se ha visto favorecida por otro elemento de facto: desde 1994 hasta 2016, la Corte ha disfrutado de una alta consideración entre la opinión pública como consecuencia de, entre otros, su generosa jurisprudencia acerca de derechos socioeconómicos que ha protegido los intereses de amplios sectores de la población y especialmente de la clase media (Landau y Dixon, 2019: 110-134).
Por otro lado, dos factores han contribuido a la consolidación de la reconocida disposición o compromiso que la Corte ha mostrado con la limitación del poder presidencial y la protección de los derechos. En primera medida, la Constitución de 1991 establece una serie de restricciones al presidente que la Corte ha considerado, siempre, que constituye uno de los rasgos distintivos de la carta política (Katz, 2020; Uprimny, 2003). Adicionalmente, la Constitución incluye un generosísimo catálogo de derechos y una acción judicial rápida y efectiva, como la tutela, para protegerlos[11]. Aunque estas características de diseño constitucional explican el entusiasmo de la Corte y de sus miembros hacia la protección de los principios constitucionales, la cultura constitucional post-1991 y su discurso dominante en el derecho constitucional —neo-constitucionalismo, constitucionalismo transformador y «Nuevo Derecho»— han hecho que los jueces sean mucho más sensibles a la realidad y a los valores que la Constitución pretende inyectarle (López Medina, 2013; von Bogdandy, 2017).
Este contexto normativo y cultural es importante, porque en 2004 el presidente Uribe y su inmensa coalición legislativa promovieron y aprobaron una reforma constitucional que derogó la prohibición de reelección presidencial inmediata que existía en el país desde 1910. Sectores muy influyentes de la población como sus partidarios políticos, varios medios de comunicación, líderes de opinión y gremios económicos, apoyaban esta reforma (Issacharoff, 2015: 146-147). La inmensa mayoría de la ciudadanía, a pesar de que tenía una muy buena imagen de la Corte, respaldaba también la permanencia de Uribe por un periodo más[12]. Eso quería decir que si la Corte Constitucional autorizaba una reelección, Uribe muy probablemente ganaría las elecciones (como en efecto sucedió). Y si no lo hacía, uno de sus seguidores probablemente hubiese sido elegido como su sucesor. Esta situación política es especialmente importante porque implicaba que el grado de pluralismo político era mínimo: no había fragmentación ni incertidumbre política. Y esta realidad se reflejó en la actitud de la coalición gubernamental de la época ante un posible bloqueo de la reelección por parte de la Corte. En varias oportunidades aliados de Uribe señalaron que si la Corte declaraba la inconstitucionalidad de la reforma, intentarían algunos «Planes B» como la desobediencia civil (Benítez R., 2019: 57).
En este complicado panorama, en la Sentencia C-1040 de 2005 la Corte Constitucional concluyó que la reforma era compatible con la Constitución dado que no se incrementaban los poderes del presidente sino, únicamente, su periodo[13]. A pesar de que le dio la razón al gobierno, la Corte señaló en varias ocasiones —en un movimiento típico de un aplazamiento de segundo orden— que la reelección presidencial «por una sola vez» no era inconstitucional. Es razonable sostener que la Corte fue estratégica. Para el exmagistrado Eduardo Cifuentes (2006: 465-471), la Corte aplicó un escrutinio muy deferente sobre la sección de la reforma que autorizaba una reelección consecutiva, mientras que su examen fue mucho más riguroso frente otros aspectos de menor importancia y que fueron invalidados, como la posibilidad por parte del Consejo de Estado de expedir una Ley de garantías electorales para nivelar las condiciones de la campaña presidencial entre el presidente-candidato y sus competidores. En opinión de Cifuentes (2006: 466), la Corte no quería interferir en una decisión, como la reelección, que era ampliamente popular. En un sentido similar, Arango (2017: 339-343) y Restrepo (2014: 46) consideran que, al no intervenir, la Corte afectó el principio de separación de poderes.
Sin embargo, a diferencia de lo que señalan Cifuentes, Arango y Restrepo, es necesario aclarar que la estrategia de la Corte no consistió simplemente en evitar la molestia del poder presidencial, así como una posible reacción en su contra por parte del gobierno. Además de ello, la Corte allanó el terreno jurídico al establecer que solo una reelección era constitucional (insinuando que una segunda no lo sería). La Corte tuvo suficiente autonomía (tal vez dada por su popularidad entre la opinión pública) para sugerir esta consecuencia jurídica de una posible segunda reelección presidencial (Issacharoff, et al., 2020).
Con este movimiento tan ingenioso, la Corte evitó el incumplimiento de su sentencia (y los temidos «Planes B») al darle vía libre a la reelección del presidente. Era poco probable que el gobierno tomara alguna represalia contra la Corte por una declaración teórica, como sucede justamente, en los aplazamientos de segundo orden. Al mismo tiempo, sin embargo, al reconocer que esta sería una lucha que no podría ganar, prefirió esperar por mejores circunstancias para dar la pelea. Para ello, a partir de su análisis derivó una implicación para casos futuros destinada a limitar al presidente Uribe y su inmenso poder. Esta implicación sería fundamental en el segundo acto de la Corte.
Hacia finales del segundo periodo de Uribe, el Congreso aprobó un referendo constitucional por medio del cual se le preguntaría a la ciudadanía si estaba de acuerdo con una reforma constitucional para permitir una segunda reelección o, en este caso, un tercer periodo para el presidente. La Corte Constitucional, nuevamente, sería la protagonista. La Constitución establece que la Corte debe controlar la constitucionalidad de este tipo de referendos de oficio[14]. Aunque la arquitectura constitucional, la cultura jurídica hegemónica y la popularidad de la Corte eran relativamente similares en relación con el caso anterior, las condiciones políticas habían variado de forma significativa.
A diferencia de 2005, en 2010 había una buena dosis de pluralismo político. En primer lugar, el frente unificado que respaldó a Uribe en la primera reelección se había fragmentado y con esto, la Corte tenía muchos más aliados en caso de que decidiera contra la reforma. En concreto, las élites que cinco años atrás auspiciaron la permanencia de Uribe en el poder, esta vez manifestaron su desacuerdo con un tercer periodo. Miembros actuales y antiguos de su gobierno, el partido conservador y representantes de la iglesia católica, por mencionar algunos ejemplos, señalaron que una nueva reelección no le haría bien ni a Uribe ni al país (Benítez-R., 2019: 159). El mismo Uribe, en algún momento, expresó dudas sobre la conveniencia de una nueva reelección, en vista de la reciente derogatoria de la prohibición reelección presidencial en Venezuela y de la posible permanencia indefinida de su némesis Hugo Chávez[15] —aunque debe señalarse que en algunas otras oportunidades señaló que en virtud de lo que denominó el «Estado de opinión», él estaba obligado a escuchar a la ciudadanía—[16]. En todo caso, nadie sugirió la existencia de algún «Plan B» para eludir un posible fallo adverso por parte de la Corte.
Pero además de estas deserciones, otros actores clave, como diversos medios de comunicación, actores internacionales (como el presidente de Estados Unidos y el ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación), la mitad de los miembros de la asamblea que redactó la Constitución de 1991 y múltiples exjueces de la Corte, entre otros, se pronunciaron en contra de la reelección (Benítez-R., 2019: 159). La Corte Suprema, que no había tenido buenas relaciones con la Constitucional, de alguna manera se unió a este coro de voces contra la reelección luego de las confrontaciones con Uribe por cuenta de los falsos positivos y los vínculos con paramilitares de varios miembros de su coalición[17]. El pluralismo político generado por este ambiente fragmentado (que, como se dijo, dificulta un ataque contra el judicial), se intensificó por la incertidumbre electoral de la próxima campaña presidencial: a pesar de que Uribe seguía siendo muy popular, muchos escándalos afectaron su segunda administración (Mayka, 2016: 141-143) y no era seguro que uno de sus sucesores fuese elegido tan fácilmente.
En este escenario de pluralismo político y compromiso con los valores de la Constitución, la Corte Constitucional consideró que el momento era oportuno para completar la estrategia iniciada en el primer acto. En la sentencia C-141 de 2010, la Corte determinó que una segunda reelección presidencial sustituía valores esenciales de la Constitución como la separación de poderes y la igualdad. Más específicamente, y con apoyo explícito en la implicación de la sentencia de 2005 según la cual solo una reelección era constitucional, la Corte concluyó que un nuevo periodo para un presidente que ya había completado dos periodos desajustaría los controles que la Constitución originalmente había previsto para enmarcar el poder presidencial y aumentaría desproporcionadamente sus prerrogativas[18]. Esta frase no fue una mera decoración. La Corte sustentó su afirmación a través de un estudio de los desajustes institucionales que, en la realidad constitucional, produjo la primera reelección (Dixon y Landau, 2015: 617). Y, de la mano de un estudio de derecho comparado por el cual encontró que dos o más reelecciones presidenciales era algo casi que desconocido en otros Estados, la Corte señaló que una nueva reelección destruía pilares esenciales de la Constitución (Dixon y Landau, 2015: 632-633).
Luego de la sentencia, el presidente Uribe afirmó que en un Estado de Derecho los gobernantes tenían que aceptar las decisiones del judicial y, por esa razón, estaba preparado para cumplir con la decisión de la Corte Constitucional y hacerse a un lado. El país celebró el fallo y el prestigio de la Corte se incrementó incluso más (Benítez-R., 2019: 160). Estas reacciones son compatibles con el argumento de este artículo. Primero, la implicación de 2005 le permitió a la Corte adecuar el terreno jurídico, por la vía del precedente, para limitar la agenda continuista de Uribe. Segundo, el pluralismo político que existió en esta segunda decisión (ausente en 2005), le dio suficiente espacio político a la Corte para aplicar esta implicación en el caso concreto. La fragmentación política y la incertidumbre electoral hicieron mucho más difícil que el presidente pudiera castigar a la Corte por una decisión contraria a su permanencia en el poder. O, en otras palabras, aumentaron de facto su autonomía judicial.
Finalmente, en cuanto a la protección de valores, se podría decir, con apoyo en Ferreyra (2019), que esta providencia de la Corte supuso una afectación al principio de autodeterminación ciudadana puesto que, en todo caso, la decisión sobre si se permitía una segunda reelección estaría en manos del pueblo por medio del referendo que esta sentencia impidió. No obstante, este argumento no es de recibo puesto que desconoce dos razones que hacen que este fallo sea, en efecto, normativamente adecuado. La primera de ellas es que como reconocen Molinares (2013) y Arango (2017), esta sentencia permitió la consolidación de la democracia constitucional. Luego de las experiencias vividas en la Segunda Guerra Mundial, la democracia no puede entenderse únicamente como las decisiones que toman las mayorías sobre los asuntos públicos, sino también como la protección de ciertos valores que la hacen posible (Dworkin, 2007; Dworkin, 2010; Ferrajoli, 2009) como la separación de poderes y el Estado de Derecho. En ese sentido se ha pronunciado recientemente también la Corte Interamericana de Derechos Humanos (2021) al advertir que la permanencia prolongada en el poder del presidente socava principios claves del Sistema Interamericano como los derechos de las minorías, el Estado de Derecho y la separación de poderes entre otros[19]. En suma, «no puede existir constitución sin constitucionalismo», vale decir, sin la presencia de ciertos elementos como Estado de Derecho, separación de poderes y derechos (Bernal-Pulido, 2018: 75-78). A pesar de que la discusión sobre cuál es la noción más apropiada de la democracia para un Estado constitucional está aún en desarrollo, la Corte Constitucional eligió proteger una versión aceptable de la democracia que se funda en valores constitucionales que hacen que aquella pueda existir. En segundo lugar, los promotores del referendo ciudadano excedieron por mucho los topes de financiación para la recolección de firmas que solicitaban el referendo (Molinares, 2013: 280; Arango, 2017: 345-346). Este flujo exagerado de dinero indicaría que dicha voluntad ciudadana de convocar a un referendo no era genuina, sino que, por el contrario, había razones para asegurar que estaba viciada. Como consecuencia de esto, no puede decirse que hubo una restricción a la participación popular cuando ella nunca se produjo de manera libre.
En ese contexto, se puede concluir señalando que la cultura jurídica prevalente llevó a la Corte a hacer un análisis de la realidad mucho menos formalista que el adelantado en 2005 (Dixon y Landau, 2015: 626). Y la realidad indicaba que la primera reelección tuvo una serie de efectos adversos sobre el sistema de pesos y contrapesos, efectos que se profundizarían si se daba vía libre a una segunda reelección. La Corte no podía esperar más para proteger la Constitución. No solo la estabilidad del sistema estaba en riesgo, sino también la propia reputación de la Corte como una institución independiente luego de haber permitido la primera reelección. Así, este segundo fallo despejó cualquier duda sobre la independencia y el compromiso normativo de la Corte Constitucional (Durán, 2014).
Como se estudiará, estos mismos factores también serían relevantes unos años después bajo la administración de Juan Manuel Santos.
Esta estrategia de dos actos continuó con el proyecto político más importante del sucesor de Uribe: Juan Manuel Santos. Como se explicará, la implementación jurídica del Acuerdo de Paz entre el gobierno de Colombia y las FARC-EP supuso la expansión del poder presidencial en el ámbito de la reforma constitucional y la correlativa reducción de los poderes del Congreso. En ese marco, la Corte nuevamente empleó un aplazamiento de segundo orden para contener el poder presidencial.
En septiembre de 2016, el gobierno de Santos y los líderes de las FARC-EP firmaron un detallado Acuerdo para poner fin al conflicto armado entre el Estado y esa guerrilla, conflicto que se prolongó por más de cinco décadas y que afectó la vida de millones de colombianos. Un problema que debían solventar las partes tenía que ver con la plena implementación jurídica del Acuerdo. En concreto, esta implementación requería una serie de reformas constitucionales cuyo propósito era incorporar elementos del Acuerdo en la Constitución. Por ejemplo, la institución de una nueva jurisdicción especial que juzgaría a los participantes del conflicto que hubiesen cometido delitos graves y que buscaría la reparación de las víctimas, suponía la modificación de la Constitución que no preveía tal jurisdicción (Benítez-R., 2017).
En un primer momento, las FARC-EP propusieron la convocatoria a una asamblea nacional constituyente para redactar una nueva constitución. Para ese grupo, el proceso de reforma constitucional ordinario tomaba mucho tiempo y esa demora podría poner en peligro la estabilidad jurídica del Acuerdo. El gobierno del presidente Santos, por su lado, ofreció una alternativa que las FARC-EP finalmente aceptaron: el plan gubernamental consistía en reformar las cláusulas de reforma constitucional para crear una vía rápida de cambio constitucional (de aquí en adelante «fast track») con el fin de aprobar, con celeridad, las reformas constitucionales que requería el Acuerdo (Durán y Cruz, 2020: 14-18). En términos de la teoría de la constitución, la Constitución se flexibilizó para poder implementar varios aspectos del Acuerdo que exigían cambios constitucionales.
Dos aspectos deben destacarse del fast track. Primero, la flexibilización de la Constitución implicó que las facultades de deliberación y poderes de decisión del Congreso se redujeran y se transfirieran al presidente. Específicamente, el fast track preveía que los congresistas no podían presentar modificaciones a los proyectos de reforma constitucional para implementar el Acuerdo de Paz presentados por el gobierno (salvo que tuvieran un aval previo de este). Además de ello, los miembros del Congreso solo podían aprobar o rechazar, en su integridad, la totalidad de estos proyectos gubernamentales (esto es, no podían votar sobre disposiciones o artículos individuales). Segundo, el fast track estableció, en su artículo final, que este procedimiento abreviado de reforma solo se activaría «a partir de la refrendación popular del Acuerdo…» (Acto Legislativo 1, 2016).
Para lograr dicha ratificación popular, el gobierno promovió un plebiscito en el que se preguntó a la ciudadanía si estaba a favor (o no) del Acuerdo. Contra todos los pronósticos, una estrecha mayoría de los votantes rechazó el Acuerdo[20]. Dado que la condición para la activación de fast track no se produjo, este no podía utilizarse. Esto obligó a Santos a renegociar el Acuerdo con las FARC-EP y, para ello, convocó a las fuerzas opositoras (lideradas por el expresidente Uribe), para incorporar en el Acuerdo algunos de sus puntos de vista. Como resultado, en noviembre de 2016 se firmó un nuevo Acuerdo de Paz entre el gobierno y las FARC-EP. Sin embargo, la oposición acusó a Santos de haber incluido modificaciones meramente cosméticas al Acuerdo y argumentaron que el fast track no podía activarse hasta que hubiese una verdadera «refrendación popular» del segundo Acuerdo por medio de otra votación. La opinión de Santos era diferente. El presidente sostuvo que el Congreso podía llevar a cabo esta «refrendación popular» en tanto representante del pueblo de Colombia[21]. A la luz de esa opinión presidencial, el Congreso emitió una declaración por la cual refrendaba el segundo Acuerdo y comenzó a utilizar el fast track para aprobar las reformas para su implementación[22].
El ambiente político en el cual estos eventos se desarrollaron no era propicio para la autonomía judicial. Debe notarse que el nivel de pluralismo político era relativamente bajo. Si bien el gobierno y la oposición estaban en orillas opuestas, el escenario político era muy volátil. Las FARC-EP declararon que sin fast track volverían a la guerra, mientras que el uribismo expresó que una asamblea nacional constituyente era indispensable[23]. Por este motivo, la Corte debía ser muy cuidadosa. Casi que cualquier decisión podía provocar consecuencias extra-constitucionales inesperadas. Adicionalmente, el nivel de incertidumbre electoral era bajo puesto que las próximas elecciones presidenciales tendrían lugar hasta dentro de dos años.
En ese contexto, la Corte Constitucional examinó la constitucionalidad del fast track. La Corte debía resolver, entre otros asuntos, si, en efecto, la refrendación del Congreso era suficiente para activar el fast track. En la sentencia C-699 de 2016, la Corte actuó estratégicamente una vez más (García-Jaramillo y Currea, 2020: 17-21; Cajas-Sarria, 2017: 272), en dos sentidos. Primero que todo, la Corte recurrió a un aplazamiento de segundo orden. Para la Corte, la flexibilización de la Constitución y la ratificación «popular» del Acuerdo por parte del Congreso eran constitucionalmente aceptables y activaban el fast track siempre que se cumplieran algunas condiciones. Entre ellas, se dijo que el proceso de ratificación debía tener algún grado de participación ciudadana y con suficiente deliberación para alcanzar consensos[24]. De esto se sigue que la Corte autorizó la activación del fast track como deseaba el gobierno, pero impuso una serie de condiciones que serían verificadas con posterioridad. Segundo, la Corte, de algún modo, tuvo en cuenta (y satisfizo) los intereses de todos los involucrados[25]. Mientras advirtió que la posibilidad de flexibilizar la Constitución y de una ratificación por parte del Congreso eran constitucionales, la imposición de las condiciones ya mencionadas para la ratificación suponía que la oposición tenía el derecho a participar del proceso de implementación jurídica del Acuerdo por medio de una deliberación robusta para alcanzar consensos.
Nótese cómo la Corte consiguió equilibrar varios principios en un escenario difícil. Por una parte, abrió la puerta para la implementación de un Acuerdo que establecía la desmovilización del grupo armado más grande de Colombia y, con esto, contribuyó a la reducción de la violencia en un país que la ha sufrido por mucho tiempo. Por otro lado, dejó entrever que, en todo caso, el logro de la paz no significaba una suerte de licencia para infringir la supremacía constitucional. La «refrendación popular» exigía el concurso de la oposición y, para ello, la deliberación y el consenso debían ser valores orientadores de la implementación del Acuerdo. Por último, y de una manera muy semejante a la primera sentencia de la primera reelección, la Corte preparó el terreno legal para limitar las prerrogativas presidenciales en el fast track en el futuro cercano.
Cuando esta primera sentencia de paz se produjo en 2016, el ambiente político era inestable y tanto quienes apoyaban el Acuerdo como quienes se oponían, plantearon salidas extraconstitucionales. Por eso, la Corte, sin renunciar a su tarea de guardiana de la Constitución y gracias al grado de autonomía y compromiso constitucional que la ha caracterizado, aceptó la importancia constitucional de un valor como la paz pero, a la vez, sembró las semillas para limitar el poder presidencial en la implementación del Acuerdo. Esta delicada estrategia auspició el cumplimiento de su fallo: ningún actor (opositor, gubernamental o guerrillero), persiguió seriamente algún tipo de represalia contra la Corte o alguna clase de alternativa extraconstitucional y, por el contrario, acataron su dictamen.
Unos meses después, la constitucionalidad de algunas partes del fast track volvería a estar sobre la mesa de la Corte. El expresidente Uribe y sus seguidores persistieron en sus críticas al Acuerdo y organizaron movilizaciones públicas en su contra[26]. Además de eso, presentaron una segunda acción pública de inconstitucionalidad contra la constitucionalidad del fast track. Uno de los argumentos centrales era que este incrementaba exponencialmente los poderes presidenciales en el ámbito de la reforma y, con esto, se vulneraba el principio de separación de los poderes. A diferencia de la primera sentencia de paz, la atención que el gobierno y las mismas FARC-EP prestaron a este segundo caso fue muy escasa. La percepción era que, de cierto modo, en 2016 ya se había definido la suerte constitucional del fast track y que esta nueva acusación no tenía futuro[27].
En una providencia judicial inesperada para muchos, la Corte Constitucional restringió las facultades presidenciales en el proceso de reforma en el marco del fast track. En la sentencia C-332 de 2017, la Corte concluyó que la prohibición impuesta a los congresistas de presentar modificaciones a los proyectos de reforma constitucional presentados por el gobierno (salvo que existiese autorización gubernamental expresa) y de discutir y votar artículos individuales, cercenaba los poderes de decisión y deliberación del Congreso y los transfería al presidente. Uno de los argumentos centrales para arribar a esta conclusión fue, justamente, las consideraciones de la primera sentencia sobre fast track. La Corte estimó que los espacios de deliberación a lo largo del proceso de paz habían sido realmente escasos. En ese sentido, en el fallo se observó que (i) las negociaciones de paz con las FARC-EP habían sido predominantemente secretas; (ii) solo el gobierno tenía la iniciativa de reforma constitucional vía fast track; (iii) el gobierno podía limitar la esfera de decisión del Congreso al autorizar o rechazar posibles modificaciones propuestas por los congresistas a los proyectos de reforma presentados por el gobierno; y (iv) la deliberación del Congreso sobre las propuestas de reforma presidenciales era mínima porque se le obligaba a rechazar o aprobar estas propuestas gubernamentales en bloque. Como consecuencia de lo anterior, y haciendo eco de los principios sentados en la sentencia C-699 de 2016, la Corte decidió que dicha prohibición era inconstitucional y que el Congreso podía presentar autónomamente modificaciones a los proyectos de reforma y aprobar o rechazar disposiciones individualmente consideradas[28].
Con esta sentencia se consumó el aplazamiento de segundo orden iniciado en la primera decisión de paz. Las circunstancias en 2017 eran más propicias que en 2016. Primero, porque el nivel del pluralismo político era mayor. No solo la fragmentación entre simpatizantes y detractores del Acuerdo se mantuvo dentro de los cauces institucionales (nadie sugirió salidas extra-constitucionales, como en 2016), sino que también las elecciones presidenciales se avecinaban y era muy probable que un candidato opositor sucediese a Santos en la presidencia (como efectivamente sucedió con Iván Duque en 2018). Estas dos circunstancias neutralizaron la posibilidad de una reacción adversa en contra de la Corte por parte del gobierno o de las FARC-EP y ampliaron el espacio de autonomía para que la Corte decidiera limitar el poder presidencial sin miedo a represalias. Aunque es cierto que el gobierno y las FARC-EP lamentaron la decisión, nunca intentaron eludir el cumplimiento de la sentencia por canales extrajurídicos[29]. Además de ello, la administración de Santos había dicho públicamente que la consecución de la paz se haría respetando la Constitución. Una agresión a la Corte habría desvirtuado esa promesa y facilitado aún más la llegada de un opositor al poder en las elecciones de 2018.
La Corte, asimismo, continuó con su decidido compromiso normativo con la Constitución. La sentencia limitó el poder del presidente y garantizó los derechos de las minorías políticas. Como advierten Tushnet y Botero (2020: 1290-1302), este fallo le otorgó un sello constitucional distintivo al fast track debido a que demostró que, como institución jurídica, la Corte tenía algo que decir desde el Derecho y que este mensaje normativo difería de aquel que pretendía enviar un polarizado país político. Esta imagen de imparcialidad —que diferencia a los jueces de los poderes políticos— es esencial para cualquier corte que pretenda contar con alguna medida de respaldo popular (Volcansek, 2019; Carrubba, 2009; Caldeira y Gibson, 1992; Engstrom y Giles, 1972). A pesar de que la polarización alrededor del Acuerdo aún persiste, la Corte Constitucional logró resolver uno de los mayores dilemas que surgen en un escenario de transición hacia la paz que se adelanta en el marco de una Constitución permanente (Bernal-Pulido, 2014; Ozcelik y Olcay, 2020): permitió una transformación constitucional radical que era necesaria para la paz, mientras preservó el núcleo de la Constitución al contener el desbordamiento del poder presidencial y proteger a las minorías políticas (Landau, 2020: 1319). Todo esto de la mano de una prudente estrategia judicial, así como de condiciones políticas y culturales propicias que hicieron que el nivel de autonomía, respeto y compromiso o disposición constitucional de la Corte fuera suficiente para confrontar al presidente.
El florecimiento de las cortes constitucionales alrededor del mundo y el optimismo sobre su capacidad para consolidar la democracia constitucional parece estar en declive (Lachmayer, 2020). Como se ha dicho, varias cortes, están bajo asalto y algunas de ellas han sucumbido ante el poder de mandatarios mucho más fuertes. En tiempos de erosión democrática, estudios como el que propone este artículo pretenden examinar las claves jurídico-políticas del éxito de uno de los pocos tribunales que ha logrado mantener a raya el poder del ejecutivo: la Corte Constitucional de Colombia. Dado que muchas veces estas explicaciones que estudian las razones detrás de cortes exitosas necesariamente trascienden lo meramente jurídico al estar anudadas también a fenómenos de poder, este escrito ha optado por una aproximación interdisciplinaria desde lo que se ha denominado como judicial politics o política judicial (Epstein y Knight, 2000). La interdisciplinariedad, y en este caso el cruce entre el derecho y la política, tiene la capacidad de suministrar explicaciones más robustas a fenómenos socio-jurídicos como aquel que indaga sobre las razones detrás de la fortaleza de los tribunales en momentos de decaimiento democrático (Hirschl, 2009: 825-827).
Como se pudo observar, incluso una Corte exitosa como la colombiana depende de una serie de factores externos como la existencia de un diseño constitucional apropiado, condiciones políticas y culturales adecuadas, así como de decisiones estratégicas prudentes. Esto demuestra que el destino de incluso cortes robustas como la de Colombia, no siempre está en sus manos, sino en las de actores que tienen más poder para influenciar sus decisiones. En otras palabras, la producción de todos los supuestos que dan cuenta del éxito de la Corte Constitucional, no depende completamente de ella.
Lo que se acaba de afirmar tiene una serie de implicaciones relevantes. Primero, la introducción de una doctrina jurídica que les permita a las cortes evaluar la constitucionalidad de las reformas (como la teoría de la sustitución) no garantiza, por sí sola, que esta se usará para mantener y profundizar los valores constitucionales. Landau y Dixon (2020) han observado que ante condiciones jurídico-políticas adversas, las cortes en ocasiones pueden usar esta doctrina de manera activa para socavar los cimientos de las constituciones y perpetuar regímenes autocráticos como lo atestiguan casos de Bolivia, Venezuela, Honduras y Nicaragua, por solo mencionar algunos de ellos. Es por eso que la existencia de doctrinas jurídicas novedosas y sofisticadas no es suficiente. El éxito tiene que ver también con la presencia de elementos de facto como los que se estudiaron en esta oportunidad y, más específicamente, de factores como un entorno políticamente competitivo y una cultura jurídico-política que propicie una judicatura dispuesta a salvaguardar los valores de la constitución.
En segundo lugar, si el éxito de las cortes se supedita muchas veces a la concurrencia de ciertas condiciones políticas y culturales que están en constante cambio, este éxito es, entonces, contingente. La selección de los casos que se analizaron responde al interés de evidenciar el tipo de factores que incidieron en el éxito de la Corte Constitucional al limitar al presidente. Pero, en otras ocasiones, particularmente cuando algunos de estos factores están ausentes, esa misma Corte no ha logrado proteger la Constitución como es debido (por ejemplo, en los casos de la reforma constitucional a la justicia de 2016)[30]. La consecuencia de esto es clara: referirse a cortes exitosas o fallidas, sin más, puede ser inexacto. Es mejor suponer que las cortes —como la Corte Constitucional de Colombia—, en algunos momentos y en algunos casos han logrado preservar la Constitución y en otros han fallado. Una corte completamente exitosa o fallida puede ser una idealización.
Finalmente, y en línea con lo anterior, es preciso decir que el éxito de los aplazamientos de segundo orden también está conectado con estos factores políticos. Una de las razones por las cuales la Corte pudo limitar la expansión del poder de Uribe y de Santos fue, justamente, que en el segundo acto de la estrategia las condiciones políticas habían cambiado y eran favorables para la expedición de una sentencia afirmativa. Pese a lo anterior, ese momento oportuno puede tardar en llegar y las cortes deberán enfrentarse al complejo dilema de enfrentarse a un órgano más fuerte (y arriesgarse a ser subyugadas) o seguir esperando (y tolerar temporalmente abusos contra la constitución, como ha ocurrido con algunos casos de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos relacionados con los derechos de los prisioneros acusados de terrorismo) (Scheppele, 2012: 166-170). El argumento central es que la política judicial importa y una posible vía para refinar nuestra comprensión frente a este complejo fenómeno es la interdisciplinariedad.
[1] |
Corte Constitucional de Colombia. Sentencia C-141/10 (2010). Recuperado de: https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2010/c-141-10.htm |
[2] |
En varios casos recientes en la región, por el contrario, se ha autorizado la reelección presidencial a pesar de la existencia de una prohibición constitucional explícita, autorización que en algunas ocasiones ha contado con el apoyo de los tribunales encargados del control de constitucionalidad (Costa Rica —2003—, Nicaragua —2009—, Honduras —2015—, Bolivia —2017— y El Salvador —2021—). Véase al respecto a Landau y Dixon, 2019. Dos estudios muy interesantes que dan cuenta de la expansión de la reelección presidencial en los últimos años en Latinoamérica luego de su restricción en la década de los noventa del Siglo xx, puede verse en Treminio (2013) y Fernández (2012). |
[3] |
Corte Constitucional de Colombia. Sentencia C-332/17 (2017). Recuperado de: https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2017/C-332-17.htm |
[4] |
Aunque los casos de Venezuela, por una parte, y de Polonia y Hungría, por la otra, no son equiparables en todos sus aspectos (particularmente en cuanto a que los últimos parecen ser aún democracias —pero iliberales— a diferencia de Venezuela —en donde cualquier rastro de democracia ha desaparecido—), en los tres países la rama ejecutiva ha tratado de consolidar su poder mediante la cooptación de las cortes encargadas del control judicial. Véase sobre este punto a Scheppele, 2018. |
[5] |
Estos autores se refieren a cortes localizadas no solo en Estados Unidos e Israel, sino también en India, Alemania, Colombia, Chile, Corea del Sur, Tailandia y Suráfrica. |
[6] |
Art. 239, Constitución Política de Colombia de 1991. |
[7] |
Art. 174.3, Constitución Política de Colombia de 1991. |
[8] |
Art. 241.12, Constitución Política de Colombia de 1991. |
[9] |
Art. 239, Constitución Política de Colombia de 1991. |
[10] |
Ibid. |
[11] |
Art. 86, Constitución Política de Colombia de 1991. |
[12] |
Una nítida mayoría. (2005). El Tiempo, 21-6-2005. Disponible en: http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1957821 |
[13] |
Véase Corte Constitucional de Colombia. Sentencia C-1040/05 (2005). Recuperado de: https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2005/C-1040-05.htm |
[14] |
Art. 241.2, Constitución Política de Colombia de 1991. |
[15] |
Uribe y sus apuntes sobre la reelección (2010). Semana, 25-2-2010. Disponible en: http://www.semana.com/politica/articulo/uribe-apuntes-sobre-reeleccion/113604-3 |
[16] |
Estado de opinión bipolar (2009). Semana, 5-12-2009. Disponible en: http://www.semana.com/nacion/articulo/estado-opinion-bipolar/110685-3 |
[17] |
El «choque de trenes» entre el Gobierno y la Corte Suprema está sin árbitro (2009). El Tiempo, 10-6-2009. Disponible en: https://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-5409204 |
[18] |
Véase Corte Constitucional de Colombia. Sentencia C-141/10 (2010). Recuperado de: https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2010/c-141-10.htm |
[19] |
Opinión Consultiva Corte IDH, 7 de junio de 2021. Esta opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene como trasfondo el caso de Bolivia en donde su Tribunal Constitucional Plurinacional consideró que la limitación constitucional a la reelección presidencial era contraria al art. 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Véase al respecto a Verdugo, 2019. La Corte Interamericana concluyó que mientras que la prohibición de reelección indefinida es compatible con la Convención, permitir la reelección presidencial sin término contraría dicho tratado. Finalmente, es interesante notar que, en esta opinión, la Corte Interamericana cita apartados de la sentencia C-141 de 2010 de la Corte Constitucional de Colombia como uno de los fundamentos de su dictamen. |
[20] |
Véase a Cobb, J. y Casey, N. (2016). |
[21] |
Casey, N. (2016). |
[22] |
Congreso colombiano refrenda acuerdo de paz con las FARC. (2016). Deutsche Welle, 1-12-2016. Disponible en: https://bit.ly/3P7KPCF |
[23] |
Uribe, como las FARC, propone una constituyente. (2015). Semana, 27-10-2015. Disponible en: https://bit.ly/3M5kQKc |
[24] |
Véase Corte Constitucional de Colombia. Sentencia C-699/16 (2016a). Recuperado de: https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2016/C-699-16.htm |
[25] |
Esta fue la percepción de un antiguo integrante de la Corte Suprema de Justicia de Colombia. Véase «La Corte está tomando decisiones políticas»: Jaime Arrubla. (2016). Semana, 21-12-2016. Disponible en: https://bit.ly/3M3og07 |
[26] |
Uribismo alista nueva marcha el 1° de abril en contra del Gobierno. (2017). El Tiempo, 28-3-2017. Disponible en: https://bit.ly/3N50mBi |
[27] |
Luego de revisar el archivo digital del diario El Tiempo durante los meses anteriores a la expedición de la segunda sentencia de fast track (enero a abril de 2017), no se halló ninguna declaración gubernamental sobre el este segundo fallo de la Corte Constitucional. |
[28] |
Véase Corte Constitucional de Colombia. Sentencia C-332/17 (2017). Recuperado de: https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2017/C-332-17.htm |
[29] |
«No es el fin del mundo»: Mininterior sobre decisión de la Corte. (2017). El Tiempo, 8-5-2017. Disponible en: https://bit.ly/37uDVGA |
[30] |
Véase Corte Constitucional de Colombia. Sentencia C-285/16 (2016b). Recuperado de: https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2016/c-285-16.htm y Corte Constitucional de Colombia. Sentencia C-373/16 (2016c). Recuperado de: https://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2016/C-373-16.htm |
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