RESUMEN
El derecho fundamental a la libertad de expresión no es ilimitado, de modo que no resulta infrecuente encontrar casos de colisión con otros del mismo rango jerárquico, en tanto que todos ellos se ven abocados a coexistir. En este sentido, cuando quien ejercita el derecho a manifestarse libremente no es un particular, sino un abogado en el marco de su profesión, el principal derecho que se puede ver comprometido por ello es el del honor del sujeto al cual aquel se dirige. Así, a los efectos de resolver el conflicto a favor de uno u otro derecho, resultará necesario, como aquí haremos, analizar los límites de cada uno de ellos, previo examen de su contenido. A tal fin, nos apoyaremos en la Sentencia del Tribunal Constitucional 142/2020, de 19 de octubre, que, recordando la doctrina aplicable, subraya los matices que presenta la libertad de expresión cuando es ejercitada por un letrado.
Palabras clave: Libertad de expresión; derecho de defensa; abogacía; Tribunal Constitucional; derecho al honor.
ABSTRACT
The fundamental right to freedom of expression is not unlimited, so it is not uncommon to find cases of collision with others of the same hierarchical rank, because all of them are forced to coexist. In this sense, when the person exercising the freedom of expression is not a private individual, but a lawyer in the exercise of his profession, the main right that may be affected by this is the right to honor of the person receiving the criticism. Thus, it will be necessary to examine the content of each right, as well as its limits, in order to resolve the conflict in favor of one or the other right. To this end, we will study the judgement of the Spanish Constitutional Court of 19th October of 2020, which sets out the applicable doctrine and highlights the nuances of freedom of expression when exercised by a lawyer.
Keywords: Freedom of expression; right of defence; advocacy; Spanish Constitutional Court; right to honor.
Dispone nuestra Carta Magna del año 1978 en su art. 1.1 que «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político».
Este marco normativo diseñado por la Constitución española (CE) a partir de los principios antedichos, insta directamente a los poderes públicos a hacer frente al ingente reto de articular mecanismos e instrumentos que permitan otorgar una protección adecuada a unos derechos de corte constitucional y, en algunos casos, fundamental[1], cuyo contenido esencial pudiera ser vulnerado no solo por instancias públicas, sino también por particulares en el ejercicio de otras libertades reconocidas por nuestra norma suprema.
En este sentido, cabe señalar que tales derechos fundamentales se manifiestan en una doble vertiente, tal y como viene reconociendo el Tribunal Constitucional (TC) desde sus primeras sentencias. En efecto, esta tesis se apoya en la consideración de estos últimos como derechos públicos subjetivos, que afectan a cada sujeto individualmente considerado, pero, además, como valores o principios rectores de carácter objetivo, que vinculan a toda la sociedad en su conjunto[2]. De este modo, su garantía constituye un fin en sí mismo para toda la ciudadanía. En consecuencia, análoga premisa debe hacerse extensible, como no podía ser de otra manera, al derecho a la libertad de expresión a resultas del ejercicio del derecho a la defensa técnica letrada en el marco de un procedimiento judicial, cosa que aquí tendremos oportunidad de analizar con detalle.
Así, en el ámbito que nos ocupa, no resulta infrecuente que se nos presenten casos en los que varios derechos, muy a menudo con un mismo rango jerárquico, entren en conflicto. Ello impide que este pueda resolverse, de ordinario, tomando fórmulas automáticas o principios generales del Derecho. Muy al contrario, la prevalencia de un derecho con respecto a otro deberá atender a las circunstancias particulares del supuesto examinado, no pudiendo fijarse con carácter general y apriorístico reglas que los limiten ex ante[3]. O dicho de otro modo, habremos de proceder a llevar a cabo una labor de ponderación casuística, toda vez que los intereses en tela de juicio, según el contexto, variarán. Ello es lo mismo que afirmar que la reseñada colisión no siempre se solucionará a favor de un derecho, sino que se impone un preceptivo balanceo de intereses[4].
Y es que los derechos fundamentales y, en concreto, los derechos a la libertad de expresión y a la obtención de una tutela judicial efectiva no son absolutos, por cuanto se encuentran limitados por el resto de libertades públicas que reconoce el Título I de la CE. Así las cosas, en el ejercicio de dichos derechos goza de una especial relevancia la colisión con el derecho al honor del resto de partes intervinientes en el proceso, con independencia de que las opiniones o manifestaciones del letrado se viertan sobre otros abogados, sobre el Ministerio Fiscal o sobre el propio órgano judicial. Habida cuenta de la gran magnitud práctica que ostenta la materia, en el presente trabajo trataremos de ofrecer al lector un repaso de los criterios que, a día de hoy, emplean nuestros Tribunales para resolver estos conflictos, y prestaremos especial atención a la reciente STC 142/2020, de 19 de octubre[5], en la cual se explicita la doctrina que asume el Alto Tribunal en torno a la libertad de expresión del abogado.
Como consecuencia del ejercicio del derecho a la obtención de una tutela judicial efectiva por medio de la defensa técnica letrada a partir del art. 24.1 y 2 CE[6], se vislumbra la aparición en escena de, en esencia, dos derechos fundamentales adicionales, cuales son, como se adelantaba, el derecho a la libertad de expresión del abogado ex art. 20.1, letra a) CE[7] y el derecho al honor del resto de partes que participan del proceso ex art. 18.1, en relación con el art. 20.4, ambos de nuestra Carta Magna[8]. En este epígrafe nos encargaremos de deslindar cada uno de ellos y definir sus contornos más representativos para, a continuación, fijar sus límites a la hora de resolver en favor de uno u otro.
En línea con lo expuesto, la libertad de expresión podría definirse, como así lo hizo la STC 139/2007, de 4 de junio[9], como el derecho a formular juicios y opiniones sin una pretensión de sentar hechos o de fijar datos objetivos. En otras palabras, su objeto vendría a constituirlo la exteriorización de pensamientos e ideas, lo que incluiría la crítica al comportamiento o a la actitud de terceras personas, por más que pudiera resultar desabrida y molesta para el sujeto receptor de la misma[10]. Es por ello que esta libertad se configura con un carácter más amplio que la que tiene por fin informar o comunicar noticias (art. 20.1, letra d) CE), ya que comprende la emisión de juicios de valor, de creencias o, simplemente, de opiniones personales y subjetivas[11]. Además, la distinción entre uno y otro derecho adquiere verdadera trascendencia en este punto, pues los pensamientos, las ideas o las opiniones, al contrario de lo que ocurre con los hechos, no admiten una demostración de su integridad, de su exactitud o de su veracidad[12].
Sea como fuere, lo cierto es que, en todo caso, tal y como se señalaba anteriormente, las libertades del art. 20 de la Norma Suprema se configuran como pilar básico de la convivencia pacífica, del pluralismo y, en definitiva, de una sociedad libre y democrática al ser su garantía condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al ser humano, entre ellos, el que de seguido estudiaremos[13]. En palabras de Jaén Vallejo (1987: 177):
el legislador constituyente reconoce a la libertad de expresión […] un aspecto institucional, además de su aspecto subjetivo […] que significa la garantía de una institución política fundamental, que es la opinión pública libre, indisolublemente ligada con el pluralismo político, que es un valor fundamental y un requisito del funcionamiento del Estado democrático.
Por otra parte, sobre el concepto de honor, y lo que nos parece más importante en esta sede, sobre el derecho fundamental al honor, ríos de tinta han corrido sin haberse logrado, a día de hoy, delimitar taxativamente su contenido[14]. Esta dificultad se ha encontrado, desde antaño, de un lado, en la indeterminación como tal del término; y, de otro, en la influencia que de manera irremediable tiene la evolución de la sociedad y de sus usos sobre la evolución de aquel[15]. Al margen de las múltiples definiciones del citado término que se han manejado por los autores[16], adoptando una acepción puramente jurídica, de lo que no cabe duda es de la íntima conexión que existe entre el derecho al honor y la dignidad de la persona. En efecto, la dignidad se proyecta sobre un conjunto de libertades inviolables (en puridad, las del Título I de la CE), lo que supone que la lesión de estas provoca de forma inmediata la trasgresión de la primera[17]. Entendido el derecho ahora examinado como una prolongación de la dignidad humana, el honor se bifurcaría en uno intangible e idéntico para toda la población por mor de lo dispuesto en el art. 14 de la Carta Magna; y en otro material y mutable en atención a la consideración y la fama que tuviera la comunidad sobre cada sujeto particular que la integra. En consecuencia, con base en el principio de igualdad, dispondríamos de un contenido estático e irreductible de honor; y de otro dinámico y determinado por las circunstancias concretas de cada asunto e individuo[18]. Es por ese motivo por el que el derecho al honor podría conceptualizarse como un valor inherente al ser humano consistente en la propia estima que se tiene de uno mismo (aspecto subjetivo), y en la fama, crédito o reputación de que goce en su comunidad (aspecto objetivo)[19].
Mención aparte merece la consideración de que las personas jurídicas —públicas o privadas—, y determinados colectivos difusos o incluso las propias instituciones del Estado pudieran ser acreedores de este último derecho[20]. Siguiendo una concepción clásica, parece que el carácter personalísimo del honor obliga a negárselo a todos ellos sin mayores contemplaciones, ya que no puede ser titular de honor quien no ostenta la condición de persona[21]. Por el contrario, a nuestro juicio, la doble cualidad del derecho al honor que veíamos permite, en su dimensión más objetiva, atribuir a las personas jurídicas —al menos de corte privado— un derecho a la fama, al crédito social o a su reputación en definitiva, como derivación del propio derecho contenido en el art. 18.1 CE[22].
Así lo afirmó ya la relevante STC 139/1995, de 26 de septiembre[23], al declarar que:
Si el objetivo y función de los derechos fundamentales es la protección del individuo, sea como tal individuo o sea en colectividad, es lógico que las organizaciones que las personas naturales crean para la protección de sus intereses sean titulares de derechos fundamentales, en tanto y en cuanto estos sirvan para proteger los fines para los que han sido constituidas. En consecuencia, las personas colectivas no actúan, en estos casos, solo en defensa de un interés legítimo en el sentido del art. 162.1.b) de la CE, sino como titulares de un derecho propio.
Y análoga conclusión debemos extraer respecto al honor de un partido político. De facto, tanto el TC[24], cuanto el TEDH[25], se han mostrado sensibles a esta problemática, tras interpretar que «no cabe excluir a los partidos políticos de la protección que dimana del derecho al honor frente a aquellas afirmaciones y expresiones que los difamen o los hagan desmerecer en la consideración ajena».
Cuestión distinta es el predicamento de una suerte de derecho al honor de las personas jurídicas públicas o incluso de las instituciones del Estado. En este caso, como señala Rodríguez Guitián (2015: 71), la razón para negárselo se encontraría «en el propio concepto histórico y dogmático de los derechos fundamentales, que siempre se han concebido como formas de garantía de los individuos frente al Poder». Por su parte, el TC lo justifica de la siguiente manera[26]:
[…] el derecho al honor tiene en nuestra Constitución un significado personalista, en el sentido de que el honor es un valor referible a personas individualmente consideradas, lo cual hace inadecuado hablar del honor de las instituciones públicas o de clases determinadas del Estado, respecto de las cuales es más correcto, desde el punto de vista constitucional, emplear los términos de dignidad, prestigio y autoridad moral, que son valores que merecen la protección penal que les dispense el legislador, pero que no son exactamente identificables con el honor, consagrado en la Constitución como derecho fundamental, y, por ello, en su ponderación frente a la libertad de expresión debe asignárseles un nivel más débil de protección del que corresponde atribuir al derecho al honor de las personas públicas o de relevancia pública.
Sea como fuere, a nuestro parecer, el derecho a la crítica de que es titular el particular y, concretamente, el abogado frente a las instituciones del Estado, en aras a la libertad de expresión, amparada por la máxima de que la misma constituye la razón de ser de una sociedad democrática (y más aún si se instrumentaliza a través del derecho fundamental a la obtención de una tutela judicial efectiva), no puede extenderse ilimitadamente. Por contra, esa libertad de la que hablamos habrá de estar sujeta a ciertas barreras de todo punto infranqueables, las cuales, dicho sea de paso, serán objeto de estudio más adelante.
Para finalizar el presente apartado, no nos restaría más que referirnos al eventual derecho al honor de determinados colectivos difusos que pudieran ser difamados por un letrado en el empleo de su libertad de expresión. Cuando aludimos a estos colectivos, lo hacemos pensando en grupos de personas físicas sin una estructura organizativa o administrativa clara, y, por supuesto, sin personalidad jurídica como tal. Cuenta de ello da la notoria STC 214/1991, de 11 de noviembre[27], en la que aislada y cuestionablemente se reconoce el derecho al honor del pueblo judío, ante una serie de afirmaciones de León Degrelle, en las que se ponía en duda el genocidio llevado a cabo por el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial. No es este el lugar idóneo para profundizar sobre la materia por razones metodológicas y de espacio, pero sí que debemos plantear las dudas que nos surgen en cuanto a la legitimación activa al tiempo de formular un recurso de amparo ante el Alto Tribunal. Y es que cuando el individuo afectado por la presunta intromisión en su honor tan solo ostenta una vinculación mínima con las subrayadas declaraciones (pertenencia genérica a una etnia o raza), no siendo siquiera citado en las mismas, desde nuestro punto de vista, tal argumentación no resulta lo suficientemente sostenible como para entrar a conocer el fondo del asunto[28]. Distinta suerte, a nuestro entender, debiera correr el recurso de ir dirigidas frente a una persona individualmente considerada; o frente a una asociación de víctimas del nazismo, por ejemplo. De ser así, sí que podría establecerse un vínculo más rígido entre la dignidad humana y el derecho al honor de la persona —física o jurídica, respectivamente—.
En supuestos como el debatido en la Sentencia anterior, a fin de otorgar protección jurídica no tanto al individuo, como al Estado social y democrático de Derecho que propugna el art. 1.1 CE, quizás la vía penal (arts. 510 y ss. Código Penal (CP)) se erigiría en la más idónea como medio para aplacar esta clase de mensajes de odio del todo intolerables en un país civilizado como lo es el nuestro[29].
De lo visto hasta ahora, ha quedado patente que el ejercicio de la libertad de expresión, como exteriorización de ideas, pensamientos o juicios de valor por parte de los particulares, admite la crítica al comportamiento o actitud de terceras personas, aun cuando pudiera resultar molesta e incluso desabrida para estas últimas, por cuanto así lo exige la garantía de una institución democrática fundamental ex art. 1.1 CE (aspecto institucional del derecho reconocido en el art. 20 de la Carta Magna). Pero, siendo ello cierto, surge un interrogante cuya respuesta, como se examinará, no es en absoluto baladí al gozar de una amplia repercusión teórico-práctica en esta materia. En atención a la posición que ocupa el abogado en el sistema de justicia, ¿ha de reconocérsele un derecho más amplio o privilegiado en comparación con aquel de que es titular cualquier otro ciudadano?
Pues bien, partiendo de lo dispuesto por nuestra Constitución y, en particular, por su art. 24, la profesión del letrado —y su correlativa libertad de expresión—, como parte integrante del derecho a la obtención de una tutela judicial efectiva, queda protegida y reconocida como un derecho constitucional de carácter fundamental. Además, la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, (LOPJ), la ampara bajo los principios de libertad, independencia y sujeción a la buena fe en la actuación ante los Juzgados y Tribunales, siendo acreedor a este respecto «de los derechos inherentes a la dignidad de su función […] amparados por aquellos en su libertad de expresión y defensa», (art. 542.2 LOPJ). Sin embargo, esta misma ley, en su art. 553, recuerda también que los abogados y procuradores podrán ser corregidos disciplinariamente:
Cuando en su actuación forense faltaren oralmente, por escrito o por obra, al respeto debido a los jueces y tribunales, fiscales, abogados, letrados de la Administración de Justicia o cualquier persona que intervenga o se relacione con el proceso.
Lógicamente, cuando nos encontremos ante manifestaciones vertidas al margen de los Tribunales y a partir de las cuales pudiera el abogado incurrir en una potencial responsabilidad disciplinaria[30], sin que estas constituyan delito[31], la competencia para declararla, a diferencia de lo que ocurre con la recogida en el art. 553 y ss. LOPJ —que recaerá sobre la autoridad ante la que se sigan las actuaciones de acuerdo con el art. 555 de análoga norma— será de los Colegios profesionales, porque de ese modo se pronuncia el art. 546.3, sin perjuicio de la responsabilidad civil en caso de que correspondiera.
Y en relación con este asunto, no puede pasar desapercibido el contenido del reciente Real Decreto 135/2021, de 2 de marzo, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española, (EGAE), el cual sustituye al anterior[32], vigente hasta el 1 de julio de 2021[33]. En este sentido, indica su art. 47, bajo la rúbrica «Independencia y libertad del profesional de la Abogacía», que:
La independencia y libertad son principios rectores de la profesión que deben orientar en todo momento la actuación del profesional de la Abogacía […] El profesional de la Abogacía realizará, con plena libertad e independencia y bajo su responsabilidad, las actividades profesionales que le imponga la defensa del asunto que le haya sido encomendado, ateniéndose a las exigencias técnicas y deontológicas adecuadas a la tutela jurídica del asunto[34].
A lo que se le une lo contenido en el art. 58 del mismo texto legal al proclamar que, en su actuación, «[…] gozarán de los derechos inherentes a la dignidad de su función y podrán solicitar ser amparados en su libertad de expresión y defensa, en los términos previstos en las normas aplicables».
En sintonía con lo anterior, el citado precepto permite al letrado coartado en su libertad de expresión dejar constancia de tal circunstancia ante el propio órgano judicial, pudiendo llegar a intervenir el Colegio profesional e incluso el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) (art. 58.2 y 3 EGAE). Y para concluir, el siguiente precepto del Estatuto obliga a estos profesionales del Derecho a mantenerse recíproca lealtad y respeto mutuo.
De la normativa transcrita se infiere desde su primera lectura una cualificación de la libertad que establece el art. 20 CE, en aras de dotar de efectividad la función de defensa técnica que desempeña el abogado, en tanto que el ejercicio correcto de la profesión constituye un pilar básico de nuestra democracia, toda vez que este profesional se erige en garante del cumplimiento del derecho a la obtención de una tutela judicial efectiva. No atribuir ese plus de salvaguarda a la libertad de expresión del letrado pudiera coartar o disuadir en cierto modo al gremio en su conjunto en su comportamiento ante los Juzgados y Tribunales, dificultando ciertamente el derecho de defensa.
Así las cosas, podría haber quien entendiese que esta amplificación o dilatación de la meritada libertad pudiera llegar a transgredir el principio y al mismo tiempo derecho de igualdad por mor del art. 14 CE, pero nada más lejos de la realidad. Muy al contrario, la instrumentalización de la libertad de expresión por el derecho a una tutela judicial efectiva hace que la primera adquiera, en palabras del TC, una especial resistencia inmune a restricciones, que en otro contexto no operarían, y que justifica «el empleo de una mayor beligerancia en los argumentos ante los Tribunales de Justicia»[35], razonamiento este con el que, vaya por delante, nos mostramos totalmente de acuerdo. Pero es que, a mayor abundamiento, ese reforzamiento de la libertad de expresión del letrado encontrará su fundamento en la garantía de un funcionamiento adecuado de los Tribunales en el desempeño de las funciones que la Constitución les concede (art. 117 CE). Sin embargo, conforme constataremos, ello no equivaldrá en ningún caso a atribuir un carácter ilimitado a la libertad objeto de estudio, ya que los derechos, aun fundamentales, no son ni pueden ser interpretados de una forma absoluta o categórica.
Merece la pena recordar en este momento que nuestra Constitución, en su art. 20.1 a), reconoce y otorga protección al derecho a «expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción». No obstante, ese precepto, en su apartado cuarto, declara expresamente que tal libertad tiene su límite en el respeto a los derechos reconocidos en el Título I, esto es, al resto de derechos fundamentales allí regulados, y, especialmente, al «derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia».
Esta disposición no podemos interpretarla en el sentido de que la CE asigne una mayor protección a estos últimos en comparación con otros derechos fundamentales no mencionados de manera explícita en el precepto —pese a su equívoca redacción[36]—, como pudiera representar el contenido en el art. 24 del texto constitucional. Más bien, debe entenderse que lo que se perseguía por el legislador constituyente era concretar aquellos más fácilmente vulnerables cuando las libertades del art. 20 se ejercitan de una forma abusiva[37].
En consecuencia, no cabe predicar una suerte de superioridad formal jerárquica del derecho al honor de quienes forman parte del proceso, en detrimento de la libertad de expresión del abogado. Pero, cuidado, tampoco a la inversa es posible proclamar, ex ante, una prevalencia de esta libertad con respecto a la primera de las mencionadas, de manera que el Juez o Tribunal quede obligado a resolver en todo caso a favor de la libertad de expresión. Aquí habrá de imponerse una adecuada ponderación casuística de las circunstancias particulares del supuesto discutido. Por lo tanto, partiendo de la idea de que cualesquiera derechos están sujetos a límites y no resulta factible efectuar una exégesis absoluta de ellos, habida cuenta de su inevitable coexistencia, no extraña a nadie que se produzca una frecuente colisión entre ellos que debamos resolver siempre a favor del interés prevalente. A tal fin, habremos de tomar criterios que, de acuerdo con las circunstancias y el contexto que rodeen al caso, permitan afirmar la persistencia de un derecho frente al otro[38].
Con todo, debe tenerse bien presente que la jurisprudencia patria aplica, en adición al balance de derechos implicados que apuntábamos, la conocida teoría de la «preferred position» de la libertad de expresión, importada de Norteamérica[39], para, así, significar la especial dimensión de que goza este derecho por ser garantía de una opinión pública libre sobre la que se apoya una sociedad democrática[40]. En este sentido, en el marco del ejercicio del derecho de defensa, ello viene a traducirse en que el correcto funcionamiento del Poder Judicial exige dar mayor amplitud a la libertad de expresión del letrado, siempre que, por descontado, no se rebasen una serie de límites que también se explicitan y que analizaremos en el siguiente epígrafe.
En suma, aunque no pueda establecerse una superioridad formal de la libertad recogida en el art. 20.1 a) CE con respecto a otros derechos fundamentales, y deba acudirse a una ponderación o balanceo de intereses para resolver la confrontación que se evidencie, en la práctica, lo que sucede es que ese aspecto institucional o condición democrática de la libertad de expresión hace que se le atribuya un plus de protección, que será incluso mayor, específicamente resistente e inmune a restricciones, cuando se materialice en el ámbito forense de mano del abogado, como manifestación del legítimo ejercicio del derecho de defensa. Ahora bien, esa preferencia cualificada de la libertad de expresión del letrado, a nuestro parecer, concurrirá siempre y cuando se vehiculice a través de cauces adecuados, a saber, mediante el uso de medios ordinarios, normales o regulares para el ejercicio del meritado derecho, pues de lo contrario la preponderancia de la primera habrá de invertirse en favor del derecho al honor de la persona afectada. Y análoga conclusión deberemos extraer en caso de que se haga uso de expresiones injuriosas, vejatorias o, cuando menos, innecesarias para el fin pretendido, cual es efectuar una adecuada defensa del cliente. Otro razonamiento distinto provocaría convertir en ilimitado un derecho que sobre el papel ostenta una protección idéntica al derecho al honor de los sujetos implicados. En pocas palabras, el derecho a la libertad de expresión del abogado subsistirá como regla general, en tanto que se respeten los límites particulares que lo rodean.
Sabemos, porque así lo hemos adelantado ya, que el ejercicio de cualesquiera derechos no puede ser sinónimo de atribución de un carácter incondicional, infinito o absoluto a estos últimos, cosa que, por supuesto, aplica a la libertad reconocida en el art. 20.1 a) de nuestra Carta Magna. Pero no es menos cierto que la vinculación que guarda el derecho a expresarse libremente con el derecho de defensa y el adecuado funcionamiento de los órganos jurisdiccionales en cumplimiento de las funciones que les atribuye el art. 117 CE, permite reconocerle a aquel una cualificación o prevalencia en detrimento del resto de derechos fundamentales y, en concreto, del derecho al honor de las partes intervinientes en el proceso.
Ese reforzamiento, sin embargo, perderá su razón de ser cuando se sobrepasen los límites explícitos que se erigen en este ámbito, y que, como demostraremos, no son otros que: el interés público-social de las opiniones, críticas o manifestaciones vertidas por el letrado; y su adecuación, moderación y necesidad al objeto de dotar de contenido a la libertad de expresión y no desnaturalizarla.
En primer lugar, la legitimidad del derecho a la libertad de expresión e información suele venir supeditada, en general, por el interés público o social de aquellos hechos sobre los que recae. Es decir, por el interés que pudieran tener para la formación de una opinión pública y libre, en aras a la efectividad de la participación ciudadana en la vida colectiva[41].
Dicha trascendencia pública podrá referirse bien a la materia a la que alude, bien a las personas que en ella participan, de forma que el honor de las mismas se debilitará a causa de la relevancia pública del asunto y/o de las funciones también públicas que se ejerzan, respectivamente, toda vez que el espíritu de apertura y la vida democrática así lo reclaman.
En la sede que nos ocupa, una exégesis coherente de este presupuesto nos obliga a entender que quienes ostentan cargos públicos, como lo hacen los jueces, los magistrados o incluso los fiscales, tienen un especial deber de soportar la visibilidad de sus actuaciones y la consecuente crítica de ellas por parte de terceros —abogados inclusive—. Es por lo cual que no podrán invocar sus derechos a la intimidad o al honor en las mismas condiciones que cualquier otro particular[42]. Y ello aun cuando los términos empleados pudieran ser vigorosos, hirientes o inquietantes.
En efecto, la STC 192/1999, de 25 de octubre[43], en relación con el derecho al honor de un político de La Coruña, cuya fundamentación creemos extrapolable a las personalidades públicas aquí tratadas, reza a estos efectos que:
[…] los denominados «personajes públicos», y en esa categoría deben incluirse, desde luego, las autoridades públicas, deben soportar, en su condición de tales, el que sus palabras y hechos se vean sometidos al escrutinio de la opinión pública y, en consecuencia, a que no solo se divulgue información sobre lo que digan o hagan en el ejercicio de sus funciones, sino, incluso, sobre lo que digan o hagan al margen de las mismas, siempre que tengan una directa y evidente relación con el desempeño de sus cargos […].
Sea como fuere, como es lógico, esa cualificación de la libertad de expresión del abogado se presentará en toda su extensión cuando se traduzca en opiniones o críticas relativas a hechos acaecidos como consecuencia del papel público que desempeñe el sujeto receptor de las mismas[44] y, además, se articulen a través de medios ordinarios, normales o regulares para el ejercicio del meritado derecho[45]. O dicho de otro modo, las autoridades públicas en ningún caso se verán despojadas totalmente de su derecho al honor, por cuanto el reforzamiento de la exteriorización de las ideas no abarca aspectos de la vida privada de estos sujetos que nada tengan que ver con su proceder en el desempeño de su profesión[46]. Asimismo, tampoco se gozará de ese plus protector cuando el letrado haga uso de los medios de comunicación para presionar o desautorizar al Tribunal actuante[47], ya que ello no resulta ciertamente necesario para ofrecer una correcta defensa a su patrocinado —o a sí mismo[48]—. A nuestro juicio, en este último supuesto, cuando la crítica se produjera fuera del cauce natural que le es propio, el profesional de la abogacía tan solo podrá disponer de la protección genérica que le dispensa el derecho a la libertad de expresión, no en su condición de letrado, sino como ciudadano libre capaz de tener opinión propia y exteriorizarla.
Precisamente ese es el argumento, junto con el relativo al carácter injurioso y desproporcionado de las expresiones del abogado sobre el que ahora nos pronunciaremos, que proporciona el TS para apoyar el fallo de su Sentencia 408/2012, de 18 de junio[49]. En ella, se desestima el recurso de casación formulado por un letrado condenado por vulneración del derecho al honor del Juez instructor de una causa en la que intervenía como parte, tras haberle imputado un presunto delito de prevaricación en distintas ruedas informativas que concedía a los medios de comunicación a su salida de los Juzgados. En efecto, el Alto Tribunal colegiado recuerda que tales manifestaciones «deben valorarse en el marco en el que se ejerce[n] y atendiendo a su funcionalidad para el logro de las finalidades que justifican su régimen». Consecuentemente, parece patente que el honor del magistrado se vio afectado, por cuanto comprometían la autoridad, imparcialidad y respeto que se ha de procurar a un integrante del Poder Judicial.
No obstante lo anterior, cuando las manifestaciones se dirigen no a una autoridad pública (v. gr. juez, magistrado o fiscal), sino a sujetos privados (v. gr. abogado contrario, testigo o perito que participa en el acto del juicio oral), la instrumentalización del derecho de defensa parece imponerse para hacer prevalecer la libertad de expresión del letrado quejoso y en cierto modo salvar el requisito —o límite según se mire— del interés público. A mayor abundamiento, por mor del art. 120 CE, en general[50], las actuaciones judiciales han de ser públicas al regir el principio de publicidad, lo cual habilita para pronunciarse libremente a tales efectos. Con todo, debe explicarse que el mero hecho de hallarnos ante un derecho que goza de una repercusión institucional directa, en el sentido de que sirve de base para el desarrollo de una sociedad democrática y de un correcto funcionamiento del Poder Judicial, a nuestro entender, es suficiente para justificar la existencia del reseñado interés general.
En segundo lugar, en adición al mencionado interés general, nuestros Juzgados y Tribunales exigen, en garantía del derecho al honor de quienes pudieran verse afectados por el ejercicio del derecho a la libertad de expresión, que los pensamientos e ideas se exterioricen de forma adecuada, moderada y necesaria a los fines reclamados por el derecho de defensa. A sensu contrario significa que la libertad de expresión no puede amparar juicios u opiniones cuyo objeto lo constituya el insulto o la descalificación, y ello aun cuando vengan precedidas, a modo de réplica, de expresiones efectuadas por otras personas, por cuanto el art. 20.1 CE no protege una suerte de ius retorquendi ilimitado[51].
Y es que la diferencia entre la crítica y el insulto, aunque en ocasiones resulte difícil de deslindar en la práctica por la beligerancia y la dureza de los argumentos utilizados, es obligatoria, puesto que mientras que la primera debe reputarse admisible en esta sede por la instrumentalización del derecho recogido en el art. 24 CE; el descrédito y la vejación gratuitos no han de tener ningún tipo de cabida, en tanto que atentatorios contra el honor del sujeto receptor de tales vilipendios.
Aun con todo, lo cierto es que, en apoyo de esta tesis, a fin de determinar cuándo estamos ante un correcto ejercicio de la libertad de expresión y cuándo el mismo queda sobrepasado, los Tribunales, de ordinario, toman criterios adicionales que ayudan en dicha labor.
Destaca a este respecto la identificación de a quién o a qué se dirigen las críticas. Así, cuando las manifestaciones únicamente cuestionan el contenido de una resolución judicial —y no al juez o magistrado que la dicta—, por ejemplo, por estimarse incorrecta su fundamentación o motivación jurídica; o ponen en duda el preciso funcionamiento del aparato judicial sin hacer mención al órgano actuante, en principio, podríamos convenir que el honor de este último debería quedar incólume[52].
También, con la finalidad de distinguir entre conductas protegidas por el art. 20.1 a) CE de aquellas que no lo están, es habitual aplicar criterios que atienden al nivel de difusión que han tenido las opiniones fuera del ámbito forense, de tal forma que su nula —o escasa— trascendencia a terceros ajenos al proceso permitiría rebajar el grado de afectación del honor del agraviado por las reseñadas afirmaciones, en el bien entendido de llegar a considerar su conexión con el derecho de defensa y su consiguiente licitud[53].
Finalmente, otro argumento comúnmente aducido por los Tribunales para ponderar estos intereses contrapuestos es la gratuidad de las expresiones y su total desconexión del derecho a una defensa adecuada. En otras palabras, los términos empleados por el abogado, para que queden cubiertos por el paraguas de la libertad de expresión, deberán estar articulados en pos de una correcta defensa de su patrocinado y guardar una íntima relación con el caso sometido a debate. Ello no sucederá, por supuesto, cuando las opiniones contengan insultos, vejaciones o, como se advertía, descalificaciones totalmente gratuitas que queden al margen del objeto del proceso[54].
Con independencia de todo lo anterior, esta tarea de ponderación y de revisión del estricto cumplimiento del contenido del derecho a la libertad de expresión instrumentalizado por el derecho de defensa técnica letrada ha de llevarse a cabo caso por caso, sin olvidar el especial carácter resistente de aquella y la privilegiada posición que ocupa en nuestro sistema. Ahora bien, esto último no quiere decir que de traspasarse los límites enunciados por parte del abogado no puedan ser adoptadas en su contra medidas punitivas. Muy al contrario, los excesos podrán ser castigados, aunque, claro está, teniendo muy presente la aplicación del parámetro de la proporcionalidad. Es por ello que la vía disciplinaria aparece como el cauce más idóneo para paliar esta clase de conductas a todas luces reprobables. A mayor abundamiento, el procedimiento regulado en los arts. 552 y ss. LOPJ, tal y como ha indicado el TC, «se ha establecido al servicio de los derechos fundamentales garantizados en los arts. 20.1 a) y 24 CE»[55], cosa que no sucede en aquellos casos en los que se entabla una acción criminal frente al letrado interviniente cuando su actuación no es constitutiva de delito. Y es que, como ha insistido el TEDH, ha de determinarse «si la injerencia en cuestión era “proporcionada a los fines legítimos perseguidos” y si los motivos aducidos […] para justificarla se revelan “procedentes y suficientes”»[56].
Nos parece, pues, que, en el contexto en el que nos hallamos, el recurso a la vía penal debe quedar como el último resorte (la última ratio) al que acudir para sancionar estas extralimitaciones del profesional de la abogacía, ya que, de lo contrario, podría atentarse contra el contenido esencial del derecho a la libertad de expresión, vaciándolo de contenido y convirtiéndolo en una figura huera carente de protección, y ello sin contar con el efecto disuasorio que representaría para todo el gremio en su conjunto al tiempo de comportarse ante los Juzgados y Tribunales en defensa de sus patrocinados[57].
La STC 142/2020, de 19 de octubre[58], pese a no introducir matices o modulaciones de calado en la doctrina constitucional que aplica, la cual hemos tenido oportunidad de ofrecer al lector en el presente trabajo, sí que a nuestro entender resulta necesaria por el momento de crispación social al que nos estamos enfrentando en los últimos tiempos. Sobre este extremo volveremos más adelante, pero baste decir por ahora que la excesiva judicialización de la vida ordinaria está cuestionando y poniendo en entredicho los valores constitucionales que consagra nuestra Carta Magna desde su promulgación en el año 1978.
Con fecha 27 de enero de 2014, en el procedimiento de diligencias previas núm. 6284/2013, sustanciado ante el Juzgado de Instrucción núm. 10 de los de Málaga, la juez-magistrada dictó un auto por el que, por un lado, acordó la continuación de tales diligencias por el cauce del procedimiento abreviado, referenciado con núm. 18/2014, y, por el otro, dio traslado tanto al Ministerio Fiscal, como a las acusaciones particulares personadas en autos, a fin de que solicitasen la apertura de juicio oral, la práctica de nuevas diligencias o, en su caso, el sobreseimiento de la causa. En ese mismo auto la magistrada aseveró que los hechos investigados podían ser constitutivos de un delito de denuncia falsa presuntamente cometido por el defendido del abogado ahora recurrente.
Frente al auto, el letrado particular interpuso recurso de reforma en el que vertió diversas afirmaciones sobre la juez instructora a partir de las cuales se cuestionaba su imparcialidad y se le acusaba de prejuzgar la culpabilidad de su mandante, entendiendo el abogado que la resolución por la que se daba por finalizado el período de investigación de los hechos puestos en conocimiento del órgano judicial era «cuando menos precipitada».
Contra el recurso de reforma formulado, el representante del Ministerio Fiscal presentó informe en el que tildaba de estar absolutamente fuera de lugar y de ser «impropios» de un letrado los términos empleados en aquel recurso. Asimismo, calificaba de «patético» el tono empleado en el señalado escrito.
Con fecha 11 de marzo de 2014, el Juzgado dictó nuevo auto denegando la práctica de diligencias adicionales, resolución esta que, a su vez, fue objeto de recurso de apelación por el abogado quejoso. En este, el mismo profesional redactó un apartado específicamente dirigido al fiscal, que había rubricado: «Sobre el contenido del escrito de impugnación redactado por el representante del Ministerio Fiscal, don J. Alberto Quesada Dorador». Dicho «preliminar» contenía, entre otras, las siguientes expresiones:
Ningún tiempo y esfuerzo debería dedicarle a responder a los insidiosos y malintencionados comentarios realizados por el ínclito funcionario del Ministerio de Justicia […] sencillamente no se ha leído el escrito de recurso […] teniendo a la vista los presentes autos y posiblemente, entre la lectura del periódico y de alguna revista de contenido inconfesable se ha despistado vertiendo en su incalificable escrito las consideraciones que en él se contienen […]. Recordarle […] que las consideraciones efectuadas por el que suscribe no es una apreciación subjetiva […] sino de fácil comprobación […] de haberse tomado un poco de interés, aunque por ello sufriera alguna molestia […]. Discrepamos abiertamente dela conclusión adelantada por el señor fiscal […] del que desconocemos si posee el don de la videncia, clarividencia o adivinación […]. La conclusión de la que alardea el Ministerio Fiscal resulta en todo caso procedente por su simpleza, (la cursiva es nuestra).
Por tales manifestaciones se siguieron, a instancia del mencionado representante público, actuaciones judiciales contra el letrado por la comisión de un presunto delito de injurias de los arts. 208 y 209 CP ante el Juzgado de lo Penal núm. 8 de los de Málaga, que provenían del Juzgado de Instrucción núm. 8 de la misma localidad.
Con fecha 29 de enero de 2018, el Juzgado de lo Penal núm. 8 de Málaga dictó sentencia estimatoria, con referencia núm. 31/2018, condenando al abogado como autor responsable de un delito de injurias a una pena de multa y a reparar el daño producido mediante la publicación o divulgación de la sentencia a su costa en concepto de responsabilidad civil ex delicto. Entre los hechos probados por el juzgador de instancia destaca, según el Juzgado, el ánimo de menoscabar la integridad profesional y favorecer el descrédito en el ejercicio de la función pública del concreto representante del Ministerio Fiscal. Y es que, si bien algunos comentarios del letrado podrían obedecer al derecho a la crítica amparable en la libertad del art. 20.1 a) CE, lo cierto es que, apreciados en su conjunto, la sobrepasarían por considerarse afirmaciones gratuitas e innecesarias dirigidas al vilipendio de la actuación fiscal. Así, los términos incluidos en la frase «insidiosos y malintencionados comentarios realizados por el ínclito funcionario del Ministerio de Justicia»; o la referencia a la lectura de una «revista de contenido inconfesable», insistimos, de acuerdo con la sentencia de instancia, se enmarcan en:
un cuadro peyorativo, absolutamente gratuito e innecesariamente vejatorio del honor individual del sujeto al que va dirigido y vertido con único animus ofendendi que sobrepasa los límites de la crítica aceptable como vertiente de la libertad de expresión y del derecho de defensa ante un disentimiento respecto de lo resuelto judicialmente.
Contra la sentencia explicitada, el condenado interpuso recurso de apelación, invocando la vulneración de los arts. 20.1 y 24 CE, o lo que es lo mismo, la transgresión de su libertad de expresión en el ejercicio del derecho de defensa técnica letrada que le asistía. De él conoció la Sección Primera de la Audiencia Provincial (AP) de Málaga, cuyo fallo siguió la misma suerte que el de la sentencia de primera instancia, en el bien entendido de que desestimó el recurso, tras razonar que el apelante había desbordado los límites aceptables a la crítica en el ámbito de su actividad profesional, por cuanto había proferido descalificaciones injuriosas contra el fiscal, las cuales no eran necesarias para el fin impugnativo pretendido y únicamente perseguían menospreciar la probidad y ética de aquel.
Es en este contexto en el que el abogado quejoso plantea una demanda de amparo ante el TC, que fundamenta, en síntesis, en la lesión de los arts. 20.1 a) y 24 CE por las resoluciones judiciales recurridas, ofreciendo como argumentos: (i) la ausencia de insultos hacia el fiscal en sus escritos; (ii) el empleo de las frases controvertidas en el ejercicio de su ius retorquendi, esto es, como réplica a las expresiones «términos impropios de un letrado» y «tono patético» utilizados previamente por el Ministerio Fiscal; y (iii) la no trascendencia de los hechos debatidos a terceros ajenos al proceso judicial.
Del relato de hechos expuesto se desprende que la controversia jurídica se encuentra en determinar si la actuación del abogado al tiempo de efectuar las manifestaciones plasmadas en su recurso de apelación frente al auto de fecha 11 de marzo de 2014, por el que se denegaba la práctica de diligencias de investigación adicionales, estaba amparada por el derecho fundamental a la libertad de expresión, en orden al legítimo derecho de defensa técnica letrada de su cliente en un procedimiento judicial, o si por el contrario el profesional incurrió en excesos, desbordando los límites de los meritados derechos.
Como hemos podido advertir previamente en el presente trabajo, la doctrina constitucional a este respecto se ha configurado esencial y, a nuestro juicio, acertadamente, con ocasión de procedimientos en los que se había impuesto al abogado una sanción de carácter disciplinario por haberse dirigido, bien a alguna de las partes que formaban parte del proceso[59], bien al órgano judicial o al representante del Ministerio Fiscal[60], de forma vejatoria e innecesaria a los fines de desplegar una adecuada línea de defensa. No obstante, también ha habido pronunciamientos del TC que derivaban de condenas penales por la comisión de presuntos delitos contra el honor, como lo es el de injurias de los arts. 208 y 209 CP[61].
Aun con todo, el TC ha reiterado insistentemente que el Tribunal a quo que conozca de los hechos deberá realizar, caso por caso, una ponderación o balanceo de los intereses contrapuestos[62], habida cuenta de que no puede predicarse una suerte de superioridad formal de unos derechos frente a otros. En nuestro caso, de la libertad de expresión en detrimento del derecho al honor de las partes implicadas, y viceversa. Sea como fuere, no debemos pasar por alto que el TC ha declarado, asimismo, que cuando el derecho a la libertad de expresión es ejercitado no por cualquier ciudadano, sino por un abogado en defensa de su patrocinado, dicha libertad alcanza el máximo nivel de protección posible, constituyendo una manifestación cualificada del derecho reconocido en el art. 20.1 a) CE. Ello será así por cuanto viene instrumentalizado por el adecuado funcionamiento de los órganos jurisdiccionales ex art. 117 CE, en relación con el derecho de defensa del art. 24 del texto constitucional[63]. Por lo tanto, cuando se ejerce la meritada libertad por los profesionales de la abogacía, la misma adquiere una significación especialmente resistente e inmune a restricciones precisamente por los bienes que se encuentran en juego.
Ahora bien, ese régimen privilegiado no es absoluto o ilimitado. Por contra, se ve sometido a ciertos límites que, de igual modo, hemos podido examinar con anterioridad, cuales son el interés público o general de las expresiones emitidas por el letrado, y su adecuación o moderación al objeto de dotar de contenido a la libertad de expresión sin llegar a rebasarla.
Por lo que respecta al primer límite, en la sede que nos ocupa, la jurisprudencia no le ha prestado demasiada atención[64], lo cual no nos parece demasiado justificado. Ello, quizás, podría obedecer o a la interiorización del aspecto institucional de la libertad del art. 20.1 a) CE, en el bien entendido de que sirve de base para poder hablar de una sociedad democrática y de un correcto funcionamiento del Poder Judicial, o a una falta de reflexión por parte de nuestros Tribunales. Pero, sea cual fuere el motivo, hemos de acordar que cuando las declaraciones del letrado se dirijan al órgano judicial o, como es el caso, al representante del Ministerio Fiscal, a través de cauces ordinarios en la práctica forense[65], estos sujetos tendrán un especial deber de soportar la crítica sobre el cumplimiento de sus funciones públicas[66].
Distinta suerte ha corrido el límite que impone una cierta moderación a la hora de difundir las opiniones y/o manifestaciones por el abogado. Aquí, el Alto Tribunal constitucional sí que se ha pronunciado abiertamente al proclamar que la libertad de expresión no ampara el derecho al insulto o a la descalificación[67]. A saber, la crítica siempre será admisible por el carácter institucional del derecho a expresarse libremente del que se hablaba, pero en la medida en que no se convierta en una afirmación de todo punto gratuita, innecesaria y desconectada de la línea de defensa adoptada, cuyo único fin fuera vilipendiar, desprestigiar o atacar al sujeto receptor de la misma.
Con todo, de llegar a vulnerarse el derecho al honor de este último por razón del insulto, no podemos descartar absolutamente la adopción de medidas punitivas contra el infractor. Muy al contrario, la sanción al letrado resultará ciertamente apropiada, en aras de proteger el interés del agraviado, mas sin olvidar que la misma deberá guardar un justo equilibrio con el otro derecho afectado, cual es el de la libertad de expresión del abogado, en aplicación del principio de proporcionalidad[68]. Ello justifica que la vía punitiva deba ser considerada como una posibilidad excepcional, y más aún si cabe cuando nos referimos al ejercicio de la acción penal por la comisión de presuntos delitos contra el honor, por el efecto disuasorio que podría suponer para el colectivo de profesionales que integran el gremio de la abogacía[69].
Atendidos los hechos probados en las instancias y la doctrina expuesta que sirve de fundamento para dar solución al caso de autos, la Sala Segunda del TC pone de relieve, con carácter previo a la resolución del recurso de amparo planteado, dos aspectos que resultan ciertamente interesantes.
El primero de ellos incide sobre el eventual contenido y significación del llamado ius retorquendi —o derecho de retorsión— en el marco de una contienda y/o enfrentamiento previo entre dos sujetos, a partir del cual la persona ofendida, haciendo uso de ese propósito de réplica, responde a la otra, a fin de impedir la agravación y continuidad del agravio ejecutado por esta última. Es decir, sin un ánimo de injuriar o desprestigiar, sino de reaccionar frente a la intromisión recibida de contrario.
Este derecho al que nos referimos, según la jurisprudencia del TS, que es quien ha podido desarrollarlo con un mayor nivel de detalle[70], tan solo puede operar como causa de justificación de la consecuente expresión insultante cuando esta se produce fruto del acaloramiento y del intercambio recíproco de acusaciones. Es por lo cual que la respuesta requiere, para ello, a juicio del subrayado Tribunal, una inmediatez o proximidad temporal con respecto a la originaria, que no se da cuando se profiere tiempo después, en frío, en términos igualmente agresivos[71].
Sin embargo, creemos con firmeza que la retorsión, en verdad, no puede justificar, al menos completamente, la conducta del agraviado, por más que esta tenga lugar con ocasión de una manifestación injuriosa proveniente de otro sujeto[72]. En efecto, desde nuestro prisma, el derecho de réplica servirá para modular o atenuar la gravedad de la subsiguiente descalificación y, en consecuencia, de la eventual responsabilidad en que pudiera haberse incurrido, pero no para excluirla. Con todo, en tal supuesto, nos parece que la vía penal, a pesar de concurrir los elementos del tipo correspondiente, debería quedar del todo descartada, máxime si se trata de un abogado en el ejercicio del derecho de defensa, toda vez que las autoridades deben dar «muestras de mesura en el uso de la vía penal», sobre todo cuando se disponen de mecanismos sancionadores alternativos menos gravosos[73].
Pues bien, es de alabar la decisión que adopta el TC en este sentido, ya que otorga un peso considerable al hecho de que las críticas que traían causa del procedimiento penal en el que había sido condenado el abogado por un delito de injurias, se produjeran como respuesta a una serie de calificativos vertidos previamente por el fiscal[74] y que, según el Tribunal colegiado, «revelan por su parte un exceso que no tiene justificación»[75].
Dejando ya a un lado el ius retorquendi, en lo que se refiere al segundo extremo sobre el que se pronuncia el TC antes de ofrecer su fallo, el meritado Tribunal concluye que ninguna de las expresiones que utiliza el letrado es susceptible de ser sancionada mediante el recurso a la vía penal. Así, para fundamentar su tesis, clasifica las manifestaciones en tela de juicio en dos grupos distintos:
a) En primer lugar, recoge las siguientes: El fiscal «no se ha leído el escrito de recurso»; ha mostrado «poco interés» en la causa, «aunque por ello sufriera alguna molestia»; su escrito tiene un contenido «incalificable»; «desconocemos si posee el don de la videncia, clarividencia o adivinación»; y acusa al representante público de «simpleza» en sus juicios.
Según el Constitucional, ninguna de estas afirmaciones desborda el umbral protector de la libertad de expresión ex art. 20.1 a) CE, y ello precisamente por el carácter reforzado que ostenta dicho derecho fundamental en este ámbito. En efecto, el TC entiende que el letrado, con ellas, únicamente pretendía defenderse de los argumentos aportados por el fiscal sobre su actuación y, en consecuencia, el derecho al honor de este último debía haber quedado incólume. En otras palabras, tanto la sentencia de primera instancia, como la de apelación vulneraron, desde este momento, el derecho del que era acreedor el abogado al haberle condenado por la comisión de un inexistente delito de injurias.
b) En segundo lugar, el Tribunal se refiere a las que siguen: «insidiosos y malintencionados comentarios realizados por el ínclito funcionario del Ministerio de Justicia»; y alusión a la lectura por parte del fiscal de «alguna revista de contenido inconfesable».
Distinta suerte deben correr tales aseveraciones de acuerdo con la exégesis que hace de ellas el TC, pues parece evidente, apriorísticamente, que no solo resultan innecesarias a los fines de ejercer una correcta defensa en el marco del procedimiento incoado en contra del profesional de la abogacía, sino que, también, han de considerarse vejatorias para el honor de su destinario. Y es que, en verdad, las subrayadas expresiones, como insiste el Alto Tribunal, perseguían el descrédito del fiscal «con el fin de socavar su credibilidad ante el juez a quo».
Ahora bien, que deban reputarse de desmesuradas y de no conectadas con el derecho de defensa del art. 24 CE, no implica necesariamente que la condena penal se encontrase justificada. Efectivamente, el TC, con buen criterio, asume que se ha de efectuar un nuevo juicio intelectual (posterior), tras la verificación de la intromisión, aunque ahora centrado en dilucidar si las manifestaciones merecían o no un reproche criminal en atención al principio de proporcionalidad. Y acaba reconociendo que la condena por un delito de injurias supuso un exceso punitivo por los juzgadores, habida cuenta de que las expresiones eran ciertamente equívocas y ambiguas en lo relativo a la lectura de revistas de contenido inconfesable[76]; los hechos no tuvieron publicidad fuera del ámbito forense[77]; las afirmaciones se encontraban motivadas por un enfrentamiento previo con el fiscal, y se desplegaron en el ejercicio del ius retorquendi; y, finalmente, podían haberse iniciado vías alternativas a la penal, en aras de reprender la conducta del abogado[78].
Por ello y en mérito de lo aducido, el TC declara la vulneración de los derechos a la defensa jurídica a partir del art. 24.2 CE y, simultáneamente, a la libertad de expresión del abogado del art. 20.1 de nuestra Carta Magna, determinando la nulidad de las resoluciones judiciales impugnadas sin retroacción de las actuaciones.
Como se ha puesto de manifiesto, la libertad de expresión que ostenta el abogado en el ejercicio de su profesión admite una mayor beligerancia dialéctica si la comparamos con aquella de que disfruta cualquier otra persona en su condición de particular. Por lo tanto, se puede decir que el letrado dispone de un derecho mucho más amplio que el reconocido a aquel sujeto, por no solo constituir la razón de la existencia de una sociedad democrática, sino, además, por ser fundamento de un adecuado funcionamiento de los Tribunales de Justicia ex art. 117 CE.
No obstante, no es menos cierto que esa amplitud del derecho del art. 20.1 CE no es ilimitada o absoluta. Muy al contrario, las opiniones o manifestaciones, para gozar de ese nivel protector cualificado, habrán de ser articuladas a través de medios ordinarios o regulares para el ejercicio del derecho del que hablamos, pues, de no ser así, el profesional de la abogacía tan solo dispondría del amparo genérico institucional que se provee a cualquier otro ciudadano libre por el anterior precepto. Asimismo, es común exigir que los términos empleados sean adecuados y necesarios a los fines de dar cumplimiento a la estrategia defensiva escogida por el letrado, sin que pueda ampararse, en ningún caso, el insulto o la descalificación, bien hacia órgano judicial, bien hacia la otra parte procesal, bien hacia cualesquiera personas que pudieran intervenir en el mismo (como testigos, peritos, etc.).
Para el caso de que se contravinieran los límites explicitados, por descontado que se podrá sancionar al infractor, aunque sin perder de vista el principio de proporcionalidad, que aconseja optar en estos supuestos por la vía disciplinaria, por cuanto la penal, pese a concurrir los elementos del tipo en cuestión, pudiera atentar contra el contenido esencial del derecho a la libertad de expresión, desnaturalizándolo, y generando un efecto disuasorio del todo perverso para el gremio en su conjunto. En consecuencia, el recurso al ámbito criminal debe quedar como la última ratio para castigar este tipo de conductas excesivas por parte del abogado.
Con independencia de todo lo anterior, centrándonos ahora concretamente en la STC 142/2020, de 19 de octubre[79], llama nuestra atención la ausencia de novedad alguna en la doctrina aplicable a la libertad de expresión del abogado. En efecto, el Alto Tribunal no incorpora modulaciones o matices reseñables al respecto, sino que se limita a reiterar la construcción teórica por él establecida en casos que previamente ha resuelto y a aplicarla al de autos. Sin embargo, queremos poner de relieve que ello no quiere decir que la resolución judicial carezca de sentido e importancia y su pronunciamiento deba pasar inadvertido.
Desde este punto de vista, el TC, aunque formalmente acuerda la admisión a trámite de la demanda de amparo, mediante providencia de fecha 27 de enero de 2020, esgrimiendo que «el recurso puede dar ocasión al tribunal para aclarar o cambiar su doctrina», a nuestro parecer, el fin material perseguido no era otro que recordar que la libertad de expresión es un derecho fundamental digno de protección en cualquier época, pero, en particular, en la presente, en la que la crispación social y la puesta en duda de los valores constitucionales cada vez es más patente, a lo que contribuye una excesiva judicialización de la vida diaria. Así, habida cuenta de la hipersensibilidad, en muchas ocasiones carente de sentido alguno, que muestra parte de nuestra sociedad, la cual califica, a las bravas y ex ante, de vejatoria, de insultante o de injuriosa toda manifestación proferida hacia algún individuo que forma parte de ella, sin tener en consideración el contexto, las circunstancias y el objetivo perseguido con dicha expresión, resulta acertada la posición que adopta el Constitucional al advertir que no toda afirmación surgida en el seno de un enfrentamiento es susceptible de ser sancionada, y mucho menos penalmente, máxime si quien ejercita el derecho a la libertad de expresión es un sujeto cuyo ámbito de actuación debe ser especialmente protegido y más amplio a la fuerza por la posición que ocupa en el sistema de justicia. Por todo ello, creemos que esta resolución judicial, además de apropiada en su fallo y en su correlativa argumentación, es muestra del momento que, como sociedad, estamos viviendo, y que debería invitar a reflexionar.
[1] |
Así también lo recuerda el art. 9.2 CE al declarar que «Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». |
[2] |
Efectivamente, las SSTC 25/1981, de 14 de julio, (RTC 1981, 25) y 53/1985, de 11 de abril, (RTC 1985, 53), recuerdan, en la misma línea por nosotros apuntada, que «los derechos fundamentales son derechos subjetivos, derechos de los individuos no solo en cuanto derechos de los ciudadanos en el sentido estricto, sino en cuanto garantizan un «status» jurídico o la libertad en un ámbito de la existencia. Pero al propio tiempo, son elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, en cuanto ésta se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el Estado de Derecho y, más tarde, en el Estado social de Derecho o el Estado social y democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Constitución». |
[3] |
Macías Castillo (2006: 2236). |
[4] |
Rodríguez Mourullo (1991: 898). |
[5] |
RTC 2020, 142. |
[6] |
El art. 24.1 y 2 de nuestra Constitución estipula que «Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión. Asimismo, todos tienen derecho al juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia». |
[7] |
Recuerda la CE en su art. 20.1, letra a), que «Se reconocen y protegen los derechos […]. A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción». |
[8] |
Por su parte, el art. 18.1 CE establece que «Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen», para a continuación limitar, entre otros, el derecho a la libertad de expresión en su art. 20.4 al advertir que «Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia». |
[9] |
RTC 2007, 139. |
[10] |
Pueden verse al respecto, entre otras muchas, las SSTC 6/2000, de 17 de enero, (RTC 2000, 6); 160/2003, de 15 de septiembre, (RTC 2003, 160); 278/2005, de 7 de noviembre, (RTC 2005, 278), en las que se expone que «este derecho comprende la crítica de la conducta de otro, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige […], pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe «sociedad democrática»». |
[11] |
Lo constata De la Iglesia Monje (2004: 2908). |
[12] |
En contra se posicionan De Verda y Beamonte y Vidal Alonso (2015: 150), que cuestionan que la libertad de expresión tenga un campo de acción más extenso con respecto a la libertad de información, por cuanto, a su juicio, ambas ostentan finalidades distintas, y de ahí que no sea preceptivo el presupuesto de la veracidad en la primera, cosa que se traduce en que la misma goce de un mayor nivel de protección en la práctica. |
[13] |
En estos términos lo explicita la STC 79/2014, de 28 de mayo, (RTC 2014, 79). |
[14] |
De su examen se ha encargado la doctrina, sobre todo penal, y lo pone de relieve el propio Jaén Vallejo (1992: 149), citando la obra clásica de De Beccaria, al referirse a los inconvenientes que ha encontrado la academia, al tiempo de ofrecer una definición del término honor. Por su parte, en nuestra doctrina, Moliner Navarro (2007: 21 y ss.) aborda el concepto de honor en relación con el derecho fundamental a la libertad de expresión de una manera exhaustiva y desde diferentes ópticas. |
[15] |
Carrillo López (1996: 96-97), tras describir el derecho al honor como una libertad con profunda raigambre en nuestro país, advierte acertadamente que su concepto no puede ser abordado de manera absoluta, desligado del contexto histórico que le precede, por cuanto su indeterminación impone la necesidad de atender a la valoración social de cada momento. |
[16] |
Puede consultarse un excepcional resumen de todas ellas siguiendo a Vives Antón (1987: 240-244), y, más extensamente, a Estrada Alonso (1989: 21-36). |
[17] |
Esta consecuencia lógica se infiere de la lectura del art. 10.1 CE al proclamar que «La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social». |
[18] |
Vives Antón (1987: 246) presenta los dos aspectos complementarios entre sí del honor como: honor interno e ideal, que se posee por el mero hecho de ser persona; y honor externo y permeable, en que se concreta el anterior, y que tendrá una mayor o menor extensión en función de la participación del sujeto de que se trate en el sistema social instaurado. |
[19] |
De este modo también lo asume Tenorio Sánchez (1997: 578), que sigue a De Cupis (1982: 230), y añade que el fundamento de este derecho es la dignidad de la persona como componente no tanto jurídico, como moral. |
[20] |
Un interesante trabajo a este respecto puede verse de la mano de Marín García de Leonardo (2007: 55 y ss.). |
[21] |
O’Callaghan Muñoz (1991: 70-71), influido por este pensamiento, a nuestro modo de ver no suficientemente justificado, defiende que el honor es un derecho fundamental que la Constitución reconoce, como derecho a la personalidad, al ciudadano, de forma que de la persona jurídica lo máximo que podrá predicarse será su fama o buena reputación, pudiendo la misma accionar, en su tutela, únicamente por la vía del art. 1902 CC, en reclamación de los daños que se le hayan irrogado a resultas de la intromisión ilegítima. |
[22] |
A favor de esta postura se pronuncia abiertamente Carrillo López (1996: 99 y ss.), al tiempo que analiza la posición de la jurisdicción ordinaria y de la jurisdicción constitucional sobre el honor de las personas jurídicas. En cambio, Tenorio Sánchez (1997: 581 y ss.) manifiesta ciertas dudas al respecto. |
[23] |
RTC 1995, 139. Y, tangencialmente, suscribiendo lo expuesto por la anterior resolución judicial, se dicta meses más tarde la STC 183/1995, de 11 de diciembre, (RTC 1995, 183). Cabe reseñar, igualmente, que nuestro Tribunal Supremo (TS) ha seguido sin titubeos la línea marcada por el TC. Entre otras, puede citarse la STS, Sala de lo Civil, 861/1997, de 9 de octubre, (RJ 1997, 7064), resultando curiosa su argumentación por otra parte, por cuanto el ponente de la misma es el Excmo. Sr. Xavier O’Callaghan Muñoz, quien, como se ha puesto de manifiesto previamente, rechazaba extender el derecho al honor a las personas jurídicas. |
[24] |
En la reproducida STC 79/2014, de 28 de mayo, (RTC 2014, 79). |
[25] |
En su STEDH de 22 de octubre de 2007, Caso Lindon, Otchakovsky-Laurens y July contra Francia, (TEDH 2007, 71). |
[26] |
STC 107/1988, de 8 de junio, (RTC 1988, 107), doctrina que se ratificaría en la STC 121/1989, de 3 de julio, (RTC 1989, 121). En términos parecidos, otorgando preferencia a la libertad de expresión, se decantaría más tarde el TEDH en su Sentencia de 23 de abril de 1992, Caso Castells contra España (TEDH 1992, 1). Y lo mismo cabe decir de la postura que asume la Sala Primera del TS. Por todas, véase la Sentencia, de Pleno, 408/2016, de 15 de junio, (RJ 2016, 2532). |
[27] |
RTC 1991, 214. |
[28] |
A esta línea de pensamiento se adscribe Carrillo López (1996: 108-109) al advertir que «La ausencia de legitimación activa persiste dado que el TC utiliza un argumento de débil consistencia para justificar la admisión del recurso, como es la lesión —indudable en términos genéricos— que estas declaraciones suponían para la dignidad de las personas. La referencia al valor constitucional de la dignidad resulta insuficiente porque la recurrente no podía demostrar, atendidos los hechos, una relación de conexión entre las afirmaciones racistas y su específico derecho al honor, entendido como la propia estimación de sí misma». Y concluye opinando que no encontrar una conexión mínima implicaría dar carta de naturaleza a la inseguridad jurídica ante la ausencia de interés jurídico protegible, cosa con que no nos podemos mostrar más de acuerdo. También Luna y Ramos (2004: 3 y ss.), comentando la STS, Sala de lo Civil, 571/2003, de 5 de junio, (RJ 2003, 4456), niegan la posibilidad de que esta doctrina del TC pueda trasladarse a cualesquiera otros supuestos en los que se pretenda proteger individualmente el honor de integrantes de grupos colectivos. Mismas dudas plantea Rodríguez Guitián (2015: 78-79), si bien no descarta la posibilidad de que, analizado el caso concreto, en función del tamaño del grupo y las circunstancias en que se produce la publicación de la noticia, un miembro o algunos de ellos pudieran sufrir un ataque concreto a su honor y, consiguientemente, exigir su restitución. |
[29] |
De un modo más detallado examina la cuestión Rodríguez Guitián (1996: 236 y ss.); y la trata excelentemente Salvador Coderch (1990: 205 y ss.). |
[30] |
Por ejemplo, por emitir declaraciones difamatorias ante los medios de comunicación a la salida del Tribunal sobre una de las partes intervinientes en un procedimiento judicial en curso del que también se es parte. |
[31] |
Y es que la incoación de dos procedimientos sancionadores (disciplinario y penal) sobre unos mismos hechos, frente a un mismo sujeto y con idéntico fundamento vulnerarían el principio del non bis in idem, que se encuentra ligado inexorablemente al principio de legalidad que consagra el art. 25 CE y que tiene su traslación al ámbito penal, pero también al administrativo sancionador. Al respecto, se pronunciaría nuestro TC en su Sentencia 2/1981, de 30 de enero, (RTC 1981, 2); o en la 77/1983, de 3 de octubre, (RTC 1983, 77), entre otras. |
[32] |
Que aprobó el derogado Real Decreto 658/2001, de 22 de junio, por el que se aprueba el Estatuto General de la Abogacía Española. En cualquier caso, este Estatuto recogía en sus preceptos disposiciones similares a las del vigente, como por ejemplo, la inherente libertad e independencia del abogado «sin otras limitaciones que las impuestas por la Ley y por las normas éticas y deontológicas», (art. 33); la alusión respetuosa al compañero, (arts. 34 y 43); o la obligación de respeto hacia los órganos jurisdiccionales, (art. 36). |
[33] |
En efecto, conforme a lo establecido en la Disposición final cuarta del Real Decreto 135/2021, de 2 de marzo, la entrada en vigor del nuevo Estatuto se produciría el 1 de julio del año 2021. |
[34] |
Sobre la necesaria observancia de las normas deontológicas abunda el art. 61 EGAE. |
[35] |
Así, véase la reciente STC 142/2020, de 19 de octubre, (RTC 2020, 142), que tendremos oportunidad de comentar más adelante. Y tiempo atrás, en el mismo sentido, pueden citarse las siguientes: STC 338/2006, de 11 de diciembre, (RTC 2006, 338); 65/2004, de 19 de abril, (RTC 2004, 65); 117/2003, de 16 de junio, (RTC 2003, 117); 113/2000, de 5 de mayo, (RTC 2000, 113); 157/1996, de 15 de octubre, (RTC 1996, 157); o 205/1994, de 11 de julio, (RTC 1994, 205). De una forma coincidente, refiriéndose a la especial protección de la libertad de expresión del abogado, se ha pronunciado el TEDH, entre otras, en sus Sentencias de 25 de junio de 2020, Caso Bagirov contra Azerbaiyán, (JUR 2020, 192044); de 8 de octubre de 2019, Caso LP y Carvalho contra Portugal, (JUR 2019, 283880); o de 12 de enero de 2016, Caso Rodríguez Ravelo contra España, (TEDH 2016, 4). |
[36] |
Efectivamente, esa exégesis fue acogida por parte de ciertos autores de la academia inmediatamente después de la promulgación de nuestra Carta Magna, como pone de manifiesto Tenorio Sánchez (1997: 575), de modo que asumían que el hecho de que los derechos transcritos aparecieran en dos lugares diferentes (arts. 18 y 20.4 CE) no podía sino significar el especial amparo que se les quería otorgar. Y esta línea fue incluso aceptada en un inicio por la jurisprudencia de la Sala Primera del TS, así como por la del TC. A ello se refiere Herrero-Tejedor Algar (1990: 102-103), al que por economía dirigimos al lector. |
[37] |
Al respecto, puede consultarse a Rodríguez Mourullo (1991: 897), el cual aporta distintos argumentos para sustentar esta tesis. |
[38] |
En palabras de Xiol Ríos (2012: 6), la finalidad que persigue la ponderación de derechos, que necesariamente habrá de atender a las circunstancias concurrentes de cada supuesto, «es determinar cuál de los derechos en conflicto tiene más fuerza en abstracto y más peso en el caso concreto teniendo en cuenta la prevalencia que a uno u otro de ellos reconoce el sistema jurídico […] y advirtiendo si ésta [la libertad de expresión] debe ceder en función de las circunstancias concurrentes […], la gravedad de la afectación del derecho al honor y la proporcionalidad de esta afectación en relacion con la transmisión de hechos u opiniones que se pretende difundir». |
[39] |
Esta teoría, que se muestra partidaria de la libertad de expresión cuando esta entra en conflicto con otros derechos, en efecto, forma parte de la jurisprudencia norteamericana desde que fue asumida a mitad del siglo xx con ocasión de resolver los casos Thornhill v. Alabama, (1940) y Cantwell v. Connecticut, (1940). Especialmente crítico con el uso indiscriminado en nuestro sistema de esta doctrina encontramos a Vives Antón (1987: 253-254). |
[40] |
Tímidamente y por primera vez se pronunció el TC en su Sentencia 6/1981, de 16 de marzo, (RTC 1981, 6), sobre la trascendencia de salvaguardar los derechos del art. 20 CE «para exigir de los poderes públicos la creación o el mantenimiento de medios de comunicación a través de los cuales puedan expresar sus opiniones o comunicar información». A ella le seguirían otras tantas que abundarían en la idea de que estas libertades se erigen como pilares de un Estado democrático para, a continuación, perfilarla. Ad exemplum, véanse las SSTC 104/1986, de 17 de julio, (RTC 1986, 104); 159/1986, de 12 de diciembre, (RTC 1986, 159); 107/1988, de 8 de junio, (RTC 1988, 107); 105/1990, de 6 de junio, (RTC 1990, 105); 297/2000, de 11 de diciembre, (RTC 2000, 297); y 9/2007, de 15 de enero, (RTC 2007, 9). Y entre las más recientes pueden citarse a modo de ejemplo las SSTC 35/2020, de 25 de febrero, (RTC 2020, 35); y 6/2020, de 27 de enero, (RTC 2020, 6). |
[41] |
Por todas, véase la STC 107/1988, de 8 de junio, (RTC 1988, 107), la cual precisaba ya en aquel entonces este extremo con gran acierto. |
[42] |
De hecho, el propio art. 120 CE obliga a que las actuaciones judiciales sean públicas, a salvo las excepciones que se pudieran prever en la normativa adjetiva que regule el procedimiento, por lo que carecería de sentido que algo que es público por naturaleza tuviese coartada por otro lado la libertad a opinar o manifestarse al respecto. |
[43] |
RTC 1999, 192. Misma respuesta recibe por la STS, Sala de lo Civil, 791/2021, de 16 de noviembre, (RJ 2021, 5137), un caso en el que una diputada autonómica, a través de la red social Twitter, calificaba de «asesinato» una de las últimas ejecuciones aprobadas por consejo de guerra, en este caso por garrote vil, a finales de la dictadura franquista, y hacía mención expresa del padre de los recurrentes como parte del Consejo de Ministros de aquella época que dio el «enterado» a dicha condena a muerte. Pues bien, el TS parte de que el tweet versaba sobre un tema de interés general tanto por la cuestión en sí, como por la persona concernida, y, en tanto que «los límites de la crítica son más amplios que respecto de otras personas sin relevancia política o respecto de hechos sin trascendencia pública», debía desestimarse el recurso de casación. |
[44] |
Por ejemplo, a resultas de una insuficiente motivación jurídica de la decisión adoptada por el órgano judicial según el criterio del abogado, o como consecuencia de una arbitraria dejación de las funciones que tiene encomendadas el Tribunal, lo cual provoca una demora injustificada a la hora de resolver el litigio planteado. Un supuesto interesante al respecto puede verse en la STS, Sala de lo Civil, 707/2021, de 19 de octubre, (JUR 2021, 336483). En esta resolución judicial se falla a favor de la libertad de expresión de un letrado que había formulado una queja ante el CGPJ, en la cual acusaba abiertamente al juez y al letrado de la Administración de Justicia (LAJ) del proceso en el que intervenía de retrasar y extraviar voluntariamente recursos por él interpuestos. |
[45] |
Por ejemplo, en la sala de vistas mediante el uso de la palabra, o en un escrito procesal, como pudiera ser una demanda o una querella. En este sentido, puede consultarse la reciente STS, Sala de lo Civil, 711/2021, de 25 de octubre, (JUR 2021, 336485), en la que se establece que, a pesar de haberse efectuado una crítica a la autoridad judicial por un cauce legal adecuado (vía judicial y disciplinaria), se había llevado a término con una finalidad de «denuncia sistemática», sin un mínimo fundamento y con la finalidad de cuestionar la imparcialidad judicial. Por consiguiente, entiende el Alto Tribunal que tal actuación no resulta acorde al ejercicio del derecho de defensa. |
[46] |
En otro ámbito, aunque aplicable a este contexto, la STC 20/1992, de 14 de febrero, (RTC 1992, 20), resolviendo un supuesto en el que un Diario había publicado una información en la que se hacía desvelaba que un arquitecto de la zona padecía el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA), advirtió, con buena lógica, que «en modo alguno puede exigirse a nadie que soporte pasivamente la difusión periodística de datos, reales o supuestos, de su vida privada que afecten a su reputación, según el sentir común, y que sean triviales o indiferentes para el interés público». |
[47] |
Y es que, de acuerdo con lo dispuesto por la STC 46/1998, de 2 de marzo, (RTC 1998, 46), el derecho a la libertad de expresión del abogado queda rebasado cuando se emplean «frases formalmente injuriosas o aquellas que carezcan de interés público y por tanto resulten innecesarias a la esencia del pensamiento, idea u opinión que se expresa». También da cuenta de ello el TEDH en diversas sentencias, como la de 21 de marzo de 2002, Caso Nikula contra Finlandia, (JUR 2002, 78022); la de 16 de enero de 2018, Caso Čeferin contra Slovenia, (TEDH 2018, 5); o la ya anticipada de 25 de junio de 2020, Caso Bagirov contra Azerbaiyán, (JUR 2020, 192044). En todas ellas el Tribunal constata que el derecho de defensa justifica un libre y enérgico intercambio de argumentos, lo que no parece que ocurra cuando se hace uso de los medios de comunicación, factor este que ha de ponderarse en el caso en concreto. |
[48] |
No podemos olvidar que el TC viene equiparando desde principios del presente siglo la libertad de expresión del abogado cuando este actúa asistiendo técnicamente a un tercero (cliente) a la que ejercita cuando es él mismo quien efectúa su propia defensa (autodefensa). Véanse las SSTC 102/2001, de 23 de abril, (RTC 2001, 102); 41/2011, de 11 de abril, (RTC 2011, 41); o 187/2015, de 21 de septiembre, (RTC 2015, 187). En idéntica posición se encuentra el TS que sigue a pies juntillas al Constitucional, entre otras, en las siguientes Sentencias: 447/2015, de 3 de septiembre, (RJ 2015, 3792); 243/2018, de 24 de abril, (RJ 2018, 1682); 340/2020, de 23 de junio, (RJ 2020, 2197); 381/2020, de 30 de junio, (RJ 2020, 2209); 681/2020, de 15 de diciembre, (RJ 2020, 5432); o 402/2021, de 14 de junio, (RJ 2021, 2858). |
[49] |
RJ 2012, 8601. Asimismo, puede consultarse la reciente STS, Sala de lo Civil, 49/2022, de 31 de enero, (JUR 2022, 67054). En ella, se desestima el recurso de casación planteado por un sujeto, abogado de profesión, que, de manera gratuita y en la caja de comentarios de una noticia informativa sobre la profesión de Médico Forense, en la cual se relataba la actuación decisiva de la actora en la resolución de un homicidio que inicialmente aparentaba ser una muerte suicida, tilda a la doctora de elaborar informes disparatados y la acusa de no estar capacitada para el ejercicio de su actividad profesional. En este sentido, es lógico que no solo se efectúan tales comentarios sin existir polémica alguna previa y al margen del derecho de defensa, sino que ciertamente las afirmaciones de todo punto hirientes tienen por fin denigrar, descalificar y afectar a la reputación de la médico. |
[50] |
Este matiz es importante hacerlo, toda vez que el art. 232 LOPJ, pese a proclamar en su primer apartado el principio de publicidad de las actuaciones judiciales, ampara para que, «Excepcionalmente, por razones de orden público y de protección de los derechos y libertades, los Jueces y Tribunales, mediante resolución motivada, podrán limitar el ámbito de la publicidad y acordar el carácter secreto de todas o parte de las actuaciones». Así ocurre con los procesos sobre provisión de medidas judiciales de apoyo a las personas con discapacidad, filiación, matrimonio y menores, del Título I, del Libro IV, de la LEC (art. 754 de la antedicha ley adjetiva). Como ejemplos recientes pueden citarse las SSTS, Sala de lo Civil, 402/2021, de 14 de junio, (RJ 2021, 2858); y 774/2021, de 8 de noviembre, (JUR 2021, 362245), en las cuales se planteaba si los letrados, en sendos procedimientos de familia, habían vertido críticas gratuitas y ultrajantes a la otra parte. En ambos casos, el TS entiende que las expresiones estaban encaminadas al ejercicio del legítimo derecho de defensa y falla a favor de la libertad de expresión de los abogados. |
[51] |
Efectivamente, como ha señalado el TC, «es doctrina firmemente asentada que el art. 20.1 CE no garantiza un «ius retorquendi» ilimitado […] que consista en replicar al juicio que otros hayan formulado sobre nuestra persona recurriendo al insulto; esto es, a expresiones formal y patentemente injuriosas y, además, innecesarias», STC 204/2001, de 15 de octubre, (RTC 2001, 204), que cita a su vez la STC 134/1999, de 15 de julio, (RTC 1999, 134). |
[52] |
En dicho sentido, la STC 235/2002, de 9 de diciembre, (RTC 2002, 235), estimó que calificar de «arbitraria, caprichosa, manifiestamente ilegal y groseramente contraria a derecho» la decisión judicial de inadmitir un escrito presentado por el abogado, pese a los términos excesivamente enérgicos empleados, queda protegido por el derecho a la libertad de expresión del abogado, toda vez que no se perseguía humillar ni vejar a la persona del juez, sino, muy al contrario, tenía por fin denunciar una concreta vulneración que entendía el letrado se había producido. En análogo sentido, la STC 117/2003, de 16 de junio, (RTC 2003, 117), reconoció que las expresiones que acusaban a las resoluciones judiciales dictadas de ser «sistemáticamente adversas, infundadas, irrazonadas y desacertadas», no menospreciaban o descalificaban al Tribunal. Por contra, entendió el TC, pretendían demostrar la concurrencia de la causa de recusación que se había invocado por el letrado demandante, estando, pues, amparadas por la libertad recogida en el art. 20.1 CE. Y, una vez más, siguiendo el camino indicado en defensa de la libertad de expresión, podríamos citar la STC 65/2004, de 19 de abril, (RTC 2004, 65), que consideró que reputar de contener «falsedades y barbaridades» la sentencia impugnada, no puede trascender a su autor intelectual, esto es, al juzgador de instancia, sino que se enmarca en el ejercicio del derecho de defensa de la nulidad que se postulaba. |
[53] |
En este punto, tanto el TEDH, como el TS español han recalcado que un factor de relevancia a ponderar en esta clase de supuestos es la comprobación de si los hechos cursaron solo en el ámbito forense, o si por el contrario trascendieron al conocimiento de terceros a causa de su difusión. Por ejemplo, en lo que se refiere al TEDH, cabría explicitar las SSTEDH de 21 de marzo de 2002, Caso Nikula contra Finlandia, (JUR 2002, 78022); de 30 de junio de 2015, Caso Peruzzi contra Italia, (JUR 2015, 181229); de 16 de enero de 2018, Caso Čeferin contra Slovenia, (TEDH 2018, 5); o de 25 de junio de 2020, Caso Bagirov contra Azerbaiyán, (JUR 2020, 192044). En particular, en la resolución del año 2015 (Asunto Peruzzi contra Italia), el Tribunal resuelve que la remisión de cartas a diversos tribunales de una localidad sobre la actuación de un juez, «solo podría dañar la reputación y la imagen profesional del juez en cuestión», no estando protegida por el derecho de defensa técnica. Por su parte, el TS también ha tenido oportunidad de esgrimir en varias ocasiones el criterio de la escasa publicidad de las críticas para entenderlas amparadas por el derecho a la libertad de expresión del abogado. Ad exemplum, en la STS, Sala de lo Civil, 243/2018, de 24 de abril, (RJ 2018, 1682), el ámbito estrictamente profesional en el que se movieron las expresiones (escrito de queja ante la Comisión de Deontología Profesional del Ilustre Colegio de Abogados de Badajoz) provoca que deba darse mayor extensión a la libertad del art. 20.1 CE en detrimento de la del art. 18 del mismo texto constitucional. Idéntica suerte corre el recurso de casación analizado por la STS, Sala de lo Civil, 402/2021, de 14 de junio, (RJ 2021, 2858), si bien, ahora, la escasa difusión viene orientada por el tipo de proceso judicial en el que se materializaron las manifestaciones (juicio de Derecho de Familia), en el cual no regía el principio de publicidad de las actuaciones judiciales. Y lo mismo cabe predicar de la STS, Sala de lo Civil, 732/2021, de 29 de octubre, (JUR 2021, 341564), en la que se considera que el envío de un escrito a la Junta Directiva del Ilustre Colegio Notarial de Andalucía, en el que se ponía de manifiesto una serie de actuaciones presuntamente irregulares de mano de un notario de una localidad de dicha Comunidad Autónoma, es acorde al derecho a la libertad de expresión, por cuanto se había formulado a través de un cauce legal y, además, no había tenido una especial difusión o trascendencia pública. |
[54] |
Por todas, véase la STC 157/1996, de 15 de octubre, (RTC 1996, 157), que estimaba el recurso de amparo de un abogado al que se había impuesto una sanción por cuestionar en un recurso contra la resolución judicial que había decretado prisión provisional comunicada y sin fianza de su defendida el reparto e instrucción del proceso penal del que dimanaba. Pues bien, en esta resolución judicial el TC procede a delimitar el contenido del derecho a la libertad de expresión del abogado en el marco del ejercicio de su derecho de defensa, y establece como único límite el insulto y la descalificación gratuitos de la siguiente forma: «En definitiva, excluidos el insulto y la descalificación, la libre expresión de un abogado en el ejercicio de la defensa de su patrocinado ha de ser amparada por este Tribunal cuando en el marco de la misma se efectúan afirmaciones y juicios instrumentalmente ordenados a la argumentación necesaria a los fines de impetrar de los órganos judiciales la debida tutela de los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, tanto más cuando se trata de la reparación de un derecho fundamental que se entiende conculcado». Asimismo, el TS recurrentemente también ha evidenciado la necesidad de que el hilo argumental del letrado esté orientado hacia la defensa de su representado, no pudiendo admitirse expresiones injuriosas o innecesarias para ofrecer una defensa técnica apropiada. Entre otras muchas, la STS, Sala de lo Civil, 443/2015, de 17 de julio, (RJ 2015, 2785), acordó que, en un juicio sobre extinción del contrato laboral promovido por el trabajador contra sus empresarios, lo cierto es que la acusación de «falsear algunos informes» no incluye ningún insulto o descalificación, sino que únicamente se había efectuado como proyección de su derecho de defensa. Lo mismo sucede con la STS, Sala de lo Civil, 340/2020, de 23 de junio, (RJ 2020, 2197), que apunta que una serie de opiniones críticas de un antiguo cliente de un despacho de abogados dentro de un contexto de contienda por la reclamación de unos honorarios que consideraba improcedentes por no corresponderse, en su opinión, con servicios efectiva y diligentemente prestados, tienen una clara conexión funcional con su derecho de defensa. En concreto, el excliente, lego en Derecho y que efectuaba su propia defensa, acusaba a sus exabogados de ser unos «estafadores». Otras veces, en cambio, las acusaciones son fundadas y resultan de la propia documentación obrante en autos, lo que las convierte en válidas, en tanto que probadas con soporte fáctico, y dirigidas a la defensa letrada. Así, en la STS, Sala de lo Civil, 681/2020, de 15 de diciembre, (RJ 2020, 5432), se imputaba al otro abogado de no encontrarse colegiado como ejerciente en el Colegio de Abogados. Una respuesta diametralmente opuesta tenemos en las SSTS, Sala de lo Civil, 447/2015, de 3 de septiembre, (RJ 2015, 3792); 381/2020, de 30 de junio, (RJ 2020, 2209); y 711/2021, de 25 de octubre, (JUR 2021, 336485). En todas estas resoluciones judiciales, el Alto Tribunal acuerda que las manifestaciones se encuentran desconectadas del recto ejercicio del derecho de defensa y no pueden «ser consideradas como conducentes a la satisfacción del mismo, sino más bien como inadecuadas e innecesarias siendo constitutivas de un desahogo inadmisible en el seno de cualquier proceso, por lo que no encuentran justificación funcional alguna». En consecuencia, debe convenirse que el derecho al honor de los sujetos receptores de las críticas, en tales supuestos, se vio vulnerado, rebasándose todos los límites que constriñen a la libertad de expresión. |
[55] |
Véase la STC 113/2000, de 5 de mayo, (RTC 2000, 113), que a su vez cita como apoyo las SSTC 38/1988, de 9 de marzo, (RTC 1988, 38); 92/1995, de 19 de junio, (RTC 1995, 92); y 157/1996, de 15 de octubre, (RTC 1996, 157). |
[56] |
STEDH de 12 de enero de 2016, Caso Rodríguez Ravelo contra España, (TEDH 2016, 4). |
[57] |
Con términos sinónimos se ha pronunciado el TEDH en su Sentencia de 8 de octubre de 2019, Caso LP y Carvalho contra Portugal, (JUR 2019, 283880), y anteriormente en la de 12 de enero de 2016, que hemos citado en la nota inmediatamente anterior. |
[58] |
RTC 2020, 142. |
[59] |
A modo de ejemplo, podemos citar las siguientes: SSTC 226/2001, de 26 de noviembre, (RTC 2001, 226); 79/2002, de 8 de abril, (RTC 2002, 79); 22/2005, de 1 de febrero, (RTC 2005, 22); o 338/2006, de 11 de diciembre, (RTC 2006, 338). |
[60] |
Más numerosas son las resoluciones judiciales en las que se impone una sanción disciplinaria al abogado por referirse al órgano judicial o, en su caso, al representante del Ministerio Público con términos especialmente vigorosos y combativos. Pueden verse, entre otras, las siguientes: SSTC 205/1994, de 11 de julio, (RTC 1994, 205); 157/1996, de 15 de octubre, (RTC 1996, 157); 184/2001, de 17 de septiembre, (RTC 2001, 184); 235/2002, de 9 de diciembre, (RTC 2002, 235); 117/2003, de 16 de junio, (RTC 2003, 117); 65/2004, de 19 de abril, (RTC 2004, 65); 197/2004, de 15 de noviembre, (RTC 2004, 197); 232/2005, de 26 de septiembre, (RTC 2005, 232); 155/2006, de 22 de mayo, (RTC 2006, 155); 145/2007, de 18 de junio, (RTC 2007, 145); o 39/2009, de 9 de febrero, (RTC 2009, 39). |
[61] |
Ad exemplum, véanse la SSTC 38/1988, de 9 de marzo, (RTC 1988, 38); 92/1995, de 19 de junio, (RTC 1995, 92); 113/2000, de 5 de mayo, (RTC 2000, 113); 299/2006, de 23 de octubre, (RTC 2006, 299); o 142/2020, de 19 de octubre, (RTC 2020, 142). |
[62] |
En efecto, el TC en su Sentencia 142/2020, de 19 de octubre, (RTC 2020, 142), aludiendo a la 299/2006, de 23 de octubre, (RTC 2006, 299), dispone que el Tribunal de que se trate habrá de tener en cuenta diferentes factores de cara a la elaboración del juicio de ponderación, que, en cualquier caso, deberá hacerse caso por caso. En consecuencia, las alegaciones formuladas en el proceso no podrán resultar «constreñidas por la eventualidad incondicionada de una ulterior querella por supuesto delitos atentatorios al honor de la otra parte procesal, que actuaría así con una injustificada potencialidad disuasoria o coactiva para el legítimo ejercicio del propio derecho de contradicción». |
[63] |
En aras de evitar a toda costa resultar repetitivos, por economía, dirigimos al lector al epígrafe 3, rubricado «El derecho a la defensa técnica letrada y su relación con la libertad de expresión», donde referenciamos numerosas resoluciones judiciales del TC en las que se defiende el plus de protección que cabe predicar de la libertad de expresión de que es titular el profesional de la abogacía en el ejercicio de su profesión. |
[64] |
Véase supra epígrafe IV de nuestro trabajo para mayor información. |
[65] |
No obstante, cuando las críticas se realizan a través de los medios de comunicación, o estas están contenidas en misivas remitidas a terceras personas ajenas al proceso, el nivel de protección de la libertad de expresión del letrado se debilita en comparación a cuando se ejercita, por ejemplo, en un escrito procesal, siendo un factor a ponderar al tiempo de verificar la vulneración o no del derecho al honor del sujeto destinatario de las mismas. Así, véase la SSTEDH de 21 de marzo de 2002, Caso Nikula contra Finlandia, (JUR 2002, 78022); de 16 de enero de 2018, Caso Čeferin contra Slovenia, (TEDH 2018, 5); y de 25 de junio de 2020, Caso Bagirov contra Azerbaiyán, (JUR 2020, 192044). Consiguientemente, desde nuestro prisma, como ya dijimos supra, cuando la opinión cursara fuera del ámbito común en la práctica forense, el profesional de la abogacía tan solo contará con la protección genérica —y no cualificada o reforzada— del art. 20.1 a) CE, en tanto que ciudadano acreedor del derecho a la libertad de expresión. |
[66] |
El TEDH ha apuntado que los límites de una crítica admisible son distintos cuando estamos ante jueces o magistrados actuando en el ejercicio de sus poderes, a cuando nos hallamos ante particulares. Sin embargo, también ha señalado que su situación de servidores públicos no es análoga a la que ostentan los políticos, toda vez que «no cabe […] someterles a un control atento de sus actos y de sus gestos. Los jueces deben beneficiarse de la confianza del público sin perturbaciones indebidas y por lo tanto puede ser necesario protegerlos contra los ataques verbales ofensivos cuando están en servicio». STEDH de 30 de junio de 2015, Caso Peruzzi contra Italia, (JUR 2015, 181229). |
[67] |
Así, por ejemplo, las SSTC 157/1996, de 15 de octubre, (RTC 1996, 157); 134/1999, de 15 de julio, (RTC 1999, 134); o 204/2001, de 15 de octubre, (RTC 2001, 204). |
[68] |
Este principio impone que «la injerencia en cuestión era “proporcionada a los fines legítimos perseguidos” [… debiendo indagarse si] a la vista de los hechos de la causa, se ha ponderado un justo equilibrio entre, por una parte, la necesidad de garantizar la protección de la autoridad del poder judicial y de los derechos de los demás y, por otra, la protección de la libertad de expresión del demandante en su condición de abogado». STEDH de 12 de enero de 2016, Caso Rodríguez Ravelo contra España, (TEDH 2016, 4). |
[69] |
SSTEDH de 12 de enero de 2016, Caso Rodríguez Ravelo contra España, (TEDH 2016, 4); y de 8 de octubre de 2019, Caso LP y Carvalho contra Portugal, (JUR 2019, 283880). Análoga argumentación ha explicitado el TC español, entre otras, en sus Sentencias 38/1988, de 9 de marzo, (RTC 1988, 38); 92/1995, de 19 de junio, (RTC 1995, 92); y 157/1996, de 15 de octubre, (RTC 1996, 157); y 113/2000, de 5 de mayo, (RTC 2000, 113), que habíamos anticipado supra. |
[70] |
Véanse, entre otras, las SSTS, Sala de lo Civil, 641/2016, de 26 de octubre, (RJ 2016, 4972); y 833/2021, de 1 de diciembre, (JUR 2021, 373159), que parten a su vez de la doctrina constitucional localizada en las SSTC 134/1999, de 15 de julio, (RTC 1999, 134); y 204/2001, de 15 de octubre, (RTC 2001, 204). |
[71] |
Así, la STS, Sala de lo Civil, de Pleno, 551/2017, de 11 de octubre, (RJ 2017, 4283), resolviendo un supuesto en el que un director de un medio de comunicación había llamado al dirigente de la formación política Podemos «mangante», «chorizo» y «gilipollas» no solo en un programa de televisión en el que de igual modo intervenía este último, sino también días más tarde tanto en su red social Twitter, como en otro programa de televisión, tras recordar que el art. 20.1 CE no garantiza un ius retorquendi ilimitado, que consista en replicar a expresiones que otros hayan formulado sobre nuestra persona recurriendo al insulto, destaca la importancia de «la desconexión temporal y la reiteración de las expresiones insultantes. [Y continúa] Si se hubieran limitado al primer debate televisivo, podrían ser justificables por el acaloramiento y el intercambio recíproco de acusaciones. Pero su reiteración en días posteriores, cuando ya no había debate, ni posibilidad de respuesta por el ofendido, ampliando incluso las imputaciones injuriosas, impide cualquier justificación». |
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Mismas dudas se le plantean a Yzquierdo Tolsada (2017: 388) en lo relativo a la plena justificación de la réplica, incluso cuando esta presenta una conexión temporal con la crítica originaria. Opina este autor que «ni siquiera cuando existe conexión temporal entre la afirmación que difama y la réplica que difama cabe decir que, como regla, está justificada la segunda», postura que sostiene habida cuenta de la falta de previsión legal de tal posibilidad en la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, (LOPDH). |
[73] |
De nuevo cabe acudir a la STEDH de 12 de enero de 2016, Caso Rodríguez Ravelo contra España, (TEDH 2016, 4). |
[74] |
Recordemos que el fiscal tildó de estar absolutamente fuera de lugar y de ser «impropios» de un letrado los términos empleados en su recurso, y calificó de «patético» el tono empleado en tal escrito, expresiones estas que provocaron la reacción, desproporcionada por otra parte, del abogado. |
[75] |
Sobre la incidencia que tuvieron para la resolución del caso las expresiones del fiscal y que motivaron la réplica volveremos de inmediato. |
[76] |
De hecho, el propio letrado alegó en su recurso de amparo que al tiempo de tildar de inconfesable el contenido de la revista, en realidad, estaba pensando en aquellas cuya temática es más propia del mundo del corazón o de la prensa rosa. Y, como explicita el TC, el abogado procuró ser muy precavido a la hora de no especificar a qué clase de publicación en concreto se estaba refiriendo, ya que el adjetivo «puede ser entendido en términos subjetivos (inconfesable para el lector) u objetivos (inconfesable para la sociedad)». |
[77] |
Como se ha dicho supra en el epígrafe IV de este nuestro trabajo, un factor determinante a ponderar en estos casos es la comprobación de si los hechos cursaron solo en el proceso judicial, o si por el contrario trascendieron al conocimiento de terceros. Así, cuando no hubo difusión, o esta fue escasa, la afectación del derecho al honor de la persona contra la que se dirigen las expresiones presuntamente injuriosas será mínima, e incluso, en ocasiones, inexistente, toda vez que las mismas vendrían conectadas con el derecho a la libertad de expresión en relación con el de defensa técnica. |
[78] |
A saber, la vía disciplinaria recogida en los arts. 552 y ss. LOPJ se erige, a todas luces, como la opción óptima para sancionar este tipo de conductas desproporcionadas que han sido ejecutadas por el abogado en el seno de un proceso judicial. |
[79] |
RTC 2020, 142. |
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