RESUMEN
El presente trabajo tiene como objetivo evidenciar la integración de las personas de edad avanzada en el discurso de la CDPD y por ende la aplicación a las mismas de la Ley 8/2021, de 2 de junio. En particular se insiste en que su discapacidad no tiene por qué incidir en su derecho a ejercer su capacidad jurídica a través de medidas de apoyo, en igualdad de condiciones con las demás personas y con pleno respeto a su voluntad.
Palabras clave: Apoyos; personas con discapacidad; vulnerabilidad; personas mayores; autonomía decisoria.
ABSTRACT
The aim of this paper is to highlight the integration of elderly people in the discourse of the CRPD and therefore the application to them of Law 8/2021 of 2 June. In particular, it is stressed that their vulnerability does not necessarily affect their right to exercise their legal capacity through support measures, on an equal footing with other people and with full respect for their wishes.
Keywords: Support; people with disabilities; vulnerability; older persons; decision-making autonomy.
La Ley 8/2021, de 2 de junio, por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica, en plena coherencia con los postulados que incorpora la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, implementa un modelo normativo construido sobre el reconocimiento a las personas con discapacidad de capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás en todos los aspectos de la vida (art. 12 CDPD). De aplicación imperativa desde que el Tratado entrara en vigor hace más de una década, el citado mandato convencional corona el relevo de un sistema de sustitución en la toma de decisiones, de gran arraigo en nuestra tradición jurídica y lo reemplaza por una estructura foránea de apoyos para el ejercicio de la capacidad jurídica en un escenario de hegemonía de la voluntad. Un cambio que ha generado una nueva conciencia jurídica que relega a un segundo plano la heteronomía como factor modulador de la autonomía de la persona con discapacidad y con ella el papel protagonista de la autoridad judicial en la forma en que esta ejerce su capacidad jurídica, obligada a respetar su voluntad, deseos y preferencias.
Tras medio año de andadura de la Ley 8/2021, a la vista de los recientes aportes doctrinales que se han incorporado a la literatura jurídica y de algún cuestionado pronunciamiento del Tribunal Supremo que revela la voluntad colegiada de los juzgadores en la interpretación de ciertos puntos clave de la Ley[2], mucho se ha hablado del fundamento teórico que inspira y rige esta intervención legislativa. Tomando estas aportaciones como punto de referencia, vamos a proyectar este bagaje jurídico en un ámbito poco tratado si se tiene en cuenta su incuestionable importancia social[3]: el alcance que tiene esta nueva juridicidad en el sector poblacional de las personas de edad avanzada. Un colectivo vulnerable, no solo por la propia fragilidad de los sujetos que lo integran cuyo deterioro progresivo provoca una disminución de las reservas de capacidad intrínseca[4] sino también por las circunstancias del entorno que los acoge que contribuye a incrementar el riesgo de sufrir un daño respecto del cual carecen de medios para afrontarlo. Se destaca así la dimensión relacional de la vulnerabilidad (se es vulnerable en relación con algo o alguien) que, en cambio parece estar ausente cuando se hace referencia a la debilidad y a la fragilidad (Bernardini, 2022: 279). Ha sido esta coyuntura la que ha provocado que las personas de edad avanzada hayan sido objeto de comportamientos paternalistas, incluso infantilizados que, aunque presididos por la mejor de las intenciones, podrían encontrar difícil acomodo en el nuevo paradigma jurídico implementado por la Ley 8/2021, poniendo de manifiesto la necesidad de un cambio en la percepción del colectivo que ayude a su consecución.
No creo que pueda cuestionarse la integración de las personas vulnerables por edad en el discurso convencional y, por ende, la aplicación a las mismas del fundamento teórico de la reforma llevada a cabo por la Ley 8/2021. Y es que, si desde la óptica convencional de la discapacidad se incluyen en esta realidad las personas con deficiencias físicas, sensoriales, intelectuales o mentales que, al interactuar con diversas barreras puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, no encuentro razón para excluir de este colectivo a las personas de edad avanzada, habida cuenta de que en muchas ocasiones será la interacción entre las deficiencias que les deparan los años y las barreras actitudinales y del entorno las que evitarán su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás personas. Una discriminación que constituirá una vulneración de la dignidad y el valor inherentes del ser humano (Preámbulo h CDPD).
Como se ha afirmado, la vejez puede llegar a convertirse en nuestro contexto social en una circunstancia discapacitante (Barranco Avilés, 2010: 587), aunque sorprende que siendo esto así la Convención no repare en esta realidad, eliminando prácticamente de su texto las referencias a las personas mayores (solo los arts. 25 y 28 se refieren específicamente a ellas).
Admitida la aplicación de la Ley 8/2021 a las personas de edad avanzada, una interpretación atinada de sus mandatos normativos pasa por valorar la concreta situación de este colectivo que arroje luz sobre el impacto que sobre el mismo pueden tener puntos claves de la reforma como son el principio de autonomía decisoria y el juego de la hegemonía de la voluntad en la toma de decisiones que le incumben. En particular, valorar si, teniendo en cuenta el riesgo de lesión que puede existir en este colectivo por su alto grado de vulnerabilidad, este contexto personal no aconsejaría propiciar un enfoque deconstructivo de la formación de la voluntad que nos permitiera repensar el juego de su autonomía; si, pese al cambio de paradigma, no habría que retomar el «denostado paternalismo, entendiendo que si bien supone una coartación de la libertad y autonomía del sujeto lo hace con la pretensión y función de protegerlo» (Alemany, 2018: 204).
El art. 1 de la Convención recoge un concepto de personas con discapacidad que incluye aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás. El precepto ofrece un concepto abierto que evoluciona de la mano de los cambios sociales y tecnológicos (Bariffi, 2014: 133) y un concepto heterogéneo pues, rehuyendo una lista cerrada, parece incluir a todas las personas cuyo elemento común sea las deficiencias cuya interacción con las barreras a las que hace referencia, impiden su participación plena en la sociedad. Sin importar, a mi juicio, pese a la literalidad de la norma, el tiempo en el que aquellas puedan manifestarse, ya sea a corto, largo plazo, cíclicas o con carácter permanente, pues en todas estas circunstancias la persona en un momento concreto puede enfrentar barreras que evitan su participación en la sociedad en igualdad de condiciones con las demás.
Con esta definición, la Convención refuerza el paradigma biopsicosocial[5] privilegiando la idea de que la discapacidad es el resultado de la interacción dinámica entre las características del cuerpo humano que posea una persona (deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales) y que forman parte de la diversidad humana, con las barreras sociales y actitudinales que limitan el goce de los derechos humanos en igualdad de condiciones con los demás (Bariffi, 2014: 135)[6].
Más allá de los debates teóricos que el concepto ha suscitado, que orillo de mi análisis ya que me alejarían de la cuestión a tratar, solo quiero llamar la atención sobre los dos condicionantes que, a mi juicio, perfilan el concepto de discapacidad y que permitirían incluir en el mismo la vulnerabilidad por edad[7]: uno, previo a toda barrera actitudinal o contextual, se refiere a la presencia en el sujeto de una deficiencia[8], que no enfermedad[9], que se refiere a la condición individual de la persona como parte de la diversidad humana; segundo, los factores contextuales externos que pueden ser ambientales[10] o personales[11] y que actúan de barreras que encuentra la persona en la interacción con el medio en el que vive[12].
La discapacidad se entiende, por tanto, en términos relacionales más que como una característica individual del individuo, de forma que puede proyectarse en él de manera distinta según los ambientes en que este se sitúe. Como destaca De Lorenzo (2018: 40-41), «un mismo cuerpo “diferente” puede ser visto como portador de discapacidad en un entorno hostil; sin embargo, eliminadas las barreras que limitan una actividad, la supuesta discapacidad se disuelve».
A la vista de esta construcción teórica, no resulta complicado encontrar la intersección entre discapacidad y envejecimiento[13], realidad donde encuentra acomodo una población cada vez más numerosa, con patologías asociadas a la edad que dificultan el ejercicio de sus derechos. Sin duda, me atrevería a decir, uno de los colectivos más numerosos de los que integran el ámbito de aplicación de la Ley 8/2021[14], si se tiene en cuenta la elevada tasa de personas mayores que vivirán en nuestro país en la segunda mitad del siglo xxi[15], muchas de ellas ya afectadas por una discapacidad intelectual, consecuencia del aumento de la esperanza de vida entre esta población, impensable hace pocos años.
Doctrina autorizada[16] se ha posicionado a favor de ampliar la cobertura de la Convención en el marco del envejecimiento alegando que las similitudes de las barreras que suelen enfrentar las personas mayores respecto de aquellas que suelen enfrentar las personas con discapacidad justifica la aplicación (Bariffi y Seatzu, 2019: 110). Y es que, aunque la realidad biológica no tiene necesariamente por qué incidir en la capacidad funcional de la persona, es un hecho incuestionable que con los años se producen numerosos cambios fisiológicos fundamentales que aumentan el riesgo de padecer enfermedades crónicas, incluso varias al mismo tiempo (multimorbilidad), generando limitaciones funcionales, físicas, sensoriales o psíquicas[17] que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad. Los mecanismos del envejecimiento cambian en función de las condiciones de la persona. Así, mientras que algunas personas de 70 años gozan de un buen funcionamiento físico y mental, otras tienen fragilidad o requieren apoyo considerable para satisfacer sus necesidades básicas. En parte, esto se debe, como ha puesto de manifiesto la Organización Mundial de la Salud en su Informe mundial sobre el envejecimiento y la salud (2015: 31), no solo a que el riesgo de enfermedades disminuye en general la capacidad del individuo, sino también a que esos cambios están fuertemente influenciados por el entorno y el comportamiento de la persona. Por ello, la sinergia entre envejecimiento y discapacidad no justifica caer en una visión estereotipada de la vejez socialmente difundida como colectivo de personas mayores decrépitas, dependientes y manipulables porque sin duda no se ajusta a la realidad actual. Una mirada hacia esta etapa de la vida nos muestra a las personas de edad avanzada como grupo heterogéneo formado por personas sanas y enfermas, sin discapacidad y con discapacidad, ya sea físicas, sensoriales o mentales, «cuya diversidad debe respetarse y tenerse en cuenta por medio de políticas específicas en función de las necesidades individuales[18]». Por ello, sin negar la fuerte correlación entre vejez y discapacidad ya que, como hemos visto, una de las causas más frecuentes de discapacidad viene marcada por el deterioro relacionado con la edad (Huete García, 2019: 13), no se puede admitir una equiparación plena entre los dos términos del binomio que obligue al reconocimiento indiscriminado de una discapacidad jurídicamente relevante a todos los que están instalados en esa fase de la vida. El deterioro funcional creciente que trae la senectud no tiene por qué incidir necesariamente en la lucidez de la persona que puede conservar sus capacidades cognitivas durante años. Por ello, tan erróneo sería considerar como sujetos de gran vulnerabilidad a todas las personas que están instaladas en la vejez y, por tanto, limitar su autonomía, como, por el contrario, negarles a todos ellos el rasgo de vulnerabilidad, privando a alguno de ellos de la necesaria protección (Informe del Comité de Bioética de España 2017: 13).
El concepto relacional de la discapacidad encuentra proyección en la vejez donde es posible que la interacción entre la condición individual de la persona mayor con los factores ambientales y personales que le rodean impidan a las personas de edad avanzada su participación plena y efectiva en la sociedad en igualdad de condiciones con las demás. Esta situación justificaría poner a su disposición los mecanismos legales que les permitan ejercer sus derechos con autonomía, en particular la provisión de medidas de apoyo para el ejercicio de la capacidad jurídica en un contexto de discapacidad de tipo mental o intelectual[19]. Ello no quiere decir que otras discapacidades no puedan requerir de la prestación de apoyos mas serán apoyos que no se proyectarán en facilitar el proceso de formación de su voluntad, que la persona podrá afrontar por sí sola, aunque con el auxilio de los ajustes razonables[20].
El deterioro funcional de la persona de edad avanzada en ningún caso podría justificar per se la privación de su derecho a participar de manera plena y efectiva en la toma de las decisiones que le conciernen. Cuando no pueda desarrollar su propio proceso de formación de su voluntad de manera consciente y libre, aun con la asistencia de terceros, requerirá apoyos de tipo representativo, lo cual no empece para que quien los preste deba respetar su voluntad.
Ahora bien, incorporadas las personas vulnerables por edad al constructo normativo implementado por la Ley 8/2021, conviene aclarar que muchos de los desafíos de los derechos humanos que enfrentan las personas mayores no se relacionan con la discapacidad[21]. El Informe mundial sobre el envejecimiento y la salud (2015) pone de manifiesto cómo las personas a menudo sufren estigma y discriminación, así como la violación de sus derechos a nivel individual, comunitario e institucional, simplemente debido a su edad; conductas atentatorias contra la igualdad, la dignidad y la autoestima de las personas mayores (Isolina Davobe, 2021: 63). En este contexto, entiendo que ni la Ley 8/2021 ni, por supuesto, la Convención pueden ser utilizadas como marco para abordar estas situaciones (Georgantzi, 2014: 92). El Tratado no contempla la toma de conciencia sobre la discriminación por edad y el viejismo[22] por lo que como ponen de manifiesto Bariffi y Seatzu (2019: 112), «una persona mayor que no tenga una discapacidad, pero que conserve su capacidad mental para tomar decisiones, podría no ser identificada como un beneficiario de medidas de apoyos, y consecuentemente, que se vulnere su derecho al ejercicio de la capacidad jurídica por motivo de su edad».
No obstante, la falta de cobertura convencional para estas situaciones no implica ausencia de protección jurídica del colectivo pues no cabe duda de que la discriminación por edad es contraria a la Declaración Universal y a los Pactos internacionales de Derechos humanos (Torrecuadrada García-Lozano, 2021: 56). Hay acuerdo generalizado en que es necesario un instrumento jurídico internacional completo e integrado para promover y proteger los derechos y la dignidad de las personas de edad y la eliminación de los prejuicios y estereotipos que estigmatizan a las personas mayores (Boldova Pasamar, 2021: 100). Mas, por lo que se refiere a la oportunidad de que las Naciones Unidas adopten una Convención específica para la tutela de los derechos de las personas de edad avanzada, parece que esta se ha estancado. Y ello principalmente a causa de la dificultad de identificar los «límites» del grupo en cuestión y de reconocer dentro del mismo alguna homogeneidad pues habría que encajar en él tanto los interesados en un proceso de «envejecimiento activo» como aquellos que se encuentran en una condición de no-autosuficiencia (Bernardini, 2022: 288). «Mientras que en el primer caso la finalidad del derecho y de las instituciones es promover al máximo la autonomía de los individuos, en el segundo se encuentran mayores resistencias culturales en relación con el reconocimiento de los derechos sobre un plano de igualdad, sobre todo en lo que concierne a los derechos de autonomía y —otra vez— la presunción relativa a la capacidad de los individuos».
En el plano internacional, contamos con dos textos internacionales de alcance regional: el Convenio Interamericano sobre la protección internacional de las personas mayores, que fue adoptado en Washington el 15 de junio de 2015, en vigor desde el 1 de noviembre de 2017[23]. Y el segundo, el Protocolo a la Carta africana de derechos del hombre y de los pueblos, relativo a los derechos de las personas de edad (conocido como Protocolo de Addis-Abeba)[24].
Al contrario de lo que ofrece el segmento de edad opuesto, donde si existe una categoría jurídica que aglutina los sujetos de edad que no han cumplido los 18 años, a los que se somete a un régimen jurídico propio, no ocurre lo mismo con las «personas mayores» o, simplemente, «mayores» (Boldova Pasamar, 2021: 75). Nuestro ordenamiento no dispone de una categoría jurídica capaz de aglutinar a personas cuya única especialidad que las diferencie del resto de la población sea haber cumplido una determinada edad[25]. Como dice Bernardini (2022: 281), la vejez no es enfocada como una categoría unitaria y unificadora. La edad que recoge el Registro Civil no sirve de patrón objetivo que indique con precisión el momento en el que se pasa de persona adulta a persona mayor[26], influenciado por la situación real de salud. Como reconoce Bernardini, (2022: 283), «el umbral de paso entre los diferentes estadios es una variable fuertemente dependiente de la cultura y del contexto, por tanto, la valoración de la edad de un individuo —en particular, si se dirige a certificar la juventud o la vejez y, así, a establecer la adecuación de su edad— normalmente depende de las finalidades perseguidas». Esto explica que el único dato con el que se haya trabajado para dar acceso a la categoría de persona mayor sea la edad de jubilación.
Ahora bien, los pronósticos demográficos y las condiciones de buena salud con las que cada vez más los ciudadanos inician la jubilación, que en el contexto occidental les permite prolongar durante años la vida activa que llevaban hasta entonces[27], obligan a repensar el tándem jubilación-vejez considerando acertado proyectar la senectud a partir de los 80 años cuando se percibe un mayor deterioro en las personas por su avanzada edad. Surgiría así una nueva franja etaria, esta vez entre la adultez y la ancianidad (Etxeberría Mauleón, 2014: 61) que discurriría entre los 65 y los 79 años integrada por las personas mayores[28] que «llevan vidas saludables, activas e independientes y que participan plenamente en la sociedad en la que viven»[29]. También se ha hablado de mayor joven referido a la fase de la vida entre la jubilación y el inicio de la dependencia física, es decir los 60/65-75 años, con una horquilla entre los 55-85 años[30]. Incluso en la Resolución del Parlamento Europeo sobre la Segunda Asamblea Mundial de las Naciones Unidas sobre el Envejecimiento (2002: f) se habla de una «cuarta edad» para referirse a los mayores de ochenta años «cuya independencia y salud son más delicadas y merecen atención y cuidados específicos con el fin de que puedan vivir dignamente», reservando la tercera edad a partir de la jubilación[31].
Desde otra perspectiva algunos autores han incorporado al concepto de edad la esperanza de vida, ofreciendo el concepto de edad prospectiva que se alcanzaría en el momento en el que la esperanza de vida o vida restante de la persona fuera de 15 años[32].
La promoción de la autonomía personal de las personas con discapacidad constituye un principio fundamental de la CDPD recogido en el art. 3): «respeto de la dignidad inherente, la autonomía individual, incluida la libertad de tomar las propias decisiones, y la independencia de las personas».
Esta nueva conciencia jurídica encuentra su proyección en el art. 12 CDPD, implementado con la construcción normativa ofrecida por Ley 8/2021 que da acomodo en nuestro ordenamiento jurídico a los estándares universales del reconocimiento de la capacidad jurídica a las personas con discapacidad en igualdad de condiciones con las demás personas, junto con el derecho a tomar sus propias decisiones en el marco de hegemonía de la voluntad, sin perjuicio del juego de las medidas de apoyos de cualquier tipo que se precisen.
Mandatos imperativos de complicada aplicación a un colectivo de personas de edad avanzada, discriminado, marginado e invisible (Etxeberría Mauleón, 2018: 283-284), cuya condición de vulnerables ha favorecido el desarrollo de actitudes paternalistas que implementan mecanismos de sobreprotección que acaban controlando su capacidad de decidir y minando su autoestima. Es lo que se ha denominado «maltrato no intencionado, pero objetivamente real, puesto que la víctima no deja de sufrirlo, que está presente en los paternalismos infantilizadores que sustentan el cuidado, que, aunque estén guiados por la buena voluntad, oprimen de hecho esa autonomía y dignidad» (Etxeberría Mauleón, 2014: 70).
Con el foco de atención más en las cualidades que se han perdido que en las habilidades que se retienen, este tipo de actitudes pueden llegar a generar en la persona de edad avanzada un estado psicológico que convierte en todavía más vulnerable a quien por naturaleza ya lo es (Uribe Arzate y González Chávez, 2007: 207-208), al intensificarse la situación de dependencia de los cuidados de otros en la que ya estaba inmersa. Es el hecho de depender de otros lo que hace vulnerable al sujeto (Delgado Vergara, 2010: 142), pudiendo incluso servir esta situación de plataforma para graves violaciones de los derechos humanos (Jiménez, 2014: 77).
En este contexto, tradicionalmente se ha venido considerando que la autodeterminación de las personas de edad avanzada era un logro difícil de alcanzar. Hay una percepción en nuestra sociedad de que la vejez «se asocia a la “pérdida de autonomía”, lo que justificaría que a las personas que alcanzasen determinada edad se les impidiera hacer cosas que antes hacían. Incluso a veces se piensa que las personas de edad avanzada están en peores condiciones físicas y tienen más dificultades para entender el mundo, por lo que es adecuado que se las proteja frente a ellas mismas» (Barranco Avilés, 2020: 77).
Ante esta percepción de la realidad, a mi juicio errónea, veo necesario deconstruir la actitud hacia nuestras personas de edad avanzada para incorporar un cambio de talante que la oriente hacia el estímulo de sus capacidades y potencialidades como vía para afianzar su dignidad individual. Emprender una evolución de las políticas de cuidado, a mi juicio necesarias, pero no excluyentes, hacia las políticas de apoyo (Huete García, 2019: 10), «en las que las decisiones y deseos de las mismas personas de edad avanzada sobre su propia vida se sitúan en el centro, independientemente de la severidad o complejidad de los apoyos que se precisen. La persona mayor tiene derecho como persona no solo al respeto de su iniciativa libre cuando esté con fuerzas, sino también al apoyo a su iniciativa fragilizada, que habrá que estimular sin perjuicio de que cuando ya ni esto sea posible habrá que pasar al cuidado». La persona ha dejado de ser un ente receptivo de prestaciones. Quiere y debe estar bien informada; participar y decidir en la toma de decisiones que afectan a su salud, a su bienestar y a su autogobierno (Documento Sitges (2009: 28).
Este cambio de actitud no implicaría descuidar la dimensión asistencial de la vejez, necesaria para atender las necesidades de este colectivo vulnerable, sino que conllevaría incorporar a la misma una nueva visión que cuente con el anciano no solo como objeto de protección sino como sujeto de derechos, potenciando su capacidad de toma de decisiones. Y ello en clara sintonía con los postulados convencionales según los cuales «el objetivo, por ende, ha de ser promover y maximizar la autonomía de las personas con discapacidad y no negarla, entorpecerla o impedirla, esgrimiendo como fundamento incuestionable el principio de protección» (Cuenca Gómez, 2012: 72).
El respeto a la autonomía de la persona con discapacidad por razón de edad, si bien no puede desplazar por completo la protección del interés superior (o mejor interés), pues hay situaciones de extrema vulnerabilidad que exigen una actuación en este sentido, sí que necesariamente obliga a modular su aplicación teniendo presente tal respeto «en la medida de lo posible» (Atienza Rodríguez, 2016: 265)[33]. Reconocida su capacidad jurídica y el respeto a su dignidad inherente, se concluye que la autonomía de las personas con discapacidad por edad se puede promover a través de la provisión de apoyos individualizados que permitan a la persona la libre adopción de las propias decisiones, superando periclitados planteamientos paternalistas. Y si es capaz de completar su proceso de formación de voluntad libre y consciente, nada impedirá que su decisión deba ser respetada, incluso so pena de que la misma fuere equivocada. Si, por el contrario, no pudiera manifestar un querer libre porque su discapacidad se proyectase en su propia voluntad, alterándola, en estos supuestos excepcionales habría que gestionar el mejor interés de la persona orillando lo que dice ser su voluntad, afectada por la propia deficiencia.
Como pone de manifiesto Etxeberría Mauleón (2014), «La persona mayor está invitada a vivir serenamente su decrecimiento en este marco, con una “autonomía acompañada” en el marco del respeto a su voluntad, enfatizando que «nunca habrá que olvidar que, incluso en el mayor nivel de decrecimiento, la anciana o el anciano mantienen plena la grandeza moral de su dignidad, con el respeto empático que merece, en la medida en que está más desnudamente entregada y confiada al amparo de los demás».
Ahora bien, en este contexto ha de tenerse presente que la autonomía de la persona con discapacidad por razón de edad en ningún caso puede ser entendida como autosuficiencia dada la necesaria interdependencia que la misma sostiene con quienes cuidan de ella en su vida cotidiana. Es lo que se ha denominado dependencia de cuidados[34], definida en un claro alineamiento con el modelo rehabilitador de la discapacidad[35] por el art. 2 de la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación como el estado de carácter permanente en que se encuentran las personas que, por razones derivadas de la edad, la enfermedad o la discapacidad, y ligadas a la falta o a la pérdida de autonomía física, mental, intelectual o sensorial, precisan de la atención de otra u otras personas o ayudas importantes para realizar actividades básicas de la vida diaria o, en el caso de las personas con discapacidad intelectual o enfermedad mental, de otros apoyos para su autonomía personal.
Dada la relación existente entre fragilidad, dependencia de cuidados y comorbilidad (Informe mundial sobre el envejecimiento y la salud, 2015), todas las personas en situación de dependencia son personas con discapacidad, pero no todas las personas con discapacidad son personas en situación de dependencia (Pérez Bueno y Álvarez Ramírez, 2020: 111). A juicio de estos autores, «para considerar a una persona en situación de dependencia esta debe tener una afección de las capacidades propias de la autonomía personal, necesitando por tanto de apoyos externos, personales, técnicos o ambos, más intensos para llevar a cabo las actividades de la vida. La discapacidad es una condición inseparable de la dependencia, pero puede haber diferentes grados de discapacidad sin que haya dependencia».
Igualmente, no todas las discapacidades derivadas de una situación de dependencia pueden tener una proyección en el ámbito jurídico que interfiera en el ejercicio de la capacidad jurídica del dependiente. Cuando la asistencia que este recibe tan solo supla o complementa sus limitaciones funcionales en el ámbito físico o sensorial[36], nada impide que la persona con discapacidad por razón de edad pueda desarrollar su proceso de formación de voluntad, incluso con apoyos, conservando la posibilidad de tomar sus propias decisiones. Téngase en cuenta que lo relevante para el Derecho no es la dolencia en sí sino la posible incidencia de la misma en las facultades cognoscitivas y volitivas del sujeto. Por tanto, permaneciendo incólume dichas facultades, no hay motivo alguno para demandar la intervención de apoyos para el ejercicio de la capacidad jurídica para la persona con discapacidad por edad, pudiendo tomar decisiones sobre los asuntos que le conciernan y dirigir la ejecución de las mismas con plena autonomía jurídica.
Ahora bien, la realidad cambia cuando nos situamos en un escenario de dependencia por discapacidad intelectual o enfermedad mental. Deficiencias que afectan a la vertiente intelectual, a la facultad de decidir por presentar carencias en la inteligencia teórica (discapacidad intelectual trastornos mentales y demencias degenerativas (Documento Sitges 2009: 36). En este contexto, podemos ver proyectado en el dependiente el entrecruzamiento de dos facetas: primera, el reconocimiento de autonomía para las decisiones o capacidad para la toma de decisiones libre, mediando la correspondiente deliberación.; y segunda, la autosuficiencia para las acciones necesarias para la ejecución de la decisión (Etxeberría Mauleón, 2016: 60)[37]. Una persona condicionada por el margen de actuación que le permite la disminución de sus aptitudes intelectuales o mentales, muy presentes en este colectivo con niveles altos de dependencia, puede encontrar dificultades para ejercitar con plenitud los derechos que le reconoce el ordenamiento jurídico. Su vulnerabilidad personal trasciende a una vulnerabilidad exógena que se sitúa en el plano jurídico y que demanda la intervención de medidas de apoyo que le faciliten el ejercicio de su capacidad jurídica, respetando su voluntad, deseos y preferencias. Con ellas es posible que pueda culminar su proceso de formación de su voluntad fruto del reconocimiento de autonomía de decisión, aunque la misma no vaya acompañada de autosuficiencia de acciones para su ejecución.
En este contexto, ha de ponerse de manifiesto el riesgo que la situación de dependencia puede generar para la persona con discapacidad por edad avanzada en el supuesto de que el cuidador pretenda interferir en el proceso de su toma de decisiones con miedo, agresión, amenaza, engaño o manipulación, incrementando con ello la situación de vulnerabilidad en la que vive instalado. Ante estos supuestos de influencia indebida[38], el legislador ha establecido salvaguardas para su protección consistentes en impedir que determinados sujetos que cuidan a la persona de edad avanzada puedan ejercer medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad jurídica. En particular, el art. 250 CC prohíbe tales funciones a quienes, en virtud de una relación contractual, presten servicios asistenciales, residenciales o de naturaleza análoga a la persona que precisa el apoyo. Frente a autorizadas opiniones (Guilarte Martín-Calero, 2021b: 552) que sostienen una interpretación restrictiva de esta norma prohibitiva excluyendo de su ámbito de aplicación a la relación de cuidado dispensada en el propio domicilio por una persona de la confianza de la persona con discapacidad que recibe una retribución por el desempeño de esa función doméstica y asistencial, en mi opinión, la justificación que subyace al mandato normativo no permitiría tal restricción interpretativa. Y ello porque, si con la prohibición a que se ha hecho referencia se pretende obviar la influencia indebida sobre la persona vulnerable, no veo la razón por la que se pudiera despreciar el riesgo de dicha influencia en el ámbito doméstico del cuidado.
La intención del legislador en la Ley 8/2021 ha sido potenciar la autonomía de voluntad del individuo con discapacidad evitando en lo posible el intervencionismo judicial, creando una conciencia jurídica que, desde el enfoque de derechos humanos, proyecta en la persona con discapacidad sin distingo alguno la idea de que conserva el señorío sobre su vida y por ende el control sobre las decisiones que le conciernen, en igualdad de condiciones con las demás. Nada empece para que no incluyamos en esta percepción a las personas con discapacidad por razón de la edad.
Para conseguir este objetivo, el Estado ofrece los instrumentos de apoyo necesarios que la persona precisa en esta tarea que, como recoge el Informe de la Relatora Especial Devandas, 2017: 41, tendrán las siguientes misiones: a) obtener y entender información; b) evaluar las posibles alternativas a una decisión y sus consecuencias; c) expresar y comunicar una decisión; y/o d) ejecutar una decisión.
Que se reconozca capacidad jurídica a toda persona como atributo de su dignidad humana, sea cual fuere su estado intelectivo, no implica que cuando su entendimiento revele anomalías cognitivas y volitivas sea cual fuera la causa de las mismas, tal realidad no vaya a tener trascendencia en la toma de decisiones de quien las padece. No es la capacidad reconocida como atributo universal sino el proceso de formación de voluntad donde la ley descarga el peso del sistema. Y es en este contexto donde va a tener relevancia las deficiencias que el sujeto padezca.
Repárese en que el reconocimiento de la virtualidad obligatoria del consentimiento prestado no admite especulaciones ni permite discriminaciones en función del sujeto que lo preste; tan solo se admiten modulaciones en el iter para alcanzar su manifestación libre y consciente, donde la realidad de las personas con discapacidad proyectará su especialidad. Por tanto, resulta igual que el déficit intelectivo encuentre su origen en una discapacidad psíquica o que tenga su origen en el consumo de alcohol, drogas o sea el resultado de un traumatismo. En todos estos casos, el consentimiento obligatorio debe pasar por los mismos estándares de calidad.
El ejercicio de la capacidad jurídica en ocasiones precisa de la intervención de apoyos que permitan al sujeto alcanzar la formación de una voluntad perfectamente formada. Pero para conseguir este resultado es necesario afrontar un proceso de deconstrucción de dicha voluntad con relevancia jurídica. Se precisa desmontar la construcción clásica como acto final del sujeto para transformarla en un acto complejo de toma de decisiones que se desarrolla en dos fases y en la que intervienen dos sujetos: la persona con discapacidad con capacidad jurídica reconocida, que por regla general y salvado lo que se haya podido establecer de manera excepcional[39], es la que se obliga con la manifestación de su voluntad. Y la persona que presta el apoyo, interviniente en el acto, pero no otorgante del mismo, sujeto no profesionalizado[40] que le asiste para que aquella puede culminar con éxito el proceso de formación interna de su voluntad, de acuerdo con su voluntad, deseos y preferencias. Esta persona puede ser el curador, el defensor judicial, el guardador de hecho o la persona ele- gida a través de poderes preventivos o convenios de apoyo, esta última con preferencia respecto a los primeramente nombrados dado que el art. 249.1 CC los sitúa en defecto o insuficiencia de la voluntad de la persona de que se trate.
Las fases que integran este proceso de formación de la voluntad se dividirían en dos: una previa a la declaración del consentimiento, donde la persona con discapacidad, a través de un razonamiento deliberativo, toma conciencia de lo que quiere y de sus consecuencias; otra posterior donde el sujeto manifiesta su consentimiento con el que queda vinculado de manera definitiva. Es en la primera fase donde deja su impronta la persona que presta el apoyo, informándola, ayudándola en su comprensión y razonamiento, facilitándole información suficiente sobre la decisión a tomar adaptada a las habilidades intelectivas del sujeto, sus riesgos, beneficios y alternativas posibles. Y todo ello, con ausencia de coacción externa que restrinja de manera significativa su libertad para decidir (Simón Lorda, 2014: 7).
Si gracias al apoyo prestado en la primera fase, la persona con discapacidad ha podido manifestar una voluntad consciente y libre, aquella podrá emitir el consentimiento al que se le podrá reconocer virtualidad obligatoria en igualdad de condiciones con las demás personas. Y ello sin valorar si la decisión merece o no un juicio favorable desde el punto de vista objetivo[41]. Pues el derecho a equivocarse, a cometer errores también corresponde a las personas con discapacidad por razón de edad pues los años cumplidos no son motivo para negar el crecimiento personal que desencadena el error como mecanismo didáctico. La toma de decisiones impulsivas, inadecuadas o poco afortunadas no es patrimonio exclusivo de las personas con discapacidad, todos nos equivocamos y ello forma parte de nuestro aprendizaje y lo asumimos. Pero no es esta la actitud que se suele adoptar cuando quien se equivoca padece algún tipo de deficiencia. En este caso, se evalúa el contenido de la decisión rechazándola en aras de un afán de protección de difícil acomodo en los nuevos principios que recoge la reforma. Protección para sí misma pero también, no se puede olvidar, protección para los intereses de terceros a quienes la decisión perjudica.
Ahora bien, quiero enfatizar que el riesgo a cometer errores debe asumirse en un contexto en el que la decisión haya sido tomada de manera consciente, voluntaria y libre por quien la asume como propia[42]. Fuera del mismo, admitir una decisión equivocada nos proyectaría a una extensión injustificada de la autonomía como cobertura de un abandono social.
Si en el momento concreto y en esa situación determinada, hic et nunc, la persona ha tomado una decisión fruto de su voluntad, valoración que dependerá de lo que al respecto decida el notario en su juicio de discernimiento[43], la misma habrá de ser respetada. Siendo esto así, nada empece que la declaración emitida se haya realizado incluso en contra de la voluntad de la persona que le haya prestado el apoyo pues, a mi juicio, esta no puede vetar tal decisión si ha sido tomada libremente con su asistencia pues tal actuación supondría una restricción en el ejercicio de la capacidad jurídica del declarante, carente de justificación en la norma[44].
Si bien es cierto que la condición de vulnerables de las personas con discapacidad y en particular de las que lo son por razón de la edad, justificaría en determinados supuestos excepcionales la adopción de una posición de protección cuando corran riesgo de sufrir un daño frente al cual carecen de mecanismos intelectivos suficientes para tomar conciencia del mismo, también lo es el riesgo que supone que, bajo el pretexto de la protección del vulnerable, se socave su autonomía por mor de no ajustarse sus decisiones a un estándar de objetiva pertinencia, afianzando la percepción de que todo vulnerable/vulnerado es imputado como incapaz de tomar decisiones[45].
Centremos la atención en el supuesto nada infrecuente de que una persona de edad avanzada con una discapacidad psíquica importante no pueda completar su proceso de formación de voluntad por tener comprometidas sus facultades intelectivas. En estos casos, el apoyo asistencial entendido como acompañamiento, ayuda, consejo se revela como un malogrado intento de que la persona pueda tomar su propia decisión, poniendo de manifiesto la necesidad de contar con otros recursos que sirva para canalizar su voluntad. O que, aparentemente manifestada esta, se detecte que la misma está influenciada por la deficiencia que padece que le impide un mínimo ejercicio valorativo necesario para apreciar las consecuencias perjudiciales o riesgos que comportan sus decisiones[46]. Personas carentes de autonomía moral para ejercer su autodeterminación que han tenido muy poca presencia en el entramado discursivo de la Convención (Toboso Martín, 2018: 794).
En este escenario al que nos proyecta la realidad supra vista, aparecen dos intereses enfrentados de la persona vulnerable por edad: por un lado, la autonomía individual, incluida la libertad de tomar las propias decisiones (art. 3.a CDPD) y el respeto a su voluntad (cfr. art. 12.4 CDPD) y por el otro la protección de la persona que descansa en el riesgo potencial de sufrir un daño cuyo fundamento se podría encontrar en el art. 49 CE, precepto del que la Ley 8/2021 guarda silencio[47].
A la vista de esta doble dimensión y buscando el equilibrio entre el ejercicio de la autonomía y la protección del vulnerable, cabría preguntarnos si es posible sostener sin excepción un respeto absoluto hacia la autodeterminación de este individuo como parece apuntar el Comité cuando afirma que «En todo momento, incluso en situaciones de crisis, deben respetarse la autonomía individual y la capacidad de las personas con discapacidad de adoptar decisiones[48]. Dando la espalda a una realidad que muestra que la discapacidad no es un fenómeno uniforme por lo que el pleno reconocimiento de la autonomía no puede operar del mismo modo en todas sus manifestaciones. O, por el contrario, si cabría concluir que fruto de un ejercicio hermenéutico y deconstructivo de la formación de la voluntad, puede surgir una nueva ortodoxia en la que se admita el ejercicio ponderado de la autonomía cuando la imposibilidad de completar el proceso de formación de la misma obligue a acudir a los apoyos representativos reemplazando la heteronomía a la libertad de autorregulación. Incluso, admitiendo en supuestos extremos determinados recursos jurídicos garantistas que, lejos de atentar contra la autonomía de las personas, serían la vía efectiva para asegurar su adecuado desarrollo. Se trataría por tanto de buscar la armonía entre una visión maximalista de la autonomía de la persona con discapacidad que bajo el imperio de la voluntad abandona a su suerte a los que carecen de recursos intelectivos para defenderse y una posición de extrema protección que ignore la voluntad de la persona por mor de su mejor interés.
Afirma el Comité de Derechos de las Personas con Discapacidad que todas las formas de apoyo en el ejercicio de la capacidad jurídica, incluidas las formas más intensas, deben estar basadas en la voluntad y las preferencias de la persona, no en lo que se suponga que es su interés superior objetivo[49]. Incluso, enfatiza, cuando, pese a haberse hecho un esfuerzo considerable, no sea posible determinar la voluntad y las preferencias de una persona, la determinación del «interés superior» debe ser sustituida por la «mejor interpretación posible de la voluntad y las preferencias»[50]. Afirmación categórica de la que se infiere un posicionamiento claro en contra del juego de la heteronomía en el marco decisorio de la persona con discapacidad y, por ende, de las personas vulnerables por edad.
Veamos cómo ha encontrado proyección tal afirmación en la construcción programática de la Ley 8/2021.
Como ha quedado recogido supra, si se ha completado con éxito el proceso deliberativo de formación de la voluntad de la persona con discapacidad por razón de edad, con o sin apoyos asistenciales y las salvaguardas han mostrado que no hay injerencia de otro ni influencia indebida, a mi parecer, no hay razón alguna en la Ley 8/2021 que justifique no respetar la decisión tomada, sea cual fuere la edad y condición de quien la tome; incluso cuando una valoración objetiva de la misma arroje un juicio negativo sobre su pertinencia. A mi juicio, esta es una consecuencia de la hegemonía de la voluntad en la que se ha instalado la Ley 8/2021, la compartamos o no.
Ahora bien, cuando se han detectado minoraciones en las aptitudes intelectivas del sujeto (cognitivas y volitivas) que impiden que pueda formar una voluntad libre y consciente en la concreta decisión que requiera tomar[51], aún con la mediación del apoyo asistencial, será necesario la intervención del apoyo representativo que sirva para canalizar la voluntad de la persona vulnerable, permitiendo con ello la celebración del acto jurídico en el que interviene. En este sentido, el art. 249 CC establece que, en supuestos excepcionales, cuando pese a haberse hecho un esfuerzo considerable, no sea posible determinar la voluntad, deseos y preferencias de la persona, las instituciones de apoyo podrán asumir funciones representativas. En estos casos, el apoyo deberá tener en cuenta la trayectoria vital de la persona con discapacidad, sus creencias y valores, así como los factores que ella hubiera tomado en consideración, con el fin de tomar la decisión que habría adoptado en caso de no requerir representación. Nuestro legislador ha entendido con acierto que el posicionamiento del Comité en contra de la heteronomía no es incompatible con mecanismos representativos pues a través de los mismos, la persona que los presta proyecta los deseos, voluntad y preferencias de quien no ha podido manifestarlos por sí misma, impidiendo todo intento de que el acto responda a sus propios intereses, por muy bienintencionados que resulten. Por tanto, se decanta por acoger una heteronomía supeditada a la voluntad del sujeto y alejada de cualquier idea de sustitución[52] al encontrarse el representante vinculado por la decisión hipotética (Canimas Brugué, 2016: 19) que habría adoptado la persona en caso de no requerir representación. El apoyo, por tanto, realiza una labor restauradora ex post de cual sería esta voluntad[53], que sirva para identificar lo que serían sus preferencias (Parra Lucán, 2015: 13), canalizando esa «mejor interpretación posible de la voluntad y las preferencias» para proyectarla como decisión de la persona con discapacidad.
Aunque el tándem beneficencia/voluntad ha perdido importancia a favor de la segunda, que, como hemos visto, ostenta en la reforma una posición casi hegemónica en la actuación de la persona con discapacidad, no se puede sostener que la primera haya quedado totalmente desterrada de nuestro ordenamiento jurídico, localizándola en los supuestos en los que, por las circunstancias concurrentes en el sujeto sea imposible, no ya la formación de su voluntad sino ni siquiera su restauración ex post por parte del apoyo representativo. Como ha puesto de manifiesto Segarra y Alía (2021: 2), «ciertamente, existen situaciones vitales en las que la discapacidad resulta tan inhabilitante para la persona que el respeto a la voluntad, deseos y preferencias de la persona y el fomento de su autonomía no pueden ser alcanzados ni aun haciendo acopio de la mayor dedicación, esfuerzo y medios».
Resultando estéril toda labor de indagación al respecto, no veo otra alternativa que la actuación representativa de la persona que presta el apoyo se ajuste exclusivamente a lo que se considere el mejor interés para la persona con discapacidad[54], dando cobertura a una heteronomía en un contexto de beneficencia de complicado acomodo en el ideario de la Observación General para la que «El principio del “interés superior” no es una salvaguardia que cumpla con el art. 12 en relación con los adultos[55]. Estaríamos ante un supuesto excepcional de verdadera sustitución que, como se ha indicado (Guilarte Martín-Calero, 2021: 525), deberá ser objeto de especial seguimiento y control por parte del Ministerio Fiscal y la autoridad judicial.
Mas no es este el único caso donde es posible que aflore la heteronomía mencionada. Detengámonos en el supuesto de que una persona tome una decisión, ajena a un mínimo ejercicio valorativo sobre las consecuencias perjudiciales o riesgos que la misma le va a comportar; una decisión que podría ocasionar graves daños a terceros o exponerla a sufrir un perjuicio propio, personal o patrimonial (Pereña Vicente, 2018: 139) y que no habría tomado de encontrarse en otra situación mental. Supuestos excepcionales en los que las causas que originan la discapacidad no son ni sociales ni actitudinales[56] sino que se encuentran en la dolencia de la persona, en su enfermedad[57]. Y es que cualquier otro planteamiento nos situaría «en el umbral de la negación jurídica de la enfermedad mental grave, puesto que su noción derivada de discapacidad mental esta cerca de ser considerada una mera construcción social» (Alemany, 2020: 8). Comparto con Atienza Rodríguez (2016: 26), que las enfermedades no son invenciones de la profesión médica y la demencia senil es un trastorno neurocognitivo que impide a quien lo padece «una participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás [personas]» con completa independencia de la existencia o no de barreras sociales».
El promover en estos casos el respeto a la voluntad emitida cuando es la propia deficiencia la que cuestiona la formación libre de la misma[58] magnificando la autonomía supondría abandonar a su suerte a los que carecen de recursos intelectivos para detectar el daño que ellos mismos se están causando. Este irracional proceder no puede encontrar acomodo en un sistema en el que solo la voluntad manifestada de manera consciente y libre tiene reconocida virtualidad obligatoria. Por ello, por encima de un mal entendido respeto a la voluntad manifestada ha de situarse la protección de la persona vulnerable frente a sus propias decisiones que evite el reconocimiento de una situación odiosa por lo injusta. Planteamiento que, siguiendo a Martínez de Aguirre y Aldaz (2021: 121) encontraría su justificación en la propia Convención cuando refiere en el art. 12.4 que las medidas relativas al ejercicio de la capacidad jurídica deben respetar los derechos de la persona, incluso antes que su voluntad y preferencias. Por ello, dice el autor, «cuando la mejor protección de los primeros entre en pugna con la manifestación de las segundas, que no son reales pues están afectadas por la propia deficiencia, primarán los derechos a los que hay que otorgarles mayor peso, aunque sea por razón de su posición relativa (se menciona antes que la voluntad y las preferencias) y su reiteración (el precepto lo recoge en dos incisos: junto a la voluntad y preferencias, y junto a los intereses)».
Hacia esta dirección parece que camina la Sala Primera del Tribunal Supremo cuando en la STS de 8 de septiembre de 2021, Pleno, RJ 2021\4002 fija jurisprudencia sobre cómo debe interpretarse la exigencia contenida en el art. 268 CC de que para la provisión de un apoyo judicial haya que atender, en todo caso, a la voluntad, deseos y preferencias del afectado (Sancho Gargallo, 2022). Admite que, aunque «el juzgado no puede dejar de recabar y tener en cuenta (siempre y en la medida que sea posible) la voluntad de la persona con discapacidad destinataria de los apoyos, así como sus deseos y preferencias, pero no determina que haya que seguir siempre el dictado de la voluntad, deseos y preferencias manifestados por el afectado».
A modo de conclusión y pese a las manifestaciones que acoge la Observación general que parece abrogar el interés superior como pauta de intervención judicial y con él la heteronomía en el marco decisorio de la persona con discapacidad, a mi juicio es posible afirmar que nuestro modelo normativo ha reservado un campo de actuación para ella que, lejos de ignorar los derechos de las personas con discapacidad exponiéndolos a una irracional autonomía, los protege frente a decisiones que les perjudican. El Tribu- nal Supremo ha abierto la puerta al relativismo judicial en la gestión de la voluntad de la persona de la que se podrá alejar si las circunstancias así lo aconsejan. Planteamiento que, a mi juicio, puede llegar a tensar los estándares convencionales y que deberá ser aplicado con cautela si no se quiere volver a posiciones periclitadas que puedan dar al traste con los objetivos de la reforma.
Tras el reconocimiento convencional de la capacidad jurídica como atributo de la dignidad humana, el art. 12 de la CDPD dejó claro que los Estados parte deben adoptar las medidas pertinentes para proporcionar acceso a las personas con discapacidad al apoyo que puedan necesitar para su ejercicio. En coherencia con las directrices internacionales y en un escenario de preeminencia de la libertad y la autonomía, la Ley 8/2021 ha implementado unas medidas de apoyo que facilitan dicho ejercicio a las personas con discapacidad psíquica que lo necesiten, actuado como garantía jurídica frente a la heteronomía. Es la voluntad de la persona con discapacidad la que decide el apoyo que desea tener, corrigiendo así décadas de discriminación en las que la autoridad judicial asumía todo el protagonismo en la forma en que este colectivo ejercía su capacidad de obrar.
La autorregulación que se instala en el nuevo marco normativo consagra un señorío decisorio de los apoyos que posiciona a la persona con discapacidad y, por ende, a la de edad avanzada que esté en estas circunstancias, en igual- dad de condiciones que las demás en el ejercicio de sus derechos. Y solo cuando tal poder no se hubiera proyectado en alguna de las medidas de origen voluntario (autocuratela, acuerdos de apoyos y poderes preventivos), en defecto o insuficiencia de la voluntad de la persona con discapacidad[59] y a falta de guarda de hecho que suponga apoyo suficiente (art. 255 CC), la heteronomía de la norma desplegará su vis atractiva con carácter supletorio permitiendo las medidas de origen legal (art. 253 CC)[60] o judicial (curatela y defensor judicial). Estas últimas desarrolladas a la luz del influjo voluntarista del sistema, que obliga a la autoridad judicial a ajustarse a los principios de necesidad y proporcionalidad, a respetar la máxima autonomía de la persona con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica y a atender, siempre que sea posible[61], su voluntad, deseos y preferencias. Hegemonía de la voluntad que queda patente incluso cuando ya se hubiere iniciado la tramitación procesal para el nombramiento del apoyo ya que el art. 42 bis b) 3. LJV, poniendo fin al expediente, «permite reorientar la solicitud de las medidas judiciales hacia el otorgamiento de medidas voluntarias o el reconocimiento de apoyos informales, abriendo pasarelas a la autodeterminación y a la desjudicialización del sistema» (Guilarte Martín-Calero, 2021: 516). Una última oportunidad que el sistema ofrece in extremis a la autorregulación de los apoyos y que permite conjeturar que, a salvo las personas que permanezcan en este cauce judicial por propia voluntad, la curatela quedara reservada como apoyo de tipo representativo para aquellos que ni siquiera pudieron coger este último tren de autorregulación[62].
Igual incidencia de la voluntad acoge la guarda de hecho, capaz de bloquear ex ante otras medidas de apoyo como desplazar ex post las medidas voluntarias o judiciales en vigor cuando estas no se estuvieran aplicando eficazmente (art. 263 CC).
En el escenario de hegemonía de la autonomía en el que la norma nos instala, nada empece que la persona pudiera optar por el diseño concurrencial de varias medidas de apoyo, discriminando los actos para los que serían requeridas cada uno de ellas, v. gr. guarda con poderes preventivos otorgados para un ámbito restringido o guarda con convenio de apoyo.
Construido el andamiaje que sustenta las medidas de apoyos sobre el señorío de la persona que los va a necesitar, toca plantearnos si este poder alcanza también a la posibilidad de rechazar tales medidas o, abordada la cuestión desde otra óptica, si es posible la imposición de una medida de apoyo en contra de los deseos de la persona a la que se le pretende aplicar. No parece que el legislador haya contemplado este supuesto cuando en el art. 249 CC establece la procedencia de las medidas judiciales y legales en defecto o insuficiencia de la voluntad de la persona con discapacidad. Y ello porque cuando una persona rechaza un apoyo, no hay defecto o falta de voluntad; al contrario, hay una voluntad clara centrada en que no quiere ningún apoyo (De Salas Murillo, 2020: 2243).
Desde la óptica de las directrices internacionales, la Observación general 1, punto 19 establece que algunas personas con discapacidad solo buscan que se les reconozca su derecho a la capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás, conforme a lo dispuesto en el art. 12, párr. 2, de la Convención, y pueden no desear ejercer su derecho a recibir el apoyo previsto en el art. 12, párr. 3, incluso pueden rechazar el apoyo y poner fin a la relación de apoyo o cambiarla en cualquier momento (punto 29 g).
En las afirmaciones del Comité parece que subyace la idea de que a la persona con discapacidad no se le puede imponer un apoyo si ella no quiere hacer uso de él. Pero en ningún momento se puede inferir de estas declaraciones que se esté permitiendo ejercer la capacidad jurídica sin ellos cuando la persona los precise para emitir un consentimiento válido. El reconocimiento del art. 12 CDPD viene unido inexorablemente a la intervención de los apoyos de tal manera que, si el sujeto prescinde de ellos, está renunciando a su derecho a actuar en igualdad de condiciones con las demás personas, ante la imposibilidad de emitir un consentimiento válidamente formado. Como hemos visto supra, se debe deconstruir el proceso de formación de la misma pero no se puede mediatizar el consentimiento con sesgo discriminatorio.
Sirva de argumento para avalar la inexistencia de un derecho a rechazar la imposición de un sistema de apoyos el mantenimiento en la norma procesal de un proceso contencioso para cuando la persona se niegue a admitir los apoyos que precisa en el marco de un expediente de jurisdicción voluntaria. El Tribunal Supremo ha reconocido que el juicio contradictorio puede concluir con la adopción de las medidas, aun en contra de la voluntad del interesado (STS de 8 de septiembre de 2021, Pleno, RJ 2021\4002)[63]. Pero, incluso, cuando el expediente haya finalizado con un auto desestimatorio de la solicitud de apoyos, sin que se haya formulado oposición por ningún interesado, se sostiene que cabría promover el proceso contencioso de los arts. 756 Lec y ss. solicitando que se revocase lo acordado en aquél (art. 19.4 LJV) y que se adoptasen las medidas que hubieran sido rechazadas, dado la ausencia de eficacia de cosa juzgada material de lo resuelto en el expediente de jurisdicción voluntaria (Vega Torres, 2022: 52).
Si no hay en nuestro ordenamiento un derecho a rechazar los apoyos impuestos coactivamente, si podríamos admitir, como recoge De Salas Murillo (2020: 2254), un derecho a prescindir de su contenido por la sola voluntad de la persona con discapacidad. En un escenario contractual y ante el silencio del art. 1263 CC, parece que, con los apoyos necesarios, no hay problema en que pueda contratar en igualdad de condiciones que las demás personas contratantes mayores de edad. El problema surge cuando el contrato se celebra sin que medien las medidas de apoyo que precisa el sujeto para ejercer su capacidad jurídica. Un supuesto que si bien no encontrará mucha proyección en el ámbito notarial habida cuenta del control que realizará el notario, sí puede llegar a ser un problema para el tráfico privado, huérfano de control sobre las posibles medidas de apoyo que pudiera precisar el contratante. El art. 1302 CC prima facie parece declarar que los contratos así celebrados podrían ser anulados por las personas que han prescindido de los apoyos (entiendo curador asistencial o representativo, medidas voluntarias, guarda de hecho), con el apoyo que precisen. También podrán ser anulados por sus herederos durante el tiempo que faltara para completar el plazo, si la persona con discapacidad hubiere fallecido antes del transcurso del tiempo en que pudo ejercitar la acción. E igualmente podrán ser anulados por la persona a la que hubiera correspondido prestar el apoyo. En este caso, la anulación solo procederá cuando el otro contratante fuera conocedor de la existencia de medidas de apoyo en el momento de la contratación o se hubiera aprovechado de otro modo de la situación de discapacidad obteniendo de ello una ventaja injusta.
No es este el momento para entrar a valorar el significado del precepto, tarea que se presenta peliaguda y que está fuera del objetivo de este trabajo[64]. Tan solo quiero poner de manifiesto que de su lectura se podría percibir que el precepto acoge un reconocimiento legal de un derecho de la persona con discapacidad a equivocarse y rectificar, si es así lo que se desea, a ejercitar durante cuatro años desde la celebración del contrato (art. 1301 CC). Y ello en un escenario en el que el tercero no habrá podido conocer si la persona con la que contrata está provista de medidas de apoyo pues estos datos son objeto de publicidad restringida para los particulares.
Si esto es así, me cuestiono si estas serán las medidas pertinentes y efectivas que tenían que tomar los Estados partes para garantizar la incorporación al tráfico económico a las personas con discapacidad, a las que se refiere el art. 12.5 CDPD. Dudo que en estas condiciones sean muchos los terceros de buena fe que quieran contratar con la espada de Damocles de que su contrato pueda ser sorpresivamente anulado durante los próximos cuatro años por iniciativa de la persona con discapacidad o de sus herederos, cuando no por la del apoyo, según cómo se interprete la extensión de su legitimación.
[1] |
Esta publicación constituye un resultado de los proyectos de investigación Ejercicio de los Derechos en el Marco del Envejecimiento Activo. RTI2018-095751-B-I00, financiado por MCIN/ AEI/10.13039/501100011033/ y por FEDER Una manera de hacer Europa y del Proyecto UMAlS-FEDERJA-175, sobre derechos y garantías de las personas vulnerables en el Estado de bienestar, financiado por el Programa Operativo FEDER Andalucía 2014-2020. |
[2] |
Véase la STS 8 de septiembre de 2021, Pleno, RJ 2021\4002. |
[3] |
La preocupación por este tema no es nueva en la doctrina. Una prueba de ello es el trabajo que sobre la incapacidad y el fallecimiento de los ancianos institucionalizados publicara hace unas décadas Bercovitz Rodríguez-Cano, R. (1987). |
[4] |
Informe sobre envejecimiento saludable OMS (2015: 66). |
[5] |
Expresión que ya aparece en la Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la Salud. Organización Mundial de la Salud, 2001: 22 (en adelante CIF). Siguiendo este texto, otros paradigmas de referencia para concebir la discapacidad son el modelo médico y el modelo social. El modelo médico considera la discapacidad como un problema de la persona directamente causado por una enfermedad, trauma o condición de salud, que requiere de cuidados médicos prestados en forma de tratamiento individual por profesionales. El tratamiento de la discapacidad está encaminado a conseguir la cura, o una mejor adaptación de la persona y un cambio de su conducta. La atención sanitaria se considera la cuestión primordial y en el ámbito político, la respuesta principal es la de modificar y reformar la política de atención a la salud. Por otro lado, el modelo social de la discapacidad, considera el fenómeno fundamentalmente como un problema de origen social y principalmente como un asunto centrado en la completa integración de las personas en la sociedad. La discapacidad no es un atributo de la persona, sino un complicado conjunto de condiciones, muchas de las cuales son creadas por el ambiente social. Por lo tanto, el manejo del problema requiere la actuación social y es responsabilidad colectiva de la sociedad hacer las modificaciones ambientales necesarias para la participación plena de las personas con discapacidades en todas las áreas de la vida social. Por lo tanto, el problema es más ideológico o de actitud, y requiere la introducción de cambios sociales, lo que en el ámbito de la política constituye una cuestión de derechos humanos. |
[6] |
No obstante, con estas notas el autor reconduce estas características al modelo social. A mi juicio, el papel importante que juegan las deficiencias en el concepto de discapacidad, no centrado solo en las barreras, justifica que me aparte de este constructo social. |
[7] |
El Informe del Comité de Bioética de España (2017: 8) subraya que la vulnerabilidad no aparece mencionada en la Convención; en el Tratado solo se destaca «la necesidad de promover y proteger los derechos humanos de todas las personas con discapacidad, incluidas aquellas que necesitan un apoyo más intenso». Pese a ello, entiende el Comité que la Convención sí tiene presente la condición de vulnerabilidad de las personas con discapacidad, aunque no utilice expresamente ese término. De ahí que hable —por ejemplo, en el trascendental art. 12 de «salvaguardias adecuadas y efectivas para impedir los abusos»—. |
[8] |
Como destaca Palacios (2020: 17-18), «Para que se desencadene la discapacidad debe estar presente la condición individual: la discapacidad es la forma de discriminación específicamente dirigida a las personas que tienen, pueden tener o han tenido una deficiencia. Esto no significa que la deficiencia genere la discapacidad, sino que aquella es una condición necesaria para que se produzca este tipo de opresión. Por lo tanto, la CDPD no solo se basa en la premisa de que la discapacidad es una construcción social, sino que también valora la deficiencia como parte de la diversidad». |
[9] |
Las deficiencias deben ser parte o una expresión de un estado de salud, pero no indican necesariamente que esté presente una enfermedad o que el individuo deba ser considerado como un enfermo. El concepto de deficiencia es más amplio, e incluye más aspectos, que el de trastorno o el de enfermedad; por ejemplo, la pérdida de una pierna es una deficiencia, no un trastorno o una enfermedad (CIF, 2001: 14). |
[10] |
Los factores ambientales constituyen el ambiente físico, social y actitudinal en el que las personas viven y desarrollan sus vidas. Los factores son externos a los individuos y pueden tener una influencia negativa o positiva en el desempeño/realización del individuo como miembro de la sociedad, en la capacidad del individuo o en sus estructuras y funciones corporales (CIF, 2001: 18). |
[11] |
Los factores personales constituyen el trasfondo particular de la vida de un individuo y de su estilo de vida. Están compuestos por características del individuo que no forman parte de una condición o estados de salud. Estos factores pueden incluir el sexo, la raza, la edad, otros estados de salud, la forma física, los estilos de vida, los hábitos, los «estilos de afrontamiento», el trasfondo social, la educación, la profesión, las experiencias actuales y pasadas (sucesos de la vida pasada y sucesos actuales), los patrones de comportamiento globales y el tipo de personalidad, los aspectos psicológicos personales y otras características (CIF, 2001: 18). |
[12] |
Recoge la Exposición de Motivos de la Ley 8/2021 que las limitaciones vinculadas tradicionalmente a la discapacidad no han procedido de las personas que las sufren sino de su entorno: barreras físicas, comunicacionales, cognitivas, actitudinales y jurídicas que han cercenado sus derechos y la posibilidad de su ejercicio. |
[13] |
Pérez Bueno y Álvarez Ramírez (2020: 123) ponen de manifiesto que «si bien el binomio vejez y discapacidad no está inexorablemente vinculado, sí es evidente que son procesos interconectados que forman parte del desarrollo vital de todo ser humano. El envejecimiento de la población en un fenómeno de alcance mundial que está teniendo un gran impacto en las tendencias de la discapacidad, ya que, a más edad, más probabilidades de adquirir una discapacidad». |
[14] |
Según recuerda Cabra de Luna (2022: 71), «dos terceras partes de las personas con discapacidad, más del 75%, son mayores de 65 años. Según nuestros datos, de los 400.000 miembros del colectivo de personas con discapacidad, 250.000 son mayores». |
[15] |
Según fuentes del INE, el porcentaje de población de 65 años y más, que actualmente se sitúa en el 19, 6% del total de la población, alcanzaría un máximo del 31,4% en torno a 2050. A partir de entonces empezaría a descender. El de 70 y más años, siendo actualmente un 13,4% de la población, llegará al 25% en 2050 y el de 80 años y más, que actualmente se sitúa en el 6% del total de la población, alcanzará en dicho año el 11,6%. La población centenaria (los que tienen 100 años y más) pasaría de 0,03% actual al 0,32 % en 2050. Este incremento poblacional del segmento de edad a partir de los 65 años es consecuencia del aumento de la esperanza de vida: al nacimiento alcanzaría en 2069 los 85,8 años en los hombres y los 90, 0 en las mujeres, con una ganancia de 4,9 y de 3,8 años, respectivamente, respecto a los valores actuales. (Fuente: 2016-2020, Indicadores Demográficos Básicos (2020 provisional)). La longevidad no deja de crecer y en dos décadas se ha triplicado la cifra de españoles que han traspasado la frontera de los 100 años; en 2020 eran 17.308, en el 2010 9.267 y en 2000, 5.760, lo que pone en evidencia que estamos ante un fenómeno imparable (https://bit.ly/3KfRxCR, consultado el 27 diciembre 2021). |
[16] |
Véanse, entre otros, Barranco Avilés (2010: 585); Cuenca Gómez (2018: 94); Alía Robles (2020: 14); Etxeberría Mauleón (2014: 70). |
[17] |
OMS. Informe mundial sobre el envejecimiento y la salud (2015: 31). |
[18] |
Véase la Resolución del Parlamento Europeo sobre la Segunda Asamblea Mundial de las Naciones Unidas sobre el Envejecimiento (2002: punto O). |
[19] |
Véase el concepto de discapacidad que recoge la Disposición adicional 4ª CC cuando, al incorporar una serie de indicaciones para determinar dicho concepto y salvados determinados preceptos (arts. 96, 756.7º 782 y 808, 822 y 1041 CC) para los que la referencia a la discapacidad se entenderá hecha al concepto definido en la Ley 41/2003, de 18 de noviembre, de protección patrimonial de las personas con discapacidad y de modificación del Código Civil, de la Ley de Enjuiciamiento Civil y de la Normativa Tributaria con esta finalidad, y a las personas que están en situación de dependencia de grado II o III de acuerdo con la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia, a los efectos de los demás preceptos de este Código, salvo que otra cosa resulte de la dicción del artículo de que se trate, toda referencia a la discapacidad habrá de ser entendida a aquella que haga precisa la provisión de medidas de apoyo para el ejercicio de la capacidad jurídica. Téngase en cuenta que en un escenario de vulnerabilidad por razón de edad las técnicas de apoyo aplicables a cada caso pueden ser muy diferentes en función de las circunstancias que se presenten (Marín Calero, 2022: 298). No es lo mismo una demencia leve debido a la enfermedad de Alzheimer que un Grado II de la dependencia con pérdida total de la autonomía mental e intelectual. |
[20] |
La Observación General n.º 1, CRPD/C/GC/1 (2014: 17), hace referencia a que la prestación de apoyo «también puede consistir en la elaboración y el reconocimiento de métodos de comunicación distintos y no convencionales, especialmente para quienes utilizan formas de comunicación no verbales para expresar su voluntad y sus preferencias». En este sentido, véase la redacción del párrafo final del art. 25 de la Ley del Notariado, que incorpora lo que, en la guía de la UINL aprobada en Yakarta en 2019 para 89 países, se denomina recomendaciones para la accesibilidad jurídica. Reconoce dicho precepto que en esa comunicación o inmediación con el notario la personas con discapacidad podrán utilizar los apoyos, instrumentos y ajustes razonables que resulten precisos incluyendo sistemas aumentativos alternativos, Braille, lectura fácil, pictogramas, dispositivos multimedia de fácil acceso, intérpretes, sistemas de apoyo a la comunicación oral, lengua de signos, lenguaje dactilológico sistemas de comunicación táctil y otros dispositivos que permitan la comunicación, así como cualquier otro que resulte preciso. |
[21] |
Pone de manifiesto las dificultades de conceptualizar la vejez desde una perspectiva de derechos humanos Georgantzi (2014: 87): «para la mayoría del público el de “derechos humanos” no es un concepto que se refiera al creciente grupo de las personas mayores. Además, las personas mayores acarrean cierto bagaje histórico como grupo privilegiado, gracias al ingreso estable que reciben de la jubilación y al respeto tradicional de sus familias, a diferencia de otros grupos que han hecho frente a la exclusión y a la discriminación por mucho tiempo, como la población LGBTI (lesbianas, gais, bisexuales, transexuales e intersexuales), las personas con discapacidad e incluso las mujeres. Otra razón por la que resulta difícil conceptualizar a la vejez desde una perspectiva de derechos se debe a que los patrones de violación, vulnerabilidad y abuso que enfrentan no son tan conocidos». |
[22] |
Expresión utilizada por Barranco Avilés (2010: 584), «por paralelismo con sexismo o racismo, y que supone el desencadenamiento de conductas que van desde el rechazo, al ejercicio de violencia, pasando por la discriminación». En Boldova Pasamar (2021: 81) encontramos la expresión gerontofobia como «desdén absoluto y aversión, la simple evitación de contacto y las prácticas discriminatorias de todo tipo evidenciadas de forma individual o colectiva. Como expresión extrema de la gerontofobia se sitúa la violencia y el abuso contra las personas mayores a causa de que son mayores». |
[23] |
Para una aproximación al Tratado véase Seatzu, (2015); Bariffi y Seatzu (2019). |
[24] |
Según indica Torrecuadrada García-Lozano (2021: 56), aún no ha podido entrar en vigor al exigir quince manifestaciones de consentimiento y en enero de 2021 cuenta solo con dos, por lo que la fecha en la que se produzca su obligatoriedad jurídica se advierte lejana. |
[25] |
Realidad que es puesta de manifiesto por Barranco Avilés (2010: 574); también véase Bariffi y Seatzu (2019: 96). |
[26] |
No obstante, según el art. 2 de la Convención de la Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, persona es aquella de 60 años o más, salvo que la ley interna determine una edad base menor o mayor, siempre que esta no sea superior a los 65 años. |
[27] |
Ha de tenerse en cuenta que el alargamiento de la expectativa de vida se ve afectada de modo significativo también por la variable geográfica. Según datos que tomo de Bernardini (2022: 282), si en 2017 la esperanza de vida en la Unión Europea era de 83,5 años para las mujeres y de 78,3 años para los hombres, en África era de 61 años para los hombres y 64 para las mujeres. |
[28] |
Otros autores apuntan como inicio de la edad senil los 75 años, entre otros, Corripio Gil Delgado (2020: 115). Incluso los hay que entienden la senectud como la situación social y jurídica de la persona por haber cesado obligatoriamente en toda actividad, pública o privada, remunerada por cuenta ajena (García Cantero, 2018: 106). |
[29] |
Resolución del Parlamento Europeo sobre la Segunda Asamblea Mundial de las Naciones Unidas sobre el Envejecimiento (2002: f). |
[30] |
Expresión rescatada de Inserso (2006: 29). |
[31] |
El art. 50 CE parece referirse a esta fase que si inicia con la jubilación con la expresión tercera edad. |
[32] |
Sanderson y Scherbov (2013: 673-685). |
[33] |
Criterio interpretativo de los principios que enuncia la Convención utilizado por Atienza Rodríguez (2016: 265). |
[34] |
De acuerdo con el art. 26.1, Ley 39/2006, la situación de dependencia se clasificará en los siguientes grados: Grado I. Dependencia moderada: cuando la persona necesita ayuda para realizar varias actividades básicas de la vida diaria, al menos una vez al día o tiene necesidades de apoyo intermitente o limitado para su autonomía personal; Grado II. Dependencia severa: cuando la persona necesita ayuda para realizar varias actividades básicas de la vida diaria dos o tres veces al día, pero no quiere el apoyo permanente de un cuidador o tiene necesidades de apoyo extenso para su autonomía personal); Grado III. Gran dependencia: cuando la persona necesita ayuda para realizar varias actividades básicas de la vida diaria varias veces al día y, por su pérdida total de autonomía física, mental, intelectual o sensorial, necesita el apoyo indispensable y continuo de otra persona o tiene necesidades de apoyo generalizado para su autonomía personal. |
[35] |
Un modelo que, a juicio de algunos autores, no es el elegido por la Convención y no garantiza el respeto a los Derechos Humanos (Romañach Cabrero, 2012: 64). Pues como se ha afirmado, véase Martín Contino, 2017: 21, «primero patologiza, luego diagnostica, a continuación, clasifica, posteriormente certifica la discapacidad, y, por último, promueve el ingreso en un territorio caracterizado por una asimetría de saber-poder que solo puede definir la forma en que este sector poblacional vivirá su vida de manera heterónoma». En opinión de Huete García (2019: 32), «las políticas de protección social centradas en el cuidado pueden representar, paradójicamente, un “asidero asistencial” en el que amarrar la discriminación de las personas con discapacidad, limitando sus oportunidades de autonomía y de inclusión social. Desde un punto de vista puramente conceptual, los servicios encaminados exclusivamente al “cuidado” someten a las personas con discapacidad y sus familias al riesgo real de facilitar el estancamiento en un esquema asistencialista y “rehabilitador”». |
[36] |
Por ejemplo, piénsese en personas que por tener limitadas sus posibilidades de comunicación precisan de métodos alternativos como los que recoge el art. 25 Ley del Notariado: sistemas aumentativos alternativos, Braille, lectura fácil, pictogramas, dispositivos multimedia de fácil acceso, intérpretes, sistemas de apoyo a la comunicación oral, lengua de signos, lenguaje dactilológico sistemas de comunicación táctil y otros dispositivos que permitan la comunicación, así como cualquier otro que resulte preciso. Recordemos a un un prestigioso científico que pudo comunicar su historia del tiempo a través de un «intérprete» informático. Sus graves deficiencias físicas y sensoriales en ningún caso hubieran podido justificar la necesidad de apoyos para la toma de sus decisiones. |
[37] |
Seoane (2013: 31) habla de la autonomía funcional o ejecutiva para referirse a la libertad de acción (actuación o abstención) y a la capacidad de realizar por uno mismo las decisiones adoptadas. |
[38] |
Como recoge la Observación General 1, «Se considera que hay influencia indebida cuando la calidad de la interacción entre la persona que presta el apoyo y la que lo recibe presenta señales de miedo, agresión, amenaza, engaño o manipulación. Las salvaguardias para el ejercicio de la capacidad jurídica deben incluir la protección contra la influencia indebida; sin embargo, la protección debe respetar los derechos, la voluntad y las preferencias de la persona, incluido el derecho a asumir riesgos y a cometer errores». (CRPD/C/GC/1, 2014: 22). |
[39] |
Véanse los supuestos en los que la propia persona con discapacidad haya dispuesto medidas de autolimitación, por ejemplo, un régimen de asentimiento e incluso de codisposición de la persona que presta el apoyo. |
[40] |
No comparto el parecer de algún sector de la doctrina que considera necesario que el apoyo hubiera sido profesionalizado para ofrecer una adecuada seguridad a los terceros (véase Muñiz Espada, 2020: 293). |
[41] |
Palacios (2008: 429-430) afirma que «la asistencia en la toma de decisiones no cuestiona la sabiduría de las elecciones de la persona, sino que permite a todos y a todas afrontar la dignidad del riesgo, como el derecho a equivocarse, a tomar las decisiones que la persona quiere, interesa o convenga, fruto de esa “libertad que es inherente a todas las personas para caer en los mismo o nuevos errores y aprender o no aprender de ellos”, entendiendo que “esa libertad implica la posibilidad de aprender de los errores”». |
[42] |
Comparto con Alía Robles (2020: 17) que, en otro caso, el derecho a equivocarse se convertiría en una trampa. Como alegóricamente afirma la autora, «¿abriríamos la ventana a quien piensa que puede volar sin alas?» |
[43] |
Véase al respecto Tena Arregui (2021). |
[44] |
No obstante, véase Guilarte Martín-Calero (2021d: 771), quien valora la posibilidad de que la autoridad judicial estableciera en la resolución judicial como salvaguarda para garantizar el respeto a este principio, la necesidad de recabar la autorización judicial en aquellos casos en los que existan discrepancias y el curador considere gravemente perjudicial el acto proyectado; otra posibilidad sería recurrir al juez para que nombre un defensor judicial al hallarse el curador imposibilitado (se niega) para prestar su asentimiento al acto cuya conclusión considera perjudicial (art. 283.1 CC). Nada dice la autora para los supuestos en los que la medida de apoyo sea informal, pero de su razonamiento podría deducirse que también podría acudir al juez. En mi opinión, si la decisión ha sido tomada como consecuencia de un proceso deliberativo a través del cual la persona ha sido capaz de formar una voluntad libre y conscientemente (valoración positiva que deberá realizar el notario), que el curador la valore como perjudicial y no la comparta carecerá de relevancia para la formalización del negocio. Cosa distinta es que se pudiera demostrar que la voluntad estaba afectada por la propia deficiencia de tal manera que no era manifestación del verdadero querer de la persona. Mas de no ser así y a la luz de la reforma, no comparto la opinión de la autora sobre el reconocimiento al curador de un veto a las decisiones del apoyado siempre que estas sean fruto de un proceso de formación de voluntad libre y consciente. |
[45] |
Como ya se apuntaba en el Informe del Comité de Bioética de España (2017: 11-12). |
[46] |
Alía Robles (2020: 17): Supuesto en el que el derecho a equivocarse se convierte en una trampa. Alegóricamente afirma la autora: ¿abriríamos la ventana a quien piensa que puede volar sin alas? |
[47] |
Recoge la Exposición de Motivos que «La nueva regulación está inspirada, como nuestra Constitución en su art. 10 exige, en el respeto a la dignidad de la persona, en la tutela de sus derechos fundamentales y en el respeto a la libre voluntad de la persona con discapacidad, así como en los principios de necesidad y proporcionalidad de las medidas de apoyo que, en su caso, pueda necesitar esa persona para el ejercicio de su capacidad. A la vista de este texto, Alemany (2021: 34) llama la atención sobre la omisión del art. 49 CE, artículo que por no encajar en el modelo social de la discapacidad (no con el nuevo lenguaje) y sí con el denostado modelo médico o rehabilitador, parece haber dejado de ser aplicable. |
[48] |
CRPD/C/GC/1 (2014: 18). Como recoge Atienza Rodríguez (2016: 264), «cuando se lee el texto de la Convención de Nueva York de diciembre de 2006 o la Observación General sobre el art. 12 de esa Convención del Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (de marzo-abril de 2014), uno tiene la impresión de que el propósito de los redactores de corregir esos abusos y de asegurar los derechos de los discapacitados los ha llevado en algún caso a cierto extravío. Es como si el afán de unos montañeros por alcanzar una cumbre les hubiera convencido de la necesidad de avanzar siempre hacia arriba y en línea recta, sin darse cuenta de que en su trayectoria pueden encontrarse con abismos que conviene evitar». |
[49] |
CRPD/C/GC/1 (2014: 29b). |
[50] |
CRPD/C/GC/1 (2014: 21). |
[51] |
Téngase en cuenta que no todas las actuaciones requerirán las mismas habilidades cognitivas y volitivas por parte del sujeto. Por ello, las características del negocio jurídico que se pretenda celebrar podrán modular el juicio que, en su caso, haga el notario. |
[52] |
Insiste en recalcar la distancia existente entre estas acciones de representación y la sustitución en la toma de decisiones, Martínez Pujalte López (2017: 171). |
[53] |
Varsi y Santillán (2021: 1074) han destacado que, en este escenario, el apoyo no es tanto un apoyo «con representación», sino un apoyo «restaurador» de la voluntad de la persona con discapacidad. |
[54] |
En esta dirección véanse, Cuadrado Iglesias (2019: 45); De Salas Murillo (2020: 2232); Pau Pedrón (2018: 9); Parra Lucán (2015: 13); Seoane y Álvarez Lata (2020: 17); Martínez de Aguirre y Aldaz (2021: 121); Álvarez Lata (2021: 471). |
[55] |
CRPD/C/GC/1 (2014: 21). |
[56] |
Entender la discapacidad solo como una construcción social, resultado de la interacción de dicha condición con las barreas sociales debidas a la actitud y al entorno, que impiden su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás (Palacios, 2020: 17-18), puede servir para un gran número de casos, pero no siempre será reflejo de una total correspondencia con la realidad. |
[57] |
Véanse Martínez de Aguirre y Aldaz (2021: 111); De Salas Murillo (2018: 21). |
[58] |
Martínez de Aguirre y Aldaz (2021: 122). Dice el autor que «si el problema es que hay personas cuya capacidad de conocer y querer (y, por tanto, de tomar decisiones realmente libres y responsables) está comprometida por la presencia de una discapacidad psíquica, la solución no puede pasar exclusivamente por su voluntad o por sus preferencias, porque por hipótesis están comprometidas: no solo el conocimiento, sino también la voluntad, que es lo que afecta directamente al proceso de toma de decisiones… Es verdad que las discapacidades cognitivas objetivas pueden verse agravadas o atenuadas, a veces de forma muy importante, por los contextos sociales y políticos, y esa es una de las direcciones en las que se debe actuar, pero ello no elimina su carácter objetivo». |
[59] |
Llamo la atención acerca de la poca fortuna que ha tenido el legislador con esta expresión. La voluntad no puede ser insuficiente pues esta o se tiene o no se tiene. Lo insuficiente serán las medidas de naturaleza voluntaria que se hayan podido adoptar por la persona con discapacidad que, por su propio diseño, no llegasen a abarcar todo el campo de actuación en el que esta precisa tomar decisiones. Parecida opinión en Guilarte Martín-Calero (2021a: 518). |
[60] |
En palabras de Guilarte Martín-Calero (2021c: 564), la entidad se convierte en una suerte de guardador de hecho ex lege y, por ello, a juicio de la autora, si fuere preciso, entre tanto, podrían serle de aplicación las reglas de la guarda de hecho (solicitud de una prestación económica a favor de la persona con discapacidad, información de su actuación a la autoridad judicial de oficio, o a instancia del Ministerio Fiscal…). No puedo compartir tan autorizada opinión que presupone cierta continuidad en el apoyo prestado por la entidad pública cuando a mi juicio no es esta realidad en la que está pensando la norma. |
[61] |
Matiz que incorpora la doctrina que recoge la STS de 8 de septiembre de 2021, Pleno, RJ 2021\4002. |
[62] |
Conclusión que vemos en Guilarte Martín-Calero (2021b: 541). |
[63] |
Finalizado al expediente, la autoridad judicial puede adoptar provisionalmente las medidas de apoyo de la persona o de su patrimonio que considere convenientes; medidas que podrán mantenerse por un plazo máximo de treinta días, siempre que con anterioridad no se haya presentado la correspondiente demanda de adopción de medidas de apoyo en juicio contencioso (art. 42 bis.b5 LJV). |
[64] |
Basta con leer el trabajo de Gómez Calle (2021) para darse cuenta de las procelosas aguas que discurren por debajo del texto del art. 1302 CC. |
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