RESUMEN

El presente trabajo analiza el impacto de la COVID-19 en dos colectivos particularmente vulnerables: las trabajadoras sexuales y las personas trans. La elección se realiza asumiendo el género como un concepto amplio que desenmascara no solo las relaciones de desigualdad entre mujeres y hombres, sino también las de todas aquellas personas que escapan de la normatividad socialmente asignada a su género. Por otro lado, se parte de un concepto de vulnerabilidad que pone el acento en la debilidad de las estructuras sociales y jurídicas de garantía de la igualdad y protección frente a la discriminación, se analiza el impacto de las medidas restrictivas de derechos sobre dichas situaciones, evidenciando cómo la falta de un adecuado estatuto de derechos generó un agravamiento de sus condiciones de vulnerabilidad. Asimismo, se diseccionan los requisitos de acceso a algunas de las medidas socioeconómicas aprobadas tras la declaración del estado de alarma en marzo de 2020, al objeto de verificar si desembocaron en una efectiva ampliación de los márgenes del Estado social o si, por el contrario, consolidaron la exclusión del sistema de protección social.

Palabras clave: COVID-19; estado de alarma; perspectiva de género; igualdad y no discriminación; grupos vulnerables; vulnerabilidad institucional; trabajo sexual; derechos de las trabajadoras sexuales; personas trans; determinantes legales de la salud.

ABSTRACT

This paper analyzes the impact of COVID-19 on two particularly vulnerable groups: sex workers and trans people. The choice is made assuming gender as a broad concept that unmasks not only the relations of inequality between women and men, but also those of all those people who do not perform the normativity socially assigned to their gender. On the other hand, hanging on a concept of vulnerability that emphasizes the weakness of social and legal structures to guarantee equality and protection against discrimination, the impact of restrictive measures of rights on such situations is analyzed, evidencing how the lack of an adequate status of rights generated an aggravation of the conditions of vulnerability. Likewise, the requirements for access to some of the socio-economic measures approved after the declaration of the state of alarm in March 2020 are dissected, in order to verify if they led to an effective expansion of the margins of the social state or if, on the contrary, they have consolidated the exclusion from the social protection system.

Keywords: COVID-19; state of alarm; gender perspective; equality and non-discrimination; vulnerable groups; institutional vulnerability; sex work; sex worker’s rights; trans people; legal determinants of health.

Cómo citar este artículo / Citation: Valvidares Suárez, M. (2022). COVID-19, trabajadoras sexuales y personas trans: en los márgenes del Estado Social. IgualdadES, 6, 77-‍107. doi: https://doi.org/10.18042/cepc/IgdES.6.03

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. Precisiones conceptuales: vulnerabilidad y grupos vulnerables
  4. II. LAS TRABAJADORAS SEXUALES
    1. 1. La ausencia de un modelo proderechos para las trabajadoras sexuales
    2. 2. El impacto del SARS-COV-2 y de la declaración del estado de alarma en las trabajadoras sexuales
  5. III. LAS PERSONAS TRANS EN PROCESOS DE TRANSICIÓN
  6. NOTAS
  7. Bibliografía

La primera fuerza. El virus no es democrático. El virus fortalece a los poderosos, acaba con los pobres. El virus no hace caer la bolsa de valores, sino que devasta la economía informal. En presencia del virus los ricos también mueren, por supuesto, pero los que viven mal son sobre todo los pobres. Decenas de millones de personas están sufriendo un retroceso que los deja en manos de la beneficencia. El poder político ha regresado al centro del terreno de juego en un resurgir ultrarrápido que lo ha apartado de una agonía irreversible. Toda una élite intelectual ha vuelto a ser escuchada en lugar de permanecer archivada. La ira social se ha visto desactivada, confinada, silenciada.

Alessandro Baricco

Lo que estábamos buscando

Este trabajo pretende analizar el impacto de la pandemia generada por el virus SARS-CoV-2 en situaciones de vulnerabilidad, desde un enfoque de derechos que incluye la perspectiva de género. En concreto, su objetivo es profundizar en el impacto que la COVID ha ocasionado en las vidas de quienes ya sufrían situaciones estructurales de desigualdad, opresión y discriminación para, a continuación, revisar las medidas legales aprobadas para hacer frente a la pandemia, al objeto de determinar si, en tales circunstancias, las personas han podido o no beneficiarse realmente de ellas. Así, este análisis se mueve, principalmente, en el expresivo marco conceptual de la vulnerabilidad institucional y administrativa, interrogándose sobre los «obstáculos procedimentales y normativos» (‍Nogueira, 2020: 215) en que el Estado social de emergencia ha —sin duda— incurrido.

Dado el enfoque de género que preside este trabajo, conviene precisar que el análisis se realiza desde un concepto amplio de género, en el que tienen cabida, junto al estudio de las situaciones de subordiscriminación (‍Barrere y Morondo, 2011) que afectan a las mujeres, aquellas otras que también se caracterizan por una disidencia de género. Así, el género es entendido como categoría de la hermenéutica de la sospecha (‍Puleo, 2013), desvelando las vulnerabilidades sociales e institucionales (de ellas se hablará a continuación) que sufren las personas que no se ajustan a los cánones que el género, en tanto que constructo social, ha establecido para ellas. En particular, se abordará la situación de las trabajadoras sexuales, mayoritariamente mujeres que cuando no responden al perfil de víctima ideal difícilmente escapan al estigma o, incluso, a la consideración de traidoras de género (‍Osborne, 2007). En segundo lugar, se abordará de manera más breve la manera en que las personas trans se han visto afectadas por las medidas adoptadas durante la pandemia, particularmente en lo relativo a sus procesos de transición médicos y legales.

Tanto las personas trans como las trabajadoras sexuales han sido considerados por ONUSIDA como dos grupos que, tras la identificación de la COVID-19 han sufrido abuso verbal y físico, y que se encuentran entre aquellos con mayor riesgo de «ser dejados atrás» (‍2020a: 3-‍4). Como tendrá ocasión de comprobarse, a la situación fáctica generada por la pandemia se suman los efectos derivados de la normativa COVID aprobada por el Estado. El punto de partida de este estudio es el rechazo a uno de los mitos de la pandemia: aquel según el cual la pandemia habría igualado a todas las personas. La hipótesis que vertebra este trabajo es que la respuesta normativa de las autoridades no ha contribuido a paliar la desigualdad y la falta de reconocimiento de derechos que ya padecían las personas en tales situaciones. Más bien resulta plausible concluir que las medidas restrictivas de derechos y libertades establecidas para contener la pandemia han profundizado las desigualdades, y que estas no han sido paliadas —o lo han sido solo en parte— por las medidas sociales aprobadas tras la declaración del estado de alarma.

I. Precisiones conceptuales: vulnerabilidad y grupos vulnerables[Subir]

Antes de comenzar el análisis, y dado que a lo largo de este trabajo se recurre a las nociones de vulnerabilidad y de grupos vulnerables, conviene realizar algunas precisiones. Como es sabido, el enfoque de la vulnerabilidad ha ido ganando terreno en el ámbito de las ciencias sociales, hasta el punto de haber sido acogido tanto en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (‍Peroni y Timmer, 2013) como en nuestra propia legislación, incluyendo la normativa específica dictada para hacer frente a la actual crisis sanitaria (‍Presno, 2020). En estas páginas, el concepto de vulnerabilidad se inserta en los enfoques centrados en la vulnerabilidad social e institucional. Social, en cuanto se refiere a la situación en la que se encuentra una persona —o un colectivo— expuesta a un mayor riesgo de que sus derechos sean lesionados, debido a múltiples variables en las que las circunstancias individuales se entretejen con las estructuras de poder. En otras palabras: «La vulnerabilidad se produce en una encrucijada determinada entre la persona y el entorno. Las condiciones de la vulnerabilidad no son, entonces, algo natural, sino que siempre aparecen en un determinado contexto [...]. Las desigualdades estructurales dan lugar a situaciones en las que las personas son más propensas a sufrir determinados daños» (‍Liedo, 2021: 247). Institucional, por cuanto en un Estado social y democrático de derecho, la vulnerabilidad debe enmarcarse en el enfoque de derechos, por lo que conviene definirla como la «ausencia de un cordón jurídico y efectivo de protección, de herramientas adecuadas para blindar y defender a las personas de todo abuso y violencia, en calidad de titulares de derechos con capacidad para llevar adelante sus propios proyectos de vida» (‍Pomares y Maqueda, 2022).

Por otro lado, el recurso a una identificación grupal o colectiva no se produce desde consideraciones identitarias esencialistas, sino como una herramienta que permite detectar dicha vulnerabilidad a partir de una situación o unas características compartidas. En concreto, en los dos casos analizados su consideración como grupo social encaja sin dificultad en la definición de Iris Marion Young, que pone el acento en las «afinidades específicas debido a sus experiencias o formas de vida similares» (‍2000: 77), pero sin que los procesos sociales de afinidad y diferenciación les otorguen una «esencia sustantiva» (‍2000: 85). Young tiene igualmente en cuenta las identificaciones grupales múltiples —esto es, la interseccionalidad—, cuestión particularmente relevante para los sujetos estudiados: trabajadoras sexuales con nacionalidad española, migrantes, trans, racializadas…

El hecho de que sean las personas concretas las que sufren la vulneración de sus derechos y expectativas no puede soslayar la dimensión social de la identidad, para no olvidar «que ciertos individuos son penalizados en razón de su pertenencia a un grupo» (‍Innerarity, 2009: 8). Cuando la sociedad identifica a las personas «por su afinidad con cierto grupo social» pueden darse respuestas que «incrementa(n) la vulnerabilidad de esos individuos, sometiéndoles a formas opresivas de interacción que disminuyen sus capacidades de resiliencia ante la vulnerabilidad» (‍Lazo, 2020). De esta manera, se comparte el concepto de vulnerabilidad especial (‍Ferrer y Sanz, 2008), que pone de relieve el hecho de que «ciertos colectivos de personas, incluyendo las que integran ciertos grupos humanos diferenciados, encuentran, por regla general en todas las sociedades y ciertamente en muchas sociedades, obstáculos sociales y jurídicos, graves y específicos, que les impiden alcanzar y ostentar un ámbito de titularidad de derechos y una amplitud y profundidad en su goce equivalentes a los que poseen los «ciudadanos normales» y que, en cualquier caso, sean los adecuados a lo que exige el respeto a la dignidad propia de una persona en su situación» (‍Mariño Menéndez, 2001: 19-‍20).

Como veremos en los supuestos objeto de estudio, los riesgos específicos generados por la COVID se insertan en una vulnerabilidad previa, en la que, por un lado, las estructuras sociales generan subordinación y discriminación —desigual acceso a la riqueza; estigma, prejuicios— y, por otro, el derecho antidiscriminatorio no ha sido capaz de combatir dicho riesgo, bien porque no reconoce suficientes derechos, bien porque, reconociéndolos, no garantiza un disfrute efectivo. Y si las respuestas legales no tienen presente dicha situación de vulnerabilidad, el riesgo es que, lejos de combatirla, la consoliden o incrementen.

La doctrina ha advertido sobre el riesgo de que el concepto de vulnerabilidad contribuya al estigma de determinados colectivos, promoviendo una actitud que se acercaría más al paternalismo que a la protección (‍Peroni y Timmer, 2013). Por ello, las medidas que se implanten para conjurar la vulnerabilidad deben diseñarse partiendo de un enfoque de derechos que no reduzca a las personas a una condición de víctimas incapaces de toda agencia. En caso contrario, no resultarían conforme a las exigencias de la dignidad de la persona reconocida en el art. 10 de la CE, ya que según ha señalado el Tribunal Constitucional la dignidad «es un valor espiritual y moral inherente a la persona, que se manifiesta singularmente en la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida y que lleva consigo la pretensión al respeto por parte de los demás» (STC 53/1985, FJ 8). Valor que, por lo demás, debe permanecer inalterado «cualquiera que sea la situación en que la persona se encuentre [...], constituyendo en consecuencia un “minimum” invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar» (STC 120/1990, FJ 4). La noción de vulnerabilidad usada en este trabajo se enmarca en las exigencias constitucionales de dignidad y libre desarrollo de la personalidad, apartándose así de concepciones patológicas de la vulnerabilidad que puedan «socavar la autonomía o exacerbar el sentimiento de falta de poder» (‍Mackenzie, 2014: 9). La vulnerabilidad se asume entonces como un concepto «que justifica la obligación moral y jurídica de intervención […] una noción que evidencia las deficiencias estructurales del propio sistema social, sin intervenir injustificadamente en las decisiones de los individuos y negar la responsabilidad de los propios individuos en sus propias decisiones» (‍Monereo, 2018: 92). Acudir al concepto de vulnerabilidad como herramienta de análisis implica que las intervenciones destinadas a paliar vulnerabilidades específicas deben perseguir restaurar «siempre que sea posible, la autopercepción de la persona vulnerable como un agente con autonomía, que tiene ante sí varias posibilidades relevantes, y la capacidad (con apoyo social) de actuar para realizar sus propias elecciones» (‍MacKenzie, 2014: 46). La respuesta a la vulnerabilidad debe ser restaurar o promover la autonomía en la medida de lo posible. Por esta razón, incurrirían en un «paternalismo inaceptable» aquellas intervenciones

dirigidas a grupos específicos etiquetados como vulnerables y sometidos a restricciones o formas de vigilancia no aplicadas al resto de la comunidad, que tratan a las personas que son etiquetados de esa manera, como incompetentes y desviadas, o que las marginan y excluyen socialmente, que no consultan con los miembros de esos grupos la formulación de las políticas ni se comprometen a que participen en su implementación, y que están principalmente más orientadas a reducir los riesgos percibidos por la sociedad que interesadas en fomentar la autonomía (ibid.: 47).

Estas reflexiones resultan particularmente pertinentes para el objeto de este trabajo, que pretende conocer las condiciones previas sobre las que impacta —en primer lugar— la pandemia y —en segundo lugar— la reacción normativa. Por esa razón, el estudio de las situaciones seleccionadas incluirá: a) el estudio del estatus legal previo a la pandemia; b) el impacto que la normativa COVID aprobada para contener el contagio ha generado en las vulnerabilidades de estas personas; c) la revisión de la principal legislación social aprobada para paliar los efectos socioeconómicos generados por la COVID, con particular atención a los grupos en situaciones de especial vulnerabilidad y, por último, d) el análisis de los requisitos y modalidades de acceso a las medidas aprobadas, dirigido a verificar si las personas que se encuentran en las situaciones seleccionadas como objeto de estudio son destinatarias de las mismas, destacando, en su caso, aquellos supuestos en los que se genere una nueva vulnerabilidad —administrativa— debido a las eventuales barreras de acceso en el trámite de información, solicitud, reconocimiento y efectivo disfrute de las mismas.

II. LAS TRABAJADORAS SEXUALES[Subir]

1. La ausencia de un modelo proderechos para las trabajadoras sexuales[Subir]

En la situación previa a la pandemia ya resultaba particularmente complicado realizar estimaciones sobre las trabajadoras sexuales y cuantas circunstancias rodean a su actividad[1]. Es obvio que las situaciones en las que el trabajo se produce de manera irregular resultan difíciles de analizar, tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo. Con mayor razón si, además, las personas que lo realizan sufren exclusión social. Por tanto, con mucha cautela debido a la imposibilidad de extrapolar los datos y sin ánimo de establecer jerarquías, creo conveniente dejar constancia de que algunos informes consideran que las trabajadoras sexuales parecen ser —junto con las personas inmigrantes— quienes que más gravemente están viviendo las consecuencias de la pandemia (‍Trabajando en positivo, 2020: 4).

Resulta necesario, pues, abordar la regulación actual del ordenamiento español e incluso el posicionamiento político mayoritario de lege ferenda, toda vez que lo considero relevante para comprender por qué resulta plausible afirmar que las trabajadoras sexuales sean un colectivo altamente damnificado por la pandemia y la normativa post-COVID. Todo ello teniendo en cuenta las siguientes consideraciones:

  • Me referiré a trabajadoras sexuales tanto por ser una actividad realizada mayoritariamente por mujeres como por ser ellas quienes sufren con más intensidad el estigma de puta, al romper con la normatividad que diferencia entre buenas y malas mujeres. Igualmente, es sobre las mujeres que ejercen el trabajo sexual sobre las que se proyecta con mayor intensidad el debate relativo a la cosificación y el riego de ser tratadas como objetos sexuales y no como sujetos. Todo ello las posiciona en el debate público, a menudo, exclusivamente como víctimas o como traidoras de género (‍Osborne, 2007).

  • No es objeto del presente trabajo profundizar en los diversos modelos de respuesta a la prostitución.

  • Por último, comparto, desde el posicionamiento de un constitucionalismo social y feminista, las reivindicaciones de los movimientos proderechos de las trabajadoras sexuales, pues desde mi punto de vista no solo no vulneran ningún principio constitucional, sino que resultan más garantistas de los derechos fundamentales de las trabajadoras (‍Valvidares, 2020). Debería ser innecesario señalar que, cuando me refiero a los derechos de las trabajadoras sexuales, parto de considerar solo aquellas situaciones de voluntariedad —en el sentido de ausencia de violencia, coacción o engaño que determinarían la invalidez del consentimiento prestado para el mantenimiento de relaciones sexuales a cambio de una contraprestación económica—.

En el debate contemporáneo que se pregunta, tanto a nivel internacional como estatal, qué respuesta legal dar a la prostitución, nos encontramos principalmente cuatro grandes modelos (‍Ordóñez, 2006; ‍Villacampa, 2012)[2]. Dos son contrarios a la posibilidad de considerar la prostitución como una actividad laboral: el prohibicionista y el abolicionista; los otros dos, por el contrario, la admiten: se trata del modelo regulacionista (o reglamentista) y del modelo proderechos. Internamente presentan diferencias que es necesario señalar de manera somera. El modelo prohibicionista criminaliza la prostitución y en su aplicación penaliza a todas las partes implicadas, mujeres incluidas. El abolicionista se caracteriza por considerar que las mujeres que ejercen la prostitución siempre son víctimas y concentra la sanción en quien demanda los servicios sexuales. Dos de estos modelos —el abolicionista y el proderechos— se preguntan cuál es la mejor forma de responder a la situación de vulnerabilidad de las trabajadoras sexuales, llegando a conclusiones diametralmente opuestas (‍Heim, 2011). Los otros dos, a mi modo de ver, comparten una visión de la prostitución como fuente de problemas relativos a la salud y la moral pública, así como a la seguridad ciudadana, por lo que o bien no se plantean la cuestión de los derechos de las mujeres o, en todo caso, se trata de una cuestión secundaria, subordinada al control de las trabajadoras por ser consideradas fuente de riesgos.

Como seguramente es conocido, nuestro ordenamiento no ha incorporado de manera plena ningún modelo de respuesta frente a la prostitución, si bien tanto las leyes penales como las administrativas contemplan diversas infracciones y sanciones relacionadas con su ejercicio. Así, se ha afirmado que «la (pseudo)regulación de la prostitución (incluyendo tanto la normativa positiva, como su aplicación por parte de los tribunales) tiene trazos de todos y cada uno de estos modelos», lo que la convierte, además de en una normativa incongruente, en una fuente de inseguridad jurídica (‍Llobet, 2017: 3).

Desde el punto de vista de las políticas públicas, el llamado feminismo institucional declara su adscripción a un modelo abolicionista de inspiración nórdica. Podría pensarse que ya es así en parte, dado que el Código Penal no penaliza a quienes ejercen la prostitución, si bien se sancionan «una serie de conductas realizadas por terceros en los contextos de prostitución de mujeres en las que sí se observa un menoscabo o una puesta en peligro de bienes jurídicos especialmente valiosos en nuestra sociedad» (‍González, 2020: 242). Sin embargo, la doctrina ha advertido de que el prohibicionismo ha ganado terreno por la vía de las ordenanzas municipales, que mayoritariamente sancionan el ofrecimiento de servicios sexuales en la vía pública y, por tanto, a las trabajadoras (‍Barcons, 2018). Estas infracciones administrativas han sido reforzadas por la Ley Orgánica 4/2015, de Seguridad Ciudadana, que ampara las sanciones por realizar o incitar a la «realización o incitación a la realización de actos que atenten contra la libertad e indemnidad sexual, o ejecutar actos de exhibición obscena» (art. 37.5) y también por desobediencia (art. 36.6). Con ello, también se avanza en una de las finalidades del modelo reglamentista, que aboga por desterrar la prostitución del espacio público, ahondando con ello en la idea de que la prostitución genera problemas de convivencia e inseguridad ciudadana (‍Bodelón y Arce, 2018), por su vinculación con entornos de criminalidad y marginación. La vía administrativa ha abierto, por lo demás, la puerta a una penalización indirecta de las trabajadoras, por un eventual delito de desobediencia grave a la autoridad (‍Llobet, 2017; ‍Barcons, 2018).

Esta situación implica, directa y/o indirectamente, la criminalización de las trabajadoras sexuales y, con ello, ha incrementado su desprotección, tanto en el ámbito de la seguridad personal (‍Östergren y Dodillet, 2012; ‍Villacampa, 2012; ‍Benoit et al., 2016) como de la salud. Según la «Nota de orientación» de ONUSIDA sobre el VIH y el trabajo sexual de 2009:

En muchos países, las leyes, las políticas, las prácticas discriminatorias y las actitudes sociales estigmatizantes empujan al trabajo sexual hacia la clandestinidad, lo que obstaculiza los esfuerzos por llegar a los profesionales del sexo y sus clientes con programas de prevención, tratamiento, atención y apoyo con relación al VIH. Con frecuencia, los profesionales del sexo tienen acceso insuficiente a servicios de salud adecuados; preservativos masculinos y femeninos y lubricantes a base de agua; profilaxis posterior a la exposición por relaciones sexuales sin protección o violación; control de infecciones de transmisión sexual; tratamiento contra las drogas y otros servicios de reducción del daño; protección contra la violencia y las condiciones laborales abusivas; y apoyo social y legal. El acceso insuficiente a los servicios generalmente se agrava por el abuso de parte de agentes del orden público. Los migrantes documentados e indocumentados que se dedican al trabajo sexual a menudo enfrentan graves obstáculos al acceso, a raíz de las dificultades lingüísticas, la exclusión de los servicios disponibles a nivel local y el mínimo contacto con las redes de apoyo.

2. El impacto del SARS-COV-2 y de la declaración del estado de alarma en las trabajadoras sexuales[Subir]

Busca el decreto-ley de origen, lo lee con detenimiento. ¡Sí, parece que hay excepciones! Ser víctima de violencia de género —debidamente acreditada…—. O víctima de trata de personas —también debidamente acreditada…—. O emigrante retornado… Refugiado…

¡Persona sin hogar! Persona sin hogar… debidamente acreditado.

Así que no es suficiente con vivir en la calle. Hay que acreditarlo. [...] Para solicitar ayuda, uno ha de ser pobre, pero no tanto.

Carmen pertenece a la capa más baja de las capas, y situaciones como la suya ni siquiera se contemplan con lógica. Carmen no está en riesgo de exclusión: ya ha sido excluida.

Sara Mesa

Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático.

Como resulta perfectamente conocido, el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, declaró el estado de alarma después de que la Organización Mundial de la Salud elevase pocos días antes la emergencia sanitaria generada por la COVID-19 al nivel de pandemia internacional. Su art. 7 estableció una limitación en la libertad de circulación, elevando la restricción a norma y señalando tan solo unas pocas excepciones. Ninguna otra razón justificaba la circulación ni la permanencia en las vías públicas.

En la línea de lo señalado en el primer epígrafe, la pandemia ha expuesto «las desigualdades existentes y afecta desproporcionadamente a las personas ya criminalizadas, marginadas y que viven en situaciones financieras precarias, a menudo fuera de los mecanismos de protección social» (‍ONUSIDA, 2020b). Los datos de los estudios disponibles en los primeros meses de la pandemia confirman, en el marco del paradigma de los determinantes sociales de la salud (‍Marmot, 2005), «los efectos amplificadores de la pandemia sobre la desigualdad sistémica» (‍Barrère et al., 2021: 25). Las interacciones entre los diversos sistemas de opresión y discriminación se pueden advertir con claridad en el caso de las trabajadoras sexuales: al estigma y los prejuicios que todas sufren por razones de género, se suman habitualmente la discriminación racial y la xenofobia.

Entrando en la cuestión específica del impacto de la pandemia en las condiciones de vida de las trabajadoras del sexo, cabe comenzar señalando que «la mayoría del trabajo sexual directo se paró como resultado de las medidas de distanciamiento físico y los confinamientos», haciendo aún más vulnerable la situación una población habitualmente marginada y económicamente precaria (‍Platt et al., 2020: 9). Las propias trabajadoras sexuales denuncian cómo respetaron, «en la medida de lo posible», las restricciones de movilidad y de contacto social impuestas por las autoridades, a costa de perder así su fuente de ingresos (‍NSWP, 2021). A pesar de ello, no solo no se establecieron programas de ayudas específicos para paliar su situación —algo que se hizo con numerosos sectores para compensar la imposibilidad de ejercicio de la actividad económica que les daba sustento—, sino que una gran parte de las trabajadoras resultaron excluidas de la mayoría de los programas de protección social.

El impacto sobre las trabajadoras sexuales resulta obvio y se proyecta de manera dramática principalmente sobre dos ámbitos: el económico y el relativo a la protección de la salud. Como ya se ha indicado, los riesgos son aún mayores cuando las categorías de discriminación interseccionan, razón por la cual el impacto se agrava en aquellos casos en que las personas carecen de redes de apoyo y protección al ser migrantes y/o encontrarse en situación de sinhogarismo (‍Platt et al., 2020: 9). Las barreras legales, administrativas, económicas e idiomáticas dificultan el acceso de las personas migrantes a los sistemas de salud, al igual que la precariedad de las condiciones de vida a menudo imposibilita la adopción de medidas básicas de higiene, distanciamiento social, aislamiento en caso de contagio o cuarentenas (‍Kluge et al., 2020). A ello hay que sumar el impacto de la brecha digital y la paralización de servicios públicos básicos, entre los que se encuentra el retraso en la tramitación de expedientes administrativos que afectan a las personas extranjeras, incluidas las que se hallan inmersas en solicitudes de asilo y/o refugio (‍EAPN, 2020).

Desde el punto de vista económico, las trabajadoras sexuales han registrado una grave pérdida de ingresos debido a las dificultades y riesgos de seguir ejerciendo la prostitución. Según la Encuesta de impacto en Europa (‍2020), «esta pérdida de ingresos y apoyo ha abierto un círculo vicioso de vulnerabilidades; personas sin hogar, pobreza, incapacidad de pagar facturas y proveer comida una misma y su familia». Esta situación y la falta de cobertura social llevó a muchas de ellas a infringir las restricciones, y «trabajar bajo el aumento de riesgo de violencia de la policía, chantajes, detenciones y multas, y también a la exposición del virus. Las especialmente vulnerables son las madres solteras con hijos, las personas trans, migrantes y personas refugiadas» (‍NSWP, 2020: 1).

La modalidad de ejercicio de prostitución más directamente afectada, si bien es la menos numerosa, es también la que generalmente se considera más precaria y estigmatizada: la prostitución de calle. Al miedo de las trabajadoras a ser multadas con base en la aplicación de las ordenanzas municipales, se sumó la preocupación de las sanciones relativas al quebrantamiento del confinamiento o de las posteriores restricciones en el horario nocturno.

Por su parte, las mujeres que ejercen la prostitución en pisos o clubes se vieron igualmente afectadas por las medidas de confinamiento (‍Albertín y Cortés, 2022). En primer lugar, puede recordarse cómo, en el marco de la normativa aprobada durante la vigencia del estado de alarma para paliar los efectos económicos del cierre de las actividades declaradas no esenciales, el Decreto Ley 8/2020 estableció varias «medidas de flexibilización de los mecanismos de ajuste temporal de actividad para evitar despidos». Los medios de comunicación informaron de que muchos de los llamados locales de alterne se acogieron a la posibilidad de realizar un expediente de regulación temporal de empleo (ERTE). Medida que, sin embargo, no resulta protectora de la gran mayoría de las trabadoras sexuales, toda vez que, al margen de decisiones judiciales puntuales en las que se ha reconocido una relación laboral de alterne (‍Martínez Moreno, 2020), habitualmente estas relaciones quedan camufladas bajo la forma de contratos de hospedaje, según los cuales las mujeres no se consideran trabajadoras de la empresa (‍Fernández Rivera-González, 2020). Así pues, no pudieron beneficiarse de la protección derivada de la prestación por desempleo vinculada a los ERTE (art. 25 Decreto Ley 8/2020).

Sin embargo, es fundamental tener presente que el cierre de los clubs supuso que una parte de las trabajadoras se quedaron en situación de sinhogarismo, no quedando ni tan siquiera cubiertas por la más básica protección por desempleo. Quienes pudieron seguir viviendo en los pisos y clubes en los que ejercían su actividad, lo hicieron casi siempre al precio de acumular deudas por alojamiento[3]. No sorprende, por tanto, que las reacciones más urgentes de las asociaciones de trabajadores sexuales fuese la creación de fondos de solidaridad y resistencia para afrontar las necesidades básicas de alojamiento y comida de muchas trabajadoras[4].

Ciertamente, en las semanas posteriores a la declaración del estado de alarma se aprobaron varias medidas destinadas a garantizar el mantenimiento de la vivienda, ya fuera en régimen de propiedad o arrendada[5]. Sin embargo, al revisar los requisitos exigidos para obtener moratorias o ayudas para el pago de la renta de la vivienda habitual, estas medidas se vinculan a la situación de desempleo o de ERTE derivada de la pandemia, o que siendo empresario (sic) haya reducido su jornada por necesidades de cuidado u otras circunstancias similares que supongan una pérdida sustancial de ingresos (art. 5.1.a). Además de dicha situación laboral, se exige certificado de empadronamiento en la vivienda.

Estos requisitos fueron desarrollados por la Orden TMA/378/2020, de 30 de abril, por la que se definen los criterios y requisitos de los arrendatarios de vivienda habitual que pueden acceder a las ayudas transitorias de financiación establecidas en el art. 9 del Real Decreto Ley 11/2020, de 31 de marzo. En su anexo I («Modelo de formulario a cumplimentar por los arrendatarios al presentar ante la entidad de crédito la solicitud del préstamo regulado en esta orden») se establece que entre la documentación que debe aportarse para solicitar un préstamo avalado y subvencionado por el Estado, además de los ya mencionados relativos a la situación laboral y el empadronamiento, se encuentra también el contrato de arrendamiento.

Ya se ha destacado previamente que la falta de reconocimiento legal de la prostitución impide el acceso a un contrato laboral. Igualmente, la exigencia de empadronamiento supone un importante obstáculo para las trabajadoras sexuales en situación irregular, que además de las barreras lingüísticas y el desconocimiento de sus derechos, temen poner de relieve la situación de irregularidad. Esta dificultad para empadronarse también afecta en ocasiones a quienes residen legalmente en el país, toda vez que las dificultades económicas y la ausencia de un contrato de trabajo dificultan la formalización de un contrato de arrendamiento que sirva de base al empadronamiento, así como el rechazo de las personas arrendadoras a autorizar dicho empadronamiento (‍Red Acoge, 2021).

Cabría pensar que la situación de desprotección de quienes no llegan ni siquiera a cumplir estos requisitos sería corregida por otras medidas adoptadas posteriormente. En particular, por la creación de la figura del ingreso mínimo vital (IMV) a través del Real Decreto Ley 20/2020, de 29 de mayo, actualmente derogado al haberse tramitado como ley (Ley 19/2021, de 20 de diciembre). Según el propio preámbulo del Decreto Ley

más allá del impacto directo sobre la actividad económica, la pandemia ha desembocado en una profunda crisis social, que afecta especialmente a las personas en situación de vulnerabilidad. Las situaciones de crisis proyectan sus efectos más perjudiciales sobre la población más vulnerable e insegura, que no goza de una estabilidad permanente en sus ingresos, y que además está insuficientemente atendida por la mayor parte de las políticas sociales, vinculadas a la existencia de relaciones estables de empleo. Este mecanismo, articulado a partir del mandato que el artículo 41 de la Constitución española otorga al régimen público de seguridad social para garantizar la asistencia y prestaciones suficientes ante situaciones de necesidad, asegura un determinado nivel de rentas a todos los hogares en situación de vulnerabilidad con independencia del lugar de residencia. A esta finalidad responde la presente disposición, aprobando el ingreso mínimo vital como prestación económica de la seguridad social en su modalidad no contributiva.

Una parte de las dificultades de acceso a esta prestación surgió por la exigencia de residencia legal y efectiva en España durante al menos el año inmediatamente anterior a la presentación de la solicitud (art. 7.1 a), lo que a priori resultaba excluyente de las trabajadoras sexuales que ejercen la prostitución en situación de irregularidad administrativa. El Decreto Ley establecía tres excepciones a este requisito (art. 7.1): una de ellas era la relativa a las personas que hayan sido víctimas de los delitos de trata de seres humanos[6] o de explotación sexual[7]. Asimismo, se estableció que —a los efectos de percibir el IMV— la condición de víctima de trata de seres humanos y de explotación sexual se acreditaría a través de un informe emitido por los servicios públicos encargados de la atención integral a estas víctimas o por los servicios sociales, así como por cualquier otro medio de acreditación que se determine reglamentariamente (art. 18.6). En principio, esta medida puede entenderse como positiva, ya que flexibiliza el reconocimiento de la condición de víctima en aquellos casos en los que todavía no exista una sentencia o, incluso, no hubiera podido acreditarse en la vía penal, dadas las mayores exigencias derivadas de las garantías propias del Estado de derecho. Sin embargo, y una vez más como constatación de la compleja interacción entre los factores de vulnerabilidad, incluida la ya mencionada vulnerabilidad institucional debido a las estructuras jurídicas, las asociaciones de prostitutas han hecho notar que muchas de las trabajadoras son reacias a trasladar a los servicios sociales su situación de necesidad y la profesión que realizan, por miedo a que ello pueda implicar la pérdida de la patria potestad de sus hijos (‍Oliveira y Fernandes, 2017; ‍Martínez Cano, 2020).

En cuanto a la efectividad del IMV, la ministra de Igualdad señaló en su día que el objetivo era que tanto las víctimas de trata como las mujeres en situación de extrema vulnerabilidad que ejercieran la prostitución pudieran acceder a un ingreso mínimo vital. Sin embargo, quienes no eran víctimas de explotación sexual, se encontraron requisitos de difícil cumplimiento. Además de la ya citada exigencia de residencia legal y efectiva durante al menos un año, el Decreto Ley estableció que quienes no se integraban en unidades de convivencia debían acreditar haber vivido de forma independiente. Para ello, las personas menores de treinta años tenían que acreditar haber vivido en un domicilio diferente al de sus progenitores, tutores o acogedores durante los tres años inmediatamente anteriores a la solicitud (un año para los mayores de treinta), y haber permanecido al menos doce meses, continuados o no, en situación de alta en alguno de los regímenes de la seguridad social (art. 7.2). Se generaba así una exclusión para las mujeres extranjeras en situación irregular y también para muchas trabajadoras sexuales que, dada la falta de reconocimiento legal de la prostitución en nuestro ordenamiento, no han podido cotizar a la seguridad social. Como se ha puesto de relieve, los sistemas de protección creados «han sido excluyentes una vez más para mujeres que se encuentran en contextos de prostitución y no cumplen el perfil ideal de víctima de violencia de género, trata o explotación sexual» (‍Bordallo et al., 2020: 107).

A todo ello hay que sumar la vulnerabilidad administrativa agravada por la situación de los servicios públicos durante la pandemia. La dificultad de contactar con la Administración, al encontrarse las oficinas cerradas debido a la prevalencia de la modalidad de teletrabajo adoptada como medida de prevención, imposibilitaba aclarar las dudas que pudieran surgir respecto del cumplimiento de los requisitos (ibid., 2020). Igualmente, la canalización de las solicitudes exclusivamente a través de medios telemáticos perjudica a quienes se encuentran afectados por la brecha digital y son, por tanto, tecnológicamente vulnerables, ya sea por razones económicas —imposibilidad de acceder a un ordenador y una conexión a internet—, ya sea por razones tecnológicas —dificultades en el uso de las nuevas tecnologías de la información—.

Cabe preguntarse si esta situación de desprotección generada por la dificultad de cumplir o acreditar los requisitos exigidos para acceder a las ayudas podría haber sido paliada en caso de haber dado voz, en el proceso de elaboración de las normas, a las asociaciones, sindicatos y colectivos de trabajadores sexuales. Una vez más, la falta de reconocimiento de las prostitutas como sujetos de derecho y con agencia propia lastra el diseño de políticas públicas que terminan por excluirlas de nuevo del sistema de protección. La reducción de las trabajadoras sexuales exclusivamente a la condición de víctimas sin duda dificulta que se las reconozca como interlocutoras válidas de un diálogo social que, en democracia, debería ser irrenunciable, al margen de cualquier planteamiento ideológico. Pudiera pensarse que, desde las posiciones abolicionistas defendidas por el feminismo institucional, existe el temor a que esta interlocución se interprete como un cierto reconocimiento de la legitimidad de las reivindicaciones de las trabajadoras. No pueden dejar de compartirse las palabras de Elena Beltrán (‍2011: 45) cuando se pregunta «si la omisión del legislador en relación a muchos aspectos de esta actividad que fundamentalmente afecta a mujeres, no es más que otro modo de discriminación, pues esa omisión supone la imposibilidad de ejercer derechos de ciudadanía en condiciones de igualdad». Se alude así a la posible existencia de una discriminación por indiferenciación, un tipo de discriminación que no ha sido reconocida por ahora por nuestro Tribunal Constitucional y del que solo tenemos un precedente en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (‍Cobreros Mendazona, 2007).

La pérdida del lugar habitual de residencia y la drástica reducción de ingresos son, sin duda, dos de los factores que más gravemente han afectado a las trabajadoras sexuales. No quiero, sin embargo, concluir este epígrafe sin hacer mención, aunque sea brevemente, al impacto que sobre la salud ha tenido tanto la pandemia en sí como las medidas sanitarias adoptadas, evidenciando el papel de la ley (regulaciones, políticas públicas) como determinante social de la salud (‍Gostin et al., 2019).

Es indudable que, una vez que las trabajadoras han retomado su actividad, están expuestas a mayores riesgos de contagio dada la dificultad de usar medidas de protección de barrera (mascarillas) y de mantener la distancia social. Lógicamente, han sufrido la misma saturación de los servicios de salud que el resto de la población, sin que se haya activado ningún plan o protocolo específico de atención, a pesar de que son conocidas las barreras de acceso a los servicios de salud: idiomáticas, de incompatibilidad horaria, temor por la situación de irregularidad, etc. (‍APDHA, 2019; ‍AI, 2021). Tuvieron que ser las propias comunidades de trabajadores sexuales las que aprobaran guías para un trabajo sexual más seguro frente a la COVID-19 (‍Callander et al., 2020).

Cabe destacar, asimismo, la manera desafortunada en que en ocasiones se ha abordado la relación entre trabajo sexual y la COVID. La ministra de Igualdad solicitó en agosto de 2020 que las comunidades autónomas cerrasen los prostíbulos y locales de alterne al incidir en el «aumento potencial de positivos de difícil rastreo»[8]. Con ello se refuerza, al margen de la intención, el estigma de las prostitutas como vectores de contagio y transmisoras, dejando en segundo plano la protección de sus derechos a la salud, la integridad física e incluso la vida, pasando a convertirse, sobre todo, en un problema de salud pública.

Por otro lado, las suspensiones o reducciones en los programas de prevención en el ámbito de la salud impactan igualmente en la protección frente a otras enfermedades, también las de transmisión sexual. Es necesario tener en cuenta que, por ejemplo, respecto del virus del VIH el riesgo de contraer esta enfermedad es veintiséis veces mayor para los profesionales del sexo según las estimaciones de ONUSIDA (‍2021a), pudiendo llegar la tasa de prevalencia a ser de más del doble que la que afecta a la población en general (‍ONUSIDA, 2021b). Los datos confirman que, en términos generales, el uso de terapias retrovirales sigue siendo proporcionalmente baja entre los trabajadores sexuales, lo que por un lado puede implicar un mayor riesgo en caso de infección por COVID y, por otro, exige asegurarse de que las dificultades de acceso a los sistemas de salud causados por la reorganización sanitaria durante la pandemia no reduzcan la prevención y los tratamientos por VIH (‍Platt et al., 2020: 10)[9]. Es necesario señalar, sin embargo, que existen cada vez más evidencias de que en las sociedades occidentales las mayores tasas de contagio no se producen en las relaciones sexuales con los clientes, dadas las altas tasas de utilización de preservativos, sino en relaciones sexuales desprotegidas con sus parejas sentimentales (‍Oliveira, 2017). En todo caso, a nivel internacional se evidencia que en la relación entre el trabajo sexual y VIH encontramos uno de los mayores ejemplos de cómo las medidas de criminalización de la prostitución ponen en riesgo la salud de las mujeres (‍ONUSIDA, 2009). Piénsese que en algunos Estados la posesión de preservativos puede ser incluso considerada un elemento que acreditan que se ejerce la prostitución, lo que inhibe su utilización (‍Open Society Foundations, 2012).

Hasta aquí se han destacado una parte de las problemáticas más relevantes que durante estos dos años se han puesto de relieve. Sin embargo, ello no supone agotar todas las variables que afectan a las trabajadoras sexuales y que se han visto agudizadas por la crisis de la COVID. Baste pensar en las alarmas que se están activando, por ejemplo, respecto del impacto de la pandemia sobre la salud mental de la población general. Los testimonios de las trabajadoras sexuales durante este período confirman que el estado de alarma ha incrementado su aislamiento social, la ansiedad, los sentimientos de soledad y tristeza (‍Recio Burgos y Plaza del Pino, 2021).

III. LAS PERSONAS TRANS EN PROCESOS DE TRANSICIÓN[Subir]

Actualmente, es relativamente frecuente utilizar el término trans, sin más sufijos, para cobijar así tanto a las personas transexuales —que se identifican con el género contrario al que se les ha asignado al nacer— como a las personas transgénero —que no se identificarían con la concepción binaria de géneros—[10]. Los Principios de Yogyakarta[11] definen la identidad de género como

la profundamente sentida experiencia interna e individual del género de cada persona, que podría corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo el sentido personal del cuerpo (que, de tener la libertad para escogerlo, podría involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios médicos, quirúrgicos o de otra índole) y otras expresiones de género, incluyendo el vestido, el modo de hablar y los amaneramientos.

Las personas trans «independientemente del lugar del mundo en el que vivan, están expuestas a un riesgo más elevado de sufrir violencia, acoso y discriminación»[12]. Así, son víctimas de acoso, agresiones verbales, arrestos arbitrarios, agresiones físicas, violación y asesinato. Y como ya ha sido señalado, la discriminación interseccional agrava la vulnerabilidad de las personas trans cuando entran en juego otros factores como pueden ser la edad, el origen étnico, la ocupación, la clase socioeconómica o la discapacidad. Un ámbito en el que se ha destacado la alta vulnerabilidad al riesgo es el de las personas trans que son trabajadoras sexuales al encontrarse entre una intersección «entre putofobia y transfobia» (‍NSWP, 2015: 2).

El objeto de este apartado es ofrecer una panorámica general sobre la forma en que las personas trans se han visto afectadas, desde el punto de vista de sus derechos, por la pandemia y la reacción normativa subsiguiente. Posteriormente, me centraré en analizar, en concreto, la situación de las personas en situación de transición sexual o de género. Al igual que en el caso de las trabajadoras sexuales, es necesario partir de su actual estatuto jurídico para comprender hasta qué punto la falta de reconocimiento de ciertos derechos agrava el impacto de la pandemia.

Actualmente, la norma más relevante a nivel estatal relativa a los derechos de las personas trans sigue siendo la Ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas. Según el art. 4 de la ley, la persona solicitante[13] debe acreditar:

a) Que le ha sido diagnosticada disforia de género. La acreditación del cumplimiento de este requisito se realizará mediante informe de médico o psicólogo clínico [...].

b) Que ha sido tratada médicamente durante al menos dos años para acomodar sus características físicas a las correspondientes al sexo reclamado. La acreditación del cumplimiento de este requisito se efectuará mediante informe del médico colegiado bajo cuya dirección se haya realizado el tratamiento o, en su defecto, mediante informe de un médico forense especializado.

2. No será necesario para la concesión de la rectificación registral de la mención del sexo de una persona que el tratamiento médico haya incluido cirugía de reasignación sexual. Los tratamientos médicos a los que se refiere la letra b) del apartado anterior no serán un requisito necesario para la concesión de la rectificación registral cuando concurran razones de salud o edad que imposibiliten su seguimiento y se aporte certificación médica de tal circunstancia.

En el momento de su aprobación, la ley de 2007 supuso un gran avance, al superar la exigencia de cirugía de reasignación sexual que hasta ese momento había venido exigiendo la jurisprudencia del Tribunal Supremo. Actualmente, sin embargo, se denuncia que en la exigencia de un diagnóstico de disforia de género sigue latiendo la consideración de la transexualidad como trastorno de identidad «y no ante una manifestación de su libre construcción» (‍Salazar, 2015: 87). Existe un amplio movimiento por la despatologización, en línea con los Principios de Yogyakarta, en los que se establece que:

Ninguna persona será obligada a someterse a ninguna forma de tratamiento, procedimiento o exámenes médicos o psicológicos, ni a permanecer confinada en un centro médico, en base a su orientación sexual o identidad de género. Con independencia de cualquier clasificación que afirme lo contrario, la orientación sexual y la identidad de género de una persona no son, en sí mismas, condiciones médicas y no deberán ser tratadas, curadas o suprimidas (principio 18).

El avance más significativo hasta la fecha, desde el punto de vista de la legislación española, ha sido la Instrucción de 23 de octubre de 2018, de la Dirección General de los Registros y del Notariado, sobre cambio de nombre en el Registro Civil de personas transexuales. Dicha instrucción da cuenta del cambio realizado por la Organización Mundial de la Salud, según el cual la transexualidad pasa a considerarse una condición relacionada con las conductas sexuales, a la que se denomina «incongruencia de género». A través de esta instrucción se posibilita la solicitud del cambio de nombre ante el Registro Civil para que se asigne uno del sexo contrario, con tal de que la persona solicitante declare «que se siente del sexo correspondiente al nombre solicitado, y que no le es posible obtener el cambio de la inscripción de su sexo en el Registro Civil, por no cumplir los requisitos del art. 4 de la Ley 3/2007» (primero). La Instrucción estableció un cierto remedo urgente a la situación de las personas trans[14], que se encontraban en la situación de afrontar —por exigencia legal— un proceso de transición de al menos dos años en el marco del cual debe realizarse, además de otros tratamientos, la experiencia de vida real, que implica que la persona «viva, trabaje y se relacione en todas las actividades de su vida, de acuerdo al sexo deseado y durante el mayor tiempo posible» (‍Moreno-Pérez y Esteva de Antonio, 2012: 370). Experiencia de vida real durante la cual, sin embargo, debían utilizar documentación en la que ni siquiera el nombre se correspondía con las características físicas a las que tiene que acomodarse, exponiendo con ello información relativa a su identidad sexual que parece evidente que pertenece a su esfera de intimidad y debe quedar, por tanto, a resguardo de terceras personas. Esta instrucción avanza, por tanto, en la línea de las recomendaciones de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, que insta a los Estados a incorporar a sus legislaciones «procedimientos ágiles, accesibles y transparentes, basados en la autodeterminación, para cambiar el nombre y el sexo registral de las personas transgénero» (art. 6.2.1 de la Resolución 2048 de 2015, relativa a la discriminación de las personas transgénero en Europa).

El preámbulo de la Instrucción remite a la tramitación legislativa de una proposición de ley que previsiblemente iba a despatologizar «la incongruencia de género […], permitiendo el cambio de la constancia registral del género sentido mediante la simple expresión de la voluntad de formalizar dicho cambio por el sujeto», pero que caducó al concluir la legislatura[15]. Actualmente, el Ministerio de Igualdad ha difundido un «Anteproyecto de Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI» que ha generado no poco debate en el seno del actual Gobierno de coalición, y que no hace sino reproducir el debate que existe en el seno de los movimientos feministas respecto del reconocimiento de la autodeterminación de género, cuyo análisis excede por lo demás del objeto de este trabajo. Según ha señalado recientemente el Gobierno en respuesta a una pregunta escrita[16], la Ley está incluida en el Plan Anual Normativo del Gobierno para el año 2022.

Así las cosas, cuando se declara el estado de alarma en marzo de 2020, la solicitud de rectificación registral del nombre está disponible para las personas españolas mayores de edad y para los menores con madurez suficiente y en situación estable de transexualidad, como ya ha sido apuntado. Las medidas aprobadas para hacer frente a la pandemia afectan a las personas trans, a mi modo de ver, en dos ámbitos principales: por un lado, en lo relativo a los procesos administrativos que les afectan de manera particular y, por otro lado, en la protección del derecho a la salud.

En primer lugar, en todas aquellas cuestiones relacionadas con la tramitación de expedientes administrativos que sufrieron numerosos retrasos tras la suspensión de plazos decretada por la disposición adicional tercera del citado Real Decreto 463/2020. Sin ánimo de exhaustividad, pueden señalarse tres situaciones de especial vulnerabilidad:

  • Los retrasos en los expedientes de adquisición de nacionalidad ya que, como se desprende del marco jurídico analizado, las personas migrantes trans no pueden acceder al cambio registral del nombre. Según ha señalado el Defensor del Pueblo, en 2020 se dictaron 87 235 resoluciones relativas a expedientes de nacionalidad por residencia (frente a 164 701 en 2019)[17].

  • El impacto en las solicitudes de asilo y de protección internacional motivadas por razones de identidad de género. En este caso, el Ministerio del Interior publicó con rapidez un documento con respuestas a preguntas frecuentes sobre la situación del sistema de protección internacional[18]. Ante la imposibilidad de solicitar presencialmente la protección internacional, se deriva a las personas a las entidades de primera acogida de cada territorio, donde tendrán que firmar una declaración responsable de su intención de continuar el procedimiento cuando se retome la actividad ordinaria, garantizando mientras tanto el principio de no devolución. Asimismo, se recuerda que la documentación relativa al proceso de protección internacional —resguardo de presentación de solicitud y de ostentar la condición de solicitante— queda prorrogada.

  • Los retrasos en el inicio y la tramitación de expedientes ante los registros civiles, desbordados durante la pandemia[19], y que en el caso de las personas trans afectan a los procesos de cambio registral del sexo de quienes ya habían completado la transición con importantes consecuencias, dado que puede implicar el (no) reconocimiento de derechos en el caso de mujeres trans. Basta pensar, por ejemplo, en las medidas de protección frente a la violencia de género[20], aplicables en exclusiva, por definición, a las mujeres.

El otro gran ámbito de preocupación ha sido, sin duda, la salud. El punto de partida es, una vez más, las barreras generales de acceso a los sistemas de protección de la salud. El estigma y los prejuicios generan miedo al rechazo y a la discriminación en el acceso a los servicios de salud (‍Naciones Unidas, 2020), dificultades que interactúan, como ya se ha señalado, con las derivadas de la situación de irregularidad, el ejercicio del trabajo sexual, etc. Quiero destacar, antes de concluir este trabajo, un ámbito específico que se ha visto afectado y que guarda relación directa con las personas trans y las condiciones estructurales del sistema jurídico, en tanto todavía les obliga, como hemos visto, a realizar un tratamiento de dos años antes de acceder a la rectificación de la mención registral del sexo.

Durante la pandemia, las personas en transición se han visto afectadas, como el resto de la población, por el desplazamiento de los servicios generales de salud debido a la priorización de la respuesta a los riesgos generados por la COVID (‍FACME, 2021). Las Administraciones autonómicas mantuvieron la gestión de los servicios sanitarios dentro de su marco competencial (art. 12.2 RD 463/2020), por lo que la situación concreta debe ser estudiada según las medidas y decisiones aprobadas por las diversas autoridades sanitarias. En todo caso, la recomendación del Ministerio de Sanidad de transitar a un modelo de atención telefónica fue general[21] y ello tuvo un impacto sobre la salud debido a las dificultades de contactar, la sobrecarga en los centros de salud, el incremento de las consultas o las restricciones a la presencialidad (‍Coll et al., 2021). Todo ello generó demoras en la atención que, a su vez, generaron retrasos en los diagnósticos de otras patologías. Pese a esta situación, las medidas adoptadas tras el fin del estado de alarma se centraron, principalmente, en la situación COVID (‍AI, 2021)[22].

En particular, las personas trans se han visto afectadas en el acceso a los tratamientos hormonales, tanto por la situación de desabastecimiento —que ya se daba previamente, pero se vio agravada— como por el hecho de tener como referente de su proceso las unidades de Identidad de Género y no la atención primaria, lo que hacía aún más difícil —si cabe— las consultas. La falta de acceso a los tratamientos hormonales puede llevar a la automedicación, con el consiguiente riesgo de salud para las personas[23]. Asimismo, al igual que sucedió con las consultas especializadas para otros temas de salud no relacionados directamente con la COVID, el seguimiento de sus procesos de transición se ha visto afectado (‍Fedorko et al., 2021). Estas dificultades no han sido específicas de España (‍Pinto y Saletti‑Cuesta, 2020), si bien puede encontrarse ejemplos de buenas prácticas en Argentina, país que ha despatologizado el reconocimiento de la identidad de género (Ley 26.734, de 2012), y en la que el acceso integral a la salud se considera un derecho. En las Recomendaciones para garantizar el acceso a la salud de las personas trans, travestis y no binarias del Ministerio de Salud[24], publicadas muy tempranamente (6 de abril de 2020), se aconseja, por ejemplo, extender las recetas y/o las hormonas para períodos prolongados de dos o tres meses, realizar la entrega de las hormonas o medicamentos en espacios alternativos a los establecimientos de salud y mantener contacto y seguimiento telefónico, entre otros, poniéndose una dirección de correo electrónico a disposición de la ciudadanía trans.

La pandemia ha puesto sin duda de relieve la necesidad de reforzar los sistemas de protección de la salud. Pero lo que parece indudable a la luz de las situaciones analizadas, es que, además de la fortaleza de las estructuras sanitarias, resulta imprescindible que las personas —y, en particular, las que se encuentran afectadas por múltiples factores de vulnerabilidad— partan de un estatuto jurídico de derechos que implique el pleno reconocimiento por parte de la sociedad, incluida la necesidad de que tales grupos participen, lo que no deja de ser expresión del Estado democrático, en el diseño de las medidas que les afecten de manera particular. Tal y como ha señalado ONUSIDA:

La participación es un principio fundamental de los derechos humanos. Todas las políticas y acciones gubernamentales deben permitir la participación directa y significativa de las comunidades (en particular las afectadas y las más vulnerables), lo que presupone transparencia en la información y la toma de decisiones. Solo entonces una respuesta se basará en las realidades y necesidades de todas las personas, evitará violaciones involuntarias de los derechos humanos, generará confianza en el Gobierno y entre las comunidades y será más eficaz (‍2020c: 5).

Es difícil no tener la sensación de que una gran parte de la desprotección sufrida —si no toda— derivada de la actuación del Estado, podría haberse evitado teniendo más presentes las necesidades expuestas por las propias asociaciones de trabajadoras sexuales y de personas trans. Y, sin duda, el impacto se habría amortiguado si el punto de partida hubiera sido el de un efectivo reconocimiento de derechos sobre la base de la autonomía personal, la capacidad de agencia y la libertad de autodeterminación.

NOTAS[Subir]

[1]

A las razones de irregularidad de la actividad laboral y de marginación, estigma y exclusión social se suma, en el caso concreto de las trabajadoras sexuales, el debate ideológico de fondo que no permite, ni siquiera, establecer una definición común de trabajadora sexual.

[2]

Es relativamente habitual en la doctrina que analiza el fenómeno de la prostitución referirse al modelo proderechos bajo el término de modelo regulacionista. Por contraposición, se reserva el término reglamentista para aludir al modelo en el que el ordenamiento tolera la prostitución al considerar que es necesario establecer controles a las prostitutas para proteger el orden y la moral pública. En mi caso, creo que la denominación proderechos es más expresiva del enfoque de derechos que resulta prioritario en las demandas de reconocimiento de las propias trabajadoras sexuales. Por esta razón, utilizaré la terminología proderechos para referirme a los modelos que priorizan la protección de las trabajadoras (al estilo del ordenamiento neozelandés), reservando el término regulacionista para aquellas propuestas en las que el énfasis se desplaza a los instrumentos de control sanitario, urbano, etc., razón por la cual las trabajadoras no ven reforzada su posición frente a la industria del sexo (como sucede, por ejemplo, en el caso de Alemania).

[3]

María José Barrera, portavoz del Colectivo de Prostitutas de Sevilla, ya cifraba en unos 1500 euros las deudas de hospedaje a 31 de marzo de 2020. Asociación de Prostitutas: «Nos preocupa el coronavirus igual, pero estamos encerradas y no podemos comer», Europa Press, 31-3-2020. Disponible en: https://bit.ly/3l2YEod (última consulta: 10 de marzo de 2022).

[4]

En la web de Red Umbrella Fund pueden verse las iniciativas: https://bit.ly/3kX9rAa.

[5]

Particularmente, el Real Decreto Ley 11/2020, de 31 de marzo, por el que se adoptan medidas urgentes complementarias en el ámbito social y económico para hacer frente a la COVID-19; la Orden TMA/378/2020, de 30 de abril, por la que se definen los criterios y requisitos de los arrendatarios de vivienda habitual que pueden acceder a las ayudas transitorias de financiación establecidas en el art. 9 del Real Decreto-ley 11/2020, de 31 de marzo, por el que se adoptan medidas urgentes complementarias en el ámbito social y económico para hacer frente a la COVID-19; Real Decreto-ley 37/2020, de 22 de diciembre, de medidas urgentes para hacer frente a las situaciones de vulnerabilidad social y económica en el ámbito de la vivienda y en materia de transportes.

[6]

Código Penal, art. 177 bis. 1. Será castigado con la pena de cinco a ocho años de prisión como reo de trata de seres humanos el que, sea en territorio español, sea desde España, en tránsito o con destino a ella, empleando violencia, intimidación o engaño, o abusando de una situación de superioridad o de necesidad o de vulnerabilidad de la víctima nacional o extranjera, o mediante la entrega o recepción de pagos o beneficios para lograr el consentimiento de la persona que poseyera el control sobre la víctima, la captare, transportare, trasladare, acogiere, o recibiere, incluido el intercambio o transferencia de control sobre esas personas, con cualquiera de las finalidades siguientes:

  • a)La imposición de trabajo o de servicios forzados, la esclavitud o prácticas similares a la esclavitud, a la servidumbre o a la mendicidad.

  • b)La explotación sexual, incluyendo la pornografía.

  • c)La explotación para realizar actividades delictivas.

  • d)La extracción de sus órganos corporales.

  • e)La celebración de matrimonios forzados.

Existe una situación de necesidad o vulnerabilidad cuando la persona en cuestión no tiene otra alternativa, real o aceptable, que someterse al abuso.

[7]

Se impondrá la pena de prisión de dos a cuatro años y multa de doce a veinticuatro meses a quien se lucre explotando la prostitución de otra persona, aun con el consentimiento de la misma. En todo caso, se entenderá que hay explotación cuando concurra alguna de las siguientes circunstancias:

  • a)Que la víctima se encuentre en una situación de vulnerabilidad personal o económica.

  • b)Que se le impongan para su ejercicio condiciones gravosas, desproporcionadas o abusivas.

[8]

«Irene Montero remite una carta a las comunidades autónomas para el cierre de los prostíbulos», The Objective, 21-8-2020 (disponible en https://bit.ly/3wj5hIe).

[9]

Ya hay estudios disponibles que cuantifican en un 42 % el número de pacientes con enfermedades y tratamientos crónicos que ha experimentado un empeoramiento de su salud. Véanse las conclusiones del Estudio del impacto de la COVID-19 en las personas con enfermedad crónica. Informe de resultados de la tercera fase, realizado por la Plataforma de Organizaciones de Pacientes en 2021 (disponible en: https://bit.ly/3PcqRqi).

[10]

Según la definición de la Guía de buenas prácticas para el tratamiento de la diversidad sexual, de género y familiar en los medios de comunicación elaborada por la FELGTB. Según el Diccionario panhispánico del español jurídico, la persona trans es aquella que se identifica con un sexo diferente o que expresa su identidad sexual de manera diferente al sexo que le asignaron al nacer. El término trans ampara múltiples formas de expresión de identidad sexual o subcategorías como transexuales, transgénero, travestis, variantes sexuales u otras identidades de quienes definen su sexo como «otro» o describen su identidad en sus propias palabras.

[11]

Se trata de veintinueve principios relacionados con la orientación sexual y la identidad de género, redactados por un grupo de personas expertas, bajo el impulso de la Comisión Internacional de Juristas y el Servicio Internacional para los Derechos Humanos, y que se han convertido en una referencia en la materia (disponible en: https://bit.ly/3KXa4V2).

[12]

UNFE: United Nations Free and Equal. Ficha de datos: transgénero (disponible en: https://bit.ly/3PdfazO).

[13]

Si bien la ley reservaba esta posibilidad a las personas mayores de edad, la Sentencia 99/2019 del Tribunal Constitucional declaró inconstitucional la exclusión de los menores de edad con suficiente madurez y en una situación estable de transexualidad (FJ 9).

[14]

Aunque sea brevemente, cabe señalar una cierta perplejidad por el hecho de que la Instrucción pueda flexibilizar el requisito del nombre para acomodarse al del sexo opuesto, toda vez que en ese momento seguía vigente la Ley del Registro Civil de 1957, cuyo art. 54 prohibía los nombres que inducían a error en cuanto al sexo. Si bien ya se había aprobado en 2011 una nueva Ley Reguladora del Registro Civil, su entrada en vigor fue parcial y además sufrió diversos retrasos. La Instrucción intenta salvar esta contradicción preguntándose cuál es «el verdadero sexo correspondiente a las personas con disonancia de género» y alegando que prohibir el acomodo también vulneraría una exigencia del citado art. 54, la que prohíbe los nombres que objetivamente perjudiquen a la persona, perjuicio indudable dada la incongruencia con el sexo hacia el que se está transitando y la exigencia de ajustarse a las características físicas propias del sexo. Cuestión distinta y muy interesante, pero que también excede de los propósitos de este trabajo, es la de determinar cuáles son las características físicas propias del sexo reclamado a las que alude la ley.

[15]

En ese momento se encontraba en tramitación la «Proposición de Ley sobre la protección jurídica de las personas trans y el derecho a la libre determinación de la identidad sexual y expresión de género», en la cual su art. 7 consagra el derecho de las personas de nacionalidad española —y, en ciertos casos, de las extranjeras— mayores de dieciséis años, de promover la rectificación registral del sexo y/o el nombre.

[16]

Pregunta de la diputada María Pilar Calvo i Gómez, realizada el 28 de diciembre de 2021 (184/72394), relativa a la fecha prevista para llevar al Consejo de Ministros el «Proyecto de Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI» (número de registro: 193714). Los datos pueden consultarse en: https://bit.ly/39Szqqh.

[17]

Debe tenerse en cuenta el retraso del que ya se parte, toda vez que a fecha de 31 de agosto de 2020 hay expedientes (pocos) sin resolver cuya solicitud se realizó en 2010 y 2011. El grueso se concentra, sin embargo, en los correspondientes a las solicitudes de 2016 (38 140); 2017 (58 913); 2018 (50 600); 2019 (58 708) y 2020 (hasta el 30 de agosto: 50 115).

[18]

Documento de 26 de marzo de 2020, disponible en: https://bit.ly/3wky3rR.

[19]

Puede verse al respecto las numerosas quejas atendidas por el Defensor del Pueblo en su Informe Anual 2020.

[20]

Además de la LO 2/2004, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, en el marco de la pandemia se aprobó la Ley 1/2021, de 24 de marzo, de medidas urgentes en materia de protección y asistencia a las víctimas de violencia de género.

[21]

Documento técnico. Manejo en atención primaria y domiciliaria del COVID-19 (disponible en: https://bit.ly/3M5j1gm).

[22]

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