RESUMEN
La LO 8/2021, de 4 de junio, de protección de la infancia frente a la violencia se presenta como una ley integral que tiene por finalidad procurar una mejor y más completa protección de los derechos de los niños y las niñas frente a actos graves que les merman el disfrute de los mismos. Los cambios que esto supone en el Código Penal y la filosofía que impregna a la norma es el objeto de análisis, tomando como punto de partida irrenunciable el cumplimiento de las garantías penales.
Palabras clave: Infancia; violencia; discriminación; delitos de peligro; prescripción; suspensión de la pena; cibercriminalidad; indemnidad sexual.
ABSTRACT
Organic Law 8/2021, of 4 June, on the protection of children against violence is presented as a comprehensive law whose aim is to ensure better and more complete protection of children’s rights against those serious acts that undermine their enjoyment. The changes that this implies in the Criminal Code and the philosophy that permeates the norm are the object of analysis, taking as an essential starting point the criminal guarantees.
Keywords: Childhood; violence; discrimination; dangerous crimes; statute of limitations; suspension of sentences; cybercrime; sexual indemnity.
La preocupación por tutelar los derechos de los niños, niñas y adolescentes (en adelante NNA) no merece de mayor explicación ni fundamento, puesto que su especial vulnerabilidad por razón de su situación evolutiva y las graves vulneraciones de sus derechos que se han producido a lo largo de la historia (y que se siguen produciendo en determinados territorios o en determinados ámbitos) justifican sobradamente el interés de diferentes organismos nacionales e internacionales en dicha protección.
Los informes[1] sobre la materia ponen de manifiesto una variedad de atentados de toda naturaleza que, bajo el paraguas del término común de violencia se clasifican en atención al bien jurídico que afectan como violencia física, psicológica, sexual o económica, y en relación con los entornos en los que se producen se dividen en familiar, escolar, institucional y virtual.
Es por ello que las diferentes declaraciones internacionales y nacionales reconocen la desprotección que se produce de la infancia en estos ámbitos y singularmente, en los últimos tiempos, las acciones lesivas que se realizan en el entorno virtual y que lógicamente están vinculadas al uso de las TIC (tecnologías de la información y la comunicación). En este nuevo entorno es evidente que se pueden producir delitos de los que pueden ser autores o víctimas las personas menores de edad y que constituyen una amenaza para sus derechos fundamentales[2].
Con estos precedentes y tomando como base la obligación constitucional de atender a la protección integral que merecen los niños en reconocimiento de sus derechos en el ámbito internacional[3] y los diferentes referentes normativos que se recogen en el preámbulo de la ley (Convención sobre los Derechos del Niño de Naciones Unidas de 1989 y sus proyecciones, entre otras el Tratado de Lisboa y la Meta 16.2 de la Agenda 2030), se explica el objetivo fundamental de la misma, que viene recogido en el último párrafo del bloque I del texto explicativo de la ley «La ley, en definitiva, atiende al derecho de los niños, niñas y adolescentes de no ser objeto de ninguna forma de violencia, asume con rigor los tratados internacionales ratificados por España y va un paso más allá con su carácter integral en las materias que asocia a su marco de efectividad, ya sea en su realidad estrictamente sustantiva como en su voluntad didáctica, divulgativa y cohesionadora».
La técnica elegida para llevar a cabo esta regulación es la de la ley especial con la forma de lo que se denomina ley integral. Como he dicho ya en otras ocasiones (Lloria, 2019: 394-396), fue la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, la que nos presentó una nueva forma de legislar que se apoyaba en la necesidad de proporcionar una «respuesta global a la violencia que se ejerce sobre las mujeres».
La norma se concibe así con una visión global y transversal que atiende a todos los ámbitos que afectan al fenómeno objeto de ordenación, tomando en consideración aspectos preventivos, educativos, sociales y de asistencia en los diferentes ámbitos (educativo, institucional, deportivo, sanitario, familiar, virtual, etc.) y también la normativa en materia de derechos fundamentales, vertiente procesal, administrativa, civil, penal, penitenciaria, etc.
De este modo aparece una nueva forma de codificación que persigue la unificación de las medidas a adoptar por el Estado. Esta manera nueva de legislar ha tenido reflejo en otras normas como, por ejemplo, la Ley 12/2008, de 3 de julio de 2008 de la Generalitat Valenciana, de protección integral de la infancia y la adolescencia[4]; la Ley 3/2016, de 22 de julio, de protección integral contra la LGTBIfobia y la discriminación por razón de orientación sexual en la Comunidad de Madrid, o los diferentes proyectos y propuestas de ley que se han sucedido en los últimos tiempos en materia de memoria histórica, libertad sexual o protección de la infancia. Todas ellas se construyen sobre la necesidad de recopilar el acervo normativo existente en una materia y dotarlas de una visión pluridisciplinar y global que permita una mejor resolución de los conflictos que regulan.
En todo caso, la ley integral que nos ocupa, si bien se extiende a diferentes ámbitos, no incluye entre su articulado propiamente las normas de otros cuerpos normativos (véase el Código Penal o la Ley de Enjuiciamiento Criminal, a diferencia de la LO 1/2004) sino que, y de manera razonable, indica las modificaciones que afectan a esos cuerpos normativos a través de las correspondientes disposiciones finales. De este modo, y aun cuando la materia se regula con ley especial, debe ser complementada con las disposiciones de los cuerpos codificados, lo que a su vez condiciona la interpretación de los textos que se reforman dando cumplimiento al principio de plenitud y coherencia del ordenamiento jurídico.
Con esta técnica y la finalidad expuesta, uno de los textos que modifica la ley es el Código Penal, que en atención al carácter de ultima ratio se ocupa de la sanción de aquellas conductas más graves y que tienen por objeto la lesión de los intereses de las personas menores de edad, frente a las acciones de «violencia».
Precisamente, que el núcleo de la norma venga constituido por esta idea (la de violencia) obliga a reflexionar sobre su significado y la adecuación o no de emplear el término con un sentido social y no normativo. Paso, pues, a exponer algunas consideraciones sobre esta cuestión.
El propio título de la ley que ocupa estas reflexiones alude a la protección de la infancia frente a la violencia, recogiendo previsiones de toda naturaleza, lo que implica que no todas ellas tendrán que ver con acciones violentas, en un sentido normativo-penal[5], ni siquiera gramatical estricto[6].
Ya he dicho en otras ocasiones que resulta sorprendente al penalista el uso generalizado del término violencia en los medios de comunicación, y en las conversaciones ordinarias, en relación con conductas transgresoras de la norma y que no siempre implican el uso de la fuerza física, que es el significado que en el orden punitivo se otorga al término, como he señalado más arriba. Y más sorpresa causa que el legislador use esta terminología mediática y poco ortodoxa desde el punto de vista jurídico para referirse a fenómenos que no son identificables con el uso de medios de coacción física (o moral) exclusivamente.
La cuestión no es baladí en la medida en que se identifica con violencia no solo acciones delictivas (aunque no tengan que ver con el uso de la fuerza), sino todo tipo de comportamientos no adecuados desde la óptica del reproche moral o ético (incluso jurídico), estableciendo una equivalencia entre violencia y transgresión de la norma que incita a pensar en conductas lo suficientemente graves como para que se produzca la intervención punitiva (Ruiz, 2019: 50), lo que lleva a que no quede clara la distinción entre las acciones relevantes penalmente y las que merecen otro tipo de reproches que no supongan el uso de la pena. En este sentido, acertadamente Ruiz (2019: 48-49) afirma que es necesario desvincular la idea de delito de la idea de violencia, pues si esta se identifica con «cualquier forma de transgresión» y se «equipara con cualquier quiebra de las normas de comportamiento, sea cual sea su origen, legitimidad o nivel de imperatividad» entramos en un terreno resbaladizo para las garantías que deben marcar la formación de las normas penales y su aplicación.
El origen de este fenómeno lo sitúa De la Cuesta (2019: 81) en la dirección victimocéntrica que se está adoptando legislativa y socialmente[7] y de la que es un claro reflejo la norma en estudio. Esta tendencia implica un abandono del carácter de ultima ratio del derecho penal y su naturaleza secundaria y una manifestación más del populismo punitivo que impera en la sociedad actual, con el consecuente abuso del instrumento penal como remedio para cualquier conflicto de intereses. Recuérdese que en el ámbito penal se debe ser muy estricto con el significado de los términos, dadas las repercusiones que las interpretaciones extensivas tienen para el principio de legalidad, fundamentalmente en relación con el principio de taxatividad[8].
Sin embargo, la LO 8/2021 cuando define qué se entiende por violencia a los efectos de esta ley, y por extensión a los de aquellas que modifica, incluido por lo tanto el Código Penal, propone una concepción amplísima de lo que se debe considerar violencia. Dice en su artículo 1.2 que:
A los efectos de esta ley, se entiende por violencia toda acción, omisión o trato negligente que priva a las personas menores de edad de sus derechos y bienestar, que amenaza o interfiere su ordenado desarrollo físico, psíquico o social, con independencia de su forma y medio de comisión, incluida la realizada a través de las tecnologías de la información y la comunicación, especialmente la violencia digital.
En cualquier caso, se entenderá por violencia el maltrato físico, psicológico o emocional, los castigos físicos, humillantes o denigrantes, el descuido o trato negligente, las amenazas, injurias y calumnias, la explotación, incluyendo la violencia sexual, la corrupción, la pornografía infantil, la prostitución, el acoso escolar, el acoso sexual, el ciberacoso, la violencia de género, la mutilación genital, la trata de seres humanos con cualquier fin, el matrimonio forzado, el matrimonio infantil, el acceso no solicitado a pornografía, la extorsión sexual, la difusión pública de datos privados así como la presencia de cualquier comportamiento violento en su ámbito familiar.
A mi juicio, resulta muy complejo intentar integrar esta idea de violencia con el concepto normativo-penal, por diferentes razones. En primer lugar, parece que el concepto se inicia con la idea de vincular los hechos que deben ser comprendidos con acciones u omisiones dolosas que supongan la privación de derechos esenciales de los NNA. Sin embargo, inmediatamente habla de comportamientos negligentes, lo que en principio parece que remite a actuaciones de imprudencia. Una concepción clásica del concepto de violencia llevaría a cuestionar si se puede considerar como tal actuaciones de imprudencia leve o levísima, lo que desde luego debería ser respondido con una negativa. Esta primera consideración me induce a concluir, ya en estos primeros momentos del trabajo, que el legislador desde luego no está realizando una delimitación del concepto de violencia como situaciones dolosas o imprudentes relacionadas con la fuerza física o la intimidación, sino que lo que está haciendo es normativizar la consideración social de la violencia en un ejercicio de exaltación de la gravedad de las conductas, a mi modo de ver bastante alejado del principio de proporcionalidad.
Junto a ello, expone claramente que la presencia de la idea de «violencia» es independiente del medio de comisión o de la forma en que se ejerza, en una confusión entre medios comisivos y resultados (de lesión/peligro de bienes jurídicos) que aleja definitivamente el concepto de la consideración jurídico penal del mismo.
Pero es que, además, a continuación, en el párrafo segundo del punto 2 del art. 1 expuesto, establece que «en cualquier caso, se entenderá por violencia» esto es, con independencia de lo que se ha explicado en el párrafo anterior será violencia todo aquello que encaje en el elenco de figuras que lista a continuación, donde se mezclan situaciones que tienen que ver con bienes jurídicos tan dispares como la salud, la integridad, la dignidad, el honor, la intimidad, la indemnidad sexual y la libertad, sin ninguna referencia, por ejemplo, a la vida.
Todo ello me lleva a pensar que esta adopción del concepto sociológico y más populista del término no es inocente, sino que se dirige, por un lado, a imprimir una función simbólica a las normativas sancionadoras y, por otro, a revestir de justificación el castigo de algunas acciones que, como explicaré después, resultan difícilmente compatibles con los principios limitadores del poder punitivo y con las garantías que le acompañan.
Es cierto que la definición es global y no se dirige solo al ámbito punitivo, pero sirve para identificar los hechos que se consideran reprochables en todos los ámbitos jurídicos, dotándolos de una especial gravedad que desdibuja las fronteras entre los diferentes órdenes aplicables (civil, penal e incluso de protección social).
Esta definición también permite hablar de «clases de violencia»[9], convirtiéndose definitivamente el adjetivo en un sustantivo que se identifica hasta con las meras desatenciones.
Sin olvidar que en ocasiones estas desatenciones son tan graves que hacen necesaria la intervención del derecho penal, no se puede dejar de lado, como ya he dicho mas arriba, que el poder de castigar constituye la última herramienta de la que dispone el Estado para abordar la solución de los conflictos y garantizar la convivencia pacífica. Y es la última herramienta porque es la que impone las sanciones más graves, de lo que necesariamente deriva que su uso ha de estar limitado a los casos en que se ataquen los bienes jurídicos más importantes frente a los ataques más graves.
Esta formulación del carácter de ultima ratio del derecho penal y su proyección de subsidiariedad implica que no todo aquello que se identifique como transgresor de la norma ha de convertirse en delito porque, además, no siempre resulta lo más útil. Y me lleva a concluir este apartado poniendo de manifiesto mi desacuerdo con una definición tan amplia como la propuesta.
La disposición final sexta de la LO 8/2021 incluye las modificaciones que se han producido en el Código Penal, que el preámbulo de la ley reúne por materias del siguiente modo:
Delitos de odio, con una expresión también poco afortunada desde el punto de vista jurídico, siendo más aconsejable la de discriminación, e incluyendo junto a los preceptos de la parte especial la modificación del art. 22.4.
Causas de extinción de la responsabilidad penal: perdón del ofendido y prescripción.
Delitos de lesiones.
Delitos de abuso y agresión sexual.
Delitos contra las relaciones familiares (menciona solo el art. 225 bis en relación con la sustracción interparental, aunque también se modifica el art. 220.2).
Delitos tecnológicos, que según el preámbulo se introducen por los riesgos que generan para la vida y la integridad, además de instaurar una gran alarma social (elemento de justificación cada vez más utilizado para los cambios en los textos punitivos, a pesar de las críticas doctrinales continuadas sobre el mismo) siendo que, junto a ellos también se introduce un precepto dirigido, en teoría, a la tutela de la indemnidad sexual.
He decidido no seguir con esta división y atender, al modo tradicional, a las reformas que afectan a la parte general y las que tienen que ver con la parte especial, por seguir una sistemática más ordenada y con contenidos que no se reflejan en el párrafo del preámbulo que alude a las modificaciones del Código Penal (por ejemplo, en relación con la pena de inhabilitación o la suspensión de condena).
Mas allá del ámbito del derecho penal material se establece, entre otras cosas, además el deber genérico de denunciar una obligación específica en relación con los contenidos ilícitos en internet, que se recoge en el art. 19 de la ley y que, probablemente, suponga una redundancia o quizá un exceso de cautela por parte del legislador, pero que no me corresponde analizar en estos momentos.
Diferentes aspectos de la parte general del Código han quedado modificados con esta reforma, que siguiendo la estela punitivista de los últimos años, y en una difícil conjugación de las garantías en ocasiones, presenta cuestiones de calado que simplemente me voy a limitar a enunciar por razones de espacio y tiempo, en la medida en que solo pretendo ofrecer una visión general. Además, exigen de una reflexión más profunda y especializada que quizá no sea el momento de abordar, pero sí nos permiten «tomar el pulso» a la norma y a la vorágine victimocéntrica que inunda el derecho penal de los últimos tiempos. Esta visión se acomoda bien a las peticiones sociales y de alarma social pero, quizá, no tanto a los principios nucleares que sostienen el sistema y que siendo políticamente incorrectos ayudan a la vigencia de las garantías de los ciudadanos frente a un estado todopoderoso.
El artículo 22.4 recoge una circunstancia genérica de agravación que alude a que el delito se cometa por motivos de discriminación frente a la raza, la religión, las creencias, la ideología, la nacionalidad, la etnia, el sexo, la orientación sexual, las razones de género, la situación de enfermedad o la de discapacidad.
A este elenco de motivos, que se presenta con la compleja técnica del numeros clausus (y que por ello plantea siempre la ampliación cuando no se contemplan algunas circunstancias) se añaden razones de edad, orientación o identidad de género, aporofobia o exclusión social, con una coletilla final que dice «con independencia de que tales condiciones o circunstancias concurran efectivamente en la persona sobre la que recaiga la conducta».
Es cierto que en el anteproyecto se pretendió incluir una cláusula general que incluía «cualquier motivo» fundamentado en la discriminación, lo que hubiera llevado a una clara vulneración del principio de legalidad en su vertiente de taxatividad.
Salvada esta pretensión, queda por reflexionar si la ampliación típica para incluir a los sujetos que sufren el delito por discriminación aunque en ellos no concurra la circunstancia concreta que motivó el delito (bien por error, bien porque se le ataca no por esa cercanía, sino por defender o apoyar al colectivo) no vulnera la intervención mínima.
Como es sabido, la circunstancia siempre ha generado dudas sobre su adecuación en tanto que se aparta de la idea de contenido de injusto neutro (o pretendidamente neutro) centrado en la lesión o puesta en peligro del bien jurídico, y acercándose peligrosamente al derecho penal de autor (en contra, Orejón, 2019: 182-183) en la medida en que se considera un plus de reproche actuar movido por sentimientos de discriminación (Muñoz Conde y García Arán, 2015: 524), modificando así el elemento objetivo de la agravación que se había consolidado entre doctrina y jurisprudencia (Borja Jiménez, 2015: 120).
A mi entender, y compartiendo inicialmente los posicionamientos que dudan de la adecuación de introducir elementos de esta naturaleza en el juicio de reproche, la ampliación del circulo de sujetos que pueden ser objeto de discriminación aunque no concurra en ellos lo exigido típicamente, amplía tanto su ámbito de aplicación que lleva a dudar de su respeto por los principios limitadores del ius puniendi.
Junto a ello, y sin entrar a valorar los cambios en relación con las causas socioeconómicas de exclusión (Orejón, 2021: 73 y ss.) o de orientación de género y en relación con la edad que es la que afecta esencialmente a este trabajo, me planteo las mismas dudas que pone de manifiesto González Tascón (2021: 5-6).
Tomando como punto de partida la relatividad de hablar de discriminación por razón de edad (¿desde cuándo y hasta cuándo?), y adoptando la doble vertiente a la que se refiere el preámbulo de la norma (NNA y personas mayores), la cuestión radica en determinar hasta qué punto la inclusión en relación con los NNA es adecuada. Si las personas menores de edad son auténticos titulares de derechos y no parecen ser en nuestra sociedad sujetos pertenecientes a un colectivo discriminado, ¿puede aplicarse esta agravación, cumpliendo las exigencias que de la misma se derivan dada su naturaleza subjetiva? Entiendo que será difícil, a diferencia de lo que puede ocurrir en relación con las personas mayores, donde sí es posible encontrar razones de discriminación como colectivo que sufre, tal y como se ha podido comprobar desafortunadamente en época de pandemia, la exclusión motivada por su propia circunstancia vital[10].
La circunstancia plantea otras cuestiones de calado, como la delimitación de los conceptos por los que se presume la discriminación y que han de trasladarse también al ámbito de los denominados delitos de odio, dado el sistema mixto de tutela elegido por el legislador en este ámbito (Gómez Martín, 2016: 6), y de los que no es momento de ocuparse por ahora[11].
En relación con las penas de inhabilitación especial, es de destacar la modificación de los preceptos relativos a la inhabilitación para el ejercicio de profesión, oficio o comercio (fundamentalmente arts. 39 y 45 del CP), donde se incluye ahora también la referencia a «cualquier actividad» sea retribuida o no, con la clara intención de poder evitar el contacto con los NNA a aquellos que hayan sido condenados por delitos que tienen que ver con la relación con estos sujetos, fundamentalmente a través del voluntariado (catequistas, monitores de tiempo libre, entrenamiento deportivo, etc.), lo que deberá ser valorado si no está relacionado con el delito cometido, según la clásica interpretación del art. 45. Esta previsión se extiende a las establecidas en materia de medidas de seguridad contempladas en el art. 107 del CP y se convierte en principal en aquellos preceptos de la parte especial que ya incluían la inhabilitación de profesión, industria o comercio entre sus previsiones.
Así, por ejemplo, el art. 156 quinquies para los delitos de lesiones y el art. 177 bis para el delito de trata de seres humanos. Especialmente relevante en el caso del art. 192.3 segundo párrafo, para el supuesto de los delitos contra la indemnidad sexual, aunque no se recoge en el primer párrafo. La crítica, en todo caso, ha de dirigirse a la selección de figuras que tienen que ver con la afectación de la indemnidad sexual y la integridad física y la salud, pero no, por ejemplo, si se trata de delitos que lesionan o ponen en peligro la vida, lo que no parece ser muy coherente (González Tascón, 2021: 8 y 9).
Por lo demás, y en relación con las penas accesorias, tampoco el legislador ha tenido el cuidado de incluir esta consideración cuando, tradicionalmente, la inhabilitación especial es una de sus principales consecuencias[12].
En cuanto a la privación de la patria potestad, hay que poner de manifiesto que se trata de una pena que hay que adoptar con suma precaución, y así parece hacerlo el art. 46 modificado, en la medida en que se exige al juez que valore qué derechos de la misma quedan restringidos y cuáles perviven, tomando en consideración el interés superior de la persona menor, lo que deriva de la lógica naturaleza de la patria potestad, que se configura como un derecho-deber[13].
En esta hipótesis, el establecimiento como pena principal en el art. 140 bis refiere a los delitos de homicidio o asesinato, con una previsión también azarosa y poco reflexionada, pues de nuevo la premura del legislador lleva a incoherencias cuando se interpreta el precepto, tal y como expongo.
La pena de la privación de patria potestad se establece para dos casos:
El caso de que la víctima del homicidio tenga hijos en común con el autor, y respecto de estos hijos. Es decir, se está pensando en los supuestos de violencia de género con resultado de muerte, aunque también incluye, de manera razonable, el caso de que el hecho se produzca con otro tipo de progenitores (mujer-varón, varón-varón, mujer-mujer).
El caso de que la víctima sea un hijo/hija del autor respecto de otros hijos/hijas si los hubiere.
El hecho de que esta previsión sea imperativa y dada la vigencia del principio de legalidad, plantea, al menos, las siguientes cuestiones: ¿qué ocurre en los casos de muerte del progenitor por causa justificada? Por ejemplo, si el que mató lo hizo en defensa propia o de los hijos o en caso de estado de necesidad justificante o por error invencible. En situaciones de auxilio ejecutivo al suicidio, ¿también se va a aplicar? Ciertamente una vez concretada la causa de justificación no habría responsabilidad penal ni civil, por lo que no se aplicaría la pena de inhabilitación tampoco, pero, si como bien afirma González Tascón (2021: 10), se tratara de una legítima defensa incompleta, nos encontraríamos ante un problema de difícil solución, tomando en consideración, además, el interés superior del menor[14].
La segunda cuestión atañe a la muerte de los hijos. Dice el precepto que la privación de la patria potestad será para los otros hijos diferentes de la víctima, si los hubiere, generándose la paradoja de que si la víctima ha sobrevivido al ataque, encontrándonos en un caso de tentativa, la pena de inhabilitación se aplicaría a los hijos no víctimas directas, pero no al hijo víctima directa, como pena directa e imperativa. Se olvida el legislador de que el interés superior del menor debe guiar también la imposición de estas sanciones, tal y como demanda la lógica de la LO 8/2021 y las previsiones normativas supranacionales, como, por ejemplo, el Convenio de Estambul en su art. 45.
Otra cuestión problemática que solo voy a mencionar es la relativa a la aplicación de las medidas de alejamiento contempladas en el art. 48 para el caso de los delitos contra las relaciones familiares, incluida en la reforma en el art. 57; esto puede traer consigo la suspensión del régimen de visitas y estancia. Sin embargo, esta previsión no está en consonancia con la modificación del art. 94 del CC, que se refiere a los delitos contra la vida, la salud, la integridad física o moral, la libertad o la libertad y la indemnidad sexual del cónyuge o sus hijos, y nunca para los que establece el CP, por lo que la incoherencia del sistema vuelve a generar inseguridades y, en su caso, lagunas.
La responsabilidad penal no es eterna (o no debería serlo) ni debe ser impuesta en los casos en los que quepa disponibilidad sobre el bien jurídico, tomando en consideración, además, el interés preponderante del ciudadano frente al del Estado (Quintero, 2009: 779). Evidentemente, estas razones se apoyan en una elemental razón de seguridad jurídica y en atención a criterios de necesidad de pena[15]. Ese es el fundamento esencial de las instituciones del perdón del ofendido y de la prescripción de los delitos y de las penas.
El perdón del ofendido constituye un acto de la voluntad del sujeto pasivo o su representante legal, ejerciendo la facultad que le concede el ordenamiento jurídico de poner fin a la intervención punitiva que inició, tras cumplir determinados requisitos (Alonso, 2002: 276), lo que debería llevar a que en todos esos supuestos fuera posible la entrada de este instituto jurídico. Pero esto no es así, y menos tras la entrada en vigor de la reforma del CP del año 2015. Con esta modificación desapareció el libro tercero del Código, dedicado a la regulación de las faltas, y trajo consigo la ampliación de los delitos semipúblicos que no admiten el perdón como causa de extinción de la responsabilidad. Antes de la reforma, cuando el perdón se ejercía por los representantes legales del NNA el juez podía negar eficacia al perdón si comprendía que esa disponibilidad sobre el bien jurídico, que manifestaba el representante, no se vinculaba a los intereses de la víctima menor de edad, sino a otro tipo de razones.
La desconfianza hacia los operadores jurídicos, en una idea de hiperprotección del Estado que casa mal con el propio espíritu de la LO 8/2021, ha llevado a negar directamente validez al perdón emitido por los representantes legales en los casos de bienes jurídicos «eminentemente personales», sin establecer ninguna previsión en relación con la eficacia del perdón emitido por representación. Siendo esto así, en ningún caso será válido el instituto cuando la víctima sea un NNA (o persona con discapacidad); o, si se acepta, no estará cubierto por las garantías que proporcionaba el antiguo texto con relación al perdón cuando afecte a bienes jurídicos no eminentemente personales, como ocurre en los casos señalados agudamente por González Tascón (2021: 13 y 14)[16]. Y esto lleva, presumiblemente, a un cambio en la consideración de su naturaleza al convertirlos, de hecho, en delitos públicos si las víctimas están en el círculo de sujetos especialmente protegidos (puesto que si no cabe el perdón ni la disponibilidad sobre el bien jurídico, se deberá exigir la persecución de oficio), lo que merece de una reflexión más profunda de las que estas líneas me permiten.
En relación con la prescripción, hay que recordar que es una garantía que tiene que ver con si se mantiene o no la necesidad de que el Estado persiga o castigue determinadas acciones una vez que ha transcurrido un lapso temporal importante. La regla general es que no se puede mantener indefinidamente la posibilidad del castigo en un Estado de derecho, de donde se derivan serias dificultades a la hora de justificar la existencia de delitos imprescriptibles (o prácticamente imprescriptibles) y la tendencia a la ampliación del catálogo de los mismos.
El fundamento para que el tiempo no opere como límite del castigo se plantea por criterios de necesidad de pena, considerando la exigencia de que hay acciones que no pueden quedar impunes, con carácter excepcional.
Las primeras demandas de imprescriptibilidad lo fueron a propósito de los delitos de genocidio y de lesa humanidad, y como consecuencia de las exigencias internacionales, que se materializaron en el Estatuto de Roma de 1998. La idea es que en estos delitos el daño permanece vigente en la sociedad internacional en su conjunto, en la línea de la visión victimocéntrica señalada anteriormente.
Esta naturaleza es la que se solicita por algunas asociaciones de víctimas de delitos sexuales y reclamó incluso la vicepresidenta del Gobierno en una audiencia con el papa en el año 2018 para estas infracciones[17]. Sin embargo, la ley no ha llegado tan lejos, aunque sí ha variado el momento de inicio del cómputo de la prescripción, que tras la entrada en vigor de la reforma de 2021 será a partir de los treinta y cinco años de la víctima. Esto nos lleva a plazos prácticamente de imprescriptibilidad, y no solo para el caso de los atentados de naturaleza sexual.
La modificación del art. 132 del CP implica que, junto a las previsiones generales del cómputo de la prescripción (el día de su comisión en los delitos instantáneos y cuando se realice la última infracción, se elimine la situación ilícita o cese la conducta respecto de los delitos iterativos o de duración) se establecen dos excepciones relacionadas con la edad de la víctima:
Los delitos de aborto no consentido, lesiones, contra la libertad, de torturas y contra la integridad moral, contra la intimidad, el derecho a la propia imagen y la inviolabilidad del domicilio, y contra las relaciones familiares empezarán a computar a partir de la mayoría de edad[18] (salvo fallecimiento, en cuyo caso empezarán a computar desde entonces).
En el caso de los delitos de homicidio en grado de tentativa, de lesiones graves (arts. 149 y 150), maltrato habitual del art. 173.2, y en los delitos contra la libertad, la libertad e indemnidad sexual y en los delitos de trata de seres humanos se computará desde que la víctima cumpla los treinta y cinco, y si falleciere antes de alcanzar esa edad, a partir de la fecha del fallecimiento.
Esta extensión me parece cuestionable. No hay duda de que determinados delitos traen como consecuencia la imposibilidad de la víctima menor de reconocerlos como tales o de poder actuar reclamando su persecución hasta bien entrada la madurez. Sin embargo, no todos los delitos a los que alude el art. 132 generan ese bloqueo, ni siendo así es posible construir las garantías en atención a presuntas necesidades de las víctimas que, en ocasiones, han podido hasta olvidar los hechos. Además, y como alerta Ragués (2020: 75-78), con este sistema de excepciones no solo se rompe con la sistematicidad del texto penal, sino que se cuestiona el principio de la necesidad de pena (que no merecimiento) y puede poner en jaque la seguridad jurídica. Argumento este último que, parece, podría solventarse, al menos formalmente, con la previsión taxativa previa de la regla de la prescripción.
Las demandas de estas medidas se apoyan en explicaciones médicas y psicológicas junto a las que se pueden esgrimir más argumentos de búsqueda de «justicia» o de naturaleza vindicatoria que dé efectiva prevención general o satisfacción de la víctima que, como de nuevo señala acertadamente González Tascón (2021: 14 y 15), pueden alcanzarse por medios alternativos a la sanción penal, y generalmente mucho más eficaces para cumplir los fines que se señalan.
La Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, como se está exponiendo a lo largo de este trabajo, dota de un inusitado protagonismo al instrumento penal como arma de prevención frente a las violencias que pueden sufrir los menores, y para ello también usa de la parte especial del derecho penal.
En este sentido, y junto a la introducción de la consideración de la edad como causa de discriminación en los delitos llamados de odio, a los que he hecho mención más arriba y adonde me remito, también ha producido cambios en relación con algunas figuras como los delitos de lesiones (art. 148.3), los delitos sexuales (arts. 180, 183 quater y 189.1) o delitos contra las relaciones familiares (arts. 220.2 y 225 bis).
Sin embargo, las modificaciones de mayor calado tienen que ver con comportamientos en el ámbito digital, donde se acogen algunas propuestas que fueron lanzadas por la doctrina en relación con la punición de los contenidos digitales que puedan suponer la incitación de los menores al suicidio[19], a las autolesiones o a conductas que conducen a trastornos alimenticios como la anorexia y la bulimia, con una técnica quizá mejorable. También, el preámbulo de la ley alude, en el ámbito tecnológico, a «la comisión de delitos de naturaleza sexual», lo que se recoge en el art. 189 bis.
Nos encontramos así ante una serie de conductas delictivas nuevas que, en muchas ocasiones, obedecen más a un uso simbólico y poco efectivo del derecho penal que a la utilización de una herramienta realmente eficaz en la lucha por la prevención de ataques contra bienes jurídicos de los que son titulares las personas menores de edad. Paso a exponer, de todos modos, estos cambios.
En relación con las modificaciones, señalar que el art. 148.3 (lesiones básicas agravadas) se modifica para elevar la edad de la agravación especifica de doce a catorce años, sin una explicación razonada, puesto que esta edad ni coincide con la minoría de edad civil ni se compadece con los dieciséis años que se exigen para la toma en consideración automática del consentimiento en materia sexual ni tampoco con las agravaciones previstas en el homicidio y en el asesinato que aluden también a la edad de diceiséis.
Los delitos contra la libertad sexual, dejando al margen el art. 189 bis, se modifican para proporcionar mejora técnica a algunas cláusulas que lo precisaba. Así, el art. 180.1.3 cambia su redacción para aludir a la situación de vulnerabilidad, para diferenciar entre la vulnerabilidad propia y la creada por las circunstancias concurrentes (la edad, en este caso); en el 183. 4 se añade al prevalimiento de parentesco y el de convivencia, lo que resulta adecuado (por ejemplo, abusos por la nueva pareja del padre/madre). El art. 188.3 se modifica en el mismo sentido que el art. 183.3 y 4. Por su parte, el art. 189 modifica las letras b, c y g de su número 2, en una intensificación de la vulnerabilidad.
Por último, la llamada clausula «Romeo y Julieta», recogida en el art. 183 quater, y que atiende, como es sabido, a salvar la aplicación delictiva automática en los casos en los que la persona menor de dieiciséis mantenga relaciones sexuales consentidas con un mayor de edad, también sufre cambios. Si se niega la capacidad de consentir a las personas que no han llegado a los dieciséis años, pero la relación es con alguien cercano en edad o grado de desarrollo y madurez, este quedará exento de responsabilidad penal si el consentimiento fue libre. Siendo esto último obvio, y sin entrar a manifestar las inseguridades que genera una clausula como la que se explica (Tamarit, 2015: 425-426), lo cierto es que la reforma lo único que hace es poner de manifiesto lo que resulta absolutamente evidente: la cláusula no podrá aplicarse en los casos de delitos que se realicen con violencia o intimidación; esto es, cuando se trate de agresiones sexuales y no de abusos.
Por lo que hace a los delitos contra las relaciones familiares, el art. 220.2 se modifica produciendo una ampliación en el círculo de los sujetos activos. Hasta ahora en este delito se castigaba a aquel que entregaba un hijo a terceros para alterar su filiación; esto es, una adopción ilegal, configurándose como un delito especial propio y de participación necesaria y que alude a un sujeto pasivo menor de edad, pero no necesariamente un recién nacido (Carrasco, 2010: 11). En estos momentos, la referencia al vínculo ha desaparecido y se castiga la entrega con el fin de alterar su filiación de una persona de menos de dieciocho años, por lo que no solo pueden ser sujetos activos los progenitores, sino que el delito se convierte en común, desde el punto de vista de los sujetos.
El cambio de sujeto podría estar relacionado de alguna manera con cuestiones relativas a la gestación subrogada y adopciones ilegales, pero se dificulta esta interpretación al hablar de sujetos que puedan estar próximos a la mayoría de edad y teniendo en cuenta que no puede existir ninguna contraprestación económica, pues de ser así el tipo aplicable sería el 221.1, donde encontraría mejor acomodo, en su caso.
También se introducen cambios en el delito de sustracción interparental de menores, recogido en el art. 225 bis; la nueva redacción en palabras de González Tascón (2021: 17) prioriza «claramente la concepción personalista del bien jurídico protegido en este delito por referencia a la tutela del derecho de la persona menor de edad a relacionarse con cada uno de sus padres y viceversa», bien jurídico que ya señalé y que considero es el que debe resultar protegido con esta figura (Lloria, 2008: 41-42), al entender que la nueva definición de sustracción permite incluir a ambos progenitores como autores del delito.
A mi juicio, esta es una buena noticia, pues se acomoda a la interpretación que del mismo realicé en su momento y que entiendo que podía ya adoptarse con la dicción anterior. Aunque la primera acepción de sustracción hiciera referencia a la autorización del progenitor «con el que habitualmente conviva», había posibilidad de interpretar la segunda acepción en el sentido de incluir también como autor del hecho al custodio. Y ello porque esta definición dota a la figura de naturaleza de desobediencia específica, por lo que podría considerarse que existe delito tanto cuando el no custodio no reintegra al NNA a su lugar de residencia habitual, como en el caso de que sea el custodio el que «retiene» al menor sin permitirle relacionarse con el otro progenitor, con un cambio o no de domicilio, si se realiza una interpretación acorde al bien jurídico protegido.
En todo caso, esta clarificación asienta la tesis interpretativa aportada y facilita la aplicación del precepto a las nuevas realidades que se producen en las situaciones de crisis de pareja, ya que en estos momentos se han generalizado las custodias compartidas y sobre todo para los casos de separación de hecho sin existir todavía resolución judicial (Lloria, 2008, 51-58).
Por lo demás, en aras de la armonización del lenguaje inclusivo el legislador ha olvidado modificar el resto de apartados del precepto, aunque sin que ello tenga mas trascendencia que poner de manifiesto el poco cuidado que se pone en el proceso de transformación normativa.
Como he adelantado más arriba, los nuevos delitos toman como marco de referencia el reconocimiento de la «violencia digital» del art. 1.2 de la LO 8/2021, o lo que es lo mismo, los delitos que se cometen en el ciberespacio o usando del medio tecnológico. A mi juicio, la idea ha de ser bien acogida, aunque, como expondré después, considero que no se ha realizado de la mejor manera.
Es cierto que si se analizan los datos, los hechos más relevantes que pueden afectar a los niños y niñas en el ámbito del ciberespacio son los constitutivos de ataques contra su dignidad en relación con delitos contra la intimidad, el honor, la libertad y la indemnidad sexual, y también aquéllos que les pueden inducir, por su situación de especial vulnerabilidad, a conductas de autolisis o autolesiones donde encuentran acomodo tanto la inducción al suicidio como acciones relativas a trastornos de la conducta alimentaria. Esta preocupación se desprende también de la actividad normativa supranacional y, en esta línea, creo conveniente traer a colación tres normas esenciales para comprender el porqué de estas nuevas tipificaciones.
Por un lado, hay que hacer mención al Convenio sobre Ciberdelincuencia firmado en Budapest en 2001 y firmado por España en 2010[20], que tiene como finalidad fijar unas líneas comunes en relación con la tipificación de conductas que afectan a bienes jurídicos de naturaleza informática o se desarrollan mediante el instrumento tecnológico. Esta norma indica a los Estados la conveniencia de castigar algunas conductas que tienen que ver, básicamente, con la protección de datos, los daños informáticos, las conductas que atentan contra la propiedad intelectual o, y en lo que a nosotros interesa, la pornografía infantil.
En segundo lugar, el Convenio de Lanzarote (Convenio del Consejo de Europa para la Protección de los Niños contra la Explotación y el Abuso Sexual, hecho en Lanzarote el 25 de octubre de 2007), tomando en consideración el incremento de las acciones que afectan al correcto desarrollo sexual de los menores, especialmente en relación con el uso de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación por los propios niños y por los infractores, establece la obligación, entre otras, de castigar el acceso por medio del instrumento tecnológico a contenidos de pornografía infantil (art. 20) y también, «tipificar como delito el hecho de que un adulto, mediante las tecnologías de la información y la comunicación, proponga un encuentro a un niño que no haya alcanzado la edad fijada en aplicación del apartado 2 del artículo 18 con el propósito de cometer contra él cualquiera de los delitos tipificados con arreglo al apartado 1.a del artículo 18 o al apartado 1.a) del artículo 20, cuando a dicha proposición le hayan seguido actos materiales conducentes a dicho encuentro», lo que se ha traducido en nuestro CP en el castigo de ambas conductas en el art. 183 ter.
Junto a ello, el Convenio de Estambul (Convenio del Consejo de Europa sobre Prevención y Lucha contra la Violencia contra la Mujer y la Violencia Doméstica, hecho en Estambul el 11 de mayo de 2011), toma como punto de partida la mayor posibilidad de que las mujeres y las niñas sean víctimas de violencia sexual, acoso y otros delitos, y recogiendo la condición de víctimas también de los hijos e hijas de las mujeres que sufren violencia de género, comienza reconociendo dentro de la definición de mujer a las niñas menores de 18 años (art. 3 f ) y refiere en el art. 26 la necesaria protección de los menores expuestos a la violencia. Además de conminar a sancionar todo tipo de violencias, se hace una mención expresa al acoso en el art. 34, cuya ejecución a través de las TIC incrementa la peligrosidad para el bien jurídico. En este sentido, nuestro Código penal, tras la reforma del año 2015 ha establecido como delito nuevo el acoso (172 ter), recogiendo, en parte, estas recomendaciones.
Además, el Código penal sanciona otro tipo de acciones susceptibles de cometerse en el ciberespacio que tienen generalmente como víctimas (y, también en ocasiones, como autores) a personas menores de edad, como es el caso del delito de difusión no consentida de imágenes íntimas (más conocido como sexting de tercero, en el art. 197.7 del CP) o los delitos de amenazas y coacciones.
Antes de analizar las nuevas conductas, es necesario recordar que el uso de internet y todas las herramientas que proporciona es útil y resulta adecuado para los NNA. No se trata de demonizar el instrumento, sino de establecer estrategias educativas de buen uso.
El hecho de que el niño o la niña no gestione adecuadamente la herramienta no puede ser nunca un criterio para su culpabilización. Una cosa es educar en la autoprotección y otra centrar la responsabilidad en la víctima por su posible descuido o negligencia por las consecuencias de las acciones lesivas que realizan otros. Quien comete el delito es quien difunde sin permiso una imagen íntima, y no quien, mediando engaño o voluntariamente, se prestó a su realización.
Y, por último, en la medida de lo posible habrá que intentar resolver los conflictos entre menores por vías alternativas a la penal, al igual que la prevención debe garantizarse mediante elementos formativos y educativos, reduciendo al máximo el recurso a la sanción estatal. Reflexión que no parece haber sido tomada en cuenta por el legislador, que vuelve a usar del instrumento penal con un carácter promocional, función poco recomendable para las normas sancionadoras.
a) Cuestiones generales
Tal y como he ido anunciando, la LO 8/2021 ha introducido reformas en el CP de importancia en relación con las conductas que, a través de las tecnologías, incitan al suicidio, las autolesiones o conductas relacionadas con trastornos alimenticios o la indemnidad sexual de los NNA.
He advertido también que el castigo de estas conductas venía siendo reclamado por la doctrina y la propia sociedad, en relación, fundamentalmente, con las conductas de autolisis y trastornos alimenticios, por la importancia del bien jurídico afectado (la vida y la salud).
Sistemáticamente, cada una de ellas se ha introducido en títulos relacionados con otras conductas similares. De este modo, la incitación al suicidio se recoge en el art. 143 bis junto a las conductas de auxilio ejecutivo al suicidio y la eutanasia. La incitación a las autolesiones se regula en el art. 156 ter, en el capítulo dedicado a las lesiones; el art 361 bis, en relación con las conductas alimentarias, se ubica entre los delitos que afectan a la salud pública, y el art. 189 bis entre los delitos de prostitución, explotación y corrupción de menores.
Las cuatro figuras comparten una estructura común, ya que en todas lo que se castiga es la distribución o difusión pública, a través de internet, el teléfono o cualquier otra tecnología, de contenidos destinados a promover, fomentar o incitar las conductas de suicidio, autolesión, abusos sexuales y explotación sexual de los menores o el consumo de preparados, productos o sustancias o la utilización de técnicas de ingestión o eliminación de productos alimenticios, cuyo uso sea susceptible de generar riesgo para la salud.
De este modo se emparentan con las dicciones típicas de delitos como el child grooming, y fundamentan su castigo en el mayor peligro de lesión para los bienes jurídicos que se deriva de la comisión del hecho a través de las tecnologías. Y esto, de nuevo, nos hace recordar las características de los delitos tecnológicos, que se suelen revestir de una mayor lesividad para el bien jurídico, por su capacidad de llegar a un número indeterminado pero importante de sujetos y, por lo tanto, por la posibilidad de incrementar el número de víctimas, lo que parece que resulta más difícil de justificar para el caso del art. 189 bis.
Esta parece ser la explicación del adelanto de la barrera punitiva a las conductas de incitación antes de que se dé lugar al inicio de ejecución de las mismas, aunque habrá que analizar si justifica suficientemente, en aras al cumplimiento de los principios de lesividad e intervención mínima, su regulación.
La pena de prisión prevista para cada una de estas acciones (prisión de uno a cuatro años para la inducción al suicidio, de seis meses a tres años para las autolesiones y de multa de seis a doces meses o pena de prisión o de uno a tres años en el caso de los art. 361 bis y 189 bis) se establece junto a la imperativa adopción de medidas dirigidas a la retirada, bloqueo o interrupción de dichos contenidos.
Esta medida de la retirada de contenidos que alientan las conductas descritas tiene una naturaleza esencialmente protectora de los bienes jurídicos de los que son titulares las personas menores de edad, y también tiene que ver con una de las características de los delitos que se cometen a través de la tecnología: la permanencia, que convierte a estas figuras en delitos de duración. Como es sabido, este rasgo plantea una serie de cuestiones dogmáticas que ya han sido apuntadas y que no es el momento de resolver todavía. Por lo demás, no es una medida novedosa, pues la misma ya se contempla en otros preceptos del texto punitivo como, por ejemplo, en el art. 189.8 CP en relación con la pornografía infantil.
No está de más recordar que, con independencia de esta medida a adoptar en sentencia, existe la posibilidad de solicitar la retirada de contenidos sensibles (generalmente relacionados con la imagen de los menores) a través del canal prioritario establecido por la Agencia Española de Protección de Datos, lo que puede resultar muy interesante desde el punto de vista de la terminación de la lesión del bien jurídico, pero que ha de tomarse con las cautelas debidas en cuanto al aseguramiento de la prueba[21], cuestión que se agrava en el caso de acudir a la moderación de las propias plataformas[22] (Facebook, Twitter, IG, Tik Tok, YouTube, etc.).
Por lo demás, la persecución y castigo de las mismas plantea los problemas generales de los delitos que se cometen a través de la red. A saber, dificultad en la persecución, en la determinación de la responsabilidad, mayor lesión del bien jurídico y problemas a la hora de fijar quiénes son los autores y partícipes en las mismas.
El paso a su tipificación merece de un análisis más reposado, y en los próximos epígrafes me voy a permitir proporcionar solo algunas reflexiones de urgencia.
b) Bien jurídico y naturaleza de estos delitos
De lo expuesto se puede deducir que la finalidad es la de castigar conductas de peligro[23] para la vida y la salud que afectan a un sujeto pasivo especial (las personas menores de edad y personas con capacidades especiales necesitadas de especial protección) y que, lógicamente, no exige que se produzca el resultado buscado con la difusión de contenidos dañinos.
Sin embargo, esta técnica de peligro hipotético o presunto hay que enlazarla con la configuración de un bien jurídico colectivo y abstracto, que se puede cifrar en la idea de seguridad. En este sentido, en el Informe del Consejo General del Poder Judicial al Anteproyecto, ya se alerta de que el interés tutelado recae en la «seguridad colectiva, entendida como sinónimo de creación de un clima de garantía social en el que no se ven amenazados los bienes jurídicos protegidos, ya individuales, ya colectivos; y en un grado ulterior entronca con concretos bienes jurídicos de carácter individual, como la vida, la integridad física, la dignidad, la libertad e indemnidad sexual o la salud de las personas, y específicamente de los menores de edad y personas con discapacidad»[24].
Evidentemente, la creación de estos tipos vinculados a bienes jurídicos ya difícilmente aprehensibles genera dudas en relación con la presencia de un contenido de injusto suficiente para dotar de antijuridicidad material a las conductas que, para salvar su constitucionalidad, a mi juicio deben ser interpretadas de manera restrictiva de tal modo que solo resulten aplicables si se interpreta como un delito de lesión para el bien jurídico colectivo que vaya acompañada de una puesta en peligro concreto del bien jurídico mediato vinculado en atención a la ubicación sistemática de cada precepto (la vida, la salud, la indemnidad sexual, etc.).
Es cierto que la limitación de la sanción a la difusión de contenidos a través de la tecnología y no por medios analógicos puede confirmar la conclusión de la mayor lesividad que existe para el bien jurídico cuando las acciones se producen en el espacio virtual. Y esto, a su vez, justificaría el hecho del castigo con las conductas de incitación o promoción sin esperar la producción de resultado lesivo. Es decir, estas acciones no se podrían castigar en el entorno analógico por su escasa lesividad, pero sí son sancionables en el espacio virtual, precisamente, por el medio comisivo que es más dañino. Pero, aun así, castigar la mera acción sin la determinación de un peligro concreto para un bien jurídico claramente definido en un sujeto determinado y no potencial sigue planteándome ciertas dudas, que tampoco escapan a los redactores del informe del Consejo General del Poder Judicial, que acaban avalando su inclusión siempre que se produzca una conducta idónea para poner en peligro el bien jurídico, mediante actos distintos de aquellos que finalmente supusieran la concreta puesta en peligro, con lo que no puedo estar del todo de acuerdo[25].
En todo caso, es una cuestión lo suficientemente compleja como para dejar su análisis para un trabajo más reposado.
c) Otras previsiones
Con relación a los sujetos que intervienen en la acción, resulta claro que en el caso de las conductas relacionadas con el suicidio, la integridad física o la salud, el autor del hecho dirige su mensaje a los menores de edad, para que sean ellos mismos los que realicen las conductas. Sin embargo, el mensaje que se castiga en el 189 bis no va dirigido a las personas menores de edad, sino que el posible incitado puede ser cualquier sujeto de cualquier edad o condición, ya que no parece realista pensar que los menores realicen conductas de explotación o de abuso sobre otros NNA.
Por otro lado, en relación con la conducta del art. 156 bis, hay que poner de relieve que no se ve afectada por la inhabilitación para el ejercicio de profesiones, oficio o actividades relacionadas con personas menores, en lo que parece ser (otro) descuido del legislador.
En cuanto al art.189 bis sí le resulta de aplicación la previsión de responsabilidad penal de las personas jurídicas contempladas en el art. 189 ter, al igual que en el caso de la conducta prevista en el art. 361 bis.
Con carácter general, la Ley Orgánica 8/2021, que someramente he expuesto, merece una valoración mixta. Por un lado, me parece loable la intención del legislador de proporcionar un instrumento normativo que permita luchar contra la violencia que sufren los niños, niñas y jóvenes y el espíritu que la impulsa de considerar a las personas menores como sujetos de derechos y no como objetos.
Pero, por otro lado, y a la vista de lo que he podido exponer brevemente en estas páginas, parece que estas manifestaciones se quedan en principios vacuos, sin contenido material por lo que hace a las previsiones penales.
La imposibilidad de ejercer el perdón por sí mismos o por representación ya pone de manifiesto la falta de correspondencia entre los principios enunciados y los instrumentos materiales para su cumplimiento; o las previsiones para los plazos de la prescripción, que si bien pueden resultar necesarias para algunos delitos, desde luego no deben hacerse extensivas a otros, y no siempre en los límites que se han impuesto, pues no se ha previsto que el juego de los plazos lleve a situaciones prácticamente de imprescriptibilidad, con todos los riesgos que ello entraña para las garantías.
La elevación general de la edad en todo el texto respecto de la consideración de vulnerabilidad es otra muestra de la gran confusión que despliega la norma (situación de vulnerabilidad/vulnerabilidad por naturaleza), influenciada probablemente por las directrices europeas, que toman en consideración criterios que no siempre se adecúan bien a las necesidades político criminales de nuestro Estado, y tomando en cuenta también lo que ya parece un mal endémico: el de las trasposiciones acríticas de los textos supranacionales (generalmente europeos) bajo el pretexto de una armonización que no se consigue con la técnica de copiar literalmente las orientaciones, generando así la asistematicidad del texto penal, lo que dificulta enormemente su aplicación. Esto se puede constatar, por ejemplo, en relación con las situaciones de discriminación.
Todo ello sin olvidar la falta de una lectura pausada y reposada para adecuar todo el texto a la nueva terminología que busca el lenguaje inclusivo, o la consideración de las cláusulas generales que van a afectar a preceptos ya vigentes y que, seguramente, no han sido previstas por los redactores de la reforma (estoy pensando en las previsiones del perdón, por ejemplo, y la posibilidad de ejercerlo en relación con la naturaleza semipública de los preceptos).
Pero lo que más me preocupa es la técnica empleada respecto de los nuevos delitos, que suponen una clarísima manifestación de derecho penal expansivo, con la consolidación de delitos de peligro hipotético o presunto, en los que resulta difícil concretar un sujeto pasivo y en los que las barreras de punición sufren un adelanto no justificado en la alarma social que propugna el preámbulo de la ley. Adelanto de las barreras punitivas que implica unos tintes de simbolismo, por lo demás ineficaces, si atendemos a la dificultad que entrañan los delitos tecnológicos para concretar la autoría y la imputación objetiva por las propias características del medio (descentralizado, anónimo, permanente y viral).
Ciertamente, hay que dotar de protección a los NNA, y por ello la técnica de la ley integral me parece buena, pero mejor sería invertir al máximo en las vertientes de prevención y formación y dejar la intervención punitiva en mínimos para no desatender a las garantías de los ciudadanos frente al poder de castigar del Estado, tal y como exige un poder punitivo democrático.
[1] |
Entre otros, se puede ver el informe de UNICEF Ocultos a plena luz. Disponible en: https://uni.cf/3FLPjLb. |
[2] |
Resolución del Parlamento Europeo de 26 de noviembre de 2019, sobre los derechos del niño con ocasión de la celebración del 30.º aniversario de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (disponible en: https://bit.ly/3sqhA4m). |
[3] |
El art. 39 despliega, como es sabido, la obligación de protección general a la familia y los hijos, estableciendo en su número cuatro la especifica a «los niños», evidentemente sin uso del lenguaje inclusivo adoptado por la norma que inspira este trabajo (aunque como expondré a lo largo del mismo, no siempre con igual acierto). |
[4] |
Derogada y sustituida por la Ley 26/2018, de 21 de diciembre, de derechos y garantías de la infancia y la adolescencia de la Comunidad Valenciana. |
[5] |
El Diccionario panhispánico del español jurídico define la violencia en el ámbito penal como «fuerza física que aplica una persona sobre otra y que constituye el medio de comisión propio de algunos delitos, como el robo y los delitos contra la libertad sexual, entre otros» (disponible en https://bit.ly/38n3SrY). |
[6] |
Según el Diccionario de la RAE, la violencia es la cualidad de lo violento, que se define, en su tercera y cuarta acepción como adjetivos: que implica una fuerza e intensidad extraordinarias (3.ª), o que implica el uso de la fuerza, física o moral (4.ª). |
[7] |
Evidentemente influida por la normativa europea, cada vez mas alejada de los principios limitadores tradicionales del poder de castigar del Estado. |
[8] |
Sobre las repercusiones de un concepto expansivo del término violencia para el principio de legalidad se puede ver Boix y Mira (2019: 9 y ss.). |
[9] |
Así, Esteve diferencia entre las violencias que sufren directamente los niños y las niñas, las que sufren como medio para dañar al padre o la madre (vicaria) o las violencias indirectas, que encajan, a mi modo de ver, en las figuras de omisión (Esteve, 2022: 11 a 17). |
[10] |
Y ello, sin dejar de lado la confusión que se plantea en el propio texto, ya que parece que el legislador confunde la situación de vulnerabilidad con la de vulnerabilidad natural. La agravante no va referida a la mayor indefensión de los sujetos, sino que se trata de una circunstancia subjetiva que tiene que ver con la discriminación que se sufre por razón de la edad y no porque la condición natural genere dicha vulnerabilidad. |
[11] |
Cuestiones que se trasladan entonces a los arts. 314, 511, 512 y 514.4 del CP. |
[12] |
Sobre penas accesorias, su duración y la necesidad de aplicación resulta imprescindible el trabajo de Valeije (2021: passim). |
[13] |
Esta posibilidad se introdujo con la reforma de 2010 (LO 5/2010) y es analizada con todo detalle por Valeije (ibid.: 231-306). |
[14] |
Es algo similar al problema que se planteaba en relación con las ayuda al suicidio por parte del varón a la mujer con la que mantiene una relación de afectividad, que han sido consideradas como supuestos de violencia de género por hacer una interpretación puramente objetiva del art. 143 en relación con el art. 1 de la LO 1/2004, y sin tomar en consideración todas las circunstancias del caso. |
[15] |
Resulta obvio que la muerte del autor del hecho y el cumplimiento de la condena son razones válidas y suficientes para terminar con la responsabilidad penal y obedecen a otros fundamentos. |
[16] |
Es el supuesto de los delitos leves (el homicidio por imprudencia menos grave, el delito de lesiones del art. 147.2, el delito de maltrato de obra del art. 147.3, los de amenazas y coacciones leves de los arts. 171.1.1 y 172.1.1, el acoso predatorio del 172 ter, las injurias o vejaciones injustas de carácter leve del art. 173.4, y los de abandono de familia de los arts. 226 y 227 o los que afectan a la intimidad). |
[17] |
Explica las razones que podrían llevar a esta solución Ragués (2020: 72). |
[18] |
Que era el criterio vigente en España desde 1999. |
[19] |
La mayoría de las conductas autolesivas o de autolisis que son provocadas por retos que se viralizan a través de redes sociales. Recuérdese, por ejemplo, el de la ballena azul, Momo, la caza del pijo o Jonathan Galindo. |
[20] |
Tomando en cuenta el Convenio de Consejo de Europa para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (1950), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas (1966) y la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (1989), entre otros. |
[21] |
Disponible en: https://bit.ly/3smD2aw. |
[22] |
Cuando se acude a los proveedores de servicios a solicitar la retirada de contenidos sería conveniente asegurar la prueba previamente, aunque se pueda luego solicitar por vía judicial a la propia plataforma. |
[23] |
En el informe del Consejo General del Poder Judicial sobre el Anteproyecto se habla de delitos de peligro «abstracto-concreto», en p. 90, disponible en: https://bit.ly/3FAgAA8. |
[24] |
Íd. |
[25] |
Desde luego, no me parece de recibo hablar, en términos jurídico-penales, de maldad o maldad intrínseca en relación con las acciones de los sujetos que se dirigen a doblegar la voluntad de sujetos especialmente vulnerables aprovechando las ventajas que el medio tecnológico proporciona. |
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